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Taylor Caldwell
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Taylor Caldwell Sólo El sabe escuchar
MÉXIC
O. D.
F.
BARCE
LONA
BUENO
S
AIRES
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SOLO EL SABE ESCUCHAR
Título original en inglés: No One Hears But Htm.
Traducción: Amparo García Burgos, de la 1* edición de
Doubleday & Company, Inc., Carden City N.Y. 1966
© 1966, Taylor Caldwell
© 1966, Reback and Reback
© 1974, Ediciones Grijalbo, S.A. Déu i Mata 98, Barcelona
29
D.R. © 1985 por, EDITORIAL GRIJALBO, S.A.
Calz. San Bartolo Naucalpan No. 282 Argentina Poniente 11230
Miguel
Hidalgo, México, D.F.
Este libro no puede ser reproducido,
total o parcialmente,
sin autorización escrita del editor.
ISBN 968-419-491-9 IMPRESO EN MÉXICO
Dedicado con toda veneración a la Bendita Madre del Hombre que
Escucha
Introducción
Muchos años han pasado desde que el viejo John Godfrey, el abogado
misterioso, construyera su santuario en una gran ciudad, para los
desesperados, los dolientes, los incrédulos, los cínicos, los derrotados, los
agonizantes y afligidos, los traidores y los traicionados, los agotados por su
carga, los viejos, los jóvenes y los perdidos. Aquí, en el santuario, espera el
hombre que escucha, que espera y escucha constantemente, paciente-
mente, las angustiosas historias que van a relatarle en el silencioso
ambiente de azul y mármol. No hay experiencia que no haya escuchado ya.
No hay dolor con el que no esté familiarizado. No hay crimen contra Dios o
el hombre que no haya sido visto con sus propios ojos. Ha oído las
blasfemias de los que se sienten satisfechos de sí mismos. Ha oído el
llanto de todos los padres, de todos los hijos. Ha escuchado todas las
plegarias y todas las excusas. Las experiencias de todos los hombres son
suyas. Nada le turba, excepto el odio y la violencia. Pero los conoce tam-
bién.
No se halla confinado en el santuario construido por el devoto John
Godfrey hace tantos años. Puede hallársele en cualquier lugar del mundo... si
se le busca, si se desean sus consejos. Nunca se apartará de ningún
hombre, por depravado que éste sea. No hay nadie que pueda decir que ha
sido rechazado por él. Su paciencia jamás se agota, su amor nunca se con-
sume. Él escucha a todos, pues dispone de todo el tiempo del mundo.
El santuario espera a todos, pero especialmente a los que jamás han
buscado al hombre que escucha en otro lugar. Se alza en medio de varios
hermosos acres de tierra como un parque en el corazón de la gran ciudad,
rodeado de casas de apartamentos, teatros, tiendas, edificios comerciáis.
Es un sencillo edificio de mármol que sólo tiene dos habitaciones: una sala
de espera y otra en la que nos aguarda el oyente. Nada se ha añadido allí a
través de los años, a no ser una simple placa de mármol blanco en la pared
de la sala de espera: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta", y una o dos
fuentes en el césped.
Aquí vienen las ovejas cuyos pastores no han conseguido hallar, o
aquellas que no tienen fe en sus pastores o que jamás los han conocido.
A veces los pastores vienen también, para aprender lo que han olvidado.
Algunos acuden al hombre encolerizados, disgustados, ultrajados, acusándole
de "medievalismo".
Así ocurrió ayer, y por eso tenemos hoy una generación joven que
jamás ha aprendido el dominio propio, la buena voluntad, la paz
verdadera, la serenidad, la fidelidad y la virtud.
Estos jóvenes son los auténticamente perdidos. Sólo el hombre que
escucha puede rescatarlos ahora. ¿Quién los llevará a él? Éstos son los
pobres en verdad, aunque no pidan pan, ni refugio ni consuelo. Les hemos
dado amor, pero no el auténtico amor. Les hemos dado "slogans" y
palabrería estúpida, pero no la palabra viva. Les hemos abandonado en su
desolación y por eso son violentos y sin Dios, sin respeto por sí mismos, ni
por su país, ni por sus vecinos.
Pero el hombre sigue esperando. Para escuchar, para amonestar, para
enseñar, para amar, para aconsejar.
Y te espera también a ti. ¿Te contestará cuando le llames a gritos?
Jamás ha fallado. Sólo exige una cosa: que tú escuches también.
Este libro pretende, y con toda deliberación, enfurecer a muchos. Pero la
autora confía en que esa cólera les induzca a "escuchar" también, o al
menos a inspirar ese pensamiento, antes de que sea demasiado tarde.
ALMA PRIMERA
EL CENTINELA
Fred Carlson había tomado un excelente almuerzo con sus futuros jefes.
Éstos se habían separado de él con expresiones de gran cordialidad, pues
respetaban a los hombres buenos, trabajadores e inteligentes. Su título de
licenciado en Artes, su trabajo de posgraduado en el gobierno y las ciencias
aplicadas les habían impresionado favorablemente, aunque se sentían algo
divertidos y desconcertados ante las razones que el había aducido para
elegir este trabajo actual, en particular en esta ciudad. Como se trataba de
hombres tan corteses, agudos y sofisticados, él no les había dicho toda la
verdad. Les había dejado creer que había sufrido un período de
romanticismo en su vida, pero que ya consideraba llegado el momento de
levantarse y actuar. Podían olvidar su romanticismo; todos los jóvenes eran
románticos, se decían con indulgencia, y Fred Carlson sólo tenía treinta y
dos años, aunque fuera ya un hombre casado con dos niños pequeños.
¡Algunos de nosotros incluso queríamos ser soldados!", había dicho uno de
los caballeros, "¡O maquinistas en trenes antiguos, o bomberos!" Con ello
implicaban, sin embargo, que Fred se había dejado ir durante demasiado
tiempo, y éste había enrojecido. No le gustó aquel caballero en particular
y eso fue lo que le impidió decir toda la verdad. Temía que le juzgaran
sentimental o un poco falto de ambición, defectos terriblemente graves e
indignos en un hombre de más de treinta años.
Se habían ofrecido a asignarle a alguien que le llevara en coche a
pasear por la ciudad hasta que llegase la hora de ir al aeropuerto, tomar el
avión y volar a casa. Pero a Fred le gustaba pasear. Había enrojecido
cuando todos se rieron afectuosamente al oírselo decir.
—Iré a pie a todos los sitios que me dé tiempo —dijo—. Díganme, por
favor, algunos puntos de interés en particular.
—Bien, tenemos un magnífico museo de ciencias, de gran interés para
usted; un museo de historia, en el que podrá hallar datos para sus estudios
de política, y una galería de arte que también le resultará interesante.
Están todos por aquí, a un cuarto de hora a pie unos de otros. Después
enviaremos a alguien a su hotel para que le recoja y le lleve al aeropuerto.
Disponía de tres horas. Era un magnífico día de otoño, de la clase que a
él le gustaba, cálido, seco, brillante de sol. Empezó a caminar. Era
realmente una ciudad preciosa, aunque no era más grande que la mitad
de la suya. Los edificios eran más elegantes, y de piedra más ligera, y de
ladrillo, y la ciudad tenía cierto aire meridional, aunque no estuviera
realmente en el sur. Las calles eran más amplias y más limpias y la gente
parecía muy enérgica.
A Connie le gustaría; vivirían en uno de los suburbios, en aquel que la
Compañía sugería especialmente para los hombres de la organización.
Aquella misma mañana había podido ver el barrio de pasada. Su propia
ciudad no tenía suburbios tan bonitos como éste, y todos tan bien co-
municados con el centro vital de la ciudad. Las casas eran muy atractivas y
costaban mucho menos que la suya actual, que ahora pondría
inmediatamente a la venta.
La escuela más cercana le había parecido extraordinariamente agradable y
moderna, y su hijo mayor iría pronto allí. En resumen: todo era estupendo,
incluido el hecho de que sus ingresos serían el doble de lo que ya estaba
ganando, por no mencionar las pagas extras, los beneficios anuales,
vacaciones pagadas y más largas, excelentes disposiciones en cuanto a la
pensión del retiro, seguro de enfermedad, seguros familiares, pagos por
enfermedad y una docena de otras cosas agradables en las que ni siquiera
podía pensar en su trabajo actual.
"He sido un idiota —se dijo mientras paseaba por la calle principal
mirando los escaparates de las tiendas, brillantes al sol—. Me alegro de no
haber esperado demasiado."
Se estaba muy bien al aire libre para pensar en visitar lugares de interés,
así que caminó al azar llevando el abrigo al brazo y pensando lo mucho que
iba a disfrutar de la vida en esta ciudad. Aquel vago sentimiento de
depresión que experimentaba en ocasiones se debía, naturalmente, a que
estaba solo y al deseo de volver a casa, con su familia. Además, nunca había
estado lejos de casa antes con la idea de abandonarla para siempre. Era un
hombre gregario, se dijo. Pronto haría amistades entre todos aquellos
hombres que había conocido y con los que congeniaba. Connie también se
uniría a diversos grupos en la nueva iglesia, y los niños pronto se sentirían
a sus anchas con sus nuevos compañeros de juegos y sus nuevas activida-
des. Además los inviernos aquí eran cortos, al contra-no que en su ciudad,
un auténtico infierno para un hombre que tenía que caminar mucho. "Pero
ya no caminaré así mucho más —pensó—, aunque no es que lo haya hecho
con frecuencia en estos últimos tres años..."
Era extraño, pero cada ciudad parecía tener su olor individual. La suya
olía a polvo, a goma, a acero y a electricidad —sí, electricidad, y no era su
imaginación—. Pero esta ciudad olía a piedra pulida y a aceras limpias —
¡él era un técnico en cuestión de aceras!— y a ambiente cálido y, sí, era
gracioso, a fruta. Decidió que le gustaba.
