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Ética a Nicómano, Aristóteles

Álvaro Moreno Vallori

20 de Marzo de 2010

La Ética a Nicómano es la tercera de las obras que conforman la ética aristotélica, y es, a su vez,
la más completa, siendo además considerada como el primer tratado sistemático de esta disciplina.
Asimismo, resulta ser la más extensa de las tres obras, con un total de diez libros.

En el libro I, Sobre la felicidad, encontramos un análisis exhaustivo de la misma, al menos en


comparación con lo que se puede ver en otras de las obras del Estagirita. El primero de los fragmen-
tos que suscita nuestra atención es, si bien no muy extenso, el siguiente:

“La felicidad es ciertamente una cosa definitiva, perfecta, y que se basta a sí misma, puesto que
es el fin de todos los actos posibles del hombre.”

Que la felicidad es definitiva, perfecta, y que se basta a sí misma, es algo evidente, puesto que
como bien hace notar el propio autor, nadie aspira a la felicidad con vistas a algo más, sino que
la felicidad es ya de por sí lo máximo y lo último que uno puede desear. Puede objetarse que esta
concepción de la felicidad es egoísta, pues si el fin de todos los actos es la propia felicidad, ¿dónde
quedan los demás? Esto no es del todo exacto en un sentido, si bien es cierto en otro.

No se ha dicho que la felicidad pueda alcanzarse sin tener en cuenta al prójimo, pues es perfecta-
mente posible que alguien no pueda ser del todo feliz sabiendo que otros no están corriendo la misma
suerte. Ahora bien, pueden existir individuos que necesiten servir de ayuda al prójimo para ser fe-
lices, y de lo contrario se encuentren intranquilos y con remordimientos, otros pueden simplemente
sentirse mejor ayudando, aunque no les haga falta, y esta actitud sea pues algo accesorio, que puede
aumentar en algunos momentos la felicidad, pero no sea en absoluto necesaria; también pueden ha-
ber otros, que sean más felices dedicándose a otros menesteres y sin preocuparse de estas cuestiones.
No vamos a profundizar en estos casos, por parecer cuestiones más concernientes a la moral que a
lo que aquí se está tratando; lo principal es puntualizar que el hecho de que la felicidad sea el fin de
nuestros actos, no tiene por qué ser algo egoísta, al menos no en el sentido convencional de la palabra.

Por otro lado, la objeción es cierta en cuanto a que en efecto esta actitud es egoísta, pero en el
sentido más literal de la palabra, no en el usado normalmente, puesto que nuestras acciones, aunque
puedan beneficiar a otros, o aunque puedan estar del todo enfocadas a este fin, esto no será sino un
medio, para alcanzar la propia felicidad. Esta es una cuestión más biológica que relativa a la moral,
que si bien tiene fuertes repercusiones, quienes no quieran verlas pueden, en efecto, seguir limitados
a la concepción convencional del egoísmo, sin contemplar esta otra. En cualquier caso, el propio
egoísmo será algo que trate Aristóteles en otro momento, y es entonces cuando le dedicaremos más
tiempo, y no ahora.

El siguiente extracto trata sobre lo que es propio del ser humano:


“Así como para el músico, para el estatuario, para todo artista, y en general para todos los que
producen alguna obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer,
en la obra especial que realizan; en igual forma; el hombre debe encontrar el bien en su obra propia,
si es que hay una obra especial, que el hombre deba realizar. [...] Vivir es una función común al
hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente especial al hombre; siendo
preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y de desenvolvimiento. Enseguida viene la vida
de la sensibilidad, pero esta a su vez se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey y, en
general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta, pues, la vida activa del ser dotado de razón.
[...] Y así, lo propio del hombre será el acto del alma conforme a la razón, o por lo menos el acto
del alma, que no puede realizarse sin la razón.”

Aquí se puede ver una de las deducciones características de Aristóteles. El alma tiene pues, tres
disposiciones o partes; una vegetativa, puesto que el ser humano, en cuanto a ser vivo, se alimenta
y se reproduce; una sensitiva, puesto que el ser humano, en cuanto a animal, tiene sensaciones y
deseos; y una racional, puesto que el ser humano, en cuanto a ser humano, entiende y piensa, cosa
que le es inherente y le diferencia del resto de seres vivos. Así, según esto, lo propio del ser humano,
sería lo racional. Ahora bien, se tienen dos objeciones a este respecto.

La primera, de menor importancia, es relativa a la parte sensitiva del alma. Es cierto que los
animales sienten ciertas cosas, y que, en fin, experimentan ciertas emociones, más que sentimientos.
Sin embargo, no es en modo alguno comparable en grado la experiencia de éstos con la nuestra.
La complejidad del ser humano, hace que, aún teniendo una parte sensitiva, ésta sea de tal ma-
nera que en ciertos aspectos sea propia del ser humano y de ningún otro ser. Ahora bien, no por
esto dejamos de experimentar sensaciones, emociones o sentimientos, que por muy humanos que se
sean, se experimentan en un grado casi animalesco, como pueden ser la diversión en los juegos o
los placeres del gusto y del tacto. En contraposición podemos encontrar la solidaridad, el perdón
o el amor, inalcanzables por el resto de animales, al menos en una manera equiparable al ser humano.

