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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

Taylor Caldwell

Sólo Él sabe escuchar

9 EDITORIAL GRIJALBO. S.A.

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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar

MÉXIC
O. D.
F.
BARCE
LONA
BUENO
S
AIRES

Página 2 de 201
SOLO EL SABE ESCUCHAR
Título original en inglés: No One Hears But Htm.
Traducción: Amparo García Burgos, de la 1* edición de
Doubleday & Company, Inc., Carden City N.Y. 1966
© 1966, Taylor Caldwell
© 1966, Reback and Reback
© 1974, Ediciones Grijalbo, S.A. Déu i Mata 98, Barcelona
29
D.R. © 1985 por, EDITORIAL GRIJALBO, S.A.
Calz. San Bartolo Naucalpan No. 282 Argentina Poniente 11230
Miguel
Hidalgo, México, D.F.
Este libro no puede ser reproducido,
total o parcialmente,
sin autorización escrita del editor.
ISBN 968-419-491-9 IMPRESO EN MÉXICO
Dedicado con toda veneración a la Bendita Madre del Hombre que
Escucha

Introducción

Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los
desesperados, los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los
agonizantes y afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su
carga, los viejos, los jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el
hombre que escucha, que espera y escucha constantemente, paciente-
mente, las angustiosas historias que van a relatarle en el silencioso
ambiente de azul y mármol. No hay experiencia que no haya escuchado ya.
No hay dolor con el que no esté familiarizado. No hay crimen contra Dios o
el hombre que no haya sido visto con sus propios ojos. Ha oído las
blasfemias de los que se sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el
llanto de todos los padres, de todos los hijos. Ha escuchado todas las
plegarias y todas las excusas. Las experiencias de todos los hombres son
suyas. Nada le turba, excepto el odio y la violencia. Pero los conoce tam-
bién.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John
Godfrey hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si
se le busca, si se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún
hombre, por depravado que éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha
sido rechazado por él. Su paciencia jamás se agota, su amor nunca se con-
sume. Él escucha a todos, pues dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis.
Es un sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala
de espera y otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a
través de los años, a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared
de la sala de espera: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos
fuentes en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o
aquellas que no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido.
A veces los pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado.
Algunos acuden al hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole
de "medievalismo".

Otros llegan llenos de desprecio, dispuestos a rechazarle, exclamando que


ésta es una época "ilustrada y moderna", y que no hay necesidad de un
hombre que escuche... a excepción del psiquiatra. Otros llegan seguros de
que el hombre del santuario es un clérigo, un doctor, un asistente social,
un profesor o, simplemente, alguien dispuesto a escuchar en un mundo que
ha olvidado el modo de escuchar a los demás... tan ocupado se halla
hablando de sí mismo y lanzando sólo incoherencias, temas sin
importancia, teorías y blasfemias sin fin, y todo el cúmulo de violentas y
sangrientas trivialidades que no pueden satisfacer al alma.
Algunos en fin acuden con absoluta incredulidad, y con la misma
incredulidad se van.
Pero casi todos, cuando hablan al hombre, encuentran respuesta a su
angustia y desesperación, a sus pecados y sufrimientos. El mundo jamás
les dio una respuesta, ni en sus escuelas, ni con sus placeres, ni en la
riqueza, ni en las pequeñas satisfacciones, pues el mundo carece de
respuesta para la necesidad más terrible del espíritu humano: alguien que
escuche. Alguien que se sienta realmente interesado, realmente compasivo,
auténticamente amoroso, auténticamente fiel, auténticamente
comprensivo.
A pesar de lo mucho que se habla de "amor" en el mundo actual,
permanece el hecho de que jamás ha carecido tanto el mundo de amor,
este mundo duro de corazón, asesino, cruel, egoísta, despectivo e indi-
ferente. Jamás tantos han sido traicionados como son traicionados ahora.
Jamás tantos se han sentido perdidos como ahora se sienten. Jamás el
corazón del hombre ha carecido tanto de fe como el corazón del
hombre moderno, aparte toda esa charlatanería de "involucración" y
"preocupación por la humanidad". Jamás la muerte ha amenazado a tantos,
y nunca la libertad ha sido tan escasa; no, nunca en toda la terrible historia
del mundo. Ya no nos molestan las masacres, ni escuchamos al hombre que
nos pide ayuda en nuestra misma puerta. Nos aislamos de todo ello mien-
tras los cielos siguen oscureciéndose y se aproxima el Apocalipsis. Estamos
muy ocupados... con nada. Hablamos... de nada. Nuestro vecino, nuestro
hermano, nos suplica ayuda a gritos, y eso no nos preocupa. Peor aún, ni
siquiera le oímos, enfrascados en nuestra vida tan ocupada, tan vulgar y
tan trivial. Es más, ni siquiera nos escuchamos a nosotros mismos; jamás
nos damos plena cuenta de todo lo que decimos a lo largo de toda nuestra
vida.
El odio, no el amor, invade el espíritu de la humanidad hoy en día. El
triunfo de la maldad está casi consumado en un mundo que desprecia el
bien a cambio de las "verdades científicas" de hoy, que son los errores
científicos del mañana. El relativismo ha reemplazado a la eterna y absoluta
verdad. A nuestros niños, en nuestras escuelas seculares, no se les enseña
reverencia, fe, obligaciones, responsabilidad, orgullo y conciencia de sus
realizaciones y respeto a la autoridad. Y no se les enseñan esas cosas
porque sus mismos padres no lo desean.

Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que
jamás ha aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz
verdadera, la serenidad, la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que
escucha puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los
pobres en verdad, aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos
dado amor, pero no el auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y
palabrería estúpida, pero no la palabra viva. Les hemos abandonado en su
desolación y por eso son violentos y sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni
por su país, ni por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos?
Jamás ha fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
Este libro pretende, y con toda deliberación, enfurecer a muchos. Pero la
autora confía en que esa cólera les induzca a "escuchar" también, o al
menos a inspirar ese pensamiento, antes de que sea demasiado tarde.
ALMA PRIMERA

EL CENTINELA

«¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?» ISAÍAS, 21: 11.


ALMA PRIMERA

Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes.
Éstos se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues
respetaban a los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de
licenciado en Artes, su trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias
aplicadas les habían impresionado favorablemente, aunque se sentían algo
divertidos y desconcertados ante las razones que el había aducido para
elegir este trabajo actual, en particular en esta ciudad. Como se trataba de
hombres tan corteses, agudos y sofisticados, él no les había dicho toda la
verdad. Les había dejado creer que había sufrido un período de
romanticismo en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento de
levantarse y actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran
románticos, se decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y
dos años, aunque fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños.
¡Algunos de nosotros incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de
los caballeros, "¡O maquinistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello
implicaban, sin embargo, que Fred se había dejado ir durante demasiado
tiempo, y éste había enrojecido. No le gustó aquel caballero en particular
y eso fue lo que le impidió decir toda la verdad. Temía que le juzgaran
sentimental o un poco falto de ambición, defectos terriblemente graves e
indignos en un hombre de más de treinta años.
Se habían ofrecido a asignarle a alguien que le llevara en coche a
pasear por la ciudad hasta que llegase la hora de ir al aeropuerto, tomar el
avión y volar a casa. Pero a Fred le gustaba pasear. Había enrojecido
cuando todos se rieron afectuosamente al oírselo decir.
—Iré a pie a todos los sitios que me dé tiempo —dijo—. Díganme, por
favor, algunos puntos de interés en particular.
—Bien, tenemos un magnífico museo de ciencias, de gran interés para
usted; un museo de historia, en el que podrá hallar datos para sus estudios
de política, y una galería de arte que también le resultará interesante.
Están todos por aquí, a un cuarto de hora a pie unos de otros. Después
enviaremos a alguien a su hotel para que le recoja y le lleve al aeropuerto.
Disponía de tres horas. Era un magnífico día de otoño, de la clase que a
él le gustaba, cálido, seco, brillante de sol. Empezó a caminar. Era
realmente una ciudad preciosa, aunque no era más grande que la mitad
de la suya. Los edificios eran más elegantes, y de piedra más ligera, y de
ladrillo, y la ciudad tenía cierto aire meridional, aunque no estuviera
realmente en el sur. Las calles eran más amplias y más limpias y la gente
parecía muy enérgica.
A Connie le gustaría; vivirían en uno de los suburbios, en aquel que la
Compañía sugería especialmente para los hombres de la organización.
Aquella misma mañana había podido ver el barrio de pasada. Su propia
ciudad no tenía suburbios tan bonitos como éste, y todos tan bien co-
municados con el centro vital de la ciudad. Las casas eran muy atractivas y
costaban mucho menos que la suya actual, que ahora pondría
inmediatamente a la venta.
La escuela más cercana le había parecido extraordinariamente agradable y
moderna, y su hijo mayor iría pronto allí. En resumen: todo era estupendo,
incluido el hecho de que sus ingresos serían el doble de lo que ya estaba
ganando, por no mencionar las pagas extras, los beneficios anuales,
vacaciones pagadas y más largas, excelentes disposiciones en cuanto a la
pensión del retiro, seguro de enfermedad, seguros familiares, pagos por
enfermedad y una docena de otras cosas agradables en las que ni siquiera
podía pensar en su trabajo actual.
"He sido un idiota —se dijo mientras paseaba por la calle principal
mirando los escaparates de las tiendas, brillantes al sol—. Me alegro de no
haber esperado demasiado."
Se estaba muy bien al aire libre para pensar en visitar lugares de interés,
así que caminó al azar llevando el abrigo al brazo y pensando lo mucho que
iba a disfrutar de la vida en esta ciudad. Aquel vago sentimiento de
depresión que experimentaba en ocasiones se debía, naturalmente, a que
estaba solo y al deseo de volver a casa, con su familia. Además, nunca había
estado lejos de casa antes con la idea de abandonarla para siempre. Era un
hombre gregario, se dijo. Pronto haría amistades entre todos aquellos
hombres que había conocido y con los que congeniaba. Connie también se
uniría a diversos grupos en la nueva iglesia, y los niños pronto se sentirían
a sus anchas con sus nuevos compañeros de juegos y sus nuevas activida-
des. Además los inviernos aquí eran cortos, al contra-no que en su ciudad,
un auténtico infierno para un hombre que tenía que caminar mucho. "Pero
ya no caminaré así mucho más —pensó—, aunque no es que lo haya hecho
con frecuencia en estos últimos tres años..."
Era extraño, pero cada ciudad parecía tener su olor individual. La suya
olía a polvo, a goma, a acero y a electricidad —sí, electricidad, y no era su
imaginación—. Pero esta ciudad olía a piedra pulida y a aceras limpias —
¡él era un técnico en cuestión de aceras!— y a ambiente cálido y, sí, era
gracioso, a fruta. Decidió que le gustaba.
El tráfico era muy rápido, observó con sus ojos experimentados, y la
gente parecía menos malhumorada que en su propia ciudad y menos
beligerante, aunque también había una gran multitud. Las ciudades
estaban abarrotadas en estos tiempos. El tráfico era un poco menos
alocado y los peatones menos groseros. En resumen, sería "más fácil" vivir
allí. Vio un policía de pie en una esquina, alerta, vigilante, y Fred,
involuntariamente y por costumbre, se acercó a él en seguida.
—Hola —dijo—. Soy un extraño en esta ciudad y...
El policía era joven pero se volvió inmediatamente a mirarle, y Fred vio
en su rostro lo que siempre percibiera en el rostro de la policía en su
ciudad: intensa vigilancia y una rápida sospecha, todo inconsciente, pero
allí por desgracia.
Se sintió algo decepcionado, pues había pensado que esta ciudad no se
parecía a la suya. Dijo rápidamente:
—También yo soy policía. Me hicieron sargento sólo hace tres años. Fred
Carlson es mi nombre. Vengo de...
Extendió la mano. El joven policía aún parecía sentirse dudoso, pero
aceptó con rapidez la mano de Fred y, con la misma rapidez, la soltó.
—¿Sargento? —repitió.
Fred sacó la cartera y su tarjeta y se las mostró al agente con la
misma cortesía con que deseaba que se identificara cualquier ciudadano
corriente. El policía examinó las credenciales que se le ofrecían con una
minuciosidad que habría sido innecesaria hacía diez años y estudió la
fotografía. Luego se la devolvió, se llevó la mano a la gorra con aire juvenil
y sonrió.
Y ¿qué hace aquí, sargento? ¿Buscando un criminal?
No —Fred vaciló—. Busco otro trabajo —añadió—, y lo he encontrado,
precisamente aquí.
—¿Trabajo policial?
—No. Voy a entrar en la industria privada. Con la Clinton Research
Associates.
El joven policía le examinó con curiosidad pero no hizo comentarios.
—Un hombre ha de pensar en su futuro —dijo Fred.
—Sí.
—Además, ser policía en estos tiempos no es lo que era antes... ¿Cómo
se llama?
—Jack Sullivan.
—Un auténtico nombre de policía. No, ya no es lo que era, y lo que yo
pensé que debía ser.
Los ojos de Jack Sullivan se estrecharon.
—Alguien ha de ser policía —dijo—. Así es como yo lo pensé. Es lo único
que siempre deseé hacer.
—Yo también —dijo Fred.
Se miraron y luego Jack Sullivan añadió:
—He de seguir con mi ronda.
Empezó a alejarse, tras un brevísimo saludo, pero Fred le siguió y
caminó a su lado. No le había gustado la expresión que tenían aquellos ojos
azules e inteligentes.
—Pero, ¿dónde le lleva este trabajo?
Alguien ha de mantener la ley y el orden —dijo el joven policía mirando
agudamente el rostro súbitamente desgraciado de Fred—. Para eso nacimos
algunos de nosotros, pero supongo que usted, sargento, nació para algo
más.
"Será cierto", se dijo Fred. Pero era demasiado tarde para pensar en
eso ahora.
—¿Cómo anda el crimen en esta ciudad, Jack?
—Un infierno —repuso éste con elocuente brevedad.
—Así es en todo el país en estos días, ¿verdad? Me pregunto por qué.
Todo el mundo se pregunta lo mismo.
—Perdimos a cuatro de nuestros mejores hombres hace un mes —dijo
Jack, y su joven rostro se oscureció—. Y diez el año pasado. ¿Es que toda
la gente se está volviendo loca? Y ahora todo el mundo hablando de
cámaras de revisión civil.
Ése será el momento —ahora hablaba con pasión— en que nosotros
iremos a la huelga y dejaremos que los criminales se hagan fuertes durante
algún tiempo a ver si así consiguen meterle algo de sentido común al
pueblo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Fred deprimido. La "brutalidad de la
policía". Todos esos pobrecitos criminales acusándonos a gritos cuando se
les ha cogido con las manos en la masa. Y luego los asistentes sociales y los
que creen que van haciendo el bien, y los que se dedican a hacerles
cariñitos y a mimarles lo repiten también, y lo mismo los malditos jueces
viejos que quieren ser reelegidos y que tienen el corazón blando, y el cerebro
blando también, y carecen de responsabilidad pública. Nos hemos convertido
en una nación de sentimentales psicópatas sin el menor respeto por la
autoridad y la decencia y sin dignidad. Peor aún, somos una nación de
criminales.
—Es cierto —dijo Jack Sullivan, con el rostro repentinamente
endurecido. Supongo que por eso es por lo que usted se sale de ello,
¿verdad, sargento? Para olvidarlo todo, ¿no?
Miró de frente al sargento Fred Carlson y no había expresión alguna en
sus ojos. Vio un hombre alto y joven, delgado, fuerte y duro, con el cutis
claro, ojos castaños, pelo rubio y un aire de resolución, dureza y
autoridad. Jack apretó los labios.
Yo no diría eso —se defendió Fred—. Pero he de pensar en el futuro.
¿Qué futuro hay en el trabajo de un policía?
—Sargento —repuso el agente con una cortesía elaborada que era
en sí misma un insulto—, yo no puedo saberlo. Sólo soy un estúpido policía,
de lo contrario no me pasaría la vida tratando de hacer que se cumpla algo
de lo que todo el mundo se ríe. Sólo un estúpido policía. He de seguir mi
ronda.
La despedida era demasiado evidente. Fred Cari-son, sargento, ya no era
importante. Era sólo otro civil que no comprendía la labor de la policía.
Quedó solo en pie, en la acera, observando la espalda muy erguida del
policía que se apartaba rápidamente de él. Finalmente dio media vuelta y
caminó lentamente, con la cabeza inclinada. Se forzó a pensar en su nuevo
y brillante futuro en esta ciudad, la apreciación de todo su trabajo, el
salario duplicado, la seguridad y, ¡maldita sea!, el fin del temor, el fin de su
sensación de rabiosa inutilidad y amarga impotencia, el fin del desprecio.
Connie era hija de un agente. Su padre había sido asesinado sólo hacía
un año en cumplimiento de su misión y a manos de criminales que, después
de capturados, fueron dejados en libertad por un tecnicismo. Ella sabía
bien lo que significaba ser policía. Temía por su marido, aunque ya habían
acabado sus días de patrullero y por eso corría ahora menos peligro. Me-
nos peligro... pero no mucho. Había tenido muchos malos ratos desde que
lo ascendieron a sargento, algunos incluso peores que cuando había sido un
simple Patrullero. Nunca le había dicho a Connie lo cerca de la muerte que
estuvo sólo hacía un mes. técnicamente habría servido para asustarla. Ella
vivía en constante temor por él. Pero era la hija de un agente y para ella la
labor de la policía era la cosa más importante del mundo. "Como un
centinela —decía— que guarda la ciudad." Connie era muy poética en
ocasiones, pero no había poesía en la labor de la policía, sólo amenaza y
violencia por parte de los criminales, y suciedad, un trabajo agotador y muy
mala paga, y, siempre, el desprecio y la burla de todos. Eso era lo peor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —murmuró Fred en su furia.
Llegó a un cruce de calles con un disco rojo y se detuvo. Pasó un coche
ante él. A los lados llevaba unos cartelones en rojo y blanco: "¡Apoye a la
policía local!" ¡Qué risa! "¡Apoye a la policía local!" Se echó a reír. Un
hombre que estaba a su lado se rió también.
—Vaya chiste, ¿no? —preguntó a Fred.
Éste le miró sombríamente.
—Sí, vaya un chiste —contestó.
Al hombre no le gustó la mirada de sus ojos. Se apresuró a alejarse.
"Otro sólido ciudadano", comentó para sí el sargento Fred Carlson, otro
lector de periódicos escandalosos que siempre estaban chillando sobre
la "brutalidad de la policía". Un hombre que creían lo que decían
aquellos hijos de perra: que los hombres se hacían policías porque eran
demasiado estúpidos o demasiado indolentes para ser cualquier otra
cosa, y además porque eran sádicos por naturaleza. No era de extrañar
que tales "ciudadanos" ya no estuvieran seguros en las calles de sus
ciudades; no era de extrañar que sus hijos fueran amenazados cada hora
de cada día y que los tenderos fueran asesinados a tiros tras los
mostradores de madera de sus establecimientos, que las mujeres se
escurrieran en la oscuridad por temor a ser atacadas y que se robara en
las casas a la luz del día y se violara a las mujeres en sus hogares o
apartamentos de los suburbios. Ya no era de extrañar que el terror
invadiera el país y todas sus ciudades, desafiante y brutal, rojo
desangre. El caos reinaba en todas partes porque los proscritos y los
psicópatas ya no eran lo que eran realmente: criminales. Ahora eran
"perturbados mentales", "víctimas de hogares destrozados" o "individuos
privados de cultura y de las ventajas y privilegios que les correspondían".
"¡Y la gente espera que todo policía, trabajador y valiente, sea un
estúpido asistente social con nociones de psiquiatría y no un guardián de
la ley y protector del pueblo!", pensó Fred con su intensa y antigua
amargura. "¡Maldito sea, maldito sea!"
Sintió de nuevo la familiar desesperación, la frustrada cólera y el ultraje.
"Llorones —pensó—, nos hemos convertido en una nación de llorones,
peligrosos soñadores blandos y lacrimosos que repetimos cualquier imbécil
perogrullada que se les ocurra a los astutos enemigos de la sociedad con
vistas a sus fines definitivos. Nos hemos hecho afeminados y... ¿cómo di-
cen ellos en su jerga?, alarmados. Todo es alarmante ahora, desde una
amenaza de guerra o un show de la televisión. ¿Qué clase de gente
somos?... Imbéciles. ¡Afeminados imbéciles! ¡Invertidos en más de un sen-
tido!"
Pensó en la última vez, hace un mes, en que asistiera al desayuno tras
la misa de la Sociedad del Santo Nombre de la que era socio. Había visto
antiguos y envejecidos policías retirados allí, hombres viejos a los que
nadie confundiría jamás con viejas. Tenían rostros firmes y resueltos,
aquellos hombres que habían guardado la seguridad pública y habían
luchado durante más de cincuenta años, y habían exigido y recibido respeto
de su pueblo. Habían sido el terror de los criminales.
—Dime, Tim —había preguntado Fred a uno de ellos durante el
desayuno—, ¿cómo es que ahora la gente ya no respeta a los policías?
—La culpa es de las mujeres —repuso Tim con su rudo acento irlandés
—. Nos ha entrado miedo de las mujeres y de sus grandes bocazas, y de
que metan las narices en la política y en todo. Y hemos dejado que hagan
mujeres de nuestros chicos también. Dios se apiade de nosotros.
Fred hizo la misma pregunta a otro viejo patrullero retirado.
—Bien, te diré, sargento —había contestado el viejo—. Es la decadencia
general en la religión y la moral pública, y ¿a quién podemos echar la culpa?
Durante los pasados cuarenta años yo lo he visto por mí mismo. No digo que
no hubiera gentes malas en los viejos tiempos. ¡Claro que las había! Pero la
gente trabajaba demasiado tiempo y demasiado duro para oír las suaves
mentiras de los embusteros, y tenían mano dura con los chicos, y si era
preciso los arrastraban a la iglesia. Pero ahora mis nietos se ríen de la
religión y siguen su camino. ¿Quién tuvo la culpa? No lo sé, hijo, no lo sé.
Creo que hay demasiadas mujeres en todas partes, deseando demasiadas
cosas para sus críos antes de que lo hayan ganado. Eso los hace débiles y
blandos, sin músculos en sus cuerpos ni en sus almas.
—Bien —dijo Fred con gratitud—, mi Connie les da una paliza a los niños
si no obedecen las normas de casa, y tiene razón. Nada de "democracia" en
nuestra casa, ni que los pequeños tengan "el mismo voto". ¿Qué saben los
críos?
—Nada —contestó el viejo prontamente—. Pero oyendo a las mujeres y a
las maestras uno pensaría que cada vez que un crío abre su estúpida boca
está pronunciando palabras de la Sagrada Escritura en vez de m... Y por eso
los críos se creen los amos del mundo. Te digo, Fred, uno de estos días va a
haber un auténtico estallido... y no será demasiado tarde.
—Les siguen llamando "niños" cuando son lo bastante mayores para estar
casados y tener familias propias —intercaló otro viejo policía—. Por una
parte te dicen que los críos son más maduros estos días, que saben más
de lo que sabíamos nosotros a su edad, y por otra parte les llaman
"nenes" y derraman estúpidas lágrimas cuando alguna putita tiene un
bastardo y dice que "no lo sabía". ¡Qué demonios!, ¿cómo no había de
saberlo con todo tan explicado en los periódicos y revistas, y en los anuncios
y en la televisión? Sólo que se figuran que alguien les sacará del lío en vez
de meterlas en la cárcel como solía hacerse antes c ua ndo s e ha bía n
c orrid o una jue rga as í.
"Todo está permitido ahora", pensó Fred. ¿Qué había escrito Lenin? Quitad
la moral a un pueblo y no tendrá coraje para resistir. Bien, ¡la moral del
pueblo americano se había reducido ya todo lo que era posible! Una
generación adúltera y sin fe. Estaban bien maduras para el duro
totalitarismo y el látigo. E, inevitablemente, eso acabaría por llegar.
Había estado caminando muy deprisa y se detuvo bajo el sol del día
otoñal para secarse el rostro. A su izquierda vio que se alzaba un suave
terraplén de tierra verde, en medio mismo de la ciudad, con árboles de
tonos brillantes, rojo y oro, y macizos cuajados de hermosas flores de
otoño. Sobre la pequeña colina había un solo edificio blanco, clásico, con
tejado rojo y puertas de bronce que relucían al sol. "Un pequeño y hermoso
parque —pensó Fred—, y muy bien conservado." Vio fuentes y bancos de
mármol a la sombra de los árboles, y ardillas que jugueteaban en la hier-
ba, y niños que corrían entre los macizos de flores mientras sus madres los
observaban desde la fresca sombra.
¿Una pequeña iglesia, un museo? Fred empezó a caminar lentamente
por uno de los senderos de grava, excitado su interés. Los blancos muros,
en la distancia, brillaban bajo la fuerte luz. Nunca había visto nada tan
hermoso y sereno. Vio a una joven madre sentada bajo un gran roble
observando a su pequeño que daba de comer a una ardilla. La mujer
tenía un rostro hermoso, grandes ojos negros y una mata de pelo negro
como la seda que le caía hasta los hombros. Sonrió a Fred y éste se detuvo
llevándose la mano al sombrero.
—Perdone —dijo—. Soy un forastero en esta ciudad. ¿Qué es ese edificio?
Con una voz clara y dulce ella le contó la historia del edificio y del viejo
John Godfrey, y Fred escuchó con profundo interés.
—El hombre que escucha, ¿eh? —dijo—. ¿Un doctor, un psiquiatra, un
trabajador social, un abogado...?
La muchacha sonrió y su rostro pareció iluminarse.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que cree la gente, pero no es eso.
—Entonces, ¿quién?
Ella quedó repentinamente grave. Estudió a Fred.
—Podría usted descubrirlo por sí mismo —dijo—. Al parecer, nadie se lo
dice a nadie.
—¿Usted le vio alguna vez?
Su voz era muy serena.
—Sí —vaciló—. Verá, hace cuatro años... bien, yo estaba bastante
desesperada. Iba a matarme...
—¿Usted? —la miró incrédulo—. ¿Dejando a su marido y a su hijito?
—No lo teníamos entonces, Tom y yo. Si no hubiera sido por... ese
hombre... de allá arriba, el pequeño Tom no estaría aquí ahora, ni yo
tampoco, y odio pensar en lo que le habría sucedido a mi marido. Y dónde
habría estado yo... Bueno, no quiero pensar en ello —estudió de nuevo a
Fred con mirada escudriñadora—. ¿Por qué no va y habla con él usted
mismo? Si es que tiene problemas...
—No tengo problemas —dijo el reticente sargento de policía—, por lo
menos ninguno que no pueda arreglar por mí mismo
—¡Qué afortunado es usted! —dijo la muchacha.
Sus ojos eran sinceros. Llamó a su pequeño y Fred siguió subiendo hacia
el edificio. ¡Qué afortunado era! Iba a librarse de la maldición que suponía el
desesperante, el decepcionante trabajo de la policía y crearse un futuro
para sí y su familia en un trabajo que sería respetado por todos. Sí, era
afortunado de salirse a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Sólo
era la idea de vender el primer hogar que realmente había tenido lo que le
hacía sentirse deprimido, y la idea de dejar los lugares familiares, los viejos
amigos. Sí, eso era todo. En un par de meses sería feliz de nuevo, o al menos
estaría contento, pues ¿quién puede ser feliz en este mundo?
Se detuvo en el amplio y bajo escalón para leer las palabras doradas, en
arco, sobre las puertas de bronce magníficamente trabajadas: EL HOMBRE
QUE ESCUCHA. "Yo podría decirte muchas cosas, hermano", pensó Fred con
tan potente amargura que él mismo se sintió asombrado. "¡Pues claro que sí!
Pero ¿me escucharías tú? ¿O te limitarías a susurrar consuelos, como esos
consejeros neutros, para aplacarme con palabras imbéciles y con tópicos? ¿O
me dirías que yo estaba haciendo exactamente lo mejor... cuando sé que
no es cierto?"
Quedó atónito ante aquella vehemente traición de sus propios
pensamientos. ¡Pues claro que tenía razón! ¿Por qué había pensado por
un segundo que no la tenía? ¿Qué cosa, oculta en su interior, le había
traicionado? Estaba tan turbado que sintió odio por el hombre que
esperaba en aquel santuario blanco, el embustero de palabras suaves que
probablemente carecía de virilidad y sólo tendría la asquerosa y afemina-de
"buena voluntad" que reemplazaba el sentimiento auténticamente
cristiano en estos días. Probablemente acariciaba las mejillas y las manos
de los desgraciados que acudían a él en busca de consejo en su
desesperación, y les lanzaba una jerga psiquiátrica al rostro y les decía
que la "sociedad" les había tratado mal, y que merecían y tenían su
"compasión”.
"Compasión, "¡un cuerno!", pensó Fred Carlson. Lo que la gente
necesitaba era auténtica comprensión, la de hombres que les dijeran, como
Dios dijo a Job, que se sujetaran los lomos y fueran hombres y no pseudo
hombres asustados. "¡Hermano!", pensó mirando las puertas de bronce,
"¡Apuesta a que jamás oíste las quejas de un auténtico hombre en tu vida!
¡Me gustaría decírtelas!" No era un doctor, ni un psiquiatra, ni un
asistente social, ni un abogado, había dicho aquella muchacha. Entonces
debía ser un clérigo, uno de aquellos tan brillantes de la nueva ola, llenos de
sofisticación y muy preocupados por los "problemas modernos, tan
complejos" y por "nuestro deber para con el mundo", ¡y que jamás tenían
una palabra sobre los firmes deberes del hombre para con su Dios y del
imperativo de ser un hombre, y no una mujer con pantalones!
La furia hizo que Fred Carlson empujara bruscamente las puertas, tan
fuertemente que casi fue catapultado a la fresca sala de espera, en
penumbra.
—¡Perdón!
Pero sólo había un viejo allí, en medio de mesas de cristal, lámparas de
agradable y tenue luz, y sillas cómodas. El viejo le sonrió. Tenía un rostro
muy oscuro, marcado por los años, y un casco muy viril de pelo blanco. Su
aspecto y sus ropas le revelaban como un hombre del campo.
—¡Muchacho! ¡Vaya si debes tener problemas —dijo con afectuosa
sonrisa— para entrar corriendo de ese modo!
El sombrero nuevo de Fred le había caído casi sobre la nariz en su
prisa. Se lo echó atrás.
—No —dijo—. No tengo problemas. Soy forastero en esta ciudad.
—Eso es lo que todos somos, hijo —asintió el viejo. Forasteros en la
ciudad. Siempre lo fuimos, siempre lo seremos. Recuerdo algo que oí una
vez...
a mi esposa le gustaba mucho leer, y sobre todo poesía..."Forasteros que se
encuentran en una tierra extraña y a las puertas del infierno." Jamás
pensé mucho en eso hasta hace poco, pero ahora sé lo que significa. Sí,
señor; ya lo creo que lo sé.
Fred se sintió tan interesado por esto que descubrió que ya se estaba
sentando y quitándose el sombrero. El viejo le estudiaba con ojos cansados
pero muy agudos.
—Dijo usted que no tenía problemas. Hijo, si es así, es que no tiene
mucho sentido común, o muchos sentimientos. Cuando alguien me dice que
es "terriblemente feliz" siempre pienso: "O es usted un embustero, o un
loco." No es posible vivir en este mundo y ser feliz después de cumplir los
tres años.
—¿Por eso está usted aquí?
—Exactamente. He llegado al fin del camino y no sé qué hacer. Me han
dicho que el hombre de ahí dentro puede darme algún consejo. Nadie más
puede hacerlo.
"Debe tener al menos setenta años —pensó Fred— y ha trabajado
duramente toda su vida, como hicieron mi padre y mi abuelo. Ha
trabajado en la tierra y, por el aspecto de sus manos, todavía sigue
trabajando." Tenía un aire solitario! Probablemente sería viudo también.
—Espero que ese hombre le ayude —dijo Fred cortésmente.
Se oyó una suave campanada y el viejo se puso en pie.
—Eso es para mí —dijo. Se detuvo, mirando agudamente a Fred—. Hijo,
sería mejor que usted también le hablara. Parece como si lo necesitara.
Puedo oler los problemas, lo mismo que huelo la lluvia y la nieve antes de
que vengan.
Se dirigió a la puerta más alejada, agitando la cabeza. Fred se sintió
enojado. Vio como la puerta se cerraba tras el viejo sin sonido. Se
arrellanó en la silla. Era agradable estar allí, tan fresco, un lugar tan
bueno como cualquier otro para descansar antes de volver a su hotel.
Cogió de la mesita una revista de actualidad y empezó a pasar las páginas
llenas de fotografías. Había una en color de cierto famoso evangelista, de
rostro fervoroso y excitado, el pelo blanco flotante al viento y las manos
alzadas, dirigiéndose a un numeroso público. Bajo la fotografía, a doble pá-
gina, se leían estas palabras:
¡CENTINELA! ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE?
Las inquietas manos de Fred se detuvieron. Miró las palabras impresas
que parecían saltar hacia él: ¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
De la Biblia, naturalmente. Las recordaba vagamente de hacía años. En la
antigüedad los centinelas patrullaban por los muros de la ciudad y por sus
puertas, con el farol, durante toda la noche, la espada al cinto y la
trompeta de alarma. Bajo la gran luna plateada o las lejanas estrellas, el
centinela seguía su lenta y resuelta ronda, guardando la ciudad mientras
dormía, buscando con sus ojos a enemigos y criminales, asesinos y
ladrones. Ése era su deber, su sagrado deber. Sin el centinela, la ciudad
caería...
Fred lanzó la revista con furia vengativa al otro lado de la habitación y
la rabia de siempre le dominó de nuevo. ¡Oh, iba a mencionarle todo eso al
santurrón y mentiroso de ahí dentro!
Le preguntaría lo que pensaba de una nación que atacaba a sus
centinelas y se burlaba de ellos y los acusaba de brutalidad. "¿Qué opina
de una ciudad —le diría— que desprecia tanto a sus centinelas que no les
paga un salario con el que puedan vivir y los ataca y se burla de ellos con
desprecio?" Y además, sí, le diría: "¡Bien, pues yo dejo mi puesto, y sólo
espero que un infierno de vándalos los asesine a todos en sus sudorosos
lechos y queme sus casas en torno a ustedes! Eso es lo que merecen.
¡Llévense su asqueroso puñado de dólares y cómanselo! ¡Que sus cámaras
civiles patrullen por la ciudad y acaricien a cada asesino hijo de perra que
encuentren en la oscuridad! ¡Nosotros, los policías, ya los hemos sufrido
bastante! ¡Estamos muy hartos de todos ellos!"
Cambió de postura y meditó en su rabia e indignación. Luego escuchó el
sonido de la campana. Alzó la vista. La llamada era para él. Se puso en pie de
un salto y fue a la puerta más alejada, bullendo su mente con furiosas
preguntas y furiosas respuestas. Abrió la puerta de un empellón y entró a
paso de carga, lleno de odio y amargura.
No sabía qué había esperado, pero ciertamente no este lugar blanco y
azul, sereno, aquella paz sin ventanas, aquella distante alcoba cubierta por
cortinas azules, y el sillón blanco con su almohadón azul. Había supuesto
que encontraría a un clérigo serio, de mediana edad, ante una mesa, con
archivos a sus espaldas y un cuaderno y una pluma ante él. Había 'esperado
un amable saludo:
—Buenas tardes. ¿Quiere sentarse y decirme qué le preocupa?
Quedó sorprendido y el calor de su mente se calmó un poco. No había allí
nadie más que él mismo. ¿Se había ido el hombre tras el último visitante?
Fred miró en torno viendo los muros suavemente iluminados y oyendo el
débil susurro del acondicionador de aire. Había un aroma de helechos en el
aire, con la fragancia de un profundo bosque.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó tentativamente.
Nadie le contestó. Dejó su abrigo en el sillón y el sombrero en el suelo.
Luego se sentó y contempló las cortinas de terciopelo azul. Era muy extraño,
pero parecían ocultar a alguien que estaba muy cerca, y que estaba
escuchando. Fred se inclinó un poco hacia adelante y dijo con cierta
brusquedad:
—Soy policía.
No hubo respuesta. Fred se rió un poco:
—Un policía que se retira. Me voy. ¿Necesito decirle por qué? Es muy
sencillo. Estoy cansado de sentirme avergonzado de mi trabajo, de tener que
disculparme por él ante un puñado de imbéciles que piensan que los policías
son estúpidos o sádicos y que les gusta disparar y pegar sólo por el gusto de
hacerlo. Bien, ahora ya me han metido en sus propias filas y, cuando vea un
policía en la calle a partir de hoy, pensaré: ¡Pobre estúpido a quien nadie
aprecia! Uno de estos días algún loco te meterá un cuchillo en las costillas
o te volará los sesos. Entonces tu esposa tendrá que dejar a tus hijos y
buscar un empleo, porque no habrá suficiente dinero para que ella
mantenga a la familia. No habrá justicia para ti tampoco, ni lágrimas públi-
cas.
Los jueces se abrazarán al cuello de tu asesino y sollozarán sobre su
"hogar destrozado" y lo muy "privado" que él se vio, y tu asesino será
enviado a una encantadora cárcel un par de años, o a esa especie de club
campestre que es el hospital psiquiátrico, y todo el mundo estará seguro
de que se ha abusado de él. Tú utilizaste la "brutalidad policíaca", ¿no?
¡Pues claro que sí! Estabas protegiendo tu ciudad y tu vida. ¡Imbécil!
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
—¿Qué? —exclamó Fred—. ¡Oh, esa estúpida pregunta! Yo se lo diré.
Cuando llegue la noche, y seguro que llegará, las ciudades serán un caos de
crímenes y robos, y todo eso es lo que merecen. ¡Habla de alarmas! Pues
yo me alegraré de verlo, se lo aseguro, me alegraré de verlo. Yo seré el
primero en reírme de los rostros atónitos y asustados. ¿Mujeres y niños
asesinados en las calles? ¿Las tiendas robadas? ¿Las iglesias quemadas?
¿Los hombres escurriéndose a lo largo de las paredes como ratas y
llorando? Y ¿a quién le importa?
Su voz, casi violenta, resonaba desde las paredes con ecos desafiantes.
—Usted no lo cree así, ¿eh? Usted cree que los hombres son cada día más
civilizados, ¿no? "¡La perfección del hombre!" ¿Sabe lo que pienso de
eso?... No me importa que sea un clérigo; le vendrá bien oír unas cuantas
palabras brutales de un policía brutal, quizá por primera vez en su vida.
"El único modo en que la mayoría de los hombres pueden mantenerse
disciplinados es mediante el temor a la ley o el temo de Dios...
Se detuvo.
—El temor de Dios —repitió lentamente—. Y ¿dónde está eso ahora, en la
América de hoy, o en cualquier parte del mundo? ¿Qué han hecho algunos
clérigos para meter el temor de Dios en la gente? Nada. Ustedes deploran lo
que llaman "fuerza", ya sea la autoridad de los padres, de la ley, o de la
divina justicia. Ustedes creen en la persuasión y la educación y la ilustración.
Lo mismo creyeron otros hombres en el pasado, y ellos descubrieron, como
descubriremos nosotros, que ésas son sólo palabras, y además estúpidas.
Déjeme que le diga unas cuantas cosas que he visto por mí mismo en mi
propia ciudad. No pasa un día sin que algún policía no traiga a un gamberro
que ha cogido robando, o matando, o maltratando a alguien. Pero entonces,
cuando se lleva al criminal a juicio, los asistentes sociales entran en tropel
con los llorosos padres y resulta que el policía estaba equivocado y que el
criminal fue el maltratado y que "jamás tuvo una oportunidad en la vida". El
juez escucha. ¿Cree usted que se vuelve a los padres del criminal y les
dice: ustedes son los que deberían ser castigados y ejecutaos, pues
ustedes hicieron esto a su hijo y a su país, y ustedes son los auténticos
criminales? No, él no dice eso. También él se seca una lágrima y empieza a
hacer agudas preguntas al policía sin creer prácticamente ninguna de las
respuestas del imbécil que arriesgó su vida para defender la ley y la
sociedad. En ocasiones, incluso le recrimina. Y el criminal queda libre y acaba
por cometer otro robo u otro crimen. Y entonces la gente pregunta: ¿Dónde
está nuestra policía? Todo lo que saben hacer es poner multas de tráfico.
—Le diré dónde están los policías —prosiguió—. Están haciendo sus rondas
de día y de noche, aunque saben que es inútil. La gente no va a apoyarles.
En realidad la gente es su enemiga.
El centinela, el "pies planos", como le llaman, está sirviendo desesperada-
mente a los mismos hombres y mujeres que se ocupan afanosamente en
destruir su autoridad, en condenarle a él, en liberar a los criminales y
asesinos para que los ataquen de nuevo. ¡Todo en nombre del "amor fra-
ternal"! ¡Por el amor de Dios! No comprenden que millones de personas
son, por su propia naturaleza, como Caín, y deben ser "arrojados", como
dice la Biblia, condenados al ostracismo y no rehabilitados hasta que
muestren arrepentimiento... y yo he sido policía durante años y jamás vi
arrepentirse a un criminal. Lo único que teme el criminal es la firme
justicia.
"El temor de Dios... ha sido reemplazado por lo que ellos llaman
"amor". Hay que amar a todo criminal, a todas las víboras que uno se
encuentre. Y preguntan muy serios y abriendo mucho los ojos: ¿Soy yo el
guardián de mi hermano? No saben, o han olvidado, que fue Caín, el asesino,
el que hizo esa pregunta. Y cuando Caín la hizo, Dios no dijo: ¡Seguro que tú
eres el guardián de tu hermano! Sólo dijo: La sangre de tu hermano grita
desde la tierra contra ti. Y por eso Caín quedó marcado y exiliado, y se
convirtió en el padre de todos los criminales que han vivido en el mundo
desde aquel día. Pero ahora no los marcamos y enviamos al exilio. Ahora
les damos "amor", y ellos
vuelven una y otra vez a los mismos tribunales, y son abrazados por los
mismos asistentes sociales... y salen libres para hacer la misma tarea una y
otra vez.
"He observado, y todos los demás policías lo han observado también, que
la mayoría de los crímenes son cometidos por criminales puestos en
libertad una y otra vez. Miramos el tipo de trabajo y casi siempre podemos
nombrar al tipo que lo hizo. Pero si le cogemos de nuevo nos enfrentamos
con toda clase de absurdas restricciones dictaminadas por los tribunales.
Ahora los jueces casi nunca aceptan las confesiones de culpabilidad. Creen
que todas las confesiones son "forzadas" y falsas, y que fueron obtenidas
bajo la "brutalidad de la policía". Incluso cuando el criminal mira al juez al
rostro y le dice la verdad, el juez le sonríe compasivamente. Es difícil
conseguir un jurado decente y que se respete para que dé en estos días un
veredicto adecuado. Todos han sido corrompidos por ese "amor" sin Dios del
que se oye y se lee en todas partes.
—El amor de Dios es el principio de la sabiduría.
—¡Es cierto! —exclamó Fred. Entonces se detuvo.
¿Había oído esas palabras del hombre tras la cortina o sólo había pensado
en ellas? Una débil confusión oscureció su mente. En tan silencioso lugar,
los pensamientos de un hombre parecían ser externos a él, y no internos—.
De todas formas es cierto —dijo—, tanto si oí decírselo a usted como si
sólo lo pensé.
“¿Quiere que le diga una cosa? Todo ese amor de que tanto se oye
hablar en estos días es sucio. Eso es lo que es: sucio. Uno mira a la gente
que lo vocea y tiene la sensación de suciedad moral y espiritual, no
natural, indecente. Como... bien, como el "amor" entre homosexuales y
otros pervertidos. Tal vez sea “amor” ¡Pero yo no lo llamo así! Y
tampoco llamo amor auténtico a eso tan dañino para el ambiente y
espíritu nacional. Es repulsivo, nauseabundo. No es de hombres. Es
peligroso.
Hemos de tener piedad del desgraciado, sí, del auténticamente
desgraciado, como el enfermo, el inválido, el minusválido, el viejo y los que
son víctimas auténticas de sus maravillosos compatriotas. Pero no de los
criminales, los desarraigados, los pervertidos, los ladrones por hábito. No,
no de ésos, los verdaderos enemigos de la sociedad. Ellos eligieron ser lo que
son. Yo me eduqué hasta ser lo que soy en un barrio muy malo. Mi padre era
un obrero. No recuerdo haber comido bien durante la mayor parte de mi
infancia.
"Pero ¡seguro como que hay infierno que yo tenía miedo del viejo! Él era
el jefe de la familia. Nos enviaba al colegio y a misa, y ¡que Dios tuviera
piedad de nosotros si faltábamos a la escuela o al catecismo! Nos enseñaba a
ser limpios, mental y físicamente, aunque tuviéramos que dormir los cuatro
niños amontonados en un pequeño dormitorio oscuro. Un paso fuera de la
fila y lo sentíamos durante días.
"Ninguno de nosotros llegó a ser criminal, aunque fuéramos lo que
llaman hoy en día "privados de ventajas". Mi hermano es abogado. Mis dos
hermanas se casaron con hombres buenos y temerosos de Dios. Y todos
tuvimos interés en ir a la escuela superior y a la universidad, trabajando en
vacaciones, durante la noche y en los fines de semana para pagarnos los
estudios. Nadie pagó por nosotros, y nos sentimos orgullosos de ello.
"Pero en la casa de al lado vivía otra familia de seis personas. El padre
trabajaba con el mío. Pero ¡qué diferencia! Los niños se criaron en la calle.
Fueron expulsados de la escuela una y otra vez. Eran delincuentes antes de
los trece años. Jamás iban a la iglesia. Terminaron siendo unos ladrones, uno
de ellos asesino además, y el otro condenado por molestar a las niñas. Su
padre jamás les dio una paliza, jamás les enseñó disciplina. Hablaba a mi
padre de "amar a los hijos” pero ¡si alguna vez un hombre odió a sus hijos
ese fue él! ¿Cómo lo sé? Los informes de la policía lo demuestran. Aquel
hombre les dejó hacer cuanto querían les dio todo lo que pudo sin pedir nada
a cambio, V jamás les explicó lo que significaba ser un buen ciudadano y un
buen americano. No tenían otro deber que satisfacerse a sí mismos a
expensas de la sociedad. Si eso no es odio, me gustaría saber lo que es.
"Uno de ellos mató a un policía. E intentó matarme a mí.
Tembló con el recuerdo de aquella noche, sólo hacía un mes. Continuó:
—Recibimos el aviso de que estaba asaltando una joyería. Era un robo
más de toda una serie. Fui allí con cuatro de mis hombres. Acorralamos a
tres ladrones, pero no antes de que uno de ellos nos disparara, matara a uno
de mis mejores muchachos y casi me diera a mí. Pronto los llevarán a juicio.
Pero el blando del juez ya les ha designado a uno de los grandes abogados de
la ciudad. Si los condenan a cinco años a cada uno, incluido el asesino, me
sorprenderá mucho. Pues el criminal ha dicho ya que la confesión le fue
"arrancada mediante la brutalidad de la policía". ¡Y le cogimos con la pistola
humeante en la mano! Yo conozco a ese abogado. Presume de que siempre
consigue la libertad para sus clientes. Y esta vez también lo conseguirá. Los
asistentes sociales están ocupándose de ello. Han reunido informes
completos sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados de
cultura y de privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y
sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes
la gente escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la
policía y nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido
ser policía. Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la
ciudad, de la paz y seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más
importante del mundo para él! Y lo fue para mí. Me iba a pasear con los
policías, jóvenes y viejos, que hacían su ronda, y hablaba durante horas
con ellos. Entonces se sentían orgullosos de ser policías. La gente los
admiraba y respetaba. A una madre le bastaba con decir: La próxima vez
que hable con Mr. Mullaney le hablaré de ti; y el pequeño se portaba bien.
El policía era la autoridad legal, después de Dios, y debía ser obedecido y
honrado. También el sacerdote nos lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a
los agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los
miembros despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía.
Quiero vivir un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me
largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el
pueblo, no sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé
que tiene razón. Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto
de la paga miserable por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y
el orden contra toda la estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos
y la tiranía. Pues que lo disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir
un poco, respetado, razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar
condenadamente seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y
mi farol solitario, v mis armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil
lo recoja, si quiere, y que le maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada
peculiar de sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se
había alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!
—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo
aseguro! Ya no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con
rabia creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por
todos los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué
le importan las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres
indefensas, los ciudadanos trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la
alcoba, vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al
hombre. Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió
después que había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos
ocultos y un débil temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso
silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que
tú jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los
dejarás. Tú no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos,
dejándoles sin esperanza. Tú patrullarás constantemente con tu luz, y
nunca dormirás. Tú harás sonar la alarma. Siempre estás haciendo sonar la
alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti
también, y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la
noche se acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando
para guardar al pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.
—Ahora recuerdo algo... Cuando dieron a elegir entre un criminal y tú, el
pueblo eligió al criminal. Siempre lo hacen, eso nunca falla. Pero tú se lo
perdonaste. Has estado vigilando a través de toda la noche, y estarás a
nuestro alcance cuando la noche llegue.
Fred Carlson se puso en pie y se acercó al hombre lentamente. Se
arrodilló ante él, se santiguó e inclinó la cabeza.
—Centinela —dijo—, no vas a estar solo. Yo voy a estar acompañándote,
seguro que sí. Patrullando en los muros y las puertas de la ciudad.

ALMA SEGUNDA

EL SADUCEO

«Poderosa fortaleza es Nuestro Dios.»


ALMA SEGUNDA

—¿Es eso todo lo que puede decirme? —preguntó aquella mujer


desolada.
"Y ¿qué es lo que quiere que le diga? —se preguntó el hombre a sí
mismo—. ¿Quiere un canto anticuado y sentimental en el que no creo, y
que resulta absurdo en estos días ilustrados y sofisticados? Yo no soy un
párroco, mi querida señora, lleno de consoladores tópicos y suaves
aforismos. Soy un profesor, un líder, un guía para mi congregación. ¿Acaso
espera que la tranquilice con alguna historia evangélica, o que invoque a
algún dios tribal? Los católicos no son los únicos que han ido a buscar el
"aggionarmento". Nosotros lo hemos estado procurando desde Lutero. La
religión es ahora intelectual y apela a los intelectuales y a la razón moderna.
El doctor Edwin Pfeiffer miró desde lo alto del último piso del lujoso
edificio de apartamentos y vio el suave cimbrearse de los árboles bajo el
viento primaveral. ¡Aquel maldito "santuario" allá abajo! Podía ver el tejado
rojo del edificio, blanco y alargado entre la masa de follaje y flores,
encantadores tulipanes rojos y macizos de dorada forsitia, y aquellos grupos
de lilas y capullos de jeringuilla. Recordó un antiguo y estúpido himno de su
infancia, en la iglesia donde su padre era ministro. ¡La religión de la
antigüedad! Vio a los fieles de su padre, hombres y mujeres sencillos, que
cantaban fervorosamente y de corazón, los hombres con sus ropas de
domingo, las mujeres con vestidos baratos de algodón, sombrerito y guantes.
Amaban los himnos algo tontos, apasionados y antiguos que apelaban a las
emociones y no a la mente, pero después de todo, eran personas
emocionales que creían con sencillez y aceptaban las cosas con sencillez y
tenían un ¿total? temor del diablo y de todas sus obras. El doctor Pfeiffer
suspiró y sonrió. Sí, ellos aceptaban todas las cosas, incluso su vida tan
dura, con mansedumbre. Pero sus hijos e hijas, gracias a Dios, creían en la
perfección de la naturaleza del hombre, y en una sociedad en
transformación para adaptarse a las nuevas necesidades y exigencias, con
objeto de satisfacer el legítimo deseo del hombre moderno de confort, sa-
tisfacción y algunos de los goces del mundo material "¡Aquellas pobres
personas que nada pedían, de los tiempos de su padre! No tenían mucho en
cuanto a placer y satisfacción mundanos, a excepción de su religión que,
aunque les enseñaba antiguos valores religiosos, también les mantenía
demasiado industriosos y demasiado dóciles ante las injusticias sociales.
I
De pronto le pareció ver sus rostros serenos, amables, fuertes y llenos
de paz. Una repentina inquietud le dominó. Se rascó la barbilla
pensativamente. ¿Por qué no veía rostros semejantes en su propia iglesia,
en estos tiempos? ¿Por qué no los veía desde hacía años? Bien, los hombres
ahora eran más conscientes, más exigentes. ¿No era mejor así?
—¿Nada en absoluto? —insistió la mujer, sentada tras él en el largo sofá
de su elegante sala de estar.
Pero el doctor Pfeiffer no la oyó. La ética, la razón, la conducta
civilizada. Eso es lo que nosotros enseñamos ahora, y no el
sentimentalismo ilógico de
del pasado. El hombre que avanza mental y espiritualmente hacia un
estado de supravirilidad, bajo la guía del maestro, un evolucionado
supracristo.
Chardin. A él realmente le gustaba Chardin. Ahí había habido un sacerdote,
un auténtico místico, con una visión dé. mundo completo aquí en la tierra. Un
intelectual. Pero todos sus antiguos compañeros de sacerdocio estuvieron
firmemente en su contra, y la jerarquía no permitió que se publicaran sus
libros durante su vida. ¡Qué prejuicios, en verdad! ¡Y en esta época moderna!
¡Estatuas de yeso y corazones sangrantes! ¿No se daban cuenta de que...?
Oyó un débil sonido a sus espaldas y se volvió, absorto aún en sus
pensamientos. Habló con auténtica preocupación, sin advertir cuan
impotentes sonaban sus palabras:
—Mi querida Susan...
—No tiene nada que decirme —dijo ella, con el rostro escondido entre
sus manos—. Sólo palabras sin consuelo ni ayuda.
Quedó aterrado. Había hablado con ella más de una hora, como una
persona razonable e inteligente a otra, tratando de inspirarle fortaleza y
valor. La mujer se había limitado a mirarle con un ansia desesperada. ¿Qué
es lo que quería? En nombre de Dios, ¿qué quería? Hacía más de quince años
que conocía y trataba a Susan Goodwin y a su difunto marido Frederick. Era
miembro de su congregación (uno no hablaba de "parroquias" en estos
tiempos, como si fuera un vulgar pastor a cargo de una masa de cerriles
ovejas). Ella siempre le había parecido la auténtica representación de la
mujer moderna, controlada, cortés, educada, segura de sí misma,
intelectual. Conocía toda la historia del matrimonio Goodwin. Habían sido
jóvenes inteligentes y educados, aunque horriblemente pobres. Pero, hacía
unos doce años, Frederick había heredado de repente lo que incluso en estos
tiempos podía considerarse una fortuna de un pariente que apenas conocían.
Dos años después, a la edad de treinta y cuatro y treinta y dos años,
respectivamente, habían tenido su primer y único hijo tras una unión de
diez años. ¿Cuántos años tendría el chico ahora? Diez, naturalmente.
Todavía no estaba confirmado. Él había bautizado personalmente al niño,
Charles Frederick Goodwin. Un magnífico muchacho. Una pena lo del padre,
que había muerto de un ataque al corazón cinco años después. Ahora Susan
sólo tenía al niño, al que vivía consagrada. No era probable que se casara
de nuevo. La muerte de su esposo la había dejado muy alterada. Y a los
cuarenta y dos años, aun cuando se volviera a casar, no era probable que
tuviese más hijos. Una desgracia, una desgracia. Pero, después de todo,
hay que tener coraje y fuerza de carácter y no caer en el sentimentalismo
llevado por la absoluta desesperación, y no exigir jamás de un consejero
espiritual lo que éste no puede dar con toda honradez... pero ¿qué quería
ella?
—Sólo diez años —dijo Susan, tras sus manos apretadas contra el rostro,
contra los ojos—. Y ahora debe morir. Si no mañana mismo, como mucho
dentro de un año.
—No debemos abandonar toda esperanza —dijo el doctor Pfeiffer
mirando furtivamente su hermoso reloj—. Ya sabe que ahora están
avanzando y haciendo progresos en lo referente a la leucemia. Consiguen que
los niños vivan mucho más tiempo del que era posible hace años. Y tal vez
en cualquier momento se descubra el remedio efectivo. Siempre hay
esperanza...
Pero Susan le cortó:
—Ha tenido tres transfusiones esta semana. Quizá ni vuelva a casa del
hospital.
Dejó caer las manos. Su rostro, un rostro generalmente compuesto y
sonriente, estaba dominado por el dolor y el sufrimiento, de modo que
parecía mucho mayor que su edad real. Su cabello castaño claro estaba
desordenado, como si se lo hubiera revuelto repetidamente con dedos
nerviosos; su cuerpo esbelto había adoptado un aire de decaimiento desde
que diagnosticaron la enfermedad del niño, hacía un mes. Pero sus ojos —y
en cierto modo esto animó al ministro— no tenían huellas de lágrimas.
Detestaba las lágrimas incontroladas ante el destino, ante los hechos
inexorables. Eso quedaba para las campesinas, para las mujeres poco
civilizadas.
Fue junto a ella y se sentó a su lado gravemente. Un hombre alto y
erguido, con un magnífico traje secular, un rostro inteligente y alerta,
agudos ojos oscuros y pelo oscuro y ondulado. No se sentía demasiado
ofendido cuando oía decir a ciertos jóvenes irreverentes que parecía una
estrella de cine. Se sentía orgulloso de su voz sonora y de su buena
presencia. Insistió:
—Susan, hay que enfrentarse a las cosas con valor, ya sabe. Hay
algunas cosas que no pueden... evitarse aunque lo queramos, por muy
deseable que ello sea. Fortaleza. Resignación...
—¿Resignación ante la muerte absurda e inútil de mi hijo? —sus ojos
azules le miraron ahora ardientes, con total angustia—. ¿Por qué tiene que
morir? ¿Por qué? ¿Por qué?
-—No lo sé —dijo el doctor Pfeiffer con genuina preocupación—. Son cosas
que suceden constantemente, irrazonables, inexplicables. Sólo podemos
enfrentarnos a ellas como seres humanos, con valor, sin dejarnos dominar en
ningún momento por una desesperación irracional. Eso no es digno de la
humanidad. No pasa una hora sin que alguien grite... ¿por qué? ¿por qué?
Nosotros...
—Sí, ¿por qué? —insistió Susan.
—No lo sé —repitió, sintiendo aquella turbadora inquietud de nuevo, y
cierto resentimiento ante su insistencia infantil—. Pero uno debe ser
realista.
—No lo sabe —dijo Susan, y sus ojos azules le miraban con amargura—.
¡Y usted se dice ministro!
Se sintió ofendido, pero también lleno de piedad. Por primera vez deseó
que toda aquella jerga viniera a su mente y pudiera decirle con honradez:
"Todo obedece a la misteriosa voluntad de Dios. Sus caminos no son
nuestros caminos, y algún día lo entenderemos; si no aquí, más allá de la
tumba.” Pero era un hombre honrado. Realmente no sabía más que los otros
lo que había más allá de la tumba, si es que había algo. La resurrección de
Cristo, naturalmente, era sólo simbólica. El espíritu de Cristo, naturalmente,
había sobrevivido a su muerte, y había persistido a través de los siglos y, era
de esperar, persistiría siempre. Lo mismo que el espíritu del hombre, el
espíritu razonable, civilizado, ilustrado, sobreviviría a través de sus hijos en
todas las generaciones futuras. Uno buscaba la inmortalidad a través de sus
propios hijos.
Mientras tanto, antes de la muerte, vivía una vida ordenada y razona-
blemente disciplinada con ciertos placeres legítimos, gozando en la simple
existencia y haciendo el menor daño posible a los demás. Era la herencia
del hombre lo que sobrevivía, la herencia de un ser histórico, su influencia
en el presente. ¿Qué más podía desear o pedir un ser intelectual?
Todo lo demás eran conjeturas, y en esta época científica ya no se vivía
de conjeturas.
No era la primera vez que viera desesperación y angustia en un rostro
humano. Siempre había ofrecido las mismas palabras de consuelo: valor,
fortaleza. El tiempo sana todas las heridas. La vida sigue. Día a día disminuirá
ese tormento, créanme. Es preciso seguir viviendo y soportando el dolor.
Hay que levantarse de nuevo, alzarse del lugar donde la angustia nos ha he-
cho caer. Eso es lo que se espera del hombre. Y el futuro encierra para
todos nuevos consuelos, nuevos placeres... Esperen y verán.
Algunos, por supuesto, eran criaturas poco razonables. Dos hombres y
una mujer se habían suicidado el año anterior, todos de su congregación. No
habían tenido paciencia para esperar el efecto curativo del tiempo, de una
vida nueva. Nunca les había perdonado por ser tan emocionales y por haber
turbado así su existencia ordenada y su misma razón. Pero, naturalmente,
los pobres habían estado psicológicamente enfermos; por tanto, era preciso
compadecerlos. ¡Si hubieran aceptado su consejo y acudido en busca de
terapia a un psiquiatra, el cual les hubiera explicado que aquella angustia
terrible tenía sus raíces en alguna frustración de su infancia y que ellos
debían comprenderse a sí mismos y sus conflictos interiores para poder
seguir adelante con serenidad! Pero no habían aceptado su consejo en su
enfermiza angustia, en su auténtica locura. Se habían limitado a suicidarse.
Triste. Un poco molesto también, pero triste sin embargo. Confiaba en que
Susan Goodwin no fuera de esa clase. No, ella era una señora muy sensata.
Se aclaró la garganta:
—¿Puedo sugerirle algo, Susan? Usted conoce al doctor Snowberry, el
psiquiatra. Acuda a él en seguida. Yo le arreglaré una cita si quiere, es
miembro de mi congregación. Él le explicará que su... tristeza e incapacidad
de aceptación están arraigados en sus frustraciones anteriores, en la época
en que usted y Frederick eran muy pobres. O que, por el hecho de haber
carecido de muchos privilegios, usted se siente profundamente rebelde
contra las circunstancias y no quiere aceptarlas. Él...
—¿Un psiquiatra, cuando mi hijo se está muriendo? —la voz de Susan fue
casi un grito.
—Lo sé, lo sé. Le parece muy duro, ¿verdad? Pero créame, Susan, yo sé
de lo que estoy hablando. La experiencia, ya sabe. Usted es todavía una
mujer joven y...
Ella le miró; sus ojos eran como hielo azul.
—Por favor, váyase, doctor Pfeiffer —dijo. Se estrujó las manos. Seguía
sin llorar—. Por favor, váyase.
Ahora sintió él cierta cólera. ¿Qué quería ella? Todo lo que le había
dicho durante una hora había sido recibido con hostilidad, con un desprecio
desesperante... irrazonable en verdad.
Era como aquellas simples mujeres de la parroquia, no, de la congrega-
ción de su padre. Deseaban respuestas sensibles para cosas que no tenían
respuesta. ¿No era así? Se puso en pie secamente.
—Visitaré a Charles en el hospital mañana, Susan.
—¡No! ¡No quiero que vaya! ¡Tampoco a él puede decirle más de lo que
me ha dicho a mí! ¿O es que va a decirle al pobre niño, doctor Pfeiffer, que
sea valiente? ¿Que se enfrente con los hechos y acepte las cosas de modo
civilizado? ¿También a él le dará una piedra en vez de pan?
¡Cómo se contagiaban los tópicos incluso entre personas modernas! En
su angustia no querían respuestas realistas, no querían que se les hablara
valor. Deseaban ser consolados...De nuevo aquella dolorosa inquietud y un
renovado resentimiento, dominaron al ministro. Hablaría de esto en su
próximo sermón. Sus sermones dominicales siempre se publicaban el lunes
en el periódico más importante de la ciudad, y eran muy admirados por su
estilo, su contenido intelectual y su serena comprensión. Algunos
aparecían a veces también en periódicos de otras ciudades.
—Es usted un fraude —dijo ahora Susan Goodwin—. Usted es un falso
pastor.
—¿Porque no quiero mentirle? ¡Susan!
Ella no volvió a hablarle. En realidad dejó la habitación. Inmediatamente
entró la doncella con su abrigo y sombrero. Se sintió muy ofendido. Lo
habían despedido como a un vendedor inoportuno. Salió de la casa al
alegre y brillante aire primaveral. Un hermoso día. Inspiró
profundamente. ¿Por qué a los hombres les resultaba imposible en
ocasiones disfrutar del presente, de lo que tenían a su alcance, de todo lo
que un hombre poseía? Porque el hombre siempre buscaba... ¿qué
buscaba el hombre ansiosamente cuando la calamidad le azotaba?
Superstición. Mentiras. A la mayoría de los hombres les resultaba
imposible aceptar lo simbólico. Muy primitivo. La vida tenía tantos encan-
tos, tantos placeres inocentes, tantos medios de satisfacción, en el trabajo
y en la vida sencilla... Sin embargo, aun después de la Ilustración, muchos
corrían todavía esforzadamente tras nebulosas locuras, insustanciales y
míticas. "Yo no soy un médico brujo", se dijo el doctor Edwin Pfeiffer,
disfrutando del sol y del ambiente cálido y el aroma de la tierra que parecía
despertar. “Yo no tengo encantamiento, ni incienso. Mi deber como
ministro es predicar la disciplina, la virtud y el sentido común a mi
congregación, y la fortaleza. Todo lo demás se deja a..." Miró el gran arco
azul sobre el escándalo ensordecedor de la ciudad. ¿A qué? Por
supuesto, estaba lo desconocido, lo eternamente desconocido para el
hombre. Naturalmente estaban las parábolas de Jesús, destinadas a un
pueblo sencillo, en una época sencilla. Pero todo era simbólico. La doctrina
estaba bien para la Edad Media, pero no para estos días. Por supuesto,
algunos ministros hablaban de autoridad divina, y de tradición. ¡La auto-
ridad divina tenía cierto valor en una época atávica, Pero no en estos
tiempos! ¡No en los días de la Ilustración! Las Escrituras no eran
superstición, naturalmente. Pero sólo eran directrices para una conducta
civilizada. En las peores circunstancias, mitos poéticos. El hado del hombre
estaba en el presente; su destino estaba en sus hijos.
La reforma protestante, en su auténtica esencia era eso, protesta
contra el oscurantismo y el sobrenaturalismo absurdo, protesta contra
los mitos de la noche y afirmación de la intensa luz del día de la razón.
Protesta contra las injusticias sociales. Los católicos hablaban de la
gracia, pero ¿qué era la gracia, a no ser la conciencia de los deberes dia-
rios, la responsabilidad para con los demás y la obediencia a la autoridad
civil? ¿Y la necesidad de ser un auténtico hombre?
Hacía un día tan encantador que el doctor Pfeiffer no fue en seguida al
aparcamiento del lujoso bloque de apartamentos. Decidió pasear un poco.
Aún se sentía resentido contra Susan Goodwin. ¿Qué quería ella? Su iglesia
estaba dispuesta a dárselo todo, su hermosa iglesia moderna con la
simbólica Cruz muy elevada sobre la esbelta aguja. La cruz de la vida. Había
que llevarla con fortaleza, aceptando la existencia humana. Dejarla caer y
llorar era indigno del hombre. ¿Y no era acaso un hombre elevado y
completo el animal racional? "La belleza es todo lo que conocemos", se dijo
el doctor Pfeiffer, y en cierto modo —en cierto modo peculiar— se sintió
consolado. Todo lo que conocemos y todo lo que necesitamos conocer. Keats,
sí. Resultaba consolador en cierto modo saber que no podemos saber... Si
existiera el imperativo de saber, ¡qué vida tan horrible sería ésta, qué
turbadora e inquietante! Al hombre no le quedaría tiempo para realizar su
deber en este mundo; estaría demasiado involucrado en abstracciones,
deseos vehementes, controversias. Ya no sería el protagonista de este
mundo. Estaría atrapado en el caótico mundo sobrenatural, una especie de
espiritista. Locura. Falta de realidad.
¿Por qué había reaccionado Susan Goodwin de un modo tan hostil cuando le
mencionara al doctor Snowberry? Una mujer enferma. Una mujer triste y
desgraciada también. Llena de hostilidades. Aberraciones. Era lamentable lo
del pequeño Charles, por supuesto. Sólo tenía diez años, y era su único
hijo. Pero esas cosas sucedían. Verdaderamente era algo absurdo el que
Susan le hubiera dicho ya a su hijo que iba a morir pronto. Cruel, cruel. Podía
haberle evitado ese dolor. Debía haberle dicho alegremente que pronto volve-
ría a casa y estaría bien. Hubiera sido una mentira compasiva. Las mentiras
también tenían su lugar en esta vida.
Mentiras. Mentiras.
"Yo sólo le dije la verdad", se convenció el doctor Pfeiffer. "¿Por qué se
niegan los hombres a aceptar la verdad? ¡Qué absurdo!" Pensó en Poncio
Pilato y en su cínica observación: "¿Qué es la verdad?
El pensamiento le resulto tan molesto que se detuvo y meditó. Vio grava
ante él, un sendero de grava. Sin querer alzó los ojos. Estaba en un sendero
que llevaba al maldito santuario. Aquello era un escándalo. Adhesión a la
interpretación literal de la Biblia. Un clérigo, en aquel lugar, predicando la
religión de los tiempos antiguos a los desgraciados, sin fe, que acudían
corriendo a él en su desesperación. Él mismo había firmado una petición
para que el santuario fuera entregado a la ciudad, para los niños, o para
una escuela. Un escándalo, en estos tiempos, en esta época. ¿Quién sería el
clérigo que se escondía tras las cortinas azules? Un gemidor. Una vergüenza.
Un charlatán, un embustero.
"¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
“Bien se dijo el doctor Pfeiffer, ¡yo no me lavaré las manos! ¡Ya es
hora de que ese charlatán sea denunciado y avergonzado ante todos! Estoy
harto de él, y de todo lo que se ha escrito sobre él. ¡Sobrenaturalismo!
¡Milagros! Absurdo. Refugio de las personas como Susan Goodwin, los que no
quieren enfrentarse con la realidad, cuando la realidad es todo lo que existe.”
Imaginó el rostro de su padre, aquel rostro sencillo, y sintió un estallido de
pura rabia. Luego quedó atónito ante aquella rabia. Nunca se había creído tan
vulnerable ante pasadas indignidades, pasadas simplicidades, pasadas
aceptaciones jamás discutidas. Y la fe. Oyó la voz de su padre: "¡Poderosa
Fortaleza es nuestro Dios!" Nunca le había gustado su padre en realidad. Un
hombre sin cultura. "Nuestro Señor —le había oído decir en una ocasión—
nunca se graduó en las mejores universidades. Él sólo sabía decir la ver-
dad." Pero ¿qué podía esperarse de un ministro que había entrado en el
seminario sin más educación que la de la escuela elemental?
Siguió lenta pero decididamente por el sendero de grava. Vio la fuente y
las grutas, y la gran extensión verde de los cuadros de césped, y las masas
de árboles. "Hermoso, hermoso", pensó, aunque a disgusto. Pero ¿por qué
no utilizarlo como un parque público, para los jubilados por ejemplo, que
podrían sentarse en aquellos bancos de mármol y... esperar? ¿Esperar qué,
al fin de su vida? Bueno, de todas formas podían mirar las flores, ¿no?, y
sentirse felices por haber transmitido todos sus conocimientos a sus hijos y
nietos. Era un lugar pacífico. De pronto pensó: "¡Yo sólo tengo cincuenta
años! No soy viejo, no tengo por qué pensar en estas cosas". Se detuvo,
asombrado ante la débil náusea que sentía. Buscó su cajita de tabletas
para la digestión. Digestión ácida. Se puso una tableta en la lengua y la
dejó disolverse. Se preguntó si no tendría una úlcera, después de todo.
Sonrió un poco. La mayor parte de su congregación padecía de úlcera en
estos tiempos. La tensión de la vida moderna, por supuesto. La prisa, el
apresuramiento, las constantes exigencias actuales... tanto quehacer.
¿Hacer, qué?, preguntó la nueva e incorregible voz en su mente. ¿Qué
hace el hombre moderno, ni la mitad de bien que lo hicieron sus padres y
abuelos? ¿Qué ofrece a sus congéneres? Ahora dispone de interminables
ratos de ocio, pero... ¿qué da de sí mismo? ¿Actividades comunitarias? ¿Y
qué son éstas? Sus padres dieron trabajo, amistad, amabilidad —amabilidad
personal, responsabilidad personal— y auténtica hermandad de hombre a
hombre. ¿Qué dan en esta época tus gentes de sí mismos, de auténtico
amor? Firman cheques, hablan de política, se unen a las organizaciones de
beneficencia y se sienten muy puros. La pureza del fariseo.
Vivimos en una época urbana, se defendió la mente del doctor Pfeiffer.
Y ¿qué es eso?, preguntó la voz que protestaba en él. Siempre ha habido
una época urbana, desde Caldea a Alejandría, y a Jerusalén, y a Atenas, y a
Roma, y a París, y a Nueva York. ¿Qué hay de nuevo en una época urbana?
¿Qué habéis descubierto vosotros que sea tan único? La desolación de la
abominación. La tierra calcinada.
"Debería haber tenido más sentido común y no pretender consolar a
aquella mujer tan rebelde", se dijo el doctor Pfeiffer. Avanzó por el
sendero y su rostro iba enrojeciendo de furia. Él tenía un deber que cum-
plir. Se detuvo ante las puertas de bronce y de nuevo las admiró aun a
pesar suyo. ¡No se había escatimado aquí el dinero, desde luego! Un
despilfarro. Todo debía haber ido al fondo de la Comunidad Unida. O a los
impuestos. Todo esto estaba exento de impuestos, naturalmente. Un
escándalo. Este mármol maravilloso, esta pacífica extensión de tierra en
medio mismo de la ciudad... Debía ser un parque público, no administrado
por individuos particulares. EL HOMBRE QUE ESCUCHA. Vio las letras
doradas sobre las puertas. Un charlatán, un clérigo que traicionaba su
vocación. El doctor Pfeiffer empujó curioso las puertas y se asomó al
interior. ¡Lo sabía! La sala de espera estaba llena de informes seres
humanos, si es que se les podía llamar así. Viejos. No. También había
jóvenes, esperando en silencio. ¿Por qué habían venido hasta aquí los
jóvenes seguros de sí mismos, los jóvenes tan astutos y llenos de
conocimientos, que habían sido tan bien enseñados? ¿Qué problemas
tenían estos chicos y chicas que no podían resolver personas como él mis-
mo, o un excelente psiquiatra? La gente exigía demasiado estos día si ellos
lo tenían todo; por tanto carecían de problemas en esta sociedad
opulenta que tanto hacía por darles la felicidad. Quiso gritar a los chicos y
chicas de la sala de espera: ¿Qué Puede preocuparos, en realidad, en esta
época?
Se sentó en una cómoda silla y contempló con disgusto a cuantos
esperaban con él. Entonces su mirada captó una placa de mármol, en la
pared, también de mármol: Todo lo puedo en Aquél que me conforta.
Bonito sentimiento, pero poco realista. Era preciso apoyarse en los
buenos oficios del gobierno y la buena voluntad por parte del gobierno y no
en la caridad casual. O en el esfuerzo individual. Eso quedaba bien para el
pasado, pero no para estos días. La sociedad tenía la respuesta a todas las
cosas, sólo con que las personas como Susan Goodwin quisieran escuchar,
personas infelices y rebeldes como Susan Goodwin, que exigían respuestas
cuando no había respuestas sino sólo la razón.
Observó con frío interés cuando sonó la campana y, uno a uno, todos
aquellos supersticiosos y pobres de espíritu se levantaron y cruzaron una
puerta al extremo de la habitación. No había el menor sonido. Todo sonido
parecía absorbido por el ambiente fresco y sereno, con una insinuación de
aroma de helechos. No se oía el tráfico, ni las voces. Naturalmente, estaba
acondicionado a prueba de ruidos. Tomó una revista de una de las mesas y
se dejó absorber por las noticias internacionales. Por primera vez pensó,
repasando las páginas: "¿Por qué hay tantos problemas estos días, cuando
todo está planeado, cuando disfrutamos de libertad, cuando tantas
naciones emergen con entusiasmo?" Los hombres no tenían ahora que
luchar por la existencia, como sus padres habían luchado. En el gobierno, en
los pueblos del mundo latía la preocupación por todos. La ayuda exterior. La
asistencia pública. La responsabilidad social. El Cuerpo de Paz. Lo que en
tiempos fuera sólo tarea de la religión se había extendido a la vida secular,
y todo el mundo estaba involucrado en la humanidad. Misiones seculares. Era
maravilloso, realmente. Entonces, ¿por qué había tanta miseria y
frustración mental?
"Lo que necesitamos —se dijo el doctor Pfeiffer— es un firme programa de
psiquiatría, psiquíatras internacionales que atiendan, según las
necesidades, a todas las naciones; no misiones religiosas, pasadas de moda,
que ya no están a la altura de las demandas de la sociedad moderna, de la
verdad moderna.”
“¿Qué es la verdad?", dijo Poncio Pilato, y se lavó las manos.
El doctor Pfeiffer creyó contemplar todo un vasto mar de rostros: su
congregación, ante él, los domingos por la mañana. Personas agradables,
bien vestidas, tranquilas, atentas, silenciosas, escuchándole. Gentes que,
con las manos cruzadas, oían cortésmente sus sermones. No, sus
conferencias. Que contribuían adecuadamente a las diversas demandas de
la caridad organizada, que se interesaban por las obras de la iglesia.
¿Se interesaban en verdad? Aquellos tres suicidas... Y las deserciones.
Los ojos repentinamente irónicos de los jóvenes; los ojos interrogantes de los
ancianos. Las cabezas repentinamente apartadas. ¿Aburrimiento? ¡Qué
ridículo! Él era famoso por sus sermones. No, sermones no, conferencias
estimulantes. Siempre había allí al menos un redactor del periódico local, e
incluso de periódicos de ciudades distantes. Escribían a toda prisa en sus
pequeños cuadernos. El tenía tanto que dar...
"¿De verdad?", preguntó la incorregible voz. ¿Qué le diste hoy a Susan
Goodwin? Le di la verdad, contestó.
"¿Qué es la verdad?", preguntó Poncio Pilato, y se lavó las manos.
"Yo no soy un párroco", se dijo el doctor Pfeiffer.
"¿Y ¿qué eres?", preguntó la voz.
"Soy un hombre civilizado y razonable, consciente de la realidad."
"¿Qué significa eso?", insistió la voz.
"Significa", se dijo para acallar aquella voz terrible, "la Caridad".
"¿Oh, sí?", la voz era burlona. "¿No querrás decir Odium humani
generis? “
Se sintió horrorizado. ¿Odio por la raza humana? ¡No! ¡No! ¡De ninguna
manera! Él amaba la razón, y la buena voluntad, y la buena conducta, la
conducta adecuada, y la ilustración para todo el mundo. La perfecta
hermandad. Detestaba las emociones desenfrenadas, y la superstición, y el
oscurantismo. Todo podía explicarse mediante...
"¿Qué?", preguntó la voz.
Le pareció oír al coro de su padre que cantaba con profunda pasión:
"¡Poderosa Fortaleza es Nuestro Dios!"
"¡Oh, la fe sencilla, la fe sin exigencias, la fe de un niño! La fe total."
"¿Qué otra hay?", preguntó la voz. _i
¡Maldita Susan Goodwin! Ella le había turbado la mente, la razón, su
autodisciplina. Se puso en pie disgustado, dispuesto a salir. Escuchó una
campana y vio que estaba solo. Por tanto el clérigo de allí dentro había
hecho sonar la campana por él. Se sintió repentinamente confuso. Un
pensamiento irrelevante le acudió a la mente: "No preguntes por quién
doblan las campanas. Doblan por ti."
El sonido de la campana pareció despertar ecos en su interior, uno
sombrío y doloroso que apenas murmuraba; otro terrible y lleno de
reproches. “Eres un hombre sin convicción", dijo la voz, "y por tanto
impotente ante la tragedia. Ni siquiera sabes que tú mismo eres un ser
trágico, tú, falso pastor".
Nunca, en sus cincuenta años de vida, había surgido una voz tan terrible
y acusadora de lo más hondo de su... ¿qué? Había vivido siempre bien y
virtuosamente, ¿por qué surgía ahora en él esta profunda turbación, este
reproche? Él no era un... pecador. ¡Pecador! ¡Qué palabra más anacrónica!
Ahora no había pecado. Una rabia aún más profunda se revolvió en él. Su
padre había hablado interminablemente de pecado. Sintió odio por su
padre. Se dijo a sí mismo: "Siempre lo odié siempre odié a aquel hombre
ignorante.”
Fue a la puerta del fondo y la abrió de par en par con potente cólera.
La puerta se cerró tras él silenciosamente. No se sintió sorprendido ante lo
que vio en la otra habitación, pues ya se la había descrito, pero miró
curiosamente las espesas cortinas azules que cubrían la alcoba alta,
amplia. ¡Charlatán! ¡Idiota fundamentalista! Era una vergüenza para el
clero de esta ciudad. El doctor Pfeiffer fue al sillón y quedó en pie tras él,
uniendo nerviosamente las manos a su espalda.
—Soy el doctor Edwin Pfeiffer —dijo con voz dura pero controlada—.
Probablemente podrá verme por algún agujero dispuesto para ello, o algo
así, y es posible que me conozca, y conozca mi iglesia. He venido para tener
una conversación sincera, de hombre a hombre, con usted, un colega del
clero, y para Pedirle que acabe con esta tontería. ¿Sabe lo que está haciendo
a los clérigos, sus colegas? Nos está poniendo en ridículo, nos está
avergonzando. No tiene usted respeto por sí mismo. Ya no estamos en la
época medieval, ya sabe, ni en los días de los pregoneros de la fe y de las
guerras santas y del evangelismo. La mayoría de nosotros no tenemos una
opinión demasiado buena del concilio de Trento. Usted habrá oído hablar del
concilio de Trento, ¿no?
Sonrió con despectiva sonrisa. El hombre tras la
cortina no le contestó. De modo que ya le tenía cogi
do, ¿eh?
—Ya no creemos en Sola Escriptura, excepto como parábolas que refieren
cuentos sencillos y, naturalmente, nosotros... nosotros no creemos en las
"fuentes gemelas" de la verdad, la Escritura y la tradición. Ya no. No es que
rechacemos la idea de la Autoridad Divina, no. Creemos más bien que el
hombre ha avanzado tanto intelectualmente que puede desdeñar sus
muletas místicas y sostenerse solo en pie como criatura racional. No estoy
negando la divina fuente; eso sería absurdo. Pero la divina fuente, según
estamos todos ahora de acuerdo, excepto los católicos, está en el hombre,
no externa a él en unas avenidas doradas del cielo presididas por un
patriarca. Ahora no miramos a un futuro sobrenatural, sino al mundo y la
perfección del hombre, pues esto es todo lo que podemos conocer y con
seguridad es el objeto más noble de la lucha del hombre.
Su voz se le volvía a él en sonoros ecos desde los muros de mármol, y se
sintió satisfecho con el sonido. Esperaba haber dejado bien clara la
cuestión, aunque dudaba que el idiota tras aquellas cortinas hubiera
entendido una sola palabra. Al menos debería sentirse condenadamente
incómodo.
De nuevo se sintió furioso, ofendido y ultrajado por haber ido siquiera a
este lugar a enfrentarse con el clérigo iletrado de aquella habitación.
—¡He oído hablar mucho de usted! ¿Sabe lo que está haciendo? Dirige
equivocadamente al pueblo. Les engaña con promesas falsas de lo que no
existe, ni puede existir, ni jamás existió. Les habla de milagros, y hasta se
supone que usted los ha hecho. ¿Sabe lo que es blasfemia? Si lo sabe,
entonces debe comprender que es blasfemo además de santurrón. La
vida en sí es un milagro, no necesitamos nada más, y nunca hubo nada más.
Usted, probablemente, ha aprendido algo de psiquiatría y comprende la
medicina psicosomática hasta cierto punto. Mediante estas cosas sin duda
consigue dirigir al ignorante e ilógico y al histérico. Eso es inexcusable en
estos días. Tiene que poner fin a este engaño, a esta superstición, a este
acudir y animar el fondo más oscuro de la mente humana.
Se oía hablar con calor, y reflexionó en lo que había dicho con tanta
elocuencia. Entonces se le ocurrió que en alguna parte, en algún tiempo, los
hombres habían dicho esto mismo a... ¿quién? No podía recordarlo. Pero
sintió una extraña angustia en su pecho, una curiosa sensación de que
había traicionado... pero ¿a quién había traicionado y por qué esta extraña
sensación de algo familiar, algo acosador, una especie de recuerdo de algo
que había sucedido hacía mucho tiempo?
"¿No lo recuerdas?", preguntó aquella nueva voz. "¡Tienes que
recordarlo!"
—En una época menos culta —siguió el doctor Pfeiffer, vagamente
temeroso de aquella voz interior y sintiéndose rechazado por ella— los
hombres como usted habrían sido arrojados de la comunidad religiosa. En
días menos ilustrados y más bárbaros, usted habría sido crucifi...
Algo le golpeó en el pecho como un puño gigante y él se apartó
involuntariamente del sillón. Pero no era hombre que dejara que la
fantasía y los temores extraños se apoderaran de él. Tras un momento con-
tinuó:
—Usted resulta absurdo en estos tiempos. Me disgusta llamar fraude a un
hombre, pero me temo que Usted lo es. Ahora le pido que deje este lugar
y que permita que lo cierren. Devuélvanos a nosotros a los que no tienen
fe, pues ahí es donde deben estar. Que vengan a nosotros si están
necesitados...
"¿Como Susan Goodwin?", preguntó la voz interior.
—No debe animarse al pueblo a tener necesidades atávicas —siguió el
ministro—, pero usted les anima con falsas esperanzas, más allá de la
realidad. Ahí está la locura. Los hombres ya no viven en una era simplicista;
ahora somos muy complejos en el mundo. Pero cuando se induce al
hombre a creer simple y literalmente... las cosas que sólo son simbólicas
y sólo se proponían ser simbólicas, entonces él encuentra la confusión al
verse enfrentado con la realidad, pues ya no ve la realidad claramente,
sino distorsionada y confusa. Y, en su intento de ajustar estos elementos
irreconciliables, puede incluso llegar al fanatismo, y ya no hay lugar para los
fanáticos, aparte, naturalmente, el manicomio. La cristiandad es una re-
ligión verdaderamente sana...
"¿Y qué sabes tú de ello?", preguntó la voz interior, que ahora parecía
externa también y llena de poderosa firmeza.
—El evangelio social —dijo el ministro apresurándose en sus palabras
para alejar aquel temor totalmente irracional— no ha reemplazado
exactamente a los evangelios. Sólo los ha hecho más significativos para
nuestros tiempos —se sentía exasperado, tanto por aquello sin nombre que
surgía en él como por el hombre silencioso tras la cortina—. ¿Ha oído hablar
alguna vez de Paul Tillich? ¿No? Entonces le aconsejo que lo lea. Él habla de
las trivialidades en las antiguas interpretaciones. Pero usted no estaría de
acuerdo con él, estoy seguro. Y hay otros como él, a los que yo admiro
mucho, que divorciaron la ética del misticismo y la colocaron firmemente en
el marco de referencia de la vida moderna y las exigencias modernas. La
ética secular, la base misma del buen gobierno y de la buena voluntad
y la responsabilidad. No es que yo sea un ministro secularista, pero yo
entiendo que el reino secular y el espiritual son el mismo, no dividi dos
por el sobrenaturalismo. Ya no somos medieva les, comprenda. ¿O no
lo sabe usted?
El hombre tuvo la astucia de no contestar, pues, naturalmente, no
le entendía.
—¿Está usted ahí? —preguntó de pronto el doc tor Pfeiffer al
ocurrírsele la idea de que allí no había nadie.
Hubo un movimiento, como si asintieran tras la cortina, ¿o fue sólo
el aire del aparato de acondicio namiento? Luego se sintió convencido
de que no esta ba solo: tuvo la impresión de una poderosa presencia
en la habitación, una presencia que escuchaba. Que le escuchaba a él.
—Bien, si realmente está ahí. Le ruego que no enga ñe más a los
sencillos. Es realmente peligroso en estos días... —se detuvo. La
horrible sensación de re vivir algo o de volver a oír algo que no
conseguía re cordar cavó sobre él como un eco proveniente de una
cadena de montañas, una cadena de siglos—. Es peli groso en estos
días —repitió— porque turba a los hombres, les deja insatisfechos, les
hace buscar el contento y la esperanza cuando no hay ni contento ni
esperanza. Superstición, en suma.
"Hoy visité a una señora cuyo hijo morirá pronto y muy cruelmente
me temo. Su hijo pequeño. Siempre pensé que era una joven muy
sensata, completamente lógica y perceptiva, consciente de lo
inexorable cuan do esto ha de llegar. Sé que es algo horrible tener que
aceptar la muerte de su hijo, de su hijo único...
"Su hijo único", repitió la nueva voz, que de nue- v
o parecía ser
externa también.
—Sí, sí, su hijo único. Yo fui a consolarla, llama do por ella. Soy su
ministro, ella es miembro de mi congregación. ¿Qué podía decirle? Sólo la
verdad: que debía aceptar lo que no puede cambiarse, y seguir adelante
con su vida. Después de todo, éste es el siglo xx. Pero ella se puso... casi
violenta. Estaba amargada, ¡ella, una joven inteligente! Era increíble. Pare-
cía pedirme algo...
"¿Qué?", preguntó la voz.
—¡No lo sé! —exclamó—.O más bien debería de-
que era imposible que yo se lo diera, pues hubiera sido una hipocresía,
y absurdo. No podía decirle que es la voluntad de Dios y Él sabe lo que es
justo, lo que nos conviene, pues, ¿cómo podemos estar seguros de eso?
¿Quién ha dicho alguna vez que fuera así?
“¿Quién?", repitió la voz como un eco.
Agitó la cabeza con impaciencia casi desesperada.
—Ella esperaba de mí piadosos tópicos, la seguridad de que su hijo no
se perdería para ella sino que le sería devuelto en algún cielo bucólico. Si
yo le dijera eso a una joven normalmente inteligente me sentiría
avergonzado de mí mismo, y más tarde ella podría incluso reírse de mis
palabras. Soy un hombre compasivo, pero me fue imposible mentirle y
decirle cosas en las que no creo personalmente. Supongo que ella deseaba
un milagro... la plegaria, ya sabe, que nos arrodilláramos juntos...
"¿Sí?", dijo aquella voz interrogadora y ridícula
en su interior. Agitó la cabeza una y otra vez.