El tráfico era muy rápido, observó con sus ojos experimentados, y la
gente parecía menos malhumorada que en su propia ciudad y menos
beligerante, aunque también había una gran multitud. Las ciudades
estaban abarrotadas en estos tiempos. El tráfico era un poco menos
alocado y los peatones menos groseros. En resumen, sería "más fácil" vivir
allí. Vio un policía de pie en una esquina, alerta, vigilante, y Fred,
involuntariamente y por costumbre, se acercó a él en seguida.
—Hola —dijo—. Soy un extraño en esta ciudad y...
El policía era joven pero se volvió inmediatamente a mirarle, y Fred vio
en su rostro lo que siempre percibiera en el rostro de la policía en su
ciudad: intensa vigilancia y una rápida sospecha, todo inconsciente, pero
allí por desgracia.
Se sintió algo decepcionado, pues había pensado que esta ciudad no se
parecía a la suya. Dijo rápidamente:
—También yo soy policía. Me hicieron sargento sólo hace tres años. Fred
Carlson es mi nombre. Vengo de...
Extendió la mano. El joven policía aún parecía sentirse dudoso, pero
aceptó con rapidez la mano de Fred y, con la misma rapidez, la soltó.
—¿Sargento? —repitió.
Fred sacó la cartera y su tarjeta y se las mostró al agente con la
misma cortesía con que deseaba que se identificara cualquier ciudadano
corriente. El policía examinó las credenciales que se le ofrecían con una
minuciosidad que habría sido innecesaria hacía diez años y estudió la
fotografía. Luego se la devolvió, se llevó la mano a la gorra con aire juvenil
y sonrió.
Y ¿qué hace aquí, sargento? ¿Buscando un criminal?
No —Fred vaciló—. Busco otro trabajo —añadió—, y lo he encontrado,
precisamente aquí.
—¿Trabajo policial?
—No. Voy a entrar en la industria privada. Con la Clinton Research
Associates.
El joven policía le examinó con curiosidad pero no hizo comentarios.
—Un hombre ha de pensar en su futuro —dijo Fred.
—Sí.
—Además, ser policía en estos tiempos no es lo que era antes... ¿Cómo
se llama?
—Jack Sullivan.
—Un auténtico nombre de policía. No, ya no es lo que era, y lo que yo
pensé que debía ser.
Los ojos de Jack Sullivan se estrecharon.
—Alguien ha de ser policía —dijo—. Así es como yo lo pensé. Es lo único
que siempre deseé hacer.
—Yo también —dijo Fred.
Se miraron y luego Jack Sullivan añadió:
—He de seguir con mi ronda.
Empezó a alejarse, tras un brevísimo saludo, pero Fred le siguió y
caminó a su lado. No le había gustado la expresión que tenían aquellos ojos
azules e inteligentes.
—Pero, ¿dónde le lleva este trabajo?
Alguien ha de mantener la ley y el orden —dijo el joven policía mirando
agudamente el rostro súbitamente desgraciado de Fred—. Para eso nacimos
algunos de nosotros, pero supongo que usted, sargento, nació para algo
más.
"Será cierto", se dijo Fred. Pero era demasiado tarde para pensar en
eso ahora.
—¿Cómo anda el crimen en esta ciudad, Jack?
—Un infierno —repuso éste con elocuente brevedad.
—Así es en todo el país en estos días, ¿verdad? Me pregunto por qué.
Todo el mundo se pregunta lo mismo.
—Perdimos a cuatro de nuestros mejores hombres hace un mes —dijo
Jack, y su joven rostro se oscureció—. Y diez el año pasado. ¿Es que toda
la gente se está volviendo loca? Y ahora todo el mundo hablando de
cámaras de revisión civil.
Ése será el momento —ahora hablaba con pasión— en que nosotros
iremos a la huelga y dejaremos que los criminales se hagan fuertes durante
algún tiempo a ver si así consiguen meterle algo de sentido común al
pueblo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Fred deprimido. La "brutalidad de la
policía". Todos esos pobrecitos criminales acusándonos a gritos cuando se
les ha cogido con las manos en la masa. Y luego los asistentes sociales y los
que creen que van haciendo el bien, y los que se dedican a hacerles
cariñitos y a mimarles lo repiten también, y lo mismo los malditos jueces
viejos que quieren ser reelegidos y que tienen el corazón blando, y el cerebro
blando también, y carecen de responsabilidad pública. Nos hemos convertido
en una nación de sentimentales psicópatas sin el menor respeto por la
autoridad y la decencia y sin dignidad. Peor aún, somos una nación de
criminales.
—Es cierto —dijo Jack Sullivan, con el rostro repentinamente
endurecido. Supongo que por eso es por lo que usted se sale de ello,
¿verdad, sargento? Para olvidarlo todo, ¿no?
Miró de frente al sargento Fred Carlson y no había expresión alguna en
sus ojos. Vio un hombre alto y joven, delgado, fuerte y duro, con el cutis
claro, ojos castaños, pelo rubio y un aire de resolución, dureza y
autoridad. Jack apretó los labios.
Yo no diría eso —se defendió Fred—. Pero he de pensar en el futuro.
¿Qué futuro hay en el trabajo de un policía?
—Sargento —repuso el agente con una cortesía elaborada que era
en sí misma un insulto—, yo no puedo saberlo. Sólo soy un estúpido policía,
de lo contrario no me pasaría la vida tratando de hacer que se cumpla algo
de lo que todo el mundo se ríe. Sólo un estúpido policía. He de seguir mi
ronda.
La despedida era demasiado evidente. Fred Cari-son, sargento, ya no era
importante. Era sólo otro civil que no comprendía la labor de la policía.
Quedó solo en pie, en la acera, observando la espalda muy erguida del
policía que se apartaba rápidamente de él. Finalmente dio media vuelta y
caminó lentamente, con la cabeza inclinada. Se forzó a pensar en su nuevo
y brillante futuro en esta ciudad, la apreciación de todo su trabajo, el
salario duplicado, la seguridad y, ¡maldita sea!, el fin del temor, el fin de su
sensación de rabiosa inutilidad y amarga impotencia, el fin del desprecio.
Connie era hija de un agente. Su padre había sido asesinado sólo hacía
un año en cumplimiento de su misión y a manos de criminales que, después
de capturados, fueron dejados en libertad por un tecnicismo. Ella sabía
bien lo que significaba ser policía. Temía por su marido, aunque ya habían
acabado sus días de patrullero y por eso corría ahora menos peligro. Me-
nos peligro... pero no mucho. Había tenido muchos malos ratos desde que
lo ascendieron a sargento, algunos incluso peores que cuando había sido un
simple Patrullero. Nunca le había dicho a Connie lo cerca de la muerte que
estuvo sólo hacía un mes. técnicamente habría servido para asustarla. Ella
vivía en constante temor por él. Pero era la hija de un agente y para ella la
labor de la policía era la cosa más importante del mundo. "Como un
centinela —decía— que guarda la ciudad." Connie era muy poética en
ocasiones, pero no había poesía en la labor de la policía, sólo amenaza y
violencia por parte de los criminales, y suciedad, un trabajo agotador y muy
mala paga, y, siempre, el desprecio y la burla de todos. Eso era lo peor.
—¡Maldita sea, maldita sea! —murmuró Fred en su furia.
Llegó a un cruce de calles con un disco rojo y se detuvo. Pasó un coche
ante él. A los lados llevaba unos cartelones en rojo y blanco: "¡Apoye a la
policía local!" ¡Qué risa! "¡Apoye a la policía local!" Se echó a reír. Un
hombre que estaba a su lado se rió también.
—Vaya chiste, ¿no? —preguntó a Fred.
Éste le miró sombríamente.
—Sí, vaya un chiste —contestó.
Al hombre no le gustó la mirada de sus ojos. Se apresuró a alejarse.
"Otro sólido ciudadano", comentó para sí el sargento Fred Carlson, otro
lector de periódicos escandalosos que siempre estaban chillando sobre
la "brutalidad de la policía". Un hombre que creían lo que decían
aquellos hijos de perra: que los hombres se hacían policías porque eran
demasiado estúpidos o demasiado indolentes para ser cualquier otra
cosa, y además porque eran sádicos por naturaleza. No era de extrañar
que tales "ciudadanos" ya no estuvieran seguros en las calles de sus
ciudades; no era de extrañar que sus hijos fueran amenazados cada hora
de cada día y que los tenderos fueran asesinados a tiros tras los
mostradores de madera de sus establecimientos, que las mujeres se
escurrieran en la oscuridad por temor a ser atacadas y que se robara en
las casas a la luz del día y se violara a las mujeres en sus hogares o
apartamentos de los suburbios. Ya no era de extrañar que el terror
invadiera el país y todas sus ciudades, desafiante y brutal, rojo
desangre. El caos reinaba en todas partes porque los proscritos y los
psicópatas ya no eran lo que eran realmente: criminales. Ahora eran
"perturbados mentales", "víctimas de hogares destrozados" o "individuos
privados de cultura y de las ventajas y privilegios que les correspondían".
"¡Y la gente espera que todo policía, trabajador y valiente, sea un
estúpido asistente social con nociones de psiquiatría y no un guardián de
la ley y protector del pueblo!", pensó Fred con su intensa y antigua
amargura. "¡Maldito sea, maldito sea!"
Sintió de nuevo la familiar desesperación, la frustrada cólera y el ultraje.