La segunda objeción, y la más importante es que, aunque aceptemos que estas actividades ra-
cionales o incluso sentimentales en algunos casos, son más propias del ser humano, ¿por qué iba a
implicar ello que debiéramos ejercerlas más que las otras? Pues bien, se puede dedicar uno a las
actividades vegetativas y en particular a las sensitivas, y alcanzar una felicidad propia de las plantas
y de los animales. En efecto, no es posible alcanzar una felicidad propia del ser humano si nos limi-
tamos a la esfera de lo vegetal y lo animal. ¿Y por qué sería más apetecible una felicidad humana,
a las otras? Pues, no adoptaremos una posición gratuita si afirmamos que la felicidad humana es,
necesariamente, la más compleja, y que siendo el ser humano complejo, esta felicidad lo satisfará de
la forma más completa posible, y, en definitiva, será la mayor felicidad a la que podamos aspirar, la
que nos realice como personas (sería cuanto menos curioso que una persona quisiera realizarse como,
por ejemplo, animal).

En cualquier caso, Aristóteles concretará más las actividades que nos acercan más a la felicidad,
hacia el final de la obra.

A continuación, un fragmento sobre los hábitos del sabio (entiéndase sabio en este contexto
por aquél que se inclina a la virtud, antes que a los placeres, sabio en inclinaciones, si se quiere) y
la contingencia del placer en este caso:

“La vida de estos hombres generosos [sabios] no tiene necesidad, absolutamente hablando, de que
el placer se una a ella, como una especie de apéndice y complemento, puesto que lleva el placer en
sí misma; porque independientemente de todo lo que acabamos de decir, puede añadirse, que el que
no encuentra placer en las acciones virtuosas, no es verdaderamente virtuoso.”

Aquí, entendemos placer casi por las actividades ociosas, sobre todo teniendo en cuenta otros
libros posteriores de la Ética a Nicómano. Así, para el sabio, para aquel que se dedica a la actividad
virtuosa, ya sea moral o intelectualmente hablando, el placer, en este sentido, aparece como algo
completamente accesorio, en absoluto necesario, puesto que el propio ejercicio de las virtudes ya es
placentero per se, si bien es un placer más correspondiente a la parte racional del alma.

Con todo, se le puede objetar, y así sucede muchas veces, que sin estos placeres pierde expe-
riencias, y no vive de una manera completa. Entonces podríamos decir a los que lo dicen, que por
qué no hacen aquello propio de los niños, como tirarse por los suelos, jugar hablando con muñecos,
dormir con ellos, y cosas de semejante índole. La respuesta sería, bien por que esas actividades ya
no suscitan su interés, o bien (en el menor de los casos) porque anteponen otras actividades que
les agradan más. ¿Pues qué? ¿Diremos por esto que están perdiendo experiencias? ¿Tendría acaso
sentido reprocharles que no tengan estas prácticas propias de niños, o decirles que serían más felices
si las tuvieran? Es evidente que no. De la misma manera, pues, ocurre que el sabio desarrolla las
prácticas que considera estimables, e ignora las que no se lo parecen, o se lo parecen menos, y no
por esto decimos que no vive de una manera completa, igual que no decimos que un adulto no vive
de una manera completa por no tener las aficiones y los intereses de un niño.

Otro fragmento que podemos citar es el siguiente, concerniente a la infancia:

“Debe decirse, que el niño no es dichoso, porque su edad no le consiente aún llevar a cabo las
acciones que constituyen la felicidad; [...] puesto que para la verdadera felicidad se necesitan, como
dijimos antes, dos condiciones: una virtud completa y una vida completamente desarrollada.”

En este sentido, igual que los animales sólo tienen acceso a la felicidad que les posibilita la parte
sensitiva del alma (en todo este artículo y, en general, en todos, el concepto de alma se utiliza por
guardar la coherencia con el autor, si bien se puede interpretar como mente o algo similar), los niños
únicamente tienen acceso a la felicidad que les posibilita su alma no desarrollada, que en ningún
caso será tan completa como la de un adulto completamente formado. Así, podemos hacer alusión al
texto que comentamos de la Ética a Eudemo sobre la infancia, y reafirmar que no es deseable para
un ser racional la vuelta a este estado.

Tras esto, Aristóteles recupera su división del alma en irracional y racional. La primera parte,
la irracional, se divide en las que ya hemos mencionado, vegetativa y sensitiva (o apasionada). La
racional tiene a su vez otra subdivisión, una parte que posee la razón en propiedad y por sí mis-
ma, y otra parte que escucha la razón y actúa según esta. Asimismo, se establece la característica
clasificación aristotélica de las virtudes, según si pertenecen a la moral, como la generosidad o la
templanza, en cuyo caso serán virtudes éticas, o si pertenecen a la inteligencia, como la sabiduría,
la ciencia o el ingenio, en cuyo caso serán virtudes dianoéticas.