¡Díos mío! —gritó—. ¡Ojalá pudiera haberle mentido! Lo deseo
honradamente. ¡Al menos eso le hubiera supuesto algún consuelo, por
pequeño que fuera, al pensar en la próxima muerte de su hijo único!
Alguna tontería piadosa, como mi padre podía exponer a la menor
provocación. Como por ejemplo...
Se detuvo, pues la voz interior parecía ser totalmente externa ahora.
—¿"Yo soy la resurrección y la vida"?
¿Qué era lo que había dicho Pablo de Tarso? Si Cristo, en realidad, no ha
resucitado, entonces nuestra fe es vana. El doctor Pfeiffer quedó
anonadado. ¿Por qué tenia que acordarse de eso ahora? Había olvidado,
movido a compasión por Susan Goodwin, la razón de su visita a aquel lugar.
Debía recordarlo, dejar de imaginar tonterías. ¡Vaya, maldita sea, ya era
como otro de los peticionarios en este vergonzoso lugar! Dijo con firmeza:
—Me temo que me estoy apartando del tema. Creo que debería cerrar este
negocio, ya sabe, por el bien de todos nosotros.
"El gallo cantó tres veces."
No podía creerlo. Sus oídos estallaban con las terribles palabras. Sin
embargo, con seguridad que nadie más que él había hablado. Pero las
palabras de traición, de la más terrible traición, habían empezado a estallar
en su corazón, no sólo en sus oídos. Hipnotismo, pensó alocadamente,
autohipnotismo en este lugar condenadamente silencioso. Se movió paso a
paso, alejándose de la silenciosa cortina azul.
“¿Quién decís vosotros que soy?”
Se detuvo bruscamente. No, nadie había hablado. Estaba imaginándolo
todo. Entonces le dominó una emoción semejante a la más terrible
desesperación, una sensación de privación y desolación que sobrepasaba
todo cuanto hubiera podido imaginar.
Y gritó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá lo supiera!
Perdió todo orgullo, toda dignidad, todo lo que él admiraba en el hombre
civilizado. Se acercó de nuevo ala cortina, olvidando que estaba
autohipnotizado, olvidando que todo aquello era fantasía. Vio el botón junto
a la cortina y la pequeña señal que le informaba de que, si deseaba ver al
hombre que le había escuchado, no tenía más que apretarlo.
Vaciló. Todo en él era penosa y ardiente confusión, trastorno
interior, total desconcierto. Jamás en toda su vida había experimentado
esto. Su mano se acercó al botón y lo oprimió, y las cortinas se apartaron.
Vio al hombre que le había escuchado, a la gloria de la pura y
brillante luz. Vio la realidad de los siglos, y todo lo que él había negado
mientras vivía
creyendo haberlo aceptado. Alzó su brazo al fin para ocultar aquel rostro,
aquellos ojos acusadores, aquellos ojos llenos de piedad. Y, tras el infantil
refugio de su brazo, habló:
No nunca te negué porque nunca creí realmente en ti. Tú eres un
hermoso símbolo para mí. Jamás me enfrenté contigo antes. ¿Fue, quizá,
porque nunca te busqué? ¿Porque estaba convencido que no había nada
que encontrar más que un código de ética, expresado en majestuoso
lenguaje, pero sólo un código secular y no un camino de vida espiritual?
Te negué porque me negué a mí mismo y a todo lo que yo ins-
tintivamente sabía. Me avergonzaba de ti en mi corazón... porque me
avergonzaba de mí mismo. Creí que sólo aquello que podía explicarse
encerraba la verdad, que sólo las explicaciones racionales eran dignas de
un hombre. Negué tu autoridad porque no había autoridad auténtica en
mí y por esa falta de autoridad personal, basada en la tuya, mis fieles
me miran rechazándome... y no tengo nada que ofrecerles. Quizás por
esto veo con frecuencia sus ojos irónicos, aburridos o desesperados. ¡Sin
embargo, mi iglesia es tan perfecta, tan moderna!
Dejó caer su brazo y miró suplicante al hombre.
—Tan moderna —repitió, y rió amargamente—.
Pero entonces, ¿por qué vienen a mí si no tengo nada que ofrecerles?
¿No son ellos tan culpables como yo?
El hombre no le contestó. Siguió esperando, como había esperado a
través de los siglos.
—No —dijo el doctor Pfeiffer—, sólo yo soy culpable. Hoy me llamaron
falso pastor. Y es muy cierto También soy un pastor estúpido. No, jamás
fui un verdadero pastor, ni una vez desde que fui ordenado. Una mujer
que está a punto de perder a su hijo único extendió hoy sus manos hacia
mí y yo no tuve nada que darle, ningún consuelo que ofrecerle, pues no
había nada en mí, nada de consuelo. No era mi hijo el que moría, por
tanto no me sentía íntimamente preocupado —se detuvo y miró al
hombre—. El hijo de tu madre estaba a punto de morir, y no hubo
ninguno de sus amigos que la consolaran; se apartaron de ella, lo mismo
que yo me aparté de Susan Goodwin, la madre. Ellos tenían una excusa:
su cobardía. Mi única excusa, que es la peor de todas, es que yo no tenía
respuesta para el dolor de una madre. Y es la peor porque yo no tenía
fe. No tenía fe ni siquiera en un símbolo.
Fue al sillón porque se sentía exhausto. Se sentó y el hombre y él se
miraron en profundo silencio.
—No solo te traicioné. Traicioné a mi pueblo y al tuyo. Jamás les dije,
como dijo Pedro, que tú eres el Señor. Para mí, tú eras una idea sin
cuerpo, una difusión de buena voluntad y paz, una idea hermosa...pero
sólo una idea. ¿Por qué, entonces, me hice clérigo?
Extendió las manos.
—No lo sé. Pero no soy el único. ¡Qué pocos de nosotros saben, o se dan
cuenta siquiera, de que hay algo que no saben! Nosotros sólo somos guías,
líderes, oradores, eruditos..., imbéciles. Imbéciles teológicos que no creen
en la teología y la miran sólo como un ejercicio intelectual. Los profetas o
Freud. ¡Dios mío! Los profetas o el fraude. Nosotros decimos que tenemos el
agua de la vida, pero nuestros pozos están secos y sólo elogiamos el
polvo. Hablamos sólo del mundo y nunca preguntamos a las estrellas, pues
el mundo es todo lo que conocemos... y todo lo que queremos conocer.
Nuestro pequeño y cómodo rinconcito es suficiente para nosotros, pues en
él podemos sentarnos y exponer nuestras blasfemas y urbanas tonterías y
pronunciar palabras de paz en un mundo en el que no hay paz, y ofrecer
plegarias bien ensayadas, tan vacías de contenido como nosotros. ¿Quién nos
perdonará?
El hombre le miró amablemente. El ministro repitió:
 “¿Quién nos perdonará?
Había tal angustia en él, una fe tan total, tan gran dolor...
—Sí —dijo—, aunque el gallo cantó tres veces, tú me perdonarás. Tú
siempre me has perdonado. Tomaré la vara y el cayado que me diste y que
yo rechacé. Buscaré el rebaño que tú me confiaste y lo llevaré a ti. Yo les
diré que en ti está el camino, la verdad y la vida, y que no hay otro en
todo el mundo. Ahora lo sé.
Se deslizó del sillón, se arrodilló humildemente ante el hombre e
inclinó la cabeza.
—Hay una madre que me espera y cuyo hijo va a morir. Ven
conmigo y ayúdame a decirle tu verdad... que no hay muerte, que Tú
eres la vida eterna y que su hijo le será devuelto. Como tú fuiste
devuelto a tu madre.
Se puso en pie y sonrió al hombre:
—En verdad, en verdad "Poderosa fortaleza es Nuestro Dios", en la que
estamos seguros y en la que estamos protegidos. Para siempre.

ALMA TERCERA
EL AFLIGIDO

«Yo sé que mi Redentor vive.» JOB, 19, 25.

ALMA TERCERA

—No he venido aquí en busca de consuelo —dijo Francis Stoddard al


hombre oculto tras la cortina azul—. Ya estoy harto de todas esas
estupideces. Cuando perdí mi negocio hace quince años ¡debería usted haber
oído a todos los que se auto nombraron mis consejeros! Tenía que haberles
escuchado a ellos, no debía haber hecho esto, tenía que haber hecho lo otro,
si hubiera tenido más prudencia en aquel asunto, si hubiera andado con
más cuidado en aquel otro... nada me habría ocurrido. Después, cuando
conseguí superarlo mi posición, casi se sintieron ofendidos.
¡Ño les había pedido su consejo! ¡Lo había hecho todo por mí mismo!
Mientras me veían caído podían sentirse superiores y compadecerme... y
también evitarme, por miedo a que les pidiera dinero. Mi mejor amigo...
empezó a cruzar la calle repentinamente cuando me veía venir. Cualquiera
hubiera podido pensar que yo le había quitado algo suyo cuando empecé mi
lucha de nuevo, pagué todas mis deudas y llegué a ser más rico que él. Y
con todos ocurrió lo mismo. ¿Acaso alguno de ellos respondió por mí cuando
estaba cargado de deudas para que pudiera seguir siendo miembro de los
clubs a que antes pertenecía? No. ¿Acaso vinieron a mi casa cuando me
amenazaba el embargo para adelantarme el dinero que yo, de todas
formas, no les habría aceptado? No. Parecía que Agnes y yo éramos
leprosos, o algo así.
"Y cuando me recuperé y me hallé de nuevo donde antes estaba, se
sintieron ofendidos o avergonzados. No tenían por qué preocuparse. Jamás
volvimos a verlos, ya me cuidé yo de eso. Agnes los llamaba "los
consoladores de Job". No sé qué quería decir con eso, tendré que
averiguarlo en alguna ocasión. Si es que todavía habrá "alguna ocasión"
para mi, aunque espero que no.
"Entonces perdimos a nuestra única hija, la única que hemos tenido —la
voz se hizo dura y lenta—. Y el mismo día en que iba a casarse. Diecinueve
años. La muchacha más bonita de nuestra comunidad. Eso fue poco
después de perder mi negocio. Pensábamos que al menos tendríamos un
poco de alegría con Pat. Pero supongo que el Dios de Agnes tampoco pudo
soportar eso. Ella era todo lo que teníamos. Una chica preciosa, graduada con
honores en la universidad. Iba a casarse con un joven que era todo lo que yo
hubiera podido desear para mi hija. Tal vez debería hablarle un poco más de
Pat, pero supongo que Agnes ya se lo dijo todo cuando estuvo aquí, hace
un par de semanas. Aunque no sé por qué diablos tuvo que venir.
"Pat no nos dio un disgusto ni nos causó ansiedad o tristeza a lo largo
de sus diecinueve años. Esto ocurrió hace doce años ya... cuando la
mataron en aquel estúpido accidente de automóvil junto con el chico con
quien iba a casarse. A él no le importaba que yo estuviera arruinado y
luchando por levantarme de nuevo. Un chico magnífico. Casi digno de Pat.
Ella era como un rayo de sol en la casa. Nunca vi a nadie más vivo que mi
hija. Mi Pat... Cuando salía de una habitación, ésta parecía más oscura.
Cuando se oía su voz. bueno, era como si alguien te trajera buenas
noticias. Disfrutaba con todo y amaba a todo el mundo Incluso conseguía
hacerme reír en aquellos días terribles en que no sabíamos si podríamos
conservar la casa un mes más. No había nada que ella no pudiera hacer.
Pintar, cantar... Quería dedicarse a la enseñanza por algún tiempo, después
de la boda. Tenía muchos planes...
El hombre se detuvo. Hacía doce años. Y parecía ayer, cuando toda
aquella luz, amor, gozo y esperanza se habían borrado en un instante,
dejando sólo un agujero negro en su vida. Recordaba a su hija en el
momento en que le enseñara su traje de novia, fino, blanco, como una nube,
y la larga mantilla de encaje que Agnes había llevado en su propia boda.
Recordaba el brillante nimbo de su cabello en torno al alegre rostro, y el
profundo azul de sus ojos, y la blancura de su esbelto cuello. Él había
sentido —aunque nadie lo creía ahora, excepto Agnes— una repentina y
horrible angustia en su corazón al verla vestida así; una espantosa
premonición, como si la hubiera visto con su mortaja. (Realmente la
enterraron con su traje de novia, incluso con el velo y el ramo blanco entre
sus manos inmóviles.) No, nadie lo creyó cuando lo contó más tarde.
—Era el vivo retrato de Agnes, vestida así ante mí, dando la vuelta y
haciéndome una reverencia —dijo al hombre tras la cortina—. Supongo que
debió ver algo en mi rostro, pues corrió hacia mí y me besó y dijo:
"Papaíto, nunca me separaré de ti, nunca." Pero sí me dejó, sí me dejó.
Salió al día siguiente y ya nunca la vimos de nuevo. No me importa lo que
el sacerdote trató de decirnos. Pat ya no existe. Hace doce años. Ahora ya
no será más que polvo, nuestra niñita; huesos y encajes comidos por los
gusanos. Algunas veces, pensando en ello, no puedo soportarlo.
Se llevó las delgadas manos al rostro, apretándoselo. Los había vencido,
pero ahora ya no podía más. Y venían a regocijarse con su dolor.
Los consoladores. No habían sufrido un desastre financiero que les
privara del trabajo de toda su vida, que les amenazara con la vergüenza, la
penuria, la pérdida total. Como si eso no fuera bastante para matar a un
hombre. Y luego... Pat.
—Resulta fácil consolar a un hombre como yo cuando uno puede irse
a su casa a dormir en paz y hablar con sus hijos. Pero, aparte sus palabras
de consuelo... bueno, el viejo Frank estaba siendo castigado por lo que
fuera que hubiese hecho por un Dios malvado, o al menos no debía ser
bueno o no se habría visto en aquella situación, perdiendo el negocio que
fuera también el de su padre. El viejo Frank no era muy inteligente
además. Pobre Agnes, casada con un fracasado. Sí, era una pena lo de
Pat... pero esas cosas suceden todos los días.
"Pero no les sucedían a mis queridos y viejos amigos. Ni les han sucedido
aún. Siguen con su vida plácida, rica, cómoda, serena y llena de
complacencias en sí mismos, haciendo planes para sus hijos, jugando con
sus nietos. ¡Dios mío! —gritó Francis Stoddard removiéndose furioso en la
silla—. Me gustaría verles sufrir un poco lo que Agnes y yo hemos sufrido, no
sólo el desastre financiero... y lo de Pat... ¡sino casi desde el día en que
nací!
Su delgado rostro se contrajo con terrible resentimiento y cólera.
—Yo no nací en este país —dijo—. Nací en uno de esos antiguos y
desgraciados países. Y mi nombre verdadero tampoco es Stoddard. Era uno
de esos nombres que los americanos consideran impronunciables. Mi padre
lo cambió, no porque se avergonzara de él, sino porque lo estigmatizaba
como polac según decían burlonamente, haciendo las cosas más difíciles
aún para él, si eso era posible. Él llegó aquí con su hatillo a la espalda, todo
lo que tenía. Mi madre llevaba unas mantas viejas. Papá quería que las
dejara allá, en su tierra, pero ella dijo —y mi madre era una mujer muy sabia
—: "¿Quién sabe? Tal vez las necesitemos." ¡Y ya lo creo que las necesitamos
durante cinco malditos años de hambre, cuando mi padre trabajaba por
doce dólares a la semana en una zanja o en una fábrica! Eso fue antes de la
primera guerra mundial. Yo era un bebé entonces. Mis padres dejaron el
viejo país porque sintieron en su sangre campesina que algo horrible caería
sobre ellos si no se marchaban en seguida. Y así sucedió... a sus familias.
Se detuvo, luego sonrió con infinito disgusto y angustia.
—Agnes me dice que también la Sagrada Familia hubo de huir así, y por
las mismas razones poco más o menos. Supongo que aún lo recuerdo de la
escuela parroquial, en una parte miserable de la ciudad... de una ciudad
que no era ésta. Pero no prestaba demasiada atención. Pronto dejé de creer
en un Dios misericordioso al ver qué poca misericordia había en la vida que
llevaban mis padres. Tenían cuatro hijos más, aparte de mí. Todos murieron
de tuberculosis, prácticamente de hambre. Recuerdo a mi madre (siempre
la recuerdo así) de rodillas, blanca como la leche, rezando el rosario y
hablando de la voluntad de Dios. ¡La voluntad de Dios, por Cristo! ¡Cuatro
niños muertos porque sus padres no podían conseguir bastante comida para
ellos, ni un lugar decente en el que vivir! Con todo lo duramente que
trabajaba mi padre, y trabajaba doce horas al día, seis días a la semana, y
estaba agotado e inclinado como un viejo a los treinta años, no podía ganar
suficiente dinero para mantener a su familia adecuadamente vestida,
alojada y alimentada. La parroquia (y era tan pobre como nosotros) ayudó a
enterrar a mis, hermanos...
Se detuvo, su rostro cambió un poco, luego se endureció de nuevo,
marcado por la angustia. Apartó el pensamiento de aquellos hechos
—Sólo quedé yo. Mi padre quería ser un auténtico americano. Su hijo iba a
tener educación, aunque él se matara trabajando. Era un hombre
orgulloso, aunque sólo fuera un polac. Un hombre bueno, devoto, temeroso
de Dios, confiando en el Dios que mataba a sus hijos. Sí, yo iba a tener
educación. Mi padre buscaba una salida, pero no la encontró durante
muchos años. La fábrica en que al fin entró a trabajar manufacturaba
limpiavidrios de parabrisas entre otras cosas. Él inventó uno mejor, más
sencillo, más eficiente. Nos hicimos moderadamente ricos y yo fui al colegio,
Pero ya había tenido antes que trabajar duramente cuatro años en una
fábrica. Era un hombre adulto para entonces. Aparte de los años de duro
trabajo en la fábrica había trabajado también en las clases en la escuela
superior. Mis manos —mírelas—. están llenas de callos y__retorcidas por todo
el trabajo que hice. Y la suciedad está en mi alma, y el frío, la miseria, el
desprecio y el hambre. Dicen que uno olvida. ¡Uno no olvida nunca! Yo jamás
olvidaré los meses, de dolor que sufrió mi madre antes de morir como
resultado de las privaciones y la falta de dinero para llamar al doctor
cuando tuvo los primeros síntomas
de cáncer.
Su boca se contrajo en una mueca atormentada.
—Mi madre murió antes de poder disfrutar del éxito de mi padre. Éste
no pudo soportarlo. "María no llegó a tener nada", decía, Pero... ¡era la
voluntad de Dios! Mi padre murió dos años después de que yo me
graduara en la universidad y me ocupara de la pequeña fábrica. Realmente
ya no estaba muy vivo des» de que mi madre muriera.
Francis Stoddard miró sin ver la cortina azul. Había ido allí sólo porque
Agnes había insistido en que viniera. Había ido porque se negaba a
acudir a un sacerdote, o a hablar con él. La única vez que estuviera en
contacto con los sacerdotes, después de rechazar a Dios siendo aún un
muchacho, fue cuando se había casado con Agnes, cuando Pat había sido
bautizada y confirmada. ¡Los sacerdotes! ¿Qué sabían ellos de la amargura
de un hombre, de sus ansias, desesperación y terror, frente a frente con un
mundo peligroso y cruel? A excepción quizá del padre Nowaczysk, otro
polac de ojos trágicos, oriundo también del viejo país.
Él, Francis Stoddard, se negaba a recordar al viejo sacerdote que
enterrara a sus padres y a quien se había negado a escuchar, apartándose
desesperado y rencoroso.
Agnes había hablado de aquel "consolador". ¡Otro de los amigos de Job!
Un sacerdote. Otro que hablaría de "la voluntad de Dios". Otro que
insinuaría quizá, como habían insinuado los amigos de Job, que sus
aflicciones eran, en cierto modo, un castigo por sus pecados.
—¿Por qué fuiste tú a él, cariño? —le había preguntado a Agnes,
aterrorizado de que ella supiera la horrible verdad.
Su mujer le había sonreído tiernamente.
—Como no quieres escuchar al sacerdote de nuestra parroquia...
—¿Sobre qué? —había exclamado Frank, dominado por el horrible y
amargo terror.
—Bien... —le miraba negando la verdad que él temía que supiera,
aunque los doctores le habían asegurado que ella lo ignoraba—. Tú no
quieres hablar con él. Y pensé que podrías... ¿Por qué fui a él? Deseaba
pedirle... por ti, Frank.
—Y ¿qué te dijo?
Sus labios pálidos habían temblado.
—Todo —repuso.
—¿Le viste?
Había suspirado.
Si. Le vi. ¡Oh, sí!
Y ¿qué dijo ... sobre mi?
—Él... bien, él parecía querer hablar contigo... de muchas cosas. ¡Frank,
has sido desgraciado durante tanto tiempo! Frank, ve a él por mí. Por
darme gusto. No podría hablar con ella mucho más tiempo. Por darle
gusto, pues, había ido a aquel estúpido lugar y estaba ahora hablando al
hombre que astutamente se escondía tras aquella cortina azul —¡por el
amor de Dios!—, y hablando como jamás lo hiciera con nadie, a excepción
de Agnes. No conseguía entenderlo. Él era un hombre reticente, taciturno
como todos los polacos, reservado y orgulloso. No, no podía entenderlo.
Pero había empezado a hablar y a hablar... Además, era todo tan sereno
allí, tan blanco y azul, tan silencioso. Pero en el momento en que el
sacerdote de detrás de la cortina empezara con su santurrona homilía,
él, Frank Stoddard, nacido Stypcynzki, se reiría de él en sus nances y se
largaría. Se iría a casa con Agnes... ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
Gracias a su control, a su dominio propio, pudo volver la mente al
momento presente.
—¿Por qué ha de cambiar su apellido un hombre para ser aceptado
por personas que no son mejores que él, quizá ni siquiera tan buenas?
¿Por qué tiene que ser despreciado a causa de su raza o de su
acento... por ignorantes que apenas pueden hablar su propia lengua con
una sintaxis decente y con una comunicación correcta? ¿Por qué ha de
lamentar no haber nacido donde nacieron —¡santo cielo!— sus "pares"?
"Supongo que usted será un sacerdote americano, nacido en América.
¿Acaso se vio alguna vez despreciado por su familia, por su gente, usted que
probablemente sería más inteligente y más honrado y digno que sus
vecinos? ¿Sabe lo que es que se burlen de uno en la calle y le llamen
polac o polaski? ¿Tuvo que pensar dos veces antes de hablar para
que su acento no ofendiera a personas que no tienen ni la décima
parte del vocabulario que usted posee? ¿Vio alguna vez la burla en el
rostro de los imbéciles por su pronun ciación o por el acento del viejo
país cuando les habló? ¿Sabe lo que es trabajar entre bestias que
imitan bur lonamente tu modo de hablar, o que se apartan de ti, o te
tratan como si fueras un cerdo o un chacal? ¿Sabe lo que es la risa de
los animales? Pues es algo que hace que uno se sienta como un
animal también.
"Eso es sólo parte de la miseria que tuve que atra vesar cuando era
un niño en América. Una vez los gamberros rompieron las dos
ventanas de la pequeña casucha en que vivíamos y el dueño hizo
responsable a mi padre. Y él también era polaco. Y, a propósito,
¿ sabe lo que es que un miembro rico de su propio pue blo, de su
propia raza, imite el desprecio de los demás cuando habla con sus
padres o con uno? "Estúpido polaco." Ése era el más suave de los
epítetos, de perso nas que habían nacido allí... y, ¡maldita sea!, ¿no
somos todos europeos?
“Aunque viviéramos aquí durante veinte generacio nes. ¡Por lo
menos mi gente no fue deportada aquí desde las prisiones y los
burdeles británicos!
"¡Oh, Dios mío! Todo eso no importa ahora. Ni sé por qué lo he
mencionado ante usted, que de todas formas no lo comprenderá. Ni
siquiera cuando me gra dué en la universidad, ni siquiera cuando entré
en la pequeña fábrica de mi padre, ni siquiera cuando me casé con
una chica americana... conseguí tener con fianza en mí mismo. Seguía
siendo un extraño, y siem pre lo seré. La amargura es demasiado
profunda. Uno no olvida las cosas que ha sufrido de joven. Tus padres
te hablan de los grandes hombres de tu raza... pero ¿qué importa
eso entre gentes que ni siquiera conocen a los grandes hombres del
pasado de su propio país?
"Sí, eso es parte de toda la amargura que tuve que sufrir. Quizá yo
sea más sensible que la mayoría. No ignoro que casi se ha aceptado a mi
raza en Detroit y Chicago, hasta se nos han concedido unos cuantos alcaldes
allí, y congresistas, y un senador o dos. Pero todo el mundo lo comenta
siempre muy sorprendido y lo considera una excepción. ¡Por el amor de
Dios!
Bueno, no importa.
Pero su rostro demostraba que sí importaba, que jamás lo olvidaría. Sin
embargo aquello era sólo una llaga en la enorme herida abierta que era
ahora su corazón. Y la herida le estaba matando, a él, que jamás había sido
tan valiente, orgulloso, desafiante y fuerte durante tantísimos años. Llega
un momento en que el hombre piensa que ya es merecedor de algo de paz...
y entonces se la quitan.
No debería haberle hablado de Pat, pensó. Probablemente ahora se dirá
que, después de todo, eso fue hace doce años y que "el tiempo cura todas
las heridas". El tópico de siempre. El tiempo no cura. El hombre ha de
seguir adelante, pero marcha con muletas. Y esta vez ni siquiera seguiré
adelante...
—Ya le he dicho que fracasé en mi negocio. No importan los detalles.
Quizá traté de expandir el negocio con demasiada rapidez. De eso se
hablaba siempre en aquellos tiempos, de la expansión. Así llegué a tocar
fondo. Luego contraté buenos ingenieros. Mejoramos el limpiavidrios del
parabrisas, lo transformamos. Y me recuperé. Pero no quiero, ni puedo
olvidar a mis "consoladores" que encontraron en mi fracaso una especie
de vindicación de su propia virtud, de su propia agudeza. No importa.
La suave frescura de la habitación parecía impregnarle.
—Creo —dijo— que eso es todo. Prometí a mi esposa que le vería, que le
contaría algunos de mis malditos problemas. Eso es todo.
Pero no había hablado todavía de lo peor. Sólo había hablado de ello
con tres doctores y nadie más, por temor a que llegara a oídos de Agnes.
Ahora le pareció como si pudiera ver en realidad la herida que iba
extendiéndose, que sangraba en él. Hablar de ello sería revelarlo a aquel
hombre silencioso e indiferente tras la cortina. No mencionarlo en absoluto
lo hacía menos difícil de soportar. No hablar de ello impedía que Agnes lo
supiera. No hablar de ello impediría que aquel desconocido tratara de
impedir lo que él, Frank Stypscynzki, se proponía llevar a cabo esa noche,
mañana, o todo lo más durante el mes próximo. Sólo el pensar en ello era
como un alivio desesperado para él, como un prisionero condenado a muerte
en el cadalso dentro de ocho días y que se mata una noche para escapar a
sus ejecutores, a sus ceremoniosos y sádicos ejecutores. Morir en privado,
morir a solas, le permitía a un hombre conservar su dignidad. Todos sus
asuntos estaban en orden...
¿Lo están?
Casi saltó del sillón y su torturado corazón le golpeó en el pecho. Luego
se echó atrás. No había oído hablar al hombre. Era sólo su imaginación. Se
oyó a sí mismo diciendo apresuradamente, tartamudeando:
—Llega un momento en la vida de muchos hombres, como ahora en la
mía, en que uno no puede sencillamente seguir viviendo. Ya no se puede
soportar más. Es... es como una especie de horror. La mente... se niega
aceptar el hecho de que uno esté realmente vivo. Se niega a pensar en ello.
No lo acepta. Ya ha sufrido bastante. Lo ha perdido casi todo... y ahora se
enfrenta con perder lo último, y lo mejor. ¿Cómo es posible vivir?
"Agnes, perdóname, pero ¿cómo puedo vivir? ¿Cómo puedo vivir
mirándote y aguardando? Agnes, querida mía, mi amor, que tienes tanta fe
en un Dios que no existe. ¿Tendrías tanta fe si yo te dejara esperar? Pero yo
no puedo esperar. Se oyó, en su agonía, pronunciando las palabras que
había jurado no decir jamás, ni aquí ni en ninguna otra parte:
—Soy un asesino y suicida en potencia. No, no en potencia. Voy a matar
a mi esposa y a matarme después. Y muy pronto.
Escuchó su voz, su voz tranquila, indiferente, su voz de traidor. Se puso
en pie de un salto. ¡Aquel horrorizado oyente detrás de la cortina, que aún
no había hablado, llamaría a la policía! Haría que le vigilaran. Se lo diría a
Agnes. Haría que le arrestaran a él, por imbécil, por loco, y que lo metieran
en un manicomio... y Agnes moriría sola con toda la tortura de su
enfermedad, e impedirían que su marido se acercara a ella, el marido que se
había propuesto no dejarle conocer esa tortura, ni la suya propia. Entonces
ambos yacerían uno al lado de otro y junto a Pat, y toda la monstruosa
abominación de la vida estaría ya tras ellos para siempre, y sería casi tan
bueno como si nunca hubiera nacido. "En la tumba no hay recuerdos." No
recordar los terribles años de la juventud, las luchas de los años de
madurez, la horrible agonía de la pérdida, el término final del tormento...
sería casi tan bueno como si nunca hubiera sucedido.
Ahora se marcharía antes de que el hombre pudiera salir corriendo de su
escondite detrás de la cortina a llamar a los que insistirían en que Frank
Stypscynzki soportara hasta el final una vida que jamás debería haberse
vivido. Pero la cortina no se agitó, no hubo movimiento tras ella.
Probablemente aquel tipo inteligente aguardaba a que él revelara su
nombre.
"Pero yo te conozco."
—No —dijo Francis Stoddard—. Usted no me conoce. Hay media docena
de fabricantes semejantes a mí en esta ciudad. Además, no vivo aquí. Usted
no me conoce y yo no le conozco.
"Pero yo te conozco." Se llevó las manos a las sienes. "No, no", se
dijo. "No ha hablado nadie. Debo estar perdiendo la razón."
—No interfiera, en el nombre de Dios, si es que cree en Él. Lo único
que me ha mantenido vivo es Agnes. Llevamos casados treinta y dos
años. Yo no tenía a nadie antes de casarme con ella. Ni tengo a nadie
ahora. Jamás hallé la vida digna de vivirse excepto cuando me casé con
Agnes, y luego cuando nació Pat. Todos los años que trabajé... ahora
veo que no valían la pena de ser vividos. Todo era inútil, todo carecía
de significado. Tengo dinero y un buen negocio. ¿De qué me sirve
cuando Agnes se muere y nada puede salvarla? ¿Cómo vivir cuando ella
muera? Seguir trabajando, apilando el dinero, expandiendo... ¿para
qué? No lo necesito. No lo necesitaré cuando muera Agnes. No lo
quiero.]Tengo cincuenta y nueve anos, casi sesenta.
"Los doctores me han dicho que Agnes tiene un cáncer inoperable,
algo terrible que no se ha manifestado hasta ser demasiado tarde.
Nada pueden hacer por ella. En poco menos de un mes empezará a
sentir dolores. Pocas semanas después le resultará insoportable.
Entonces morirá sangrando, sufriendo, pidiendo a gritos que la maten.
Me rogará que la mate. Usted no sabe qué ojos tan maravillosos tiene,
qué ojos tan dulces. Serán como los ojos de un perro torturado...
¿Puede imaginarlo? Ni siquiera será ya Agnes. Será alguien distinto... un
ser pidiendo a gritos que lo maten, que acaben con sus sufrimientos.
"¿Cómo soportar eso? ¿Cómo puedo sentarme a su lado y verla
sufrir, borracha de drogas, medio muerta aun antes de estarlo del
todo? Cuando ella muera... ¿cómo podré vivir yo, y para qué?
No sabía cuan lastimosa era su voz, cuan destrozada y desesperada.
—No hubiera podido soportar todos estos años, después de la muerte de
Pat, de no ser por Agnes. Ella fue la que me mantuvo vivo. Agnes, que
jamás se quejaba ni se asustaba cuando el porvenir parecía tan negro hace
quince... hace doce años. No le importaba si nos veíamos reducidos a vivir
en una sola habitación, decía, mientras nos tuviéramos el uno al otro. Agnes
era capaz de reír incluso en los peores días, y cogerme de la mano y
mostrarse optimista pensando en el día de mañana. Ella... Agnes.. es toda
mi vida. no hubo nada antes de ella. No habrá nadad después de ella. Tenga
piedad de mi, pues, intente comprender, déjeme ir y olvídese de que estuve
aquí jamás...
Se movió hacía la cortina, extendiendo las manos como un mendigo.
¿No comprende? Se lo hemos ocultado todo a Agnes. Les obligué a
prometérmelo. No lo sabe. Y cuando yo... cuando haga lo que debo hacer...
no lo sabrá jamás, ni en esta vida ni en la otra. Jamás conocerá el dolor.
Hacía ya tres meses que el sol parecía haberse puesto para él, tres
meses que llevaba contando los días, cuyas noches no habían sido horas de
descanso a menos que se atiborrara de sedantes, cuyos días habían
carecido de luz, y de sonido de voces, sólo un maldito silencio, y todo había
sido como una horrible pesadilla de la que no podía despertar, y todo
cuanto se movía en el mundo en torno a él se había hecho irreal, una
sombra sin significado, y todos los momentos habían sido como la
renovación de una constante muerte. Hasta el olor, el gusto, la vista de la
vida era como de un cementerio lleno de muertos que se movían
espasmódicamente, carentes de volición. Había conocido la muerte en
aquellos tres meses en todo su cuerpo, en sus inquietos pensamientos, en
sus locuras repentinas, sus noches de terror, sus días ciegos, su anhelo de
creer en Dios para poder odiarle.
¿Qué te pasa cariño? le había preguntado Agnes con ansiedad.
Pareces enfermo. Apenas duermes por la noche.
Nada, nada había contestado. No debes preocuparte. Es que pasa
algo en la fábrica y...
Siempre pasa algo había dicho ella con una sonrisa, y lo has
superado docenas de veces. Bueno, quizá necesites un tónico. El que el
doctor me dio hace tres meses me ha ayudado mucho. Ya recordarás que
delgada me había quedado y que débil.
Pero ahora, día a día, enflaquecía y se cansaba más. Ahora le mentía par
que él no se preocupara por ella. Pronto empezaría el dolor, ese dolor
mortal e implacable que no mata, limpia y misericordiosamente, de una
vez. Pero él no deseaba que le ocurriera a ella.
“¿Quién te ha dado el poder de la vida o la muerte sobre otro, o sobre ti
mismo?”
en su angustia ya no se preguntó si había oído aquello o si sólo
imaginaba que lo oía. Dijo:
Yo me lo di, pues tengo el poder de la voluntad y la decisión, que se
reserva a un hombre y yo soy un hombre. No me hable de moralidad o
inmoralidad, de pecado o de castigo. No existen. Yo no elegí nacer. Pero
puedo elegir cuándo morir.
“Entonces Agnes debería tener el mismo derecho. Tu no deberías
tomártelo. Quizá ella prefiera vivir todo lo posible... contigo. ¿Cómo sabes
cuánto dolor podrá soportar esa mujer valiente y amorosa? ¿Es acaso un
animal sin inteligencia al que tienes derecho de exterminar? Ella jamás te lo
perdonaría.”
No lo sabrá nunca, porque en la tumba no hay recuerdos.
“¿Quién te lo ha dicho?”
Se puso en pie ante la cortina y alzó la mano como para golpearla en su
angustia.
Mi razón me lo dice.
“¿Y quién te ha dicho que tu esposa no sabe que pronto morirá?”
La terrible pregunta, o pensamiento, fue como una explosión de fuego
en su mente, un fuego ardiente y devorador.
—¡No lo sabe! Nadie se lo ha dicho. ¡Es imposible que lo sepa!
La blanca habitación estaba muy silenciosa. ¿Lo sabía Agnes? ¡No, no!
Pensó en ello frenéticamente. Empezó a recordar pequeños detalles que
apenas había observado en su momento. Agnes leyendo, luego dejando caer
el libro en el regazo y mirando al espacio con ojos muy quietos y soñadores.
Agnes cogiéndole la mano de pronto y sonriendo como si le pidiera algo. Él
pensaba que estaba tratando de "animarle" para algún problema "de la
fábrica". Agnes arrodillándose junto al lecho no sólo antes de acostarse,
sino a veces en las oscuras horas de la madrugada. Él pensaba que rezaba
como suelen hacer las mujeres maduras en las noches de insomnio...
recordaba eso mismo de su madre. Agnes quejándose silenciosa de pronto y
mirándole, y, a pesar de su sonrisa, sus ojos se llenaban de lágrimas. Él
había pensado que recordaba a Pat. Agnes paseándose sola por el amado
jardín, sin pedirle que la acompañara como hacía generalmente, e
inclinándose a tocar una flor o alzando la cabeza para estudiar el cielo de la
tarde, perdida en pensamientos desconocidos para él. Agnes levantada al
amanecer y de pie en el césped viendo salir el sol en el cielo gris azulado
de la mañana. Agnes durmiera do con el rosario entrelazado en sus dedos.
Agnes exclamando de pronto: "Qué mundo tan hermoso! ¡Debe ser un
reflejo del cielo!" Él había sonreído con indulgencia al oírla, pues no había
nada más que este mundo.
Y todo esto había comenzado apenas hacía tres meses. Alguien le había
traicionado, alguno de aquellos embusteros doctores...
"El alma lo sabe."
¡No existe el alma! —exclamó, dominado por el
terror y el sufrimiento.
Le sobrecogió un horrible pensamiento. ¿Sería posible que Agnes lo
supiera y no quisiera amargarle permitiéndole saber que no lo ignoraba?
¿Quería que él creyera que no sabía el horror que la estaba matando?
¿Cómo explicar, si no, tantas cosas que le habían desconcertado? ¿Que le
mirara con piedad y ternura? ¿Que su boca temblara con palabras
reprimidas? ¿Y sus incesantes sugerencias de la bondad de Dios, de la
voluntad de Dios? ¿Y su ansiedad por él? ¿Y su insistencia de que asistiera a
misa con ella. (Él siempre se había negado, aunque amablemente.) ¿Y los
besos tímidos y repentinos, el modo de abrazarse a él? ¿Y las manos en sus
mejillas, acariciándole con urgencia, como si estuviera tratando de
comunicarle con su carne las palabras que no se atrevía a decir?
—¡Oh, no! —gimió—. Puedo soportarlo casi todo
menos que Agnes lo sepa.
Si lo sabía, entonces era posible que ya sufriera intensos dolores y no se lo
hubiera dicho porque, claro, no quería angustiarle. ¡Qué sola debía
sentirse... si lo sabía! Y entonces le acometió el devastador pensamiento de
que estaba privando a Agnes de su último consuelo, de la total comunicación
con su marido, una larga y amorosa despedida, una esperanza final. Él sólo
había pensado en la terrible desolación de su propia vida cuando ella
muriera, el camino pedregoso, las horas, las semanas, los días sin luz, los
años sin significado que tendría que recorrer solo...
"Sólo pensabas en ti mismo."
"Sí —se dijo con la vieja angustia de siempre—. Ni siquiera fue el dolor
de Agnes el que me destrozaba cuando murió Pat. Sólo mi propio dolor." Sin
embargo, ella era la madre de Pat. Él había creído que la fortaleza de Agnes
se debía a la locura de la fe; había pensado que ella, Dios le perdonara, era
menos sensible que él. Cuando después su esposa hablaba de Pat
con cariño y serenidad, había pasado por momentos de furiosa amargura
creyendo que ella había amado a la niña menos que él, y había
experimentado cierto resentimiento. ¿Era posible que Agnes creyera real-
mente que Pat estaba aún cerca de ellos, y segura con Dios, y que su
marido necesitaba el consuelo de su esposa y no sus lágrimas? Sí, era más
que posible. Era cierto. No lo dudaba, ni lo discutía ahora. Era muy cierto.

Entonces, le había privado de consuelo después de la muerte de Pat. Y


la estaba privando ahora del último consuelo de su vida con su silencio.
¿Qué pensaría Agnes de él, un hombre sin fortaleza, sin fe, sin valor?
Estaba seguro de que ella no le despreciaba. Quería ayudarle como una
madre ayuda a su hijo. Pero era una mujer, y necesitaba a su marido.
Recorría sola las ultimas jornadas de su vida y en silencio, porque él
había creído que así la cuidaba mejor. Pero en el matrimonio no debe haber
secretos; el marido y la mujer son uno y deben compartirlo todo, la vida y
la muerte, la esperanza y el dolor, la reunión y la separación. Había
condenado a Agnes a morir sola. Tanto si él elegía la hora de su muerte
como si al fin moría de su enfermedad, estaría sola, entraría en la
oscuridad sin la última amorosa seguridad y fe. Para una mujer como
Agnes, eso era peor que cualquier sufrimiento físico. Estar sola.
—Yo pensé —dijo en voz alta, en la profundidad de su nueva humildad
y desesperación— que únicamente era yo el que marchaba solo,
soportándolo todo. Y, en estos treinta y dos años, Agnes ha estado sola
también, porque yo nunca le pedí que caminara conmigo. Yo sólo estaba
tratando de evitarle un sufrimiento.
Sin embargo, nada le había evitado. Y Agnes había sufrido además el
añadido tormento de guardar silenció ante un hombre que no le hablaba...
por su terco amor y orgullo.
__Que Dios me perdone —dijo en la habitación
blanca y azul. Comprendía ahora por qué Agnes había ido allí. Había sido
por él, porque no quería hablar con el sacerdote de la parroquia. Había ido
en busca del valor y esperanza que su marido le negaba. Porque 1 le había
negado una parte necesaria de la vida: el olor, la lucha, la desesperación. Se
había creído único entre los hombres por la desgracia. ¿Qué sabía realmente
él de las angustias particulares de sus amigos y vecinos, a despecho de sus
sonrisas y su conversación casual? Les había juzgado únicamente por su
aspecto. Y ahora comprendía que todos los hombres son uno, y sufren lo
mismo en diversos grados. Y los que sufrían muy poco... ¿qué sabían de la
vida, de la victoria y la exultación, de una alegría extraordinaria y del
vencimiento triunfante? Ellos eran los verdaderamente pobres.
—He vivido una vida egoísta —dijo al hombre tras la cortina—. He vivido
amargamente, tercamente. Jamás permití que una herida se curara por sí
misma. La mantuve sangrante. Soy un cobarde
En una ocasión Agnes le había dicho, después de un cínico estallido por
su parte a propósito de la religión:
—Yo sé que mi Redentor vive.
Él se había reído y le había dado unos golpecitos en la mano, al modo
que un padre acaricia a un niño que afirma apasionadamente su fe en un
lindo cuento de hadas. ¡La fe de las mujeres! Que las pobrecitas la
disfrutaran, si con eso alimentaban sus sueños y fantasías. Ellas no sabían
nada de la realidad.
—Yo era el que no sabía nada de la realidad —dijo—. Ahora sé que
yo creía durante todos estos años. Y pensé que... matando a Agnes y
suicidándome, me vengaría al fin de Dios. Arrojaría nuestras vidas a su
rostro y le defraudaría. Todos los hombres nacen con fe; es parte de
nuestra naturaleza. Cuando la rechazamos realmente rechazamos lo que
somos. Insistimos con petulancia infantil, en que no somos hombres, sólo
animales. Estamos tratando de provocar a Dios...
toda su vida pasó ante él, el hambre el frío, la rabia, la lucha, la
impotencia, el ansia, el dolor, la desesperación; ahora la vio como una vida
rica, por la que debía sentirse agradecido y feliz... pues se le había dado la
fuerza necesaria para vencer a la desgracia. Los que jamás conocían la
batalla, jamás conocían la victoria. ¡Qué vida tan vacía!
Que Dios me perdone rogó. Apretó el botón junto a la cortina.
Padre bendígame porque he pecado.
Las cortinas se separaron y vio al hombre que le había escuchado tan
pacientemente. No se sintió sorprendido ni asustado. Sólo se arrodilló y
unió sus manos, y por primera vez en muchos años se santiguó e inclinó la
cabeza
Sí, tú me das el valor para seguir, como siempre lo hiciste dijo
mentalmente a aquel hombre. Nunca me abandonaste. Yo fui el que te
abandonó, en mi resentimiento infantil. Tu me lo perdonaras todo.
“Ahora puedo volver a casa y a Agnes y decirle que lo sé. Puedo darle
el consuelo que jamás le di antes. Ya no estará sola. Va a ser terrible para
mi cuando ella sufra, pero estaré allí para ayudarla a soportarlo. Trataré de
tern su propia fe y su valor. No será fácil. Los hombres no se transforman
en un instante. Pero, con tu ayuda, perseveraré. Incluso podré vivir con
cierta serenidad cuando Agnes se vaya...contigo. Con tu ayuda.
“Pero tu tendrás que decirme una y otra vez que la separación no será
para siempre. Tu me dirás, como mi esposa trató de decirme, que mi
Redentor vive.
Cuando salió a la luz del sol otoñal, quedó anonadado. Ni siquiera se
había percatado de que el verano había terminado ya. Vio los árboles
brillantes, aquellos tonos cobrizos bajo el sol, y la vida entró en sus oídos, y
los hombres y mujeres de la calle ya no le parecieron seres sin vida. Eran
humanos de nuevo, parte de sí mismo, y se preguntó con humildad cuántos
de ellos serían valientes y ocultarían la angustia, la derrota y el dolor bajo
un aire enérgico y de seguridad, y cuántos sabrían que algunos de sus seres
amados estaban a punto de morir, o incluso ellos mismos...
Si podían soportarlo... si un hombre podía seguir viviendo con aquel
horrible conocimiento de sí mismo... entonces él, Francis Stoddard, lo
soportaría también.
Y el hombre que le había escuchado... también había sido un extraño en
tierra extraña, con un acento que invitaba al ridículo. Se habían burlado de
él, le habían despreciado. La multitud se había apartado de él. Había
conocido la pérdida total, el dolor y lo que a muchos parecía la última
derrota y humillación. Había conocido todo lo que los hombres han conocido
y conocerán en la vida. Y de su derrota había venido la victoria... de su
muerte la vida. Sobre todas las cosas había sido valiente, y había
perdonado.
"Pat no está perdida para mí —pensó Francis Stoddard caminando de
nuevo bajo el sol—. Y ¿quién sabe? Quizás, al morir tan joven, no tuvo que
sufrir todo lo que yo he sufrido, todo lo que su madre ha sufrido. Si es cierto
que no alcanzó su total realización, tampoco fue nunca traicionada, ni
experimentó el dolor. ¿Qué me dijo Agnes en una ocasión? Que esta vida es
sólo como la obertura a la verdadera vida, que su mejor sonido y armonía no
son de este mundo. Pero, obertura o no, la música es muy hermosa, aunque
en ocasiones terrible. No, no estoy reconciliado con la idea. ¿Cómo podría
estarlo? Pero al menos no me siento desesperado ahora. Soy un hombre
completo como nunca antes lo fui. Pues en realidad mi Redentor vive y,
porque Él vive, todo lo que yo amo vivirá, y volveré a estar con ellas y
esta vez no habrá separación. Había pensado ir directamente a casa. Pero
subió a su coche y fue en él a la rectoría del sacerdote.
ALMA CUARTA
EL DESTERRADO

—¿No soy un hombre, como tú eres un hombre? ¿Por qué me


niegas mi manifiesta humanidad? SÉNECA. "Ensayo sobre la
humanidad"
ALMA CUARTA

Suponía que se habían ofendido cuando se marchara de la mesa el


almuerzo tan bruscamente. Había terminado su conferencia con una nota de
desesperación, pero ellos no habían escuchado esa nota. De eso estaba
seguro. Jamás oían nada más que el aplauso de su propia satisfacción y el
aplauso de sus colegas por su “tolerancia” y “liberalismo”. Cuando él había
citado a Séneca preguntando: “¿No soy un hombre, como tú eres un
hombre?”, se habían limitado a asentir solemnemente mirándose unos a
otros con grave asentimiento. Pero seguían ignorando lo que él quería decir.
Y él había citado aquella frase por ellos. No lo habían sabido, o eran
demasiado estúpidos, o estaban demasiado satisfechos de sí mismos para
saberlo. Habían estado aplaudiéndose a sí mismos, como de costumbre.
¡Ególatras! ¡Mezquinos embusteros! Él, Paul Winsor, prefería a los que le
despreciaban abiertamente que a los que le “amaban”. Los que le
despreciaban eran al menos honestos, podía hablar con ellos y convencerles
en ocasiones. Pero los embusteros aduladores eran un peligro mucho mayor
para él, y para todo lo que él era. Provocaban al violento que no puede
soportar la hipocresía, y él no podía soportarla. Que un hombre le odiara;
entonces había posibilidad de conciliación. Pero no podía haber
reconciliación con los que le "amaban", con los que perversamente ; insistían
en amarle a su propio modo... un modo que le daba asco, que le hacía
sentirse tan consciente de sí mismo. Y avergonzado, con una vergüenza que
nadie debería hacer sentir a ningún hombre. Había ocasiones en que ellos le
ponían la mano en el hombro y se sentía ultrajado. ¿Cómo se atrevían a
tocarle como tocarían a un perro al que no comprendían pero que deseaban
aplacar, o peor aún, deseaban seducir con un falso afecto? ¿Serían tan
condescendientes con uno de los suyos? ¿Violarían la reticencia con los de su
clase, como la violaban con él?
"¿No soy un hombre como tú eres un hombre?" ¡Ja! ¿Acaso era pedir
demasiado el desear que los seres humanos le trataran solamente como un
hombre, no con furioso odio y asco, ni con falso "amor"? Cualquiera de las
dos cosas era un insulto a la humanidad de un hombre, pero esto último
era lo peor, lo peor de todo con mucho.
Paul Winsor, Summa cum laude, Harvard, y la Administración de la
Escuela Comercial de Harvard. Hombre de negocios que, a los treinta y ocho
años, valía medio millón de dólares, cada dólar ganado con sudor y sangre.
Cinco pequeñas fábricas que empleaban a cien personas, más en plena
temporada. Una linda esposa, Kathleen, ejecutivo de su compañía. Dos
maravillosos hijos, Timothy y Ailsa. Orgullosos de él, orgullosos de sí mismos.
Ellos no sabían cuánto se despreciaba él en ocasiones, ni que hubiera algo
que despreciar en él, excepto lo que respondía a la actitud de los otros,
especialmente los más patrocinadores. A partir de hoy debía apartarse de
ellos y permanecer entre su propia comunidad, donde al menos era
respetado como un hombre de negocios inteligente y próspero, y no como
un "problema", o una "causa nacional".' Estaba en el Consejo de la Escuela
también, y en el Consejo de su Iglesia, y era el encargado de recoger dinero
para las obras de caridad. Y pertenecía asimismo a los Rotarios. (Eso había
desconcertado a algunos de los Rotarios importantes en el almuerzo de
hoy. Podía verles tratando de discurrir furiosamente alguna salida,
intentando mostrarse complacidos. Tan forzadamente lo intentaban que no
se les veía complacidos en absoluto.) Su nombre figuraba en el Quién es
Quién de América por su invento de la máquina que hiciera posible su
negocio. El año anterior, la compañía de la que era presidente había
ganado casi dos millones de dólares. Todo un logro para el hijo de un pobre
ministro.
Sólo el único judío del grupo de invitados le había mirado con amarga
comprensión cuando él preguntara "¿No soy un hombre, como tú eres un
hombre?" Sólo el judío no había asentido con ojos solemnes, la boca torcida
hacia abajo y aire de mansedumbre. El judío había sonreído débilmente, y
también con cierto sarcasmo. Paul Winsor se arrepentía ahora de haberse
marchado tan bruscamente después del almuerzo en el hotel; quizás
hubiera podido tener una conversación irónica y confidencial con el judío. Y
probablemente, lo mejor de todo, alguna amarga risa entre miradas de
complicidad. También había habido allí otro que quizá hubiera tenido algo
que decir en privado: un viejo sacerdote irlandés con un acento que
cortaba como un cuchillo. Había pronunciado la oración inicial. Los
miembros del Club del Almuerzo eran muy tolerantes. Traían a un clérigo de
distinta fe para cada almuerzo. El sacerdote, un hombre viejo, grande y
rudo, con rostro de luchador y ojos de místico, tampoco se había sentido
demasiado cómodo. Ante la pregunta de Paul había fruncido el ceño, como
si la frase fuera un desafío y el sacerdote creyera que, en aquel caso, no
debía haber un desafío en absoluto. Pero lo había.
Justo antes del almuerzo se había asomado a la ventana y había visto, en
medio de aquel congestionado vecindario, varios acres verdes de césped
maravillosamente cuidado, a la sombra de unos árboles en sus gloriosos
colores otoñales, dorado, castaño, rojo fiero, pálido amarillo. Un parque
encantador. Había distinguido caminos serpenteantes de fina grava, y grutas,
y bancos de mármol repartidos aquí y allá, y una fuente o dos de agua
saltarina. En el mismo centro, en una pequeña colina se alzaba un
magnífico edificio blanco, bajo y alargado, como un templo griego. Había
preguntado a otro individuo qué era aquello. "¡Oh!", había contestado éste
con despectiva indulgencia, "lo llaman santuario. Una especie de capilla o
ermita, construida por un viejo abogado fanático de antes de mi época.
Creo que mi padre le conoció. Yo nunca le he visto de cerca. Es una especie
de vergüenza para la ciudad, aunque se supone que es algo religioso. Resulta
sorprendente que el clero no ponga objeciones. Podría preguntar al
sacerdote que estará en el almuerzo hoy, ¿cómo se llama?... No lo sé.
Siempre traemos un clérigo distinto. Quizás él pueda decírselo".
Paul había interrogado al sacerdote justo antes del almuerzo. El viejo
le había mirado con sus ojos grises, pequeños, pero muy brillantes. Pareció
vacilar. Al fin había dicho: "No es una ermita, ni una capilla. Nuestra ciudad
se enorgullece de él. Hay unas palabras doradas, en arco sobre la entrada.
EL HOMBRE QUE ESCUCHA. Se alza ahí desde hace muchos años, incluso antes
de que yo viniera a esta ciudad. Creo que hay... un hombre... que escucha a
la gente, sus problemas, sus preocupaciones. A los desarraigados, también
a los que tienen miedo. Gentes que viven fuera de la religión organizada,
algunos de ellos. Muchos han venido a mí después de visitar el santuario." De
nuevo había vacilado. "Algunos habían estado a punto de suicidarse. Él... el
que está ahí... les había ayudado. Luego habían acudido a mí, o a otro
clérigo." El sacerdote se alejó.
El hombre que. escucha. ¿Quién escuchaba en estos tiempos, en
estos días ruidosos, satisfechos, prósperos, opulentos, dinámicos? Todo
el mundo hablaba ruidosamente, pero nadie escuchaba a nadie/ Paul
Winsor se sentía intrigado. Había seguido mirando hacia el santuario
hasta que llegó la hora del almuerzo. El hombre que escucha. ¿Un
clérigo, un doctor, un psiquiatra? Debe ser un tipo raro en realidad, si
puede dejar de hablar el tiempo suficiente para escuchar a alguien.
Porque en estos tiempos nadie escucha a nadie, sino a sí mismo.
Paul se había olvidado por completo del santuario cuando empezó el
almuerzo. Se había sentado a la derecha del presidente, un hombrecito
delgado, huesudo, con ojos fríos y acuosos, una boca viciosa, modales
impecables, mirada alerta, cabeza gris y voz aguda y penetrante. Un
caballero muy cortés en todos los aspectos. Paul era el orador del mes.
Su tema había sido "Los problemas del hombre de negocios en una
economía controlada". El presidente había dicho:
—Sí, eso es muy importante, teniendo en cuenta la burocracia de
Washington. Pero, y espero que no se sienta ofendida por ello, nos ha
decepcionado un poco su elección del tema, pues habíamos confiado en
que nos daría una charla sobre la intolerancia racial y los derechos
civiles. Desde su punto de vista, naturalmente.
Paul había fruncido el ceño:
—¿Mi punto de vista? Es un punto de vista humano, eso es todo, con
un amplio marco de opiniones diferentes. ¿Por qué mi punto de vista ha
de ser distinto del de los demás?