"Llorones —pensó—, nos hemos convertido en una nación de llorones,
peligrosos soñadores blandos y lacrimosos que repetimos cualquier imbécil
perogrullada que se les ocurra a los astutos enemigos de la sociedad con
vistas a sus fines definitivos. Nos hemos hecho afeminados y... ¿cómo di-
cen ellos en su jerga?, alarmados. Todo es alarmante ahora, desde una
amenaza de guerra o un show de la televisión. ¿Qué clase de gente
somos?... Imbéciles. ¡Afeminados imbéciles! ¡Invertidos en más de un sen-
tido!"
Pensó en la última vez, hace un mes, en que asistiera al desayuno tras
la misa de la Sociedad del Santo Nombre de la que era socio. Había visto
antiguos y envejecidos policías retirados allí, hombres viejos a los que
nadie confundiría jamás con viejas. Tenían rostros firmes y resueltos,
aquellos hombres que habían guardado la seguridad pública y habían
luchado durante más de cincuenta años, y habían exigido y recibido respeto
de su pueblo. Habían sido el terror de los criminales.
—Dime, Tim —había preguntado Fred a uno de ellos durante el
desayuno—, ¿cómo es que ahora la gente ya no respeta a los policías?
—La culpa es de las mujeres —repuso Tim con su rudo acento irlandés
—. Nos ha entrado miedo de las mujeres y de sus grandes bocazas, y de
que metan las narices en la política y en todo. Y hemos dejado que hagan
mujeres de nuestros chicos también. Dios se apiade de nosotros.
Fred hizo la misma pregunta a otro viejo patrullero retirado.
—Bien, te diré, sargento —había contestado el viejo—. Es la decadencia
general en la religión y la moral pública, y ¿a quién podemos echar la culpa?
Durante los pasados cuarenta años yo lo he visto por mí mismo. No digo que
no hubiera gentes malas en los viejos tiempos. ¡Claro que las había! Pero la
gente trabajaba demasiado tiempo y demasiado duro para oír las suaves
mentiras de los embusteros, y tenían mano dura con los chicos, y si era
preciso los arrastraban a la iglesia. Pero ahora mis nietos se ríen de la
religión y siguen su camino. ¿Quién tuvo la culpa? No lo sé, hijo, no lo sé.
Creo que hay demasiadas mujeres en todas partes, deseando demasiadas
cosas para sus críos antes de que lo hayan ganado. Eso los hace débiles y
blandos, sin músculos en sus cuerpos ni en sus almas.
—Bien —dijo Fred con gratitud—, mi Connie les da una paliza a los niños
si no obedecen las normas de casa, y tiene razón. Nada de "democracia" en
nuestra casa, ni que los pequeños tengan "el mismo voto". ¿Qué saben los
críos?
—Nada —contestó el viejo prontamente—. Pero oyendo a las mujeres y a
las maestras uno pensaría que cada vez que un crío abre su estúpida boca
está pronunciando palabras de la Sagrada Escritura en vez de m... Y por eso
los críos se creen los amos del mundo. Te digo, Fred, uno de estos días va a
haber un auténtico estallido... y no será demasiado tarde.
—Les siguen llamando "niños" cuando son lo bastante mayores para estar
casados y tener familias propias —intercaló otro viejo policía—. Por una
parte te dicen que los críos son más maduros estos días, que saben más
de lo que sabíamos nosotros a su edad, y por otra parte les llaman
"nenes" y derraman estúpidas lágrimas cuando alguna putita tiene un
bastardo y dice que "no lo sabía". ¡Qué demonios!, ¿cómo no había de
saberlo con todo tan explicado en los periódicos y revistas, y en los anuncios
y en la televisión? Sólo que se figuran que alguien les sacará del lío en vez
de meterlas en la cárcel como solía hacerse antes c ua ndo s e ha bía n
c orrid o una jue rga as í.
"Todo está permitido ahora", pensó Fred. ¿Qué había escrito Lenin? Quitad
la moral a un pueblo y no tendrá coraje para resistir. Bien, ¡la moral del
pueblo americano se había reducido ya todo lo que era posible! Una
generación adúltera y sin fe. Estaban bien maduras para el duro
totalitarismo y el látigo. E, inevitablemente, eso acabaría por llegar.
Había estado caminando muy deprisa y se detuvo bajo el sol del día
otoñal para secarse el rostro. A su izquierda vio que se alzaba un suave
terraplén de tierra verde, en medio mismo de la ciudad, con árboles de
tonos brillantes, rojo y oro, y macizos cuajados de hermosas flores de
otoño. Sobre la pequeña colina había un solo edificio blanco, clásico, con
tejado rojo y puertas de bronce que relucían al sol. "Un pequeño y hermoso
parque —pensó Fred—, y muy bien conservado." Vio fuentes y bancos de
mármol a la sombra de los árboles, y ardillas que jugueteaban en la hier-
ba, y niños que corrían entre los macizos de flores mientras sus madres los
observaban desde la fresca sombra.
¿Una pequeña iglesia, un museo? Fred empezó a caminar lentamente
por uno de los senderos de grava, excitado su interés. Los blancos muros,
en la distancia, brillaban bajo la fuerte luz. Nunca había visto nada tan
hermoso y sereno. Vio a una joven madre sentada bajo un gran roble
observando a su pequeño que daba de comer a una ardilla. La mujer
tenía un rostro hermoso, grandes ojos negros y una mata de pelo negro
como la seda que le caía hasta los hombros. Sonrió a Fred y éste se detuvo
llevándose la mano al sombrero.
—Perdone —dijo—. Soy un forastero en esta ciudad. ¿Qué es ese edificio?
Con una voz clara y dulce ella le contó la historia del edificio y del viejo
John Godfrey, y Fred escuchó con profundo interés.
—El hombre que escucha, ¿eh? —dijo—. ¿Un doctor, un psiquiatra, un
trabajador social, un abogado...?
La muchacha sonrió y su rostro pareció iluminarse.
—¡Oh, no! —dijo—. Eso es lo que cree la gente, pero no es eso.
—Entonces, ¿quién?
Ella quedó repentinamente grave. Estudió a Fred.
—Podría usted descubrirlo por sí mismo —dijo—. Al parecer, nadie se lo
dice a nadie.
—¿Usted le vio alguna vez?
Su voz era muy serena.
—Sí —vaciló—. Verá, hace cuatro años... bien, yo estaba bastante
desesperada. Iba a matarme...
—¿Usted? —la miró incrédulo—. ¿Dejando a su marido y a su hijito?
—No lo teníamos entonces, Tom y yo. Si no hubiera sido por... ese
hombre... de allá arriba, el pequeño Tom no estaría aquí ahora, ni yo
tampoco, y odio pensar en lo que le habría sucedido a mi marido. Y dónde
habría estado yo... Bueno, no quiero pensar en ello —estudió de nuevo a
Fred con mirada escudriñadora—. ¿Por qué no va y habla con él usted
mismo? Si es que tiene problemas...
—No tengo problemas —dijo el reticente sargento de policía—, por lo
menos ninguno que no pueda arreglar por mí mismo
—¡Qué afortunado es usted! —dijo la muchacha.
Sus ojos eran sinceros. Llamó a su pequeño y Fred siguió subiendo hacia
el edificio. ¡Qué afortunado era! Iba a librarse de la maldición que suponía el
desesperante, el decepcionante trabajo de la policía y crearse un futuro
para sí y su familia en un trabajo que sería respetado por todos. Sí, era
afortunado de salirse a tiempo, antes de que fuera demasiado tarde. Sólo
era la idea de vender el primer hogar que realmente había tenido lo que le
hacía sentirse deprimido, y la idea de dejar los lugares familiares, los viejos
amigos. Sí, eso era todo. En un par de meses sería feliz de nuevo, o al menos
estaría contento, pues ¿quién puede ser feliz en este mundo?
Se detuvo en el amplio y bajo escalón para leer las palabras doradas, en
arco, sobre las puertas de bronce magníficamente trabajadas: EL HOMBRE
QUE ESCUCHA. "Yo podría decirte muchas cosas, hermano", pensó Fred con
tan potente amargura que él mismo se sintió asombrado. "¡Pues claro que sí!
Pero ¿me escucharías tú? ¿O te limitarías a susurrar consuelos, como esos
consejeros neutros, para aplacarme con palabras imbéciles y con tópicos? ¿O
me dirías que yo estaba haciendo exactamente lo mejor... cuando sé que
no es cierto?"
Quedó atónito ante aquella vehemente traición de sus propios
pensamientos. ¡Pues claro que tenía razón! ¿Por qué había pensado por
un segundo que no la tenía? ¿Qué cosa, oculta en su interior, le había
traicionado? Estaba tan turbado que sintió odio por el hombre que
esperaba en aquel santuario blanco, el embustero de palabras suaves que
probablemente carecía de virilidad y sólo tendría la asquerosa y afemina-de
"buena voluntad" que reemplazaba el sentimiento auténticamente
cristiano en estos días. Probablemente acariciaba las mejillas y las manos
de los desgraciados que acudían a él en busca de consejo en su
desesperación, y les lanzaba una jerga psiquiátrica al rostro y les decía
que la "sociedad" les había tratado mal, y que merecían y tenían su
"compasión”.
"Compasión, "¡un cuerno!", pensó Fred Carlson. Lo que la gente
necesitaba era auténtica comprensión, la de hombres que les dijeran, como
Dios dijo a Job, que se sujetaran los lomos y fueran hombres y no pseudo
hombres asustados. "¡Hermano!", pensó mirando las puertas de bronce,
"¡Apuesta a que jamás oíste las quejas de un auténtico hombre en tu vida!
¡Me gustaría decírtelas!" No era un doctor, ni un psiquiatra, ni un
asistente social, ni un abogado, había dicho aquella muchacha. Entonces
debía ser un clérigo, uno de aquellos tan brillantes de la nueva ola, llenos de
sofisticación y muy preocupados por los "problemas modernos, tan
complejos" y por "nuestro deber para con el mundo", ¡y que jamás tenían
una palabra sobre los firmes deberes del hombre para con su Dios y del
imperativo de ser un hombre, y no una mujer con pantalones!