En el libro II, Naturaleza de la virtud ética, destacamos el siguiente fragmento:

“Sólo a condición de abstenernos de los placeres, es como podemos hacernos templados; y una
vez que lo somos, podemos abstenernos de los placeres con más facilidad que antes.”

Generalizando la cuestión, es algo a tener en cuenta que si queremos conseguir un hábito que nos
exige un esfuerzo, conforme vayamos practicándolo, nos irá costando cada vez menos. Es algo muy
simple, pero que muchas veces se pasa por alto, y nos parece que cambiar en algún aspecto (por
ejemplo, esto puede ser aplicable perfectamente a un hábito de estudio, o a un hábito de lectura, etc.)
es muy costoso, pero únicamente lo es tanto al principio. Ocurre que lo vemos con la perspectiva de
que el acto en cuestión siempre va a requerir el mismo esfuerzo, y en absoluto es así, disminuyendo
éste paulatinamente conforme nos vamos acostumbrando. Es por esto que realmente vale la pena
pasar unos primeros días un tanto forzados, porque luego la recompensa será mayor.

Dando un salto hasta el libro IX, Sobre la amistad (continuación). La amistad relativa a sus
causas y a la felicidad, encontramos el siguiente texto, referido al egoísmo:

“Si un hombre se propusiese seguir constantemente la justicia con más exactitud que ninguna
otra cosa, practicar la sabiduría o cualquier otra virtud en un grado superior, en una palabra, que
no pretendiese reivindicar para el otra cosa que el obrar bien, sería imposible llamarle egoísta, ni
censurarle. Sin embargo, este sería tenido por más egoísta que los demás, puesto que se adjudica las
cosas más bellas y mejores, y goza tan sólo de la parte más elevada de su ser, [...] en este concepto
podría decirse, que el hombre de bien es el más egoísta de todos los hombres; pero este egoísmo es
muy distinto de aquel a que se da un nombre injurioso. Este egoísmo noble supera [...] al egoísmo
vulgar [...]. Se llegaría a deducir [...] que el hombre de bien debe ser egoísta, porque haciendo el bien,
le resultará a la vez un gran provecho personal y servirá al mismo tiempo a los demás.”

Es sumamente interesante la concepción aristotélica del egoísmo, puesto que lo trata con el má-
ximo rigor, sin dejarse llevar por el uso ordinario del término. En efecto, el que busca el bien, es
egoísta, puesto que busca el bien para su propio disfrute, quiere hacer el bien porque se realiza como
persona haciéndolo. Más aún, toda acción tiene un fin egoísta, como bien señala el autor en otros
fragmentos del texto, que ya hemos visto, cuando dice que “la felicidad es el fin de todos los actos
posibles”. Asimismo, se dispone una clasificación del egoísmo, en cuanto a si los fines del egoísmo
son malos, el egoísmo vulgar, al que habitualmente nos referimos, o son buenos, en cuyo caso se
refiere a un egoísmo noble. Ahora bien, ¿este tratamiento del egoísmo no apoya el intelectualismo
moral, o al menos ciertos de sus aspectos? Si todo ser humano es egoísta y obra buscando su propia
felicidad, ¿dónde quedan pues el mérito y la culpa, en su sentido estricto? ¿No quedarían aquellos
que obraran mal, exentos de toda responsabilidad? Y sería perfectamente compatible entonces la
idea de que los que obrasen mal, lo hacen por no conocer el bien, de la manera explicada en la
entrada Hermenéutica del Intelectualismo Moral Socrático.

Por último, en el libro X, Naturaleza del placer y la felicidad, encontramos los siguientes frag-
mentos, referidos a la vida contemplativa:

“El sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo, entregarse al estudio y a
la contemplación; y cuanto más sabio sea más se entrega e él. No quiero decir que no le viniera bien
tener colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más independiente de los hombres y el
más capaz de bastarse a sí mismo.”

Vemos aquí una defensa del individualismo y la independencia, no despreciando la compañía,


sino simplemente no necesitándola, o al menos no tanto como el resto.

“Lo que es propio de un ser y conforme con su naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo
más agradable para él. Ahora bien; lo más propio del hombre es la vida del entendimiento, puesto que
el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por consiguiente, la vida del entendimiento es
también la vida más dichosa a que el hombre puede aspirar.”

Volvemos al concepto de lo que es propio al ser humano, que ya hemos tratado anteriormente.
Aristóteles identifica esto (y no sin razón) con el entendimiento, con las virtudes que él denomina
dianoéticas. Así, la vida contemplativa aparece como paradigma de la vida feliz, en contraposición a
la vida ociosa, que proporciona placeres inmediatos, más dinámicos, pero menos complejos, o menos
propios del ser humano, luego menos disfrutables, en un sentido de profundidad y de plenitud.

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