El presidente le había mirado con asombro:

—Usted es de Georgia, ¿no?

—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la
frente le ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como
de color, por supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy
poco.

Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le
habían devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se
enfrentaran en mortal combate.

Había continuado amargamente:


Hasta que los agitadores profesionales trataron, de arruinarlo todo.
Gentes que tienen su propia misión siniestra.
El presidente había dicho, con hielo en la voz:
—Yo no la llamaría siniestra. Permítame un consejo: No se meta con
eso en su conferencia. Limítese a su guión —y la sonrisa que acompañó
a sus palabras había sido sencillamente malévola.
Pero Paul, sintiéndose enojado como pocas veces en su vida, no se había
limitado al guión, y había iniciado la conferencia con las palabras de Séneca
dirigiéndose a todos aquellos defensores del amor fraternal: "¿No soy un
hombre, como tú eres un hombre! ¿Por qué me niegas mi manifiesta
humanidad?
Hacía la mitad de su apasionada y furiosa disertación era ya obvio
que sólo el judío, y probablemente el sacerdote, habían absorbido
realmente lo que les había estado diciendo. Los otros, como de
costumbre, habían ido reinterpretando rápidamente sus palabras
mientras él hablaba para adecuarlas a sus propios prejuicios, ideas y
convicciones... ¡sus mentirosas, hipócritas y egoístas convicciones! Sus
astutas convicciones. Ni siquiera le habían oído porque estaban muy
ocupados tratando de adaptar sus palabras a su propio y férreo marco de
referencia, para poderlo digerir y aceptar personalmente en el contexto
de sus creencias adquiridas, tan populares en estos días y tan ensalzadas
en los periódicos y revistas más "liberales".
¿Qué le había dicho su padre en una ocasión?:
"No hay nada que resulte tan odioso como ver su hipocresía
públicamente denunciada, o denunciada incluso sólo ante sí mismo.
Evita a los hipócritas, Paul. Te sacarán los ojos y el hígado sino, andas
con cuidado"
Algunos hombres, en aquel almuerzo, habían comprendido al fin lo que él
quería decir. Y le habían mirado con odio, el odio del fariseo que intentaba
ocultar su fariseísmo bajo el espejuelo del amor fraternal y la igualdad.
Pero los otros que habían asentido solemnemente..., ¡malditos sean!, no le
habían comprendido en absoluto. Eso aún le resultaba peor que lo de los
fariseos.
No había habido solicitud de coloquio. Incluso los idiotas habían
comprendido con cierta inquietud que las respuestas podían ser
demoledoras. Por tanto él se había separado de ellos con una vaga excusa.
Probablemente aún estarían esperando que volviera del lavabo de
caballeros.
Pero allí estaba, caminando lentamente por un sendero de grava hacia
el santuario. El hombre que escucha. Otro hipócrita de charla dulzona y
vacía, de dulces palabras de consuelo y vagas respuestas: "Hijo mío,
entiendo tu problema y lo lamento. Pero recuerda. Todos somos uno en
Dios."
"Con que sí, ¿eh?", se dijo Paul, odiando ya al hombre que escuchaba. Si
eso es verdad, entonces hay algo que va terriblemente mal. Con seguridad
que Dios prefería a sus santos —si es que había Dios, después de todo—, a
monstruos en forma humana, sin importar la raza o el color, o la religión.
Con seguridad que Dios, aunque su padre había dicho que Dios no era un
aceptador de personas, sentía un amor es-
pedal por aquellos que le servían con generosidad y esperanza. ¡Con
seguridad que Él no habría mirado a Hitler o a Stalin o a Khrushchev con el
mismo amor con que miraba a los hombres sanos y justos!
¡Sin duda que Dios habría mirado a un hipócrita con odio! Sí, Él les había
dicho con ira y repulsa: "Mentirosos, hipócritas". O al menos su padre se lo
había dicho, cuando les leía la Biblia a sus hijos cada noche.
Paul quedó ahora en pie ante las puertas de bronce del santuario.
—Hola, hipócrita —dijo—. Te conozco, a ti y a toda la especie de
clérigos. Me darás amor instantáneo y comprensión para acabar, como casi
todo el mundo, demostrando odio y animosidad. Me ofrecerás los mismos
tópicos antiguos y repugnantes, la misma vieja jerga liberal. No me mirarás
como a hombre, sino sólo como un problema. Y arrojarás tu aceite
aromático sobre mí hasta que...
Abrió de par en par la puerta. Un viejo con un bastón entre las manos
era el único presente en la sala de espera, un viejo con gafas oscuras,
hundido en la tristeza. La hermosa sala de espera resultaba fresca y
acogedora, en contraste con el cálido día otoñal del exterior. Paul se sentó
a distancia del viejo, pero éste le miró a través de sus gafas de sol. Paul se
enderezó. Sabía que era un hombre joven, alto, delgado, de buen aspecto, de
rostro erudito aunque fuera de hombre de negocios. Pero eso no contaba.
Nunca contaba. El viejo dijo:
—Espero que él pueda ayudarme. ¿Cree que lo hará? —su vieja voz
temblaba.
Paul quedó sorprendido. Esperaba una observación (siempre escuchaba
alguna observación), pero no aquella. Sintió un estallido de gratitud y
contestó:
—Espero que sí.
Hizo una pausa. Luego añadió:
—Por eso estoy yo aquí también —quedó sorprendido ante sus propias
palabras.
El viejo inclinó la cabeza.
—Todos tenemos nuestros problemas —dijo.
"Una observación carente de toda originalidad", pensó Paul.
—Ahora bien, mi problema —siguió el viejo— es que estoy casi ciego. Voy
a perder incluso la poca vista que me queda, según dicen los médicos.
¿Cómo podré soportar el quedarme ciego?
"De modo —pensó Paul—, que ésta es la respues-ta. Ni siquiera me ve."
—Puede haber ceguera de la mente, aparte de la del cuerpo. ;Cuál es
la peor?
El viejo le sonrió amablemente.
—Ya comprendo. Puedo verle, ¿sabe? Aún no he perdido la vista del todo.
Y creo que sé por qué está aquí. No importa. No me parece justo interferir
en los problemas de los demás. Eso es lo que hace todo el mundo en estos
tiempos. No hay forma de que le dejen a uno solo.
Paul no era un hombre emocional. Había heredado una serena reticencia
de sus antepasados ingleses, una helada independencia, un cortés
distanciamiento. (Uno de sus antepasados había luchado con George
Washington, y fue más tarde Secretario del Tesoro.) Pero se sintió
profundamente conmovido ante las palabras del viejo. Ésa era la misma
raíz del problema. "En estos tiempos no le dejan a uno solo." Interferían,
hundían sus dedos descarados en las úlceras más sensibles del espíritu que
sufre todo hombre; curioseaban y curioseaban, exigían, con insistencia
grosera, que uno les contara sus pensamientos más secretos. Se sentían
insultados si uno se reservaba las cosas para sí e insistía en su
aislamiento. Todo el mundo debía compartir en estos días. Había que
exponer indecentemente toda intimidad a los ojos más desvergonzados.
Había que ser acogedor y extrovertido. Especialmente si uno era como
Paul Winsor.
El viejo seguía hablando:
—Verá, soy un artista. Yo creo, si se puede llamar así, modelos para
alfombras y tapices. ¿No es eso ser artista, en su opinión? Pero he ganado
mucho dinero, de modo que no tengo que preocuparme por verme en la
miseria y sometido a todos esos que tanto se ocupan en amar a todo el
mundo, los asistentes sociales. Lo que me molesta es que ya no podré ver
el color del mundo, ni sus formas. Cada mañana —confesó con hermosa
sinceridad— contemplo el amanecer. Una mañana vi surgir el sol, en
invierno, contra un cielo frío y oscuro. Una corona de fuego escarlata, una
auténtica corona, como la de Titán. Era... bueno, era la corona de Dios
sobre la completa oscuridad. Y, por primera vez en mi vida, dije al verlo:
"¡Buenos días, Padre!" No soy un hombre religioso. Sinceramente, soy
agnóstico, siempre lo fui. Pero algo me sucedió entonces, cuando vi aquella
corona escarlata de fuego. Creo que empecé a creer. Me sentí
completamente feliz por primera vez en toda mi larga vida. Y ahora, con
toda seguridad, voy a quedar ciego y ya no veré nada más.
Paul no recordaba la última vez que había sentido
acudir las lágrimas a sus ojos. Se alegró de que quizás
el viejo no las viera. ¿Qué podía decir? ¿Qué era su
problema comparado con éste, un hombre que amaba
el color y las formas y que jamás los vería de nuevo?
¿Qué podía decirle?
—Me avergüenzo de mí mismo -—fue lo único que se le ocurrió.
¡Qué cosa tan ridícula! Pero el viejo asintió gravemente:
—Supongo que todos podríamos decir eso, si fuéramos honestos.
Sonó una campana. El viejo empezó a levantarse.
luego vaciló. Paul acudió a él inmediatamente, le ayudó y le puso el bastón
en la mano.
—Gracias —dijo el otro—. Aunque no me gusta que me ayuden. Y
supongo que nunca me gustará.
—Miró a Paul con ojos agudos—. Ni a usted tampoco. Pero ¿qué importa?
Voy a entrar allí para preguntar a ese hombre cómo podré vivir cuando
quede ciego. ¿No cree que un hombre como yo debería elegir la hora de
su muerte en vez de aguardar sin esperanza?
Paul se había hecho la misma pregunta mil veces con amargura y cólera.
—No lo creo —dijo, sin embargo—. Si hay alguna razón en el universo,
entonces tenemos una razón para estar aquí.
"Embustero, hipócrita —se dijo a sí mismo—. Sólo estás echando sobre él
el mismo ungüento que han arrojado sobre ti."
El viejo se rió brevemente y agitó la cabeza. Pero no puso objeciones
cuando Paul le dirigió hacia la puerta de la otra habitación.
—Buena suerte —dijo a Paul, y sin saber por qué éste se acordó de la
irónica sonrisa del judío en el almuerzo. La puerta se cerró tras el viejo y
Paul se sentó de nuevo. Experimentaba ahora una curiosa agitación, una
agitación sin nombre, una turbación del espíritu con la que no estaba
familiarizado. Como hombre controlado, como caballero, se sintió enojado.
Cogió una revista y empezó a leer. Pero todo lo que conseguía ver impreso
en la página eran las palabras del viejo: "En estos tiempos no le dejan a uno
solo." ¡Oh, malditos, malditos]
Tras un rato la campana sonó suavemente y Paul alzó la vista de su
ensimismada contemplación del suelo. Se levantó y fue a la puerta del
fondo. Se detuvo, vacilante, con la mano en el tirador. ¡Qué estupidez todo
esto! Se preguntó qué palabras de consuelo habrían ido a caer sobre la
trágica cabeza de aquel viejo.
¿Habrían sido tan pobres que ya se había ido a su casa a matarse por puro
disgusto, o se hallaría ahora más sereno? Pero, vamos a ver, ¿para qué
había venido el mismo Paul Winsor? Soltó el tirador de la puerta y casi
giró en redondo. La campana sonó de nuevo como una voz, de modo que
abrió la puerta y entró en la habitación.
No había señales del viejo. No había allí más que blancas paredes de
mármol, un sillón también de mármol, blanco, y una alcoba cubierta con
cortinas. Muy teatral. Fue hasta el sillón y quedó en pie tras él, sus
manos sobre el respaldo. Miró la cortina azul.
—Buenas tardes —dijo con su suave acento meridional.
Nadie contestó. Las cortinas no se agitaron. El blanco silencio de los
muros y el techo le rodeaban. ¿Es que el ministro, o el psiquiatra, se había
tomado un descanso para beberse una taza de café, o quizás una copa a fin
de recuperarse de todas las tonterías que habría dicho al viejo? Bueno, era
comprensible. Y humano. Por muy hipócrita que fuera un hombre habla
fomentos en que tenía como una revelación de sí mismo y le dominaba el
asco. O traducía el odio hacia sí mismo en odio hacia los demás. Paul
meditó en el incontable número de hombres que se habían odiado a sí
mismos en él.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
¿Había escuchado un susurro o era sólo el murmullo del acondicionador
de aire? Pero inmediatamente sintió que un hombre aguardaba allí, tras la
cortina. Entonces continuó:
—Soy forastero en esta ciudad y, lo siento, pero no voy a decirle mi
nombre, ni en realidad voy a hablarle mucho acerca de mí. A propósito,
¿puede verme?
Nadie le contestó realmente, pero en su interior pareció que sonaba una
voz, una voz varonil, infinita- mente amable y grave, que decía: "Sí,
pequeño". Ridículo. Sólo se trataba de su imaginación. Kathleen le decía
constantemente que tenía demasiada imaginación. Pero Paul, aunque había
anticipado una respuesta afirmativa, a pesar de la pesadez de las cortinas
que lo ocultaban todo, había imaginado de antemano un patrocinador: "Sí,
hijo", o lo que era aún peor: "Sí, muchacho".
Pero nunca "pequeño". Sólo sus padres le habían llamado así en tono
cariñoso, o cuando le reñían, o cuando se impacientaban con él. "Pequeño".
Un niño pequeño es algo universal, que sufría dolor y ultraje. El ultraje. Eso
era peor que el sufrimiento. De cualquier modo siempre era peor que el
dolor, una ofensa a lo que uno realmente era.
—Mi problema —dijo Paul sintiéndose a la vez estúpido al hablar de aquel
modo formal— no es realmente nada comparado con el de ese viejo, el
que acaba de salir. Espero que pudiera consolarle.
Sintió una afirmación y una ternura. ¡Oh, aquella imaginación suya!
Dejó el respaldo del sillón, pasó ante él y se sentó. Colocó sus manos,
hermosamente formadas, sobre sus rodillas como si estuviera a punto de
dirigirse a su cámara de directores y, mientras tanto, evitara los ojos
divertidos de Kathleen.
—Verá —dijo con aire pedante, escuchando sus palabras mesuradas y
creyendo ver la mirada burlona de su esposa—, nadie me trata como
hombre estos días. En tiempos, algunos lo hicieron. Pero ya no. Ahora
me miran con odio, o con su infernal "amor". Yo creo que prefiero el odio.
Al menos es honrado, y en ocasiones puedo vencerlo. Cuando yo era más
joven y estaba en el colegio, mis profesores me trataban como a todos los
demás. Si fallaba en alguna prueba me reñían. Si pasaba otras, y a la
cabeza de la clase, me felicitaban. Estaba en el equipo de la escuela
superior en Georgia, en atletismo, y, si actuaba bien, pues de acuerdo, era
bueno. Si actuaba mal, entonces me maldecían en términos muy claros.
"Ahora todo ha cambiado. Voy al norte, y cualquier estúpida
observación que salga de mis labios —y yo no soy aficionado a las
observaciones estúpidas, puede creerme— es recibida como si fuera la
Sagrada Escritura. Pero no es eso lo que quería decirle.
Se detuvo, miró la cortina, sin advertir la profunda desesperación en
sus ojos.
—¡Soy un hombre! Es cierto que soy hombre de negocios y que tengo
éxito. ¡Pero soy hombre por derecho propio! Eso es lo que se me niega en
estos tiempos. No soy sólo un hombre de negocios. Ésa es mi vocación, pero
me interesan además miles de cosas. Soy músico amateur, toco el piano,
estudié música entre otras cosas. Y mi esposa Kathleen tiene una hermosa
voz. Ella canta cuando yo toco. ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo puedo hacérselo
entender?
Apretó las manos con fuerza, aquellos puños impotentes que tan a
menudo apretaba.
—Amo la escultura. Incluso he probado a esculpir en ocasiones. Amo la
arquitectura. Yo mismo diseñé nuestra casa en Georgia, aunque no soy
arquitecto. Amo los clásicos. Amo el arte antiguo y el teatro, especialmente
la tragedia —se detuvo—. Vengo de un pueblo trágico. La tragedia no es
intrínseca en nosotros, ¿sabe? Son los demás los que nos han hecho
trágicos.
"No importa. Verá; yo viajo mucho. No se pueden conseguir vendedores
decentes en esta época de riqueza, así que realizo muchos viajes
personalmente. Conozco personas interesantes —hizo una mueca—. Pero
¿cree que puedo hablar con ellos de música, de literatura, arte, ciencia,
teatro, ballet, los sucesos humanos, la historia? ¡No! ¡Maldita sea, no!
Intento hablar con ellos de hombre a hombre. ¡Pero no me dejan! O me
miran con impaciencia, o se sienten desconcertados.
Todo lo que quieren discutir conmigo es... la raza. Los problemas raciales. Me
niegan mi identidad de hombre, con las esperanzas y el amor a la belleza, y
la preocupación por la humanidad, y la historia del hombre, y mi futuro como
hombre. ¿Se da cuenta de cuan terrible es esto¿.. que le nieguen su
identidad de hombre?
Un débil sonido llegó a él, como un suspiro, como una respiración. "Mi
imaginación de nuevo", pensó. Pero en seguida se sintió comprendido. Se
removió inquieto en el sillón.
—Soy un hombre, con la naturaleza humana del hombre. Pero me niegan
esa naturaleza humana, no aquellos que me odian por ignorancia, sino los
que simulan, o creen, que me aman. Pero no me aman como Paul Winsor, un
hombre, con sus propios órganos y sangre, y huesos y espíritu, y esperanza
y desesperación. Me aman como símbolo. ¡Un símbolo de su propio odio,
pervertido o invertido!
"Eso es lo que es en verdad: odio. Usted y yo sabemos que hay poca
diferencia entre el odio y el amor, la divisoria es muy delgada. ¡Pero yo no
quiero ser odiado ni amado! No quiero ser el chivo expiatorio de aquellos
que James Baldwin llamó los "bastardos blancos liberales". No quiero ser
su lindo sacrificio por el perverso odio a sí mismos que llevan en sí, y a
través del cual desean purificarse. Amontonan sus perversidades sobre mí,
sus mentiras, sus hipocresías, me tocan con sus manos obscenas como lo
harían con los de su propia clase. ¡Manoseándome, consolándome! No
necesito ser consolado. Quiero que se reconozca mi naturaleza humana, no
con amor, sino con objetividad. ¿Es demasiado pedir?
"No", dijo la grave voz en su oído. Se sobresaltó. ''Pero a casi todos los
hombres les parece demasiado en estos horribles días", siguió la voz de su
imaginación.
"¡Señor, mi imaginación!", pensó Paul Winsor. Miró sus hermosas
manos, sus negras manos, las manos de un artista sensible, firmes,
fuertes y bien formadas.
—¿Por qué resulta tan terrible que en estos tiempos la mayoría de los
hombres tengan que simular que aman a otros? —preguntó—. Nunca careció
tanto el mundo de amor como ahora, nunca estuvo tan degradado, tan
lleno de odio. Sin embargo, no se puede ir a ninguna parte sin oír hablar
de amor, amor, amor. Como si viviéramos inmersos en un baño de vapor de
amor. Una miasma. Algo que resulta especialmente sofocante para mi
pueblo. Se están ahogando en él, especialmente en el norte. Pero no es amor
realmente, ¿verdad? Es odio. Es el convencimiento de la propia virtud del
cruel fariseo. Volvió la cabeza como si se ahogara, su fuerte y hermosa
cabeza de brillante piel negra, el pelo crespo, la barbilla hendida y los
pómulos brillantes.
Y añadió con voz ahogada:
—Pero ¿quién es. mi pueblo? Toda la humanidad es mi pueblo. Yo soy
un hombre. Si otros son hombres, entonces son hombres conmigo. Los que
niegan mi naturaleza humana, que comparto con ellos, me niegan mis
derechos como espíritu, como mente, como hombre con aspiraciones.
Se puso en pie en creciente agitación.
—¡Pero usted no comprende! ¡Usted me niega, como su propia raza, mi
naturaleza humana, mi naturaleza humana como persona, que es algo
precioso para mí! ¿Qué importa si mi piel es más oscura que la suya, o
que yo tenga un remoto antepasado africano? ¿No soy un hombre, no
sangro como usted sangra, no amo como usted ama y sufro como usted su-
fre? Soy un hombre. Hasta hace muy poco fui conocido como hombre. Ahora
soy sólo un problema, un símbolo para aquellos que me aman y que
tratan de explotarme y relegarme fuera de la humanidad por sus propios
secretos y perversos objetivos. Como hombre blanco, ¿cómo puedo
comprenderme a mí, comprender el ultraje de que se me niegue mi
naturaleza humana?
Corrió a la cortina y la golpeó con el puño. Le produjo la impresión, a
pesar de su suave textura, de que era de hierro. No sabía que sollozaba
secamente. Entonces vio junto a ella el botón y las palabras que le
informaban de que si deseaba ver al hombre que le había escuchado sólo
tenía que oprimirlo.
—No deseo ver su blanco rostro y oírle llamarme hijo ni escuchar sus
mentiras —dijo con voz amarga—. No quiero su dulzón amor. Usted no me
hablará de hombre a hombre. No está interesado. Me hablará gravemente
de racismo hasta que yo me estremezca de vergüenza por usted y por mí
mismo. No dirá una palabra sobre nuestros mutuos intereses humanos ni
sobre nuestra común humanidad.
Tenía el puño cerrado de nuevo. Golpeó el botón con él. Las cortinas se
corrieron pesadamente, como si un gran dolor se ocultara tras ellas. Y
entonces, a la luz de la suave y pura luz, vio al hombre que le había
escuchado, el hombre en agonía, el hombre amoroso que le miraba con
dolor y apasionada comprensión.
Paul alzó lentamente la mano y se cubrió con ella la boca, la temblorosa
boca.
—No —susurró—. No creía en ti. No creía una palabra de lo que dijiste. Mi
padre sí creyó. Él murió de hambre, y murió lentamente. Él te amaba.
Decía que tú fuiste un hombre, como lo era él. ¿Es así como le pagaste?
Se volvió y se dirigió de nuevo al sillón. Quedó en pie tras él apoyadas
las manos en el respaldo. Sus ojos se cruzaron con los del hombre que le
había escuchado en su angustia. Durante largo tiempo se contemplaron en
silencio. Al fin, Paul apartó la cabeza.
—No, no, no...
Sentía una presencia en la habitación que le envolvía, fuerte, poderosa,
varonil, la presencia de un padre.
—También a ti te negaron la naturaleza humana, ¿verdad? —dijo—. O
bien eras un símbolo para su amor sensiblero o no eras hombre en
absoluto. O te apartaban enteramente de la humanidad o no existías. Lo
mismo que yo, en estos tiempos, me veo apartado de la humanidad, o
negada mi existencia como legítimo americano de piel negra. Un símbolo o
nada. Un objeto de insano amor, lo que supone un insulto a mi inteligencia,
o una señal de desprecio.
Era el frescor de la habitación, naturalmente, lo que hacía que sus ojos
se humedecieran. Se los secó sencillamente con el dorso de la mano, como
un niño herido.
—Mi esposa Kathleen y mis hijos. Mis hijos especialmente. ¿Qué va a
pasarles? Jamás fueron tratados en sus jóvenes vidas como yo fui tratado en
Georgia; como ser humano. Quizá se trasladen al norte, donde serán
glorificados como algo superior hasta que su flagrante naturaleza humana
se asegure... ¡y entonces serán odiados por atreverse a ser humanos!
Tampoco en el sur ahora, ni en el norte, serán aceptados simplemente como
hombres, buenos o malos, inteligentes o estúpidos, interesantes o
aburridos. Sólo aceptados. No serán hombres a los que se castiga si obran
mal, o se les premia si obran bien. No serán apreciados por sí mismos, sin
que se les concedan privilegios especiales o se les escuche abyectamente,
para verse luego rechazados cuando muestren lo que hay de humano en
ellos, lo que es común a todos los hombres.
Miró de nuevo al hombre que le oía y que le miraba con angustia y
poderoso amor.
—Tú y yo tenemos mucho en común, ¿no es cierto? Tenemos un espíritu
inmortal y nuestra naturaleza humana estrechamente unidos. La humanidad
rechaza
una parte de nosotros para siempre, ¿no es verdad? ¿Por qué no pueden
aceptarnos? ¿Sencilla y honradamente?
"Algún día, quizá", dijo la voz profunda y varonil.
¡Su ridícula imaginación! El hombre que le escuchaba no se había
movido en absoluto, ni había hablado. ¿O sí?
Pero inmediatamente sintió Paul Winsor que algo surgía en él, un don de
hermandad, una luz del espíritu, una comunidad de ser. Se puso en pie
lentamente y fue al hombre. Era muy alto, pero tuvo que alzarse de
puntillas para tomar la mejilla del hombre.
—Hermano —dijo. Aguardó. Los grandes ojos le sonrieron—. Hermano —
repitió—. ¡Hermano!
Por primera vez en su vida Paul sintió que aquella palabra tenía auténtico
significado, que no formaba parte de los tópicos usados por todos al dirigirse
a él, que no era una mentira humillante, ni una aseveración falsa nacida del
odio vergonzoso, ni una condescendencia de la boca del hombre blanco que
simulaba ¡igualdad y amor fraternal porque era un mentiroso.
Aquí había uno que le aceptaba con amor, como de hombre a hombre,
digno de amor como ser humano, como alma humana. El hombre le amaba.
No como un Caín disfrazado de Abel para sus propios propósitos. Le amaba
por lo que compartían juntos en cuerpo y espíritu, con destino inmortal.
—Mi Dios —dijo Paul—. Mi Dios al que amo. Con tu ayuda lo soportaré.
Nosotros juntos venceremos el falso amor y el furioso odio, y las mentiras e
hipocresías. Lo soportaremos juntos por toda la eternidad. Y quizás, en
algún siglo lejano, nuestros hermanos nos hablarán como a hermanos y,
finalmente, seremos conocidos por lo que somos.

ALMA QUINTA

SOLO UN MUCHACHO

«Cíñete los lomos y respóndeme.» JOB, 38: 3.


ALMA QUINTA

Entró sonriendo alegremente en la sala de espera, caminando con su


habitual insolencia juvenil, esperando que todos los ojos se volvieran a él
con indulgencia y, sobre todo los de las mujeres, con aprecio. Pero nadie
pareció darse cuenta de que había entrado. Su sonrisa se desvaneció e hizo
una mueca. Lo que él había sospechado: viejas aburridas y viejos de-
crépitos... excepto aquella joven, al fondo, con el elegante traje de verano.
Se sentó junto a ella, dispuesta la sonrisa, humedeciéndose los brillantes
dientes de los que se sentía tan orgulloso. La muchacha ni le miró. Y no es
que no le hiciera caso deliberadamente, pensó con asombro. Es que,
sencillamente, nadie se preocupaba de volver la cabeza en su dirección. Miró
a las mujeres y pensó: "Asquerosas". Miró a los hombres y pensó:
"Cerdos". Varias muchachas le habían dicho que él tenía magnetismo, que
atraía inmediatamente la atención. Si eso era cierto, su encanto no
funcionaba hoy. Estaban todas dominadas por los nervios, eso era lo que les
ocurría. Animales egoístas. Animales viejos y egoístas. Cuanto más pronto
murieran, mejor. Que dejaran sitio para los muchachos como él. ¿Qué había
escrito un famoso autor sobre los asilos de ancianos?; "Me gustaría coger
una ametralladora y acabar con todos ellos, en beneficio de los
muchachos." De acuerdo.
Cruzó las rodillas y dobló los poderosos brazos sobre el pecho,
mirándose con agrado en el espejo de sí mismo. Un gran muchacho, de
poderosos hombros y caderas estrechas, muy bien vestido con una magní-
fica chaqueta deportiva de cachemira, de un profundo y lustroso azul, con
pantalones azules de un tono más claro. Y calcetines de seda azul, de
artesanía, una camisa deportiva a rayas azules y blancas, y sin corbata.
Tenía un rostro ancho y sonrosado con pecas, que él simulaba deplorar, una
nariz fuerte y beligerante, la boca llena y los ojos del color de su chaqueta, y
todo coronado por una masa de brillante pelo rubio. Todo su cuerpo estaba
tostado por el sol. Sentíase encantado consigo mismo en calzones de baño y
sobre la pala de surf. Se amaba a sí mismo cuando nadaba vigorosamente.
Se amaba a sí mismo cuando se vestía y desvestía, cuando comía y dormía,
cuando jugaba y reía. En resumen, que se amaba a sí mismo. Lo sabía. Y no
veía razón alguna para negarlo. Después de todo era un hermoso joven, y
el mundo había sido hecho exclusivamente para los jóvenes. Juntó los labios
sin emitir sonido alguno, como si fuera a silbar. Un ritmo rugiente de
música moderna sonaba agradablemente en su cabeza mientras él
marcaba el ritmo con el pie sobre la espesa alfombra azul que cubría el
blanco suelo de mármol. Un lugar de chiflados, pensó divertido. Un lugar de
chiflados. Escuchó una campana y vio a un hombre viejo que se levantaba
e iba a otra puerta. La puerta se cerró tras él. De modo que ahí era donde
estaba el oyente, tocando aquella idiota campanilla para llamar a los
asquerosos que entraban allí a hablar de sus complejos, inferioridades y
frustraciones. Gracias a Dios que el no tenía ninguno. Pero le había dado
palabra a Sally de que iría allí. Era la única forma de conseguir que le
concediera el divorcio. Y no podía mentirle a ella tampoco. Sally había estado
allí también y sabía exactamente cómo era, y conocía al chiflado que
escuchaba allí dentro, de modo que no podía engañarla.
Tampoco era un precio tan alto por un divorcio. Después de todo él sólo
era un crío y Sally casi le había seducido para que se casara con ella. Era una
mujer madura y él prácticamente un adolescente.
Se abrió la puerta exterior y entró una jovencita con traje verde, una
muchachita encantadora, de apenas más de veinte años, si es que los
tenía, con una masa de magnífico cabello negro sobre sus hombros, un
rostro pálido y sonrosado y ojos negros grandes y hermosos. Johnnie Martin
la miró con intensa admiración. Una nena. Ahora bien, ésa sí que era un
plato de su gusto. La observó francamente cuando se sentó y cruzó
delicadamente sus pies y puso las manos enguantadas en blanco sobre su
regazo. Esta chica hacía que Sally pareciera tan vieja como su abuela. Podía
percibir la frescura de su juventud mirando aquellos labios jóvenes, llenos,
redondos. Ahora bien, ¿qué demonios habría hecho ir allí a esa chiquilla, una
criatura como él mismo? Quizá tenía un marido viejo e imbécil y también
quería librarse de él. La muchacha alzó los pálidos párpados y le vio
admirándola. Le estudió. Después, ¡increíble!, su labio superior se alzó en
desdeñoso gesto y, adelantándose hacia la mesa, cogió una revista.
Johnnie quedó atónito. ¡Las chicas jamás le desdeñaban así! También se
sintió furioso. Entonces se puso deliberadamente en pie, se acercó a la
muchacha y se sentó junto a ella, que leía la revista. Inclinó la cabeza y
susurró:
—¿Qué está haciendo una muñeca como tú en esta casa de locos? No le
contestó por un par de segundos; luego dijo sin mirarle:
—Y usted, ¿qué hace aquí?
Sonrió.
—Busco consejo para librarme de una vieja.
—¿De tu madre? —preguntó ella, mirándole intensamente.
Se sintió complacido. Sonrió y sus blancos dientes brillaron
deslumbrantes, como él bien sabía. Había esperado esa pregunta.
—Créalo o no, de mi esposa —dijo, y aguardó su expresión de
incredulidad.
Pero no fue así. En cambio, ella se limitó a estudiarle pensativamente.
—Es mucho mayor que yo —siguió él, con ligera petulancia en su hermosa
voz.
La muchacha sonrió. A Johnnie le resultó difícil digerir aquella sonrisa.
Era muy extraña.
—Sólo era un chiquillo cuando me casé con ella —dijo.
La habitación era fresca y agradable; empezó a relajarse y a pasarlo bien.
No observó, ni le preocupó, que los demás ocupantes de la habitación le
miraran con aburrido disgusto.
La muchacha sonrió de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevan casados?
Vaciló, y ella pudo advertir su vacilación.
—¿Con Sally? Tres años.
Los ojos negros, que habían parecido tan distantes y tristes cuando
entrara, comenzaron a sonreír. Su boca parecía ahora una cereza.
—¡Ah! ¿Pretende conseguir la anulación? ¿Por no ser mayor de edad?
Le sonrió encantado. Se rascó la cabeza para que su cabello quedara
aún más alborotado que antes.
—Bueno, ¡podríamos decir algo así! Pero no del todo.
La muchacha dejó de sonreír.
—Eso me figuré —dijo, y poniéndose en pie le abandonó para trasladarse
a otra parte de la habitación.
Él la observó ir mientras se alejaba. La felicidad que había en sus
ojos fue reemplazada por la furia y el odio. ¡Pequeña puta! Probablemente
había cometido un error y ahora quería saber el nombre de un médico que
la hiciera abortar. Pero si no podía negarlo, con el vestido tan apretado en
los muslos. Y las piernas demasiado gordas además. Odiaba a las chicas de
piernas gordas. Vacas. En pocos años sería una vaca vieja, como Sally.
Algunos en la habitación habían observado todo lo sucedido, a pesar de sus
propios problemas, y no pudieron evitar el sonreír un poco como com-
prendiendo. Esto hizo que Johnnie se sintiera más furioso que nunca. Su
rostro enrojeció hasta quedar escarlata y sus cejas color paja se fruncieron
sobre sus ojos, ¡Se iría de allí en aquel preciso instante!
No, tenía que ver al oyente de allí dentro. Debía ser un tipo algo
chiflado para escuchar gratis a todos los llorones que irían a verle. ¡Sin
cobrar nada! Entonces, ¿qué hacía? ¿Es que escribía informes sexuales?
¿Sobre aquellos viejos desechos, sentados por allí, esperando? La idea le
hizo sonreír con una fea mueca. ¡Podía imaginar los informes que aquellos
asquerosos viejos serían capaces de referir si tuvieran el valor suficiente!
Con descarada insolencia les observó ponerse en pie uno a uno al sonar la
campana y dejar la habitación. Quería que ellos le miraran aunque sólo
fuera una vez, para hacerles saber lo que pensaba, lo que sabía de ellos.
Pero no le miraron. La muchacha seguía ojeando la revista. Él estaba seguro
de que no leía, pues no pasaba una página. Sus ojos parecían fijos en las
letras, pero no se movían, y apenas parpadeaban. ¿Una buscona?
Probablemente. Tenía todo el aspecto, tan pálida, sin salud, sin vitalidad...
sin una patente sensualidad. Luego vio algo que le encantó todavía más.
No era tan joven como había pensado. Ya se insinuaban débilmente unas
patas de gallo en los ángulos de los ojos. Una vaca vieja. Por lo menos
veintiocho años. Una vieja.
La muchacha trataba con todas sus fuerzas de conservar la compostura.
"Debo estar tranquila", se decía. "Debo dominarme. Esto mismo les ocurre a
millones de personas cada año, a personas más jóvenes que yo. A chicas
mucho más jóvenes. Tengo que conservar la cabeza por Tom. ¡Querido Tom!
Debo llevar mucho cuidado y no decírselo hasta el mismo final. ¡Pobre
Tom!..." Sólo con que los dos pudieran tener una auténtica conversación...
pero ¡se habían divertido tanto en sus seis años de matrimonio! Nunca
había habido tiempo para una conversación seria. De todas formas, la vida
de Tom siempre había sido demasiado seria. Confiaba en haberle dado con
su presencia toda la alegría, toda la risa y gozo que él merecía. Pero
ahora...
En su dolor alzó involuntariamente la cabeza y vio que Johnnie Martin la
observaba con patente disgusto. No se sintió turbada. Sólo pudo
compararle con Tom, que debía ser más joven. Este hombre tendría por lo
menos treinta años, si no más. Pero se vestía y 'actuaba como un crío, un
crío sonriente, tontorrón, indigno. Era un género que ahora abundaba
mucho, y ella siempre los comparaba con Tom. Otoñales aniñados,
perpetuos adolescentes, hombres que se negaban a madurar. ¿Es que no
se daba él cuenta de la edad que tenía. Sea quien fuera Sally, supondría
para ella todo un triunfo el librarse de aquel marido. Esperaba que el
hombre que escuchaba allí dentro aconsejara a aquel idiota, que, más que
ir corriera a toda prisa al tribunal de divorcio más próximo por el bien de
Sally. "¡Uf!", pensó, "¿cómo pudo la pobrecilla llegar a casarse con él?"
Johnnie Martin no podía creer lo que veía: ¡los
ojos de aquella vieja vaca le miraban con franco desdén y disgusto! Sus
labios estaban entreabiertos y él pudo ver ahora cuan pequeños y blancos
eran sus dientes. Detestaba los dientes pequeños; en una mujer le gustaban
los dientes grandes, húmedos, brillantes. "Dientes de caballo", había dicho
Sally en una ocasión. También ella tenía los dientes muy blancos y pequeños,
como ésta. Se preguntó por qué no lo había observado antes de casarse con
Sally. Tal detalle debía haberle desilusionado desde el mismo principio. Nada
había en Sally de lo que a él le gustaba. No era alta, ni delgada, ni
fascinadora, ni sexy, ni siquiera bonita. Su cabello era sólo castaño, y sus
ojos también. Tenía un rostro sobrio y redondo, con un pequeño hoyuelo en
la mejilla izquierda, y la nariz chata. Había sido muy buena amiga de la
madre de Johnnie, y él estaba convencido de que había sido su madre la que
consiguiera arreglar aquel desastroso matrimonio... su madre, ahora
muerta.
—Sally es una chica tan maravillosa —le había dicho en su lecho de
muerte—. Será lo más conveniente para los niños; para ellos será la madre
que nunca han tenido.
Echándole así en cara sus dos matrimonios anteriores, ¡como si hubieran
sido culpa suya! Él sólo era un chiquillo, y ellas le habían forzado
prácticamente a casarse. Sólo un adolescente cuando se casó por primera
vez, apenas veinticuatro años, apenas recién salido de la cuna, y el segundo
matrimonio a los veintiocho, todavía un jovencito, aún no mozalbete, ¿no es
eso lo que ahora llamaban los jueces a los chicos de su edad? Mozalbetes.
Algunos de ellos solicitaban Tribunales de Menores para que se ocuparan de
los chicos y chicas hasta la edad de treinta y un años; comprendían que,
después de todo, eran sólo chiquillos. Papá lo había comprendido muy bien;
su padre, tan bajito. Aun cuando su hijo le había sobrepasado ya en muchos
centímetros y estaba ya en segundo año de universidad, se ponía muy tieso
y alzando el rostro para mirar a su hijo a la cara y le decía riñendo a su
esposa; "Es sólo un crío, Ana, sólo un crío. ¿Qué otra cosa puedes llamarle?
Sí, ¿qué otra cosa? Pero su madre había sido como Sally. ¡Vaya pareja!"
Cuando se librara de Sally y pusiera las manos en todo aquel dinero,
entonces se compensaría realmente del tiempo perdido. Dos años en Hawai.
Un año. en Roma. Quizás una temporada p dos en el sur de Francia y un
invierno en París- Sonrió, y su corazón saltó con la dicha de la anticipación.
Lo único que se interponía entre él y los placeres necesarios a su juventud
era Sally, y ella le había prometido el divorcio si él iba a aquella casa de
locos y hablaba con el hombre que escuchaba. Bien, pues le escucharía. Y
luego la libertad, otra vez un muchacho libre de trabas,
Vagamente escuchó el sonido de una campana, Pero estaba hundido en
sus dichosos sueños anticipativos. Un instante después la muchacha le decía
desde el otro lado de la habitación con su voz dulce y culta:
—Le toca a usted ahora.
Alzó los ojos asustado y la miró- Estaban solos. Guiñó descaradamente,
todo su rostro una sonrisa. Ella volvió a su lectura. Johnnie se puso en pie,
bostezó, se estiró la chaqueta, se dirigió a la puerta... Tenía un modo de
caminar fácil, juvenil, que sabía resultaba muy atractivo a las mujeres.
Evidentemente la muchacha no quedó impresionada, pues ni siquiera alzó
los ojos. Abrió de par en par la puerta con innecesario vigor y entró en la
habitación blanca y azul. Miró a su alrededor.
No había nada allí más que muros de mármol, un sillón de mármol con
almohadones azules y una especie de alcoba cubierta con cortinas. Sonrió
con superioridad. Lo mismo que esos investigadores sexuales, el Informe
Kinsey, o algo así. El interrogador oculto tras una cortina, de modo que el
entrevistado no se sienta apurado y hable con entera libertad. Se sentó en
el brazo del sillón de mármol y sintió que recuperaba su habitual buen
humor.
—Hola —dijo con voz insolente y fuerte—. Estoy aquí. Yo.
Nadie le contestó. No hubo el menor sonido en la habitación. ¿Es que no
habría nadie?
—¿No hay nadie? —preguntó.
Tampoco hubo respuesta. Se levantó y fue a las cortinas y tocó
cuidadosamente sus pliegues de terciopelo e intentó moverlas. Pero
parecían de acero. Vio el botón que le informaba que podía ver al hombre
que escuchaba si así lo deseaba. Con una nueva sonrisa y un floreo de sus
dedos dio al botón. Las cortinas no se movieron.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo con indulgencia—. Si quiere seguir
oculto, es cosa suya. ¿Ética profesional? De acuerdo. En realidad, no me
importa. Lo prefiero así. Usted no me conoce y yo no lo conozco. No
podemos vernos... —se detuvo—. Oiga, ¿puede usted verme desde ahí?
¿Hay como un agujerito para que usted pueda mirar, o algo así?
El hombre guardó silencio. Pero con cierto inquietante temor Johnnie se
sintió seguro de que el otro podía verle claramente. Volvió deprimido al
sillón, cruzó las piernas y los brazos y miró sombríamente la cortina.
—Acabemos con esto —dijo—. Yo no soy como todos esos viejos, desechos
y basura, que ha estado entrevistando. Yo sólo quiero un divorcio. Sencillo,
¿no? Es cierto. Mi esposa me envió a hablar con usted. Luego me concederá
el divorcio. Por eso estoy aquí.
Como el hombre no contestara dio un golpe en el brazo del sillón con
aire de determinación.
—De acuerdo —dijo con énfasis—. Ya he hablado con usted. Eso es todo lo
que prometí hacer. Así que, ¿para qué quedarme más? Ya he visto el
aspecto que tiene esta habitación, y puedo contárselo a Sally. Eso es lo que
ella quiere. De modo que hemos terminado. Toque la campana para la chica
que viene ahora. La mujer, quiero decir, con todas sus arrugas. Adiós.
Se puso en pie. Esperaba un murmullo de protesta. Nada escuchó. Por lo
visto a aquel hombre le era indiferente que se quedara o se fuera, que
hablara o no. Y Johnnie Martin no estaba acostumbrado a la indiferencia, ni
a verse ignorado. Vaciló.
—No me habría importado hablar con usted —dijo. ¿Era su
imaginación la que le hacía sentirse repentinamente seguro de que el
hombre le miraba intensamente tras las cortinas?—. No, no me habría
importado nada hablar con uno que arregla cabezas faltas de algún tornillo
a ver si me daban cierta medida de comprensión. Y no es que yo ande mal
de la cabeza; la que sí lo está es Sally, una vieja frustrada que consiguió
pescarme cuando yo sólo era un chiquillo y no sabía de qué iba —se sentó
de nuevo, lentamente, como sin volición—. Entre ella y mi madre. Sally fue
incluso peor que las otras que también me pescaron, peor que las otras...
bueno, si eso es posible. Pero, aunque sea joven soy justo. Mamá no tuvo
nada que ver con mis dos primeras esposas. En realidad intentó impedirme
que me casara con ellas, y ojalá la hubiera escuchado. Ahora no tendría
todos esos críos colgándome del cuello.
Se rió afectuosamente de sí mismo, y se acarició con satisfacción el
mechón rubio que le caía sobre la frente. Incluso se tiró de la oreja, como
un padre.
—¡Yo, con hijos! ¿Se lo imagina, a mi edad? Tres críos, y yo sólo soy un
muchacho. Una vergüenza, ¿no?
Pero ahora ya no sonreía con satisfacción, pues de pronto había
recordado algo. Sally era la única con quien se había casado en la iglesia;
por tanto, según la ley natural, ella era su única esposa y no las otras
con las que se casara apresuradamente ante jueces de paz en otras
ciudades. Sally era piadosa. Tenía una voluntad de hierro, como su madre,
de modo que, para evitar que se pusiera demasiado pesada, Johnnie iba a
veces a misa, con Sally, los domingos y los días de precepto. El jueves
pasado había sido la Asunción, y ella le había dado la lata hasta conseguir
que la acompañara a la última misa de la tarde. La gran iglesia estaba
abarrotada hasta el vestíbulo, pero él y Sally habían llegado bastante
pronto y conseguido sentarse en los dos últimos asientos libres de un
banco. Esto le había irritado. A veces, si se las arreglaba para que llegaran
un poco tarde, tenían que quedarse de pie en el vestíbulo y entonces,
durante un momento especialmente solemne, cuando todo el mundo estaba
de rodillas, podía ponerse silenciosa y cuidadosamente en pie —¡aquel
maldito suelo de piedra!— y deslizarse al exterior a fumarse un cigarrillo.
Incluso en ocasiones le era posible volver sin que Sally llegara a saber que
había estado ausente; siempre estaba rezando, de todos modos, dándole
vueltas al rosario, toda su devoción fija en el magno suceso que tenía
lugar en el altar, y sin darse cuenta de lo incómodo de su postura.
Pero el jueves pasado se había visto atrapado, pues alguien les indicó
con un gesto los asientos vacíos. Y después siguió entrando el resto de la
multitud, bajo un ardiente sol de agosto, y ya no pudieron moverse, pues la
gente ocupaba incluso el pasillo central y los laterales, contra las paredes.
Gruñó. No sólo estaba atrapado, sino que tendría que luchar para salir
cuando la misa hubiera terminado. Vio que el viejo padre Houlihan estaba ya
en el altar, alcanzaba a verle sobre las cabezas inclinadas de la gente. El viejo
padre Houlihan, al que algunos irreverentes llamaban el Pelmazo de
Houlihan, no sólo porque su voz era casi inaudible y por tanto la homilía
resultaba una pesadez., sino porque además era muy lento y detallista y
la misa no terminaba nunca. Johnnie había gruñido allá en lo más profundo
de su garganta. Por lo menos pasarían cuarenta y cinco minutos antes de
que pudiera salir de la iglesia. Bien, al menos tenía un pequeño cojín de piel
para arrodillarse, no el suelo de piedra de los pasillos y el vestíbulo.
El sol de agosto entraba a raudales por las altas vidrieras del fondo y los
lados. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, pero el aire era
sofocante allí y olía a incienso, a piedra y a cera. El padre Houlihan se volvió,
alzó y extendió las manos. Sus vestiduras blancas y magníficas colgaban
sobre su delgado cuerpo.
—Dominus vobiscum —gritó.
—Et cum spiritu tuo —respondió debidamente el pueblo.
Algunos niños lloraban por el sofocante calor. Johnnie cerró los ojos.
Odiaba las duras y agudas voces de los niños, especialmente las voces de
los suyos. De pronto oyó un gozoso gorgoteo infantil, una risita. Volvió la
cabeza hacia la izquierda. Ocupaba el último asiento. El pasillo estaba
abarrotado de gente. Junto a él, tan cerca que casi podía tocarle, había un
jovencito esbelto, de apenas más de veinte años, vestido con ropas bastante
pobres y con pesadas botas de trabajador. Llevaba una camisa blanca muy
almidonada y una corbata de color azul oscuro. No era muy alto, y sus
ropas, mal cortadas, le sentaban como si hubieran sido confeccionadas para
alguien mucho mayor. Tenía el pelo rubio, muy abundante, y un perfil
infantil. Parecía un monaguillo. Tenía en brazos a un niñito de menos de dos
años, un chiquillo sonrosado de alegres ojos azules. Era el niño que había
soltado aquella risita feliz e inocente. Ahora le tiraba de la oreja a su padre y
de pronto exclamó gozoso: "¡Papá! ¡Papá!", y besó al joven que lo tenía en
brazos.
Éste enrojeció un poco, trató de erguirse, luego
miró el rostro de su hijito y sus ojos se suavizaron, brillando de orgullo y
amor. Johnnie se sintió atraído por aquel orillo, que daba a un perfil vulgar
cierta luz santa, tierna. Aquel muchacho ordinario, poco distinguido, parecía
envuelto en un airé de exultación. Johnnie jamás había sido piadoso o
reverente, ni siquiera de niño, los santos le habían aburrido, nunca había ad-
mirado las imágenes, ni se había unido fervorosamente a las plegarias. Su
imaginación jamás había sido extraordinaria. Sin embargo, al mirar a aquel
joven trabajador, con sus ropas limpias y vulgares y su hijo en brazos, había
pensado atónito: "¿Por qué todos los cuadros y estatuas que he visto sólo
muestran mujeres con niños en los brazos? ¿Por qué no un padre joven,
como éste, con su hijito? Pues... ¡hay algo heroico en todo esto, algo bueno,
noble, algo básicamente hermoso! Algo conmovedor, algo insoportable".
Se sintió conmovido por el mismo hecho de sentirse conmovido. Cuando
las lágrimas acudieron a sus ojos sé dijo que realmente era muy bueno, ya
que tan fácilmente se sentía conmovido por la belleza. Sin embargo, a pesar
de ello, a despecho de su orgullo, pudo sentirse honestamente emocionado
y un poco triste y humilde. Se había olvidado de aquel joven trabajador y
de su hijito en cuanto el sacerdote anunciara el fin de la misa, y no había
vuelto a pensar en él desde entonces. Hasta aquel momento, en aquella
habitación blanca y fresca, ante las cortinas azules.
Como si otra vez lo tuviera ante sus ojos, creyó ver a aquel padre con
su niño y de nuevo se sintió profundamente conmovido, y volvió a
experimentar aquella tristeza sin nombre, aquella tristeza mezclada con
compasión y con un anhelo inexplicable. "¡Qué demonios!", se dijo
frotándose la mejilla. "Supongo que será porque resulta algo penoso ver
a un jovencito así, casado ya, y con un hijo suyo. Cuando sólo es un
muchacho. Apenas un niño. Pobre infeliz, atado ya a alguna mujer que le
había cargado con un hijo cuando apenas tendría veinte años. Trabajaba
mucho, eso se veía claro por sus manos ya muy gastadas. Sin embargo,
aún tenía toda la brillante inocencia de un niño. Y ¿por qué no? Si no se
hubiera dejado arrastrar al matrimonio por una mujer, si sus padres
hubieran tenido dinero, ahora estaría haciendo sus estudios para graduarse
en alguna universidad, divirtiéndose y jugando con las chicas y haciendo
deporte por todo el país. Pobre chico. Sólo un chiquillo.
"¿Lo es?"
Johnnie alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué?— tartamudeó—. ¿Qué dice? ¡Pues claro que era un chiquillo I
Debería haber una ley...
Se detuvo en seco. ¿Había oído realmente una voz llena de firmeza, de
profunda serenidad? No. Todo era cosa de su imaginación. El hombre tras la
cortina no podía haber oído sus pensamientos, y él no había pensado en voz
alta. Era todo cuestión de imaginación. Sally decía que él carecía de
imaginación, ¡pero no era más que una embustera! Lo acababa de
demostrar ahora, no sólo contemplando de nuevo tan vividamente a aquel
chico con los ojos de su mente sino sufriendo la extraña alucinación de que
el hombre había contestado a sus pensamientos.
—Le hablaba de mis tres hijos —dijo ahora al hombre—. Una vergüenza.
Es ridículo. A veces, ni yo mismo puedo creerlo. No quiero creerlo. Después
de todo soy muy joven y no hay derecho a estropear así mi juventud. Uno
no puede vivir la vida dos veces, y la juventud es todo lo que uno tiene.
Sólo tengo treinta... —se detuvo. Cerró los ojos ante la terrible palabra.
Tenía más de treinta y dos, pero no hallaba vergonzoso insistir en que
era más joven. Se sentía como un chiquillo, como un hombre muy joven. Y lo
mismo se sentía todo el mundo a su edad, y tenían razón. La adolescencia
continuaba en estos días hasta los treinta y cinco por lo menos. Incluso los
doctores lo insinuaban y, fundamentalmente, ellos deberían saberlo. Un
hombre no era ni siquiera maduro ahora hasta que se acercaba a los
cincuenta. Y los cuarenta estaban aún muy lejos de Johnnie Martin, a siglos
de distancia.
—Sally, mi esposa, dice que todo es realmente culpa de mi padre. Eso
es otra mentira. ¡Oh!, el viejo no era muy inteligente, excepto en lo que se
refería al dinero, pero él sí que comprendía que la infancia y la juventud son
las partes más importantes de la vida. Él no las había disfrutado
realmente. Tenía veintitrés años cuando se casó con mi madre, y ella
diecisiete.
"¿Sólo unos niños...?"
—Era diferente en aquellos tiempos —dijo Johnnie en voz alta y enfática
—. La gente nacía ya vieja y responsable. Mi misma madre lo decía. Aún no
había cumplido dieciocho años cuando nací yo. Papá tenía una ferretería;
había sido suya desde los dieciocho años. Cuando yo tenía como un año, mi
padre inventó no sé qué tipo de herramienta y cuando empezó la guerra —
la segunda quiero decir, ¿eh?— vendió la patente a alguna compañía que
fabricaba material de guerra, y de la noche a la mañana se vio rico con los
derechos de inventor. Y los derechos no cuentan como ingresos del trabajo a
efectos de impuestos; son como ganancia de capital. Así que papá lo
consiguió rápido y de una vez.
"Ahorró la mitad y se gastó la otra mitad. Desde el principio, antes de
que las cosas se pusieran tan caras, lo tuvimos todo: una casa maravillosa,
criados, coches, todo. Yo fui al parvulario más caro de todos. Papá llenó mi
habitación de juguetes maravillosos. Tuve todo lo que quise. Sólo tenía que
chillar un poco y ahí estaba, y lo más aprisa que pudieran traérmelo. Decía a
mamá: "Tú y yo lo pasamos muy mal, pero el pequeño va a tener todo lo que
quiera, todo, para compensar por lo que nosotros no tuvimos". ¡Y vaya si lo
tuve.
Frunció el ceño amargamente, mirando la cortina.
—Mamá nunca dejaba de interferir. Refunfuñaba y se quejaba cuando
papá venía a casa con los brazos llenos de paquetes para mí, y ropas
nuevas, y dulces. Puedo recordarlo como si fuera ayer... bueno, casi lo es
en realidad. Mamá decía: "Le estás malcriando ahora, y lo estropearás para
el resto de su vida." Estúpido, ¿no? Yo me lo pasé en grande. Papá me
adoraba, el pobre tipo. Era ya viejo cuando nació, y mamá también. Pero, al
menos, papá me comprendía.
Se frotó la frente, muy roja ahora.
—Sí, él comprendía. Fui a un colegio católico privado. Eso fue idea de
mamá, no de mi padre. No podía soportarlo, con todos aquellos sacerdotes
tan solemnes y los hermanos tan secos. Cuando me despidieron al acabar
el primer año papá se echó a reír, pero mamá lloró. No consigo recordarla
nunca riendo y divirtiéndose como nosotros. Ahora comprendo que
debíamos haberla enviado a un psiquiatra, a alguien como usted. Estaba
mentalmente enferma: Siempre estaba hablando de responsabilidad y de
respeto propio, y de madurez, pero cualquiera que sepa algo de todas esas
cosas comprendería que ella era totalmente irresponsable y que le faltaba
madurez en su opinión de la vida. No comprendía que las cosas son distintas
en estos tiempos y para todo el mundo. ¿Qué derecho tenía de hablar de
madurez, por ejemplo, a un crío de sólo dieciséis años? ¡Vaya, si en
realidad llegó a decirme que yo ya era un hombre... a aquella edad! ¿No es
una imbecilidad? Sólo porque a los dieciséis estaba en el primer curso de la
escuela superior pensaba que era algo escandaloso o así. A los dieciséis,
decía, ella ya se había graduado. ¡Pero mire las escuelas de aquellos
tiempos, de antes de la guerra! Tenían la idea de que las escuelas eran
sólo lugares
para aprender, no centros de felicidad. Se suponía que uno había de
encorvarse sobre los libros durante horas, a estudiar y estudiar, sin
distracciones, sin cursos de diversión, sin divertirse. Se suponía que uno
había de llenar su mente de erudición y malgastar toda la infancia en las
bibliotecas y en el pupitre.
"Sí, mamá estaba mentalmente enferma. Solía decir: «No existe el
camino fácil a la instrucción.» ¡Como si el estudiar en los libros lo fuera
todo! Nunca hablaba de jugar, de ser feliz, de estar libre de preocupaciones.
Lo juzgaba pecaminoso. Pero es que la habían educado las monjas. Ahora,
en estos tiempos, nosotros sabemos más. Nosotros, los jóvenes, sabemos
que la vida es todo lo que uno tiene, y que si se pierde el disfrutarla, se ha
perdido para siempre.
"¿De verdad?"
Johnnie alzó los ojos asustado de nuevo.
—¿Qué? —exclamó.
Pero sólo el suave susurro del acondicionador de aire le contestó. "Ya
estoy hablando solo —se dijo tristemente—. Y no me extraña, con todas
esas malditas mujeres."
—Bien —dijo, sonriéndose a sí mismo con afecto—. Me expulsaron de
aquella escuela preparatoria después del primer año. Mamá lloró como si
estuviera enferma, y probablemente lo estaba. Así que me pusieron un
profesor particular. Era un viejo también, aunque no por la edad, pues sólo
tendría unos veintidós años. Literalmente me retorcía el brazo para que
estudiara. Esta vez papá no interfirió mucho. Tenía miedo de que no
consiguiera ingresar y salir adelante en la universidad oficial, y ésa era su
meta. No lo conseguí —dijo Johnnie Martin con toda sencillez ahora— pero,
¿qué demonios importa? Sólo se es joven una vez. Entré en otra
universidad, una de esas particulares que dan énfasis a los deportes. No
tenía un auténtico sistema de graduación. No les importaba
demasiado. La mayoría de los chicos eran críos como yo que tenían padres
como el mío. Que se ocupaban de todo. Teníamos buenos coches,
apartamentos encantadores fuera del campus, todas las chicas que
queríamos, ropas estupendas y todo el dinero que podíamos gastar.
Johnnie suspiró recordando aquellos gloriosos años de vida fácil.
—La graduación supuso un shock para mí. Mamá no vino a los ejercicios.
Dijo más tarde que mi diploma no significaba nada. "No hay verdad en él",
dijo. ¿No es una observación estúpida? Yo lo conseguí, ¿no? ¿Qué importaba
que aquella universidad no fuera oficial? Un diploma es un diploma, ¿no?
Papá pensó que era maravilloso. Me compró un coche extranjero estupendo
para celebrarlo. Yo tenía veintitrés años entonces, sólo un crío.
Sonrió ampliamente.
—Papá me hizo otro regalo: un viaje alrededor del mundo. Todo un
año. No me perdí nada —dejó de sonreír—. Dos años después de mi
regreso murió papá.
Se inclinó ansiosamente hacia la cortina.
—¿Comprende lo que quería decirle? Papá se había estado ganando la
vida desde que era sólo un niño de unos quince años. No es de extrañar
que su corazón estuviera agotado. Murió de un ataque al corazón, ¿sabe?
Bueno, ya era viejo: tenía cuarenta y nueve años.
Un dedo frío como el hielo pareció posarse en la base de su cuello y
tembló.
—Demasiada refrigeración —murmuró.
Cuarenta y nueve. Su padre sólo había tenido cuarenta y nueve años al
morir y cuarenta y nueve, en estos tiempos, sólo estaba a... Su madre
tenía cuarenta y dos a la muerte de su marido, sólo diez años más vieja de
lo que él era ahora. El dedo frío pareció oprimirle más el cuello. ¡Y ella había
sido una vieja! Cuando él tuviera cuarenta y dos años (le faltaban siglos)
aún sería más joven, casi un adolescente.
"¿De verdad?"
Alzó su voz para no oír tan horrible pregunta.
—Creo que mamá perdió realmente la razón cuando murió papá. ¡Me
acusó de haberle causado la muerte! Dijo que yo nunca había conseguido
realmente engañar a mi padre. "Él había comprendido", dijo. Y, ¿qué
había hecho yo? Nada, sino lo que papá había querido que hiciera: disfrutar
de mi infancia. ¿Es eso un crimen? No. ¿No es ése acaso el papel de la infan-
cia? Realmente, pensando y recordando ahora, creo que mi madre estuvo
mentalmente enferma toda su vida, con aquella peculiar y distorsionada
visión de la realidad. Lo demostró más tarde. Y lo que me sucedió después
fue culpa suya, no mía. Me refiero a mi primer matrimonio. Verá, papá me
había dejado la mitad de su fortuna, y la otra mitad a mamá. Eso fue una
grave equivocación, considerando el estado de su mente, y sus ideas
extremadamente conservadoras que ella trató de obligarme a compartir.
Aunque yo todavía era sólo un crío cuando papá murió, debía haber
conocido mejor sus síntomas. Debía haber insistido en que se sometiera a
tratamiento. En una ocasión se lo mencioné. ¡Y ella llegó a cruzarme la
cara de una bofetada!
"Entonces, en aquel mismo momento, yo debí consultar con los
abogados de mi padre a fin de que le obligaran a someterse a
tratamiento psiquiátrico. La menopausia y todo eso, ¿sabe? Francamente,
había perdido la cabeza. Constantemente me gritaba, diciéndome que el
pobre papá había sido un loco por dejarme la mitad de su dinero para que
dispusiera a mi antojo. No podía soportarlo. Soy un chico paciente, de
buen carácter, ése es realmente mi defecto. Así que me marché de casa,
poco después del funeral. Me fui a dar otra vez la vuelta al mundo.
Cuando regresé tomé un apartamento en Nueva York y busqué a los viejos
amigos de los días de universidad. ¡Qué divertido! Excepto que algunos de
ellos habían preferido establecerse ya... ¡a su edad! Sólo unos críos. ¡Qué
pena!
"No sé, en verdad, cómo sucedió. Estaban aquellas chicas, ¿sabe?
Modelos. Debra era la más bonita de todas las que conocimos. Yo debía
haber sabido que era una fulana, pero, después de todo, sólo era un
chiquillo. Creyó que yo era multimillonario y me la jugó. Un día me dijo que
estaba embarazada. Bueno, y ¿qué se suponía que tenía que hacer yo?
También me dijo que aún no tenía dieciocho años, de modo que según la
ley del estado de Nueva York ¡yo era culpable de violación! ¿No es una
vergüenza? Acudí a los abogados y ellos trataron de comprarla. Pero no,
quería casarse conmigo. Hizo venir a sus padres y a todo el resto de su
estúpida familia desde Nueva Jersey. Tenderos. ¡Yo, casándome con la hija
de un tendero! Luego pensé: "Bueno, ¡qué diablos!, siempre me puedo
divorciar después." Así que me casé con ella. Para darle un nombre al crío,
¿sabe? Aunque no es que me importara mucho.
De nuevo, con repentina claridad, creyó ver al joven padre de la iglesia,
con el niño en sus delgados brazos y la brillante mirada, mezcla de amor y
gozo en su rostro.
"Un padre y su hijo."
—Ésa es culpa del pobre chico —dijo Johnnie en respuesta.
Pero la curiosa tristeza, que parecía encerrar una sensación de
insoportable pérdida, le cubrió de nuevo como unas alas oscuras.
—Nos casamos en el ayuntamiento. Yo pensé, con toda justicia, que
mamá debía saberlo, y vinimos aquí en nuestra luna de miel, aunque, para
entonces, yo ya estaba más que harto de Debra. Para mamá fue todo un
shock. Ella es del tipo de gente de granja, anticuada, ¿sabe? Fácil me
resultaba ver lo que pensaba de Debra, y en cierto modo sabía que tenía
razón. Pareció curarse de su extraña enfermedad mental durante algún
tiempo, aunque volvió a recaer cuando insistió en que nos casásemos
ante un sacerdote. Debra se negó, y yo también. Pero no podía decir
claramente a mamá que me proponía divorciarme de Debra en cuanto
pudiera. Ella ya juzgaba bastante escandaloso que no estuviéramos
"válidamente" casados. Dijo que yo estaba excomulgado, y no se le ocurrió
otra cosa que llamar a los sacerdotes, los cuales me dijeron lo mismo.
Aquello era insoportable. Además, ¿a quién le importaba?
"Bien, Debra pidió doscientos mil dólares para devolverme la libertad. La
envié a Reno en cuanto nació el niño, que quedó al cuidado de mamá.
Entonces ésta me preguntó cuánto dinero me quedaba. ¡No podía creerlo!
¡Sólo me quedaban doscientos mil dólares... de todo aquel dinero! Y lo peor
era que había una cláusula en el testamento de papá que decía que, a
partir de su muerte, todos los derechos de su invento se habían de guardar
en depósito para sus nietos. Mamá y yo no podíamos tocarlos. Él había
pensado que, con lo que nos había dejado limpio, bastaría para nosotros...
para mí. Estaba equivocado. ¿Cuánto pueden durar seiscientos mil dólares
en estos tiempos? Nada. Mi parte era de seiscientos mil, y la de mamá
también.
"Ella no comprendía lo aprisa que se va el dinero en esta generación. Se
puso pesadísima. ¿Cómo podía haberme gastado ya medio millón de dólares,
y tan aprisa? Muy fácil, le dije. Viviendo bien, como papá me había
enseñado. ¡No viví como un maestro en su año sabático en Europa, puede
estar seguro! Y las mujeres cuestan dinero, y los coches y apartamentos
también, y la buena ropa, y el ingreso en clubs decentes. ¿Qué quería ella
que hiciera?
"¡Quería que yo me estableciera e hiciera algo! Figúrese, yo, sólo con
veintiséis años, sólo un muchacho, y ella insistiendo en que fuera un viejo
como mi padre. Le había dado a Debra doscientos mil, le recordé, y aún
quedaban doscientos mil más, y me gastaría el resto. ¿No era mío? Mamá
dijo que, por el bien del niño tenía que hacerme un hombre. ¡A mi edad!
¡Con toda mi juventud por delante! Quería que volviera a una buena
universidad y consiguiera un auténtico título, y luego estudiara leyes o algo.
Yo pensé en papá, y no pude más que imaginarlo riéndose de ella. ¡Pobre
viejo!
Su padre. Su padre habría tenido poco más o menos la edad del chico
de la iglesia cuando él, John-nie, había nacido. ¿Le habría sostenido alguna
vez en brazos, o sobre sus rodillas, y le habría mirado en alguna ocasión con
tal orgullo y ternura?
"Sí", pensó Johnnie. Era de esa clase de hombres; bueno, de chicos.
Recuerdo bien cómo me miraba cuando estaba en el parvulario, con aquella
misma expresión. ¡Y aún no tenía treinta años entonces; era más joven que
yo!
Aquel pensamiento impulsivo le desazonó, le dejó atónito. Siempre había
pensado en su padre como en un hombre viejo. ¿Es que sus propios hijos, a
su edad, pensarían que él había sido siempre viejo? ;No, no! Le
recordarían como un chiquillo igual que ellos, y tan divertido y animado.
"Pero", pensó Johnnie, "yo nunca paso con ellos el tiempo que mi padre
pasaba conmigo. Nunca me he sentado con ellos, ni he hablado con ellos, ni
he cantado con ellos, como papá hacía conmigo. Ni una vez. ¿Por qué?
Supongo que será por sus madres. Además, siempre tengo alguna otra
diversión para entretenerme mirándoles. Siempre estuvieron en el
departamento de mi madre, que ahora
es el de Sally. Los críos en estos tiempos.., sus padres están demasiado
ocupados."
"¿Lo están?"
—Yo todavía soy joven —dijo Johnnie en respuesta, y hablaba con
desesperación—. No quiero ser viejo antes de que me llegue la hora, ¡maldita
sea! Agotado, como mi padre. Muriendo de un ataque al corazón antes de
los cincuenta años. ¿Para qué?
Recordó que su abuelo había sido granjero y se había casado muy tarde.
Había vivido casi hasta los ochenta y hasta el mismo día de su muerte había
trabajado la tierra desde el amanecer hasta la puesta del sol, y había
muerto al fin de un accidente. Rechazó el pensamiento casi físicamente,
como si le hubiera golpeado.
Empezó a hablar con toda prisa:
—Mamá decía que estaba enferma, ¡como si yo no lo supiera! ¿No le
pagaba yo para que se cuidara de mi hijo, y no contraté una niñera para
él? Sí, es cierto que me fui a Europa de nuevo. Después de todo, había
quedado muy destrozado por mi matrimonio. Y en París conocí a Justine y
a su "padre". Habían estado navegando en su yate, pasándolo bien. ¿Cómo
podía saber yo que él era un tipo contratado, y tan padre de Justine como
mío? El caso es que nos engañamos mutuamente y fue algo muy divertido.
Luego me casé con Justine en París, y estalló toda la historia. Pero claro,
para ese momento Justine había conseguido quedar embarazada y yo estaba
casado con ella y el otro había desaparecido con el yate. Intenté conseguir
un divorcio en París, pero allí son muy pesados para estas cosas, y por
tanto nos volvimos a casa y Justine fue algo estupendo durante algún tiem-
po. Luego pidió cincuenta mil de lo que me quedaba por concederme el
divorcio, después que nacieron las gemelas, y yo se las llevé a mamá.
Miró fijamente la cortina. El tipo de allí atrás
debía decir algo, un sonido al menos que indicara su comprensión y
simpatía, ¿no? Pero nada dijo.
—Bien —siguió Johnnie, furioso de nuevo—, mamá perdió por completo la
cabeza a partir de ese momento. ¿Qué esperaba que yo hiciera? Ella se guar-
daba su dinero, ¿no? y vivía como hacen esas viejas de la Seguridad
Social, contando todos los peniques, y yo casi estaba arruinado. ¿Qué otra
cosa tenía ella en el mundo? ¿No comprendía que era ella misma la que me
había traído tanta mala suerte? ¿Es que no le importaba? ¡Pues no! Todo lo
que sabía hacer era mirarme y llorar. Pero al menos aceptó los críos, y yo le
ayudé lo que pude a mantenerlos. No mucho. ¿Cree que yo bebía o vivía mal,
como muchos chicos que conozco? No, nada de eso. Sólo quería ser feliz,
como papá había deseado que lo fuera, pero al parecer todo el mundo se
había confabulado para privarme de mi juventud y mi felicidad. ¡Maldita sea,
no voy a dejarles que lo hagan!
Estaba sudando, de temor ante el futuro, de indignación ante su
presente apuro.
—¡Eh, oiga! —gritó a la cortina—. ¿No cree que debería tener alguna
felicidad en la vida, y no verme forzado a la vejez antes de tiempo?
No se escuchó el menor sonido tras la cortina, pero Johnnie creyó sentir
que el hombre se había movido.
—De nadie debe esperarse que se "enfrente con la vida" —siguió—
como decía mi madre, a tan temprana edad. No es justo. Es ridículo. Resulta
anacrónico en esta época. Yo supongo que siempre lo fue, para ser sincero,
sólo que los adultos rehusaban reconocerlo. De todos los problemas del
mundo tienen la culpa los adultos que no comprenden a los jóvenes. ¿No
está usted de acuerdo conmigo? Pues muchos educadores lo están. Ellos
creen que los niños deben disfrutar de su infancia, y no ser lanzados a la
vida cuan-
do aún no son suficientemente maduros. Eso es lo que me sucedió a mí;
mi madre fue en realidad la causa de aquellos dos desastrosos
matrimonios, cuando yo era sólo un crío y no sabía realmente lo que hacía.
¿Qué significado podía tener el matrimonio a mi edad? ¿O incluso ahora?
¡Soy demasiado joven!
"Y yo también."
¡Demonios, estaba perdiendo la cabeza! Lo había oído, y, a la vez, no lo
había oído. Se inclinó hacia adelante:
—¿Dijo que usted es joven también? ¿De mi edad? Entonces tiene que
comprenderme. No cumpliré treinta y tres años hasta dentro de todo un
mes... —se detuvo, casi se encogió. Luego habló con tono desafiante—. ¿Qué
son treinta y tres años en estos tiempos? Nada en absoluto. Nunca lo fue,
al menos no para un hombre. ¡Seguro que también usted se lo pasa bien
cuando no está escondido tras esa cortina! —sonrió al lustroso terciopelo,
tan inmóvil ante él, y guiñó un ojo.
Luego se sintió triste de nuevo.
—¿De qué sirve que siga hablando y hablando? Quedé arruinado,
después de lo de Justine. Le pedí a mamá una pensión; yo quería tener mi
propio apartamento. Pero ella se negó. ¡Figúrese, se negó, mi propia madre!
Podía vivir en su casa, con ella y los críos —¡y vaya una casa ruidosa!— o
ponerme a trabajar. En realidad intentó conseguir que fuera a una "autén-
tica universidad", según la llamaba. Jamás en mi vida había querido que yo
disfrutara y me viera libre de cuidados, como papá se había propuesto. ¡Oh,
sí!, me dio dinero para mis ropas. Yo le dije que me dejara ir, que me
diera algo de dinero y que más tarde, al cabo de unos años, me
establecería para siempre. Pero ella era como un muro de piedra, sumida en
su enfermedad mental. Me fui a los abogados y hablé de recluirla y de que
me dieran poderes para manejar sus asuntos, pero ellos se me rieron en la
cara! Así que estaba harto. No es justo. La vida nunca fue justa conmigo.
"Ni conmigo."
—¡Eh! Ahora sí que le oí, ¿no? —se sentía muy excitado—. ¿Comprende
entonces que esté harto?
"Sí. El mundo está harto de ti también."
—¡Espere un momento, espere un momento! —dijo Johnnie, herido e
indignado—. ¡Si ni siquiera me conoce!
Pero el hombre guardaba silencio.
"Lo oí, ¿no?", se preguntó Johnnie. ¿O es sólo cosa de este lugar
condenadamente silencioso, sin nada a que mirar, ni nada que oír más
que tu propia voz y tus propios pensamientos? Encerrado conmigo mismo...
Me está dando claustrofobia. Me está haciendo ver y oír cosas..." El
corazón empezó a latirle violentamente, como si estuviera a punto de pre-
senciar una terrible revelación que no podía soportar ni imaginar siquiera.
A fin de retrasarla, pues tanto temor sentía, siguió hablando a toda prisa.
—Mamá tenía una amiga; la había conocido toda la vida. Y esa amiga
tenía una hija, Sally, mayor que yo. Bueno, un año mayor, pero treinta y
cuatro años es mucho para una mujer. Cuando esa amiga murió, mamá
invitó a Sally a que fuera a vivir con ella y le ayudara con los niños... mis
hijos. ¡Santo cielo!, estábamos abarrotados en aquella casita, ¡la pequeña
casa que mamá comprara después de morir papá! Vendió nuestra antigua y
maravillosa casa. Demasiado cara, decía. ¡Ja! Mamá empezó a decaer de
modo alarmante poco después que Sally se viniera con nosotros. Me llamó a
su dormitorio una noche y me dijo que se moría. Le sugerí llevarla a un
sanatorio para enfermos mentales; si conseguía meterla allí, lo habría arre-
glado todo. Tendría poderes y podría coger al fin todo aquel dinero que
era realmente mío. Pero ella me sonrió de modo desagradable, enfermizo
en verdad. Y me dijo que me iba a dejar exactamente veinte mil dólares, y
el resto a Sally.
Esperaba un sonido de incredulidad del hombre tras la cortina. Pero sólo
le respondió la serena y fresca quietud del muro y el suelo de mármol.
—Acudí entonces a otros abogados y les conté toda la historia y ellos
dijeron que podía impugnar el testamento si quería, pero que los abogados
de Sally lucharían conmigo y tendrían muy buenos argumentos a su favor.
Después de todo, dijeron, yo había derrochado el dinero que papá me
dejara, y podrían presentar eso en mi contra. ¡Diablos! También dijeron
que yo no contribuía en nada al sostén de mis... de los críos. Todo eso
ocurrió después que mamá muriera, ¿sabe? Murió un mes después de
haberme dicho aquello tan insultante, lo que había hecho con su tes-
tamento. Los críos tenían el fondo de mi padre, y yo nada más que aquel
asqueroso legado. No me duró ni un año.
Se pasó las manos patéticamente por el pelo, cerrando los ojos.
—Antes de morirse, mamá me sugirió que me casara con Sally, esa vieja
vaca. No podía soportarla. Bueno, esto no es del todo cierto, al principio era
atractiva, al estilo serio, con lo que yo creí que era un gran sentido del
humor. Parecía un ser humano bastante cálido y acogedor... antes de que
me casara con ella. Dulce y amable también. Cariñosa. Buena con los
niños. Evitaba que me estorbaran y que me los tropezara a todas horas.
Pero a veces —antes y después que nos casáramos— intentaba acercarlos
a mí, como si a mi edad yo pudiera sentir un afecto paternal.
De nuevo, como una candente visión, contempló a aquel padre joven
con su hijo en brazos, y se removió inquieto.
—¡Oh, son bastante atractivos, el chico especialmente! Todos se parecen
a mí. A veces juego con ellos, cuando no están chillando o pidiendo algo.
Pero que me cuelguen si voy a actuar como un padre con ellos, a mi edad.
Ya sabe lo que es eso. Casado demasiado joven, demasiada responsabilidad
antes de ser un adulto. Sally insiste en decirme que el chico ha hecho ya su
primera comunión, y que yo tengo ciertos deberes con él. Ella, como mamá,
quiere que busque un empleo o que vuelva a la universidad y aprenda
algo. Bueno, ella tiene el dinero y yo no. Pero no voy a dejarle que eche a
perder mi juventud, como lo intentó mi madre.
Ahora le subieron a los ojos lágrimas de cólera y desesperación. Sacó
un espléndido pañuelo de magnífico hilo y se sonó. Y dijo con voz ahogada y
vengativa:
—He hecho un infierno de la vida de Sally. Ahora llevamos tres años
casados. Estaba decidido a que ella pagara por lo que me había hecho,
utilizando indebida influencia sobre mi madre y robándome mi propio dinero.
Durante los últimos meses no le he hablado apenas, y me niego a hacer
cualquier cosa por los niños, sólo para enojarla. Me mantengo alejado de
aquella asquerosa casa todo lo que puedo... que no es mucho. No tengo
dinero, aparte de cien al mes que Sally me da para dinero de bolsillo. ¿Es
justo eso? ¿Con mi propio dinero?
Se sonó de nuevo.
—De todas formas, esto es todo. Hace unas noches Sally me dijo: "Eres
desgraciado porque te niegas a crecer, y casi eres un hombre maduro." ¡Un
hombre maduro yo! Entonces siguió: "Y me estás haciendo horriblemente
desgraciada también. Me casé contigo porque te amaba, a ti y a tus hijos, y
no porque tu madre lo quisiera así. Pensé que podía hacer que te
enfrentaras con la vida antes de que fuera demasiado tarde para ti.
Pensé que podía convertirte en el padre adecuado para tus hijos, que te
necesitan. Después de todo, de haberlo querido, yo podía haberme limitado
a heredar el dinero de tu madre y marcharme después, dejándote con tus
hijos para que te ocuparas de ellos como quisieras. Como su guardián te
habrían concedido una pensión de los fondos del depósito para
mantenerlos hasta que llegaran a la edad de veintiún años y heredaran su
propio dinero. Quizá debiera haberlo hecho así. En cierto modo no ha sido
justo para ti el que yo asumiera la responsabilidad de tus hijos, sin exigir
que tú fueras responsable también. Naturalmente no hubieras recibido ni un
penique en cuanto tus hijos heredaran. Creo —dijo— que si he soportado
esto tanto tiempo fue movida por un sentimiento de responsabilidad hacia
ti."
—¿Ha oído alguna sarta mayor de estupideces? Yo le dije: "Dame al
menos la mitad de mi dinero y quedaré satisfecho. ¿Qué te parece?" Lo
meditó cuidadosamente. Luego dijo: "Sí. Pero sólo si vas a ese santuario y
hablas de ello con el hombre que escucha allí. Yo lo hice una vez, cuando mi
madre murió. Pensé que no podría soportarlo. ¡Habíamos estado tan unidas!
Pero él me hizo comprender. Bien, haré lo que quieras, incluso dejaré que te
divorcies de mí, si hablas con él."
—Y por eso estoy aquí —acabó Johnnie Martin. De modo que ya he
hablado con usted. Ahora puedo volver a Sally y describírselo todo, y
entonces seré libre otra vez.
Sonrió, con la repentina y volátil felicidad de un niño que espera ansioso la
Navidad. "¿Y tus hijos, los pequeños?"
—Los enviaré a algún colegio. El chico puede ir a una academia militar. Y
las niñas a un convento. Conozco el sitio justo, y yo estaré libre.
"¿Para qué?"
—Para disfrutar de mi juventud, como quería mi padre.
Volvió la cabeza, y, aunque no había ventanas en la habitación el
mármol pareció transparentarse y, a través de él, vio de nuevo al joven
padre con su hijo, el padre joven y responsable, las manos destrozadas por
el duro trabajo. ¡Pobre imbécil! ¿Qué haría tras su jornada de trabajo, él,
sólo un crío? Ayudar a la mujer con los pañales y los platos, ocuparse de la
lavadora, o darle el baño al bebé y quizá cortar el césped... si podía
permitirse tener césped. ¿Qué harían él y la mujer que lo había atrapado,
pues seguramente no habría sido él el agresor, en su tiempo libre, si es que
tenían tiempo libre? ¿Hablarían del porvenir y del futuro de su hijo? ¿Qué
futuro?
"Un futuro de hombre, pues ese niño tiene un padre que es un hombre."
—¿Y cree que yo no soy un hombre? —exclamó Johnnie. Se puso en pie—.
Pues claro que no lo soy. Sólo soy un muchacho. Tengo aún muchos años
para crecer, muchos años. Mientras tanto, voy a disfrutar de mi juventud.
"Treinta y tres años."
—¡Sólo un muchacho! —protestó Johnnie—. Sólo un joven.
Miró desafiadoramente la cortina, pero no se movió. Se sentó de nuevo.
Sus manos descansaron en los brazos del sillón. Pronto treinta y tres años, y
arruinado. Ni siquiera un trabajo. Un padre que no era realmente un padre.
Un extraño sentimiento de pesar le dominó, como la oscura premonición de
un futuro desolado y solitario. ¿Qué sería de él dentro de diez, de quince
años? ¿Habría desaparecido su dinero para entonces? ¿Habría desaparecido
todo lo demás? Mujeres, coches, apartamentos, lujos, viajes, magníficos
restaurantes, ropas maravillosas... El dinero no tenía una auténtica
cualidad en estos días. Se desvanecía literalmente. Y ¿qué le quedaría
después que todo se hubiera ido? ¿Sus hijos? No le conocerían, a él que
los había abandonado. No le querrían. No dirían "mi padre" como el niño de
aquel pobre imbécil diría probablemente de su padre. Él sería viejo... ¡viejo!...
y no habría nada. Sólo recuerdos... ¿de qué?
Se puso en pie de un salto, sintiéndose prisionero, ahogándose.
—¡No es justo! —gritó—. ¿Por qué tengo que envejecer? ¡Yo soy joven,
joven!
Corrió a la cortina, vencido por una desesperación que jamás había
conocido antes y apretó el botón dándose cuenta sólo a medias de que lo
hacía y, mientras las cortinas se corrían, repitió:
—¡Soy joven, se lo digo, soy joven! ¡Aún no soy un adulto de verdad!
Y entonces vio al hombre que le había escuchado. Le miró estupefacto,
abriendo y cerrando los ojos con angustia, tragando saliva a duras penas.
Empezó a retirarse lentamente, paso a paso. Llegó al sillón, tanteó con la
mano y se aferró a él. Un horrible temor se apoderó de nuevo de Johnnie y
otra emoción que todavía no reconocía como una profunda y horrible ver-
güenza, pues jamás en su vida había experimentado tal vergüenza.
No podía apartar los ojos de aquellos ojos sombríos que le miraban tan
firmemente. Estaba seguro de que le miraban con firmeza,
amonestándole... Si bien el hombre no le despreciaba en realidad; sí, le
comprendía perfectamente.
Yo sólo tenía treinta y tres años cuando completé mi obra, parecía
decirle aquel hombre. Sólo en años tenía tu propia edad. Yo no era un niño,
ni un joven, ni siquiera en mi carne humana. Yo no había sido niño desde
que cumpliera los doce años, aunque estuve sujeto a mi familia como tú no
lo estuviste jamás. Yo era un hombre, y tú jamás has sido un hombre.
—Que Dios me ayude —murmuró Johnnie—. No fue sólo mi culpa. Fue la
de mi padre también. No es que le juzgue, no es que le condene. Sólo estoy
diciendo la verdad, como jamás la dije antes. Él estaba equivocado. Él debía
haberme ayudado a ser un hombre y no haberme animado a ser un crío
eterno. Pero mi padre no estaba más equivocado que muchos otros mi-
llones de padres en este país. Están haciendo niños eternos de sus hijos.
Les están negando la virilidad y sus responsabilidades como hombres...
Miró suplicante al hombre, pero los ojos firmes
no parecieron suavizarse ni mostrar simpatía.\
—De acuerdo —dijo Johnnie con una humildad totalmente desconocida
antes en él—. No voy a seguir mintiendo. Creo que yo lo supe siempre, y
que fue culpa mía, aún más que de mi padre. ¡Yo lo quería así! Yo quería
ser un muchacho toda la vida, y divertirme. Sí, creo que lo sabía. Los
sacerdotes intentaron decírmelo, y mi madre, y Sally. Pero... yo tenía
miedo. Tenía miedo —repitió, maravillándose ante el asco que sentía de
sí mismo—, tenía miedo de ser un hombre.
Se contempló tal cual era: grande, maduro, un poco demasiado
pesado, asquerosamente juvenil, peinadito como un bebé de dos años,
manicurado, bañado, sano... e inútil. Un mozalbete de mediana edad,
estúpido, de pies grandes, siempre joven y sonriendo, negando su
madurez, negando que llevara dieciocho años de ser adulto. Pensando en
sí mismo como en un adolescente. ¿Quién había inventado aquel término
realmente cruel y repulsivo? Después de la pubertad, un niño ya es un
hombre, con todo el poder corporal de un hombre y con la madurez de un
hombre. Después de la Confirmación él había sido responsable de sus
propios pecados y su propia vida... ¿No le habían dicho eso los
sacerdotes? Él sólo era responsable. Y había rehusado la patente
responsabilidad. ¿Por qué? Porque había tenido miedo de ser un hombre.
Su padre debía haber adivinado su terror y, en su amor, había tratado de
calmarle y tranquilizarle. Él se equivocaba, dijo John Martin. Era su deber de
padre el conducirme a la virilidad, el haberme liberado. No fue amable
conmigo en absoluto. Él y yo... entre los dos hicimos lo que soy ahora.
Pero él murió al ver lo que yo era realmente. Sí, ahora lo sé. Lo mismo
que mi madre.
Pensó en sus propios hijos, en el chico, Michael, con su rostro joven y
firme, las pequeñas gemelas, alegres, de ojos azules, siempre de buen
humor. Nunca las había visto antes como las veía ahora, a plena luz de la
horrible revelación de sí mismo. ¡Eran unos chicos estupendos!
Necesitaban un padre, no la clase de padre que él había tenido, sino un
hombre que les guiara, enseñara y dirigiera, no que jugara con ellos como
otro crío más, como hiciera él mismo, y con juguetes que tan pronto le
aburrieron. Podía recordar ahora cierta reserva, cierta fría especulación en
los ojos de su hijo. ¿Qué habría llegado a pensar su hijo de él? John Martin
cerró los ojos. Bien lo sé, pensó. Me considera un imbécil, grandote y
estúpido, y eso es lo que soy. Eso es todo lo que soy. ¡Que cosa tan
terrible, que un chico piense así de su padre!
Y Sally. La paciente, la amable y cariñosa Sally, su esposa. ¿Porqué
demonios había querido casarse con él? Hermosa Sally. Jamás había
comprendido lo muy hermosa que era en realidad, con sus brillantes ojos
castaños, y su ternura con él y con sus hijos, y su bondad. “No la merezco
pensó. ¿Me despreciará ella? Ni la mitad de lo que yo me desprecio.
¿Será demasiado tarde? Quizá no. Sally me envió aquí. ¿También ella... le
vería?
Contempló al hombre silencioso que le miraba. Ahora sí aparecían
lágrimas en sus ojos, lágrimas de adulto. Fue lentamente hacia él, y
lentamente dobló las rodillas e inclinó la cabeza y besó los pies del hombre.
Y dijo:
Señor, ten piedad; Cristo, ten piedad...
Siguió de rodillas largo tiempo, rezando como jamás antes había rezado
en su vida. Poco a poco le fue abandonando el asco de sí mismo, y supo
que había sido oído y perdonado, y que ahora había abandonado para
siempre su infancia y su juventud. Cuando se puso en pie, se sintió
revestido de virilidad.
Por favor, no me abandones nunca susurró. Esto no ha terminado.
Aún me queda un largo camino que recorrer.
Cuando se halló de nuevo bajo el cálido sol de agosto se le ocurrió de
pronto que estaba contemplando un mundo que jamás había conocido, un
mundo de hombres y deberes, de fieras responsabilidades y de lucha. Aún
no estaba seguro de que le gustara, ¡pero tendría que gustarle!. Era su
mundo. Era el mundo de él y de sus hijos. “¡Dios mío, Michael! pensó. Mi
hijo. No puedo perder ni un solo minuto...”
Entonces vio a Sally que subía por el largo sendero de grava hacía él.
Sally, con su rostro pálido y ansioso, los ojos interrogándole en silencio.
Empezó a corre hacía ella como un niño corre hacía su madre, pero luego
se detuvo. Caminó firmemente por el sendero hacía su esposa, con pasos
rápidos pero controlados. Ella se detuvo a esperarle. John Martin le cogió
las manos.
Hola Sally dijo, y sonrió. Vamos a casa con los niños.
En el femenino rostro brilló un nuevo gozo. Él vio sus ojos húmedos, la
boca temblorosa. Sin importarle la gente sentada a la sombra, en los
bancos de mármol, se inclinó hacía ella y la besó.
Vámonos a casa repitió.
ALMA SEXTA