La furia hizo que Fred Carlson empujara bruscamente las puertas, tan
fuertemente que casi fue catapultado a la fresca sala de espera, en
penumbra.
—¡Perdón!
Pero sólo había un viejo allí, en medio de mesas de cristal, lámparas de
agradable y tenue luz, y sillas cómodas. El viejo le sonrió. Tenía un rostro
muy oscuro, marcado por los años, y un casco muy viril de pelo blanco. Su
aspecto y sus ropas le revelaban como un hombre del campo.
—¡Muchacho! ¡Vaya si debes tener problemas —dijo con afectuosa
sonrisa— para entrar corriendo de ese modo!
El sombrero nuevo de Fred le había caído casi sobre la nariz en su
prisa. Se lo echó atrás.
—No —dijo—. No tengo problemas. Soy forastero en esta ciudad.
—Eso es lo que todos somos, hijo —asintió el viejo. Forasteros en la
ciudad. Siempre lo fuimos, siempre lo seremos. Recuerdo algo que oí una
vez...
a mi esposa le gustaba mucho leer, y sobre todo poesía..."Forasteros que se
encuentran en una tierra extraña y a las puertas del infierno." Jamás
pensé mucho en eso hasta hace poco, pero ahora sé lo que significa. Sí,
señor; ya lo creo que lo sé.
Fred se sintió tan interesado por esto que descubrió que ya se estaba
sentando y quitándose el sombrero. El viejo le estudiaba con ojos cansados
pero muy agudos.
—Dijo usted que no tenía problemas. Hijo, si es así, es que no tiene
mucho sentido común, o muchos sentimientos. Cuando alguien me dice que
es "terriblemente feliz" siempre pienso: "O es usted un embustero, o un
loco." No es posible vivir en este mundo y ser feliz después de cumplir los
tres años.
—¿Por eso está usted aquí?
—Exactamente. He llegado al fin del camino y no sé qué hacer. Me han
dicho que el hombre de ahí dentro puede darme algún consejo. Nadie más
puede hacerlo.
"Debe tener al menos setenta años —pensó Fred— y ha trabajado
duramente toda su vida, como hicieron mi padre y mi abuelo. Ha
trabajado en la tierra y, por el aspecto de sus manos, todavía sigue
trabajando." Tenía un aire solitario! Probablemente sería viudo también.
—Espero que ese hombre le ayude —dijo Fred cortésmente.
Se oyó una suave campanada y el viejo se puso en pie.
—Eso es para mí —dijo. Se detuvo, mirando agudamente a Fred—. Hijo,
sería mejor que usted también le hablara. Parece como si lo necesitara.
Puedo oler los problemas, lo mismo que huelo la lluvia y la nieve antes de
que vengan.
Se dirigió a la puerta más alejada, agitando la cabeza. Fred se sintió
enojado. Vio como la puerta se cerraba tras el viejo sin sonido. Se
arrellanó en la silla. Era agradable estar allí, tan fresco, un lugar tan
bueno como cualquier otro para descansar antes de volver a su hotel.
Cogió de la mesita una revista de actualidad y empezó a pasar las páginas
llenas de fotografías. Había una en color de cierto famoso evangelista, de
rostro fervoroso y excitado, el pelo blanco flotante al viento y las manos
alzadas, dirigiéndose a un numeroso público. Bajo la fotografía, a doble pá-
gina, se leían estas palabras:
¡CENTINELA! ¿QUÉ HAY DE LA NOCHE?
Las inquietas manos de Fred se detuvieron. Miró las palabras impresas
que parecían saltar hacia él: ¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
De la Biblia, naturalmente. Las recordaba vagamente de hacía años. En la
antigüedad los centinelas patrullaban por los muros de la ciudad y por sus
puertas, con el farol, durante toda la noche, la espada al cinto y la
trompeta de alarma. Bajo la gran luna plateada o las lejanas estrellas, el
centinela seguía su lenta y resuelta ronda, guardando la ciudad mientras
dormía, buscando con sus ojos a enemigos y criminales, asesinos y
ladrones. Ése era su deber, su sagrado deber. Sin el centinela, la ciudad
caería...
Fred lanzó la revista con furia vengativa al otro lado de la habitación y
la rabia de siempre le dominó de nuevo. ¡Oh, iba a mencionarle todo eso al
santurrón y mentiroso de ahí dentro!
Le preguntaría lo que pensaba de una nación que atacaba a sus
centinelas y se burlaba de ellos y los acusaba de brutalidad. "¿Qué opina
de una ciudad —le diría— que desprecia tanto a sus centinelas que no les
paga un salario con el que puedan vivir y los ataca y se burla de ellos con
desprecio?" Y además, sí, le diría: "¡Bien, pues yo dejo mi puesto, y sólo
espero que un infierno de vándalos los asesine a todos en sus sudorosos
lechos y queme sus casas en torno a ustedes! Eso es lo que merecen.
¡Llévense su asqueroso puñado de dólares y cómanselo! ¡Que sus cámaras
civiles patrullen por la ciudad y acaricien a cada asesino hijo de perra que
encuentren en la oscuridad! ¡Nosotros, los policías, ya los hemos sufrido
bastante! ¡Estamos muy hartos de todos ellos!"
Cambió de postura y meditó en su rabia e indignación. Luego escuchó el
sonido de la campana. Alzó la vista. La llamada era para él. Se puso en pie de
un salto y fue a la puerta más alejada, bullendo su mente con furiosas
preguntas y furiosas respuestas. Abrió la puerta de un empellón y entró a
paso de carga, lleno de odio y amargura.
No sabía qué había esperado, pero ciertamente no este lugar blanco y
azul, sereno, aquella paz sin ventanas, aquella distante alcoba cubierta por
cortinas azules, y el sillón blanco con su almohadón azul. Había supuesto
que encontraría a un clérigo serio, de mediana edad, ante una mesa, con
archivos a sus espaldas y un cuaderno y una pluma ante él. Había 'esperado
un amable saludo:
—Buenas tardes. ¿Quiere sentarse y decirme qué le preocupa?
Quedó sorprendido y el calor de su mente se calmó un poco. No había allí
nadie más que él mismo. ¿Se había ido el hombre tras el último visitante?
Fred miró en torno viendo los muros suavemente iluminados y oyendo el
débil susurro del acondicionador de aire. Había un aroma de helechos en el
aire, con la fragancia de un profundo bosque.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó tentativamente.
Nadie le contestó. Dejó su abrigo en el sillón y el sombrero en el suelo.
Luego se sentó y contempló las cortinas de terciopelo azul. Era muy extraño,
pero parecían ocultar a alguien que estaba muy cerca, y que estaba
escuchando. Fred se inclinó un poco hacia adelante y dijo con cierta
brusquedad:
—Soy policía.
No hubo respuesta. Fred se rió un poco:
—Un policía que se retira. Me voy. ¿Necesito decirle por qué? Es muy
sencillo. Estoy cansado de sentirme avergonzado de mi trabajo, de tener que
disculparme por él ante un puñado de imbéciles que piensan que los policías
son estúpidos o sádicos y que les gusta disparar y pegar sólo por el gusto de
hacerlo. Bien, ahora ya me han metido en sus propias filas y, cuando vea un
policía en la calle a partir de hoy, pensaré: ¡Pobre estúpido a quien nadie
aprecia! Uno de estos días algún loco te meterá un cuchillo en las costillas
o te volará los sesos. Entonces tu esposa tendrá que dejar a tus hijos y
buscar un empleo, porque no habrá suficiente dinero para que ella
mantenga a la familia. No habrá justicia para ti tampoco, ni lágrimas públi-
cas.
Los jueces se abrazarán al cuello de tu asesino y sollozarán sobre su
"hogar destrozado" y lo muy "privado" que él se vio, y tu asesino será
enviado a una encantadora cárcel un par de años, o a esa especie de club
campestre que es el hospital psiquiátrico, y todo el mundo estará seguro
de que se ha abusado de él. Tú utilizaste la "brutalidad policíaca", ¿no?
¡Pues claro que sí! Estabas protegiendo tu ciudad y tu vida. ¡Imbécil!
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
—¿Qué? —exclamó Fred—. ¡Oh, esa estúpida pregunta! Yo se lo diré.
Cuando llegue la noche, y seguro que llegará, las ciudades serán un caos de
crímenes y robos, y todo eso es lo que merecen. ¡Habla de alarmas! Pues
yo me alegraré de verlo, se lo aseguro, me alegraré de verlo. Yo seré el
primero en reírme de los rostros atónitos y asustados. ¿Mujeres y niños
asesinados en las calles? ¿Las tiendas robadas? ¿Las iglesias quemadas?
¿Los hombres escurriéndose a lo largo de las paredes como ratas y
llorando? Y ¿a quién le importa?
Su voz, casi violenta, resonaba desde las paredes con ecos desafiantes.
—Usted no lo cree así, ¿eh? Usted cree que los hombres son cada día más
civilizados, ¿no? "¡La perfección del hombre!" ¿Sabe lo que pienso de
eso?... No me importa que sea un clérigo; le vendrá bien oír unas cuantas
palabras brutales de un policía brutal, quizá por primera vez en su vida.
"El único modo en que la mayoría de los hombres pueden mantenerse
disciplinados es mediante el temor a la ley o el temo de Dios...
Se detuvo.
—El temor de Dios —repitió lentamente—. Y ¿dónde está eso ahora, en la
América de hoy, o en cualquier parte del mundo? ¿Qué han hecho algunos
clérigos para meter el temor de Dios en la gente? Nada. Ustedes deploran lo
que llaman "fuerza", ya sea la autoridad de los padres, de la ley, o de la
divina justicia. Ustedes creen en la persuasión y la educación y la ilustración.