EL JUBILADO

«E/ justo florecerá como la palma... Fructificarán aun en la


senectud.»
(Salmo 92, 12-14.)
ALMA SEXTA

El crepúsculo de tono malva descendía sobre la nevada ciudad, y las


lámparas de la calle empezaron a encenderse como suaves bolas doradas.
Un viento frío e implacable alzaba la nieve y la lanzaba al aire en
polvorientos remolinos. Era la hora de la cena para la mayoría de los
trabajadores de la ciudad, pero en los grandes edificios de apartamentos
los hombres llegaban precisamente ahora de sus despachos y se disponían a
tomar un cocktail que les ayudara a relajarse. Ahora, uno a uno, los pisos de
despachos en los edificios comerciales fueron iluminándose mientras las
limpiadoras los recorrían todos, y una a una también se encendieron las
luces en los apartamentos particulares y se corrieron las cortinas contra la
noche invernal. Un tiempo tan crudo era algo extraordinario en la ciudad, y
sus habitantes, los jóvenes, disfrutaban con él. Los viejos temblaban.
Excepto Bernard Carstairs, que, a sus sesenta y cinco años, estaba aún
en la calle a la hora del crepúsculo, volviendo a pie desde el Centro de
Jubilados a su casa, en uno de los edificios de apartamentos cercano.
Caminaba con paso recio y juvenil, aunque era
algo pesado para su altura, que apenas sobrepasaba lo normal. Había
aumentado estos kilos extra desde su forzado retiro, hacía seis meses, y ni a
él ni a su doctor les gustaba demasiado. "Aunque es mejor que arrugarse y
encogerse, como suele pasar a la mayoría de los jubilados", le había dicho
el doctor. "Bernie, biológicamente tiene menos de cincuenta años. Una mal-
dita vergüenza, una maldita vergüenza." En eso habían estado de acuerdo.
"Será mejor que busques algo que hacer", había añadido el doctor mirando
compasivamente a su amigo, que apenas tenía unas hebras grises en su
magnífica cabeza de cabellos castaños. Los azules ojos de Bernard eran
firmes, jóvenes, alerta, y sólo necesitaba gafas para leer la letra pequeña.
Sus rasgos parecían agudamente recortados, las mejillas eran tersas y de
buen color, los labios firmes y resueltos, la barbilla desafiante, aunque
ahora tenía un rollo de grasa sobre el cuello debido al aumento de peso,
rollo que no había tenido hacía un año. Todos sus movimientos eran
vigorosos y definidos, y jamás había tenido un dolor o enfermedad en la vida,
hasta ahora. A veces se sentía tan cansado que apenas podía moverse, y
para ese cansancio el doctor le había prescrito un tónico. "Aunque me temo
que no te servirá de nada", había añadido. "Tienes una mente activa que
ahora se ve obligada a reducir la marcha, y no le gusta, y por eso lo refleja
en tu propio cuerpo, y éste se queja."
—Bien, ¿y qué puedo hacer? —preguntó Bernard—. Yo sólo era un
ejecutivo sin importancia en la compañía. Si hubiera sido más importante
quizá me habrían conservado en el puesto. Pero el caso es que yo nunca
tuve demasiada ambición. Soy de los que se contentan con su trabajo. No
me gusta esa guerra de ratas que es la competición por un ascenso, jamás
me gustó. Yo hacía mi trabajo mejor que la mayoría, pero Kitty y yo, al no
tener hijos, podíamos vivir muy bien con lo que yo ganaba, ahorrando,
saliendo con amigos, asistiendo a reuniones sociales, formando parte de
algunos buenos clubs, durmiendo bien, comiendo bien, teniendo una bonita
casa, ropas buenas, un coche nuevo cada tres años y tomándonos buenas
vacaciones en verano. Era suficiente para nosotros... para mí. No es que me
gustara especialmente mi trabajo, pero era todo lo que sabía hacer. Me
casé joven y acepté el primer empleo bastante bueno que pude encontrar:
tenedor de libros, y me figuré, ¡qué diablos!, que aquello era toda mi vida, y
así fui subiendo lentamente toda la escala hasta mi último cargo, en el
que me pagaban 12.000 al año, con un plan de pensión, Seguridad Social y
beneficios extra, y yo pensé, ¡diablos!, que los que tenían puestos más
importantes constantemente se morían de algo del corazón, o tenían úlcera
y no lo pasaban bien, mientras que yo estaba contento y tranquilo, con un
futuro asegurado tras el retiro... ¿Por qué debía preocuparme? ¿Para qué
desear más paga que, de todas formas, se me iría en impuestos? No, no me
gustaba mucho el trabajo, pero lo hice bien. Monótono, pero cómodo.
Supongo que sólo soy un tipo corriente.
—Y ¿quién no lo es? —dijo el doctor.
Bernard le miró agudamente, y sus ojos azules no eran los de un tipo
corriente.
—Algunos no lo son, doctor —dijo—. Demasiados hombres aceptan un
trabajo y se establecen sólo para sentirse tranquilos... como yo. No es
bastante.
—Aunque el hombre exterior perezca, sin embargo el hombre interior se
renueva día a día —dijo el doctor—. San Pablo.
—Y ¿qué se supone que significa eso?
—Es mejor que lo descubras, Bernie. Nadie puede descubrirlo por ti. Sólo
tú mismo.
La esposa de Bernard tenía cincuenta y cinco años, y se ocupaba en
muchas cosas agradables. Amaba a su marido. Pero después de los
primeros meses de euforia ante el retiro a los sesenta y cinco años y el
primer viaje al extranjero, halló agotadora la constante presencia de su
marido. Éste no era del tipo de los que se disponen a envejecer ante el
televisor, ni de la clase de los que se encierran en "actividades de la
comunidad", ni se dedican a remendar y hacer chapuzas por la casa. No
tenía un hobby, ni siquiera jugaba al golf. Nunca le había interesado el
alcohol en exceso, pero ahora bebía demasiada cerveza y bostezaba.
Durante sus días activos y ocupados en la oficina, y las reuniones sociales
por la noche, nunca había sido un gran lector. Había declarado en ocasiones:
"Cuando me retire, leeré todos los buenos libros que me he perdido". Pero
era esencialmente un hombre volcado al exterior, y leer constantemente,
durante semanas, le había cansado. Su educación no había pasado de la
escuela superior y muchas de las alusiones de los mejores libros le
resultaban desconcertantes, totalmente desconocidas para él. Empezó a
rebuscar en la biblioteca pública. Pero su cuerpo muscular se rebelaba ante
tanta quietud e inactividad. Además, las obras clásicas le resultaban
desfasadas para la vida moderna. Se trataba de libros escritos para gentes
contemplativas, y Bernard no era contemplativo en absoluto. Escritos para
aquellos que disponían de largas horas de crepúsculo... y Bernard odiaba los
crepúsculos profundamente. Habían sido escritos para aquellos que
serenamente aceptaban la vida, y la vivían serenamente. Pero Bernard no
estaba entrenado en una actitud fatalista, ni era básicamente sereno. No,
no le había gustado su cargo de ayudante del director de personal de su
compañía; pero tampoco le había disgustado. Era un modo de ganarse el
pan. Durante la mayor parte de su vida había considerado eso suficiente; él
sólo era un tipo corriente. Ahora que estaba jubilado no podía protestar de
que echara de
menos a la vieja pandilla de la oficina. No los echaba de menos en
absoluto. No había vuelto allí ni una vez de visita.
Económicamente podía vivir bien. Él y Kitty siempre habían ahorrado una
suma fija de sus ingresos, y además le pagaron tres anualidades completas
en sus sesenta y cinco cumpleaños. También tenía su cheque de la
Seguridad Social, y su pensión, que llegaba al cincuenta por ciento de su
sueldo. A veces, él y Kitty hablaban vagamente de tener "una casa en el
campo, o en los suburbios, donde podamos trabajar un poco en el jardín y
cultivar rosas de concurso o algo así". Pero tanto él como Kitty eran gente
de ciudad, y ella tenía allí todas sus amigas, y él también. Además, la misma
idea del traslado, del desorden, de las decisiones que tomar con respecto a
los muebles viejos, y la compra de los nuevos, les repelía a los dos. Eran due-
ños del agradable apartamento donde vivían y que habían ocupado durante
veinticinco años. Conocían todos sus rincones y puertas. Se sentían
nostálgicos sólo con pensar en dejarlo por un lugar extraño y nuevo en los
suburbios.
Lo que ocurría es que el apartamento se había convertido últimamente
para Bernard menos en un hogar que en una prisión cómoda y abrigada.
Mientras Kitty estaba fuera almorzando con sus amigas él se sentaba en el
living e intentaba leer, pero se sentía consciente de todo el silencio en torno,
de la falta de movimiento, del vacío. Entonces salía de casa y caminaba
nerviosamente, mirando los escaparates, visitando el zoológico en los días
de buen tiempo, paseando por la biblioteca pública, comprando comida,
metiéndose en un cine...
Por primera vez empezó a pensar en los años que le esperaban. ¿Cuánto
viviría? Luego se interpuso otro pensamiento: "No mucho. Uno de estos días
voy a morir, tal vez en un par de años, quizá diez, quizá quince. Y ¿siempre
va a ser así, sin más que quedarme sentado, y esperando morir? ¿Qué se ha
hecho de mi vida? Y ¿qué haré con el resto?"
—¿Por qué no vas a ver si puedes hacer algo útil en el Centro de
Jubilados? —le dijo Kitty hacía una semana.
Había sabido infundir entusiasmo en su voz, y Bernard lo había captado
en seguida. Ya estaba poniendo nerviosa a su mujer, y no la culpaba por
ello. También él se estaba poniendo nervioso. Su cuerpo fuerte y aún joven
parecía querer estallar las costuras. Nunca se había sentido demasiado
consciente de sus pensamientos en todos los años de trabajo. Sin embargo,
ahora, en estos días, dominaban su mente toda clase de inquietas y
turbadoras preguntas. Para dar gusto a Kitty había ido al Centro de Jubilados
aquella mañana, y se había quedado a pasar el día. ¡Qué equivocación más
terrible! Bernard no era un hombre de emociones violentas, pero hoy,
contemplando y hablando con hombres y mujeres de su propia edad en el
Centro, o mayores aún, había sentido el primer regusto de una desesperación
activa y poderosa. Lo que fuera simplemente una vaga inquietud mental
durante los pasados meses se había transformado en pánico y terror. No es
que la vista de los ancianos le asustara, sino la complaciente aceptación de
su inutilidad, y la vacía espera de la muerte que parecía esconderse en las
sombras de las muchas habitaciones cómodas del Centro. Algunos, sentados
en mecedoras, charlaban en grupo ante una linda chimenea con las manos
cruzadas en el regazo. Hablaban de sus hijos y nietos, y de los viajes que
hicieran el verano pasado. No hablaban de futuro para ellos mismos;
plácidamente aceptaban ya el hecho de que no tenían futuro. Algunos
peroraban de modo interminable sobre los cargos importantes que habían
tenido en el pasado, y lo mucho que sus superiores lamentaran su retiro.
Otros se dedicaban ahora a pequeños trabajos de artesanía, creando
objetos mediocres y torpes que nadie compraría jamás, ni apreciaría, ni
utilizaría. Otros, en fin, jugaban al pinacle, o al bridge. Había una pequeña
biblioteca y mesas cubiertas de revistas. Cada día, acudían allí jóvenes
entusiastas a dar charlas sobre jardinería o cualquier otro hobby, sobre la
salud y el ejercicio, sobre libros de interés, y Bernard supo que también los
clérigos acudían allí una o dos veces a la semana para animar a "nuestros
maravillosos jubilados" y decirles cuan importantes eran aún para el
mundo. "¿Cuánto?", preguntó Bernard a uno de los viejos que había
conocido. El otro no había sabido contestarle. Por supuesto, y esto
demostraba mucho tacto por parte de los clérigos, no se hablaba de la
muerte ni de la vida eterna.
Algunas de las jubiladas más jóvenes se dedicaban a trabajos
voluntarios en hospitales, pero pronto lo hallaron fatigoso a su edad.
Preferían sentarse allí y sacar los portarretratos plegables de sus nietos, y
presumir de sus hijos e hijas, y mostrarse ligeramente despectivas para con
las nueras y yernos. Nadie las escuchaba, naturalmente. Las otras señoras
también tenían sus portarretratos plegables y querían hablar de ellos.
Algunos jubilados se ocupaban de caridad y visitaban las casas. Conocían
gente tan interesante... Cada mañana acudían al Centro las asistentes
sociales, jóvenes ardientes de rostro intenso, con ayuda solícita para
aquellos cuyo cheque de Seguridad Social era lo único de que disponía y con
su jerga psiquiátrica sobre adaptación, tratando de animar a los indolentes
para que hicieran algún trabajito de artesanía como hobby, o más ejercicio.
"Después de todo", dijeron aquella misma mañana, "han de Continuar
Teniendo Interés en la Vida".
La mayoría asistieron muy complacidos y se volvieron a su siesta, o a
sus cartas, o a las conversaciones sobre los nietos. Unos pocos, muy pocos,
miraron cínicamente a las asistentas sociales que les atendían y
suspiraron.
—Yo creo —dijo el vigoroso Bernard a una de las asistentas sociales—
que lo que la mayoría de nosotros necesita es un empleo.
Recibió aplauso de unos pocos, una mirada de horror de la mayoría y
cierta mirada de desconcierto de las jóvenes.
—Vamos, Mr. Carstairs —dijo una de ellas—. Usted sabe muy bien que, en
estos tiempos, ningún jefe de empresa va a contratar a un hombre de su
edad o mayor. Hay que tener en cuenta los planes de pensión, y la
Seguridad Social y las enfermedades naturales de los viejos, que hacen algo
insegura la constancia en el trabajo, y los beneficios de los empleados que
ningún jefe quiere pagar en el caso de los... bueno, de los viejos. Y luego
están los formularios del gobierno, que exigen...
—¡Ya está bien de tanto maldito gobierno! —había exclamado Bernard,
asombrado de sí mismo, pues siempre había pensado que, en estos
tiempos, a todos les resultaba consolador el saber que el gobierno se
cuidaba de sus intereses—. Quizá si no tuviéramos la Seguridad Social y
todos los planes de pensión, y beneficios extra, la mayoría de los que
estamos aquí tendríamos un empleo y seríamos útiles al mundo, y no una
basura que se echa a un lado. Peor aún; somos una carga para los jóvenes
maridos y padres que tienen que pagar nuestros cheques de Seguridad
Social en forma de impuestos.
—Ustedes mismos pagaron por la Seguridad Social —le informó la chica
pacientemente.
—No, en absoluto. Un día me entretuve en sumarlo todo. Supongo que
voy a recobrar lo que pagué en unos seis años. Y ¿quién paga el resto? Los
jóvenes, y yo pienso que es una maldita injusticia.
Su rostro firme y lleno enrojeció ante su nueva indignación. La
muchacha sonrió amablemente:
—Bueno, sus hijos pagarán así por ellos también.
—Y ¿por qué han de hacerlo? ¿Por qué una generación ha de ser
mantenida por otra? Mientras podamos movernos y tener alientos
deberíamos mantenernos a nosotros mismos, y no esperar que los jóvenes
nos carguen sobre sus hombros.
Un clamor de ultraje de la mayoría de los viejos había ahogado su voz.
Uno de ellos dijo:
—¡Yo también trabajé mucho tiempo y luego me retiré, y ahora cojo mis
buenos cheques y me voy corriendo al banco a cambiarlos! Y ¿por qué no
había de hacerlo? ¿No lo merezco?
—No —dijo Bernard—, claro que no. No merecemos nada que no hayamos
ganado.
—Yo creé una familia —dijo otro viejo—. ¿No es eso hacer algo por mi
país?
—Sí, y por eso sus hijos deberían mantenerle, en vez de permitir que lo
hagan los hijos de otros. ¿Es que ellos no han oído hablar del cuarto
mandamiento?
La asistenta social les había interrumpido amablemente, pues, para ese
momento, ya muchos viejos estaban demasiado acalorados y agitados.
—En estos tiempos —añadió— todos nos preocupamos por todos. ¿No es
así mucho mejor?
—No es eso lo que me enseñaron cuando yo era joven —insistió Bernard
—. A mí me enseñaron que cada uno había de sostenerse sobre su propio
trasero. Que no había de ser nunca una carga para nadie. ¿Sabe lo que
voy a hacer mañana? ¡Voy a irme a la oficina de la Seguridad Social y voy a
decirles lo que pueden hacer con sus malditos cheques, y que no me los
envíen! Únicamente lo que yo pagué en realidad.
—Pero es que usted es un hombre afortunado, Mr. Carstairs, muy
afortunado —dijo la joven con tristeza. Parecía haber cierto reproche en su
voz por el hecho de que él fuera afortunado, como si hubiera cometido
algún crimen contra la sociedad y por ello debiera sentirse culpable—. Aquí
hay otros que no tienen nada más que su cheque de la Seguridad Social.
—Y ¿por qué no? —preguntó él descaradamente—. ¿Por qué no ahorraron
un poco? Yo ahorré un dólar a la semana a veces, y eso era todo lo que
podía permitirme cuando era joven, pero ¡por Dios que ahorré! Seguro,
tuvimos nuestras enfermedades, es decir, mi mujer las tuvo. Pero yo me las
arreglé para pagarlas, y encima ahorrar dinero. Era muy poco al principio,
luego fue más. Nunca gané mucho dinero, pero ingresé lo que pude en
anualidades, y ahora las he cobrado, y he pagado más del veinte por
ciento de mi fondo de pensión, y quizá deje de cobrar eso también cuando
haya recobrado el dinero que pagué. Después de todo un hombre ha de
sentir respeto por sí mismo, y no puede sentirlo si permite que alguien le
mantenga en la ancianidad. Es uno mismo el que ha de preocuparse de eso.
Cuando uno es joven no debería tener más hijos de los que puede
mantener, de modo que consiga ahorrar dinero durante sus días de
trabajo. Mis propios padres jamás me pidieron un céntimo. No lo
necesitaban. Habían ahorrado su dinero.
Definitivamente a la joven le disgustaba Bernard para este momento, así
como a la mayoría de los jubilados.
—Mr. Carstairs —dijo con reproche—, sus padres vivían en una época
muy sencilla, cuando la gente no tenía tantas exigencias y necesidades,
necesidades legítimamente sentidas, y no había impuestos.
—Exactamente —dijo Bernard—. ¡No había impuestos! Ése es todo el
problema. Los impuestos. Y la gente que exige más de lo que vale, más de lo
que ellos pagaron.
Ahora había caído completamente en desgracia ante la joven. Ésta
apartó los ojos de él como si hubiera pronunciado una blasfemia contra la
naturaleza y la sociedad. Y contra el gobierno. Se lanzó contra él con briosa
malicia:
—Y ¿quién es usted, Mr. Carstairs, para decir lo que vale una persona?
—Todo lo que yo sé es lo que me enseñaron. ¿Oyó hablar alguna vez de la
cigarra y la hormiga? La hormiga trabajó todo el verano, preparándose
comida, pero la cigarra cantó y bailó constantemente y, cuando llegó el
invierno nada tenía. Y se quejó, ¡ya lo creo que se quejó! Y ¿cuál fue la
respuesta que Dios le dio: "Mira la hormiga, perezosa, trata de imitarla."
No hubo simpatía para los que no hicieron planes por sí mismos para el
futuro.
La joven tosió delicadamente.
—Espero que esta discusión no va a caer en una controversia religiosa.
Bernard se sentía agradablemente consciente de la vida, que ahora
latía en su cuerpo.
—Y ¿por qué no? ¿Por qué todo el mundo evita aquí discutir de religión?
¿Es que tienen miedo de que les haga pensar en lo que les espera a la vuelta
de la esquina? La muerte, sí señor.
Ésa fue la peor obscenidad de todas. Los viejos temblaron. La chica
quedó muda. Los ojos de Bernard eran un puro brillo azulado. Miró
lentamente en torno a la cálida habitación y vio los rostros decaídos.
—La muerte —repitió—. Eso es lo que todos esperan, eso es lo que todos
temen. Y ¿para qué quieren vivir, después de todo? Son inútiles, no tienen
esperanza. Prefieren tener este Centro y sus ridículas tiendecitas de hobby
que enfrentarse con la vida, ¿no es verdad? Quizás ese sea su problema,
que nunca se enfrentaron a la vida en absoluto, ni cuando eran jóvenes.
Como era un hombre terco y resuelto se quedó
todo el día observando y haciéndose comentarios a sí mismo. Muy pocos le
hablaron después de su anacrónico estallido. La joven le había llamado
"anacronismo", lo cual, en su vocabulario, significaba cualquiera con respeto
por sí mismo.
—Sí, ciertamente es una virtud anticuada —había aceptado él.
Pero su aceptación no logró convencer a la joven. Ésta insistió:
—En estos tiempos somos independientes, mís-ter Carstairs —pero no
pudo refutarle más que un desdén silencioso cuando él había comentado:
—Y ¿por qué? Yo no estoy en contra de la caridad. Los que son
demasiado viejos para trabajar, y no tienen dinero, los arruinados, los ciegos,
los enfermos, deben ser atendidos por la caridad particular, como lo
fueron siempre, y no ser una carga para la actual generación. Últimamente
he leído muchas noticias de jóvenes delincuentes que atacan a los viejos
en las calles y les llaman inútiles y quizá ahí tengan una queja legítima.
Esto aún le había rebajado más ante sus ojos. Finalmente la chica había
dicho:
—Entonces usted juzga la delincuencia juvenil una protesta adecuada,
Mr. Carstairs...
Él había sonreído.
—Quizá. Quizá debiéramos leer esas pancartas que pasean ante
nosotros... y tratar de descubrir lo que realmente están tratando de decir.
Hacia el fin del día se sentía completamente desesperado en cuanto a sí
mismo y a los demás. Ahora volvía hacia su casa. ¿Qué hallaría allí? La
querida Kitty, naturalmente, con sus libros de cuentas, ya que era
presidenta de tantos clubs; la televisión, quizá las últimas noticias. Tal vez
hasta la última película de todas (estos días no dormía demasiado bien). Y
luego la cama. Y luego mañana. ¿Para qué? "Ya no formo parte de la
humanidad", se dijo mientras la fría y acerada tormenta de nieve le cortaba
la cara. "Soy un auténtico anacronismo, y no de la especie que decía esa
chica. No soy de utilidad a nadie. Si me muriera mañana, Kitty no tendría que
preocuparse económicamente. Y tiene muchos amigos, y actividades,
aunque yo crea que la mayoría de esas actividades sólo son pérdida de
tiempo. Lloraría por mí, y luego me olvidaría. ¿No es eso todo lo que
merezco? No me necesita. Nadie me necesita. Y ésa es la horrible respuesta
a toda esa seguridad. Que nadie nos necesite. Que nadie dependa de uno."
La tormenta era realmente espantosa. Él siempre había controlado bien
su respiración. Ahora boqueaba. Se detuvo un momento en la calle vacía
para recuperar el aliento. Miró en torno, envuelto en su buen abrigo de
Montenac. Vio unos senderos de grava muy bien cuidados que llevaban a lo
que la gente cínica o piadosamente llamaba santuario. Sabía todo lo
referente a él, y le dejaba indiferente. Un clérigo allí arriba, o un estúpido
asistente social, o un psiquiatra de aire grave, repartiendo consejos baratos
a los preocupados, desesperados e inadaptados. Era un lugar muy bonito en
verano. Después de su retiro había entrado a menudo en el pequeño
parque que rodeaba el edificio. Daba de comer a las ardillas y disfrutaba
del césped, del dulce aire libre, de los árboles y fuentes. Jamás había
pensado en consultar al hombre que escucha. No tenía problemas.
Pero hoy sí los tenía. Hervían en su mente, con ardiente inquietud.
Sentíase lleno también de una cólera sin nombre, acuciante. "¿Para qué he
vivido yo?", se preguntó. "No me gustaba mi trabajo. Tampoco es que me
disgustara. ¿Qué tengo que mostrar como fruto de mi vida? Todos esos
informes de personal, todos esos archivos. ¿Eran importantes para mí como
hombre? No. Ahora todos están cubiertos de polvo en los áticos de la
compañía. ¿Quién se acuerda de Bernie Carstairs? Mi vida: un montón de
polvorientos informes en oscuros archivos. Jamás hice una maldita cosa de
utilidad en la vida. Jamás contribuí a ningún auténtico trabajo. Sólo
papeleo."
Algo halló eco en su mente. Trabajo manual. Sólo ese trabajo era algo
significativo, lo que aumentaba el tesoro del mundo, algo hecho con las
manos de un hombre, algo que viviría después de él. Pensó en las tiendas de
antigüedades a las que Kitty le había arrastrado. Hermosos muebles, nada
de cosas hechas en cadena que no valían nada. Chippendale. Sheraton.
Duncan Phyfe. Algo auténtico, algo con sello personal. Algo que perduraba
después del hombre, sólido y con belleza. Algo admirable. Recordó un arca
antigua hecha por las firmes manos de los granjeros Amish; magnífico
material, sencillo, humilde... pero con un sello personal.
Si un hombre no dejaba tras él nada con su sello personal, no dejaba
nada. Él, como escribiera Samuel Butler, sólo había dejado un plato lamido
y un montón de estiércol. Eso era lo que dejaba toda esta generación de
trabajadores de cuello duro: un plato lamido y un montón de estiércol. "Y —
pensó con seco humor— ni siquiera se usa el estiércol en estos tiempos.
Utilizan fertilizantes químicos. Sanitarios." Ése era el problema con el mundo
actual, que era condenadamente sanitario y estéril.
Todo en plástico. En estos últimos meses había acompañado a Kitty con
frecuencia al supermercado. No había fragancia en él. Las verduras, la
carne y las frutas, la mantequilla y las patatas, todo estaba envuelto en
celofán, muy sanitario, y todo olía a... papel. Sólo papel. Luces brillantes,
música estereofónica, cristal. Pero nada de olor a apio o a tomates, ni el ás-
pero olor de la carne cortada, ni el olor a tierra de las patatas, ni el aroma
dulzón de los melones, manzanas y peras, ni el cargado aroma del café y el
té. Ni suelos de madera. Los artículos en venta parecían artificiales también.
Los pollos eran enormes, hinchados, y no tenían el menor gusto cuando se
guisaban, ni un perfume vigorizante cuando se asaban o freían. Todo estaba
desodorizado. Todo neutro e insulso. Todo limpio y ordenado... y sin vida. Ése
era el problema con la vida actual, que no había vida en ella. Los viejos que
acababa de dejar: no tenían vida. No tenían frutos tras una vida de trabajo.
Frutos del mar Muerto, llenos de polvo. "¡Que Dios les ayude!", pensó
Bernard, "¡que Dios me ayude!"
¿Quién había actuado tan violentamente sobre la naturaleza humana?
¿El gobierno? Pero el gobierno era sólo el pueblo. ¿Qué generación hemos
criado? Jóvenes estériles, sin redaños, sin auténtica vitalidad, sin ambición
honesta, sin sudor ni trabajo. Sólo tenían voces agudas que exigían... ¿qué?
"Aquello de que les hemos privado", pensó Bernard Carstairs. "El
derecho a hacer algo honradamente por ellos mismos. Hemos sanitizado
toda la comida que coman, y les damos papel en vez del pan de la vida.
Les damos formas de gobierno que les garantizan la supervivencia en el
mundo estéril que hicimos para ellos. No es de extrañar que protesten, aun
sin saber exactamente contra qué. Quieren vivir y tener aventuras. Les
privamos de la aventura... con unos ingresos garantizados. Ellos no han
tenido inseguridades, ni lucha, ni esperanza, ni victoria. Como tampoco yo la
tuve nunca. ¡Oh!, vivimos más tiempo porque hemos matado todos los
gérmenes. Pero ¿es que acaso la vida hoy en día sólo es cosa de
longevidad?"
Se encontró subiendo por el sendero de grava hasta el blanco edificio
cuyo tejado rojo estaba ahora cubierto de nieve helada. Empezó a apresurar
el paso. ¡El hombre que escuchaba allí tendría que oír ahora, por variar, lo
que tenía que decir un jubilado! Y que
le sentara como le sentara. También los jubilados habían sido traicionados,
no sólo los jóvenes.
No había nadie en la sala de espera, pues ya era de noche y todos los
ciudadanos se hallaban tomando una insípida cena y corriendo a ver ia
televisión que tampoco les ofrecería autenticidad alguna. Apenas había
cerrado la puerta tras él cuando Bernard oyó una campana. ¡Cuánta
eficiencia, como en el mundo exterior! Tocaban una campana en el
momento en que se abría la puerta principal. Se quitó el abrigo, cubierto
de nieve, y sacudió el sombrero. La campana sonó de nuevo.
—De acuerdo, ya voy —dijo con impaciencia—. Aunque sólo Dios sabe por
qué.
El hombre que escuchaba allí dentro estaría probablemente ansioso de
irse a casa también en esta desagradable noche invernal para tomarse una
cena sin sabor alguno, mirar la televisión, escuchar las últimas noticias e
irse luego a la cama... para enfrentarse con otro día igualmente carente de
significado. Otro día sin nada personal en él. "Lo mismo que yo", se dijo
Bernard abriendo de golpe la otra puerta y entrando en la habitación del
fondo con sus cortinas azules sobre la oculta alcoba y el solitario sillón de
mármol con los almohadones azules. Se sentó en él y se dio cuenta de su
nuevo y agotador cansancio. Contempló la alcoba.
—He estado pensando todo el día —dijo secamente, sin saludar al hombre
que aguardaba para oírle—. Lo he pasado en el Centro de Jubilados. Un
cementerio vivo. Todo muy limpio, muy acogedor y pacífico, como una
hermosa tumba. Los cadáveres vivos se sientan en grupo y hablan del
pasado como si ya no hubiera futuro para ellos. De todas formas, ¡que me
condene si lo hay! Pero yo... ¡yo quiero un futuro! Yo no quiero aguardar
la muerte como una oveja ante el matarife. Hasta una oveja es más
importante por-
que luego se la comen. Yo no soy comida para nadie, y menos para mí mismo.
El hombre no contestó. Había mucho silencio y paz allí, y una gran
serenidad. No había prisa, ni sonido de apresurados pasos que no iban a
ninguna parte. Decían que el hombre que allí escuchaba tenía todo el tiempo
del mundo.
—Pues yo no —dijo Bernard—. Yo no tengo tiempo y, sin embargo, tengo
demasiado. No soy viejo, ni joven tampoco. Soy inútil. Un hombre retirado ya
del trabajo. He sido muy activo toda mi vida, y ahora no puedo contentarme
con juguetes. No quiero hacer trabajitos, ni pretendidas actividades. ¡No
soy un niño! Soy un hombre adulto. Pero ahora todo el mundo ha
decretado que debo retirarme... ¿a qué?
El hombre no contestó.
—Cuando yo era joven e iba a la iglesia —siguió Bernard— el ministro solía
hablar de "la cosecha de la ancianidad". Campos dorados rebosantes de
trigo, árboles cargados de fruta. El trabajo bien hecho. Pero, en estos
tiempos, no hay trigo, ni fruta, ni trabajo bien hecho. No hay satisfacción
personal, pues no hay vida que valga la pena vivir. Sólo archivos y papeles.
Ni siquiera hay satisfacción para un obrero en una fábrica, pues jamás ve el
producto terminado en el que él sólo ha tomado parte fabricando una de sus
piezas. Dicen que eso es preciso en una civilización industrial, pero ¿dónde
hallar satisfacción personal en ella? ¿Dónde hallar el gozo de la realización?
Vamos, dígame.
El hombre no dijo una palabra. Bernard se agitó en el sillón.
—Quizá no tengamos una auténtica cosecha porque jamás aramos, ni
arrojamos la semilla. ¿Es eso?
Tampoco hubo respuesta.
—Ahora todo está dividido en compartimentos —continuó Bernard—.
Usted hace su trabajito y cientos de otros hombres hacen su trabajito.
Jamás llegan a ver lo que resulta al fin. ¡Hay tantos de nosotros! Quizá sea
necesario que sólo hagamos una parte, sin ver jamás el diseño completo, si
la civilización industrial tiene que florecer. ¡Pero somos hombres también!
No nos satisface ser parte de una máquina. No somos "unidades", aunque
algunos oficiales del gobierno nos llamen unidades. Eso no es tan malo
cuando uno es joven. Tiene una familia que crear, y con quien hablar, y
ante los que simular que la vida tiene algún significado. Pero cuando somos
viejos y se nos arroja a un lado, como basura, no tenemos nada que
recordar que hayamos creado por nosotros mismos, nada sustancial, nada
con el sello de nuestras propias manos. Entonces quedamos reducidos a
simples jubilados, entretenidos con un hobby estúpido y tratando de creer
que somos importantes, que alguna vez fuimos importantes para el mundo, y
hablando sólo con seres iguales a nosotros, que fueron, y son, igual de
inútiles.
Golpeó de pronto el brazo del sillón con extraordinario énfasis. Se inclinó
hacia la oculta alcoba.
—Si un hombre no puede decir: He vivido, y esto es lo que hice,
entonces es que jamás vivió en absoluto. Y toda la seguridad y los
cheques del gobierno no serán para él más que drogas que serenen su
mente desesperada y le dispongan a morir y dejar un lugar para que lo
llene alguna otra "unidad".
El aire cálidamente uniformado de la habitación flotaba en torno suyo y,
a pesar de sí mismo, se fue relajando.
—Míreme —dijo con ansiedad—. La medicina natural, y mi buena salud
natural, me han mantenido vivo y joven para mi edad. Tengo sesenta y
cinco años. No estoy decrépito. Pero me han tirado a la basura, me han
rechazado y enviado al pasto. ¿Qué pasto? ¿Una serie continuada de días
inútiles? Algunos se sienten satisfechos con eso, no desean nada más. Pero
muchos de nosotros no queremos sentarnos y aguar-
dar la muerte en un lugar cómodo y agradable. Algunos buscamos trabajo. Y
no lo hay. Todos prefieren a los jóvenes, los jóvenes, los jóvenes. No es culpa
de los empresarios. Éstos se sienten apresados por las normas del gobierno,
y piensan en los beneficios, y en los fondos de pensión, y todo eso les impide
contratar hombres como yo, que aún quieren ser útiles y tener alguna
esperanza, que aún desean creer que lo que hacemos es importante.
De repente alzó la voz:
—¿Por qué no nos matan simplemente cuando envejecemos? No hay nada
peor que dejarnos vivir sin tenernos en cuenta, sin más que esperar la
muerte. Nos harta tanto nuestra vida que primero vamos a parar a los
sanatorios y luego desaparecemos, y luego nos entierran. Nosotros,
hombres, en la parte más vital de nuestra vida... condenados a una muerte
lenta. He oído decir que en Rusia se limitan a matarnos; quizá no sea
cierto. Quizá sea solamente que nos permiten trabajar. Eso es mucho mejor
que lo que aquí nos sucede. Cualquier cosa es preferible a lo que aquí nos
ocurre.
El hombre no habló, pero a Bernard no le importó nada. Se arrellanó en
la butaca de almohadones azules. Su mirada se hizo ahora un poco vaga y
lejana. Empezó a sonreír.
—Mi padre era carpintero —recordó—. Tenía su propio taller. Hacía
muebles y construía casas. A veces salíamos a pasear juntos y él me
mostraba las casas que había construido. No eran edificios notables, pero
eran casas sólidas y fuertes. Se sentía orgulloso de ellas. A veces la gente
nos permitía entrar en ellas y me dejaba ver los muebles que mi padre había
hecho. Nada de fantasía, o complicado. Sólo mesas sencillas y buenas sillas y
armarios. Pero uno podía apoyarse en ellas sin que vacilaran. Pulimentadas
a mano por mi padre. Solía construir graneros también, viejos graneros que
todavía puedo contemplar cuando llevo a mi esposa de paseo por el campo.
"Mi padre sólo fue cuatro años a la escuela. Pero dejó algo tras él. Vivió
hasta los ochenta y seis años, y aún seguía trabajando en su taller,
haciendo muebles. Y vendiéndolos también. Tenía más trabajo del que
podía hacer. ¡Cómo recuerdo el taller! Olía a madera sin barnizar, a barniz
y a pintura, y el suelo estaba cubierto de aserrín. Había sierras y martillos
en los muros, y barriles de clavos, y bancos y tornos. Podía ver cómo un
mueble de madera basta iba quedando suave, brillante... Era como un
milagro. Los muebles de mi padre durarán casi para siempre. Había verdad
en ellos.
"Me gustaba tanto que sentía hambre de aquel trabajo. Mi padre solía
dejarme que le ayudara después del colegio. Los muebles habían de
quedar así, bien terminados. No se debían ver los clavos, sólo la madera
satinada. Yo deseaba vehemente ser carpintero también.
"Pero mi madre dijo que no. Tenía que ser un empleado de cuello duro.
Debía tener cierta instrucción, no ser casi un analfabeto como mi padre.
Entraba en el taller y me quitaba el martillo y la sierra, y le chillaba a mi
padre. Yo sería un caballero, ¡no trabajaría con mis manos! Y mi padre le
decía: "¿Qué hay de malo en un trabajo honrado? Es algo que se puede ver."
Pero mi madre, con un gesto de desdén, me obligaba a volver a la casa y
estudiar. Yo no quería estudiar. Jamás fui demasiado inteligente. Fui a la
escuela comercial después de la secundaria, y aprendí teneduría de libros.
Lo odiaba. ¡Dios mío, jamás supe hasta ahora cuánto lo odiaba!
"¿Sabe? Yo creo que las mujeres tienen demasiado que decir en estos
tiempos... y en los míos también, sobre el futuro de sus hijos. Quieren que
todas las cosas sean "fáciles" para sus hijos, y que jamás se
ensucien las manos. No piensan en el trabajo del mundo. Sólo piensan en el
papel.
"Demasiados viejos de los que vi hoy tuvieron madres como la mía,
mujercitas pretenciosas que creen saber lo que es mejor para sus hijos.
Por eso todos los artículos que compramos en estos días, incluso en las
mejores tiendas, son mecánicos y carecen de personalidad. Nadie se siente
orgulloso ya del trabajo. Por tanto muchos nos vimos condenados a los
escritorios, las oficinas y los archivos, y a cubículos de aire acondicionado,
y jamás se nos dejó salir al aire libre. Sí, incluso en mi tiempo, cuando yo era
joven... la gente empezaba ya a pensar que el trabajo manual era algo
vergonzoso.
"Incluso las fábricas de hoy en día, y las grandes tiendas, están
despersonalizadas. Quizá tenía que ser así. No lo sé. Todo el mundo habla
tan sólo del producto nacional bruto y no del terrible producto de las mentes
de los hombres cuando éstos se hallan privados de personalidad. Jamás
piensan en los viejos-jóvenes enviados a los Centros de Jubilados. A esperar
la muerte.
Sintió el cansancio en él, cansancio de la mente, o de su sano cuerpo.
—¿Por qué no existe alguna salida decente para aquellos de nosotros
que queramos trabajar? ¿Por qué no olvida el gobierno sus formularios y
planes de pensión y beneficios marginales? ¿Por qué no nos dejan trabajar
hasta que fallemos en nuestro trabajo? ¡A esto le llaman bienestar social!
¡A esto le llaman una vejez decente y protegida! Bien, hay millones de
nosotros que no deseamos tal cosa. Queremos trabajar en algo de lo que
podamos sentirnos orgullosos, aunque sólo sea un trabajo manual, ser
carpintero, o albañil, o plomero. Necesitamos ser útiles, no parásitos.
Sintió deseos de llorar.
—Yo quería ser carpintero, como mi padre —insistió—. ¿Qué hay de
vergonzoso en ello? ¿No fue Cristo carpintero, y trabajaba con José, su
padre adoptivo? ¿Acaso Él se avergonzaba del trabajo honrado? No. Eligió
sus discípulos entre los carpinteros y pescadores. Y ellos salieron al mundo
sin el beneficio de la Seguridad Social, ni pensiones aseguradas, y predicaron
al mundo y trabajaron con sus manos, y vivieron hasta ser muy viejos, llenos
de años, como solían decir los predicadores, y llenos de honores. Trabajaron
hasta el día en que murieron y fueron a todas partes a pie... viejos, no
basura. Nadie les envió a los Centros de Jubilados, ni les dijo: "Se han
ganado el derecho a vivir de la caridad el resto de su vida, y a cobrar
cheques." Nadie se ha ganado el derecho a dejar la cosecha.
De nuevo golpeó el brazo del sillón con el puño.
—¡No estoy dispuesto a morir! Quiero seguir en la cosecha también.
Quiero ser útil. Necesito que otros me necesiten. Necesito que la gente diga:
"Esto es lo que Bernie Carstairs hizo por mí." Quiero volver a casa después
de un honrado día de trabajo realizado entre personas honradas, y no
oficinistas. Quiero lavarme las manos y verlas libres de una sana suciedad.
Quiero... sudar. Quiero ser útil.
"Pero se me niega todo. Nos tratan como niños, niños seniles, ¡cuando
estamos llenos de salud y vida! Nos acarician, nos miman y nos privan del
poco respeto propio que nos queda. Nos hablan como a tontos. Me asquea
hasta lo más profundo de mi ser. ¿Por qué nos retiran cuando aún no ha
terminado nuestra vida? ¡Contésteme a eso!
Miró la cortina.
—Lo sé. Quieren que muramos de prisa. Necesitan el espacio para los
jóvenes, que serán iguales a nosotros en unos cuantos años. Inútiles.
Esperó, pero no hubo respuesta. Sin embargo sintió que algo se liberaba
en él, como si alguien hubiera estado escuchando y comprendiera y
simpatizara con él.
—¿Sabe una cosa? La vida ya no tiene significado para nadie ahora.
¿Quién es responsable? ¿El gobierno, los sindicatos? No lo sé. Pero todos
estamos urbanizados, sanitizados. Todo es mecánico, todo está ajustado,
dispuesto. Hasta las diversiones. ¿Es eso lo que queríamos realmente? No lo
creo. Todo hombre tiene derecho a ser un individuo y a vivir una vida plena
de significado para él. Nos han privado de eso. No es de extrañar que la
gente pierda la cabeza.
"Y yo no quiero perder la mía. Pero ¿dónde iré? Dígame, ¿dónde puedo
ir?
Se puso en pie. Ya tenía bastante de aquel silencio, aunque comprendía
que le escuchaban. Fue rápidamente a las cortinas y las miró. Vio el botón
que le informaba que podía ver al hombre tras la cortina si lo deseaba.
Apretó rápidamente el botón.
Las cortinas se corrieron sin sonido y una luz brillante y cálida llenó la
alcoba. Vio al hombre que le había escuchado. Quedó en pie, y le miró; y no
podía dejar de mirarle.
Empezó a sonreír.
—Vaya, encantado de verte. Me había olvidado por completo de ti, y de
lo que tú hiciste. Fuiste carpintero, ¿no? Un carpintero honrado y
trabajador como mi padre. De la clase que yo mismo quería ser. Tu padre
trabajó hasta el día de su muerte, ¿verdad? Estoy seguro de que los dos
construísteis buenas y sólidas casas, y que hicisteis buenos y sólidos
muebles. Y apuesto a que te sentías orgulloso de ellos también. Apuesto a
que tu padre no se retiró con la Seguridad Social, ni terminó tampoco sus
días en un Centro de Jubilados. Fue útil hasta el fin de su vida. Y los hombres
que trabajaron contigo... nadie los envió a una casa de reposo. No lo
necesitaban. Estaban demasiado
ocupados trabajando para sentirse enfermos o desamparados.
Bernard volvió al sillón y se sentó, sonriendo aún. El corazón se alzaba
en su pecho y sentía renovada
energía y vitalidad.
—¿Sabes? El doctor me dijo que muchas enfermedades obedecen más a
que la gente no tiene bastante que hacer, nada que hacer, que a otra
cosa. Se enmohecen y ya no pueden seguir adelante. Y eso se supone que
es la caridad secular. No lo es. Es algo cruel. Es algo bárbaro. Nosotros,
los viejos, aún tendríamos mucho que dar al mundo... si nos dejaran.
Pero todo está sujeto a normas y regulaciones y planes de pensión y
beneficios marginales. Supongo que, en cierto modo, es agradable. Es
agradable pensar que, si uno se pone muy enfermo y viejo, no se verá
obligado a ir a un asilo. Pero sólo resulta agradable pensar en ello si uno
aún es fuerte y está dispuesto a trabajar. Una especie de cuenta
bancaria, de las que no se usan a menos que uno se vea forzado a
hacerlo. Pero ¿por qué han de forzarnos a hacer uso de esa cuenta de
reserva cuando aún no la necesitamos?
Se inclinó hacia adelante ansiosamente:
—¡Ya lo tengo! ¡Voy a buscar un carpintero independiente que pueda
emplearme y me enseñe a trabajar bien! Si no puedo encontrarlo,
estableceré un taller por mi cuenta. Contrataré a hombres de mi edad, que
sepan algo de carpintería. Nada de cosas artificiosas. Muebles buenos,
sólidos, bien hechos, a mano, con buenas herramientas. Si los sindicatos
intentan interferir, les diré: Mirad, soy un jubilado, así que quitaos de mi
camino y dejad que me gane honradamente la vida. No entregaré nunca
tanto trabajo como pueda hacerlo una fábrica mecanizada. Estará hecho
con amor, como solía hacerse. ¡Vaya, incluso contrataré tapiceros
retirados! No hay ningún límite a lo que puedo...
Su mente, revitalizada ahora, corría como el
viento.
—Volveré a ese Centro de Jubilados y buscaré hombres como yo, que
realmente deseen trabajar y olvidar el trabajo burocrático o lo que fuera
que hicieran. Les sacaré de las tumbas en que ya están cayendo. Les diré:
Hay un trabajo honrado, trabajo auténtico, para usted, si lo desea. No se
siente a sestear ahí hasta que se muera y se lo lleven. Utilice las manos y el
orgullo, y viva de nuevo.
Se puso en pie, feliz, renovado.
—Gracias, hermano —dijo al hombre que sonreía en la alcoba—. No viviste
lo suficiente para ser viejo en este mundo. Pero apuesto a que lo sabes todo
de los hombres como yo. Apuesto a que deseas que nos escupamos en las
manos y nos pongamos a trabajar de nuevo, y no nos echemos a
murmurar y a pensar en el pasado.
"Apuesto a que te gustaría que todo el mundo trabajara por la cosecha y
recogiera frutos de nuevo. Dios sabe que hay mucho trabajo que hacer
todavía y... ¿cómo era eso que recuerdo ahora? Los trabajadores son pocos...
Sí, ya sé que eso se dijo en un sentido más religioso, pero también recuerdo
que mi padre solía decir que trabajar era orar, y seguramente el dar a los
viejos la oportunidad de vivir de nuevo, y ser necesitados, y sentir orgullo
de sí mismos y añadir algo al tesoro del mundo, es un concepto religioso en
cierto modo, y ¿quién sabe qué cosechas y frutos aportará a todos?
"Alguien ha de empezar en alguna parte y yo voy a empezar... mañana.
Me pondré en contacto con los clubs de ciudadanos, y con esos centros en
otras ciudades también, y quizá podamos hacer presión sobre nuestros
representantes en el Congreso para que resuelvan algo sobre la situación,
como conseguir por ejemplo que los sindicatos reduzcan las restricciones
para los que ya han cumplido sesenta y cinco años, o incluso sesenta, y nos
permitan renunciar a los beneficios marginales también, ya que estamos
metidos en ello, para que los empresarios puedan permitirse el
contratarnos.
"Que los viejos que lo deseen vegeten y se mueran. Pero todos aquellos
que queremos vivir... no debemos ser condenados a muerte. También
nosotros tenemos derecho a rezar y trabajar.
Sonrió al hombre que le había escuchado tan pacientemente y que, con
aquella paciencia, le había dado vida de nuevo.
—Voy a volver a la iglesia también —dijo— para llegar a conocerte de
nuevo. Tú siempre has estado esperando, ¿verdad? No tendrás que
esperarme más. ¡Ya voy!
ALMA SÉPTIMA

EL PASTOR

«Alimenta a mis ovejas.»