Lo mismo creyeron otros hombres en el pasado, y ellos descubrieron, como
descubriremos nosotros, que ésas son sólo palabras, y además estúpidas.
Déjeme que le diga unas cuantas cosas que he visto por mí mismo en mi
propia ciudad. No pasa un día sin que algún policía no traiga a un gamberro
que ha cogido robando, o matando, o maltratando a alguien. Pero entonces,
cuando se lleva al criminal a juicio, los asistentes sociales entran en tropel
con los llorosos padres y resulta que el policía estaba equivocado y que el
criminal fue el maltratado y que "jamás tuvo una oportunidad en la vida". El
juez escucha. ¿Cree usted que se vuelve a los padres del criminal y les
dice: ustedes son los que deberían ser castigados y ejecutaos, pues
ustedes hicieron esto a su hijo y a su país, y ustedes son los auténticos
criminales? No, él no dice eso. También él se seca una lágrima y empieza a
hacer agudas preguntas al policía sin creer prácticamente ninguna de las
respuestas del imbécil que arriesgó su vida para defender la ley y la
sociedad. En ocasiones, incluso le recrimina. Y el criminal queda libre y acaba
por cometer otro robo u otro crimen. Y entonces la gente pregunta: ¿Dónde
está nuestra policía? Todo lo que saben hacer es poner multas de tráfico.
—Le diré dónde están los policías —prosiguió—. Están haciendo sus rondas
de día y de noche, aunque saben que es inútil. La gente no va a apoyarles.
En realidad la gente es su enemiga.
El centinela, el "pies planos", como le llaman, está sirviendo desesperada-
mente a los mismos hombres y mujeres que se ocupan afanosamente en
destruir su autoridad, en condenarle a él, en liberar a los criminales y
asesinos para que los ataquen de nuevo. ¡Todo en nombre del "amor fra-
ternal"! ¡Por el amor de Dios! No comprenden que millones de personas
son, por su propia naturaleza, como Caín, y deben ser "arrojados", como
dice la Biblia, condenados al ostracismo y no rehabilitados hasta que
muestren arrepentimiento... y yo he sido policía durante años y jamás vi
arrepentirse a un criminal. Lo único que teme el criminal es la firme
justicia.
"El temor de Dios... ha sido reemplazado por lo que ellos llaman
"amor". Hay que amar a todo criminal, a todas las víboras que uno se
encuentre. Y preguntan muy serios y abriendo mucho los ojos: ¿Soy yo el
guardián de mi hermano? No saben, o han olvidado, que fue Caín, el asesino,
el que hizo esa pregunta. Y cuando Caín la hizo, Dios no dijo: ¡Seguro que tú
eres el guardián de tu hermano! Sólo dijo: La sangre de tu hermano grita
desde la tierra contra ti. Y por eso Caín quedó marcado y exiliado, y se
convirtió en el padre de todos los criminales que han vivido en el mundo
desde aquel día. Pero ahora no los marcamos y enviamos al exilio. Ahora
les damos "amor", y ellos
vuelven una y otra vez a los mismos tribunales, y son abrazados por los
mismos asistentes sociales... y salen libres para hacer la misma tarea una y
otra vez.
"He observado, y todos los demás policías lo han observado también, que
la mayoría de los crímenes son cometidos por criminales puestos en
libertad una y otra vez. Miramos el tipo de trabajo y casi siempre podemos
nombrar al tipo que lo hizo. Pero si le cogemos de nuevo nos enfrentamos
con toda clase de absurdas restricciones dictaminadas por los tribunales.
Ahora los jueces casi nunca aceptan las confesiones de culpabilidad. Creen
que todas las confesiones son "forzadas" y falsas, y que fueron obtenidas
bajo la "brutalidad de la policía". Incluso cuando el criminal mira al juez al
rostro y le dice la verdad, el juez le sonríe compasivamente. Es difícil
conseguir un jurado decente y que se respete para que dé en estos días un
veredicto adecuado. Todos han sido corrompidos por ese "amor" sin Dios del
que se oye y se lee en todas partes.
—El amor de Dios es el principio de la sabiduría.
—¡Es cierto! —exclamó Fred. Entonces se detuvo.
¿Había oído esas palabras del hombre tras la cortina o sólo había pensado
en ellas? Una débil confusión oscureció su mente. En tan silencioso lugar,
los pensamientos de un hombre parecían ser externos a él, y no internos—.
De todas formas es cierto —dijo—, tanto si oí decírselo a usted como si
sólo lo pensé.
“¿Quiere que le diga una cosa? Todo ese amor de que tanto se oye
hablar en estos días es sucio. Eso es lo que es: sucio. Uno mira a la gente
que lo vocea y tiene la sensación de suciedad moral y espiritual, no
natural, indecente. Como... bien, como el "amor" entre homosexuales y
otros pervertidos. Tal vez sea “amor” ¡Pero yo no lo llamo así! Y
tampoco llamo amor auténtico a eso tan dañino para el ambiente y
espíritu nacional. Es repulsivo, nauseabundo. No es de hombres. Es
peligroso.
Hemos de tener piedad del desgraciado, sí, del auténticamente
desgraciado, como el enfermo, el inválido, el minusválido, el viejo y los que
son víctimas auténticas de sus maravillosos compatriotas. Pero no de los
criminales, los desarraigados, los pervertidos, los ladrones por hábito. No,
no de ésos, los verdaderos enemigos de la sociedad. Ellos eligieron ser lo que
son. Yo me eduqué hasta ser lo que soy en un barrio muy malo. Mi padre era
un obrero. No recuerdo haber comido bien durante la mayor parte de mi
infancia.
"Pero ¡seguro como que hay infierno que yo tenía miedo del viejo! Él era
el jefe de la familia. Nos enviaba al colegio y a misa, y ¡que Dios tuviera
piedad de nosotros si faltábamos a la escuela o al catecismo! Nos enseñaba a
ser limpios, mental y físicamente, aunque tuviéramos que dormir los cuatro
niños amontonados en un pequeño dormitorio oscuro. Un paso fuera de la
fila y lo sentíamos durante días.
"Ninguno de nosotros llegó a ser criminal, aunque fuéramos lo que
llaman hoy en día "privados de ventajas". Mi hermano es abogado. Mis dos
hermanas se casaron con hombres buenos y temerosos de Dios. Y todos
tuvimos interés en ir a la escuela superior y a la universidad, trabajando en
vacaciones, durante la noche y en los fines de semana para pagarnos los
estudios. Nadie pagó por nosotros, y nos sentimos orgullosos de ello.
"Pero en la casa de al lado vivía otra familia de seis personas. El padre
trabajaba con el mío. Pero ¡qué diferencia! Los niños se criaron en la calle.
Fueron expulsados de la escuela una y otra vez. Eran delincuentes antes de
los trece años. Jamás iban a la iglesia. Terminaron siendo unos ladrones, uno
de ellos asesino además, y el otro condenado por molestar a las niñas. Su
padre jamás les dio una paliza, jamás les enseñó disciplina. Hablaba a mi
padre de "amar a los hijos” pero ¡si alguna vez un hombre odió a sus hijos
ese fue él! ¿Cómo lo sé? Los informes de la policía lo demuestran. Aquel
hombre les dejó hacer cuanto querían les dio todo lo que pudo sin pedir nada
a cambio, V jamás les explicó lo que significaba ser un buen ciudadano y un
buen americano. No tenían otro deber que satisfacerse a sí mismos a
expensas de la sociedad. Si eso no es odio, me gustaría saber lo que es.
"Uno de ellos mató a un policía. E intentó matarme a mí.
Tembló con el recuerdo de aquella noche, sólo hacía un mes. Continuó:
—Recibimos el aviso de que estaba asaltando una joyería. Era un robo
más de toda una serie. Fui allí con cuatro de mis hombres. Acorralamos a
tres ladrones, pero no antes de que uno de ellos nos disparara, matara a uno
de mis mejores muchachos y casi me diera a mí. Pronto los llevarán a juicio.
Pero el blando del juez ya les ha designado a uno de los grandes abogados de
la ciudad. Si los condenan a cinco años a cada uno, incluido el asesino, me
sorprenderá mucho. Pues el criminal ha dicho ya que la confesión le fue
"arrancada mediante la brutalidad de la policía". ¡Y le cogimos con la pistola
humeante en la mano! Yo conozco a ese abogado. Presume de que siempre
consigue la libertad para sus clientes. Y esta vez también lo conseguirá. Los
asistentes sociales están ocupándose de ello. Han reunido informes
completos sobre los criminales, en los que consta que se vieron "privados de
cultura y de privilegios", y todas esas palabras estúpidas, nauseabundas y
sucias.
Golpeó el brazo del sillón con el puño.
¡Y cuando esos criminales vuelvan a cometer los mismos crímenes
la gente escribirá a los periódicos y preguntará dónde estaba la policía!
El hombre tras la cortina no habló, pero Fred seguía.
—Toda mi vida deseé ser policía. Mi padre sentía gran respeto por la
policía y nos enseñó ese respeto también. Dijo que él mismo había querido
ser policía. Para él no había mejor ocupación que ser el guardián de la
ciudad, de la paz y seguridad de la ciudad. ¡Vaya, era la cosa más
importante del mundo para él! Y lo fue para mí. Me iba a pasear con los
policías, jóvenes y viejos, que hacían su ronda, y hablaba durante horas
con ellos. Entonces se sentían orgullosos de ser policías. La gente los
admiraba y respetaba. A una madre le bastaba con decir: La próxima vez
que hable con Mr. Mullaney le hablaré de ti; y el pequeño se portaba bien.