ALMA SÉPTIMA

El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es
así como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de
luz y promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y
regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el
reverendo Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo
como la muerte, en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos
modernos, sólo tenga sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles
jóvenes de la parroquia. No, no estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un
hombre muy optimista, hasta hace pocos años. Ahora me hallo totalmente
deprimido, camino deprimido, vivo deprimido. ¿Quién está equivocado, el
mundo o yo? ¿Soy irremediablemente algo del pasado? Estoy tan condena-
damente confuso, tan desamparado... En tiempos podía hablar con Dios,
pero ahora sólo escucho el más negro y reprobador silencio, como si hubiera
cometido algún pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que también
Dios piensa que no estoy in? En ocasiones me gustaría que también
nosotros tuviéramos un confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué
confesaría? ¿Que en cierto momento perdí el paso y quedé retrasado con
respecto a todas las generaciones, o que algo anda mal con el hombre
moderno, algo demasiado horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es
que soy culpable del pecado de orgullo, por estar convencido de que Harry
Blackstone tiene todas las respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en
estos tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era
cálido, claro, lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja
chaqueta deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros,
como toda la ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia
lo que la comunidad, en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario.
Un escándalo para algunos, un orgullo para otros. El viejo John Godfrey...
Deseó haberle conocido. Pero Godfrey había muerto hacía muchos años,
mucho antes de que él, el reverendo Blackstone, hubiera llegado a la ciudad
desde la pequeña y encantadora población donde naciera, donde fuera
ordenado y donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo en el sendero.
Midville. No había visitado Midville durante más de quince años, desde que
murieran sus padres. Se sintió dominado por una sensación de nostalgia
tan intensa que le dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá debería
volver a la paz, armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro
pensamiento: quizá Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría
un anacronismo allí si volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta
ciudad. Anacronismo. Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los
hombres maduros, y los de su propia generación. Cierta emoción surgió en
su mente, pero le pareció blasfemo y apresuradamente dedicó su
atención al hermoso edificio blanco al que se aproximaba y a los inocentes
colores de los macizos de flores; tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en
lugares más retirados, estallantes arbustos de lilas blancas, azules y
púrpura. Una fuente dejaba caer el agua con rumor de risas y la estatua de
mármol en su centro alzaba un rostro ansioso al cielo y se bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver
los pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su
inocencia, en su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de
nuevo, como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a
Dios, que no necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo
que yo en particular debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre
las doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he
venido aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los
otros, mi sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los
aclarará en verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero
que pueda ayudarme. Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder
hacerlo. ¿Es que siempre hemos de estar solos, especialmente cuando
estamos tan necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se
hallaban sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de
lámparas, pero sin ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las
mujeres y se sintió aliviado de que le fueran desconocidas. Contemplaban
con desgana unas revistas. Los ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo
fue como un dolor angustioso para el ministro, aunque no supo por qué.
La miró con intensidad. ¿Sufriría ella también? ¿Qué habría llevado allí a
aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas, serenas y enguantadas?
Ambas parecían bastante acomodadas, si uno había de juzgar por sus ropas
y su actitud casual. Sin embargo algún problema las había llevado allí,
alguna tristeza invencible. De pronto se sintió atacado de nuevo por el dolor.
¿Es que no tenían ellas ministros en quien confiar, ni ayuda de ningún ser
humano? ¿Es que eran como las mujeres de su congregación que nada
veían en él, ni oían nada en su voz, y se veían obligadas a acudir a
psiquiatras anónimos? ¿O a un doctor? ¿O a un clérigo como él? Se sintió
avergonzado. Sin embargo él, su pastor, había ido allí también. ¿Estaría
tan perdido como ellas?
Una de las mujeres alzó la mirada suavemente, como si hubiera
escuchado un sonido proveniente de él. un sonido de desesperación, de
sufrimiento ahogado, o una pregunta. Vio a un hombre alto y robusto, de
mediana edad, con escaso cabello entre gris y castaño, un rostro amable, a
la vez firme y pensativo, y ojos castaños algo mortecinos, como si
estuvieran insoportablemente cansados. Observó que las ropas le sentaban
mal, ya que no parecía sentirse a gusto con ellas, como si no fueran su
vestimenta de costumbre. Pero la mujer se sentía tan desgraciada que sus
silenciosos pensamientos sobre aquel hombre pronto le cansaron y volvió a
pensar en sus propios problemas y a preguntarse si el hombre que
aguardaba y escuchaba en la otra habitación podría ayudarla de algún
modo.
El ministro cogió en silencio una revista y la miró. ¿Era sólo su
imaginación lo que hacía que el contenido pareciera confuso, con colores
demasiado vivos, con palabras demasiado excitadas? ¡Crisis, crisis, crisis!
•Era todo falso, o el mundo era realmente tan ávido, tan exigente, tan
vehemente? ¿Es que el hombre necesitaba verse reflejado en grandes
mayúsculas negras porque ya no había palabras sencillas en su alma? ¿0
eran las grandes mayúsculas negras la expresión de algún creciente horror
en el mundo que había que proclamar a voces como gritan los cuervos a la
vista de un horrible peligro? ¿Era todo como un estúpido espantapájaros en
un paisaje indiferente? ¿O era el espectro del horror, visible incluso a los
ojos más torpes? ¿Acaso lo imaginaba él? ¿O hasta los niños parecían gritar
de modo incoherente, sin hablar jamás con serenidad? Y todos los hombres
corrían sin aliento trasladándose con prisa exagerada... ¿hacia dónde?
Incluso las mujeres viejas ¿no daban siempre la impresión de hablar con
demasiada rapidez, febriles y temerosas a pesar de su risa vivaz, sus dientes
brillantes y dominadores y aparentando ser jóvenes, jóvenes, jóvenes,
cuando era obvio que cada día eran más y más y más viejas...?
¿O es que el reverendo Mr. Henry Blackstone sentía su propia edad y
temblaba como un caballo viejo ante fantasmas que no existían más que
en su abrumada existencia? ¿Fue el mundo siempre así? ¿O sólo la edad y
las preocupaciones hacían que un hombre se sintiera realmente agobiado
cuando todo seguía siendo igual que siempre y sólo sus propios ojos habían
cambiado? ¿Cómo era el mundo en su juventud, cuando él sólo era un
muchacho, antes de todas aquellas guerras? Sólo podía recordar un jardín
bajo el sol de otoño, cargado con el aroma de las manzanas maduras y la
suave hierba, el sonido de un distante timbre de bicicleta, el tranquilo abrir
y cerrarse de las puertas, el ansioso grito de un niño, la risa serena de las
mujeres y el retumbar de la campana de la iglesia en una época serena y
sin prisas. Podía recordar el columpio en el que se mecía indolente, y la
parte trasera de la vieja casa blanca donde naciera, y el reflejo del sol en
los brillantes cristales de la cocina. Tan claramente acudía a su memoria que
incluso podía ver el joven rostro de su madre sonriéndole mientras
trabajaba en la cocina y su llamada por encima de las sombras y la hierba.
Experimentó una intensa felicidad y sonrió tiernamente. Ahora su madre
sería para siempre joven para él, y dulce y ardiente, y para siempre reiría
con aquella suave risa, y aguardaría su regreso con su padre.
¡Había sido todo tan pacífico entonces! Pero ¿había sido tan pacífico para
sus padres? ¿Era sólo una ilusión de su infancia, o había sido así en verdad?
Rebuscó en los serenos días de sus primeros años, los sonidos de la tarde
del sábado, con el cortador de césped y los silbidos de los muchachos, y
el resonar de los patines de las niñas, y las mujeres preparando a toda
prisa las cestas de la merienda, y el susurro de las mangueras cuando los
hombres regaban sus pequeños cuadritos de césped, y los ladridos de los
alegres perros. ¿Era posible que los niños sintieran hoy la misma serenidad y
contento, y que los niños fueran siempre niños?
¿Acaso sus padres habrían tenido alguna crisis en su vida, como al
parecer ocurría con casi todas las personas en este mundo moderno? Se
hundió más en sus pensamientos. Su padre había sido empleado del
ferrocarril, con un pequeño salario. Siempre se mostraba orgulloso de su
visera verde y de los manguitos en los brazos, que mantenían bien limpia la
inmaculada camisa a rayas. Sus horas de trabajo eran largas y pesadas.
Su esposa no tenía un equipo moderno en la cocina antigua e inmensa.
¡Qué bien recordaba ahora el rumor de la colada de los lunes en el
sótano, y a su madre que estrujaba las ropas cantando y las tendía luego
al sol! ¿Existía otro sonido más consolador? La familia no tuvo automóvil
hasta que ya su padre era de mediana edad, aunque muchos vecinos
poseían automóviles que sólo utilizaban en los fines de semana. Y luego
estaba el cine, naturalmente, películas salvajes y violentas que todos
condenaban, en especial los viejos ministros, que las juzgaban pecaminosas.
Pero en todo ello había habido paz. ¿No?
Su padre nunca había mencionado los impuestos. Washington estaba
tan lejos que era casi un mito. El 4 de julio era simplemente la ocasión de
reunirse en el parque y escuchar la banda alemana y luego comer de los
grandes cestos de la merienda y escuchar a los oradores y ponerse en pie
para entonar canciones patrióticas y agitar las banderitas. Y luego el re-
greso a casa, alegremente cansados y sobrealimentados con helados y pollo
frito, en el cálido atardecer, los pájaros reuniéndose ya a dormir en los
árboles y las ventanas encendiéndose en toda la calle, y una taza de
cacao caliente y galletas en perspectiva, y luego la cama, resguardadito para
la noche. ¿De qué hablaban sus padres?
Del almacén. De los vecinos. Del sermón del ministro del domingo
anterior. De la necesidad de cortar la hierba, del nuevo niño que había
nacido en aquella misma calle, de los compañeros de trabajo, de sus
esposas e hijos, de la preocupación por sus propios padres, de sus
esperanzas. Y, sobre todo, de su inocente fe en Dios y la aceptación de todo
lo que Él se sirviera enviarles, fuera bueno o malo. Le parecía escuchar las
voces de sus jóvenes padres con toda claridad, aun a distancia de tantísimos
años. Su madre se enojaba porque el bizcocho no le había subido hoy y la
leche se había agriado. Su padre se reía cariñosamente de ella y la besaba.
Hablaban de la subida de sueldo que él esperaba para después de Navidad,
y de lo que harían con el dinero, aparte de ahorrar algo. Pero no se hablaba
de impuestos ni deducciones, de delincuentes juveniles en el vecindario, de
muchachas incomprendidas que habían cometido un error. (Uno no
mencionaba a tales chicas. Él jamás había conocido a ninguna. No es que no
se pudiera comentar sobre ellas; es que eran inmencionables.) No había
conversaciones frenéticas sobre el nuevo electrodoméstico que un vecino
orgulloso mostraba altivamente a sus envidiosos amigos, ni su madre
insistía en tenerlo también. Su padre no hablaba de modo nervioso e
hiriente, con envidia de que los otros tuvieran más que él, ni resentimiento
contra los compañeros de trabajo, ni comentarios burlones sobre el jefe. Los
planes para el futuro eran seguros y serenos. Henry tendría la mejor edu-
cación que sus padres pudieran permitirse. Se casaría y les daría nietos.
Caminaría humildemente ante su Dios en seguridad y paz. Mientras tanto
había un techo firme sobre sus cabezas y los viejos muros los resguardaban.
No había guerra. No había estruendo, ni voces histéricas, ni resonar de
pasos indisciplinados, ni slogans, ni la agotadora amenaza de los
incontrolados, ni anarquía, del cuerpo o del alma, ni ofensa de la ley por
parte del espíritu. No había seres desarraigados, corriendo de un lado a
otro, sin ir a ninguna parte.
"¿Estoy seguro?", se preguntó el ministro. Y por primera vez en mucho
tiempo le vino la respuesta: "Estás seguro." Así era.
Entonces, ¿qué le había sucedido al mundo? ¿Por qué se había convertido
en... —¿cuál era aquella palabra tan gráfica?— algo baladí, en el antiguo
sentido de la palabra, barato, sin valor, endeble, charro, sin fuerza?
De pronto el ministro creyó oír a su joven madre que cantaba su himno
favorito, tan dulce y confiadamente como lo escuchara en su niñez:

"¡Mucho te he amado, Señor!


Durante toda mi vida.
¡Mucho te he amado, Señor!
En todos mis caminos.
Aunque las noches son oscuras a veces
y tristes y desdichadas,
¡mucho te he amado, Señor,
y he aguardado la mañana!"
"Mucho te he amado, Señor —pensó el ministro—, pero en algún lugar nos
separamos, ¿no es cierto? ¿Fue culpa mía, como dicen ellos? ¿Será por eso
por lo que ya no te oigo?"
Escuchó una campana suave, pero como insistente a la vez. Alzó la
cabeza y miró en torno. Estaba solo. De modo que la campana había sonado
para él. Se puso en pie pero vaciló de nuevo, preguntándose con tristeza si
el hombre que allí aguardaba tendría alguna respuesta para él. ¿Y si era un
clérigo también, aunque de otra fe que la suya? Entonces sólo habría una
nueva confusión, más problemas, mayor inseguridad, más desesperación.
Entró en la otra habitación. No se sintió sorprendido por su austeridad
tan brillante y serena al mismo tiempo, pues alguien, ¿quién?, le había dicho
lo que encontraría: blancos muros de mármol con luz indirecta, un gran
sillón de mármol con almohadones azules, y una gran alcoba tras cuyas
cortinas se hallaba el buen hombre que escuchaba con tanta paciencia y
que daba buenos consejos. El cansado ministro recobró algo de confianza.
—Buenas tardes —dijo con su sonora voz, que no necesitaba
amplificadores en la iglesia.
Nadie contestó a su saludo, pero él tuvo la seguridad de que podía
sentir una presencia tras las cortinas. Sin mostrarse dolido porque nadie
le hubiera respondido, se sentó en el sillón, los ojos fijos en el intenso azul
que ocultaba la alcoba.
—Me han dicho que es usted un clérigo —comenzó—. Así lo espero. Sólo
uno de nosotros puede ayudar al otro, ¿no es cierto? Deberíamos tener
alguna clase de sindicato, ¿verdad? —su voz era profunda y sincera—. ¡Oh!,
¿mi nombre? Reverendo Mr. Henry Blackstone. O, como me llaman mis
jóvenes fieles, "Harry, fuego del infierno". ¡Sólo este nombre debe revelarle
ya muchas cosas!
Se rió de nuevo, pero había más tristeza que alegría en su risa.
—Quizás usted mismo me llame así también. Y tal vez lo merezca. No lo
sé, y ése es el problema. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco... o es que
está solo? Yo... yo tengo algunos amigos en el clero. Inteligentes, agudos,
interesados. No tienen una opinión demasiado buena de mí. Si fueran mucho
más jóvenes, o muy jóvenes, lo entenderían. La juventud siempre es into-
lerante. Al menos eso es lo que la gente me dice constantemente con
indulgencia, como si la intolerancia fuera una especie de virtud heroica en
sí, cuado no es más que un aburrimiento ante los hombres de mi edad. Bien,
de todas formas, la mayor parte de los clérigos que tienen mala opinión de
mí son de mi edad, o un poco más jóvenes, algunos incluso más viejos. Eso
es lo que me preocupa. El que sean más viejos que yo y sin embargo estén
in, como dicen ahora. Una frase estúpida, ¿no?, pero sintomática.
"Mire, mi problema es muy sencillo. Betty, mi esposa, está muy
disgustada, harta en realidad. Tiene cincuenta y tres años, y no es elegante,
ni joven, ni moderna, como las esposas de otros clérigos de estos tiempos,
eternamente jóvenes, ¡Dios tenga piedad de las pobrecillas! Ella y yo nos
conocemos de toda la vida. Ambos somos de Midville, a quinientas millas de
aquí, casi en Nueva Inglaterra. Llevamos siempre la misma clase de vida, y
tenemos las mismas opiniones. Durante largo tiempo fuimos
razonablemente felices en esta ciudad, a pesar del hecho de no tener
hijos, y a despecho de todas esas malditas guerras que nos impiden a todos
llevar una vida normal, serena, sólida. Cuando las guerras terminan nadie
parece saber por qué comenzaron en realidad, después de todo, y, lo que
es peor, a nadie le preocupa al parecer.
"Pero, volviendo a mi problema. Ya no soy útil a mi congregación, ni a
los viejos, ni a los de mediana edad, ni, especialmente, a los jóvenes. En
tiempos tuve a mi cuidado quinientas almas. Ahora sólo tengo unas
doscientas. Mi congregación va disgregándose de año en año. Mi gente acude
a ministros más listos, que pueden satisfacerles y darles lo que desean. Yo
no intento disuadirlos...
Hizo una pausa. De nuevo se sentía dominado por una gran inquietud.
Tenía la sensación de verse rechazado de nuevo, de verse censurado...
pero, ¿por qué?
—Después de todo —siguió— hemos de ser libres en la religión, ¿no? A
veces, se lo digo con sinceridad, envidio la autoridad de los sacerdotes
católicos. Aunque quizás ahora ya no tengan tanta autoridad. No lo sé. He
visto cómo algunos sacerdotes viejos, amigos míos, se quedaban de pronto
muy quietos y muy silenciosos cuando hablábamos de nuestras respectivas
congregaciones y en ocasiones parecían perdidos también, como
probablemente lo parezco yo. Tengo la impresión de que muchos de ellos
sienten sus dudas ante toda esa puesta al día de que tanto se oye hablar,
como si Dios no fuera el Eterno, que nunca cambia. Sí, tenemos nuestros
problemas, esos viejos y yo. Pero, en cierto modo, ése parece ser un tema
del que no se puede hablar con libertad. No sé por qué. Como si algo
demasiado poderoso... demasiado poderoso... ¡Oh, no lo sé! Como si
estuviéramos acosados, por usar una frase anticuada. Ya se dará cuenta de
que yo soy un hombre anticuado.
"En cualquier caso, Betty quiere que yo dimita de mi cargo y me vuelva a
Midville, o a cualquier otro sitio, mientras sea una ciudad pequeña. Creo que
fue Sócrates, ¿no?, el que dijo que los hombres no debían vivir en ciudades
grandes sino en pueblos pequeños; que las almas de los hombres se
agostan en el estruendo de las calles y en la superficialidad de sus vidas, y
que la tranquilidad, la contemplación y el conocimiento de Dios sólo pueden
encontrarse en la tierra, a la vista de los grandes bosques y las nobles
montañas y el correr de los ríos. Y en las pacíficas praderas al anochecer, a
la sombra de los altos árboles, cuando ya se ha acabado la labor del día.
"Mis superiores no me han dicho nada al respecto, pero sé que nadie
lamentará mi dimisión. Betty y yo ... viviremos de nuevo nuestra vida de
siempre, en paz y serenidad, entre pocos amigos, en compañía de los que
nos conozcan y comprendan. Algo que nos resulta imposible en esta jungla
de piedra, esta jungla ruidosa, esta jungla febril, frenética y acalorada
donde no hay refugio en una tierra cansada.
La sensación de reproche le golpeó el corazón tan pesadamente que fue
como un golpe físico. Retuvo el aliento.
—Esta jungla —insistió, y miró las cortinas cerradas. Estaba convencido
de que el hombre le miraba a través de alguna abertura, y ello le
enojaba.
—Veo que no comprende —siguió el ministro—. Sin duda está de acuerdo
con mis superiores. Pero no me condene, por favor, hasta que haya
terminado. Como ministro, también debe esperar a oír mi parte de la
historia. Repito que, según dicen, no estoy in. No lo estoy, no. Ni puedo
estarlo porque no formo parte de ello. Jamás fui como ellos. Jamás lo seré.
No, no hable todavía. Déjeme que le cuente y luego lo discutiremos los dos
de modo razonable, y quizá pueda darme algún consejo. Dios sabe que lo
necesito.
"¿Por qué no hablo con mis superiores? Ya lo he hecho. Están
disgustados conmigo, lo sé. Después de todo, un ministro no tiene demasiado
éxito si su congregación sigue abandonándole. Uno o dos de ellos han llegado
a sugerir que quizá fuera mejor para mí una congregación pequeña, en
alguna ciudad como Midville. Yo también lo creo. Y Betty está segura. De
todas formas con el tiempo habré de retirarme e irme a descansar. Quizá
dentro de unos diez años, aunque hay ministros viejos que todavía siguen en
el pulpito a los ochenta. Si me quedo aquí, hasta el momento en que me
retiren, mi congregación todavía disminuirá más y más, hasta no quedar
nada de ella. ¡A la velocidad con que se están marchando, no habrá que
esperar mucho! Todos se habrán ido en un par de años...
"Sin embargo, sin embargo... Verá, Dios y yo caminamos juntos hasta
hace unos quince años. Yo estaba muy seguro de que Él me oía, y de que
nos comprendíamos. Pero ahora siento a Dios muy lejos de mí. Quizá sea
porque ya no satisfago a mi congregación como debería hacerlo, ni me he
modernizado para ser uno de ellos, como algunos de mis amigos clérigos me
han aconsejado. Ellos no se preocupan tanto ni se atormentan como yo.
Viven bien, cómodamente, y hablan con satisfacción de este mundo como
del mejor mundo posible, cuando... —alzó la voz hasta que ésta fue como un
grito—, ¡cuando es obvio que éste es el más terrible de todos los mundos,
y el más perdido!
Se puso en pie.
—¿No está de acuerdo conmigo? Casi nadie lo está, a excepción del
viejo padre Moran, y algunos otros clérigos. Usted cree que yo debería
haberme puesto al día, y ser como un muchacho más para todos los
hombres de mi congregación, y un confidente indulgente para las
muchachas, mujeres y niños, y que hablara de todas las malditas cosas
del mundo menos de la única verdad: que es el terror de todo inocente
que vive en él.
"¡Escúcheme antes de juzgarme como un viejo anticuado que no puede,
ni quiere, comprender este mundo moderno! Se lo pido por favor,
escúcheme. ¿Sabe en lo que se ha convertido fundamentalmente el cris-
tianismo en estos tiempos? En secularismo. No ya uno con el pueblo, como
Cristo, sino mundanos, ocupados en demasiadas cosas excepto en la fe
sencilla y en la paternidad de Dios. ¡Oh, hablan mucho, ya lo creo, sobre
la hermandad del hombre, pero sugiérales, intente sólo sugerirles, que
no hay hermandad entre los hombres sin el reconocimiento de la
paternidad de Dios, y recibirán sus palabras con un embarazoso silencio
o con una sonrisa de superioridad!
"No soy sofisticado, lo confieso. No soy un hombre urbano. No
comprendo este mundo que cambia. Eso es lo que dicen ellos. Pero
¿cuándo ha dejado el mundo de cambiar, desde el mismo instante en
que salió de las manos de Dios? Siempre estuvo en transformación, pero
mis gentes no entienden eso. Ellos creen que hay algo único en este
momento, algo que nunca existió antes, algo tan superior al pasado que
éste debería ser olvidado por completo, con todas las cosas heroicas del
pasado. Incluido Dios, por supuesto. ¡Oh, sí!, están dispuestos a hacer
profesión de fe, pero no hay fe en ellos. Por más de un estilo son en verdad
una generación incrédula y adúltera. De clérigo a clérigo, tengo que ser
honrado: una generación incrédula y adúltera. ¿Es falta de caridad el
confesar esta verdad? En estos días se habla mucho de caridad, y del
espíritu del hombre moderno con aspiraciones, pero ya no hay caridad, y
las aspiraciones de los hombres modernos son las frívolas aspiraciones
de un niño eterno.
"¿De quién es la culpa? ¿Del clero? Pero ¿qué podemos hacer, cuando los
hombres se apartan constantemente de nosotros, ocultando una sonrisa? No
podemos prohibirles nada. Ya no tenemos la autoridad secular o espiritual
que tuvimos en tiempos. Ésta es la época de los laicos, dicen algunos
clérigos, abdicando con una sonrisa de su posición de pastores y contentos,
incluso orgullosos, de ser uno más del rebaño. jHermandad! Carencia de
autoridad digo yo, aunque se nos dio autoridad cuando nos ordenaron. ¿Es
el pastor menos que el rebaño? Si es así, ¿quién lo guardará de los lobos?
El sudor caía en grandes gotas de su frente. Agitó pesadamente la
cabeza una y otra vez. Se aferró con ambas manos al respaldo del sillón.
—No me condene todavía. Por favor, déjeme terminar. Contemplo el
mundo y lo veo lleno de cosas, sólo de cosas. Y ni una de ellas con verdad y
solidez. Está lleno de aparatos, de maquinaria, de casas automatizadas, de
fábricas y oficinas; produce un espantoso ruido. El peor ruido es el de las
gentes que discuten, gentes descontentas, sin raíces, exigentes, petulantes,
insatisfechas, que desean, que exigen, que claman simplemente.
"He vivido sesenta años —continuó— y jamás he conocido un mundo así.
Viví la Gran Depresión y fue mejor que esto, créame. Al menos la gente se
enfrentaba con la dura realidad, y no con el desagradable realismo de que
hablan ahora. Conocían las privaciones y el hambre, y el rostro horrible de
la desesperación y el profundo temor. Pero ésas eran cosas reales que era
posible vencer, pues siempre hubo esperanza.
"Pero, ahora, todo el mundo tiene de todo. ¿No fue Ibsen el que dijo
que cuando todos tienen de todo ya nadie tiene nada de valor? Nada es
real, además, cuando el hombre ya no tiene necesidad de luchar. Yo he
conocido una pobreza mísera. Pero le aseguro que la prefiero a la
comodidad, el lujo y toda la opulencia que Veo en torno. Al menos, en la
miseria yo tenía certeza, y lo mismo todos los pobres conmigo, Pero los que
viven ahora a mi alrededor en medio del lujo, del maquinista al hombre de
negocios, del doctor al plomero, de la secretaria al ama de casa, no
tienen certeza en absoluto, ni raíces, ni calma, ni, en consecuencia,
esperanza...
"Y no desean lo que yo puedo darles. Me reprochan que no les hable de
justicia social y de problemas sociales o de lo que sea la moda estúpida del
momento. Una vez les cité al gran estadista y filósofo inglés, Edmun Burke,
que dijo hace casi doscientos años: "No debería escucharse más sonido en
la Iglesia que el de | la Voz curativa de la caridad cristiana. La causa de la
libertad civil y del gobierno civil ganan tan poco como la causa de la religión
con esta confusión de deberes. Los que abandonan su auténtico carácter
para asumir lo que no les pertenece son, en su mayor parte, ignorantes por
completo del mundo en el que tanto les gusta mezclarse, y sin experiencia
en los asuntos mundanos sobre los que se pronuncian con tanta confianza, o
tienen de políticos más que las pasiones que excitan. ¡Con seguridad que es
en la Iglesia donde debería permitirse la tregua de un día entre las
disensiones y animosidades de la humanidad! No necesitamos teólogos
entendidos en política, ni políticos con ideas teológicas."
"Pero ellos no tenían la mínima noción de ese gran hombre, Edmund
Burke, ¡aunque la mayoría de los jóvenes saben todo lo que hay que
saber sobre Marx!
"Bien, me acusaron de anticuado, ¡como si la verdad hubiera sido alguna
vez un anacronismo! Les hablé de las eternas verdades de Dios, les leí del
Evangelio, y les dije que, cuando los hombres caminan con Dios y su verdad
y su justicia y las practican humildemente en su vida diaria, la justicia social
ha de llegar inevitablemente, y los problemas sociales se resuelven
por sí mismos.
"Además, en estos tiempos siempre están hablando de la búsqueda de
la propia identidad, cuando ni ellos mismos saben lo que quieren decir,
como no lo sé yo. Yo les dije una vez que todos tienen identidad desde el
momento en que son concebidos, y que su único deber en esta vida
consiste en salvar su alma individual e inmortal.
"¿Sabe cómo me respondieron? Ofreciéndome sus enfermizas sonrisas
indulgentes. Y recuerdo también un domingo en que les hablé de la sólida
realidad de Satán, y de su gran triunfo que consiste en persuadir a los
hombres de que no existe. Les hablé del pecado... ¡Imagínese, del pecado!
¡Los superiores me dijeron más tarde que era poco realista al hablar así, que
insultaba a la inteligencia de mi congregación y que el pecado era sólo
cuestión de una salud mental defectuosa y no culpa del pecador! Me
sugirieron amablemente que tratara de comprender estos tiempos
modernos, en los que todos tienen una mente tan científica y viven tan
conscientes de la sicología.
"Y estallé. Lo admito y lo lamento, pero me sentí acosado por todas
partes.
"Dije a los superiores que sabía perfectamente todo lo referente a la
enfermedad mental, como llaman al pecado, y todas las estupideces que
sobre ello se escriben en la prensa, y todos los solemnes discursos de los
que, sin saber de qué hablan, han aprendido un nuevo vocabulario pseudo
científico y desean impresionar con él a los demás. Perdóneme, pero jamás-
he conocido tantas personas pretenciosas e ignorantes como ahora, ¡que
Dios les ayude! No saben nada de Dios, del alma humana y la mente del
hombre, pero, de todo eso que ignoran, hablan pomposa y constantemente.
Cuanto más ignorantes, más ruidosos e insistentes, hasta que uno se siente
avergonzado por ellos... antes de sentir miedo ante ellos. Son como una
nueva clase de gentes... y muy vulgares.
"Sí, dije a los superiores, cuando yo era joven todas las ciudades
pequeñas tenían sus inocentes excéntricos y seniles, pero eran aceptados
como parte de la comunidad, y no necesitaban terapia. Pero ¿por qué hay
ahora tantos trastornados? Porque han perdido a Dios y la religión, les dije.
¿De quién es la culpa? ¿De este clero, tan moderno y avanzado? ¡Pues yo no
me uniré a sus filas! Quizá no sea yo el mejor de los pastores, ni el más
sabio, pero no traicionaré a mi pueblo con modas intelectuales pasajeras ni
con preocupaciones estúpidas y febriles que el día de mañana serán sólo
dignas de risa o de olvido.
Tuvo la impresión de que el hombre le escuchaba no reprobándole, sino
con tristeza y comprensión. Se sintió tan agradecido que se sentó de nuevo,
inclinándose hacia adelante con las manos firmemente apretadas sobre las
rodillas y el rostro cansado y ansioso.
—Ellos creen que yo no sé nada, que vivo en una especie de sencillo
pasado. Pero yo sé todo cuanto ellos saben, v más aún. Soy un hombre
culto. Leo, y eso es más de lo que hacen algunos de los charlatanes y
sabihondos de mi congregación. Conozco la desesperada enfermedad del
mundo, y la depravación, v la falta de paz, y el escándalo y odio, y la
amenaza del holocausto. Sé del homosexualismo, y de todos los vicios. Sé
del terror en el que ahora vive la mayoría de la humanidad. Y sé algo más
que la mayoría no conoce: que han dejado a Dios. No tienen marco de refe-
rencia. Aceptan el mundo de los débiles sentidos y rechazan el mundo de su
alma inmortal, que es la única realidad.
"Son ávidos materialistas, que se regocijan tontamente en su sentido de
lo que es relativamente cierto. Ya ve, creen en ¿i relativismo; la verdad no
tiene una certidumbre eterna para ellos. Es proteica para ellos. Cambia de
hora en hora, y nunca tiene el mismo rostro. Eso les encanta. En las nuevas
verdades encuentran excusas para sus excesos, para su falta de fortaleza,
de valor y fuerza. Carecen de honor porque no deben fidelidad a nada, ni a
Dios ni a su país, ni a los demás, como verdaderos hombres y hermanos, ni a
la ley ni al orden. Son la generación más cruel que ha maldecido este mundo,
pues no se aman unos a otros como en tiempos se amaron los cristianos de
verdad, en el Nombre del Dios Todopoderoso. Ahora simulan amarse en
nombre de la justicia social o su falsa hermandad. ¡Embusteros!
¡Embusteros! ¡Sin vacilación alguna, le cortarían la garganta a un hermano
por cualquier estúpida razón!
"Y no sienten auténtica preocupación por los demás. Podría morirse un
hombre ante su puerta y no contestarían a su llamada, pues estarían
escuchando en ese instante algún guión de la televisión sobre el deber de
involucrarse con toda la humanidad. Atacan a una mujer ante sus mismas
ventanas, y ellos bajan las persianas y se ponen a leer un artículo sobre sus
obligaciones para con la comunidad y lo muy comprometidos que están en
ella. Hablan de responsabilidad, y son abyectamente irresponsables. No, no
abyectamente. Monstruosamente, pecaminosamente irresponsables. En
tiempos el hombre se sintió orgulloso de su trabajo, y de su competencia
en él, por humilde o importante que fuera. Ahora todo el mundo quiere
que sus hijos tengan educación universitaria, y como la mayoría son muy
poco capacitados intelectualmente —a veces no les importa, incluso lo
admiten alegremente— sólo un pequeño porcentaje de jóvenes son
auténtico material universitario. Pero la mayoría podrían llegar a ser
excelentes trabajadores en distintas ocupaciones, que ahora desprecian
juzgando que están por debajo de su categoría. Yo les digo que el mismo
Cristo, el Todopoderoso, con el gobierno sobre sus hombros, fue
carpintero, duro y fuerte, y orgulloso de su trabajo. Pero me juzgan un
imbécil. Cristo es una sombra para ellos. Vivió hace tanto tiempo, ¿sabe?,
en el pasado, y ¿qué tienen ellos que ver con el pasado?
"Si sólo fueran los jóvenes los que son tan tristemente estúpidos, tan
demoledoramente estúpidos e irracionales, uno podría tener paciencia y
aguardar, y enseñar pacientemente hasta que vieran la poderosa faz de la
única realidad por sí mismos. Pero no son sólo los jóvenes los que hablan
interminablemente, estúpidamente, constantemente. Son sus padres tam-
bién, sus padres tan modernos. Los padres que les dicen que lo que
importa no es lo que uno sabe, sino a quién conoce, y adelante con ello
hasta que seas un hombre rico y de éxito, y bien adaptado, y un líder. Sé
una víbora; sé un embustero. Sé exigente e implacable. Todo vale,
mientras lleve al éxito material.
"Mientras tanto, naturalmente, les dicen, sigue con toda esa
charlatanería de amar a tu hermano y simular que te preocupas por él.
Con eso parecerás una persona agradable y civilizada. ¡Una persona tan
agradable y admirable! Y a las personas agradables y admirables se les
aprecia, y cuando uno es apreciado los otros se encargan de promover tu
bienestar y tu futuro feliz...
"¡Dios mío, como si este mundo lo fuera todo! Pero el problema es que
así lo creen ellos, creen que este mundo es todo lo que existe, incluso mis
fieles más regulares que vienen tranquilamente a oírme cada domingo... sin
oír jamás realmente una palabra de lo que digo.
El cansancio se apoderó de todo su cuerpo hasta que le pareció que ya
no podría moverse nunca más.
—No me sorprende —murmuró— que tantos jóvenes actúen extraña y
violentamente en estos días. No me extraña que a las chicas les encante
vestirse y comportarse como jóvenes atrevidas, y a los chicos les guste
vestirse de modo dudoso y comportarse como débiles mujercitas. ¿Qué les
han dado sus padres y profesores sino falsedades, valores y falsas máximas?
Son rebeldes, dicen. ¿Contra qué se rebelan? No lo saben, pero de seguro
que se rebelan contra la falta de valores en sus vidas, contra la falta de
autoridad y disciplina, y la falta de decencia y honor en sus mayores. Yo les
he visto desfilando o gritando ruidosa e incoherentemente, y he visto a sus
padres como sólo un ministro puede verlos: locos estúpidos que jamás pose-
yeron autoridad en su vida, ni tuvieron valores en su vida, ni fe, ni orgullo.
"Algunas veces se nos culpa al clero de todo eso. No le dimos al pueblo
lo que necesitaba. ¿Han de ser las ovejas las que digan al pastor lo que
éste debe darles de comer? ¿Han de ser las ovejas las que dirijan al pastor
para que éste les "permita con indulgencia meterse en el valle de las
sombras de la muerte?
Se detuvo anonadado. Miró las cortinas azules. Se mordió los labios.
—Pero, ¿y cuando algunos de nosotros lo intentamos y sólo conseguimos
que se nos ignore, que se burlen y se rían de nosotros? ¿De qué sirve nuestra
lucha? Si alzamos la voz, se escandalizan y nos abandonan
apresuradamente. Si les vamos con admoniciones, simulan ocultar una
sonrisa. Las ovejas han dejado a sus pastores y ya no oyen su voz ni
responden a ella. Mis propias ovejas me llaman "Harry fuego del infierno"
porque les hablo de la verdad y del horrible peligro en el que ahora se hallan
sus almas. Los viejos se ajustan los guantes, o se acarician sus abrigos de
Piel, nos miran con ojos muy asombrados y hablan de los jóvenes de estos
días, más sofisticados y más cultos. Y se supone que hemos de aplaudir su
ignorancia y su estupidez. Se supone que hemos de sonreí con aprobación.
De nuevo se puso en pie de un salto
— ¡Pues yo no puedo! ¡Yo no voy a ponerme al día y hablar de cosas
seculares en mi pulpito! ¡Yo no soy un mundano saduceo, como muchos de
los de mi clase! Me voy, ya no me quieren. Aquí no tengo ovejas. Debo ir
donde tenga algunas, donde escuchen a su pastor.
Respiraba acaloradamente. Estaba desesperado, y desesperado por la
impaciencia, porque el hombre tras aquella cortina no decía nada en
absoluto. Seguía esperando. Pero ahora ya no había más que decir. El
ministro recordó que alguien le había dicho que sólo tenía que apretar el
botón junto a las cortinas para ver al hombre que le había escuchado.
—¡Oh, Dios mío! —dijo—. No quiero verle. No quiero oírle decir que debo
modernizarme y poner a Cristo al día para una generación ciega, estúpida,
débil, degenerada, inmoral y malvada... la peor que ha contemplado este
mundo. ¿Cómo puedo ayudarles si se niegan a ser ayudados...?
Se detuvo. ¿Qué había visto escrito en el muro de la sala de espera?
¿Qué había leído aun sin captarlo por completo. Todo lo puedo en Aquel
que me conforta. En otro tiempo aquello hubiera alterado el ritmo de su
corazón, y su alma habría respondido. Pero ahora estaba demasiado
destrozado, demasiado acosado por la desesperación. Extendió la mano y
apretó el botón, disponiéndose de antemano a escuchar las suaves y
corteses palabras del clérigo que se hallaría oculto allí y que habría
escuchado taimadamente a un anticuado.
Las cortinas se corrieron, estalló la luz tras sus silenciosos pliegues y, a
aquella luz, vio al hombre que escucha.
Se miraron profundamente. El rostro del ministro adquirió un tono
ceniciento y se retiró paso a paso, hasta quedar apoyado en la pared, en la
puerta por la que había entrado. Pero el hombre no apartó los ojos. Siguió
mirándole profunda y firmemente. Y el reverendo Mr. Henry Blackstone estuvo
seguro de haber oído, en su interior, una voz poderosa que le decía:
"¡Alimenta a mis ovejas!"
Extendió sus manos ante él, como defendiéndose:
—No, no —dijo—. No me entiendes. Es que no quieren que yo les alimente.
Ni siquiera desean verme. Me han abandonado. No fui yo el que las dejé.
De nuevo escuchó la voz, más penetrante ahora y más inflexible en los
corredores de su mente: "¡Alimenta a mis ovejas!"
—¿Con un pan que no quieren comer? —imploró el ministro—. ¿Con un
pan que rechazan? ¿Con un pan que desprecian? Déjame ir. Déjame
terminar mi vida en algún lugar tranquilo, sin problemas, sin ruido, sin
desprecio...
"¡Alimenta a mis ovejas!"
Lugares estériles donde se recogían y yacían las ovejas, cegadas por el
polvo, por la fiera luz de un sol del que no podían guardarse y defenderse.
Una tierra agostada. Una tierra de rocas y ríos de fuego, sin aguas vivas. Las
ovejas yacían allí y morían lejos de una vida de fe y certeza, y de auténtica
seguridad. Y ¿dónde estaba el pastor?
Se volvía y las dejaba. Las ovejas se habían apartado de él, ya no quería
quedarse más con ellas y dirigirlas... porque le habían despreciado en su
estupidez animal. Si ese mundo había sido demasiado para él, ¡cuánto más
terrible, demasiado terrible, sería para ellas!
El ministro sintió que no se atrevía a acercarse de nuevo al hombre. Se
arrodilló allí mismo, donde estaba, y se cubrió el rostro con las manos.
—Ya comprendo —dijo— por qué me sentí tan separado de Dios en
estos pasados años. ¿Qué significó la burla y el desprecio para Nuestro
Señor? Nada. Él había alimentado a las ovejas hambrientas y ellas le
enseñaron los dientes en mueca burlona. Se rieron de Él en sus casas,
gritaron contra Él en los templos, vocearon su desprecio en la plaza del
mercado y en las calles. Intentaron apoderarse de Él y destruirle, y Él se
deslizó suavemente entre sus voraces manos...
"Pero siguió enseñando a sus ovejas. Despreciado y rechazado...
siguió enseñándoles. Y al fin, porque fue tan firme, algunas le
escucharon.
"Sólo unas pocas, pero salvaron el mundo. E, incluso ahora, unas
pocas tan sólo pueden salvar al mundo.
Los mundanos saduceos que creían en la muerte pero no en la
inmortalidad, que apoyaban la ética y la conducta adecuada en el
hombre, pero negaban su Fuente, que hablaban con aire educado de la
ilustración y la luz y vivían en la oscuridad! ¡Y los fariseos que detestaban
al pueblo y sólo honraban la letra de la ley, y no al que les había dado la
ley! ¿Quiénes eran peores? ¿Acaso él, Henry Blackstone, tendría que verse
contado entre ellos? ¿O era aún peor que ellos un pastor que se disponía
a abandonar a sus ovejas por su propia paz, por su propia serenidad
mental?
—Perdóname... —suplicó—. Señor, perdóname. ¿Acaso me importa lo
que me llamen, o que se rían de mí? Lucharé con ellos con más pasión,
con menos debilidad, sin sentirme tan consciente de mí mismo. No
temeré su ira, ni dejaré que su monstruoso mundo se inmiscuya de
nuevo en mí. Nunca más.
"Podrán arrojarme, como te arrojaron a ti. Podrán aplastar lo que
quede de mi vida y pisotearlo. Quizá me envíen al exilio porque no
puedan ponerme al día.
"Pero jamás —si tú me ayudas— soñaré con abandonarlos y dejarlos
hambrientos.
"Y caminaremos juntos de nuevo, y, ¿quién sabe?, quizá las ovejas nos
sigan algún día. Sonrió con timidez al hombre que ahora parecía sonreírle
tiernamente. Y dijo:
—Mi madre solía cantar un himno... Ahora sé realmente lo que significa:

"A través de las noches de los tiempos,


triste y desamparado...
¡Pero mucho te he amado, Señor,
y aguardo la mañana!"

ALMA OCTAVA

EL GRANJERO
—...cuando todo lo que me recuerda
mi juventud y mi alegría,
me dice en el fondo de mi corazón
¡que yo he tenido mi mundo, como en mis tiempos!

"Esposa de Bath"

ALMA OCTAVA

—Bien, hola, párroco —dijo el viejo con gravedad al enfrentarse con la


serena cortina azul que cubría la alcoba—. Usted es un párroco,
¿verdad? En cualquier caso, eso es lo que dicen todos. Usted escucha los
problemas de la gente y luego les dice lo que deben hacer. Eso es muy
amable por su parte, en verdad. No sabía que aún quedara gente de
esta clase en el mundo; no, señor. Todos diciendo que aman a todos sin
que nadie ame a nadie; eso es lo que se lleva ahora. Como todo ese
patriotismo del que tanto se lee en los periódicos, cuando al parecer
nadie es ahora patriota. Bueno, yo recuerdo que había un tiempo
cuando, si alguien tenía problemas, incluso en la ciudad, todos los
amigos acudían con alimentos y fruta, y quizás un pollo asado, y había
auténtica comprensión. Ahora todo es mentira: los periódicos llenos de
amor fraternal y de los derechos de todo el mundo, y la gente sin parar
de hablar, y los párrocos diciendo en los pulpitos que hay que obrar
bien con todos, especialmente con seres desconocidos en países
extranjeros... y sin que a nadie le importe un pito el vecino de al lado.
Es fácil mostrarse comprensivo con personas que viven a mil mi- Has o
más; a uno no le cuesta nada alzar los ojos al cielo y hablar con voz
profunda y engolada. Pero tomarse la molestia de hacer algo por los
vecinos, con su propio dinero y su propio trabajo... ¡Oh, no! Eso no
tiene el menor significado ahora. Eso no es tener sentido... ¿cómo dicen
esos bocazas con su estúpida jerga?... de responsabilidad mundial. ¡Un
cuerno!
Se retrepó cómodamente en el sillón y sacó la pipa. La había
preparado fuera, y llevaba el encendedor que le regalara Al, su hijo, y
no creía que importara en absoluto el fumar aquí, porque el acondicio-
nador de aire se llevaría el humo de todas formas. No se había sentido
tan cómodo desde que muriera Beth, relajado y en paz, hablando con
alguien que comprendía.
—Por ejemplo, ese joven que vi ahora mismo, ahí fuera, con sus
estrafalarias ropas de la gran ciudad. Me dice que no tiene problemas.
Bueno, ¡si ese joven no tiene problemas, estoy dispuesto a comerme el
sombrero! Porque tiene más que pelos en la cabeza. Como todas las
gentes de la ciudad, y algunas del campo en estos días. Y todo ese "amor",
y toda esa prisa, y el estar "alerta", y el meter las narices en los asuntos
del prójimo —especialmente si el prójimo está exactamente al otro, lado
del mundo—, ¡seguro que no está haciendo feliz a la gente! Más bien
miserable. Jamás vi personas tan tristes en mi vida como puedo ver
ahora, y gentes tan llenas de odio, y tan mezquinas como el mismo pecado.
Algo anda mal. Fumó un poco, reflexionando:
—Cuando Jesús hablaba de amar al prójimo, creo g que Él no quería
decir salir a toda prisa de su propio 1 país para ir a buscar al prójimo en
Grecia o Roma, 1 o donde fuera, para hacerle bien. Él se refería al tipo
que vivía en la casa de al lado, con sus problemas. Por ejemplo, Mrs.
Campbell, que vive en una granja junto a la mía, una granja grande,
colectiva, como las de los chinos y los rusos según he oído. Casi todos los
días sale en los periódicos de Fairmont pidiendo dinero para esto y lo otro,
para personas que nunca verá, lo que nosotros solíamos llamar la China
pagana y la misteriosa África, y, trabajando por las Naciones Unidas y todo
eso; y al otro lado de mi casa, en una pequeña granja, hay una joven viuda
con tres pequeños que está luchando sola sin conseguir salir adelante con
una tierra tan pobre y sólo el mayor para ayudarla. Y yo le digo a Mrs.
Campbell: "Ahí tiene a Susy Trendall, que no puede comprar fertilizante este
año. ¿Qué le parece si se le ayuda un poco? Porque apenas recibe subsidios."
Y Mrs. Campbell me dice: "Todo el dinero que estamos recogiendo va a la
Asociación para las Naciones Unidas y las Naciones en Desarrollo, y Mrs.
Trendall debería ir a la Asistencia Pública, si tan pobre es."
"Bueno, vamos a ver, ¿es eso caridad cristiana, es eso ayudar al
prójimo? No, señor. Eso es una falsedad y una crueldad; eso es transformar
la caridad en una fiera. Así que yo voy a casa de Susy y la ayudo con el
tractor, y le digo a Mrs. Campbell que empiece a amar a su prójimo y no
busque causas que la hagan sentirse importante y buena. ¡Buena! ¡Qué
hipócrita! Parece que todo el maldito país está invadido por embusteros e
hipócritas ahora, y no por personas buenas y sensatas como las que yo he
conocido siempre, desde que era un crío en la granja que pertenecía a mi
abuelo, y después a mi padre, y ahora a mí. Todos esos "bienhechores" que
vemos por ahí en estos tiempos tienen el corazón más duro que una piedra
y ojos de gatos salvajes. Me hacen sentir náuseas.
La pipa temblaba ahora en su mano.
—Siempre ha habido personas mezquinas que solían ocultarse bajo lo
que llamamos el "manto de la religión", lo que les permitía disimular su
mezquindad y avaricia y odio por su prójimo, a la vez que citaban las
Escrituras y veían crecer sus cuentas bancarias. Pero esas mismas
personas ya no buscan el manto de la religión para ocultar su dureza de
corazón. Ahora buscan algo que los párrocos llaman el evangelio social. Pero
funciona poco más o menos igual: "Guarda tu dinero, habla en voz muy alta
del amor, consigue convencer al prójimo de que tienes muy buen corazón y
tendrás una maravillosa reputación de hombre bueno." ¡Tiene gracia!
Cuando las gentes se escondían bajo el manto de la religión, todos lo
sabíamos y nos reíamos de ellos. Pero ahora no podemos reírnos de esos
tipos del evangelio social. Algunos incluso llegamos a creerles, y eso es sólo
parte de la locura general que hace que me duelan hasta los... bien, ya
sabe.
Asintió vigorosa y amargamente. Tenía la extraña sensación de que el
hombre tras la cortina estaba de acuerdo con él.
—Y luego está el gobierno, que no deja de interferir en la vida privada de
todos. En otro tiempo habríamos sacado las armas y arrojado a los
hombres del gobierno de nuestras tierras y habríamos echado mano de la
Constitución. Bien, puedo decir, y me enorgullezco de ello, que jamás acepté
uno solo de sus malditos cheques, aunque me los han ofrecido una y otra
vez. Acepta un cheque del gobierno, y es como si te pusieras una cadena en
torno al cuello. No, señor. eso no es para mí. Yo tengo que pagar la
Seguridad Social, o como sea que la llamen, pero eso es todo; y mientras
mis piernas me sostengan y pueda caminar, no acudiré tampoco a la
Seguridad Social; no, señor. Y tal vez ni siquiera entonces. Yo tengo mi
orgullo.
"Lo cual me recuerda el asunto que me trajo aquí, a abusar un poco de
su tiempo.
"En tiempos, cuando yo era muy niño, e incluso hasta hace veinte años,
había dieciocho granjas en torno a la mía. Ahora una sola familia las posee
todas, ¡los Campbell! Piense en eso. Los demás tuvieron vender su tierra a
esos malditos y ambiciosos Campbell, con su moderna granja industrial, y
se fueron a vivir a la ciudad, en una de esas cajas que ellos llaman viviendas
del desarrollo. Las ciudades siempre olieron mal. Y ahora huelen incluso
peor. Y el olor no es sólo por el aire sucio y la polución, sino por sus almas.
Babilonia. No hay pecados auténticos que cualquiera puede comprender,
pecados del cuerpo; no, ahora son pecados del alma, pecados enfermizos,
demoledores, que le aterran a uno. Agitó la cabeza.
—¡Maldita sea si no me alegro de tener setenta y cinco años y haber
vivido cuando el mundo era sólido y auténtico, como una buena cosecha
de manzanas, aunque todo el mundo, en la ciudad y en el campo, tuviera
que trabajar diez o doce horas al día! Todo el mundo habla de esta
maravillosa era, pero es lo mismo que esas funciones que se ven en el
teatro: todos simulando y corriendo de aquí para allá, y suspirando, y
haciendo un gran espectáculo con sus sonrisas y sus miradas, y hablando
como imbéciles. ¡Qué ocupados están todos! Trabajan ocho o nueve
horas, incluso en las granjas. Y no tienen tiempo. ¡No tienen tiempo! No
tienen tiempo para hacer visitas a los vecinos, para sentarse en el
pórtico y hablar y observar las luciérnagas en el césped y escuchar el
viento. No. Se van rugiendo en los coches a la ciudad, y vuelven rugiendo,
y están exhaustos, y disponen de radios y televisores ruidosos, y jamás
leen nada en la vida después del colegio, pero, ¡maldición!, actúan como
si fueran cultos cuando sólo son estúpidos que nada saben' en absoluto,
ni de ellos, mismos ni del mundo. Si algo leen son libros sucios, y entonces
guiñan un ojo y se sien-ten muy modernos. ¡Demonios!, todas esas
palabras se escribían en la parte trasera de los graneros cuando yo era
un crío, y alguien te azotaba el... si te cogía allí. ¿Qué hay de tan moderno
en las palabras sucias, de todas formas? Le diré algo: el mundo está lleno
de críos adultos ahora, con sus ropas extrañas, y yo tengo la impresión de
que nunca crecerán.
"Una era maravillosa. La era espacial. Y todo es tan sólido y real como la
cara de payaso que solíamos pintarnos cuando éramos unos niños en la
Noche de las Brujas. Todo el mundo tiene ahora cara de payaso, quizá para
ocultar el hecho de que no tiene una auténtica cara propia. Haciendo
muecas, como Beth solía decir, sin mostrar su carne tostada por el sol.
Quizás es que ahora no tienen la piel tostada por el sol. Todo lo que yo sé
es que no tienen ni verdaderos ojos ni auténticas almas.
"Bueno, a lo que iba. Los Campbell, el padre, tan importante, con su
abrigo sport comprado en Nueva York, sigue viniendo a mi casa y
pidiéndome que le venda mi granja, él, con su enorme granja industrial,
como una fábrica. Y yo digo que no, que no venderé. Y los impuestos sobre
mi granja siguen subiendo constantemente, y ¿sabe qué?, yo creo que es
culpa de ese tipo Campbell, el que tenía un padre honrado con honrada
suciedad en sus manos, y no "experto en agricultura", como los llaman
ahora, con televisión en sus "unidades" y con agua caliente y fría, y con sus
coches grandes y brillantes. Quizás eso sea el progreso. Pero yo le llamo
apartarse de Dios y de la tierra, e ignorar lo que uno tiene que hacer. Si
eso les hiciera felices, no me importaría. Pero, como dije, todo eso les hace
miserables y mezquinos, con corazones como manzanas secas de las que se
encuentran en el fondo de los barriles en primavera. Sin zumo. Sin gusto.
Sólo piel seca y semillas secas. Ni siquiera sirven para los cerdos.
"A veces contemplo mis vacas, mis caballos y perros, y salgo a pasear
por mis campos y veo las mofetas y las ardillas y pájaros y les digo:
Vosotros sois reales. Sois lo que sois. Sois vaca, o caballo, o perro, o lo que
seáis. No tratáis de ser lo que no sois. Tenéis vuestra naturaleza y no
engañáis a nadie. Y, en cierto modo, eso eleva mi corazón, y entonces
vuelvo a mi casa y siento que al menos allí las cosas son lo que son y no
actúan. Son como Dios quiso que fueran: honradas, sólidas, buenas.
"Bien, Beth y yo teníamos sólo un chico, Al. Le enviamos a la escuela de
agricultura. Pero a él no le gustaba eso. Quería ser abogado, en la ciudad. No
quería saber nada de granjas ni de trabajos pesados, dijo. Quería ganar
mucho dinero, aunque fuese ese dinero falso de estos tiempos. Bien, era el
único que teníamos y queríamos hacerle feliz, si él deseaba vivir en la
ciudad. De modo que ahora ya es abogado en una gran ciudad, a
ochocientos kilómetros de casa, y trabaja mucho, y tiene su úlcera y tres
críos llorones y tan infelices como los demás a pesar de todas sus ventajas.
Puedo asegurárselo. A veces vienen a la granja en verano. Las chicas se
sientan por allí y se quejan de aburrimiento, luego se arreglan y se van
corriendo a la ciudad, todas maquilladas, y eso que aún son pequeñas, una
de trece años y otra de dieciséis. Pero Roger es distinto. A él le gusta la
granja; es como si se serenara allí. Su rostro pierde ese extraño aire de
inquietud que tiene y camina lentamente, sin correr, como hace cuando
llega. Y el último verano recogió la cosecha por mí, y no le importó
llenarse de sudor y polvo.
"Bien, tuve que pedir prestado dinero a Al el año pasado para pagar los
enormes impuestos a que me forzaron los Campbell para obligarme a dejar
la tierra. Y Al, que es un buen chico, ¿sabe?, y tiene una esposa
encantadora, aunque sea de la ciudad, me dijo: "Papá, vende la granja a
buen precio y vente a vivir con nosotros. Nosotros te queremos, y te
haríamos feliz." ¡Feliz! Y aún dijo más: "Papá, yo soy todo lo que tú tienes
desde que mamá murió, ¿por qué quieres vivir ahí completamente solo,
cuando tienes una fami- Lo peor de todo es que yo sé que dicen la verdad.
Me quieren, y a mí me gusta verlos cuando vienen, y es casi como en los
viejos tiempos. Pero no me gusta su maldita ciudad, con los coches
corriendo de acá para allá y sin un pedazo de tierra en que poner el pie.

Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era
caprichosa. Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente
solía reírse de él.. No me importa. La cuestión es que la presión de los
impuestos es cada vez mayor y quizá pierda mi granja. Al dice que me
enviará el dinero para completar! lo que no puedo pagar, pero no me
gusta aceptarlo, aunque Al recuerda bien lo de honrar padre y madre,
seguro que sí. Siempre lo tiene presente. ¿Qué cree usted? ¿Cree que
debo vender y venirme a la ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que
sólo sería su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que
el hombre tras la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no
soy importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que
conocí en mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui
demasiado a la escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un
infierno llegar hasta ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis
y siete años. Me levantaba al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que
ardía en verano y estaba helado todo el invierno, y me acostaba en cuanto
se ponía el sol y las vacas estaban seguras en el establo y los cerdos y
gallinas habían comido ya. Y me dormía como un tronco, como si
estuviera muerto. Y arriba otra vez, al trabajo, y luego corriendo a la
escuela, y luego corriendo a casa para hacer algo más. Quizás Al tenga
razón después de todo. No tuve la oportunidad de ser nada más que un
estúpido granjero en una granja que va no rinde, con los impuestos y las
restricciones del gobierno. No acepto sus cheques, pero ellos vienen ame-
nazando y diciéndome lo que puedo o no puedo cultivar. ¿Es que ya no es
éste un país libre? No, no lo es. Pero a muchos granjeros les gusta. Tienen
seguridad, dicen. Seguridad contra los años de mala cosecha, en los que
hay que apretarse el cinturón. Seguridad, dicen, contra los caprichos del
tiempo, en los años buenos y malos. Seguridad para comprarse coches y
correr a la ciudad, a los bares y cines, y comprarse televisores y llevar trajes
de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo
permitirme contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo
todo yo mismo. Y aquello está horriblemente solitario por la noche y los
domingos. No hay vecinos con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya,
recuerdo la época en que conocí a Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su
tierra. Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para
hacerlo todo.

1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe
de Adán. (N. del T.)

Ya estaba levantada antes de amanecer dando de comer a las gallinas y


cerdos y ordeñando las vacas, y luego se ocupaba del desayuno de los
ocho chicos, y después trabajaba en la huerta la mayor parte del día y
hacía conservas, y tejía y cosía trajes, y luego daba de comer de nuevo al
ganado, y aún tenía tiempo para leer un poco la Biblia en su sala, rezar las
oraciones, y al fin irse a la cama Para disponerse a comenzar de nuevo al
día siguiente. Y aún tenía tiempo de trabajar en la Asociación de Señoras en
la Iglesia, y en las cenas de la iglesia, y para organizar tómbolas y ayudar a
los vecinos que tenían niños pequeños, y limpiar la gran casa y cuidar de to-
dos sus hijos, y hacer mantequilla y recoger huevos y leche para el
mercado, y actuar de comadrona hubiera nieve o hielo en invierno, y leer
todos los libros que caían en sus manos o los que su marido le traía de la
ciudad cada semana. Todo el tiempo del mundo. La tranquila y serena Erna
Zimmer, con su rostro sonrosado y su amable risa. Todo el tiempo del
mundo, al contrario que la frenética Mrs. Campbell, con su tensión alta y
sus causas vacías.
Y los muchachos Zimmer, grandes y sonrosados como sus padres. Su
propia madre solía envidiar aquellos hijos, pues él, Adam Faith, era hijo
único. Bueno, los Zimmer tenían una prima, Beth Steigel, que les visitó un
verano. Venía del oeste, de muy lejos, y era una chica que deseaba ser
maestra de escuela. Se había graduado en la escuela de magisterio, y era
alta y de rostro alegre, con una mata de cabello rubio como el oro, y un
amplio seno, manos fuertes tostadas por el sol y una boca como una
manzana roja. Y grandes ojos azules también, azules como un lago. Todos los
jóvenes de alrededor se enamoraron de ella al instante y quisieron casarse
con ella inmediatamente.
Los Zimmer dieron una gran fiesta en su honor, invitando a docenas de
personas de muchos kilómetros alrededor, y Mrs. Zimmer y sus hijos
guisaron diez jamones, lomos de vaca, innumerables tartas, enormes
cazuelas de patatas, y zumos de frutas, sauer-kraut y salsa de coles y cazos
de sopa, y pan caliente, y litros y litros de café. Todo se colocó fuera, bajo el
olmo gigante, en la pradera, sobre la hierba y en mesas de madera, con
auténticos manteles de lino, y no? de papel como en estos tiempos, y un
gran barril de cerveza fresca para los hombres. Y todos los encurtidos y
escabeches, y todas las tartas de cereza, olían a cielo, y los jamones
brillaban, acompañados de miel. Los niños corrían y gritaban. Luego
alguien empezó a tocar la guitarra y a cantar muy bajito, y el sol fue
cayendo a través de los árboles, en rayos de rápida y brillante luz, y el
suave viento de verano empezó a reír entre las hojas, y las colinas azules
más allá parecían curvarse como terciopelo contra el caluroso cielo, con el río
brillando en la distancia. Incluso los pájaros parecían excitados, cantaban
como locos y volaban por todas partes, y las vacas se tumbaban a observar
en los verdes campos. No había más sonido que la risa y las charlas de la
gente, y el viento en los árboles y el alboroto de los niños y el sonido de los
platos. Era como un cielo. Era una paz que no era realmente quietud. Era
una paz viva...
—Me enamoré de Beth en el momento en que la vi —dijo Adam Faith.
Todo su rostro era ahora una sonrisa, su rostro curtido y marcado por los
años, por el trabajo y el sol—. Y ella se enamoró de mí. Nos casamos para la
época de la cosecha.
La pequeña iglesia del campo, blanca y brillante como la luna en el calor
del verano. Acudió todo el mundo, de muchos kilómetros alrededor, cientos
de ellos, vestidos con sus mejores trajes de almacén, los hombres con
corbatas en torno al cuello, tostados por el sol, las mujeres con volantes y
velos, todos de alegres colores, y los niños con zapatos brillantes y el pelo
bien peinado. Todo gente de las granjas, que olía a dulce heno y a tomillo.
Dejaron los caballos a la sombra de los árboles, en torno a la iglesia,
inclinadas las cabezas y agitando las colas. Y las campanitas sonaron en el
campanario, y el coro entonó:

"¡Santo, Santo, Santo,


Dios Todopoderoso!
¡A primera hora de la mañana se alzará a Ti
¡Santo, Santo, Santo, [nuestro canto!
Poderoso y Misericordioso
Dios en Tres Personas. Bendita Trinidad!"