El policía era la autoridad legal, después de Dios, y debía ser obedecido y
honrado. También el sacerdote nos lo decía.
"Pero nadie lo dice ahora. Los niños se burlan de la policía, insultan a
los agentes, bailan fuera de su alcance. Son los "pies planos". Son los
miembros despreciados de la sociedad.
"Así que sé que es inútil. Y me voy. Dejo el trabajo de la policía.
Quiero vivir un poco antes de la inevitable decadencia de mi país. Me
largo.
—¡Centinela! ¿Qué hay de la noche?
Fred asintió sombríamente:
—Sí, ¿qué hay? Todos los centinelas serán asesinados o desarmados, o
humillados. No quiero ser uno de ellos. No me diga, como me dijo el jefe la
semana pasada, que la policía local es la única defensa que tiene el
pueblo, no sólo contra los criminales, sino contra los mismos tiranos. Sé
que tiene razón. Pero estoy harto de la burla y el desprecio. Estoy harto
de la paga miserable por arriesgar mi vida y tratar de mantener la ley y
el orden contra toda la estúpida voluntad del pueblo, que prefiere el caos
y la tiranía. Pues que lo disfrute, digo yo ahora. Mientras tanto quiero vivir
un poco, respetado, razonablemente seguro de que no me asesinarán
¿Qué hay de la noche?
—Bien, ¿qué hay? Que ya llega la noche, de eso podemos estar
condenadamente seguros. Y yo dejo los muros y las puertas de la ciudad, y
mi farol solitario, v mis armas y mi trompeta. Que algún otro pobre imbécil
lo recoja, si quiere, y que le maten mientras cumple con su deber.
De pronto vio el rostro del joven patrullero Jack Sullivan, y la mirada
peculiar de sus ojos: "Yo no soy más que un estúpido policía." Y luego se
había alejado de él.
—Un estúpido policía —murmuró Fred Carlson—. Un centinela en la noche.
Miró la cortina de nuevo.
—¿Adonde iremos para estar seguros? —preguntó—. Pronto no habrá
seguridad en el mundo para nadie.
—¡Centinela...!
—¡No me llame eso! —gritó furioso—. ¡He terminado con ello, se lo
aseguro! Ya no soy su centinela.
Se puso en pie de un salto y se enfrentó con la silenciosa cortina con
rabia creciente.
—Usted no dice nada, ¿verdad? Usted es uno de ellos, ¿no? Llorando por
todos los criminales, ladrones y desplazados, lleno de amor por ellos.., ¿Qué
le importan las personas decentes, los niños pequeños, las mujeres
indefensas, los ciudadanos trabajadores? Dígame, ¿qué le importa?
Vio un botón junto a la cortina y lo golpeó con el puño, maldiciendo entre
dientes.
Las cortinas se corrieron silenciosamente y, a la luz que inundaba la
alcoba, vio al hombre que le había escuchado en silencio.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró retirándose.
Se sentó y se cubrió los ojos con las manos. Sintió la luz que rodeaba al
hombre. Sintió su silencioso reproche, y escuchó sus preguntas. Comprendió
después que había estado sentado mucho tiempo en el sillón, los ojos
ocultos y un débil temblor recorriendo todos sus nervios.
Al fin dejó caer las manos y él y el hombre se contemplaron en intenso
silencio.
Sé lo que realmente estás diciendo dijo el policía—. Me recuerdas que
tú jamás dejaste los muros y las puertas de la ciudad, y que nunca los
dejarás. Tú no entregarás a los hombres a sus tiranos y asesinos,
dejándoles sin esperanza. Tú patrullarás constantemente con tu luz, y
nunca dormirás. Tú harás sonar la alarma. Siempre estás haciendo sonar la
alarma, ¿no?
"Supongo que no importa que en estos días las personas se rían de ti
también, y se burlen de tus centinelas en la noche. Tú sabes como yo que la
noche se acerca para todos nosotros. Y que alguien ha de estar vigilando
para guardar al pueblo...
"Alguien. Supongo que eso significa que también yo, ¿no es cierto?
Agitó la cabeza.
—Ahora recuerdo algo... Cuando dieron a elegir entre un criminal y tú, el
pueblo eligió al criminal. Siempre lo hacen, eso nunca falla. Pero tú se lo
perdonaste. Has estado vigilando a través de toda la noche, y estarás a
nuestro alcance cuando la noche llegue.
Fred Carlson se puso en pie y se acercó al hombre lentamente. Se
arrodilló ante él, se santiguó e inclinó la cabeza.
—Centinela —dijo—, no vas a estar solo. Yo voy a estar acompañándote,
seguro que sí. Patrullando en los muros y las puertas de la ciudad.
ALMA SEGUNDA
EL SADUCEO
ALMA TERCERA
EL AFLIGIDO
ALMA TERCERA
—Sí. Allí tengo mi fábrica, y allí vivo con mi familia —sintió que la
frente le ardía y se le ponía tensa—. Empleo tanta gente blanca como
de color, por supuesto. Y nunca he tenido problemas. Hasta hace muy
poco.
Había mirado aquellos fríos ojos azules, y los fríos ojos azules le
habían devuelto la mirada, y fue como si unos luchadores se
enfrentaran en mortal combate.
ALMA QUINTA
SOLO UN MUCHACHO
EL JUBILADO
EL PASTOR
El mes de mayo, el mes de las flores, el mes de la Reina del Cielo. ¿No es
así como le llamaba su amigo, el padre Moran? Sí. Un mes hermoso, lleno de
luz y promesas, dorado y verde y lleno de flores, con el perfume del júbilo y
regocijo.
"Pero ¿cuándo me he sentido así por última vez?", se preguntó el
reverendo Mr. Henry Blackstone, meditando sobre sí mismo. "Soy tan viejo
como la muerte, en verdad, en estos días, aunque, según los cálculos
modernos, sólo tenga sesenta años. No estoy in, como dirían mis fieles
jóvenes de la parroquia. No, no estoy in. Es extraño. Yo siempre fui un
hombre muy optimista, hasta hace pocos años. Ahora me hallo totalmente
deprimido, camino deprimido, vivo deprimido. ¿Quién está equivocado, el
mundo o yo? ¿Soy irremediablemente algo del pasado? Estoy tan condena-
damente confuso, tan desamparado... En tiempos podía hablar con Dios,
pero ahora sólo escucho el más negro y reprobador silencio, como si hubiera
cometido algún pecado terrible. Qué pecado sea, lo ignoro. ¿Es que también
Dios piensa que no estoy in? En ocasiones me gustaría que también
nosotros tuviéramos un confesionario de modo que yo pudiera... pero ¿qué
confesaría? ¿Que en cierto momento perdí el paso y quedé retrasado con
respecto a todas las generaciones, o que algo anda mal con el hombre
moderno, algo demasiado horrible de contemplar? Cuando pienso eso, ¿es
que soy culpable del pecado de orgullo, por estar convencido de que Harry
Blackstone tiene todas las respuestas? ¿Qué voy a hacer?"
No llevaba cuello clerical, no porque los jóvenes se burlaran de él en
estos tiempos, sino porque se sentía indigno de él. El día de mayo era
cálido, claro, lleno del brillo y el aroma de la santa tierra. Vestía una vieja
chaqueta deportiva. Siempre había creído que le caía mal en los hombros,
como toda la ropa secular. Recorrió lentamente el sendero de grava hacia
lo que la comunidad, en tono de burla o de reverencia, llamaba santuario.
Un escándalo para algunos, un orgullo para otros. El viejo John Godfrey...
Deseó haberle conocido. Pero Godfrey había muerto hacía muchos años,
mucho antes de que él, el reverendo Blackstone, hubiera llegado a la ciudad
desde la pequeña y encantadora población donde naciera, donde fuera
ordenado y donde tuviera su primera parroquia. Se detuvo en el sendero.
Midville. No había visitado Midville durante más de quince años, desde que
murieran sus padres. Se sintió dominado por una sensación de nostalgia
tan intensa que le dolieron los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quizá debería
volver a la paz, armonía y silencio de Midville. Luego se le ocurrió otro
pensamiento: quizá Midville habría cambiado también. Tal vez se sentiría
un anacronismo allí si volvía, como se sentía un anacronismo aquí, en esta
ciudad. Anacronismo. Eso es lo que los jóvenes decían de él, e incluso los
hombres maduros, y los de su propia generación. Cierta emoción surgió en
su mente, pero le pareció blasfemo y apresuradamente dedicó su
atención al hermoso edificio blanco al que se aproximaba y a los inocentes
colores de los macizos de flores; tulipanes, dalias, lirios del valle, y, en
lugares más retirados, estallantes arbustos de lilas blancas, azules y
púrpura. Una fuente dejaba caer el agua con rumor de risas y la estatua de
mármol en su centro alzaba un rostro ansioso al cielo y se bañaba en luz.
—¡Qué encantador, qué hermoso! —dijo el ministro, y se detuvo a ver
los pájaros que saltaban de árbol en árbol en la pura excitación de su
inocencia, en su apasionada y sencilla celebración de la vida.
"En alguna parte —pensó— existe la respuesta. Ojalá desaparezca esta
profunda confusión de mi mente, de modo que pueda sentirme seguro de
nuevo, como lo estuviera en tiempos de que había una respuesta, no a
Dios, que no necesita respuestas, sino de lo que le complace a Él y de lo
que yo en particular debo hacer."
Había llegado a las puertas de bronce. El brillante sol venía a caer sobre
las doradas letras que las coronaban: EL HOMBRE QUE ESCUCHA.
"¿Lo hace, en verdad? se preguntó el ministro—. Y luego, ¿qué dice?