Daba el sol en los tejaditos del pequeño pueblo, se reflejaba en las


ventanas y hacía que las vidrieras de la iglesia lucieran como arco iris. Y la
gente, en pie, cantaba con todo su corazón mientras él y su padre esperaban
en el atrio. El párroco se detuvo un momento estirándose la chaqueta, y
algunos hombres le ayudaron a colocarse bien la corbata, a la sombra
púrpura de la iglesia y con el aroma de la hierba cercana. Y él, Adam, sudaba
bajo su grueso traje negro de lana, y le dolían los pies a causa de las botas
nuevas, y aún sentía en el cuello el picor del reciente corte de pelo. Y el
corazón le latía como la lluvia de verano sobre un tejado... Escuchaba los
cantos del pueblo, y el laborioso latir del viejo órgano, y no sabía si estaba
asustado o no, y se preguntaba cómo se sentiría Beth.
El párroco entró en la iglesia y, cuando las puertas se abrieron, el sonido
del canto se convirtió en un estallido de gozo, las voces de la fe, de la gloria y
la alegría. Luego Adam escuchó una nota diferente en la iglesia. Un silencio,
un silencio impresionante. Y de pronto comenzó la música de nuevo, la
marcha nupcial, un poco vacilante todavía, y su padre, soltando una
carcajada, le cogió el brazo y se lo llevó a toda prisa al altar que estaba
cubierto de crisantemos y helechos. Todos los hombres entraron en tropel
tras él y se apresuraron a colocarse en los bancos de madera, recientemente
barnizados y aún algo pegajosos, y hubo un estruendo de abanicos entre la
congregación, rostros alegres que le miraban con afecto, todos tostados por
el sol. Los niños observaban también. Y en el instante en que la marcha
nupcial sonaba al fin con toda fuerza entró Beth por el pasillo central con
su tío Zimmer, ya que ella era huérfana, envuelta en flotante blancura, un
traje encantador que ella misma se hiciera, y con el velo de encaje de su
madre sobre el rostro. La hermosa Beth, tan fuerte y noble como la tierra. Al
contemplarla le pareció a Adam que su propio cuerpo se expandía, crecía,
se fortalecía, y que el corazón no le cabía en el pecho, y deseó llorar.
Luego estuvo Beth junto a él, su mano cálida en la suya, los ojos
mirándole brillantes a través del velo, y la aureola de sus dorados cabellos
enmarcándole el sonrosado rostro. Tuvo la impresión de que las mujeres
lloraban y sonreían, y que los hombres reían, pero sólo se daba cuenta
realmente de Beth y del guiño azul de sus ojos.
—Queridos hermanos —empezó el párroco—, nos hemos reunido aquí
hoy...
Reunidos allí con el corazón auténticamente lleno de amor y de ansiosos
deseos de felicidad y de regocijo, y de placer sencillo y fraternal. Vecinos
en los que un hombre podía confiar para hallar consuelo, ayuda, trabajo,
una mano firme, palabras de aliento, amabilidad, fortaleza, esperanza y
sinceras plegarias. Saber esto era como vivir en una ciudad fortificada, una
ciudad amurallada; era tener la sensación de auténtica seguridad, de
seguridad contra las tormentas, el dolor y el terror de la noche, y una fuerza
familiar mezcla de fe en Dios y fe en la buena tierra, y afecto y promesa, y
aceptación varonil, y aceptación femenina.
Besó a Beth a través del velo, ya que la dama de honor fue un poco
lenta en levantarlo, y aún le parecía recordar el sabor de aquel encaje
almidonado y sus labios cálidos como el sol y dulces como la fruta, la
mano de Beth en su hombro y la visión del azul de sus ojos a través del
velo, y su silenciosa promesa de que nunca le abandonaría, y que era suya,
y que él era suyo como un árbol pertenece a la tierra en invierno e.n
verano, y bajo todas las tormentas y rayos, y aun bajo la nieve.
 Ahora ya no hay bodas así —dijo Adam Faith al hombre tras la cortina
—. Lo sé. He visto veinte o s en los últimos años. ¿Qué se prometen ahora
mutuamente? ¿Trabajo, valor y fuerza, un trabajo común? ¡No! El hombre
promete irse corriendo a un despacho y ganar dinero. La mujer promete
mantenerse bonita y conservar la figura. Se prometen coches nuevos y una
lavadora nueva, y muchos electrodomésticos y vacaciones. Ya no se
prometen mutuamente fe en Dios y en sí mismo, y ayuda en el dolor. No,
ahora ya no. Y era maravilloso entonces.
Sonrió mirando a la cortina, que pareció temblar a través de la neblina
que cubría sus ojos.
—Era bueno. Lo recuerdo.
Nació el joven Albert cuando la nieve llegaba a la altura de las ventanas, la
peor nevada que él podía recordar. A través de la tormenta fue a buscar a
Mrs. Zimmer, que se vino valientemente tras él con su hija mayor, ya
casada, y con dos hijos más que llevaban cestos de comida caliente y telas
limpias y abrigadas. Al cabo de una hora Beth daba a luz a su hijo, y
pronto estuvo incorporada en la cama y riendo con todos. Recordaba todo
el jaleo en la cocina y la fragancia de nuevos troncos de manzano en el
fuego, mientras la tormenta azotaba las ventanas y las hacía temblar, y él,
Adam, abría el barril de cerveza que se había reservado para esta ocasión,
cuando llegaron los hombres que llamaron briosamente a la puerta de la
granja con más regalos y con las esposas que se sacudían la nieve de las
toquitas y abrigos. Era toda una celebración, pues había nacido un hombre
de, y para, la tierra. El mismo hielo de los cristales brillaba y relucía como si
también él fuera feliz. Beth se sentó en el gran lecho de postes, con su hijo
en brazos, y el primer beso fue para su marido y el segundo para el
niño, y luego gritó a las mujeres de la cocina que sacaran el pan que había
hecho hoy mismo, de debajo del mostrador de la bomba de agua, y la tarta
de manzanas que estaba en la fresquera.
—Era magnífico. Lo recuerdo... —repitió el aho-
ra viejo Adam Faith, pasándose la mano por el espeso cabello blanco y
sonriendo tiernamente.
También fue una ocasión de regocijo para toda la comunidad cuando
bautizaron al pequeño Albert Faith, pues todos respetaban al padre como
buen granjero que amaba la tierra, y todos querían a Beth, tan erguida y
firme, y de voz tan suave y amable. Regalaron al recién nacido una magnífica
vaquilla y un joven ternero que iniciaron una buena casta, y muchos otros
regalos más, dados con alegría y con gozo recibidos.
—Eso fue antes de la guerra, mucho antes de que entráramos en ella, en
la primera, quiero decir —dijo Adam a la cortina azul sobre la alcoba—. Una
época maravillosa, llena de paz. No había dictadores ni luchas, ni asesinos
en el gobierno, entonces. Vaya, había libertad en el mundo para todos;
excepto en Rusia, donde estaba el zar, y en algunos lugares de las selvas
de África. Auténtica libertad, en la que nadie molestaba a un hombre
honrado y temeroso de Dios con formularios del gobierno, y cada uno se
ocupaba de sus propios asuntos, trabajando toda una jornada de honrada
labor y educando a sus hijos para que fueran hombres y mujeres decentes
que amaran a su país y a su Dios, y fueran a la iglesia los domingos y se
cuidaran del prójimo cuando éste estuviera enfermo, o no pudiera trabajar,
o cuando daba a luz, o cuando tenía hambre. No había bandas juveniles, ni
chicas que se metían en líos, ni asistentes sociales corriendo de un lado a
otro y metiendo las narices en los asuntos de los demás, excepto en los
suyos propios. Y no había lucha en las calles. La mujer que trabajaba de
firme en la huerta y en la casa era la que tenía los derechos de que tanto
se oye hablar estos días, y el hombre que se cuidaba de la tierra como
nadie y cultivaba el mejor ganado... era el que la comunidad admiraba.
No se oía decir con demasiada frecuencia que un hombre se diera a la
bebida, o que una mujer se echara a la calle en aquellos tiempos.
Estábamos condenadamente ocupados viviendo y disfrutando de la vida. Y
trabajando, como Dios quiso que hombres y mujeres trabajaran, bajo la
limpia luz del sol y la lluvia. Sí, era un mundo libre entonces, un mundo
realmente libre, y no una sociedad acosada por todas partes con ruidosos
burócratas y gente que reparte dinero a costa del público. Un hombre
podía pasear erguido y orgulloso por sus acres de tierra, e incluso por las
calles, y sentirse seguro, y eso es algo que uno ya no puede sentirse en
estos días... seguro
Suspiró.
—Me da la impresión de que el mundo está ahora lleno de llorones. Todos
tienen miedo de todo, a pesar de sus grandes sueldos y sus coches, y las
casas hipotecadas, y las cocinas llenas de brillantes estupideces. Viven en
perpetuo terror mortal, saltando al menor sonido y leyendo con miedo las
noticias del periódico. ¿De qué tienen miedo? ¿De morir? ¿Es que nadie les
ha dicho jamás que la muerte es tan natural como la vida, y que todas sus
vitaminas y sanas comidas, como ellos dicen, no los mantendrán vivos más
tiempo del que estuvieron sus padres o sus abuelos? Y si es que les
mantienen vivos... ¿para qué, de todas formas? ¿De qué sirven al mundo si
son unos gallinas, como los críos solían llamar a los cobardes? ¡Vaya, si ni
siquiera son ya hombres libres! No libres como nosotros.
De nada servía negarlo: la vida era muy dura en la granja, pero era una
dureza auténtica y maravillosa, I pues estaba relacionada con el viento y
la nieve, la tempestad y las inundaciones, las sequías y las tormentas.
—Recuerdo cuando se desbordó el río —dijo al hombre que le
escuchaba—. Muchos de nosotros quedamos arruinados, pues se llevó el
trigo del invierno y mató mucho ganado y llenó de barro los graneros y
casas. Pero nos reunimos todos y lo construimos todo de nuevo. Se podían
oír martillos y sierras en muchos kilómetros, mientras los hombres
trabajaban al sol y las mujeres traían cestos de comida y jarras de leche
fresca, y hasta los pequeñines colaboraban como todos los demás eligiendo
clavos y trayendo agua. ¡Todo, quedó nuevo tras la tormenta y la
inundación! El río había arrojado tierra buena y fértil sobre los campos, y
nunca tuvimos cosechas como las de aquel año. Fue como una renovación.
Recuerdo. Fue bueno...
Luego se rió secamente.
—Ahora ya no se ven personas como aquéllas. Sólo gentes falsas. El verano
pasado mi nieto Roger, aquel de que le hablé, vino a quedarse dos meses
conmigo y lo pasamos estupendamente bien. Roger levantó uno de esos
puestos en la carretera y vendimos melones y zumo de fruta y mazorcas de
maíz y leche fresca, y algunas tartas que hizo Mrs. Trendall para vender,
tartas muy buenas, como las de mi Beth. Y pan de verdad. Les pusimos
buen precio y lo vendimos todo. Ella necesitaba el dinero.
"Bien, señor, pues un día aparece uno de esos grandes remolques con
una mujer con tacones altos y una gran mata de pelo ahuecado sobre la
cabeza y una falda corta y estrecha que era un escándalo, con dos chicos
gruesos y mayores que Roger y un marido asustado. "De paseo por el
campo", dice ella, con esa voz dura y descarada que las mujeres tienen en
estos tiempos, y con esa mirada dura y ambiciosa que se gastan, los ojos
además todo pintados... Y señala la leche y pregunta: "¿Es de una
vaquería?"
—Bueno. La pregunta me deja desconcertado. ¿De dónde demonios se
puede sacar leche más que de una vaca en una vaquería? Pero ésos de la
ciudad... Y va Roger y le dice, suave como ]a seda: "Señora, está
pasteurizada, naturalmente." Pero ella dice, agitando mucho las manos: "No
es eso lo que yo pregunto. ¿Es de una vaquería?" Yo me rascaba la cabeza
atónito, pero Roger estaba tan serio como un párroco. Entonces dice: "No,
señora. La han hecho en una fábrica." Y entonces ella asiente como si lo
supiera todo y grita: "¡Eso es lo que me figuré! No podéis tomarla, chicos."
"Antes de que yo pudiera decir nada empieza a tocar los melones y a
preguntar si están limpios, y Roger le contesta, tan serio como un párroco:
"Pues no, señora, no tuvieron que ir al lavabo hoy." ¡Y aquí fue cuando
oímos por primera vez al marido asustado! Estalló en una carcajada,
cacareando como una gallina, y su mujer se enfadó con Roger y todos ellos
se metieron en el remolque y salieron zumbando.
"¡Qué gente más estúpida! Ni siquiera saben dónde o cómo crece la
comida, quizá creen que la hacen en las fábricas o sobre los rascacielos. Ni
siquiera se preocupan de dónde viene el agua, esa preciosa agua que
mantiene sus indignos cuerpos limpios y vivos. Creen que sale simplemente
de los grifos, y no de las corrientes, ríos y lagos, ahora todo polucionada
con la suciedad de la gente y de las fábricas, hasta el punto de que es
peligroso bebería; no como la de mi pozo, pura como un diamante.
"Cuando yo era pequeño, la mitad de la gente o más vivía en la tierra, e
incluso los de la ciudad estaban próximos a campos, bosques, ríos y lagos,
y podían salir a pasear sobre su verdor, y oler la buena tierra. Pero ahora
apenas nadie vive en la tierra, ahora todo son granjas combinadas, como
fábricas, con tan poca vida auténtica en ellas como en una lata de conservas.
Granjas combinadas, como la que tienen los Campbell. Quizá sea eficiente.
Quizá sea cierto que nosotros no podríamos seguir alimentando al país con
nuestras granjas familiares. ¡Pero no lo creo! ¡Claro que podríamos!
"De todas formas, ¿qué saben las gentes de la ciudad en estos tiempos
sobre el campo y la tierra? Nada. La mayoría de ellos jamás han visto una
vaca. Una mujer de la ciudad, que nos compró algo en el puesto junto la
carretera, saltó auténticamente asustada cuando vio a la vieja "Betsy",
nuestra mejor vaca, y me preguntó si estaba domesticada, y yo le dije, si-
guiendo a Roger, que no, que era antropófaga, y la muy estúpida chilló
como la sirena de una fábrica y se metió en el coche como una ardilla. ]Y lo
menos pesaba ciento cincuenta kilos! Se lo digo, párroco, la gente que no
conoce la tierra es peligrosa, gente mala, gente falsa, siempre dispuesta a
chillar, a asustarse y a correr como esos animales de los que se oye hablar,
lo leí en el Reader's Digest, que cada año emigran de Europa y se arrojan
al mar y se ahogan.
"Una vez oí esta historia: un científico le pregunta a uno de ellos por qué
hacen esto, y él le contesta: "Bien, señor, nosotros nos preguntamos por
qué no lo hace la raza humana." ¡Pues ya lo creo que tenía razón!
"Bien, de una cosa me alegro. Yo viví mi vida en un mundo de personas
reales, no falsas, con corazones de goma y cabezas de papel y bocas
ruidosas, en vez de sentido común. Viví mi vida en un tiempo de paz y
buenos vecinos, de amor y afecto, de duro trabajo a la luz de la chimenea
y las lámparas, con el olor de las manzanas que se guisaban en grandes
vasijas de cobre bajo los robles, y el sonido de las campanas de la iglesia
resonando sobre las colinas, y el rumor del río en verano, cantando para sí,
y el estruendo del viento que arrastra a lo alto las nubes del invierno.
Viví mi vida con una buena esposa a mi lado, con el olor de su buen pan
cociéndose en el horno, oyendo sus plegarias e himnos por la mañana y sus
risas al ver a los chiquillos que jugaban en los campos. Viví mi vida con Dios
y la tierra, con raíces vivas en mis manos, y con el trigo verde en invierno,
cuando las nieves se derretían, y los campos llenos de flores y de abejas
en primavera. Viví mi vida con la vida y la muerte, y era todo tan real y
auténtico como un tazón de bue na leche. Y tan dulce como ella, y tan
vivificadora.
"¿Sabe una cosa, párroco? Jesús sabía todo lo de la tierra? ¿Recuerda
sus historias sobre el sembrador y la semilla, y los lirios del campo, y las
viñas y olivos, y la higuera, y las colinas, y las aguas? Era un campesino
como yo. Nos hablaba en nuestro lenguaje! Nosotros le amábamos en el
campo. Se necesitó una ciudad para matarle. ¿Qué saben ellos sobre la
vida, de Él, que fue la Vida? Nada. ¿Cómo iban a entenderle, a Él y a sus
caminos? No podían. Esas gente siempre matan la vida. Por eso son tan
condenadamente peligrosos, con esas fulanas muy listas que ellos llaman
mujeres modernas, y sus estúpidos hijos llenos de pecado, y sus hombres
asustados. Quizás el gobierno tenga que vigilarlos en verdad. Cualquier
granjero podría decirle que una vaca asustada es una bestia muy peligrosa,
peor que cualquier toro o que una serpiente venenosa. Porque tiene que
matar, una vez está asustada. Como le ocurre a la mayoría de la gente.
Están tan asustados que casi siempre pierden la cabeza. Así que quizás el
gobierno tenga que vigilarlos constantemente, al modo que se vigila a los
locos que se han escapado del manicomio.
Agitó la cabeza una y otra vez.
—Pero no era así hace cincuenta años. Era bueno, recuerdo... Un hombre
era valiente de mente y de cuerpo. Siempre lo era, incluso en las ciudades,
a la vista de la hierba y los árboles.
"Bien, ni siquiera la muerte era tan terrible cuando yo era joven. Ahora
le llaman irse, en su estúpida charla, en su medroso modo de hablar, porque
no son capaces de enfrentarse con la verdad y definirla con palabras
valientes. Nosotros enterrábamos a nuestros muertos junto a sus padres y
abuelos, bajo los árboles, tras la iglesia, y sabíamos de corazón que no esta-
ban perdidos para nosotros. Lo sabíamos con toda seriedad. gu amor
estaba junto a nosotros para siempre, y un día veríamos sus rostros de
nuevo y habría un gran gozo en la Ciudad Dorada. Lo sabíamos con toda
seguridad. E íbamos a las tumbas con las flores que crecían en nuestros
propios jardines, grandes rosas rojas, calientes del sol, y puñados de
margaritas, y heliotropo, y lirios del valle, y ramas de manzano. Nos
sentábamos junto a las tumbas y hablábamos a nuestros muertos con el sol,
y el Eterno Amor, sobre nosotros. Las tumbas eran nuestros hogares, lo
mismo que nuestras sólidas casas; ambos nos abrigaban de la tormenta.
¡Oh, claro que llorábamos! Era una despedida, y una despedida que duraría
toda una vida. Pero no para siempre. Todas las cosas nacen, florecen y
dan fruto, y luego se mueren. Un campesino lo sabe. Es natural, aunque
sea triste. Llorábamos. Pero nos rodeaban los fuertes brazos de nuestros
vecinos, y ellos lloraban también, y uno se sentía confortado pues sabía con
seguridad que era amado, y que los muertos eran amados también, y
serían recordados siempre.
"Así ocurrió conmigo cuando Beth murió repentinamente hace
diez años, apenas entre una respiración y otra. Pero me sonrió
cuando yo la cogí y me besó, y luego se durmió como un bebé en
brazos de su padre, en paz. Hasta que Beth murió no empecé yo a
mirar las cosas que me rodeaban y a ver este nuevo mundo en lo que
era, y casi morí yo también, enfermo de corazón y alma.
Inspiró profundamente y se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Es curioso. Nunca vi en qué lugar terrible se había convertido
el mundo hasta que Beth murió. Ella era como un tronco de árbol
que oculta la vista de un animal salvaje. Pero entonces lo vi. Sí,
señor, rne enfermó, de corazón y alma. No podría decírselo a Al, él
no me entendería. Ahora bien, Al es un buen chico, un hombre. Ahora
tiene cincuenta y dos años
y es lo que llaman un hombre de éxito, y siempre amó a sus padres, y aún
me ama, pero no me entendería. Algunos veces dice que la vida es una
carrera de ratas, y supongo que recuerda la granja, pero realmente nunca la
quiso demasiado y por eso no intentamos sujetarle a la tierra. Parece más
viejo a los cincuenta y dos años de lo que parecía mi padre a los ochenta, y
hay en sus ojos una expresión más vieja que la muerte.
"Y lo mismo ocurre con su esposa, una magnífica mujer, con el aspecto
elegante de las de la ciudad. Me dicen que se sienten atrapados. Bien, ¿por
qué no se salen de la cárcel? Que dejen su segunda casa en la costa, y los
tres coches que tienen, y la gran casa de la ciudad, y la criada, y sus clubs
campestres. Que hagan menos, y que vivan con menos. Pero Clara, ése es su
nombre, dice: "No sería justo para los niños. Los niños necesitan y merecen
todas las ventajas que podamos darles."
"Bien, pues me gustaría saber —siguió Adam Faith, con su rostro
moreno ardiendo de exasperación y dolor— qué es lo que los niños
necesitan, aparte del amor de sus padres y de saber hacer una buena jor-
nada de trabajo y sentir respeto por sí mismos y temor de Dios. Y aprender
a odiar el pecado y las deudas. ¿Qué necesitan con sus clubs campestres y
sus colegios privados, si tienen buenos colegios con la clase de maestra
que era Beth, que sabía meter la disciplina a los críos y enseñarles y
mantenerlos en orden? ¿Para qué necesitan los coches, y tantos? ¿Qué les
pasa a sus piernas? ¡Oh!, podría hablar de eso horas y horas, de los chicos
que tienen ahora, con aire cansado, con aire mezquino, ambicioso... Niñas
vestidas como fulanas callejeras, niños con pantalones largos. Viejos antes
de ser jóvenes. Pero claro, es que no son jóvenes en absoluto ninguno de
ellos. Y sus madres dicen con la cabe-cita inclinada a un lado y una dulce
sonrisa: "Bien, los niños de estos tiempos..." Pero ¿quién ha hecho estos
tiempos? Eso es lo que me gustaría saber. ¡Fueron los padres! Y es un negro
pecado en sus almas, este mundo feo, vacío, de piedra, sin vida, lleno de
ruido y temor.
Se rió un poco.
—Ahora bien, yo recuerdo cómo era cuando yo era joven. Era
maravilloso. Nadar en agua fría en la primavera, cuando el río era tan verde
como la hierba, corriendo alegre sobre su cauce. Ver salir el sol como
una bola de fuego en el borde de la pradera, como aquel ejército con
banderas de que la Biblia nos habla. Oír el silencio. Y ver ponerse el sol sobre
las colinas del oeste, que parecían encendidas, todo negro abajo, y la tierra
callada y en sombras. Recoger las nueces en otoño, con el aire dorado,
humeante, lleno de especias junto a la casa donde mi padre hacía salsa de
tomate. Recorrer las colinas en trineo en invierno, todo blanco y negro, y
brillante como el acero...
Miró la cortina azul con ojos maravillados.
—Sí, lo recuerdo. Era algo espléndido. Usted me hace pensar en todo
aquello, párroco, sólo por el hecho de oírme. Me hace recordar un poema
que Beth me leyó la noche antes de morirse. Ella siempre estaba leyendo
poesías. No recuerdo mucho de él, sólo el final:

«¡He tenido mi mundo, como en mis tiempos!»

"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso
significa que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo
amé, en todos sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el
dolor y la sequía, y el duro trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo,
como en mis tiempos." Lo tuve, y un mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo
y satisfacciones. El mundo no me debe nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio
todo, un cuerpo fuerte,
el amor, unos extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un
hijo magnífico... aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios
le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición.
Intentaba decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que
estaba completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como
una labor cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo,
amarillo, verde, blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que
no podrían explicarse, algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda
una vida, reunida y siempre útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor
tenía una historia que contar, y un lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a
usted, quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve
una vida maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con
la que yo tuve? Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le
digo que me siento avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice,
como si el hombre no estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos
en los lugares adecuados, y los huesos también, y los hombros firmes y
fuertes. Debería pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió,
y mi padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el
infierno o la inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un
obrero. Últimamente no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y
eso es por la edad. Mi abuelo vivió hasta los noventa y seis, y todos los días
en el campo hasta la hora de su muerte. Sólo fue que me desanimé y
empecé a pensar que
Al tenía razón, y que yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para
mi nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que
yo. Y mi granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con
la muerte y el terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo
que va a suceder, y quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será
un lugar seguro al que ir a ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No
importa lo que el hombre haga, la tierra permanece. Puede ser quemada y
destrozada... pero vive, y luego es verde de nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el
mundo para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante
con la ayuda de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la
otra habitación: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta."
Adam Faith se puso en pie, medio sonriendo, medio llorando, e inclinó la
cabeza:
—Sí, es cierto. Hallaré un camino. Conservaré la tierra para el día de la
abominación, de la desolación, como dijo el profeta hace mucho tiempo.
"En estos tiempos un hombre ha de tener un auténtico refugio al que
dirigirse, al que correr, y no será en una ciudad, ni en unas viviendas del
desarrollo, ni en un gran edificio de cristal del gobierno. Será en las granjas
en el campo, bajo los árboles. Tiene que ser en un lugar honrado ante Dios,
donde los hombres Puedan aprender a vivir de nuevo como Dios y la na-
turaleza quisieron que vivieran, y no como esos vegetales sintéticos que
cultivan en laboratorios y en agua artificialmente fertilizada. Cuando ese día
llegue, no será una retirada. Será un regreso. A donde el hombre debe vivir.
Recogió su sombrero del suelo, junto al gran sillón de mármol, y alzó
vacilante la mano, sonriendo hacia la cortina azul.
—Ojalá, párroco, pudiese hacer algo especial por usted, que ha sido tan
paciente y me ha escuchado tanto rato, y me ha mostrado exactamente lo
que tengo que hacer, y me ha hecho recordar todas las cosas maravillosas
que había olvidado. Pero supongo que usted tiene todo lo que quiere. Lo que
yo pudiera darle, no sería nada. Pero usted me ha devuelto mi mundo real,
y el sol y los campos de nuevo y toda la esperanza que siempre tuve.
Párroco, todo lo que puedo decir es: Dios le bendiga.
No tocó el botón que le hubiera revelado al hombre que escuchaba, pues
no había leído la inscripción sobre él, ya que no se había acercado a la
cortina. Tímidamente inclinó la cabeza en despedida, luego se enderezó, tan
erguido como un joven, y dejó la habitación.
ALMA NOVENA

EL HOMBRE MÁS RICO DE LA CIUDAD

«Tú dices: Soy rico, me he enriquecido.


y de nada tengo necesidad;
y no sabes que eres un desdichado,
un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo.*

Apocalipsis 3, 17.
ALMA NOVENA

Era ridículo, por supuesto, el que él estuviera allí. No podía


comprender qué le había traído a este absurdo... ¿cómo lo llamada el
proletariado?... santuario. Ése era el nombre que se hiciera tan popular
en estos últimos años: santuario. El hombre tenía ya bastantes santuarios
a lo largo de toda su vida, agradables, cómodos y, al final, la tumba.
Primero una cuna encantadora y blanda; y la transición de la cuna a la
cómoda tumba, sobre un colchón de muelles, cortesía de los enterradores
de lujo, apenas era perceptible; no había apenas diferencia. De la nada a la
nada, con la intensa fiebre de la vida en medio, si es que la vida en estos
tiempos tenía algo de fiebre intensa en alguna ocasión, o la había tenido
alguna vez, aparte raros ejemplos en las historias o en las novelas. Del
sueño al sueño, sin más que unas ilusiones agradables y algunas
actividades en medio, pero nada que turbara a un hombre bien educado,
cuyos padres y abuelos habían tenido la amabilidad de ganar una
fortuna para él.
Aun cuando uno fuera comparativamente pobre, especialmente en esta
época de opulencia, lo grato de la vida difería sólo en grados. Uno lo tenía
todo asegurado, de todo se cuidaban por él, y todo era gozo y alegría...
excepto la muerte, desde luego; pero, después de todo, no resultaba tan
poco deseable, ya que sólo era otro cómodo sueño más.
Lo bastante para que un hombre deseara matarse.
El, John Service, había estado pensando seriamente en ello durante seis
meses. ¿O más tiempo? No podía recordarlo. Estaba aburrido,
mortalmente aburrido de tantas cosas gratas, de la comodidad, la risa, la
riqueza, los cocktails, las oficinas, los hijos bien establecidos ya, los nietos
gorditos y sonrosados, la casa de verano, los inviernos en Florida o en el
Caribe, o en algún lugar lejano y exótico de México o de América Central,
o París, o Londres, o Madrid, o Mallorca. El mundo era realmente pequeño.
Al final ya no quedaban lugares que visitar y explorar. Además, el mundo
entero se había hecho americanizado y estéril, y sanitario, y envuelto en
celofán, con excelentes cuartos de baño, rápidos jet, comidas de gourmet
y amables azafatas. Dulce y encantador. Mientras esperaba en la serena
habitación, John Service tarareaba aquella antigua y popular canción de su
juventud. Pero ahora no resonaba alegremente en su cerebro, sino con una
especie de horror y terror, burlona, como un estribillo demoníaco, un
estribillo del mismo pozo negro del infierno. Dulce y encantador. Epitafio
excelente para el mundo... y especialmente para una vida humana.
La cuestión es que no podía poner exactamente el dedo en la llaga, en el
problema. Con seguridad que este siglo era, a despecho de las guerras y de
las voces que tronaban en las Naciones Unidas y de las pequeñas
escaramuzas aisladas, el sueño de los hombres muertos mucho ha, que
habían luchado por la existencia y dominado el salvaje y terrible ambiente, y
navegado por oscuros mares. Ellos habían soñado con todo esto tan... dulce
y encantador. Este paraíso. Una cuna que era una tumba en realidad, y una
tumba que era una cuna, perfumada y de color de rosa. Especialmente en
América. Mientras aguardaba entre hombres y mujeres desconocidos y
silenciosos en la serena y callada sala de espera, John Service se
preguntaba acerca de Rusia, donde todo era aún comparativamente duro y
del color del acero. Pero Rusia contemplaba con envidia el sueño perfumado
y rosa de América y luchaba por conseguirlo para su propio pueblo. Otros
países europeos lo habían conseguido ya. ¿Qué había leído él recientemente?
Que el índice de suicidas crecía rápidamente en las naciones "felices". En
Escandinavia era la que daba mayor número de muertos al año, aparte del
alcoholismo... exactamente lo mismo que en América, si todo se supiera en
realidad. Porque había muchos modos distintos de cortarse el cuello, incluso
contrayendo a propósito una fatal enfermedad: O al menos eso decían los
psiquiatras.
Había venido a este lugar ridículo sin ninguna razón en particular que
pudiera recordar ahora. Pero era otoño, una estación de tonos ocres,
dorados, amarillos, y había un alegre fuego de troncos en la biblioteca en
casa, y una mesa con el té, y una hermosa y serena esposa presidiendo la
reunión, y algunos parientes que murmuraban amablemente entre alegres
risas o masculinos gruñidos. Una típica tarde de domingo en otoño, con la
suave luz amarilla filtrándose por los altos ventanales, y largos rayos de sol
poniente sobre los muros y el viejo tejado de pizarra de la casa donde él
había nacido. Una especie de felicidad que lo bañaba todo. Una especie de
paz que parecía llenar las grandes habitaciones de la graciosa casa, y se
reflejaba en la planta antigua, con miles de diminutas rascaduras debidas al
uso. Fuego de troncos, el olor del té y el brandy y las pastas, el discreto
perfume de las damas, suave música clásica en el aparato de alta
fidelidad. caras y elegantes de las damas. Y murmullos: "Parece imposible
que Sally se ponga de largo este año. ¡Pero si es una niña, querida!" Risas
afectuosas. "¿Mas té, querido? Toma uno de estos napoleones. Son excelen-
tes en verdad. ¿Más soda, Bob? John, ¿qué haces ahí sentado, tanto rato
callado? ¿Te ocurre algo, querido?"
Él mismo se había quedado más atónito y desconcertado que los otros,
más horrorizado e incluso aterrorizado, al escuchar su propia voz que decía
seca y dura: "Sólo me estoy preocupando por qué demonios vivimos,
cualquiera de nosotros, todos nosotros, y en cualquier lugar."
Y entonces, en parte porque se sentía avergonzado de sí mismo, y en
parte porque pensaba en la muerte con un terrible y desesperado deseo, se
había puesto en pie y había abandonado aquella agradable tranquilidad,
aquel fuego de troncos, y la plata y el brandy y la porcelana, y había huido
literalmente de la habitación y de la casa... huido como si le persiguiera una
horrible amenaza. Sus pisadas habían resonado en el espacio de grava donde
giraban los coches y en los senderos bordeados de césped muy cuidado y
verde y llenos de macizos de flores en los que estallaba la salvia, a la
sombra de los árboles con todos los colores del otoño. No había pensado
siquiera en uno de sus espléndidos coches. Simplemente había corrido
como un muchachito que huye, él, un hombre de más de cincuenta años.
Había corrido hasta llegar a la carretera, más allá de la casa, después de
abrir de un empellón las verjas de hierro. Y allí, sudando como si acabara de
escapar de la muerte, se había quedado en pie respirando agitadamente,
la cabeza desnuda bajo el sol aún cálido, y repitiéndose una y otra vez:
"¡Dios, Dios, Dios!" Un autobús —él nunca tomaba autobuses— había pasado
ante él, jadeante y resoplando, y él se había lanzado al interior,
dejándose caer en un asiento, su respiración todavía agitada. Tenía las
manos y la frente húmedas.
Había recorrido un largo camino. El crepúsculo cubría ya la tierra para
cuando él alzó al fin la cabeza y miró por una empañada ventanilla. El
autobús se había detenido en uno de los paseos que llevaban a aquel
absurdo santuario, y varias personas bajaban ya, jóvenes y viejos,
hombres y mujeres, y, en un impulso—jamás supo exactamente por qué,
excepto qUe había despertado cierto interés en el autobús y ahora le
pareció de pronto que todos le miraban hasta hacerle sentir avergonzado—
dejó el vehículo también y siguió el tupido grupito por el sendero de grava
hasta la brillante blancura del edificio, sobre la baja colina
El grupo abrió las puertas de bronce... puertas realmente hermosas.
Quedó sorprendido ante su arte y valor, y su evidente antigüedad. Las
puertas se cerraron tras el grupo sin sonido, y él quedó solo en el amplio
escalón de mármol, mirando las puertas, italianas. Probablemente de alguna
iglesia muy antigua Pulidas por manos expertas, brillaban como oro a la
última luz del día. Aquí y allá, en los muchos senderos serpenteantes que
llevaban al santuario, brillaban suaves lámparas de gas, o electricidad,
constante y fjr. me. ¡Qué afectación! Y, en realidad, ¿cómo había llegado él
allí, y por ,qué?
Dio la espalda a las puertas y observó los inmensos y silenciosos
recuadros de césped en torno al magnífico edificio bajo que carecía de
ventanas, con un tejado plano y cuyos muros parecían suaves como la seda
y tan blancos como la leche. A menudo había pasado en coche ante aquella
área, cuatro acres de parque llenos de capullos y árboles en flor y peque-
ñas grutas. Hacía unos cuantos años habían colocado allí una fuente de
mármol, con una estatua en su centro, castamente desnuda, la cabeza
echada atrás y alzada al cielo, una expresión de gozo en el rostro noble y
joven, y los brazos extendidos hacia atrás, como disponiéndose a volar.
Pagano, sí, pero un magnífico ejemplo del arte neoclásico. Las gotas
de agua que brillaban como diamantes saltaban hasta la cima de su
cabeza, de modo que la estatua parecía siempre rodeada de una
neblina luminosa. John Service había llevado allí en ocasiones a algunos
amigos que visitaban la ciudad para que pudieran contemplar maravi-
llados aquel trozo de tierra como un parque, aquella alfombra verde en
medio de los edificios comerciales y de apartamentos, rechazando el
progreso con las ramas de sus frondosos árboles y la frágil y brillante
arrogancia de sus flores. Había mostrado el santuario a sus visitantes, y
éstos habían reído ante su humorístico relato del origen del mismo. Y él
se había reído también. En una ocasión había formado parte de un
comité que tomara una resolución al efecto de que era absurdo dejar que
un lugar tan encantador permaneciera en manos de un grupo particular.
"Podríamos —decía la resolución— establecer un pequeño zoo en beneficio
de los niños, o dejarlo como un lugar al que ir de merienda o construir un
music-hall en él, o asignarlo a las actividades de la comunidad. Incluso
una escuela." "¡Naturalmente, una escuela!", gritaron unos miembros de la
P.T.A., que formaban parte del comité y que nunca se hubieran quedado
satisfechos ni aun disponiendo de aulas de sólo cinco estudiantes cada
una en todos los colegios de la ciudad. Precisamente estos miembros del
P.T.A., y el recuerdo de los elevados impuestos de enseñanza, eran los que
habían inducido a John Service, con gran sorpresa de todos, a votar en
contra de la resolución.
Pero siempre se había sentido consciente del hecho de que el santuario
era algo que le avergonzaba a él personalmente y a sus amigos. Era
realmente ofensivo. La gente acudía de todo el país a visitar el santuario,
incluso de países extranjeros. En una ocasión se rumoreó que un grupo de
indios de las Naciones Unidas habían ido allí, exóticos y con sus joyas. John
Service siempre se hallaba disculpándose ante los visitantes: "Es algo
sensiblero, naturalmente. Sin gustó, por supuesto. Fue un viejo, hace años...
¡qué tontería más sentimental! Cediendo al gusto popular... En realidad
resulta muy mortificante. No deben juzgar nuestra gran ciudad en
expansión, y nuestras opiniones realistas y modernas, por este
anacronismo, este absurdo. No, por desgracia no podemos hacer nada al
respecto. Lo dirige un grupo privado, con las rentas de un capital enorme. Ni
siquiera conocemos sus nombres. Sí, he intentado descubrirlos... pero nadie
quiere hablar."
Nunca había llegado hasta sus puertas hasta esta tarde. ¿Qué pensaría
la gente si se viera en aquel lugar al prominente John Service, aunque fuera
sólo de exploración? Podía imaginar la risa de sus amigos, el afectuoso
ridículo. Empezó a silbar suavemente de pie en el blanco escalón de mármol,
observando los terrenos, las manos en los bolsillos de su traje de Saville
Row, los hombros echados atrás, el rostro sin expresión, sus ojos azules
muy serenos pero tan sabios y francos como en su juventud; el pelo,
ligeramente gris, removiéndose ligeramente a la brisa de la tarde.
Luego se sintió consciente de algo terrible. Su mente no le decía nada
en absoluto; aquella mente activa y alerta que era su orgullo, que siempre
estaba discurriendo algo, y vigorosamente. Sentía tan vacío el cerebro como
si todo su contenido hubiera sido exprimido. Y en lugar de emoción y
conjeturas, sólo un .silencio oscuro y terrible, vacío; la nada. Algo demasiado
impresionante, demasiado silencioso para ser pura desesperación.
Intentó pensar en ello, meditar, preguntarse sobre ello. Pero todo
pensamiento era como una hoja de hierba aplastaba bajo un tacón,
desmenuzada al instante. Luchó mentalmente. Pero era la lucha de
hombre paralizado. Sólo un pensamiento acudía y permanecía en él, como
un rayo fulgurante en la negral oscuridad: la muerte. Todo sonido le había
abandona-S do. No escuchaba el suave murmullo de los árboles,| ni la
música en la fuente. No oía el estrépito de la gran ciudad más allá de aquel
césped silencioso, y de la suave luz de las lámparas. Era como si
estuviera et el vacío. Estaba solo.
Sin saber cómo puso la mano en la manilla de bronce de la puerta; sin
saber cómo la abrió y miro en el interior. "Una habitación bastante
agradable —pensó vagamente—, bien amueblada." Libros y vistas sobre las
mesas de cristal. Y unas seis personas esperando. "¿Esperando qué?" Sí,
recordó. Entraban en la habitación de más allá, le había dicho alguien
riendo, y un psiquiatra, o un clérigo, o un asistente social, aguardaba allí
tras alguna cortina teatral, o quizás un biombo, y aquel desgraciado
escuchaba las quejas de los analfabetos, los problemas de personas de
baja estofa, de amas de casa sin importancia, trabajadores y adolescentes,
y luego daba algún consejo adecuado a la personalidad infantiloide que se
acercaba a él. Humillante. Vergonzoso. Realmente nada sofisticado. Se
preguntaba por qué los padres de la ciudad y el clero no habían hecho nada
al respecto hacía tiempo, no habían puesto fin a una situación tan medieval.
Los que esperaban ni siquiera alzaron los ojos hacia él mientras seguía
en el umbral sosteniendo aún la puerta abierta. Había oído decir que, una
vez se cerraba, ya no podía abrirse desde el interior. Allí estaban sentados
los bobalicones ridículos, los supersticiosos campesinos, hundidos en sus
pequeños y obscenos problemitas que iban a lanzar a los oídos del pobre
sentimental que los aguardaba. Miró sus ropas, sus zapatos, sus caras.
Deseó reírse ante lo barato y lo cómico que era todo. Probó a burlarse. Pero
nada se le ocurría. Aquella sólida negrura de piedra que era ahora su
mente no se alteró.
Con gran sorpresa por su parte se halló tomando asiento en una de las
sillas, una silla tapizada de terciopelo azul y muy cómoda. Luego su rostro
enrojeció ardientemente. En pocos segundos aquellas gentes reconocerían a
John Service, líder de la ciudad, perito en arte, consejero de alcaldes y
gobernadores, elegante figura en los medios políticos, hombre familiarizado
con presidentes, el Hombre-Más-Rico-De-La-Ciudad, abogado, presidente de la
cámara de directores de varios bancos, el hombre cuyo rostro estaba
constantemente en los periódicos. Entonces le mirarían como lechuzas y
murmurarían algo entre ellos y le señalarían furtivamente. Empezó a
levantarse, latiéndole en las sienes su sangre mortificada.
Pero nadie le miraba. Nadie se sentía siquiera consciente de su
presencia. Estaban inmersos en su propio dolor.
"Puede ser interesante", se dijo. Podría ser realmente interesante, de
una vez por todas, saber qué diablos ocurría tras la puerta de aquella otra
habitación. Si lo descubría, se aseguró desesperadamente, estaría en
situación de poner fin a esa mancha en la ciudad. De una vez por todas.
Llamaría a todos los periódicos y haría venir a las cámaras de televisión, y de
modo oficial y juicioso explicaría por qué ayudaba a librar a la ciudad de algo
que era una vergüenza constante para sus habitantes y un insulto a la
inteligencia de la comunidad. ¡Vaya, sólo hacía unos meses .el mismo
Presidente se había burlado de él a propósito del santuario! Iba a
presentarse para ser reelegido el año siguiente, y había dicho a John
Service: "He oído que tienen un establecimiento, o santuario, en su ciudad,
John, donde hay alguien que adivina el porvenir. ¡Estoy pensando en ir allí
personalmente para que me
lean la mano!" Debía acordarse de citar al Presidente. Pero no citaría al
arzobispo, que le había dicho algo groseramente: "¿Por qué diablos no se
mete en sus propios asuntos, Jack, o visita el lugar personalmente?" A John
nunca le habían gustado los clérigos. Ahora aún le gustaban menos.
Aquella maldita piedra negra bajo el cráneo que había reemplazado a su
cerebro... Sonó una campana y una mujer gruesa se levantó, recogiendo su
labor de punto, y fue a la puerta del fondo. Entró y cerró tras ella. Una vieja
estúpida y gorda. Sin duda iba a pedir consejo para reducir aquella masa
grasienta. El psiquiatra de allí dentro le diría probablemente que dejara de
comer. ¡Gente detestable, la clase trabajadora! Ahora bien, él, John Service,
era liberal naturalmente: pero en algún lado había que marcar un límite.
"Marcar un límite, marcar un límite, marcar un límite", dijo el demonio
repentinamente despierto en su cerebro, que inmediatamente empezó a
cantar de nuevo Dulce y Encantador. Tap, tap, tap... un rumor de pies bien
calzados que parecían bailar al son de la música en su mente. "¡Dulce y
Encantador!", chillaba aquella voz demoníaca entre risas escalofriantes. John
Service se llevó las manos a las sienes y apretó. Estaba seguro de que
aquella risa estrepitosa golpeaba sus dedos. "Estoy perdiendo la cabeza",
pensó. "Debo ir a alguna parte. Pero ¿dónde? La muerte." "Dulce y
encantador", chilló la voz infernal en la cámara de su cráneo. Luego se
redujo a un dulce murmullo. Todo siempre tan agradable, tan pacífico, tan
regulado, sereno y satisfactorio... es agradable, ¿verdad? Así es como debe
ser la vida, ¿no?
Alguien le dio con el codo. Fue un codazo muy suave, pero a John
Service le pareció un golpe y se echó atrás en la silla. Una jovencita de
rostro compasivo trató de sonreírle.
—Le toca a usted —susurró con aire de sorpresa
en sus ojos cansados ante aquella extravagante retirada-
__Perdone —contestó él con automática cortesía.
No se movió. Tras un instante de vacilación ella señaló la puerta del
fondo.
—Es ahí —dijo.
Él miró la puerta.
—¿Yo? —preguntó.
—Sí —dijo la muchacha aún más sorprendida que antes.
Sólo con el fin de escapar a su inminente reconocimiento. John Service
se puso en pie y se dirigió a la puerta pasando ante otros que habían venido
y entrado después de él, sin él percibirlo. Abrió la puerta de modo
vacilante, en parte porque sus piernas temblaban violentamente. Se detuvo
en el umbral. No sabía qué debía esperar, pues nadie se lo había explicado
jamás. Quizás una mesa alargada, sobre un suelo alfombrado, y una
tumbona esperando al cliente. Quizás un hombre de negocios tras la mesa,
con un rostro amable y sonrisa forzada; quizás un psiquiatra. Pero no había
nadie allí, ni siquiera el visitante anterior. Altos muros de mármol blanco,
suave y misteriosamente iluminados. Un sillón blanco con almohadones de
terciopelo azul. Y una alcoba totalmente oculta por una cortina, también de
terciopelo azul. Pensó, sin saber por qué, en la placa de mármol de la otra
habitación con su inscripción tan clara: Todo lo puedo en Aquel que me
conforta.
De modo que era eso. Un clérigo con conocimientos psiquiátricos. Deseó
soltar una carcajada. Se apoyó contra la puerta que había cerrado tras él y
su risa estalló terrible, ronca, horrorosa incluso para sí mismo. Pero era
incapaz de sofocarla. Surgía de él como algo envenenado, como un vómito.
Como un vómito acre, ardiente, lastimoso, horrible, que saliera de algún
lugar secreto de sí mismo, algún lugar desesperado y horrible. Escuchó el
duro eco y se cubrió la boca con las manos. Pero, tras los dedos, la boca se-
guía abierta y convulsa. Finalmente, tras una horrible lucha, pudo dejar de
reír.
En nombre de Dios, ¿qué pensaría de él el hombre que escuchara tras
aquella cortina teatral al oír un ruido tan perverso? Un ruido tan
indecente. Y ¿de dónde surgía? Él jamás se había dejado ir así, ni si-
quiera en la infancia.
Dio media vuelta, vencido por la vergüenza, e intentó abrir la puerta
por la que había entrado. Pero no había manilla. Sintió el impulso de
chillar como un niño y golpear la puerta. Sólo se lo impidió el en-
trenamiento de toda su vida. Dejó caer el puño, ya cerrado. Al menos no
se oía nada en la habitación, ni un murmullo de consternación, de piedad
mortificante. Nada se oía tras la cortina. El hombre que escuchaba
esperaba simplemente. Pero al menos debía conocer a su cliente, saber
si era varón o hembra, y su edad aproximada. Debía haber un espejo
por el que no se viera desde este lado, o un agujerito para curiosear.
John se pasó automáticamente los dedos por el pelo y se enderezó.
"¡Dios mío!", pensó, "¡me reconocerá a mí! Naturalmente, la ética le
impedirá comentarlo. Pero ¡quién es él? ¿Alguien que yo conozco
personalmente? Si es así, entonces veré la burla en muchos rostros en la
ciudad".
—Me gustaría —dijo con dignidad— hallar el modo de salir de esta
habitación. Yo vine a hacer una investigación personal, en beneficio de la
comunidad. Ya sabe que este lugar es un escándalo para las gentes de
bien. Me sorprende que un hombre de su categoría tenga que ser cómplice
de esta farsa. ¡Oh!, ¿esa puerta al fondo? Muchísimas gracias. Buenas
noches. Ya he visto todo lo que quería ver y, créame, es suficiente.
Se dirigió a la puerta junto a la cortina y la abrió.
Una oleada del fresco aire del anochecer, perfumado con aromas de
bosque, llegó hasta él, aire pacífico, otoñal. Inspiró hasta que la brisa llenó
sus pulmones. Luego pensó en su casa, y en el té, y en la estúpida negrura
actual de su mente, y de nuevo oyó en insidioso susurro: "Muerte". ¡Dulce y
Encantador!
La puerta se deslizó de su mano. Dio la vuelta. Sus ojos
desconcertados cayeron sobre el gran sillón de mármol frente a la cortina.
Lentamente, paso a paso, se acercó a él. El cansancio le dominó y se sentó.
—Probablemente le conozco —dijo mirando la cortina—. Puedo confiar en
su discreción, ¿verdad? Después de todo, si alguien supiera... ¡Le aseguro
que no esperaría a oír el final! Mary, mi esposa, ha intentado durante años
librarse de este lugar y de usted. Humillante. Puedo confiar en usted,
¿verdad?
Esperó. Luego se sobresaltó. ¿Había oído realmente una profunda voz,
masculina, que decía: "Si no puedes confiar en mí, entonces no puedes
confiar en nadie"? ¡Qué locura! En verdad no había oído nada. Pero la voz
despertaba ecos en los sombríos corredores de su mente.
Como era cortés por naturaleza, John dijo:
—Gracias. Naturalmente usted, como psiquiatra o clérigo, está ligado por
la ética de su profesión. En realidad a mí me encantan los psiquiatras. He
pensado en consultar uno últimamente... —se sintió de nuevo humillado por
haber revelado algo que sólo había pensado en lo profundo de su mente, y
de lo que luego se había reído. ¡John Service visitando a un psiquiatra! Era
algo de risa. ¡Él, tan bien adaptado, tan sereno y tranquilo; él, líder de la
ciudad, que no había conocido un momento de inquietud en toda su vida
rica y ordenada'.
La cortina no se movió. Pero inmediatamente John se sintió consciente de
una presencia, de alguien que le escuchaba cortésmente, con amabilidad,
con fría
impersonalidad, pero a la vez con preocupado afecto. ¡Ah, entonces era
alguien que conocía! O alguien, al menos, que le conocía a él.
No era confiado por naturaleza, aunque todo el mundo pensaba de él
como alguien totalmente sincero y noble. Siempre hablaba francamente,
sin temer nada, pues no había habido nada en su vida que le hubiera
aterrado o herido, nadie que le hubiera juzgado o criticado. Su vida había
sido como... un río de crema.
—No sé por qué —dijo—, pero deseo morir. Últimamente no he pensado
en otra cosa. El suicidio. Probablemente es el climaterio masculino —se rió
suavemente—, hormonas, o algo así. Le aseguro que iría al doctor, si no
fuera porque me siento vergonzosamente sano. A propósito, el doctor me
conoce de toda la vida. Precisamente la semana pasada me felicitó por
tener una "vida de ensueño".
Se detuvo. De pronto gritó:
—¡Una vida de ensueño! ¡Una pesadilla! ¡La peor pesadilla que un
hombre puede conocer!
Escuchó sus propias palabras. Luego se dijo a sí mismo: "¿Qué
demonios estoy diciendo? En nombre de Dios, ¿qué dije?"
Tartamudeaba.
—Soy un idiota. No tenía intención de decir eso ahora. Nadie ha
tenido jamás una vida más feliz que la mía. Debe perdonarme. Ya sabe
quién soy. Probablemente se está preguntando qué es lo que quise decir.
Y yo también. Fue mi subconsciente. Como usted me conoce, se dará
plena cuenta de que nada me ha afectado jamás en la vida. Todo me fue
dado desde el mismo momento en que nací. Unos padres amorosos,
devotos. Soy hijo único, como sabe. Los mejores colegios. Las mejores
amistades. La universidad Ivy Lea-gue. La chica con quien todos querían
casarse, Mary Sherpherd. Los mejores amigos que un hombre puede tener,
gente que he conocido toda mi vida. Viajes después de la graduación. Todo
el dinero que quise. Salud. Siempre escapé a la guerra. Porque era un niño
en la primera... y por influencias en la segunda. Sí, influencias. Yo era un
hombre de los de un dólar al año en Washington. Consecución del acero. Una
casa maravillosa en Georgetown. Para mí fue una guerra espléndida, nunca
disfruté tanto en la vida, con tanta excitación en Washington, y el uniforme
que llevaba, y los bailes. Y mi boda. Asistió el Presidente. Él y yo teníamos
mucho en común, ¿sabe? Nuestras familias se conocían de siempre. Con
frecuencia habíamos charlado íntimamente.
"Y luego mis hijos. John Júnior, vicepresidente del partido más importante
de aquí. Prissy, nuestra hija. Ha hecho un maravilloso matrimonio, incluso
mejor que el de Johnnie. Y Sidney. Consiguió todos los honores en su clase de
Yale, y se casó con una chica estupenda. Tengo siete nietos, como sabe.
Cada uno más perfecto que el anterior. Nadie pensó jamás en el dinero;
siempre estuvo allí. Yo heredé diez millones de dólares, ya recuerda. Mary
heredó todavía más de sus padres y abuelos. Todo el mundo ha querido
siempre que me presentara a gobernador o senador. Pero es demasiado
jaleo, ¿sabe? He estado demasiado ocupado disfrutando de la vida y de mi
magnífica familia. Y Mary, usted la recordará, es adorable. Nadie puede
superarla. Jamás nos hemos dicho una palabra más alta que otra en estos
veintinueve años de matrimonio, excepto aquella vez que dirigí tan mal el
yate en el camino a Florida... ¿recuerda nuestra casa, en Palm Beach? Justo
al lado de la de los Kennedy. Nunca tuve muy buena opinión de ellos.
Después de todo, sólo es dinero de dos generaciones. El nuestro se remonta
a siete generaciones, o incluso más. Y hay algo en el dinero heredado. Le da
categoría a uno. Gracias a Dios, lo heredé y no tengo que intentar ganarlo
ahora, con los impuestos. Los impuestos impiden que los recién llegados se
eleven hasta nuestro rango. Así es como fue planeado, ya sabe. Hemos de
tener alguna vez una aristocracia de familia y dinero. Ya no estamos en la
frontera.
Miró con sonrisa de confianza a la cortina. Ni un pliegue se movió.
Resultaba un poco desconcertante.
—Quizá debería haberme presentado al cargo —balbució—.
Necesitamos patricios en Washington, no plebeyos como los que hemos
tenido, a excepción de Roosevelt. ¿Qué cree usted?
No hubo respuesta. Pero tenía la aguda impresión de que alguien le
escuchaba.
—Si hubo alguna vez un hombre con todas las ventajas, y soy el
primero en admitirlo, ése soy yo —siguió John—. Nunca he conocido un día
de enfermedad o dolor. Ni Mary. Ni mis hijos, ni los suyos. La salud es nuestra
gran bendición, después del dinero. No soy uno de esos que maldicen el
dinero. Es el gran poder del mundo. Yo lo tengo. Tengo de todo.
El gusto acre del vómito le subió de nuevo a la garganta y otra vez se
llevó las manos a la boca. Luego las dejó caer y gritó de nuevo:
—¡No tengo nada en absoluto! ¡No tengo nada, más que la felicidad! ¡Y
eso no es nada! ¡Quiero matarme! ¡No quiero volver a aquella casa donde
nací! ¡Prefiero estar muerto!
Una ráfaga de frescor pareció proyectarse hacia él desde detrás de la
cortina, pero estaba también mezclada con tristeza. John se cubrió el
rostro con las manos balanceándose adelante y atrás en la silla como si
estuviera dominado por una tremenda agonía física.
—Nada más que la felicidad —gimió—. Nada más que la felicidad.
De pronto se quedó rígido. ¿Había oído realmente que una voz decía:
"No. Ni siquiera eso"? Dejó caer las manos. Su rostro pálido, blanco bajo el
bronceado, enrojeció: -
—No sea ridículo —dijo—. Soy el hombre más feliz del mundo. Esto es sólo
cuestión de nervios, nervios de cierta edad. Tengo cincuenta y seis años.
Ya veo los sesenta muy cerca. Sesenta, luego setenta, luego ochenta... No.
No puedo vivir siempre, eso es lo más terrible. No puedo vivir siempre y por
eso quiero morir ahora —se detuvo—. ¿No es ésta la paradoja más estúpida
que haya oído jamás? Pero tengo miedo de envejecer, de dejar este mundo,
y por eso quiero dejarlo con todo mi corazón ahora.
No hubo respuesta. John murmuró:
—No quiero ser viejo y senil y perder toda mi felicidad. Es mejor morir
ahora y acabar con ello, en vez de aguardar todos esos años grises. Sin
embargo, mi abuelo vivió hasta los noventa y cinco, y disfrutó todos los
momentos de su vida —empezó a sonreír alegremente—. El buen anciano... el
valiente anciano. No le importaba morir. Dijo, y lo recuerdo muy bien:
«Como decía Stevenson, "Alegremente viví y alegremente muero.
Entiérrenme con mi voluntad".» Una locura, ¿no es cierto? El viejo bastardo
fundamentalista... lo digo con afecto, en serio. Él creía en algo que llamaba
Dios. Jamás ganó un penique que no fuera honrado en su vida.
Su voz cambió, se hizo ruda y áspera.
—¿Para qué vivimos? —preguntó a la cortina.
No sabía que era la voz asustada de un niño.
Nadie le contestó. El silencio era tan profundo que podía oír su propia
respiración. No había clamor de tráfico; podía hallarse sólo en el desierto. El
desierto... Recordó algo con claridad. Alguien había estado en un desierto
durante largo tiempo. ¿No había comido miel y langostas salvajes? Era
extraño cómo aquellos viejos mitos en torno a nombres ya olvidados, o a
nombres ni siquiera conocidos, volvían a uno en ciertos momentos. Pero así
debe ser en el desierto por la noche. El mismo pensamiento de una
nada sin límites atemorizó curiosamente a John Service y le hizo
contraerse interiormente, como ante la amenaza de un antiguo dolor
demasiado bien recordado. La noche sin límites, sin fin en ninguna parte,
por muy lejos que uno fuera. Ahora el terror dominó su garganta. Tragó
saliva y agitó la cabeza.
Y habló en voz baja:
—No sé qué diablos me pasa. Le confesaré algo. Nunca fui lo que la
gente llama un intelectual, aunque todo el mundo cree que lo soy.
Pertenezco a una docena de comités culturales en esta ciudad. Se supone
que soy un experto en arte moderno. Soy responsable del Museo de
Historia, o al menos de su expansión. Ahora precisamente estoy en tratos
para traer aquí los Mármoles Elgin, 1 para una exhibición. Es una idea
ambiciosa, pero no más que la idea de llevar la La Piedad de Miguel Ángel
a Nueva York. Todo el mundo me consulta cuando tiene alguna idea genial
para mejorar el clima cultural en la ciudad. Una idea cara. Pueden confiar en
mí para un buen cheque. Y ahí es donde entra mi "intelecto".
"Oh, no es que yo hiciera trampas en Harvard, pero siempre supe que
me habían aceptado por el nombre familiar, y por el hecho de que mi
bisabuelo fuera un alumno con honores, y mi abuelo y mi padre estuvieron
en el Consejo. Yo lo había pasado muy bien en mi escuela preparatoria,
nadie esperaba que fuera más inteligente de lo que era, y Dios sabe,
mirando hacia atrás, que bien sé que mi inteligencia era sólo la normal. Pero
todo se me hizo fácil y delicioso en la vida. El dinero, ¿sabe? Además, se
me consideraba guapo, incluso de muchacho, y era un atleta, y uno de
los mejores. Y siempre sabía llevarme bien con la gente. Conozco el arte de
triunfar en sociedad. Lo heredé de mi madre, que era una mujer
encantadora
1. Los Mármoles Elgin son los frisos del Partenón que se
conservan en el Museo Británico de Londres. (N. del T.)

se detuvo; frunció el ceño—. Los padres más amorosos que un hombre
pudiera recordar. Es curioso que justo ahora recuerde que su muerte no
me afectó demasiado. Me pregunto por qué. Sería porque siempre he vivido
tan resguardado contra la vida, desde la cuna. Murieron los dos en seis
meses. Todos mis amigos y parientes hablaron del shock que aquello supon-
dría para mí. Y yo me sentí aliviado. Nunca había sido un buen actor, así que
les dejé que creyeran lo que deseaban creer. Sí, me aliviaba que me creyeran
anona dado por el dolor, o algo así. Siempre he sido franco: su muerte
apenas me alteró en absoluto. La muerte jamás me alteró. Todo se llevaba
a cabo tan discretamente que se convertía en un acontecimiento social
más, un poco más triste que la mayoría, pero siempre artístico v
exactamente adecuado. El cuerpo se entregaba a la tumba entre una
avalancha, una avalancha muy serena, claro, de flores, y uno seguía
viviendo tan agradablemente como siempre y con la misma serenidad. Los
abogados se ocuparon de todo. Yo tenía veintiún años.
"Nunca pensé realmente en lo que les había sucedido a mis padres;
incluso la causa de su muerte quedó vagamente misteriosa. Pero ahora creo
que mi padre murió de cáncer, y mi madre también. No recuerdo ninguna
señal de enfermedad de la casa. Jamás se habló de hospitales, ni llegaron a ir
a uno tampoco. Mis padres, sencillamente, habían muerto. Algo triste, pero
así era. Luego estudié leyes. Tampoco era demasiado brillante en este
terreno, pero el río de crema me arrastró hacia adelante y entré en el
despacho de mi padre, y estuve a la cabeza de su firma... seis de los mejores
abogados del Estado. Ellos lo hacían todo. El río de crema seguía
serenamente adelante...
Sintió que sus brazos se apoyaban violentamente en el sillón y le
obligaban a levantarse. La bilis le subía de nuevo a la boca.
—¡La muerte de mis padres fue lo único que turbó mi vida, y yo ni
siquiera me sentí preocupado por ellos! Ni siquiera recuerdo que los amara.
Ellos hicieron la vida tan cómoda para mí... —Miró desesperado la cortina
azul—. ¿Es eso lo que está mal?
Como no hubiera respuesta empezó a recorrer de un lado a otro la
habitación, según tenía costumbre de hacer en los tribunales, serio,
absorto, fruncido levemente el ceño. Inevitablemente impresionaba a jueces
y jurados. Nadie, sin embargo, podía recordar que él hubiera defendido
jamás un caso. Siempre había un abogado competente empleado por él, o
por sus socios, que se ocupaba de tales asuntos sórdidos. Él, John Service,
se limitaba a hacer el papel decorativo. Pero a él le gustaba la imagen de sí
mismo durante uno de "sus" casos importantes. Le gustaba la imagen en
los ojos del espectador. Pero la ley le aburría; sólo el espectáculo público de
él mismo le causaba, de tanto en tanto, alguna diversión. Tenía demasiadas
cosas que hacer.
—Yo tenía tantas otras cosas que hacer... —dijo en voz alta—, cosas
mucho más interesantes. Estuve ocupado siempre, desde mi primera
infancia. Nunca hubo un momento en mi vida que no estuviera lleno de risas,
viajes, navegación, juegos, diversiones, visitas a gentes como mi familia,
bailes, coches de carreras, la compra y la venta de excelentes caballos, la
equitación, buenos conciertos, aunque no es que me importaran demasiado,
circular entre los de mi casa y pasármelo condenadamente bien.
Condenadamente bien. Condenadamente. ..
Dio media vuelta y se enfrentó a la cortina y medio alzó la mano como
para detener una pregunta. Pero no hubo pregunta. Dejó caer la mano.
—Esto resulta estúpido dicho por mí —murmuró. Luego su voz se
agudizó—. ¡Pero es cierto! Fue una condenación; es una condenación. Y,
paradójicamente, quiero escapar de ello y tengo miedo de escapar de ello.
Se acercó rápidamente a la cortina, pero se detuvo cuando estuvo junto
a ella. Entonces vio el botón a un lado, que le informaba que, si deseaba
ver al oyente, sólo tenía que apretar el botón. Pero su mano se echó atrás,
como si hubiera estado a punto de tocar algo horrible. Tembló.
—¿Qué decía? —musitó—. Sí. No puedo soportar el envejecer, pues eso
me acercará al fin de mi vida... que quiero terminar ahora. ¿Por qué quiero
que termine? Mi vida dulce y encantadora, mi vida feliz, mi vida tan
ocupada, siempre llena de placer, y comodidad, y serenidad. ¡Mi vida tan
ocupada!
Nunca me había sentido tan viejo y cansado como ahora, y en él creció
una alarma como jamás experimentara antes. Había pasado ya el chequeo
habitual del otoño, y los doctores le aseguraban que, biológicamente, tenía
diez años menos que su edad auténtica. Mary estaba aún enamorada de él,
y él era tan apasionado como en los diez primeros años de su matrimonio.
Aún la amaba. Sin embargo estaba tan cansado ahora y se sentía tan viejo y
agotado como si hubiera corrido una larga y ruidosa carrera, cayendo
exhausto en la meta. Sí, había sido una carrera larga y ruidosa, siempre
llena de voces alegres y afectuosas, y siempre aguardándole el premio al
final, aunque a él jamás le habían interesado los premios. Cada carrera había
sido un gozo. Si hubiera sido realmente una carrera y no algo arreglado de
antemano con él como ganador inevitable.
—Jamás me he arrepentido de nada de lo que he hecho —dijo frente a la
brillante cortina azul, que le ocultaba al oyente—. ¿No fue Spinoza el que
dijo que era un signo doble de debilidad el sentir remordimiento o
compunción? Amo a Mary, pero he tenido también otras mujeres a lo largo de
mi vida matrimonial y me he divertido con cada una de ellas. Sólo tenía
que extender la mano... Jamás le di importancia... en lo que se refería a
Mary, quiero decir. Si ella lo adivinó, nunca me lo dijo. Es la mujer más
serena que he conocido en la vida. ¿Había tenido ella también algún
asunto amoroso? Jamás lo sabré, y realmente no me importa. El nuestro es
el matrimonio más satisfactorio del mundo. Todo un éxito. Eso, al menos, es
lo que dicen ellos.
"Sin embargo, resulta gracioso, pero no recuerdo que Mary y yo
hayamos tenido alguna vez una serena conversación a solas, jamás, ni en
la cama. Aunque, si vamos a ver, no recuerdo haber tenido una serena con-
versación con nadie, ni siquiera con mis padres. Ni con mis hijos,
naturalmente. Son tan reprimidos y están tan ocupados como Mary y yo lo
estuvimos siempre, y seguimos estándolo. Siempre ocupados, siempre
yendo y viniendo, siempre rodeados por otras personas, voces, música,
acontecimientos sociales... Siempre felices y serenos.
El cansancio que pesaba sobre él era tan agotador
que se sentó de nuevo en la silla.
—Dios mío —murmuró—, ¿por qué estoy tan cansado?
Sacó el pañuelo y se secó el rostro, aunque la habitación estaba fresca
y parecía perfumada con el fresco aroma de los helechos. Recordó la placa
de mármol en el muro de la otra sala y sonrió débilmente. Todo lo puedo
en Aquel que me conforta.
—Bien —dijo—, todas las cosas las hice, v las hago, por mí mismo, y
jamás se me ocurrió que necesitara la ayuda de nadie. Después de todo, un
hombre debe bastarse a sí mismo. Eso es lo que hice... ¡No! ¡Jamás tuve
necesidad de bastarme a mí mismo, ni una sola vez en mi dulzona vida!
Empezó a hablar con tono rápido y desordenado: —La primera vez que me
sucedió fue hace cosa de un año. Ahora lo recuerdo. En estos días se
habla
constantemente de la "era espacial". La gente siempre se siente excitada
por alguna "era". Recuerdo la "era del aire" y cómo se nos exhortaba a que
estuviéramos bien conscientes de ello. Luego fue la "era del jet", y antes la
"era atómica". Siempre hay alguna era en marcha. Uno pensaría que la
gente debía recordarlo, pero ellos creen que cada día, o cada
acontecimiento, acaba de salir de su limpia envoltura de celofán.
"Sí, recuerdo cómo me sucedió. La era espacial, los astronautas.
Tuvimos una interesante conversación en el club sobre el cohete y los
jóvenes en la cápsula. Y luego, cuando me fui a dormir, no conseguía con-
ciliar el sueño, sin saber por qué. Generalmente me quedo dormido en un
minuto o dos, cuanto más, jamás en la vida me ha impedido el sueño un
dolor de cabeza, ni una enfermedad. Pero de pronto vi ese "espacio" del que
siempre nos están hablando últimamente. Lo exploré con mis ojos. Vi
alzarse y caer los mundos, todos los colores del arco iris contra el negro
vacío del espacio. Y mis ojos seguían avanzando más allá de sistemas y
constelaciones, buscando los límites, buscando el punto en que el espacio
había de curvarse, según explicó Einstein. Pero, ¿sobre qué se curva? Sí, ya
he visto esas demostraciones con un trozo de papel que se dobla de cierto
modo, aunque, en realidad, nunca lo entendí, y, si uno sigue en la misma
dirección el tiempo suficiente, da la vuelta al espacio y llega al punto en
que empezó sin haber dado un paso atrás. No, nunca conseguí
entenderlo. Después de todo, lo mismo puede hacerse si uno da la vuelta
al mundo. Pero más allá del mundo está el espacio y otros mundos, y otros
sistemas y constelaciones y galaxias...
"De pronto me encontré incorporado en la cama, mirando la oscuridad, y
el corazón me latía desordenadamente, hasta que llegué a sentir un
auténtico dolor en el pecho. No había fin en el espacio, aunque se curvara.
Es posible seguir corriendo a través de la eternidad, a través de
interminables universos, y no existe el fin. Se lo digo, ¡casi perdí la cabeza!
Podía sentir cómo vacilaba y se me iba, y me dominó una horrible sensación,
como si me estuviera muriendo. Y supe que uno no vuelve jamás al mismo
sitio.
No sabía que se había puesto en pie, pero ahora se dio cuenta de
que estaba de nuevo ante la cortina, temblando, y que su sombra
temblaba en el muro blanco junto a él.
—El espacio interminable —susurró—, universos interminables, galaxias
y constelaciones interminables. ¿Cuál es el significado de todo ello?
¿Cómo vino a la existencia? Y ¿a dónde va? Y ¿por qué? Jamás pensé en
ello antes, pero desde que lo pensé he deseado morir, matarme. Abismos
y más abismos de oscuro espacio, salpicado con esos malditos universos
brillantes que giran sobre sí mismos —abismo tras abismo— para
siempre. Aun ahora, pensando en ello, siento cómo mi cerebro vacila y
teme. ¿Por qué?
Vio cómo su mano, involuntariamente, se dirigía al botón. Pero de
nuevo la retiró.
—¿Puede entender esto usted, el que está ahí? Un hombre como yo, que
ha tenido una vida serena y agradable, sin problemas, mi vida tan, tan llena,
llena de sucesos cómodos o deliciosos, y serena conversación, siempre
superficial, ya sabe, y viajes y visitas a los hijos y nietos, y visitas a los
amigos... una vida maravillosamente llena. Y de pronto mi vida importante,
mi ciudad importante, mi familia y mi esposa tan importantes, y mi
importante lugar en la sociedad y en el país, ¡se disuelven en la nada y
carecen de la menor importancia! Resulta que vivía en un mundo que
apenas si era una chispa incluso en su propio sistema solar, y ni siquiera una
chispa en su lugar en la galaxia, y que nunca sería conocido de billones de
mundos que ocupaban ese maldito, ¡ese maldito!, espació interminable. Fue
el espacio, ya ve, el espacio interminable. Y nada de lo que lo llenaba era
importante tampoco. Todo carecía de significado, como no tiene significado
mi vida, ni lo tuvo nunca, mi vida tan llena, tan ocupada...
Había sudor en su frente y mejillas, y en sus manos. Se lo secaba sin
saber lo que hacía. Su respiración era rápida y alterada en aquella
habitación totalmente silenciosa. Había olvidado por qué había llegado
hasta allí. Se le había olvidado todo.
—Yo... yo he tratado de hablar de esto con otras personas. Pero se
limitaron a mirarme sin decir nada. No sabían lo muy asustado que yo
estaba. Hablé con Mary. Y ella dijo serenamente: "Bueno, de nada sirve,
¿verdad?, el pensar tanto en eso. Podrías llegar a perder la cabeza. Nunca lo
sabremos. Así que, ¿por qué no vivir lo más agradable y serenamente que
podamos cada día, y dejar que los científicos piensen en todas esas cosas?
Eso es mejor, ¿no?" Así fue como me habló Mary.
"Pero ahora, Dios me ayude, ¡estoy convencido de que eso no es lo mejor
para mí! No puedo dejar de pensar, y cuando lo pienso odio la vida, y
luego me da miedo morir y dejar todo lo que tengo, que es todo cuanto un
hombre podría desear. ¿Por qué no puedo apartarlo de mi mente y seguir
divirtiéndome con mis amigos y mi familia, con el trabajo tan agradable que
llevo a cabo? Sería más fácil si yo tuviera una religión, porque entonces los
tópicos de un ministro quizá llenaran ese vacío en mi mente. Sería más fácil
si pudiera detener el tiempo y seguir siempre donde .estoy. Pero ya ve, estoy
envejeciendo. Dentro de cuatro años tendré sesenta y... y luego, algún día,
llegará el fin, y me iré a esa oscuridad. Ni siquiera veré esos universos
infernales.
Alzó las manos en un agudo gesto de desesperación.
—¡Y no seré nada, como nada es mi vida, tan llena y fecunda! Y ni
siquiera tendré conciencia para saber que no soy nada. Si por lo menos
mi familia, en mi infancia, me hubiera hablado de la religión... ¡Oh, claro!
me llevaban a la iglesia con ellos, por aquello de quedar bien, cuando era
muy pequeño. Y, naturalmente, siempre hubo matrimonios,
confirmaciones, bautismos y funerales a los que asistir, y un ministro
muy correcto que decía las palabras más adecuadas y felicitaba a su
Dios por tener una congregación tan bien organizada y educada a su
cargo.
"Sólo eran palabras. Apenas recuerdo ninguna de ellas. Yo me
sentaba muy formal con mis padres, y luego con mi esposa, y más
tarde con toda la familia y amigos, en las ocasiones en que lo más
correcto era ir a la iglesia. Pero sólo eran palabras, y aburridas además.
Siempre contaba los minutos hasta que podía regresar a mi vida tan
llena, tan organizada, feliz e interesante. Una vida que no es nada en
absoluto, porque jamás fue nada.
Extendió de nuevo las manos y una de ellas fue a caer sobre la
cortina azul. Ésta tembló como si un viento, un viento sin límites,
soplara tras ella. Quedó aterrorizado.
—¡Ayúdeme! —gritó—. No fui nunca un hombre erudito, un intelectual.
Pero usted debe serlo. Ha oído todas esas historias... Pero no me
consuele, por el amor de Dios, como Mary trató de hacer. No me diga
que deje de pensar, que deje de mirar al espacio y a las estrellas por la
noche como hago ahora, y fije mis ojos únicamente en lo que me
rodea, día a día. ¡No me diga eso! Porque no serviría de nada. No me
salvará la vida ni la poca razón que me queda. ¿Quién fue el que dijo:
"Mira las estrellas"? Quizá sea de la Biblia... o quizá de Shakespeare. Si
alguien más grande que yo animó a los otros a mirar las estrellas, en-
tonces no puede ser una tontería, ¿verdad? Debe haber razón, ¿no es
cierto? ¡Dios mío, debe haber una razón! Dígame que es un misterio y yo
creeré lo qué usted me diga, y me servirá de algún consuelo. Pero hasta
los misterios tienen un marco de referencia ¡y ante Dios que... ¿ante
Dios?... que yo necesito un marco de referencia!
Lentamente su mano se acercó al botón y luego se apoyó en la fría plata.
Pero no pudo decidirse a oprimirlo todavía. Tenía miedo del rostro sereno
que iba a encontrar allí, de los ojos compasivamente burlones. Temía la
voz plácida que le consolara, diciéndole que volviera a sus juguetes, antes
tan amados y que ahora le parecían horribles.
—Con seguridad —dijo John Service, con una voz que hubiera considerado
vergonzosa hacía sólo un año— no estoy solo. Con seguridad que otros han
hecho la misma pregunta y sentido el mismo temor. Con seguridad que otros
se han sentido... desamparados. ¡Desamparados! Así es como yo me siento.
Y si hay otros como yo, ¿por qué no los he encontrado, para que podamos
charlar juntos y olvidar que estamos solos? ¿O es que los que sienten así...
tantos de ellos... son los que se suicidan?
Su dedo apretó el botón y las cortinas se corrieron silenciosamente. Una
luz suave cayó sobre su rostro como una ola de brillo. Y en aquel brillo se
alzaba el hombre que le había escuchado, y que escucha siempre.
John Service le miró y quedó al fin silencioso; empezó a retroceder,
lentamente, muy lentamente, Pero sus ojos no se apartaban del rostro del
hombre. Sentía los grandes ojos que la miraban, que escruta-can en su
interior, y veía la tremenda compasión en eUos. Lanzó un débil y agudo
grito. Apoyó los brazos en el respaldo del sillón y enterró el rostro en ellos.
No sabía que estaba llorando, no podía recordar que hubiera llorado jamás.
Su cuerpo libre y disciplinado
temblaba violentamente y se encogía como si tuviera
horrible frío.
Luego, al fin, recordó algunas palabras, ¿o es que alguien las dijo en
la habitación? "Serénate, y sabe
que yo soy Dios".
"Serénate. Serénate. Apártate de todo el estruendo de la vida aunque
sea sólo por algún tiempo, un pequeño espacio de tiempo. Serénate lo
suficiente para no oír todas las voces agradables del mundo, ni las
desagradables. Guarda silencio. Serénate, y sabe que soy Dios. Y, en ese
conocimiento, comprende que todo está bien y que algún día te será
explicado lo que no
sabes.
"Serénate. Convéncete a ti mismo de que puedes soportar la vida, de que
tu vida tiene un significado claro y único que te pertenece sólo a ti, más
importante a Dios que incluso a ti mismo, y que para Dios es más valiosa que
el sol o que un billón de soles. Con esa importancia en su corazón, el hombre
puede caminar sin temor, feliz con un auténtico gozo, en paz con una paz
que ninguna clase de placer de este mundo pueda dar, con una satisfacción
que no nace de las ocupaciones
de la vida."
—No, no —dijo John, con la cabeza hundida aún en los brazos—. No
puedo creerlo. No, aunque tú mismo lo dijiste. Pues no puedo creer que tú
sepas nada de ello, ni que lo supieras nunca. Fue tal tragedia... si
es que sucedió...
Alzó la cabeza un poco y miró al hombre con ojos
enrojecidos.
—Tú pensaste que era importante todo, ¿no? —dijo—. ¡Qué trágico!
Porque no lo es. ¿No lo descubriste por ti mismo más tarde, o es que
realmente no...?
No era un hombre imaginativo. Pero inmediatamente creyó ver una gran
comprensión en aquellos majestuosos ojos, en aquel rostro atormentado y,
sin embargo, auténticamente sereno. Creyó ver que aquellos ojos se
enfocaban en él, y le veían sólo a él, y había una voz en sus oídos que
decía: "No estás desamparado, hijo mío. Todos tus pensamientos han sido ro is
pensamientos, y tu temor de ser olvidado ha sido mi temor también,
pues, ¿no tengo yo tu carne y tus heridas... aunque tú no sabías que eran
heridas? Ven a mí y hablemos juntos, unidos en nuestra naturaleza humana,
y razonemos juntos. Y serénate, y sabe que hay un Dios."
Más tarde estuvo seguro de que el hombre le había hablado así. Podía
recordar hasta el tono de aquella voz profunda y grave, aquella voz varonil, la
voz de un padre. Pero nunca pudo hablar a nadie de esto, pues era sólo su
secreto. Dio la vuelta al sillón y al hacerlo así, mirando al hombre, aquella
agonía negra y fría dejó su mente, reemplazada por la única y auténtica
serenidad que conociera famas. Todo lo que él había creído que era
serenidad en su vida pasada se le reveló como lo que realmente era: un
sonido que nada significaba, un gozo que no era gozo, una delicia que no era
delicia, un contento que era sólo el contento de un animal de lujo.
Y al final pudo decir, con una enorme humildad desconocida por él:
—Será muy duro para mí, en verdad. No me será fácil recordar lo que me
dijiste, y actuar de acuerdo con ello. ¿Cómo deberé actuar? ¿Me lo dirás tú?
Sí, estoy seguro de que me lo dirás. Pero, ¡qué extraña será mi vida!, ¡qué
misteriosamente extraña! Ni siquiera sé si me gustará.
"Pero una cosa sí sé. Tengo que hallar un camino distinto y una razón.
Tengo que creer en algo en que jamás soñé, ni una vez en mi vida. Pero va a
ser apasionante —sonrió como disculpándose—. Va a ser lo roas emocionante
que he vivido jamás. Una aventura. Una maravilla. Eso, al menos, hará que
mi vida sea digna de vivirse. Y, si consigo salir adelante con ello,
entonces será todo el mundo, y más. Tendré mi respuesta al final y ya no
conoceré el temor, ni la confusión, ni la desesperación.

ALMA DÉCIMA
LA NUEVA RAZA

« Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.»


JUAN, 20, 13.

ALMA DÉCIMA

Dónde vas, Lucy? preguntó una jovencita a su compañera


mientras avanzaban rápidamente hacia el aparcamiento del campus.
—Pensaba ir a dar una vuelta por ahí... a alguna parte —contestó
Lucy Marner.
Su amiga la miró inquisitivamente.
—¿Te ocurre algo? No pareces la misma desde hace un par de
meses —soltó una risita—. ¿No será
nada raro...?
Lucy enrojeció. . .
 No —dijo secamente. No deseaba invitarla a que la
acompañara-. Pero... bien, me voy al médico para que me haga el
chequeo de primavera. No vale la pena esperar hasta el fin del
semestre, cuando em piezan los exámenes. Hasta luego, Sandy.
Se dirigió muy aprisa al aparcamiento. General mente se sentía muy
orgullosa de su descapotable blanco y lo examinaba a fondo para
asegurarse de que nadie había rozado su brillante carrocería. Pero
hoy se limitó a dejarse caer en el asiento de cuero rojo y salir a toda
marcha del campus. Unos amigos, chi cos y chicas jóvenes, la
saludaron a gritos, pero no contestó porque no los había oído. El calor
de aquel día ya de verano caía sobre su cabeza desnuda y su rostro pálido,
y se reflejaba en sus ojos verdes. Era una chica bonita, sólo de veinte años,
pero la desesperación había marcado su huella en su expresión, una
desesperación que crecía en ella desde hacía más de un año, así como
aprendía más y más y cada vez sabía realmente menos y menos.
—Estúpida, estúpida, estúpida —parecía dirigirse a los grandes árboles
en arco sobre el camino del campus que llevaba a la calle.
Una ardilla cruzó el sendero y, sin quererlo, Lucy apretó el acelerador
para atropellada. Pero el animalito, aterrorizado, consiguió saltar a un árbol,
y entonces la muchacha dijo en voz alta, aunque débilmente:
—¡Oh, perdón! No quería hacer eso. Pero, Dios mío, ¿por qué te
molestaste en apartarte? ¿Por qué nos molestamos cualquiera de nosotros?
Estúpida, estúpida, estúpida, cantaban los neumáticos sobre la calle
mientras el coche seguía incansable su marcha. Todo es estúpido, estúpido,
muy estúpido.
—Canta, brillante primavera —dijo—. ¡Canta hasta morir, imbécil!
"Imbécil tú", se dijo interiormente. "De todos modos, ¿por qué lo haces?
¿Por qué te vas a ese refugio de chiflados?"
Llegó a un cruce de mucho tráfico y se detuvo ante el semáforo en rojo.
Sus ojos cayeron sobre los libros de texto en el asiento, a su lado. De
nuevo sin querer, pero con violencia, lanzó los libros al suelo y los pateó
con el tacón, una y otra vez, con creciente falta de control. Alguien apretó
el claxon impaciente tras ella y la chica le lanzó una maldición por encima
del hombro. Luego salió de estampida, sin preocuparse del tráfico ni de los
alarmados bocinazos. Su cabello rojo, largo y liso, flotaba tras ella como una
bandera, y el pálido perfil tenía la expresión de una estatua yacente.
—¡Oh, estúpida, estúpida! —gimió suavemente dando la vuelta a una
esquina—. ¡Vete a casa, imbécil, vete a casa y sonríe, sonríe, sonríe, y
muéstrate encantadora con mamá y papá, y atiende a las invitaciones que
te hacen por teléfono, y planea, planea todas las excitantes actividades para
este verano!
Sentía un dolor muy agudo en sus esbeltos hombros y en la nuca. Sentía
dolor en la espalda. Buscó en el bolso los tranquilizantes que le diera el
doctor Morton hacía dos meses. Luego lanzó el bolso al suelo del coche
también, donde fue a caer sobre los pateados libros. "No", pensó, "no quiero
tranquilizarme por un rato. Esto hay que afrontarlo alguna vez cara a cara.
Pero ¿qué es esto en realidad? ¿Qué me ocurre de todos modos? Quizá
necesito un psiquiatra que me sonría cortésmente y me diga que no quiero
enfrentarme con la madurez, y que sólo deseo ser una niña toda mi vida.
Pero ¿con qué diablos he de enfrentarme? Quizá sea sólo un exceso de
hormonas, después de todo, pero yo no quiero ser como Sandy y las otras,
divirtiéndome y sudando por ahí, y preocupándose por si Enovid les va a
fallar este mes. Quizá no esté adaptada. Abuelita, ¿por qué diablos me
hablaste alguna vez de todas esas supersticiones? Lo que tú me hiciste..."
¡Eh, imbécil! ¿Por qué no mira dónde va?
Se dirigía a un hombre anciano y sereno que conducía su coche con
excesivo cuidado a lo largo de la ruidosa calle en que ella había entrado.
El hombre contempló a aquella joven furiosa en el lujoso deportivo y
pensó para sí: "No hay responsabilidad en estos días. Todo se les ha
dado, sin el menor esfuerzo por su parte. Todo es cómodo y fácil para
ellos. No tienen problemas. Lo que necesitamos es una buena depresión
otra vez, que les dé un buen susto y les sacuda, y les obligue a ponerse
a trabajar. ¡Mira a esa chica, en su lujoso coche! Un lecho de rosas,
como solían
decir".
Lucy, cuyos ojos estaban demasiado secos, pensó: "Podría dirigirme
con esto al río y seguir conduciendo hasta... ¡Oh, vamos! Eso no es
una respuesta.
¿O sí?"
Pensó en sus alegres y amorosos padres, todavía jóvenes, e
involuntariamente dio media vuelta y se dirigió hacia el río. Luego, en la
esquina siguiente, se lanzó a sí misma un terrible insulto, giró de nuevo
el coche y prosiguió su marcha. "Es una locura", pensó. "No es posible que
vaya allí. Pero ¿dónde más puedo ir? ¿Quién me dará la respuesta? ¿Un
clérigo? ¿El doctor Pfeiffer, con su cuello reluciente y sus conversaciones
sobre el golf y el problema racial, y nuestras responsabilidades para con la
comunidad, y nuestros deberes para con los menos privilegiados? De eso
es de lo que habla cuando viene a nuestra casa y se toma una discretita
copa de jerez, o quizás un whisky muy flojo. Sentado en nuestra sala, con
todas las hermosas antigüedades a su alrededor, y el aparato de alta fide-
lidad sonando suavemente, y los cuadros en los muros brillantes bañados
por el sol poniente, justo antes de cenar. ¿Qué pasaría si yo le hablara de
mí, y de esto que tengo en el pecho y en la mente? Me diría: «Pero,
querida hija, he estado hablando de eso en mi pulpito...» ¿De verdad,
doctor Pfeiffer, reverendo Pfeiffer? ¿De verdad, de verdad, maldita sea? ¡No,
claro que no! Quizás usted piense que todo está arreglado, así que no
necesita siquiera mencionarlo. Pues tengo una noticia para usted: Nada
está arreglado. No existe un auténtico conocimiento en la joven
generación. ¿Cree usted que se adquiere por osmosis, reverendo Pfeiffer, o
que respiramos en él, en esta encantadora, dulce y tolerante civilización
cristiana, toda llena de ternura y compasión por los que carecen de
ventajas? Doctor Pfeiffer, ¡es usted un asno! Ha fallado en su trabajo,
doctor Pfeiffer. Todos tan civilizados, ¿verdad? Hoy en día lo que nos
preocupa son los derechos civiles, la segregación, la disgregación, la
integración... Doctor Pfeiffer, ¿se le ha ocurrido alguna vez que los negros no
quieran ser amados por nosotros, maldito sea? Sólo quieren ser tratados
como hombres corrientes, reverendo, y ¡al diablo nuestro amor! ¡Al diablo
con todo, doctor Pfeiffer, ya puede volverse a su dulce y sofisticada esposa, y
a su golf! Repítase su himno dominical «Poderosa Fortaleza es nuestro Dios»
sin saber nada, como de costumbre; ¡ni sobre Dios ni sobre ninguna
fortaleza en este mundo maloliente, insensato y maldecido de Dios! ¡Oh,
abuela, me gustaría cortarte el cuello! Si no fuera por ti yo no estaría
siempre pensando en el río."
Llegó al lugar del santuario, nombre que las gentes de la ciudad le
habían dado a través de los años. Había un amplio camino cortado por
senderos más estrechos en el inmenso césped verde. Dirigió su coche hacia
aquel camino pero un viejo jardinero que trabajaba allí cerca acudió
corriendo.
—¡No puede llegar en coche hasta allí! —le gritó—. ¡No pueden entrar
los coches!
Ella le miró con ojos llenos de fuego verde y sintió el impulso de pasar
por encima de él con el coche, como había intentado hacer con la ardilla.
Tragó saliva con dificultad.
—¿Dónde está el aparcamiento? —preguntó.
—No hay ninguno —agitó la mano con aire vago—. Aparque en algún
lado de la calle.
—¿Quiere decir que tengo que venir a pie hasta aquí? —señaló incrédula
el brillante edificio blanco sobre la suave colina tras las doradas praderas y
los olmos y los manzanos silvestres en flor.
El viejo le sonrió.
—¿Está inválida? Entonces, ¿cómo puede tener ese coche de
carreras? ¿Qué les pasa a sus piernas? Ustedes los jóvenes creen que
caminar cien metros o así les va a romper la espalda. Siga adelante,
hermana. Aparque en la calle, si puede encontrar sitio.
—¿Son ésos los modales que les enseñan en esa '
condenada capillita?
—Yo nunca he estado ahí dentro. Sólo trabajo aquí, en el parque —le
sonrió de nuevo—. Jamás necesité entrar. ¿Para qué? No tengo dolores,
ni problemas. ¡Pero usted sí qué parece tenerlos, hijita! Siga adelante,
antes de que llame a los guardias.
—¡Vayase al diablo! —dijo Lucy Marner, a quien | toda la vida le
habían enseñado a ser cortés con los menos privilegiados. Hizo girar
bruscamente el coche y se alegró de que los neumáticos dejaran su huella
en aquella hierba hermosamente cuidada, haciendo chillar de furia al viejo.
Siguió adelante. Dio vueltas a todas las calles adyacentes durante algún
tiempo, en aquella sección comercial y abarrotada, llena de edificios de
apartamentos y de tiendas. Luego, al fin, halló aparcamiento, a un
kilómetro por lo menos del santuario, y se lanzó a él tan aprisa que casi
chocó con un coche que salía. El vigilante llegó corriendo y gritando. Ella
bajó del coche sin una palabra, cogió el bolso y echó a correr sin importarle
el ticket que agitaban tras ella.
—Maldita perra —dijo el vigilante, mirando con simpatía a la señora
asustada del coche con el que Lucy casi había chocado.
—Cada vez están peor —respondió ésta—. Demasiado dinero, demasiado
tiempo libre, demasiada comida, demasiada diversión.
—Y que lo diga —contestó el vigilante metiéndose en el coche
abandonado por Lucy—. ¡Mire esto! Por lo menos debe haber costado siete
mil dólares.
Lucy bajaba corriendo por la congestionada calle principal, esquivando a
los transeúntes que la miraban con extrañeza. Tenía en verdad un extraño
aspecto. Al fin se dio cuenta de que se reían de ella y redujo la carrera a un
caminar rápido. Gotitas de sudor aparecieron en la frente, el brillo del sol
poniente en los edificios le cegaba los ojos. Buscó sus gafas de sol, y como
no las encontrara inmediatamente empezó a sollozar de amarga
frustración. Al fin las tuvo en la mano y se las puso, y al instante se sintió
calmada. Estaba oculta, ya no era nadie, ya estaba protegida. Se alisó el
pelo revuelto con manos temblorosas y alzó la tela de su traje de lino rosa
sobre los húmedos hombros. "Despacio, despacio", se dijo. "Este hombre no
va a echar a correr. ¿Cómo le llaman? El hombre que escucha. Siempre
está allí, de día y de noche. Me pregunto qué pensará su esposa de eso. Y
¿por qué demonios vas tú allí, estúpida?"
Fue un largo paseo. No recordaba haber caminado nunca tan aprisa por
la ciudad. No tenía que preocuparse por la ansiedad de sus padres, por no
llegar a casa a la hora de costumbre... cuando lo hacía. Sus padres creían
firmemente en la teoría de respetar la intimidad de los hijos y jamás hacían
preguntas. Ahora tenía veinte años, pero sus padres habían estado
respetando su intimidad desde los diez. Y ¿qué significaba eso?, se preguntó.
¿Que realmente no les importaba ella un pito, y que lo único que querían
era que no les molestara? Sus padres y todas sus contrapartidas
contemporá-neas y sociales creían en la teoría de respetar la intimidad de
cualquiera excepto de los privados de cultura... que al parecer ni querían ni
merecían que los dejaran solos. ¿Quién les había degradado de este modo?
Sus padres y todos los de su clase. Y sus padres y todos los de su clase,
incluido el doctor Pfeiffer, eran los que la habían llevado a este terrible
estado, así como a millones de otros jóvenes iguales a ella. Esta horrible,
vacía y angustiosa situación. Sus padres se merecían que ella volviera a
casa alguna vez patentemente embarazada, o drogada, o al menos
completamente borracha y con "las ropas en desorden" como los periódicos
decían delicadamente. Se preguntó si no sería todo ello la razón, al menos
en parte, de que los periódicos informaran de un índice creciente de
criminalidad, según sucedía recientemente. En nombre de Dios, ¿qué les
había dado realmente el mundo a los jóvenes como ella? Diversiones, la
mejor comida, educación, dinero, coches, vestidos maravillosos, salones de
belleza, lecturas refinadas, comprensión del adolescente y algo que
eufóricamente llamaban amor, y eso era todo. Hasta los llamados pobres
tenían todo eso también. Pero ¿qué más había que dar? "Realmente no nos
han dado nada", pensó Lucy, y de nuevo anheló hallarse en el río, el frío y
oscuro río que pondría fin a todas sus preguntas.
El cielo de verano era de un brillante escarlata por el oeste cuando
llegó al santuario. Los hombres que trabajaban el césped se habían ido ya.
Ahora el césped se extendía ante ella con sus macizos de flores y sus
árboles, y los senderos de grava, tan bien cuidados. El sol caía sobre el
tejado rojo del edificio en lo alto, como fuego. Lucy subió por el sendero;
era realmente más empinado de lo que parecía. Y suficientemente ancho
para un coche; deberían tener un aparcamiento. No. Se rumoreaba que el
lugar estaba siempre lleno de llorones y de enfermos que querían ver al
doctor, o al psiquiatra, o al clérigo, o a quien fuera que aguardaba allí para
escucharles o entregarles un curalotodo. "Yo voy a ser algo distinto para él",
pensó Lucy con acritud. "Jamás habrá conocido a nadie como yo. Juro por
Dios que si me sale con esa estupidez psiquiátrica de enfrentarme con la
madurez le escupiré a la cara. ¿Qué hay de inmaduro en mi cuerpo y
mente? ¿Qué hay que yo no sepa?... Debería haberme ido a la otra
universidad", se dijo, sudando por el calor y el esfuerzo de la caminata.
"Eso es lo que papá y mamá querían. Nuevas experiencias, nuevos puntos de
vista. Eso Es Lo Que Nuestros Niños Merecen Estos Días. Sólo por fastidiarles
insistí en ir a la universidad aquí. Creo que últimamente siempre estoy
pensando en el modo de molestarles. No, les he estado hiriendo desde que
era una cría. Ha sido el único placer que he tenido en la vida: fastidiarles. Y
ellos se quedan tan heridos y confusos... pero jamás un bofetón en la cara,
jamás la anticuada disciplina. ¡Jamás me han dicho nada que valga la
pena!"
Buscó en su bolso el portamonedas, el hermoso portamonedas de oro
que sus padres le habían regalado en su último cumpleaños. Estaba lleno de
billetes, como de costumbre. Apretó un billete de diez dólares entre los
dedos, disponiéndose a la colecta. ¡Eso le agradaría a la contrapartida del
doctor Pfeiffer que estuviera allí dentro!
"Juro", se dijo de nuevo, "que si me dice que tengo tantas ventajas, y que
debería dirigir mis pensamientos y acciones a la mejora de la humanidad,
le voy a dar una muestra de cómo habla la nueva generación. Voy a ponerle
de punta los cabellos, sin duda tan bien cortados". Se sentía llena de un
odio nuevo, de una nueva desesperación. No sabía a quién odiaba realmente
con tal ferocidad, tan desoladamente. Pero había en ella hambre de algo
que no sabía qué era, un hambre rabiosa, como inanición.
Abrió de par en par las puertas de bronce con furiosa impaciencia y
entró violentamente en la habitación, ansiosa sólo de enfrentarse con el
hipócrita que le mentiría como había mentido a multitudes de jóvenes, que
le mentiría como le había mentido toda su vida, con tanta amabilidad, con
tan enfermiza comprensión. Pero sólo vio a tres personas en la sala de
espera, dos mujeres viejas y un chico joven, con un rostro tan desolado e
intenso como el suyo. Era una habitación agradable, serena, hermosamente
amueblada. Había una placa de mármol en uno de los muros, de mármol
también. Todo lo puedo en Aquel que me conforta. ¡Qué estupidez! Y ¿quién
era Aquél?
Se sentó en una silla. Nadie la miró, pero ella sí miró a los otros
desafiadoramente, en especial al joven, que llevaba una buena chaqueta
sport. El pelo era demasiado largo y exageradamente arreglado. Lucy estaba
acostumbrada a que los jóvenes la miraran con sonrisa de esperanza.
Preparó una expresión despectiva, pero el joven no se dio ni cuenta de su
presencia. Esto la asombró. La miró con mayor intensidad. ¡Vaya, si era uno
de los suyos! Divertido. ¿Acaso se sentiría también como ella? No, Lucy era
un caso único. Tendría otro problema. Pero sonrió amargamente. No podía ya
soportar a los jóvenes de su generación. Miró furiosa al chico. Era posible
que tampoco a él le hubieran dicho jamás nada de valor. En ese caso, eran
iguales. Extraño que se odiara en él y que no sintiera piedad, ni nada,
excepto impotencia. "¡Hay tantos de nosotros!", se dijo. "Quizá yo no sea
única en absoluto».
Cogió una revista, esperando que fuera de tema religioso. Pero estaba
llena de fotografías, gentes entregadas a ocupaciones alegres y
apasionantes, y diversiones. La tiró a un lado. Vió el Wall Street Journal. De
modo que también venían aquí hombres como su padre. Estudió el informe
de la Bolsa con vago interés. Su padre le había regalado un buen bloque de
acciones en su último cumpleaños. Luego la dominó una oleada de asco y
arrojó también aquella revista. ¡Ojalá se hubiera llevado uno de los libros de
clase, pues tenía un examen al día siguiente! No había estudiado realmente
desde hacía casi un mes. ¿Para qué?
Vagamente se había dado cuenta del sonido de una campanilla que
apenas llegaba a interferir con sus pensamientos, una suave campana y
luego el rumor de la gente al levantarse e ir hacia aquella puerta del
fondo donde aguardaba el clérigo, o el psiquiatra, o el doctor, o el asistente
social, para hablar con los intrusos. Se permitió el placer de pensar qué le
diría al chiflado de allí dentro. Le gritaría a su estúpido rostro. Estúpido,
estúpido, estúpido. Todo el mundo era estúpido.
Sonó la campana. La ignoró. Sonó de nuevo con amable insistencia. Alzó
la caída cabeza. Estaba sola en la habitación. Así que la campana era para
ella. Vaciló. Luego se levantó, alisó el arrugado vestido de lino y lentamente
se aproximó a la puerta. La habitación estaba fresca, pero ella sudaba de
nuevo. A pesar del delicado desodorante que usaba percibía su propio olor
corporal, ácido e insistente. Y, mezclado con él, el de la colonia que había
utilizado esa misma mañana después de la ducha. Sentíase repentinamente
consciente de sí misma como jamás lo estuviera antes, y aquello era como
sentirse desnuda ante todos con sus sufrimientos, como una niña asustada,
una niña perdida que había sido privada sin el menor remordimiento... ¿de
qué? Pero, por extraño que parezca, también era sentirse plenamente ella
misma, algo que no podía recordar haber sentido antes. Una personalidad
patente, con responsabilidad hacia sí misma, sin responsabilidad hacia
ninguna otra persona, sin razón alguna para sonreír y hablar alegremente.
Abrió la puerta y, en el interior de la segunda habitación, no vio más que
blancas paredes de mármol y el suelo brillante y un gran sillón de mármol
con almohadones azules, y una alcoba cubierta por cortinas azules. La
puerta se cerró tras ella. Miró la alcoba. ¿Es que él prefería ocultarse? Quizás
estuviera el doctor Pfeiffer tras aquella cortina, el cortés y pulido doctor
Pfeiffer, con su suave voz, animando la responsabilidad social. Sintió un
amargo regusto en la boca. Eso tendría gracia... el doctor Pfeiffer. Pero
no, en una ocasión le había oído hablar con indulgencia de la "superstición"
de aquella alcoba, y de uno de sus fieles, un amigo de la familia también, John
Service, que en cierto momento había intentado que se aboliera aquel
santuario. Y el doctor Pfeiffer había estado de común y completo acuerdo
con Johnnie Service. Y de pronto éste había dejado de ir a la iglesia del
doctor Pfeiffer, y había parecido un poco cambiado, menos locuaz sobre las
responsabilidades sociales cuando hablaba con papá. En realidad él y papá
se habían peleado sobre ese tema en una ocasión. Ojalá pudiera recordar lo
que habían dicho. Ahora le parecía muy importante.
Lucy se dirigió lentamente al sillón y tosió para informar al hombre tras
la cortina de que ya había entrado. Aunque, se dijo sorprendida, nada
más entrar comprendió que el hombre ya se había dado cuenta de ello.
Debía tener un espejo que desde aquí no se viera o algo así. Pero los muros
junto a la alcoba eran muy suaves. Sin embargo, la ciencia podía hacer cual-
quier cosa estos días, y nada era lo que parecía.
Se sentó, el bolso correctamente colocado sobre las rodillas. Miró en
torno buscando un receptáculo, pero no vio nada. Bien, la colecta vendría
más tarde, o podía dejar el dinero sobre una mesa. Miró la cortina. No se
agitaba, ni se escuchaba la respiración de nadie. Sin 'embargo la impresión
de una presencia se hacía más aguda.
—Buenas tardes —dijo Lucy, la muchacha bien educada ante uno de
sus mayores. El hombre no contestó.
—No sé por qué estoy aquí —siguió, diciéndose que el hombre estaría
asombrado, pues todos los demás sabrían generalmente por qué habían
venido a este lugar. Sonrió—. Supongo que no recibe a muchas chicas como
yo, chicas con privilegios, de buena familia y con todo lo que hayan podido
desear, y amor, y todo eso. Eso es lo que soy. ¿Quiere saber mi nombre, o
algo?
Era una locura realmente. De pronto tuvo la idea de que el hombre
conocía su nombre y todo lo referente a ella. Se encogió un poco. Entonces
era un amigo de la familia. Enrojeció de mortificación. La cortina seguía
tranquilamente plegada, con su sereno y brillante tono azul. Se levantó, fue
a ella y vio junto a la cortina el botón que le informaba que, si deseaba ver
al hombre que escuchaba, sólo tenía que oprimir el botón. Así lo hizo. Nada
sucedió. La cortina no se movió. Por tanto, ¡él había reconocido a Lucy
Marner! ¿Y qué? Pues que escuchara y tomara notas, y que supiera de una
vez para siempre que todo lo que ella tenía, y tantos como ella, no era
nada, menos que nada, peor que nada. Le daría algo que pensar, y quizá ha-
blar en serio con sus estúpidos colegas, todos sin duda tan liberales como él
mismo. Quizás incluso podría discutirlo con papá y mamá. Sonrió
despectivamente. Sí, que alguien le dijera a sus padres lo que ella pensaba
realmente de ellos, a ver si así se sentían turbados de su maldita
complacencia. Esperaba que se lo dijera también a sus profesores, con su
sonrisa de superioridad y su juvenil sentido de la realidad, y sus sonrisas
indulgentes cuando alguien como ella preguntaba: ¿Por qué?
—De acuerdo —dijo furiosa. Volvió a la silla—. De modo que me conoce.
¿Qué me importa? Dígaselo a todo el mundo. Dígaselo a todo el maldito
mundo. Estoy harta de los de su clase, harta de todo.
El hombre esperaba. Lucy no percibió que estuviera enojado. Se limitaba
a esperar.
—Se lo diré breve y claramente —continuó—. Yo soy lo que los
profesores y sociólogos y el clero llaman con admiración "la nueva
generación". Los jóvenes que hacen preguntas y disienten de todo e
insisten en hechos y respuestas inteligentes. La insatisfecha nueva
generación a la que no se puede hacer callar con viejos tópicos y
antiguas explicaciones, y con la antigua teología y las tradiciones. La
generación que, quiere saber por qué. La generación que quiere res
puestas que satisfagan al nuevo mundo, y al mundo del futuro.
El sabor a bilis era más fuerte en su lengua. Se inclinó hacia la
cortina.
—¿Sabe lo que ellos contestan ahora? ¡No contestan nada! Sencillamente
nos admiran, ¡malditos sean! Se ponen sencillamente en pie y dicen,
asintiendo sus estúpidas cabezas, "la nueva generación". ¡Y se supone que
eso es una respuesta, y se supone que vamos a admirarnos a nosotros
mismos, y a quedar satisfechos!
Era una locura realmente, pero pensó que oía decir a aquel hombre:
"Siempre hay una respuesta para la vieja y eterna pregunta."
—¿Qué? —murmuró—. Pensé que decía algo. Pero no creo que dijera nada,
¿verdad? Sólo estoy hablando conmigo misma. Pensaba en mi abuela, e
imaginaba que ella me hablaba de nuevo. La madre de mi padre. El
hombre nada le dijo. Se limitaba a esperar. Lucy tuvo la impresión de
que su rostro la estudiaba alerta tras la cortina, y que estaba oyendo algo
que había oído antes miles de veces. ¡Qué locura!
Pero el rostro tenso de Lucy empezó a iluminarse suavemente.
—Me gustaría hablarle de mi abuela. Ella no era muy vieja cuando
murió. Menos de cincuenta años. Usted no pudo haberla conocido. Vivía en
Cleveland, y tengo entendido que usted es un hombre más joven y que
nunca ha salido de esta ciudad. ¿Joven? No, no, si dicen que usted es
viejo, muy viejo. ¿Es cierto?
¡Oh, qué locura! Pensó que el hombre le contestaba que era mucho
más viejo que el tiempo. Se llevó la mano a la frente.
—Me estoy volviendo loca, sin duda —dijo-Ahora empiezo '¿. imaginar
cosas, cosas que pensé que me decía usted... locuras...
¿Qué había oído? ¿Un suspiro? No, era ella misma la que suspiraba.
—La abuela... —siguió, con voz joven y desesperada—. Yo tenía unos doce
años. Ella vivía en Cleveland. Eso fue el año en que mis padres se fueron al
extranjero, y todos andaban tan prósperos y sobrados de dinero que no
pudieron conseguir que nadie se quedara a cuidarme de modo adecuado
aquí, en casa. Yo era una chica mayor y muy madura. Pero, para mis
padres, era una niña. La abuela se ofreció a cuidarme en su casa de
Cleveland mientras mis padres estaban fuera, así que me llevaron con ella.
Sólo la había visto antes en tres ocasiones. No era muy popular, especial-
mente con mamá. Mamá decía que era medieval y que no quería que yo
estuviera expuesta a ideas absurdas. Mamá es muy moderna, ya sabe. Es
mucho más moderna que yo. ¡Mamá está ya en órbita!
Estalló en una carcajada. No sabía cuan desesperada sonaba aquella
risa juvenil.
—En realidad —dijo cuando pudo controlarse— mamá odia lo que llama
la mística femenina. Tiene cuarenta y un años y es como mil años más joven
que yo. Ella cree que una mujer puede hacerlo todo. Si Washington no está
alerta, un día de éstos mamá va a marchar sobre la ciudad y a exigir ser
la primera mujer astronauta. Quizás estoy imaginando y exagerando todo
eso, pero mamá es así. Se enorgullece de ser agresiva y de hacerlo todo
bien. Mirándola, uno pensaría que sólo tiene unos diez años más que yo,
y a ella le encanta que se lo diga todo el mundo, y, claro, lo hacen. En
cuanto a papá, parece un muchacho. Más joven que los jóvenes. Como un
crío. Jamás sospecharía que él es el corredor de bienes raíces más próspero
de la ciudad. Más joven que los jóvenes. ¡Y moderno! ¡Dios mío! Son tan
modernos que me hacen sentir más vieja que las montañas. Y me re-
vuelven el estómago. "Sí", dijo el hombre. "Realmente son dignos de
lástima."
—¿Cómo? —gritó Lucy, adelantándose en el sillón—. ¿Dignos de
lástima? ¿Es eso lo que dijo, o vuelvo a imaginar cosas?
El hombre no contestó, pero Lucy se sintió segura de que había dicho lo
que ella imaginaba que había dicho. Se echó atrás de nuevo en el sillón.
Frunció el ceño. ¿Dignos de lástima? ¿Sus padres tan vitales, jóvenes,
animados? ¿Sus padres tan alegres, serenos, sanos? ¿Qué había de digno de
lástima en ellos? Estaban adaptados en todos aspectos. Eran tolerantes con
todo, serios con nada. Le sonreían cuando ella intentaba hablarles de su
desesperación. Le decían que era una fase. Una tormenta de adolescente.
Ellos no sabían que le habían quitado... ¿qué le habían quitado, ellos que se
lo habían dado todo, incluido un amor sin límites?
—La abuela... —empezó de nuevo, y ahora, por primera vez, sus ojos
jóvenes se llenaron de lágrimas—. Yo quería mucho a la abuela, aunque
nunca volví a verla después de los doce años, cuando mis padres
regresaron de Europa. Su casa era tan... tranquila. Es gracioso que yo
piense que mi propia casal no es tranquila como la de la abuela; sin
embargo,! nuestro hogar es realmente pacífico. Nadie levanta' jamás la
voz. Todo es buen humor y sensatez, todo puede discutirse
razonablemente. Sin embargo, no es tranquila según lo era la casa de la
abuela. Parecía... parecía haber una presencia en su casa, lo mismo que
hay una presencia aquí. Vamos, ¿no es esto una absoluta locura?
Se estrujó las palmas de las manos fieramente. Las lágrimas le corrían
abundantemente por las pálidas mejillas.
—Yo... yo he hablado con el doctor Pfeiffer. Él es nuestro clérigo, ya
sabe. He intentado preguntarle... cosas. Sobre lo que la abuela me dijo. Y él
se limita a darme un cariñoso golpecito, y dice: "Eso estaba bien para la
época de tu abuela, Lucy. Pero tú eres de la nueva raza. Esta generación
vieja os admira mucho. Vosotros rehusáis aceptar las respuestas circunscri-
tas. Hacéis preguntas más amplias. Sí, os admiro mucho. Vosotros nos
habéis dado mucho."
—¡Y la cuestión —gritó Lucy— es que no nos dan ninguna respuesta!
Nos hablan de la ciencia y de nuevos descubrimientos. Y de problemas
sociales. ¡Como si los problemas sociales se alzaran solos en el espacio,
aparte de nosotros! ¡Como si no tuviéramos ninguna identidad personal en
absoluto, como si no estuviéramos hambrientos de algo que... que diera al-
gún significado a nuestra vida! Yo no creo que la gente sea sólo como
animales en colectividad, como un rebaño de vacas. Con seguridad que
vivimos individualmente, ¿no? Con seguridad que tenemos una res-
ponsabilidad con nosotros mismos en primer lugar, antes de tener una
responsabilidad para con los demás, ¿no es cierto? Con seguridad que
tenemos, tenemos... ¿cómo lo llamaba la abuela?, ¡almas!
Enrojeció. Aquella tonta palabra. El hombre debía estar riéndose
silenciosamente tras la cortina. Le miró desafiadoramente. El dulce y
fragante silencio en torno a ella pareció envolverla más, como si no quisiera
perderse una palabra de lo que decía. Insensiblemente, su cuerpo, tan
tenso, fue relajándose con gratitud. Sonrió trémulamente y su rostro
palideció de nuevo. Empezó a buscar en el bolso hasta encontrar un arru-
gado recorte de periódico. Lo extendió hacia la cortina.
—Tengo aquí algo que explicará mejor que yo lo que quiero decir.
Apareció en el Pravda, el periódico ruso, y fue recogido por nuestra prensa.
La chica se llama Svetlina, según el periódico, y vive en Moscú. De
diecisiete años. Escribió al Pravda. Le leeré exactamente lo que dice, pues
es lo mismo que yo quiero decir:
"Considero al mundo estúpidamente concebido, y falto de significado.
Aprendemos y trabajamos toda la vida, y estudiamos, y luego, cuando
somos valiosos a la humanidad y a nuestro país, envejecemos y morimos.
¿Cuál es el significado de todo esto? ¿No resulta algo indigno y carente de
valor? Todo ese esfuerzo que termina en la nada y la extinción... Nuestros
científicos deberían tratar de hallar la píldora de la inmortalidad para
nosotros."
—Ahora bien —dijo Lucy, que no sabía que e taba llorando otra vez—,
eso me suena terriblemente patético. ¡Pero yo sé lo que ella quiere decir!
¿De qué sirve que vayamos al colegio y escuchemos cuando no hay
respuestas a la admiración de esos idiotas que nos llaman "la nueva raza"?
Nuestras preguntas frenéticas sólo son recibidas con adulación, como si la
pregunta fuera importante en sí y la respuesta tuviera que ser forzosamente
estúpida. Estúpida, estúpida, estúpida... Pero mi abuela tenía una
respuesta, aunque mis padres dijeran que era medieval.
No sabía que se había puesto en pie en su agitación extrema y
desesperada.
—¡Aquellos cortos meses! No podría decirle lo maravillosos que fueron. Lo
que la abuela dijo puede que sea tonto, según mis padres comentaron, y
anticuado, y supersticioso, y Victoriano, y pasado de moda. ¡Pero significó
algo para mí! Ellos, ellos... bien... es como cuando uno tiene hambre y
alguien le lleva a una maravillosa cocina de suelo de ladrillo, y hay olor a
pan cociéndose en el horno, y se está disponiendo una deliciosa comida y
alguien te da un plato y una lo llena, y se lo come, y desaparece el
hambre. Una se siente llena. Se siente satisfecha y en paz, y maravillo-
samente feliz.
"¡Tan feliz! —repitió la pobre Lucy—. ¡Tan satisfecha! No recuerdo dónde
está en la Biblia, pero la abuela me lo leyó. "El Señor es mi Pastor, nada me
falta. Él lleva mi alma... mi alma... Él lleva mi alma a los verdes pastos. Tu
vara y tu cayado me confortan. El valle de las sombras de la muerte... No
temeré a la maldad." No lo recuerdo muy bien, ya lo ve. Pero, cuando ella
me lo leyó, me sentí tan tranquila, tan llena, como si alguien realmente me
amara. Como si alguien me escuchara realmente. Como si todo estuviera
explicado. Creo que es del Antiguo Testamento, pero no lo sé. Nunca he visto
una Biblia, ni antes ni después.
"Y luego —siguió Lucy, llorando ya sin dominarse— otra cosa que Jesús
dijo. La abuela me lo leyó. Era sobre los niños. Dijo algo de permitir a los
niños que se acercaran a Él, de impedir que los rechazaran. Y había algo
que una mujer dijo después que Él fuera crucificado: "Se han llevado a mi
Señor, y no sé dónde le han puesto." Cuando pienso en eso, pienso en mí.
¿Qué han hecho con mi Señor? ¿Dónde le han llevado que yo no sé nada
de Él? Si es que hay algo que saber...
Se llevó las manos unidas al pecho.
—¿Dónde le han llevado? ¿Por qué no oigo hablar de Él? ¿Por qué mis
padres se ríen con indulgencia cuando les pregunto? ¿Por qué mis
profesores hablan únicamente de ciencia social y de todas esas estupideces,
como si los individuos no tuvieran existencia ni esperanza más allá de esta
simple vida? ¿Por qué el doctor Pfeiffer habla de mezclarnos con la
humanidad y perder nuestra egoísta individualidad? ¡Pero nuestra
individualidad es todo lo que cuenta! ¡Es todo lo que tenemos! No somos
almas de grupo, no somos animales que viven en colectividad. Sólo nos
conocemos a nosotros mismos y nuestros propios pensamientos.
"Tenemos hambre. Queremos algo más, aparte de este mundo y nuestras
obligaciones sociales. Queremos estar satisfechos como personas. Si no
estamos satisfechos como individuos, no vamos tampoco a servir de nada a
los demás. Si sólo miramos a nuestros compañeros humanos como
animales bípedos, ¿de qué sirve eso? Entonces la vida humana no significa
nada, ¡entonces yo, y millones de chicas como yo, vamos a estar tan
desesperadas como esa pobre chica rusa Svetlina! E igualmente amorales,
e igualmente carentes de significado.
Se cubrió con las manos el húmedo rostro y gimió débilmente.
—Sin significado. ¿Dónde se han llevado a mi Señor, que ahora no tengo
la impresión de estar viva, sino únicamente de formar parte de un
grupo?
Apartó las manos.
—¿Por qué nos prohíben ir a Él? ¿Por qué nos bloquean el camino con
problemas que se supone que vamos a resolver en el mundo, este mundo
que siempre ha estado lleno de problemas? Y, si vamos a Él, ¿qué puede Él
decirnos? ¿Dónde está mi Señor? Ellos se lo han llevado de nuestras casas y
de nuestras iglesias, de nuestro gobierno y nuestras escuelas. Se lo han
llevado al campo, y le han matado, y le han puesto en una tumba, y Él ya
no puede hablarnos de nuevo, ni darnos más razón para vivir.
El hombre no contestó. En su completa desesperación, Lucy corrió de
nuevo a la cortina y oprimió el botón. Las cortinas azules se separaron
ahora silenciosamente, como con aire cansado y triste, y la luz brilló, y a
aquella luz se alzó el hombre que escucha.
—¡Oh! —gritó Lucy agudamente, y se retiró— ¡Oh, Dios mío!
Luego gritó de nuevo una y otra vez:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Nunca se había arrodillado antes en una iglesia, ante un altar, o junto al
lecho. Pero se arrodilló ahora, lenta y penosamente, temblando. Unió sus
manos apretadamente como una niña pequeña y no una mujer de veinte
años. Miró al hombre bajo la luz con maravillada sorpresa.
.—¡Yo creo! —susurró—. ¿Qué fue lo que dijo mi abuela? Yo creo, yo creo.
¡Oh, Señor, ayuda tú a mi incredulidad! ¡Sí, sí! ¡Ayuda tú a mi incredulidad!
Dame... dame algo que pueda alimentarme, que pueda contestarme. Tú no
moriste después de todo, ¿verdad? La abuela me lo dijo. Pero nadie más me
lo dijo, nadie más. Nunca me dijeron que no te habías ido, que estabas aún
aquí, aunque ellos te hubieran arrojado de sus vidas y se hubieran reído de
ti. Jamás me habían dicho que estabas aún en este mundo moderno, aunque
ahora todo esté cerrado contra ti.
"¡Ayuda tú a mi incredulidad! Yo sé que tú me hablaste, porque jamás
antes tuve pensamientos como éstos. Nunca tuve nada más que el ridículo.
Yo era suficiente a mí misma... pensaban ellos. Ellos eran suficientes a sí
mismos, también. Quizás eso es lo que los hace sentirse tan asustados
cuando están un poco enfermos o se ven más viejos y temen que la vida ya
no les resulte divertida. Quizá por eso estaba yo tan... hambrienta, como esa
chica Svetlina.
Se puso en pie. Se acercó al hombre lentamente. Extendió la mano y la
dejó sobre él. Sonrió, aunque aún estaba llorando. Había una gran paz en
su alma.
—Ayuda tú a mi incredulidad. No, devuélveme sólo lo que mi abuela me
dio y todos se llevaron después. Mira, aún tengo que enfrentarme con el
mundo, con la universidad, con los profesores y con mis padres. Les llamaste
dignos de lástima, ¿no es cierto? ¡Oh, cuan dignos de lástima! Ahora lo veo
bien. Son como niños en la oscuridad. ¿Por qué te llevaron lejos, y por qué te
ocultaron de mí? Los pobres... Pobre papá, pobre mamá. Quizá por eso
sienten la frenética necesidad de seguir siendo jóvenes, modernos y
entusiastas. Parecen tan... febriles a veces. Tan desesperados a veces.
Incluso más desesperados que yo... lo estaba.
"Porque ahora ya no estoy desesperada. Hay una ñ Iglesia junto a
nuestra casa, con velas. Está siempre abierta. Y hay hermosas
imágenes en ella. Y una luz junto al altar. No sé por que.
"'Pero cada día voy a detenerme allí antes de ir a clase Voy a
descubrir... dónde han puesto a mi Señor.