¿Tendrá una respuesta para lo que me está matando? ¿Me dirá por qué he
venido aquí hoy? Mi propia desesperación, mis dudas de mí mismo y de los
otros, mi sentido de pérdida e inseguridad... ¿podrá explicármelos? ¿Me los
aclarará en verdad? Porque debo tomar una importante decisión. Espero
que pueda ayudarme. Porque nadie más, ni siquiera Dios, parece poder
hacerlo. ¿Es que siempre hemos de estar solos, especialmente cuando
estamos tan necesitados?"
Vaciló. Luego abrió las puertas de bronce. Dos mujeres maduras se
hallaban sentadas en silencio en la agradable sala de espera, llena de
lámparas, pero sin ventanas. Mr. Blackstone miró cuidadosamente a las
mujeres y se sintió aliviado de que le fueran desconocidas. Contemplaban
con desgana unas revistas. Los ojos de una de ellas brillaban, y ese brillo
fue como un dolor angustioso para el ministro, aunque no supo por qué.
La miró con intensidad. ¿Sufriría ella también? ¿Qué habría llevado allí a
aquellas mujeres corrientes y vulgares, gordas, serenas y enguantadas?
Ambas parecían bastante acomodadas, si uno había de juzgar por sus ropas
y su actitud casual. Sin embargo algún problema las había llevado allí,
alguna tristeza invencible. De pronto se sintió atacado de nuevo por el dolor.
¿Es que no tenían ellas ministros en quien confiar, ni ayuda de ningún ser
humano? ¿Es que eran como las mujeres de su congregación que nada
veían en él, ni oían nada en su voz, y se veían obligadas a acudir a
psiquiatras anónimos? ¿O a un doctor? ¿O a un clérigo como él? Se sintió
avergonzado. Sin embargo él, su pastor, había ido allí también. ¿Estaría
tan perdido como ellas?
Una de las mujeres alzó la mirada suavemente, como si hubiera
escuchado un sonido proveniente de él. un sonido de desesperación, de
sufrimiento ahogado, o una pregunta. Vio a un hombre alto y robusto, de
mediana edad, con escaso cabello entre gris y castaño, un rostro amable, a
la vez firme y pensativo, y ojos castaños algo mortecinos, como si
estuvieran insoportablemente cansados. Observó que las ropas le sentaban
mal, ya que no parecía sentirse a gusto con ellas, como si no fueran su
vestimenta de costumbre. Pero la mujer se sentía tan desgraciada que sus
silenciosos pensamientos sobre aquel hombre pronto le cansaron y volvió a
pensar en sus propios problemas y a preguntarse si el hombre que
aguardaba y escuchaba en la otra habitación podría ayudarla de algún
modo.
El ministro cogió en silencio una revista y la miró. ¿Era sólo su
imaginación lo que hacía que el contenido pareciera confuso, con colores
demasiado vivos, con palabras demasiado excitadas? ¡Crisis, crisis, crisis!
•Era todo falso, o el mundo era realmente tan ávido, tan exigente, tan
vehemente? ¿Es que el hombre necesitaba verse reflejado en grandes
mayúsculas negras porque ya no había palabras sencillas en su alma? ¿0
eran las grandes mayúsculas negras la expresión de algún creciente horror
en el mundo que había que proclamar a voces como gritan los cuervos a la
vista de un horrible peligro? ¿Era todo como un estúpido espantapájaros en
un paisaje indiferente? ¿O era el espectro del horror, visible incluso a los
ojos más torpes? ¿Acaso lo imaginaba él? ¿O hasta los niños parecían gritar
de modo incoherente, sin hablar jamás con serenidad? Y todos los hombres
corrían sin aliento trasladándose con prisa exagerada... ¿hacia dónde?
Incluso las mujeres viejas ¿no daban siempre la impresión de hablar con
demasiada rapidez, febriles y temerosas a pesar de su risa vivaz, sus dientes
brillantes y dominadores y aparentando ser jóvenes, jóvenes, jóvenes,
cuando era obvio que cada día eran más y más y más viejas...?
¿O es que el reverendo Mr. Henry Blackstone sentía su propia edad y
temblaba como un caballo viejo ante fantasmas que no existían más que
en su abrumada existencia? ¿Fue el mundo siempre así? ¿O sólo la edad y
las preocupaciones hacían que un hombre se sintiera realmente agobiado
cuando todo seguía siendo igual que siempre y sólo sus propios ojos habían
cambiado? ¿Cómo era el mundo en su juventud, cuando él sólo era un
muchacho, antes de todas aquellas guerras? Sólo podía recordar un jardín
bajo el sol de otoño, cargado con el aroma de las manzanas maduras y la
suave hierba, el sonido de un distante timbre de bicicleta, el tranquilo abrir
y cerrarse de las puertas, el ansioso grito de un niño, la risa serena de las
mujeres y el retumbar de la campana de la iglesia en una época serena y
sin prisas. Podía recordar el columpio en el que se mecía indolente, y la
parte trasera de la vieja casa blanca donde naciera, y el reflejo del sol en
los brillantes cristales de la cocina. Tan claramente acudía a su memoria que
incluso podía ver el joven rostro de su madre sonriéndole mientras
trabajaba en la cocina y su llamada por encima de las sombras y la hierba.
Experimentó una intensa felicidad y sonrió tiernamente. Ahora su madre
sería para siempre joven para él, y dulce y ardiente, y para siempre reiría
con aquella suave risa, y aguardaría su regreso con su padre.
¡Había sido todo tan pacífico entonces! Pero ¿había sido tan pacífico para
sus padres? ¿Era sólo una ilusión de su infancia, o había sido así en verdad?
Rebuscó en los serenos días de sus primeros años, los sonidos de la tarde
del sábado, con el cortador de césped y los silbidos de los muchachos, y
el resonar de los patines de las niñas, y las mujeres preparando a toda
prisa las cestas de la merienda, y el susurro de las mangueras cuando los
hombres regaban sus pequeños cuadritos de césped, y los ladridos de los
alegres perros. ¿Era posible que los niños sintieran hoy la misma serenidad y
contento, y que los niños fueran siempre niños?
¿Acaso sus padres habrían tenido alguna crisis en su vida, como al
parecer ocurría con casi todas las personas en este mundo moderno? Se
hundió más en sus pensamientos. Su padre había sido empleado del
ferrocarril, con un pequeño salario. Siempre se mostraba orgulloso de su
visera verde y de los manguitos en los brazos, que mantenían bien limpia la
inmaculada camisa a rayas. Sus horas de trabajo eran largas y pesadas.
Su esposa no tenía un equipo moderno en la cocina antigua e inmensa.
¡Qué bien recordaba ahora el rumor de la colada de los lunes en el
sótano, y a su madre que estrujaba las ropas cantando y las tendía luego
al sol! ¿Existía otro sonido más consolador? La familia no tuvo automóvil
hasta que ya su padre era de mediana edad, aunque muchos vecinos
poseían automóviles que sólo utilizaban en los fines de semana. Y luego
estaba el cine, naturalmente, películas salvajes y violentas que todos
condenaban, en especial los viejos ministros, que las juzgaban pecaminosas.
Pero en todo ello había habido paz. ¿No?
Su padre nunca había mencionado los impuestos. Washington estaba
tan lejos que era casi un mito. El 4 de julio era simplemente la ocasión de
reunirse en el parque y escuchar la banda alemana y luego comer de los
grandes cestos de la merienda y escuchar a los oradores y ponerse en pie
para entonar canciones patrióticas y agitar las banderitas. Y luego el re-
greso a casa, alegremente cansados y sobrealimentados con helados y pollo
frito, en el cálido atardecer, los pájaros reuniéndose ya a dormir en los
árboles y las ventanas encendiéndose en toda la calle, y una taza de
cacao caliente y galletas en perspectiva, y luego la cama, resguardadito para
la noche. ¿De qué hablaban sus padres?
Del almacén. De los vecinos. Del sermón del ministro del domingo
anterior. De la necesidad de cortar la hierba, del nuevo niño que había
nacido en aquella misma calle, de los compañeros de trabajo, de sus
esposas e hijos, de la preocupación por sus propios padres, de sus
esperanzas. Y, sobre todo, de su inocente fe en Dios y la aceptación de todo
lo que Él se sirviera enviarles, fuera bueno o malo. Le parecía escuchar las
voces de sus jóvenes padres con toda claridad, aun a distancia de tantísimos
años. Su madre se enojaba porque el bizcocho no le había subido hoy y la
leche se había agriado. Su padre se reía cariñosamente de ella y la besaba.
Hablaban de la subida de sueldo que él esperaba para después de Navidad,
y de lo que harían con el dinero, aparte de ahorrar algo. Pero no se hablaba
de impuestos ni deducciones, de delincuentes juveniles en el vecindario, de
muchachas incomprendidas que habían cometido un error. (Uno no
mencionaba a tales chicas. Él jamás había conocido a ninguna. No es que no
se pudiera comentar sobre ellas; es que eran inmencionables.) No había
conversaciones frenéticas sobre el nuevo electrodoméstico que un vecino
orgulloso mostraba altivamente a sus envidiosos amigos, ni su madre
insistía en tenerlo también. Su padre no hablaba de modo nervioso e
hiriente, con envidia de que los otros tuvieran más que él, ni resentimiento
contra los compañeros de trabajo, ni comentarios burlones sobre el jefe. Los
planes para el futuro eran seguros y serenos. Henry tendría la mejor edu-
cación que sus padres pudieran permitirse. Se casaría y les daría nietos.
Caminaría humildemente ante su Dios en seguridad y paz. Mientras tanto
había un techo firme sobre sus cabezas y los viejos muros los resguardaban.
No había guerra. No había estruendo, ni voces histéricas, ni resonar de
pasos indisciplinados, ni slogans, ni la agotadora amenaza de los
incontrolados, ni anarquía, del cuerpo o del alma, ni ofensa de la ley por
parte del espíritu. No había seres desarraigados, corriendo de un lado a
otro, sin ir a ninguna parte.