ALMA UNDÉCIMA

LA TEJEDORA DE SUEÑOS

«Todo lo que tu error infantil imagina perdido, yo te lo he guardado en


casa...»
El sabueso del cielo. FRANCIS THOMPSON
ALMA UNDÉCIMA
El dorado día de primavera no era más fresco que el aire en la sala de
espera de mármol blanco. Hombres, mujeres y jóvenes, inconscientemente
relajados, esperaban que la campana sonara para ellos, como si parte del
peso que les abrumaba, y el dolor y la desesperación, fueran disolviéndose
ya en el suave aire con su aroma de helechos. La mujer que entraba los
miró tímidamente, sus labios, exageradamente pintados, esbozando una
sonrisa, sus ojos, maquillados en exceso observándoles con cierta
coquetería, el pelo muy ondeado en torno a sus viejas mejillas. Era evidente
que aguardaba una mirada de interés de todos los reunidos allí, pero nadie
alzó los ojos para mirarla, nadie pareció darse cuenta de que había entrado.
Su sonrisa se desvaneció, se transformó en un gesto de desagrado. La
puerta se cerró silenciosamente tras ella, que quedó apoyada allí como
jadeante y sin aliento, como la jovencita que fuera... hacía cincuenta años.
Suspiró provocativamente, pero nadie alzó la vista. Algunos leían, hundidos
en sus tristes pensamientos.
Sonriendo de nuevo, tras un instante de duda, caminó de modo
ostentoso sobre sus altos tacones hasta llegar a una silla vacía en la que se
sentó. Era grande y gorda, muy gorda, pero iba implacablemente
encorsetada. Vestía como una jovencita, con un alegre traje de seda verde,
y una chaqueta verde también, tensas todas las costuras. Una sarta de
perlas, falsas a ojos vistas, rodeaban su garganta, ya muy arrugada. Como
había tenido la vaga idea de que se dirigía a una especie de iglesia se
había puesto sombrero, un sombrero bastante ancho de terciopelo y paja
negra adecuado para una chiquilla de catorce años. Sus manos enguan-
tadas de blanco sostenían un bolso de imitación de piel, que hacía juego
con sus zapatos, también de piel falsa, y los pies, muy gruesos, y
enfundados en medias de nylon, desbordaban de ellos. Exudaba un
perfume que alguien bautizara con optimismo Noches turcas, a un dólar la
onza, pero que olía —como dijera una de sus amigas más crueles— a sudor
perfumado. Se suponía que había de enloquecer a las señoras como
Maude Finch.
Algunas de sus amigas más amables le decían que no parecía tener más
de cuarenta y nueve años, pero sus arrugas perfumadas y pintadas
proclamaban descaradamente sus sesenta y cinco años bien cumplidos, y
ni un solo artículo de todo lo que llevaba encima había costado más de
veinticinco dólares. Entre las gentes de su generación estaba considerada
como "un tipo raro", pues podía jugar al poker como un hombre, beber
cerveza como un hombre, tenía una risa dura y estrepitosa, y ganaba
sesenta dólares a la semana como vendedora de ropas en la sucursal de
un almacén en el pequeño suburbio donde vivía.
Lo triste es que ella se consideraba muy elegante y estaba convencida
—al menos casi siempre— de que tenía estilo, eclat. (Había leído esa palabra
en el Harper's Bazaar y ahora la usaba a diestro y siniestro» aunque con
mala pronunciación. Nunca había aprendido a pronunciar la mitad de las
palabras que utilizaba dándose aire, pero al menos sabía su significado...
hasta cierto punto.) Llevaba el pelo teñido, y no por un profesional. Sus
ojos, pequeños y azules, parecían agotados de cansancio, a pesar de su
eterna sonrisa. Su único rasgo perfecto eran los dientes, sin fallos, grandes,
blancos y sanos. Muy pocas veces había necesitado al dentista, lo que era
una suerte para ella. Cuando sonreía alegremente, cosa habitual en ella, sus
dientes brillaban, parecía más joven y, sin embargo, mucho más patética
que de ordinario.
Se sentó cuidadosamente, arreglándose el vestido y la chaqueta para
que no se arrugaran. Eran de pura seda, y de la talla máxima, y había
podido adquirirlos en la tienda por la mitad de su precio original porque
ningún cliente los había pedido. Se sentía muy orgullosa de su traje. Lo
estrenaba hoy. Se tocó el sombrero, abrió el bolso, sacó la polvera y echó
una miradita al espejo. No vio el cutis lleno de grandes poros. Vio la
encantadora chiquilla que nunca había sido, ni una sola vez en su vida.
Sonrió generosamente a la soñada imagen, cerró la polvera, la volvió a
guardar, unió el broche del bolso y miró en torno a ella, sonriendo.
Pero nadie le lanzó una sonrisa en respuesta. Así que buscó una revista.
No llevaba gafas en público; sólo se las ponía furtivamente tras la caja
registradora, en la tienda y en casa. Por tanto no podía leer nada, aunque
simulaba hacerlo y con profundo interés, la cabeza inclinada a un lado, los
labios en gestito de desprecio como si no estuviera de acuerdo con el
escritor.
Aburriéndose de esta actuación, dejó la revista y miró a los compañeros
que aguardaban en la sala. No estaba nada mal el traje de aquella mujer de
allí, debía haber costado al menos cien dólares. ¡Pero negro, en un día tan
encantador como éste! Y la mujer debía tener cáncer o algo, tan pálida
estaba. ¿Por qué no se había pintado las mejillas y los labios? (Nadie iba ya
con el rostro limpio estos días). Era como una granjera. Debía tener unos
cuarenta y cinco años. ¡Y tan delgada! Talla doce todo lo más, pero sin
estilo. Los ojos de Maude pasaban con desaprobación de un rostro a otro,
pero todos estaban absortos en su propio dolor o angustia. ¡Qué grupo! Al
parecer ella era la única de los reunidos allí que tenía vida, color, animación.
Agitó la teñida melena en torno a su cuello y mejillas. Era una melena algo
alambrosa, pero ella se sintió joven y vital al contacto. Empezó a
preguntarse cómo se le habría ocurrido ir allí a ella, a Maude Finch, con tanto
sentido común, con la vida tan maravillosa que había tenido, y todas las
cosas espléndidas que le habían sucedido.
Sólo era que se encontraba un poquito cansada, eso era todo. La noche
anterior la tienda había estado abierta hasta las nueve y media, y había
habido muchísimos clientes. Por lo menos se había ganado cinco dólares en
comisiones. Eso compensaba otros días, en los que apenas se ganaba el
sueldo. Así que ahora estaba cinco por delante de Nancy, su compañera de
trabajo y su mejor amiga. ¡Pobre Nancy, con aquel terrible marido inválido
que había de mantener! Maude se alegraba de no tener que mantener a
nadie, más que a ella misma, y de un modo que apenas gastara dinero. Era
mejor tener mucho en el banco, para vivir como quisiera el resto de su vida.
Sonrió generosamente otra vez e inclinó la cabeza con complacencia, y los
ojos azules volvieron a brillar con la luz de los sueños, jóvenes de nuevo,
llenos de vida. Al cabo de algún tiempo consultó su pequeño reloj de oro y
diamantes (sólo seis plazos más que pagar). ¡Las seis y media! ¿Se habría
quedado dormida? Había salido de la tienda a las cinco, había corrido a casa
para vestirse y salido hacia el santuario a las cinco y media, y llegado aquí
mucho antes de las seis... un viaje de sólo quince minutos en autobús.
Jamás había estado antes en aquel parque, en aquel hermoso césped.
Se había trasladado de la ciudad al adyacente suburbio hacía veinte años,
cuando muriera el querido Jerry dejándola tan resguardada. Desde entonces
sólo había ido al centro de la ciudad un par de veces al mes, a visitar
amigos, y siempre por la noche, y aunque conociera la existencia del
santuario desde que era mucho más joven, nunca había sentido la menor
curiosidad por él. "La iglesita de algún viejo chivo", había dicho en una
ocasión. "Metodista o algo así. ¿No? Entonces ¿qué? ¡Oh! ¿El hombre que
escucha? Vamos, ¿no es eso idiota? ¿Por qué tendría que hacerlo? Sí, ya sé
que es un lindo lugar, ha estado aquí desde hace siglos... ni siquiera
recuerdo cuándo lo construyeron. Siglos, realmente. He oído decir que mi-
llones de personas vienen a él, incluso del extranjero. Alguien dijo que el
gobernador vino una vez, pero, sinceramente, eso no me lo creo. Bien, al
parecer hay más de un modo de malgastar dinero, y ese viejo —su nombre
era Goodwin o algo así— no tenía hijos ni esposa, y construyó esto porque
era católico y ya no podía aguantar más a los católicos, ¡y se construyó su
propia iglesia! Divertido, ¿no? Hay toda clase de tipos raros en este mundo."
¿Por qué había venido? Porque se había sentido tan cansada anoche.
Quería preguntar al hombre de allí dentro si debía dejar su trabajo por
otro menos pesado. Quizá trabajar sólo parte del tiempo, para prepararse
el retiro y una vida cómoda. La mayoría de sus amigas trabajaban; eso les
daba algo en que ocuparse, ahora que los hijos habían dejado la casa.
Todas las mujeres debían hacer algo, ¡por el amor de Dios!, aparte de ir
por la casa colgando cortinas nuevas, ¿no? El trabajo mantenía a una
mujer joven y en plena forma, aunque realmente su trabajo no fuera muy
importante. Sin embargo era divertido. Y no es que lo necesitara. Jerry
había sido muy bueno con ella. Dios mío, estaba cansada. Y además tenía
constantemente aquel extraño dolor, justo bajo el esternón. El doctor de la
Compañía le había dicho que estaba tan sana como el dólar, de modo que
no era el corazón, ni cáncer de los pulmones que era de lo que todo el mun-
do se moría. Gracias a Dios que no fumaba, así que no tenía que
preocuparse. Era sólo el dolor y el cansancio que le sobrevino la noche
anterior. No, estaba cansada desde hacía mucho tiempo. Había oído decir
que el hombre de ahí dentro era un psiquiatra, y quizá todo lo que
necesitara fuera un psiquiatra.
Soltó una risita infantil como una niña de diez años. ¡Maude Finch, que
jamás había tenido un dolor ni una molestia en su vida, ni un minuto de
depresión, acudiendo al psiquiatra! Pero bueno, muchas veces había oído
decir que si algo iba mal en la cabeza uno podía sentirse enfermo... no,
cansado. No, enfermo. Seamos sinceros, chica. A veces tienes dolor de estó-
mago y en ocasiones ni puedes dormir, y te pasas toda la noche mirando
por la negra ventana. Tú... tú tienes ese dolor ahí, ahí exactamente,
exactamente debajo de ese broche maravilloso que conseguiste en unas
rebajas, sólo por cinco dólares, y nadie que lo viera pensaría que es falso.
Las piedras azules parecían turquesas auténticas, y las rojas rubíes. Había
estado en venta por veinte dólares, pero era demasiado grande para las
mujercitas muy femeninas, así que ella lo había comprado directamente del
mostrador, en la tienda, por cinco dólares. ¡Bien podía confiarse en Maude
Finch para encontrar una ganga! Aunque Dios sabía que ella no necesitaba
gangas, con el dinero que tenía. Pero las que tienen vista para las gangas lo
hacen siempre. Se rió cariñosamente de sí misma. Era tan mala como la
vieja Mrs. Schlott, de quien todo el mundo decía que tenía un millón de
dólares. Bien, Maude Finch aún no tenía el millón de dólares. Por lo menos
aún no. Soltó una risita de nuevo. Si las acciones seguían subiendo como
ahora ¡ya lo creo que lo conseguiría! Quizá se comprara entonces una de
esas villas en la Ri...viera... ra... que había visto fotografiadas en el
Harper's. E invitaría a todos sus amigos. "Vamos, ¿qué importa lo que cueste
el Jet? Mira, cuando viva allí, te enviaré un billete de ida y vuelta." Todavía
no lo había dicho, claro; la gente era muy envidiosa y ella temía a los
envidiosos. Supersticiosa, eso sí que lo era Maude.
Un caballero anciano que entrara tras ella se inclinó a decirle:
—Creo que esa llamada es para usted, señora.
Alzó los ojos asustada. Aún había mucha gente en la sala, pero los que
ella viera al entrar ya se habían marchado.
—Gracias —dijo con gran cortesía, y se alzó majestuosamente haciendo
un gesto de despedida con la mano.
Había visto ese gesto de despedida en una película extranjera, francesa o
algo así. El viejo sonrió débilmente, tristemente. Con el aire de una modelo,
Maude se dirigió a la puerta del fondo, la abrió y entró en la habitación de
mármol con los almohadones de terciopelo, y una cortina azul sobre una
alcoba o algo así. ¿Dónde estaba el psiquiatra?
Se aclaró la garganta. No se oyó el menor sonido. ¿Se habría ido a tomar
café? Bueno, podía esperar. En verdad se sentía horriblemente cansada.
Se sentó en el sillón y admiró el terciopelo de seda azul sobre los brazos.
Terciopelo auténtico, no sintético. Ella era una experta. Se quitó los guantes,
tras una furtiva mirada a la oculta alcoba, y tocó el terciopelo. Justo como las
sillas en casa, cuando ella era niña, excepto que algunas de aquéllas habían
sido de terciopelo rosa y amarillo. Pero la calidad era tal como ella
recordaba; quizá mejor. No. Nada podía ser mejor que sus sillas y los
grandes sofás Imperio que habían llenado el salón de su hogar infantil. ¿Qué
sabía la gente de salones en estos tiempos? Salitas de estar, ¡por el amor
de Dios! Baratas, vulgares. Y aquella gran chimenea de mármol blanco,
exactamente igual que la que salió en Harper's el mes pasado, en sus
reportajes sobre el hogar de uno de los Rosemberg en París... no, no era
Rosemberg. Era... vamos, piensa un poco, a veces se te van las cosas de la
cabeza. ¡Ya lo tengo! ¡Rockschild! No, no es así del todo. ¡Rothschild! Se sintió
triunfante al recordarlo. Miró con complacencia la enorme piedra brillante
de su mano izquierda, su anillo de compromiso. ¡Cómo se había reído Jerry
y lo había besado cuando se lo pusiera en el dedo para demostrarle lo
pequeño que era el aro! Apenas entraba en la primera falange de su dedo
meñique. Nada era demasiado pequeño para Jerry Finch, que Dios tuviera en
su gloria su alma derrochadora. Todo el mundo le envidiaba aquel anillo.
"Tengo más en casa", decía ella alegremente agitando la cabeza. Pero en
seguida añadía: "No, quiero decir en la caja del banco, donde tengo todas
mis acciones y documentos y dinero extra. Nunca me cogerán de nuevo
como en la depresión, allá en la época de Roosevelt. Yo creo en el dinero."
Recordando aquellas observaciones, su rostro arrugado y pintado se
abrió en radiante sonrisa. A veces deseaba haber tenido un hijo o una hija
para hacerles felices. Bueno, sirven para presumir. Algunas los tienen, sobre
todo los pobres, y otras no, como ella. Pero a lo mejor sale mal. Uno nunca
sabe.
Luego de pronto se dio cuenta de que todo el tiempo había habido una
presencia con ella en la habitación; que alguien estaba tras la cortina. Pero
¿por qué no había hablado? ¿Habría entrado quizá por la puerta trasera? Se
aclaró musicalmente la garganta.
—Buenas tardes —dijo—. No le oí entrar. Confío en no haberle tenido
esperando. Dicen que tiene todo el tiempo que hace falta. Eso es muy
amable por su parte. Yo soy Maude Finch, viuda, de cincuenta años, aunque
estoy muy joven para mi edad, incluso más de lo que yo misma creo.
Sintió una dulcísima sensación, como si alguien le hubiera sonreído
comprensivamente. Se sintió tan conmovida que dijo de corazón:
—Oh, uno no debería decirle mentiras al doctor. Realmente tengo
sesenta y cinco años. Pero ¿sería usted capaz de creerlo?
Nadie le habló, pero más tarde hubiera jurado que un hombre había
dicho: "¡No, no lo creo! Eres solamente una niña." Eso lo recordaría siempre,
siempre...
Incluso ahora sintió unas lágrimas repentinas en sus ojos. Abrió el bolso,
sacó el pañuelo perfumado con Noches turcas y se sonó.
—Sobre la puerta dice el hombre que escucha. Ése es usted —su voz
había bajado de tono—. Pero debe haber habido otros doctores, o lo que
sea, a través de los años, no sólo usted. ¿Cómo podría haber estado aquí el
mismo hombre todo ese tiempo? Por supuesto, eso es imposible. Habrá
distintos tipos... quiero decir doctores. Perdóneme.
Sin embargo experimentó la increíble impresión de que aquel hombre
disentía, de que trataba de insinuarle que él, y sólo él, había estado allí todos
los años, nadie más.
—¿En serio? —preguntó extrañada, y ahora su voz no era ronca, sino
vivaz, como la de una mucha-chita apenas pasada la pubertad—. ¿En serio?
—repitió, y no supo por qué se sentía tan aliviada.
Tras un instante siguió en un tono discretamente coqueto:
—En verdad no sé por qué vine aquí. Sólo por el cansancio de anoche. No,
no, tengo que decir la verdad. Desde hace mucho tiempo, quizás un par
de años. Y estoy... como enferma del estómago a veces. En ocasiones no
puedo comer. Resulta un poco triste comer sola, aunque se tenga una buena
cocinera en la cocina, que te sirve menús franceses. Yo compro Realites, ya
sabe, con todas esas recetas francesas, y Denise, ése es su nombre, siempre
las está probando. ¿Sabe lo que me hizo el mes pasado? Me pidió que le
comprara azafrán un sábado, ¡un día que yo tenía libre! Vaya, ¡si es tan
caro como el oro! Compré una onza y Denise dijo: "Oh, Mrs. Finch, yo sólo
necesito un soupçon..." Eso es francés también. Ella quería decir un poco.
Pero lo necesitaba para el arroz con el pollo Mornie. Sí, es muy triste comer
esas magníficas comidas a solas, con una botella estupenda de vino helado
Chateau Two, ésa era la marca. Guardo los vinos en la bodega, como hacen
los Rothschild. Cerrados con llave. Hay otros inquilinos en la casa de
apartamentos donde yo vivo, y uno nunca sabe. A veces los que parecen
más ricos son los pobres. Eso me hace reír en ocasiones. Pero nunca dejo
que me oigan. A mí me educaron muy bien. ¡Queridos mamá y papá! —
suspiró—. Bueno, no debería quejarme —continuó alegremente—, y
realmente no debería estar aquí, quitándole tiempo, con todas esas pobres
almas esperando para contarle auténticos problemas. No como yo. Dicen que
uno no debería jactarse, toca madera, pero yo he tenido todo lo que he
deseado en la vida. Nací, como dicen, con una cuchara de oro en la boca. Y
comí en platos de oro también; no, no quiero decir exactamente eso,
quiero decir que era porcelana de Ser... ves, con un borde de oro como la
que vi en el Vogue una vez. No en mi cuartito de juegos, naturalmente; allí
tenía sólida porcelana inglesa, blanca y azul. Pero en el comedor, en las
vacaciones, o para celebrar mis cumpleaños, y en Navidad, mamá y papá
solían usar la primera, con la plata de mamá, pesada como el hierro, que
su madrina le regaló. ¿Le dije que mis padres eran ingleses? Vinieron de
Inglaterra antes de que yo naciera. Mi padre se metió en algún problema
con ese Congreso inglés y a ellos no les gustó lo que les dijo. No, creo que
no le llaman Congreso como nosotros. La Cámara de los Lores.
"Papá no era un lord, aunque tenía derecho a estar allí. Bueno, como
sea, no es que yo esté presumiendo. Lo que ya no existe, ya no existe. No
vivíamos en esta ciudad cuando yo era pequeña, ni siquiera después. Yo sólo
llevo en ella treinta años, desde que Jerry y yo nos casamos. Él era de Nueva
York. Pero bueno, usted no se metió ahí para oírme presumir, ¡por el amor
de Dios! Usted sólo quiere saber por qué tengo este cansancio tan
repentino, y este estómago raro, y por qué no puedo dormir en ocasiones.
No lo sé —agitó la muñeca—. Ce... st la guer... Eso significa así es la vida.
Francés. Yo puedo hablar francés como una nativa, y ni siquiera los
"dandies" pueden hablar igual de bien. Los "dandies" significa, ya sabe, los
de clase muy alta. Los tenemos constantemente en nuestro salón.
"¿Es que él nunca dice nada?", se preguntó. "Bueno, estoy segura de
que ha dicho algo. Lo recordaré más tarde, cuando no esté tan cansada."
—No sé su edad —dijo—, pero si ha estado aquí todos estos años debe ser
tan viejo como Dios. Y tan cansado —se rió como disculpándose—. Dicen que
también es usted ministro, además de psiquiatra, y yo espero que no haya...
quiero decir que no le haya insultado. Pero en ocasiones es que digo justito
lo que se me ocurre; todo el mundo comenta que siempre digo lo que
pienso. Bien, uno ha de ser franco, ¿no?, y no hipócrita. Yo no creo en eso
de decir cosas que no sean verdad.
De pronto su rostro se contrajo en cientos de profundas arrugas
apretadas, y las lágrimas estallaron de nuevo en sus ojos.
—¡Oh! —gritó—. Es que me siento enferma recordando mi vida
maravillosa con mamá y papá —que es como llaman a los padres en
Inglaterra, y no mami y papi, como hacen los críos americanos—. Y pienso
también en mi maravillosa vida con Jerry. Nunca hubo nadie como Jerry, de
verdad. Me lo dio todo, aunque yo no lo necesitaba. Mis padres me dejaron
mucho. ¡Mucho! Pero murieron cuando yo tenía ocho años; no, siete. Y yo,
y todo lo que tenía, quedamos bajo la tutoría de mi tía. Tía Sim, así la
llamaba yo. Supongo que su nombre era Simplicity, ¡qué nombres más anti-
cuados, eh! Y tío Ned. Él era un importante corredor de bolsa en otra
ciudad, no importa dónde, puesto que ahora vivo aquí. Me gustaría
muchísimo hablarle de mi infancia. ¿Puedo hacerlo, por favor?
¿Había oído "Sí"? Estaba segura de ello. Sonrió con cariño a la alcoba e
inclinó la cabeza a un lado.
—Quizás usted sea rico también, así que lo entenderá. Puedo recordarlo
con toda claridad, como si fuera ayer. Nuestra casa tenía un gran jardín a su
alrededor, como un parque. Con verjas. Yo solía columpiarme en ellas. Como
esas verjas de las mansiones ricas que veo en el Vogue y en Town &
Country todos los meses, y en el Harper's Bazaar. Nunca me canso de mirar
esas casas y jardines tan maravillosos como lo que yo tenía cuando era una
niña, antes de que murieran mis padres. Y habitaciones absolutamente
fabulosas en el interior, con muros blancos y cenefa dorada, como las de
los Rothschild, y cortinajes. Papá los trajo de Francia e Italia. ¿Sabe lo que
quiero decir?, esas cosas de brocado, con cuerdas para las campanas de
brocado también. Y teníamos el viejecito más divertido del mundo como
jardinero. Leí una vez sobre eso, en una historia inglesa en una revista:
"Señora", decía él. "Usted no tiene que tocar mis rosas". ¡Como si yo fuera a
hacerlo! ¡Mamá me habría matado!
"Leí un libro una vez —y no es que tenga mucho tiempo para los libros,
con tantas obligaciones sociales— que se llamaba West Lynne. O quizás
era East Lynne. Bueno, como fuera, y decía que la protagonista, siempre olía
tan dulce y agradablemente como las sales de baño. Pues así es como olía
mamá y toda nuestra casa, y papá solía oler como el tabaco que anuncian
en Squire. Varonil, y con tweeds. ¡Querido papá! Solía sacarme a pasear en el
pequeño cochecito por los terrenos, y a veces a visitar a los tíos Sim y Ned.
¡Qué encanto! Y luego volvíamos a casa a tomar el té del domingo, con todas
las campanas sonando, y yo comía con mi nurse.
"Bueno, ésa era la parte más buena, pero a mí me gustaba mucho el
colegio. Mamá quería que yo fuera a un colegio privado, pero papá era
democrático, después de todos aquellos lores... ¿sabe? Así que fui a la
mejor escuela pública de la ciudad, y los chicos envidiaban mis maravillosos
vestidos. A mí no me importaba. ¡Oh, Dios! —gritó con voz crecientemente
desesperada—. ¡No me importaba! ¡De verdad que no! ¿Qué importaba? Lo
único que me hería mucho era ver a las niñas riéndose...
Se detuvo aterrada. Se llevó las manos a la temblorosa boca y miró la
alcoba. Pero nada se movía tras la cortina. El hombre escuchaba. Ella sabía
que le entendía. Aquellas niñas celosas, porque ella tuviera tan lindos
cabellos dorados... Como una princesa, como la pequeña princesa Ana de
Inglaterra, con una cinta sobre la frente.
Al fin pudo hablar con voz temblorosa.
—Mi vida era como un cuento de hadas, ¿sabe? No hace falta hablar
tanto de ello, supongo. Sólo había felicidad, y el alegre sol y unos padres
muy cariñosos. Mamá era como una reina. Se sentaba la mayor parte del
tiempo en su cha... selong, con una manita sobre los pies, como algo que leí
en una novela cuando era pequeña. Pero ¡en cuanto a amor! Ningún niño
tuvo jamás tanto amor como yo. Y tanta diversión. Debería haber visto
nuestras Navidades. Árboles que casi llegaban al techo —techos de tres
metros— y ángeles y bolas de oro, como el que vi en la ventana de un hotel
una vez que celebraban una fiesta para una debutante. Le digo que me
quedé en pie, allí sobre la nieve, soñando en cómo era cuando yo era niña,
con todos aquellos regalos de todo el mundo, un gran caballo de balancín
también y un guardapelo con un brillante en él, como el que vi en una
joyería una vez, y un perrito blanco. Yo le llamaba "Tim". ¡Era tan cariñoso!
—suspiró—. Se perdió un día. Papá ofreció cientos y cientos por él, pero
era de muy buena raza y no lo devolvieron. No era un poodle, como los
que se ven en Harper's. Algo mucho mejor. Tenía un collar de piedras del
Rhin y hecho de plata.
"¡Oh! —exclamó; su rostro brillaba como el de una niña maravillada y
gozosa—. ¡No tiene idea de cómo viví cuando era pequeña! Todo tan lleno
de paz, de cariño, ¡todo tan fantástico! Como un sueño, como el cielo. Y los
besos que recibía... mamá y papá se me disputaban, se sentían celosos,
¿sabe? Mire, tengo una cicatriz, y bastante fea, aquí junto al codo, como
una quemadura. Tiraron de mí tan fuerte que me caí al fuego. ¡Cómo
gritaron ellos y me besaron! Tuve una nurse extra durante un mes. Seguro,
era una quemadura, no lo que el doctor dijo, una especie de herida con
algún instrumento. No era muy inteligente. Yo solía leer mucho cuando era
pequeña —dijo bruscamente. Y su rostro cambió—. A mamá le encantaban
las novelas de todas clases, era muy sentimental, ¿sabe? Y teníamos una
enorme biblioteca. Toda llena de novelas... Y supongo que libros de historia y
de poesía para papá. Yo leía toda clase de cosas, pero sobre todo historia de
gente como nosotros, ricos, cariñosos y amables, y que olían bien, y grandes
jardines verdes llenos de flores, y gente con lindos vestidos... tul y seda de
China y tafetán... como los nuestros. Y grandes pieles para envolverme en
ellas cuando salía en trineo en invierno, y a patinar en el pequeño lago cer-
cano.
Desesperadamente gritó:
—¡A veces no puedo soportar el pensar en ello! ¡Dios mío, Dios
misericordioso, no puedo soportar el pensar en ello!
Se cubrió el rostro con las manos y sollozó como si algo se hubiera roto
en su interior. Gemía una y otra vez:
—¡No puedo soportarlo!
Siguió llorando hasta quedar exhausta. No había ventanas en la
habitación. La luz que bañaba los blancos muros se hacía más y más suave
y consoladora. Sus sollozos fueron menguando; al fin pudo enjugarse los
ojos enrojecidos. Su rostro era viejo ahora, desaparecido el maquillaje y los
polvos, y se acentuaban sus arrugas y le temblaba la boca.
—No puedo soportar el pensar en ello —repitió en un tono más sereno
—. Yo sólo tenía ocho años. Entonces murieron papá y mamá. Nunca me lo
dijeron. Creo que estaba patinando. Nunca lo descubrí. Y entonces fui a
vivir con tía Sim y tío Ned.
"No es que me queje. Naturalmente, lloré mucho al principio. Pero ellos
fueron como mis propios padres para mí —tragó saliva—. Y ricos, o más
ricos que papá. No tenían hijos y me adoptaron y mi vida siguió igual que mi
vida en casa —sus manos se aferraron a los brazos del sillón—, ¡como mi
vida en casa!
"Sí", dijo el hombre con pena (¿le había oído en verdad?)..., "como tu
vida en casa".
Asintió ansiosamente, con una fiera y terrible sonrisa.
—¡Sí! ¡Como mi vida en casa!
Silencio. Profundo silencio. Después de algún tiempo se llevó la mano
rápidamente a la sien.
—A veces me da un dolor de cabeza horrible cuando las cosas se
mezclan en mi mente. Un dolor de cabeza muy raro. No quiero decir raro en
el sentido que la gente le da estos días —intentó reír—. Aunque, tiene gracia.
Todo se mezcla allí y empieza a desorbitarse y yo me asusto. Entonces me
digo: "Vamos, Maude, serénate. Tienes que enfrentarte con los hechos. Ya no
vives con los tíos. Vives aquí, en tu apartamento tan lindo y encantador, con
todas esas antigüedades, y la plata, y tienes mucho de que sentirte
agradecida, aunque tu trabajo no sea gran cosa. Te ganas la vida, ¿no?"
De nuevo se cubrió la boca con las manos y su rostro enrojeció.
—Yo... no sé lo que digo en ocasiones. Las cosas se me salen, quiero
decir, nunca se me salieron así antes. Eso es porque me está escuchando.
Pero tiene que excusarme. Parece que no hablo con claridad. Ha de tener
paciencia.
"Bueno, como iba diciendo, no fui a ninguna escuela una vez estuve con
mis tíos. Tenía profesores particulares, y los mejores. Yo estaba como en un
convento. Sólo las mejores chicas venían a verme, todas iban a ser
presentadas en sociedad, como yo. Y los mejores chicos. No me gustaban
mucho los chicos; me tiraban del pelo y se reían de mí. Yo era más bien
tímida casi siempre. Terriblemente tímida. Y luego aún fue peor —las
palabras salían desordenadamente—. Y, cuando tenía diecisiete años, conocí
a Jerry Finch. Era... abogado. Buena situación en una buena firma, como
Perry Masón, ¿sabe? Sólo que con más abogados. A él no le gustaban mucho
mis tíos, y, desde luego, ellos no le querían a él. No era muy rico, como
nosotros, pero sí de una familia maravillosa. Tenían acres y acres de tierra.
Pero nadie era como Jerry. Nosotros... nos fugamos y nos casamos. Yo aún
tenía diecisiete años. Vivimos algún tiempo en aquella ciudad y luego nos
vinimos aquí. Eso fue hace treinta años. Un nuevo comienzo, dijo Jerry. Él...
había ganado mucho dinero como socio. Como aquel viejo abogado que yo
leí cuando tenía unos veinte años. ¡Clarence Darrow! Un pico de oro. Así les
llamaban en aquellos tiempos.
Dejó que la brillante piedra soltara algunos destellos en la habitación y
gritó con voz de triunfo:
—¡Mire mi anillo de compromiso! Jerry pagó diez mil dólares por él, ¡y eso
fue antes de la depresión! Ésa es la clase de hombre que era Jerry, nada
demasiado bueno para la pequeña Maudie, decía él. Así es como me
llamaba. ¡Oh, Jerry bebía demasiado! Había tenido... una infancia trágica. Yo
sé mucho de eso de la salud mental. Todo se remonta a la infancia. Era huér-
fano. Él fue a... bueno, era una especie de internado para huérfanos, como
el del príncipe Carlos de Inglaterra, sólo que, claro, el príncipe Carlos no es
huérfano, ¡ya sabe lo que quiero decir! Pero era muy duro, eso es lo que
Jerry dijo. Y eso le hacía beber mucho. No me importaba demasiado. Me
sentía incluso agradecida... quiero decir, yo le amaba. Nadie fue jamás
como Jerry. Cuando veo los maridos de otras mujeres me parecen
espantajos, no como Jerry. Sólo idiotas que se van a trabajar todos los días
y luego entregan los cheques de paga a sus esposas y juegan con los
niños... todo el tiempo, los domingos, y por la noche. Los veo en la calle, en
lo que ellos llaman un apartamento con terraza pero... bueno, quiero decir,
es muy agradable así, pero no es como el mío con Denise.
Inclinó la cabeza. No podía recordar cuándo se había quitado los
guantes, los dos. Pero ahora estaban húmedos y arrugados en su regazo, y
un poco sucios. Tendría que lavarlos de nuevo esta noche, para tenerlos
listos mañana.
—Jerry —dijo con voz monótona— era muy sensible. Empezó a beber más
y más, ya sabe, en el departamento de bebidas. ¡Oh, la cuestión del dinero
no ifl1" Portaba! Teníamos mucho. Yo tenía el de mis padres desde que
cumplí veintiún años. No era demasiado malo. No teníamos hijos... de eso
me sentía agradecida en cierto modo. A Jerry no le gustaban los niños de
todas formas, y Jerry era mi vida. Yo casi le ponía la comida en la boca.
Estábamos tan enamorados que nuestros vecinos ricos se sentían celosos.
Eso me daba risa —se echó a reír—. Yo tenía cuarenta años cuando él... bien,
tuvo una enfermedad del cerebro, así la llamaron, reblandecimiento del
cerebro o algo así. Y murió, después de aquellos años tan maravillosos. En
ocasiones no puedo soportarlo.
Su voz vaciló. Se cogió a la silla. Se retiró el pelo que le caía ahora sobre
sus ojos y se movió inquieta sobre su enorme trasero.
—No puedo soportarlo —murmuró—, no puedo soportar pensar en ello, ni
en nada. Supongo que me estoy volviendo loca. Quizás voy a tirarme al...
"Tranquilízate", dijo el hombre.
Alzó violentamente la cabeza.
—¿Qué dijo? ¿Tranquilízate? No, supongo que estoy imaginando cosas de
nuevo. A veces imagino demasiado.
Suspiró y esta vez el sonido salió como un gran gemido de lo más
profundo de su alma angustiada. Sus labios estaban exhaustos y débiles
cuando dijo:
—Pero Jerry me dejó muy bien arreglada, maravillosamente. No debería
quejarme. Un seguro. Es cierto que... quiero decir, nunca pensé en el seguro.
¡De verdad! Sólo quería a Jerry. Él era como un niño para mí, tan indefenso.
Incluso le perdonaba cuando él... quiero decir, cuando se enfadaba y me
hablaba con frialdad. Pero no hablaba sinceramente.
"Y ahora estoy aquí hablando de todas estas cosas... Tengo sesenta y
cinco años y a veces las cosas se me amontonan y no se puede dejar de
pensar, aunque una se diga que de qué sirve, y no se puede dejar de
recordar... No era tan malo cuando era más joven y aún esperaba... pero
ahora me miro y... quiero decir, ¡las cosas deberían haber sido tan
diferentes!, pero supongo que no son para personas como yo. Yo... tengo
que aguantar lo que venga...
Se puso en pie de un salto y extendió los brazos y casi chilló:
—Pero ¿por qué tuvo que ser de ese modo? ¿Por qué no pudo haber
sido distinto? ¿Era yo tan mala, tan mezquina, una niña tan repelente que
tenía que sucederme todo así? ¿Qué hice yo? No hago más que pensarlo. ¡Yo
no hice nada en absoluto!
Se volvió con un gesto violento y se lanzó al sillón. Enterró el rostro en el
respaldo y, aferrada a él, lloró como jamás había llorado antes, destrozada,
temblando, ahogando los sollozos, como si su cuerpo se derrumbara por
instantes y su corazón quedara expuesto y desnudo en su angustia. Era
ahora una vieja, más vieja que su edad. Era también una niña desesperada y
sola, una niña aterrorizada, angustiada, una niña que vivía hundida en el
terror y la angustia.
—Vine aquí —dijo, con los labios apretados contra el respaldo del sillón,
como una niña aprieta los labios contra el seno de su madre— porque estoy
tan cansada y tengo esos dolores de cabeza y se me revuelve el estómago.
Quizá sea la antigua menopausia. Y pienso, y pienso, y miro a las mujeres en
sus lindas casas con los niños, y los buenos maridos, y un coche... yo jamás
tuve coche, ni siquiera una bicicleta... y me pregunto por qué ellas tienen
cosas tan buenas, y yo... yo nunca tuve nada... nada en toda mi condenada
vida.
Sus labios se hundieron más profundamente aún en el terciopelo,
hambrientos, como si aquello fuera carne para ella, una carne amada.
—¡Si sólo tuviera algo bueno... algo bueno que recordar!
Dio media vuelta fieramente, desafiantemente, cogida aún a los brazos
del sillón, y miró a la cortina.
—¡Jamás tuve una sola persona con quien hablar, a quien decir nada,
nadie que se preocupara por si yo vivía o moría, nadie que se ocupara o se
preocupara por lo que pudiera sucederme! ¿Sabe algo, usted, el que está ahí
detrás, el que nunca dice una palabra? Le he contado un montón de
mentiras. Y ¿sabe por qué? Porque me obligué a mí misma a creerlas
cuando la vida me iba mal, como me ha ido siempre. Una persona necesita
tener algo en que creer, aunque sean mentiras. ¿Sabe por qué? Porque no
podría soportar el vivir si no lo hiciera. No podríamos soportar la verdad de
lo que hemos estado viviendo... me refiero a las personas como yo.
"El único modo de conseguir que la gente me mirara siquiera y me viera
como una persona, alguien que fuera al menos una persona agradable y no
una pobre huérfana, era contarles todas esas historias fantásticas. Quizá
no las creyeran, o quizá las creyeran un poco, o quizá pensaran al menos
que algo era verdad, o les gustara algo.
"Es todo lo que he tenido, lo que yo me obligué a soñar leyendo
algunos libros que encontré y simulando que era yo. Y luego, hace tiempo,
solía comprar revistas, como ésas que le nombré, y soñaba que yo había
nacido una Rothschild, o quizás una Rockefeller, o quizás una princesa
inglesa, o alguna chica rica que tenía padres que la amaban y todas esas
maravillosas cosas, y una infancia encantadora. No era sólo ser rica al
principio, sino tener unos padres como los que veo constantemente a mi
alrededor. Uno ha de tener algo de respeto propio, ¿sabe? Como tener
parientes agradables...
"¡Míreme! —gritó poniéndose violentamente en pie e inclinándose
adelante sobre su gruesa cintura, en actitud de absoluto desespero y rabia
solitaria—. ¡Yo nunca supe quiénes fueron mis padres! Lo primero que
conocí fue el asilo de huérfanos, hace sesenta años. una porquería. Frío,
hambre, y jamás ropas decentes. La mayoría de los críos tenían a alguien
en alguna parte que les enviaba algunas cosas, aunque fueran de segunda
mano. Yo no tenía a nadie. Yo llevaba harapos que ya eran harapos desde
el principio. Nunca estuve caliente, ni un día en mi vida. ¡Usted, el de ahí!
¿Estuvo alguna vez sin hogar, y tuvo frío y jamás tuvo una casa propia?
¡Apuesto a que no, usted, psiquiatra rico! ¿Vio en alguna ocasión que la
gente se apartara de usted porque no era guapo, o rico, o porque estaba
asustado, al modo en que yo siempre lo estaba? Todo lo que tenía eran mis
dientes. ¡Menos mal! De no haber sido así, ahora no tendría ni uno, ésa es
la clase de cuidados que recibíamos en aquel viejo y pobre asilo donde yo
estaba, donde Jerry estaba, aunque yo no supe que él había estado allí
hasta que tuve diecisiete años.
"¿Acaso alguien se rió alguna vez de usted, o se burló de usted como
hacían conmigo? Apuesto a que no, ¡no de usted, con toda su educación y
dinero! Cuando yo tenía ocho años una prima de mi madre, tía Sim y su
marido, vinieron por allí y dijeron que yo era propiedad suya y me
sacaron. Tía Sim quería que alguien trabajara por ella en la cocina, ¡la muy
perezosa! El asilo de huérfanos se alegró de librarse de mí. Estaba
abarrotado. No sabe usted lo que era, en aquellos tiempos. De todas
formas, tío Ned, como yo le llamaba, era camarero en un asqueroso salón, y
yo solía fregar allí el suelo de noche después de la escuela a que iba... con
los escupitajos y todo. Y sólo recibía golpes, y cachetes, y bofetadas de ellos.
¿Ve este brazo? Tío Ned estaba loco. Se enfureció con tía Sim una noche y lo
pagué yo, y como llevaba un cuchillo en la 'Rano me cortó en el brazo con él.
Apenas puedo levantarlo ahora, y ¿cree usted que eso es fácil, en la tienda
donde yo trabajo? ¡Pues está loco si cree que lo es!
"Y conocí a Jerry en el salón una noche que yo estaba trabajando allí.
Me hicieron dejar el colegio cuando tenía doce años, así era entonces, y
trabajaba lavando platos en la cocina detrás del bar, ganándome así la
comida y limpiando después. Jerry tenía treinta años, un hombre maduro, un
"pregonero" que es como llamaban a los vendedores entonces. Iba por las
ciudades vendiendo cosas, como linimento, medias y cacharros de cocina. Yo
pensé que era magnífico de verdad. A veces ganaba quince o dieciocho
dólares a la semana, y eso era mucho dinero entonces. Y era un tipo
agraciado en cierto modo, y con los zapatos brillantes. ¡Oh, demonios! Ahora
dicen que los adolescentes son aún niños, pero yo sí que era una niña de ver-
dad, no con todo ese sexo y labios pintados y tacones altos que llevan ahora.
Yo sí que era una niña de diecisiete años.
"Y fea además. Puedo verme a mí misma con los harapos que llevaba, y
las botas todas remendadas, y el pelo cayéndome por la espalda. No, no era
una melena rubia dorada, aunque a veces me engaño contándolo así. Era
sólo pardo y liso, y yo me rizaba el flequillo los domingos. ¡Era una chica fea,
de acuerdo! Pero Jerry decía que yo le gustaba. Un día se metió a pelear con
tío Ned que estaba retorciéndome el brazo y yo me enamoré de él
instantáneamente, aunque no fuera un Errol Flynn ni ninguna de esas
estrellas de cine de nombre tan gracioso que ahora aparecen en las
películas. Se lanzó a pegar a tío Ned y luego me dijo: "Chiquilla, te he
visto por aquí y me gustas, me das pena. ¿Qué te parece si tú y yo nos
vamos juntos?" ¡Le digo que me hubiera muerto de alegría!
Sollozó con un angustioso sonido que no podía controlar, que ni siquiera
intentaba controlar ahora.
—Diecisiete años, una auténtica niña, sin idea de nada. Jerry tenía una
habitación en una pensión, y me llevó allí, y un par de días después nos
casamos. Supongo —tartamudeó— que debería estarle agradecida porque
lo hiciera, pues en aquellos tiempos cualquier cosa podía pasarle a una
chiquilla que estuviera en un sitio como aquél. Y empecé a tomar tres
comidas al día, verdaderas comidas, por primera vez en la vida.
Aquello llegó a ser como el cielo. Jerry... bien, bebía un poco... ¡no!
¡Estaba borracho casi siempre! Yo tuve que buscar trabajo en una
pequeña fábrica y ga naba cinco dólares a la semana, y trabajaba doce
horas al día, seis días a la semana. Pero aún me siguió pareciendo el
cielo durante algún tiempo, después de haber estado con mis tíos.
"Y entonces —tragó saliva varias veces, el rostro ardiente de dolor y
lágrimas— Jerry empezó a golpear me cuando estaba borracho, y luego
aunque no lo es tuviera. Yo creo que empezó a hartarse de mí. Yo
seguía siendo muy fea. Pero él era todo lo que tenía, y, bueno, yo me
aferraba a él, y le prometía que, si se quedaba conmigo, yo me cuidaría
de él, así que él dejó su trabajo, y sólo yo trabajé. Trabajaba hasta los
domingos, limpiando despachos, para compensarle de que se hubiera
casado conmigo y me hubiera sacado de allí. ¡Oh!, él trabajaba en
ocasiones, aquí y allá, porque yo no conseguía ganar suficiente dinero
para sus tragos, pero no con frecuencia. Luego oí hablar de una
fábrica más grande en esta ciudad, y nos vini mos aquí y llegué a ganar
catorce dólares a la semana para cuando tenía veintidós años. No
estaba mal, pero tampoco era demasiado. Yo no comía con regularidad,
si sabe lo que quiero decir.
"A veces me ponía a soñar que Jerry era un hom bre bueno y sobrio,
con buen trabajo y ganando dine ro, y que teníamos una linda casita en
una calle tran quila, con un coche, quizá de segunda mano y un par de
niños. ¡A veces era tan real que, cuando me desper taba por la mañana
en el par de habitaciones sucias que teníamos en esta ciudad, no
podía creer que no lo fuera! Le aseguro que podía oír a mi niñito, lo
llamaba Tommie en mis sueños, diciendo “Mamá, mamá!”. Así era.
Sus labios temblaron en una tierna sonrisa, y de nuevo hubo un
brillo soñador en sus ojos. Luego empezó a temblar violentamente.
 Y llegó a ocurrir que el único modo en que podía salir adelante,
trabajando constantemente y volviendo a aquellas horribles
habitaciones con Jerry borracho en la cama, era simular que yo era
alguien distinto, y que había tenido una vida maravillosa. Hablaba de
ello en la fábrica. Las chicas estaban todas celosas, y empezaron a
llamarme mezquina por culpa de mis ropas. “Lo mete todo en el
banco”, decían hasta cuando yo podía oírlas, y yo me sentía tan
orgullosa de Jerry y de mi gran cuenta bancaria que empecé
realmente a creer que la teníamos. Compraba revistas viejas como
Bazaar y Vogue y miraba todas las fotografías, y poco a poco... ¡Ah, sí!
Y el Ladie´s Home Journal y otras revistas femeninas... empecé a
soñar en tener trajes como aquellos, y joyas así, y pieles. Pero sobre
todo la casa y los niños, y las sábanas suaves y los lindos platos y las
alfombras. Y a veces, los sábados por la tarde, me iba a mirar las
tiendas verdaderamente buenas de esta ciudad, y me paseaba por
ellas mirando todas las cosas que tenían, y las ropas, y poco a poco
empecé a creer que yo estaba realmente comprando, ¡yo, con solo
tres vestidos baratos y un abrigo tan vejo que ya había olvidado lo
que pagara por él, y no era bueno ni siquiera cuando lo estrené!
Se rió de sí misma, medio gimiendo, medio sollozando.
 Y supongo que es todo. Pero hace unos treinta y cinco años,
mirando a Jerry un día, me pregunté como lo enterraría si el muriera.
Aún me sentía agradecida a pesar de todo. Era todo lo que tenía. Así
que un día le obligué a estar un poco sobrio y le planché su único traje
 ahora tenía un empleo  y le envié a la compañía de seguros. No,
yo fui con él. Ahora tengo que ser sincera en todo. Le dije que yo era
la que estaba asegurada. De todas formas, en aquellos días, no
importaba mucho; los tiempos eran prósperos y todo el mundo estaba
comprando seguros... ya sabe, los años veinte. No hacían demasiadas
preguntas, pero les gustaba la idea de que yo estuviera trabajando
por el seguro, y trabajando a diario. Lo comprobaron conmigo y vieron
que yo pagaba la renta todos los lunes por la noche... Así que, de
todas formas, conseguí que Jerry se asegurara por tres mil dólares, y
luego pude dormir de noche, sin preguntarme si le enterraría en un
camino o algo así. Era todo lo que tenía.
“Verá, doctor, él... pues era como un niño para mí, y había de
cuidarle, y lavarle la ropa por la noche, y darle de comer cuando ni
siquiera podía incorporarse después de haber vomitado por beber
aquel licor tan bestial que se tomaba en aquellos tiempos, ¿cómo le
llamaban?, ¡ginebra de tina de baño! No lo recuerdo, yo jamás lo
toqué. Y me decía lo muy guapo que era, y que estaba enfermo, no
borracho, y que era todo lo que yo tenía.
“Unos quince años después, cuando ya vivíamos aquí, murió, y yo
me quedé sola de nuevo. Tuvo delirium tremens. Y era en la
depresión. Yo aún tenía mi trabajo, pero me recortaron la paga. No me
importó demasiado, las cosas eran mas baratas. ¡Y ahora disponía de
tres mil dólares! Me gaste ochocientos en el funeral de Jerry. Fue
realmente elegante, aunque sólo estuviera yo y la patrona de la
pensión y un par de chicas de la fábrica. Y él tuvo un nicho también, y
una tumba donde los árboles son realmente bonitos. Él ya estaba
arreglado, pero yo estaba sola.
“El resto del dinero me parecía fantásticamente bueno! ¡Y lo era!
Especialmente cuando perdí el trabajo y no tuve otro en dos años. Viví
de ellos, muy apretada, pero me duró, y aún quedaba un poco cuando
conseguí un empleo en otra fábrica, cuando Hitler empezó a salir en las
noticias y todo el mundo pensaba en la guerra, y el gobierno deseaba el
rearme para nosotros y para otros países. Por eso conseguí un estupendo
trabajo, treinta dólares a la semana, y luego cuarenta, y cincuenta, y
sesenta... hasta setenta cuando nos metimos en la guerra.
Sonrió, y su ancha sonrisa cubrió todo el viejo rostro.
—¡Siempre se puede confiar en la pequeña Maudie! ¿Cree usted que
perdió la cabeza como lo hicieron las otras chicas? ¡Pues no, señor! Ahorró
la mayor parte del sueldo. Por eso tengo ahora siete mil dólares en el banco,
y eso es bueno, porque con la paga que tengo ahora y con los precios tan
altos, no puedo ahorrar un centavo. Verá, tengo un minúsculo apartamento
en un viejo edificio en los suburbios, sólo dos habitaciones, y comparto el
baño con Nancy, la vecina, ¡pero he de pagar sesenta dólares al mes por
ello, y aparte la comida!
"En todos esos años leía todas las revistas de que le hablé, y soñaba,
soñaba, soñaba... Era el único modo de soportar la vida. Luego Nancy me
dice un día: "La guerra ha terminado, ¿por qué tienes que trabajar en una
fábrica con pantalones? Consíguete un trabajo decente con todo lo que
sabes de estilo, y de ropas y perfumes." Así que busqué por ahí, y, al cabo
de algún tiempo, conseguí trabajo en unos grandes almacenes por treinta y
ocho dólares a la semana, que no es mucho, pero aparte cobraba
comisiones, y empecé a hacerlo tan bien con mi sentido de la elegancia y lo
que sé de ropas y cuándo ponérselas, que me subieron a cincuenta dólares y
comisiones, y todas las señoras, algunas de ellas ricas de verdad,
preguntaban por mí personalmente, porque yo siempre les decía la verdad y
a ellas les gustaba oír mis historias sobre mi maravillosa infancia y toda la
vida tan encantadora que había tenido.
Se detuvo, palideció su arrugado rostro y se llevó la mano al pesado
seno, dejándola allí. Suspiró profundamente, un largo suspiro, como un
gemido sin lágrimas.
—Jamás estuve en las casas donde las señoras vivían, las ricas quiero
decir. Yo caminaba por allí de noche, mirándolas y soñando que vivía allí.
Me parecía que podía ver el interior de las casas, y todas las costosas
antigüedades, y los cuadros y cortinajes, y la plata, y las alfombras
orientales, y, a veces, de noche, me llegaba hasta las mismas ventanas y
miraba y, ¡ya lo creo!, ¡las habitaciones eran como las que yo había visto en
las revistas! Yo soñaba que vivía allí con un marido rico y que tenía media
docena de niños adolescentes, o quizá mayores ya, y casados y con niños...
¡Era magnífico!
Dejó caer la cabeza y entonces sus ojos cargados advirtieron el anillo en
su dedo. Alzó la mano y dejó que la suave luz le arrancara destellos.
—Este anillo —dijo medio para sí y sonriendo como disculpándose— es
sólo una falsificación, aunque el oro es oro auténtico. Pagué cuarenta y cinco
dólares por él en unas rebajas, y en verdad no se puede distinguir que no
sea un brillante. Sólo un joyero lo haría. Es hecho a mano, de artesanía,
¿sabe? Todo el mundo piensa que es bueno. Yo les digo que Jerry me lo dio
cuando nos comprometimos.
Un repentino cansancio se apoderó de ella, que se echó atrás en el sillón
y tosió débilmente. Su cuerpo grueso parecía ahora cercano a la disolución y
el colapso, como si se empequeñeciera. Su voz apenas era ahora un
susurro.
—Y eso es todo. Todo lo que tuve en mi vida, unos cuantos sueños. ¿Hice
mal con eso a alguien? No. Seguro, eran mentiras, aunque a veces pienso
que eran verdad. No me hizo daño a mí, y no sé si podría haber vivido sin
ellos, doctor.
"Pero ahora estoy terriblemente cansada, aunque los doctores de la
Compañía dicen que tengo buena salud. Me pongo a pensar. Tengo siete
mil dólares y un empleo, pero no tendré el empleo mucho más tiempo.
Querían que me retirara este año, pero ¿cómo voy a vivir con ochenta y
cinco o noventa dólares al mes que me dé la Seguridad Social? Así que me
van a dejar quedar algún tiempo más, porque yo se lo expliqué. El
psiquiatra de la Compañía me pregunta: "¿No hay una tía, o prima, o una
hija o hermanos con los que pudiera vivir, o una amiga íntima?" Pero yo
me río de él. Le digo que quiero ser independiente, y que quiero conservar
mi nidito. ¡Dios mío, supongamos que me pongo realmente enferma
durante un año o así! ¿Cómo saldría adelante?
"Mucha gente dice que debería haber ahorrado más, pero ahorré todo
lo que pude, y aún no es suficiente, y eso en todos los años antes y después
de la guerra, cuando sólo ganaba lo bastante para ir tirando. Y el dinero
sigue haciendo intereses en el banco. Yo espero que me dejen seguir hasta
que tenga unos nueve mil dólares, pero, según está subiendo todo en estos
días, tampoco eso es mucho. Alguien dijo que podría comprarme una
anualidad, ¿sabe lo que quiero decir? Usted pone todo su dinero y ellos le
pagan tanto al mes, y creo que sería como noventa o quizá cien, y eso en
diez años o así de vida, y podría seguir adelante con la Seguridad Social
también, pero ¿y si vivo diez años más, y ya no me pagan? No me preocupa
el morirme antes, pues no hay nadie que quisiera que le dejara mi dinero,
y además la compañía de seguros se quedaría con lo que quedara.
"Pero he llegado a un punto, doctor, en que vivo preocupada
constantemente. Se necesita todo lo que gano para vivir en estos tiempos,
y aún podría usar más. Y luego, después de todos estos años, empieza a
obsesionarme el que realmente nunca tuve a nadie en la vida, y en
cuanto me duermo sueño que estoy de vuelta allí, en el asilo, y que soy una
niña de nuevo,' o sueño con mis tíos, y el modo en que me pegaban y me
mataban de hambre, y sueño con Jerry y cómo me golpeaba, y el asqueroso
cuarto en que vivíamos, y todas las horas en la fábrica, y el frío y el
hambre que siempre tuve; y cuando me despierto, sudando y temblando,
estoy completamente aterrorizada. A veces me cuesta un par de horas
empezar a imaginarme que lo tenía todo, como le dije a usted, para poder
soportar otro día más.
"Y entonces estoy tan cansada que apenas puedo esperar a dejar el
trabajo y volver a casa, y casi no puedo comer en ocasiones, y tengo miedo
de acostarme por los horribles sueños.
"¡Oh, Dios mío, si tuviera a alguien con quien poder hablar, alguien que
le importara yo algo, alguien a quien no tuviera que mentir y simular!
¡Alguien que se interesara un poco por mí! Cuando tengo un resfriado me
aterra morir, pensando en el doctor, o en quién me cuidaría si no pudiera
trabajar por algún tiempo, o en quién me traería algo de comer, o se
preocupara tan sólo... Sólo eso, sólo que se preocupara. Pero no tengo a
nadie, como jamás lo tuve.
Su voz se alzó en un grito débil y lastimero:
—¡Oh, usted puede seguir sentado ahí sin preocuparse! Dicen que
escucha, pero eso ¿de qué sirve? Le he dicho la verdad, y apuesto a que
está sentado ahí riéndose para sus adentros y pensando: "Desde luego que
hay tipos raros..." Seguro que sí, doctor, ¡hasta hay tipos como yo,
maldita sea!
Se puso en pie, corrió a la cortina y la miró con ojos febriles. Vio el
botón de plata y recordó lo que había oído, que si uno quería ver al
hombre que había escuchando sólo necesitaba oprimir aquel botón.
Nerviosa, sollozando con profundos sollozos, dio al botón con la palma de la
mano, como una niña golpearía algo en medio de una rabieta.
Las cortinas azules se corrieron flotantes a los lados y la suave luz fue a
caer sobre el hombre que escucha, y Maude Finch, al ver su rostro y sus
grandes y agonizantes ojos, sus ojos amorosos y misericordiosos, se echó
atrás con un sonido ahogado cubriéndose la boca con las manos. Le miró
con una mirada intensa, húmeda, y él le devolvió la mirada amablemente. La
mujer dejó caer lentamente las manos y sus lágrimas fueron disminuyendo.
Aún con los ojos en él tanteó con la mano a sus espaldas y se dejó caer en
el sillón, cerrando los ojos. Empezó a hablar en voz muy baja:
—Nunca me dijeron que fueras así... Cuando oí hablar de ti dijeron que
eras una persona terrible, y eso me asustó. Dijeron que eras el Juez. Sólo oí
hablar de ti unas cuantas veces, y hace tanto tiempo que no recuerdo...
pero pensé que tú me odiarías, por todas las mentiras, y por todo. Dijeron
que tú odiabas a los embusteros o hipócritas, y supongo que yo he sido eso
toda mi vida, y quizá no signifique nada para ti que ése fuera el único
modo en que podía vivir, mintiéndome así a mí misma y a todo el mundo, y
simulando. Después de todo, tú eres el Juez, y eres terrible. Eso es lo que
me dijeron hace muchísimos años, y me asustó.
Abrió los ojos, pero el hombre seguía mirándola con amable sufrimiento
y amor, y ella empezó a llorar de nuevo, pero serenamente.
—Ya veo que me odias por lo que hice, ¿verdad? Y todo eso que pasó en
mi vida... ni siquiera fue tan malo como un día de la tuya, ¿no es cierto? Y
tú no tenías nadie a quien hablar, tampoco, ¿verdad? ¡Oh, sí! Te
escuchaban, claro que sí, pero ¿de qué servía? No te creían. Pero la gente
me creyó a mí un poco, y eso es algo. Ni siquiera ahora creen en ti. "No
tuviste nadie con quien hablar excepto contigo mismo. Y Dios.
Sus ojos brillaron repentinamente maravillados, y se incorporó.
—¡Eso es, tenías a Dios para hablar! ¡Y yo también! Eso es lo que quieres
decir, ¿verdad? Puedo hablar contigo cuando quiera y en cualquier parte.
Si sólo hubiera sabido algo más de ti al principio... Ésa fue mi auténtica
privación... el no tener en verdad... el no tenerte a ti todos estos años.
—"¡Pero ahora te tengo! —una maravillosa sorpresa brillaba en su rostro,
y los años la abandonaron, y fue de nuevo una niña esperanzada. Pero esta
vez la esperanza tenía verdad y certeza—. Eso es lo que estás intentando
decirme, ¿no es cierto?, que te tengo a ti, y que, si te tengo a ti siempre,
me escucharás y ayudarás, y que ya no debo tener miedo.
Unió las palmas como una niña que de pronto ha alcanzado una
encantadora e increíble verdad que inunda su corazón de gozo.
—Sé que es cierto. Sé que es cierto como ninguna otra cosa en mi vida,
real o soñada. Y en cierto modo sé que lo que yo soñé, todas aquellas cosas
maravillosas, tú las guardarás para mí en algún lugar, ¿verdad? Gente que
se preocupe de mí, pero sobre todo tú. Cosas encantadoras que mirar, un
lugar hermoso por el que pasear. ¿Cómo sé todo eso? ¡Pues lo sé,
sencillamente!
"Y eso es todo el mundo para mí, y ahora no estoy cansada, y puedo
enfrentarme con lo que ha de venir, porque tú siempre estarás conmigo y me
escucharás, ¿no es cierto?
Se levantó, fue al hombre y tímidamente le tocó la rodilla. Le pareció
que su carne débil recobraba las fuerzas, y el ánimo su espíritu.
—Recuerdo ahora algo que oí cuando era una niña, en una ocasión en
que escuché a un ministro en el orfanatorio: "La bondad y la misericordia
me acompañarán todos los días de mi vida, y moraré en la casa del Señor
para siempre". Contigo, y eso es todo lo que me importa ahora...
ALMA DUODÉCIMA
EL ADVERSARIO Y EL HOMBRE QUE ESCUCHA

«...El menor de esos pequeñuelos...»

ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de
que ella le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído
sobre el rostro torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto.
Sonrió. Supo en seguida lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella
dilatación de sus pupilas, y la mirada fija. La conocía muy bien. No había
piedad en él, ni dolor; sólo desprecio. Una mujer débil, malvada. Un animal
despreciable. Sólo tenía dieciocho años, recordó, pero su alma estaba
podrida, como un capullo que se hubiera secado incluso antes de abrirse.
Anatema, anatema, dijo para sí. No juzgaba un gran triunfo el haber con-
seguido aquella alma débil con tanta facilidad. ¡Se había necesitado tan
poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos
surgió un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un
gemido, como el de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz
que no turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo
que hacías, tú no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar
ignorancia, aquello estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora
de que fue culpa de tu ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan
pobre, tan falsa? Emily, vete a casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a
casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase
de gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a
lo que ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble.
Podía ver sus rostros en montón, sus cuerpos amontonados. Ni siquiera él
podía contarlos, ni conocerlos a todos.
—¿Qué? ¿No te vas? —insistió. Todos los que se hallaban en la habitación
se movieron inquietos, turbados. La chica le miró, sus negros ojos
brillantes como el cristal. Pero no se movió. Aquello le resultó intolerable.
Deseó cogerla por los brazos, lastimosamente delgados, y sacarla de aquel
abominable lugar y arrojarla al arroyo. La muchacha adivinó su furioso
deseo. Apartó de él los ojos, fijándolos en la placa de la pared donde se
leía: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
—No —insistió el joven—. Ni siquiera Él puede ayudarte ahora, Emily.
Estás sudando y temblando. ¡Mira cómo bostezas! Dentro de poco te
resultará insoportable. Yo lo sé. ¡Pobre Emily! Realmente te compadezco.
¿Recuerdas lo que leíste en el colegio, Emily?: "La culpa, querido Bruto, no
está en nuestra estrella... sino en nosotros mismos, que somos seres bajos."
Tú naciste un ser bajo, Emily, y pronto morirás como tal. Estás perdiendo el
tiempo aquí. Él... no puedo sentir más que asco de ti. Vete a casa.
La chica no se movió. Seguía mirando la placa de mármol. Gruesas gotas
de sudor le caían por la frente. Sus labios se agitaron. Él se echó a reír en
silencio. ¿De modo que se ponía a rezar, aquel pequeño monstruo? Que
intentara escaparse. La tenía bien segura. Había corrompido a otras dos
chicas, más jóvenes que ella, para satisfacer su vil apetito, su apetito mor-
tal. Intentó obligarla a que le mirase de nuevo, pero sus labios seguían
murmurando su incoherente plegaria.
Perdió interés por ella. No era nada. Se trasladó a la puerta de la otra
habitación, inclinó su hermosa cabeza y escuchó atentamente. Luego, sin
que hubiera sonado ninguna campana, abrió la puerta y entró. Se movía
rápidamente. La puerta se iba cerrando como una sombra tras él y nadie en
la sala de espera, a excepción de Emily, la había visto abrirse y cerrarse.
Las paredes blancas, el techo, la luz, todo estaba en el más profundo
silencio. Como si alguien en la habitación hubiera inspirado profundamente y
retuviera el aliento. Sonrió. Inclinó la cabeza hacia la cortina azul que
cubría la alcoba. Y, tras un instante, las cortinas se corrieron y vio al
Hombre que esperaba allí, y que escuchaba incansablemente.
Se miraron en silencio. El joven inclinó la cabeza con gravedad. Ningún
hombre de los que entraran en aquella habitación había poseído su
hermosura. Nadie podía compararse con su vitalidad, su energía y el poder
de su espíritu.
—¿No estás cansado ya? —preguntó.
—No —repuso el Hombre que escuchaba—. Yo jamás estoy cansado.
—Una vez lo estuviste —apuntó el otro cortes-mente.
—No. Yo no puedo sentir cansancio, como no puedes tú. O... ¿será posible
que te hayas cansado al fin?
El joven meditó, o simuló meditar. Sus ojos le miraban con maliciosa
diversión. Luego agitó la cabeza. Los ojos del Hombre que escuchaba
estaban llenos de tristeza. Suspiró. Al oír aquel suspiro, el joven se apartó
como agitado por un dolor intenso.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—El sillón está aguardándote —dijo el Hombre.
—Pero no es éste el que yo quería —se sentó y unió sus blancas manos
sobre las rodillas—. Y tengo el mío propio —añadió—. Únicamente mío. Lo
hice yo con mis propias manos. Tú no tuviste parte en ello.
—No —dijo el Hombre, y su mirada era muy triste al contemplar al
desconocido—. Yo no lo hice para ti.
—Y aún soy su hijo.
—Es cierto. Y para siempre.
El desconocido quedó silencioso por unos momentos. La luz de la
habitación vacilaba como al compás de sus pensamientos. Luego la cólera
se apoderó de su rostro como una convulsión, y era cólera impregnada de
sufrimiento.
—Ha pasado algún tiempo desde que tuvimos una de nuestras
interminables discusiones —dijo al fin—. Ahora que todo parece estar
totalmente en mis manos, pensé en visitarte de nuevo.
—No está todo en tus manos —dijo el Hombre—. Y tú lo sabes con
certeza. Pero habla. Confieso que nunca he olvidado tu voz, y que en
tiempos le amaste.
—¿Crees que no le amo ahora?
El Hombre quedó callado por un momento. Al fin dijo:
—Le amas, y eso es lo peor de tu castigo. No puedes apartarte de ese
amor. Pero ambos sabemos lo muy estrechamente enlazados que están el
amor y el odio. Sin embargo, Él jamás te ha odiado.
—Lo sé. Pero los hombres le odian con todo su negro corazón, y eso
también lo sabemos los dos.
—No todos —dijo el Hombre, que sonrió con ternura—. Escucha. ¿Es que
no oyes a los que le hablan?
Escucharon juntos. Un confuso pero armonioso sonido pareció emanar
de los muros de la habitación, de todas partes; un murmullo de oraciones,
de amor, de piedad, de valor... Un murmullo fiel. Se escuchaba música,
mezclada con las voces, como hilos de oro y plata, palpitante, alzándose y
cayendo. Eran voces de niños, que oraban con sencillez; eran voces de
jóvenes, de almas santas en los claustros, de almas solitarias en sus
luchas particulares, en su angustia secreta; de ancianos, de gentes
vencidas por el dolor... pero fieles. Las voces se alzaban y caían como el
mar, avanzaban y se retiraban, y volvían a avanzar como una marea que
estallara en rocas invisibles, bajo un arco iris también invisible. Pero las
rocas y el arco iris no eran invisibles para el Hombre que escuchaba ni para
el desconocido. Ellos los veían con claridad.
—No es una multitud —dijo el joven.
—Pero es de Él. No tuya.
—Pronto serán silenciados. Tú y yo... conocemos el futuro. Esas voces
inocentes serán silenciadas por silenciadores que, a su vez, serán
silenciados para siempre. ¡Qué pacífica será entonces la órbita de este
mundo! Fragmentos que captarán la luz de la luna y el sol, pero sólo
fragmentos, muertos, oscuros y sin vida.
El Hombre no habló. El desconocido aguardó pacientemente, luego, como
no hubiera el menor sonido en la habitación, dijo:
—Yo no lo elegí. Ellos lo eligieron por sí mismos. No lo planeé yo. Lo
planearon ellos mismos. ¿No estás orgulloso de la parte que tuviste en
ello?
El Hombre parecía que sonreía ligeramente, pero con dolor:
—Ésta es la pregunta que siempre me has hecho, y has deseado la
respuesta con un deseo que sobrepasa a todos los demás. Tú no ves el
futuro como yo lo veo; sólo como deseas que yo lo vea. Nunca podrás
conocer mi mente y mis pensamientos. En eso no eres más sabio que
cualquiera de los atormentados que has seducido y destruido. Mis
hermanos.
—Ellos no quisieron ser tus hermanos —dejó descansar el brazo en el del
sillón y ocultó su oscuro y hermoso rostro con la mano—. Yo no los aparté
de ti. Ellos vinieron a mí, y ansiosamente. Solicitaron mi ayuda. Luego
cayeron como vehementes copos de nieve en mis manos. Jamás vinieron a ti
de ese modo. Los pocos que lo hacen vienen de uno en uno, y casi a la
fuerza. Pero los míos acuden en manada a mi reino, hasta abarrotarlo día
a día. Estoy ensordecido por sus voces urgentes, sus exigencias, sus
adulaciones. Lo que me ofrecen es despreciable.
—Para mí no son despreciables —dijo el Hombre—. Derramé mi sangre
por ellos, y por ellos sigo derramándola.
—Y a veces, pero no a menudo, en medio de sus ansias, del deseo que
les arrastra hacia mí, escuchan tu voz. Y a veces —pero tan pocas que ni
vale la pena contarlas— se apartan de mí y caen a tus pies.
—Uno es uno, y uno es todo —dijo el Hombre—. Lo que tú desprecias, yo
lo amo. Lo que tú destruirías, yo podría salvarlo. Mis oídos jamás se apartan,
jamás se cierran.
—Pero sí están cerrados para mí.
El Hombre no contestó. Sus ojos torturados miraban larga y
profundamente al desconocido.
—Miento. Como siempre. Tus oídos no están cerrados para mí. Pero,
¿cómo sería posible que me arrepintiera cuando sé lo que sé, cuando en mi
corazón late un odio que es lógico, aunque tú no lo llamaras así? —se rió
secamente, y su risa fue repetida por un débil eco de burla, lejano pero
tumultuoso—. "¡Todas las estrellas de la mañana cantaron a una, y los hijos
de Dios gritaron de alegría!" ¿Recuerdas aquella hora?
—Nunca la he olvidado.
—Fue la hora en que Él concedió el libre albedrío a todos sus mundos,
cuando ángeles y hombres —en todos sus mundos— recibieron el don de la
majestuosa libertad para vivir o morir, estar a su lado o retirarse de Él. ¿No
fue ése un don demasiado terrible?
—Tú eres todos sus hijos. ¿Crees que Él deseaba bestias sin razón que
obedecieran porque no tenían deseos de obedecer, ni la elección de
hacerlo? El libre ofrecimiento de un alma es de más valor para Él que las
criaturas sacrificadas mecánicamente en un altar que no saben que existe,
ofreciendo un sacrificio del que no son conscientes. La obediencia no es
deseable cuando la desobediencia resulta imposible. El amor no es amor si
no hay otra alternativa: el odio. La adoración no es adoración si no se halla
presente la posibilidad de una negativa. Lo que es su esencia, es la esencia
de sus hijos. Él quería que todos sus hijos fueran como los ángeles, que son
mis hermanos también, capaces de desobediencia y orgullo, pero también
capaces de obediencia y humildad. Como Él es espíritu, así sus hijos son
espíritu también, y ¿han de verse separados uno de otro, como un amo
cruel es dividido por esclavos que no tienen elección? Pero ya hemos
hablado de esto antes, a través de los siglos.
—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa
de ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has
utilizado. Sin embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti
por su naturaleza, que tienen menos resistencia a la maldad. Detéstalos si
quieres. Pero recuerda que muchos se arrepienten y vuelven a Él. Los que
se rebelaron contigo no vuelven a Él, no le dicen: "Señor, ten piedad de mí
pecador."
—Lo que elegimos es cosa nuestra —dijo el desconocido, alzando su
orgullosa cabeza.
—Y lo que elegiste fue tu orgullo. Tú aceptaste su don, pero lo
consideraste tuyo solo, y se lo hubieras negado al último de sus hijos. ¿Es
que eres más grande que Él?
—Jamás lo creí así, ni en verdad lo deseé realmente. Yo estaba a su lado,
y Él me amaba. Yo protegía su grandeza y su terrible majestad, no por
odio, sino por amor. Yo estaba celoso por Él. Yo no hubiera dejado que
nadie se acercara a Él con las manos sucias, y le llamara "Padre", como yo
le llamaba Padre, ni le mirara con mis propios ojos. Si yo era orgulloso, era
orgulloso por Él, y detestaba a los que se atrevían, en su arrogancia, a
conocerle también. Pero tú sabes todo esto desde hace mucho tiempo.
—Sí, desde hace mucho tiempo —dijo el Hombre con un suspiro.
El desconocido contempló las manos, la frente y el costado del Hombre.
—¿Acaso yo te infligí esa agonía? ¿Fui yo el que te escupió y se burló de
ti? ¿El que se burló de tu tortura?
—Te olvidas de algo. Yo lo elegí por mí mismo.
—Sin embargo, fue el hombre el que lo consumó, y no yo. Ellos siempre
eligen por sí mismos. Yo no hago elección por ellos.
—Pero tú has oído las voces de los que han venido a mí al fin. Ellos
eligen por sí mismo. Yo no elijo por ellos.
—Tú has perdido. ¿No es cierto?
—¡Ah, cómo te gustaría saberlo! Pero no te lo diré, pequeño.
Hubo silencio de nuevo en la habitación. Luego, lentamente, el
desconocido empezó a golpear con los puños cerrados en los brazos del
sillón. Así como iba creciendo su cólera se oscurecía la luz de los muros,
pero la luz de la alcoba aumentaba hasta casi cegarle.
—¡Yo venceré! —dijo—. ¿No soy el príncipe de este mundo? ¡Él habrá de
arrepentirse de nuevo de haberlo hecho! Como se ha arrepentido de otros
mundos, que se convirtieron en sangrientos holocaustos y se alejaron a la
deriva con los soles.
—Si estás tan seguro, ¿por qué hay lágrimas en tu rostro?
—Porque estoy tan seguro es por lo que lloro.
—¡Ah! —dijo el hombre suavemente—. Entonces no te causa placer.
—Me causa placer el hecho de demostrar que Él estuvo equivocado en el
principio.
—Fácil será confundir ese placer con la angustia. ¡Ojalá los hombres
sintieran tal dolor en su corazón!
El desconocido se puso en pie temblando, bañado en oscuro brillo, una
presencia atemorizada pero magnífica.
—Tus llorones y suplicantes, Señor, te esperan. Lamento haberte
retrasado una hora. ¿Quieres que me marche?
El Hombre meditó un instante. Luego dijo:
—Llama al que quieras y veamos qué ocurre aquí, en nuestra presencia.
El desconocido sonrió.
—Hay una mujer, joven en años, en esa habitación. Está más allá de
toda redención. Es mía. Yo la llamaré.
Alzó la mano haciendo un gesto imperativo, un gesto amenazador
hacia la puerta. Inmediatamente sonó la campana. La puerta se abrió
un instante después y entró Emily, la muchacha de ojos alocados y
rostro bañado por las lágrimas, suspirando con un sonido audible y
desagradable.
—Entra, Emily —dijo el desconocido con voz que sonaba a burlona
amabilidad—. Me ves, ¿no es
cierto?
—Sí, te veo —respondió ella. Parecía fascinada
por su aspecto, por su imponente esplendor, pues ni ángel ni hombre
había poseído jamás tal belleza. Era como una noche de fuego y mármol,
brillante, ardiente, negra, y su sombra flotaba y vacilaba en los blancos
muros, subiendo hasta el techo en oleadas alternativas de llamas y
oscuridad.
 ¿Quién soy, Emily?
Ella se llevó las manos a las mejillas, luego se retiró lentamente los
desordenados cabellos, se humedeció los resecos labios. Brillaba el sudor
en su frente, en su labio superior.
—No lo sé —dijo—, pero creo que conozco tu voz —la suya era
ahora débil e insegura.
—Sí, conoces mi voz. La has conocido desde que eras una niña. Pero...
¿le conoces a él, Emily?
Ésta obedeció al dedo que le señalaba y miró al Hombre que escucha.
Se sobresaltó violentamente. Echóse atrás hasta que el asiento del sillón
golpeó sus muslos y cayó involuntariamente en él. Pero ahora sólo podía
mirar al Hombre en la alcoba.
—No temas —dijo el desconocido con burlona amabilidad—. Como ves,
sólo es una imagen. Sólo fue siempre una imagen para las personas como
tú, Emily, y siempre lo será; un sueño, un mito, un tema para la burla y
el desprecio, para la negativa y el rechazo, para las acusaciones y las
protestas; siempre lo será para todos los hombres. ¿Entiendes lo que te
digo, estúpida y malvada mujerzuela, o estás perdida de nuevo en tus
drogadas fantasías?
—Entiendo —susurró ella. Pero no se volvió para mirarle. Tenía los ojos
fijos en el Hombre de la alcoba—. Por eso vine aquí, en primer lugar.
—Y ¿sabías lo que ibas a ver?
—No. Realmente no —¿había desilusión en su voz, o sufrimiento?—.
Yo... pensé que quizás era...
—¿Un doctor al que podrías persuadir para que te diera más drogas?
La muchacha era pequeña y estaba horriblemente delgada, con un
rostro alargado en el que se marcaban los pómulos con aspecto enfermizo.
Los ojos eran enormes en aquel rostro hundido, las aletas de la nariz
distendidas. Sus labios no parecían tener color alguno; sólo una línea seca
y atormentada. Sin embargo sus ropas eran buenas, las manos delicadas y
bien cuidadas. Sus cabellos castaños, muy desordenados, caían sin brillo
sobre sus flacos hombros.
—Yo... —dijo, y tragó saliva— no sé lo que esperaba. Ayuda quizá. —
Aquellos ojos alocados se alzaron, perdieron luz, cayeron.
—¿Qué clase de ayuda? —su voz era dura ahora, y ella se encogió sobre
sí misma—. Contéstame, Emily, y di la verdad. No puedes mentirme, pues yo
conozco la mentira instantáneamente. Como tú sabes, yo la inventé.
—Yo... pensé que las cosas... que todo sería diferente para mí si alguien
me escuchaba y me decía qué hacer.
—Pero tus padres y tus maestros te lo han estado diciendo toda la vida,
¿no?
Ella unió las manos y las miró.
—Ellos no te odiaban, Emily. Te amaban. Nada de importancia se te
negó, aunque tus padres no son ricos, sólo gentes amables y sencillas. Tus
profesores creyeron que tú eras extraordinariamente inteligente. También
ellos te dieron todo cuanto podían darte. ¿Qué excusa tienes, Emily, para
lo que has hecho a tu cuerpo, tu mente y tu alma?
Ella seguía estrujándose las manos incansablemente, hasta que
quedaron enrojecidas.
 No tienes excusa; no puedes decir que fueras huérfana, o
abandonada, o que no te quisieran, o que te rechazaran, o que te privaran
de necesidades fundamentales, o que fueras objeto de crueldad y odio. Se
te dio demasiado hasta que quedaste empachada, hasta que creíste que
eras importante, y que incluso merecías más. Llegaste a sentirte
descontenta, y el descontento lleva a la arrogancia y las exigencias. Tu
padre contrajo deudas para comprar tus estúpidos juguetes. Tu madre se
olvidó de sí misma para darte todos los vestidos que deseabas. Tus
profesores gastaron sus agotadas fuerzas para pulir tu mente magnífica.
Pero tu siempre querías más y más, y te sentiste frustrada cuando ya no
fue posible que nadie te diera más. ¿Qué creíste ser, Emily? ¿Una princesa
con un mundo a sus pies, como tantos estúpidos millones de tu generación
mimada e indigna, piensan de sí mismos?
Ella no habló, pero lentamente inclinó la cabeza varias veces.
 Ya fue bastante malo que te destruyeras a ti misma, Emily. Pero has
destruido a otras dos chicas, más jóvenes que tú . ¿Por qué?
 Yo... es difícil explicar susurró. Tienes que saber lo que ocurre.
Después de algún tiempo ellos... te piden más dinero. Y una empieza a
robar del bolso de su madre, a coger cositas y venderlas, y a robar de las
tiendas también. Luego nunca hay bastante dinero para... para... Así que
ellos te piden tragó saliva desesperadamente. Es preciso obtenerlo, eso
es todo. Es como algo que te devora, y que hay que alimentarlo o te
mueres. No sabes lo que es eso.
 Lo se demasiado bien dijo el desconocido. Fui el primero en
sentirlo. Yo fui aquel a quien tu acudiste, Emily, en busca de tu primer
placer. El primer placer que finalmente ya no es placer, sino sólo una
salvaje necesidad. ¿Era la vida tan horrible para ti que te sentiste
arrastrada a ello?
Su rostro se alzó con astucia. La cabeza se alzó ansiosamente, dispuesto
el asentimiento en sus ojos, en sus labios. Pero su mirada no cayó sobre el
desconocido, sino sobre el Hombre, en la alcoba. El brillo malicioso se
apagó bruscamente de su rostro y cerró los ojos de nuevo.
 Es sólo una imagen insistió el desconocido. Sólo tu y yo somos
reales. Habla.
No. Mi vida estaba bien murmuró. Sólo... es decir, sólo quería algo
de diversión. Todo el mundo hablaba de ello. Era divertido, algo que yo no
había probado todavía. Yo ya lo había probado todo, ¿sabes?
 Sí, lo sé. ¿Acaso no fui yo el que te lo sugirió desde el mismo principio,
a ti, criatura estúpida, indisciplinada, egoísta, mimada y degradada? La
vida había sido generosa contigo, todo sin esfuerzo, todo fácil y seguro. ¿Es
que no tienes una acusación legítima que lanzar contra tus padres? Yo creo
que sí la tienes, Emily. Ellos te dieron todo lo que pudieron, y eso debería
contar en contra tuya, como una blasfemia. Debían haber pedido algo,
debían haberte exigido algo a cambio. Debían haberte dicho: “Hasta ahí
puedes llegar, pero no más allá”. Pero no te dijeron eso. Pensaban que
privarte de cualquier cosa, aunque fuera por la salvación de tu alma, era
portarse injustamente contigo. Dime, Emily, ¿fueron estúpidos o fueron
crueles?
La chica meditó en sus palabras. Su rostro estaba ahora como
hechizado; el cabello le caía desordenado en torno. Agitó la cabeza como
un muñeco animado y no respondió.
 ¿Es que no había realidades en tu mundo para que tuvieras que
comprar sueños, o robar por ellos, o corromper por ellos?
Frunció el ceño vagamente, como lo frunce el que duerme cuando su
cuerpo le avisa de que se siente turbado por algo.
—Creo —murmuró al fin— que fue porque... porque era algo distinto. Algo
que aumentaba las sensaciones, algo que te hacía libre...
—¿De qué deseabas liberarte, Emily?
Sus labios se movieron como sin sonido, abriéndose y cerrándose. La luz
de la alcoba cayó sobre su rostro atemorizado y sus ojos sin vida. Luego
susurró:
—Supongo que... de mí misma. No había nada en mí. No lo sé. No tenía
nada por qué luchar, supongo. Pero yo quería otras muchas cosas, ¿sabes?
No puedo explicarlo. Estaba inquieta siempre. ¡Todo era tan mortalmente
aburrido! El colegio, la casa, las diversiones... Había que hacer algo mejor.
—Hasta las relaciones sexuales te aburrieron al fin, ¿no?
Tembló.
—Mis padres nunca supieron eso. Ni esto tampoco.
—No. Fuiste muy lista. Pero pronto lo sabrán.
Ella lanzó un grito y bajó la cabeza.
—¡Qué estúpida es la maldad! —dijo el desconocido—. ¡Qué vulgar! ¡Qué
poco distinguida y sin color! ¡Qué baja y rastrera! No tiene esplendor, ni si-
quiera resulta impresionante, pues, si poseyera la cualidad de atemorizar,
también poseería el terror, y el terror aumenta en proporción a su
abundancia. La maldad aburre a todos los sentidos y reduce al hombre a
menos que las bestias, pues a éstas les falta la capacidad de ser malvadas.
Y al fin priva al hombre de su derecho al libre albedrío.
—Cierto —dijo el Hombre que escucha—, pero no siempre. Tú recordarás
a David el rey, por ejemplo. Y él sólo fue uno.
—Mira esta mujer, esta mujer degenerada, envilecida, que no tiene
excusa válida para sus crímenes contra ella o contra los otros, excepto el
aburrimiento. Ningún dolor la llevó a dar este paso, ninguna pena, ninguna
desesperación exagerada. Ella es la representación de la banalidad que es
el mal. Por tanto, está más allá de tu salvación. Ni siquiera puede declarar
que el amor la llevó a ese extremo en su existencia, como el amor arrastró
a la Magdalena. Ni siquiera es digna de ser apedreada. Es nada.
—Es un alma.
La muchacha había escuchado esta conversación en el latir de la locura
inducida por las drogas. Había alzado lentamente la cabeza y había
escuchado, los labios entreabiertos, sin color, pasando los ojos de uno a
otro. Finalmente su mirada se fijó en el Hombre de la alcoba.
—¡Yo te oí! —gritó—. No eres sólo una imagen, ¿verdad? Existes
realmente, ¿no es cierto?
—Sí, mi querida niña.
—Sólo oyes tu propia imaginación, Emily —dijo el desconocido—. Por
supuesto que sólo es una imagen, un sueño, creado por el hombre, de
material hecho por el hombre o sacado de la tierra.
Emily miró al Hombre.
Vio una gran alcoba, de una altura muy superior a la de un hombre, y
de anchura proporcionada. Formaba un receptáculo como una cáscara de
luz, y en aquella cáscara se hallaba un enorme crucifijo de suave madera
tallada, que parecía temblar débilmente bajo el intenso brillo. En la cruz
estaba clavado el Dios Hombre, tallado en marfil, blanco como la luna, más
grande que cualquier hombre que hubiera vivido en este mundo, más
musculoso, más masculino, perfecto en todos sus huesos y músculos. Vivía.
Parecía moverse en su agonía. De la heroica y serena frente caían gotas de
sangre brillante, y también de las manos, y del costado herido, y de los
fuertes pies cruzados. Pero sobre todo ello estaba la majestad de la
poderosa faz, la faz de un joven lleno de humanidad y, sin embargo, con el
impersonal y remoto esplendor de la divinidad.
Piedad y misericordia, contemplación y fuerza, parecían salir de él como
los rayos del sol e ir a caer sobre la muchacha temblorosa que contemplaba
aquel rostro, aquel poder y fortaleza. El sacrificio aceptado pendía de la
cruz, doliente pero resignado, ofrecido por sí mismo, a la vez un Rey y un
Cordero, con el Reino sobre sus hombres y la humillación estampada en su
cuerpo.
Pero eran sus ojos lo que la muchacha contemplaba ansiosamente, los
ojos grandes y tiernos que brillaban en las órbitas, los ojos justos,
atormentados pero sonrientes.
El desconocido se acercó más a la chica. Dos sombras oscuras,
tenebrosas, parecían alzarse de sus hombros y moverse como alas, pues
era un arcángel, el más poderoso de todos los ángeles, el más grande,
aunque los ropajes que vestía eran negros y la espada a su cinto se agitaba
como el rayo. Sólo su rostro y sus manos eran blancos, tan blancos como la
muerte, y tan fríos. En los pliegues de sus ropas había destellos de fuego. Su
rostro era hermoso, y duro, y lleno de una tristeza, dolor y cólera, más allá
de la comprensión del hombre. Y la rabia y el odio brillaban en sus ojos.
—No vive —dijo Lucifer—. Es una imagen. El hombre le rechazó hace
mucho tiempo, le apartó de su vida, del asqueroso camino de su existencia.
Observarás que sólo está hecho de madera, marfil y pintura. No tiene
verdad. Tú y yo, Emily, somos la única realidad. Aunque tú no tienes una
realidad propia. Yo soy todo lo que es, y todo lo que siempre será.
—Yo oí su voz —dijo la muchacha—. Oí lo que hablasteis los dos.
—Sólo oíste mi voz, no la suya, pues ¿no ha declarado tu generación que
Él no tiene voz y que no vivió jamás. Si Él perdura es en lugares ocultos,
donde los temerosos oran, o en los enfermizos cerebros de los poetas. ¿Qué
tiene que ver Él con tu mundo y el mío?
Por primera vez experimentó la muchacha un gran terror, superior a
todo lo que hubiera conocido en su breve existencia. Se cogió a los brazos
del sillón, volvió los febriles ojos a Lucifer. Abrió y cerró la boca sin poder
hablar. Vio todo lo que él era, y su alma se encogió de odio y de asco.
—Sí —dijo al fin—. Tú existes. No eres una fábula, una mentira. Tú tienes
realidad.
—Soy la realidad que tú has hecho, mujer, y las incontables miríadas de
seres como tú a través de incontables siglos, desde el principio del tiempo.
Una palabra se abrió paso en los frenéticos pensamientos de la
muchacha, que corrían por su cerebro como ratones aterrados:
—Yo... yo no soy una mujer, una adulta. Sólo tengo dieciocho años.
—Tienes el cuerpo y el alma de una mujer; puedes casarte, concebir y
tener hijos. Yo fui el que dijo a tus mentores que eras una niña, y por tanto
irresponsable de tus acciones, de tus deseos, de tus perversiones y
degradación. ¡Qué ansiosamente me escucharon! ¡Qué ansiosamente
escuchan todos, los que traicionan al hombre! Pero, sobre todo, ¡cuan
encantada me escuchaste tú, mujer!
Se apartó de él, como desnuda y sola, abandonada y temblando, con un
frío que jamás había sentido antes.
—Hija mía —dijo el Hombre en la cruz—, ¿por qué viniste a mí?
Había oído la voz de Lucifer, voz dura como el mismo acero. Ahora
escuchó una voz como la de un padre, no el padre débil, allá en casa, que
ella sabía bien le daba regalos en un ansia de afecto que era incapaz de
satisfacer.
 ¡Él habló! gritó, señalando la cruz. Habló. Yo le oí.
 Me oíste porque me buscaste dijo el Hombre.
Se puso en pie porque el temor a Lucifer había caído sobre ella de
nuevo como una maldición y no sabía a dónde correr. Miró al Hombre,
luego caminó hasta Él y cayó extenuada a sus pies.
 Estás loca dijo Lucifer, que permanecía tras ella, cubriéndole el
cuerpo con la sombra densa y negra de sus alas. Has estado loca desde
hace mas de un año, y el único alivio es tu droga, la droga de los sueños y
la fantasía, de lugares lejanos y hermosos, y de voces extrañas. Ése es el
único cielo que nunca conocerás. Ven conmigo.
Pero la muchacha se arrastró y se aferró a los pies del Hombre y, en su
mente calenturienta, creyó sentir que no eran de mármol, sino de carne
viva.
 ¡Sálvame! gimió. ¡Oh, Dios mío, sálvame!
Él no existe dijo Lucifer. Sólo yo existo.
Dime, hija mía dijo el Hombre. Habla.
Ella apoyó la cabeza en sus pies. Su voz susurrante resonaba en la
habitación.
Todo estaba tan vacío, sólo un día tras otro, de diversión, de comida,
de dinero y ropas... y de hacer lo que no debiera. Hacía que me sintiera
sucia, pero todo el mundo lo hacía. Por broma, por diversión. ¿Por qué no?,
me dije. ¿Qué otra cosa hay que lo que ya tengo? Sólo hacerme mayor, no
ser ya una adolescente, ser como mi madre, casarme como mi madre...
y tener hijos como yo, y vivir en un piso como el nuestro, lleno de
electrodomésticos, y suspirar por un coche nuevo cada año. Eso es...nada.
y luego seré vieja como mi abuela, y ya no habrá más diversión. ¿cómo
soportarlo?
 Y ¿nadie te dijo que había algo más?
 No había nada más. ¡Oh!, algunos de mis profesores me dijeron que
yo tenía que adelantar la causa de la humanidad, pero ¿por qué? Yo tenía
que pensar en mí misma, ¿no? No iba a vivir sólo para otras personas. ¡Yo
no quería lo que ellos querían! —su grito era ahora de desesperación—.
Así que encontré un camino; era divertido y maravilloso y, cuando se
llegaba a él, una era hermosa, y más alta, y caminaba sobre nubes, y todo
el mundo te admiraba y creía maravillosa... Sólo eso importaba.
—Mírame, hija mía. Alza tus ojos hacia mí —dijo el Hombre.
El rostro de la chica estaba cubierto de sudor y lágrimas. Lentamente
alzó la cabeza y encontró de nuevo los oíos vivos del Hombre.
—No has oído nada —dijo Lucifer— más que tu locura y tus propios
pensamientos.
—Hace mucho tiempo que te conocía —dijo el Hombre—, mucho tiempo
que te buscaba, que veía tu vacío, y veía a los que te daban ese vacío y no
el pan de vida. Tú eres uno de mis pequeños, traicionado por la plenitud de
dones indignos, por falsas lenguas que os dijeron que erais importantes,
más que cualquier otra generación, y que erais más valiosos que todo lo
demás sobre la tierra. Vi cómo se acumulaba la degradación sobre vuestra
alma inmortal por culpa de los que debían haber sido vuestros protectores,
los que debían haberos mostrado el camino de la vida, y no el camino de
una ruina material. Vi cómo construían edificios magníficos para vosotros,
donde no se os imponía la menor disciplina, donde vuestra mente no era
realmente ilustrada sino oscurecida con sofismas.
"Y, sobre todo, vi vuestro dolor.
—Tú nunca has conocido el dolor. Nunca has experimentado el dolor o
la desesperación. Nunca se te ha atormentado —dijo Lucifer—. Vamos,
tienes tu placer, y ese placer aún te aguarda. Deja de mentirte a ti misma,
de imaginar tus propios pensamientos, ya que no tienen realidad.
Pero Emily miró implorante el tierno rostro del Hombre.
—No busqué otra cosa —dijo—. No quiero mentirte. Sentía que había algo
más, pero todo el mundo decía que era superstición. Yo... aquello me
enfermaba. Tenía que haber algún lugar donde pudiera ser algo más que
Emily Hoyt, siempre a la búsqueda de la diversión.
—Y viniste a mí. Yo soy el que tú buscabas.
Asintió con desesperada intensidad:
—Yo no sabía... quién o qué. Nadie me lo dijo jamás. Pero ayer, uno de mis
profesores... Todo el mundo se rió de él. Le llaman el "despistado", porque
no es como los otros. Me detuvo en el vestíbulo y me dijo: "Emily, no sé
exacta-mente qué te pasa, pero estás enferma. ¿Por qué no vas a ver al
Hombre que escucha, en la colina, allá en la ciudad?"
—Pensé que bromeaba —siguió la chica, aferrada cada vez más a los pies
del Hombre—, pero luego empecé a pensar. Allí estaba yo, perdiendo mi
vida, ésa es la verdad, matándome. Y luego... —le falló la voz— estaban
Charlotte y Bette, más jóvenes que yo. Era como si las viera por primera
vez, seres humanos como yo, enfermas como yo. Pero lo peor es que yo... yo
les había hecho eso. Fue como cuando una se quita las gafas de sol y lo ve
todo con mayor brillo, y eso te quema los ojos. Y recordé todos los sueños
que había tenido la semana anterior. No sueños hermosos y románticos, ni
de diversiones, ni de sentirse importante. Sino sueños terribles.
Apoyó de nuevo la cabeza en sus pies.
—Sálvame —pidió—. Ayúdame sobre todo a salvar a Charlotte y a Bette
también.
—¡Embustera y despreciable idiota —dijo Lucifer—, tan débil que tienes
que correr a la madera y al marfil a llorar tus pecados!
—Sálvame —rogó Emily, y sus manos temblorosas subieron por el cuerpo
del Hombre y tocaron sus rodillas.
Miró sobre su hombro a Lucifer, y chilló, y tembló.
—¡Dime que él no está ahí realmente, que le estoy soñando! —gritó al
Hombre.
—Él existe —repuso éste tristemente— y siempre existirá. No es un
sueño.
—Entonces ¡dime qué debo hacer para apartarme de él!
—Piensa en tu corazón lo que debes hacer.
Emily meditó, y la luz estaba en su rostro, pero sus hombros y cuerpo
yacían aún en las sombras del mal. Empezó a temblar de nuevo.
—No, ¿cómo puedo hacer eso? La policía... y hablar con mis padres.
Ellos... quizá me metan en la cárcel. Se lo dirán a todo el mundo. Seré
expulsada, quizá. Soy una criminal. Todos sabrán lo que he hecho, a mí
misma y a las otras chicas. No habrá un lugar al que ir...
—Tú has confesado tus pecados —dijo el Hombre—. Conoces tus
pecados. El camino será amargo y terrible, pero es el camino que debes
seguir. Pues ya no eres una niña, eres un alma humana, una mujer, y has
acumulado responsabilidades sobre tu cabeza. Si no tienes valor ahora, ni
fortalezza, entonces estás completamente perdida y entregada para
siempre a la maldad, y a la muerte, y a la agonía.
La muchacha se encogió como un niño herido.
—Ellos me quitarán la... me quitarán lo que yo necesito. Dicen que es
horrible. Que no puede soportarse.
—Hay horrores peores que ése —dijo el Hombre—. Y tú ya los has
experimentado. Por eso has venido.
—¡Estúpida! —insistió Lucifer—. ¿Por qué hablas contigo misma? Nadie
te habla sino yo.
—¿Miente? —preguntó la muchacha al Hombre.
—Sí. Es el padre de la mentira. Hija, ¿seguirás el camino del dolor, de la
penitencia y el arrepentimiento?
Ella le imploró con todas sus fuerzas.
—¿Me ayudarás tú?
—Sólo tienes que llamarme y te oiré, y estaré junto a ti, pues soy tu
guardián, que no descansa ni duerme. Pero debes llamarme en las peores
horas, en las horas más desesperadas, pues habrá muchas.
—Se reirán de mí —dijo—, aunque todo sea tan horrible.
—También se rieron de mí, pero lo soporté.
—Sí... —murmuró—. Yo... oía hablar de ti, en Navidad, y en Pascua. Pero
no sabía mucho. Ni quería saber. Mis padres trataron de llevarme a la
iglesia, o a un consejero... sabían que me ocurría algo. Pero yo no quise ir.
Tenía miedo.
—Pero ahora ¿harás lo que sabes que debes hacer?
Apoyó la cabeza en sus pies y quedó arrodillada allí.
—Sí, iré —dijo—. En verdad que iré.
—¿Por tu propia voluntad?
—Sí.
El Hombre miró a Lucifer y dijo:
—Ya estás rechazado de nuevo. Y por esta pobre niña. ¿Te hiere mucho?
Lucifer sonrió.
—¿Qué dicen de mí la tradición, los rumores, los hombres sabios?
Que he caído, pero que, cuando los hombres me rechazan, aunque sea sólo
uno, me alzo un paso hacia el cielo. ¿Debo lamentar eso?
La poderosa faz del Hombre le miraba con afectuosa diversión.
—Tú eres su hijo, y estuviste a su lado, y Él te llamó "Estrella de la
mañana".
Lucifer se retiró de Él y alzó la mano como para ocultar su rostro a la
gloria de la luz. Y, al retirarse, fue haciéndose más y más débil, y al fin no
hubo nada de él en la habitación, cuyos muros estaban ahora radiantes.
La muchacha que sufría no se dio cuenta de la partida de Lucifer, sólo
sintió que un peso horrible parecía alzarse de su cuerpo y de sus hombros.
Dijo al Hombre:
—Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
Cayó en un breve desvanecimiento. Cuando se despertó vio que estaba
echada a los pies del crucifijo. Se sentía más fresca; el sudor aún corría
por su rostro, pero había serenidad y calma en ella, a despecho del dolor y
de su temor, y del temblor de sus músculos.
—Tuve un sueño —dijo al Hombre, callado ahora—, pero fue un sueño
maravilloso. Soñé que tú me hablaste —tembló—. Y soñé que... alguien
más... estaba aquí. ¡Yo estaba tan asustada!
Se obligó a ponerse en pie. Pero se sentía muy débil, las rodillas le
temblaban.
—Y, si fue un sueño, fue el mejor que he tenido en la vida. Debo creer en
él. Ahora me voy. Me voy a decir... a decírselo todo a mamá y papá. Será
terrible. Pero debo hacerlo.
"Y sé que tú me ayudarás.
La locura había desaparecido de sus ojos. Había paz en su desgraciado
cuerpo, como jamás la había conocido antes. Salió a la luz del verano y
alzó los ojos al cielo y, por primera vez, vio las estrellas.

FIN

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