"¿Estoy seguro?", se preguntó el ministro. Y por primera vez en mucho
tiempo le vino la respuesta: "Estás seguro." Así era.
Entonces, ¿qué le había sucedido al mundo? ¿Por qué se había convertido
en... —¿cuál era aquella palabra tan gráfica?— algo baladí, en el antiguo
sentido de la palabra, barato, sin valor, endeble, charro, sin fuerza?
De pronto el ministro creyó oír a su joven madre que cantaba su himno
favorito, tan dulce y confiadamente como lo escuchara en su niñez:
ALMA OCTAVA
EL GRANJERO
—...cuando todo lo que me recuerda
mi juventud y mi alegría,
me dice en el fondo de mi corazón
¡que yo he tenido mi mundo, como en mis tiempos!
"Esposa de Bath"
ALMA OCTAVA
Se detuvo.
—Había olvidado decirle mi nombre, Adam Faith. 1 Mi madre era
caprichosa. Pero ahora sí que me gusta el nombre, aunque la gente
solía reírse de él.. No me importa. La cuestión es que la presión de los
impuestos es cada vez mayor y quizá pierda mi granja. Al dice que me
enviará el dinero para completar! lo que no puedo pagar, pero no me
gusta aceptarlo, aunque Al recuerda bien lo de honrar padre y madre,
seguro que sí. Siempre lo tiene presente. ¿Qué cree usted? ¿Cree que
debo vender y venirme a la ciudad?
Siempre tuvo una gran imaginación, solía decir Beth, de modo que
sólo sería su imaginación, pero fue algo espléndido lo que le aseguró que
el hombre tras la cortina le contestaba con un enfático "¡No!".
—En realidad —dijo con voz repentinamente cansada— supongo que no
soy importante en absoluto, sólo un don nadie. Como dice Al, todo lo que
conocí en mi vida fue el trabajo. El trabajo duro. Como dice Al, tampoco fui
demasiado a la escuela, pues la escuela estaba a siete kilómetros y era un
infierno llegar hasta ella en invierno, y además sólo era para chicos de seis
y siete años. Me levantaba al amanecer, en aquel cuartito bajo el tejado que
ardía en verano y estaba helado todo el invierno, y me acostaba en cuanto
se ponía el sol y las vacas estaban seguras en el establo y los cerdos y
gallinas habían comido ya. Y me dormía como un tronco, como si
estuviera muerto. Y arriba otra vez, al trabajo, y luego corriendo a la
escuela, y luego corriendo a casa para hacer algo más. Quizás Al tenga
razón después de todo. No tuve la oportunidad de ser nada más que un
estúpido granjero en una granja que va no rinde, con los impuestos y las
restricciones del gobierno. No acepto sus cheques, pero ellos vienen ame-
nazando y diciéndome lo que puedo o no puedo cultivar. ¿Es que ya no es
éste un país libre? No, no lo es. Pero a muchos granjeros les gusta. Tienen
seguridad, dicen. Seguridad contra los años de mala cosecha, en los que
hay que apretarse el cinturón. Seguridad, dicen, contra los caprichos del
tiempo, en los años buenos y malos. Seguridad para comprarse coches y
correr a la ciudad, a los bares y cines, y comprarse televisores y llevar trajes
de fantasía.
"Quizás Al tenga razón. Tengo setenta y cinco años. Ya no puedo
permitirme contratar obreros, como solía hacer en ocasiones. He de hacerlo
todo yo mismo. Y aquello está horriblemente solitario por la noche y los
domingos. No hay vecinos con los que charlar, como solíamos hacer. Vaya,
recuerdo la época en que conocí a Beth...
Los Zimmer tenían una granja junto a la de su padre, alemanes buenos y
trabajadores, que hicieron su casa de piedra sólida, e hicieron fructificar su
tierra. Mrs. Zimmer, como su propia madre, parecía tener tiempo para
hacerlo todo.
1. La palabra faith significa fe. En cierto modo el nombre podría traducirse como Fe
de Adán. (N. del T.)
"No sabía lo que significaba hasta ahora, gracias a usted, párroco. Eso
significa que yo realmente viví, que tuve un mundo real, y lo disfruté y lo
amé, en todos sus minutos, en todos sus olores y sonidos, incluso en el
dolor y la sequía, y el duro trabajo y las penalidades. "He tenido mi mundo,
como en mis tiempos." Lo tuve, y un mundo maravilloso, lleno de paz, trabajo
y satisfacciones. El mundo no me debe nada. Me lo dio todo. Dios me lo dio
todo, un cuerpo fuerte,
el amor, unos extraordinarios vecinos, una maravillosa y buena esposa y un
hijo magnífico... aunque a Al no le guste la tierra es un chico magnífico, Dios
le bendiga.
"Quizá Beth sabía que se iba a morir, quizá tuvo una premonición.
Intentaba decirme que también ella había tenido su mundo en su vida, y que
estaba completo, y que nada le debía, ni ella a él. Estaba terminado, como
una labor cuidadosa, pacientemente tejida, pacientemente seguida, rojo,
amarillo, verde, blanco y azul, algunas flores, algunas sombras, dibujos que
no podrían explicarse, algo de primavera, verano, otoño e invierno... toda
una vida, reunida y siempre útil, nueva o vieja. Y cada trozo de aquella labor
tenía una historia que contar, y un lugar que recordar, alegre o doloroso.
"¡Le digo, párroco, que me hace sentirme avergonzado! Venir aquí a
usted, quejándome de cosas perdidas, sin saber qué hacer. ¡Vaya, si tuve
una vida maravillosa, una vida libre! ¿Qué es la vida de hoy comparada con
la que yo tuve? Nada más que polvo y cenizas, como dice el Buen Libro. Le
digo que me siento avergonzado. Quejándome del duro trabajo que hice,
como si el hombre no estuviera hecho para el trabajo duro, con los músculos
en los lugares adecuados, y los huesos también, y los hombros firmes y
fuertes. Debería pegarme, sí, señor.
"Pero ¿sabe qué voy a hacer? —se inclinó hacia la silenciosa cortina
ansiosamente—. Voy a conservar mi granja, donde mi abuelo vivió y murió,
y mi padre tras él, y luego Beth. Eso es lo que voy a hacer, así venga el
infierno o la inundación. De algún modo saldré adelante. Contrataré un
obrero. Últimamente no he tenido demasiadas ganas de trabajar duro, y
eso es por la edad. Mi abuelo vivió hasta los noventa y seis, y todos los días
en el campo hasta la hora de su muerte. Sólo fue que me desanimé y
empecé a pensar que
Al tenía razón, y que yo debería vender e irme a vivir con él y su familia.
"Pero haré algo más que eso por su familia. Conservaré la granja para
mi nieto Roger. Él sí la ama. Él es un campesino de corazón, lo mismo que
yo. Y mi granja será un refugio para él, cuando el mundo se ennegrezca con
la muerte y el terror, y yo sé, tan seguro como que Dios existe, que eso es lo
que va a suceder, y quizá más pronto de lo que la mayoría pensamos. Será
un lugar seguro al que ir a ocultarse, a refugiarse de la tormenta. No
importa lo que el hombre haga, la tierra permanece. Puede ser quemada y
destrozada... pero vive, y luego es verde de nuevo, y llena de vida.
"Nadie va a tener mi granja más que yo y los de mi sangre. Es todo el
mundo para nosotros. Siempre lo fue y siempre lo será. Yo seguiré adelante
con la ayuda de Dios. Recuerdo lo que decía en la placa de mármol de la
otra habitación: "Todo lo puedo en Aquel que me conforta."
Adam Faith se puso en pie, medio sonriendo, medio llorando, e inclinó la
cabeza:
—Sí, es cierto. Hallaré un camino. Conservaré la tierra para el día de la
abominación, de la desolación, como dijo el profeta hace mucho tiempo.
"En estos tiempos un hombre ha de tener un auténtico refugio al que
dirigirse, al que correr, y no será en una ciudad, ni en unas viviendas del
desarrollo, ni en un gran edificio de cristal del gobierno. Será en las granjas
en el campo, bajo los árboles. Tiene que ser en un lugar honrado ante Dios,
donde los hombres Puedan aprender a vivir de nuevo como Dios y la na-
turaleza quisieron que vivieran, y no como esos vegetales sintéticos que
cultivan en laboratorios y en agua artificialmente fertilizada. Cuando ese día
llegue, no será una retirada. Será un regreso. A donde el hombre debe vivir.
Recogió su sombrero del suelo, junto al gran sillón de mármol, y alzó
vacilante la mano, sonriendo hacia la cortina azul.
—Ojalá, párroco, pudiese hacer algo especial por usted, que ha sido tan
paciente y me ha escuchado tanto rato, y me ha mostrado exactamente lo
que tengo que hacer, y me ha hecho recordar todas las cosas maravillosas
que había olvidado. Pero supongo que usted tiene todo lo que quiere. Lo que
yo pudiera darle, no sería nada. Pero usted me ha devuelto mi mundo real,
y el sol y los campos de nuevo y toda la esperanza que siempre tuve.
Párroco, todo lo que puedo decir es: Dios le bendiga.
No tocó el botón que le hubiera revelado al hombre que escuchaba, pues
no había leído la inscripción sobre él, ya que no se había acercado a la
cortina. Tímidamente inclinó la cabeza en despedida, luego se enderezó, tan
erguido como un joven, y dejó la habitación.
ALMA NOVENA
Apocalipsis 3, 17.
ALMA NOVENA
se detuvo; frunció el ceño—. Los padres más amorosos que un hombre
pudiera recordar. Es curioso que justo ahora recuerde que su muerte no
me afectó demasiado. Me pregunto por qué. Sería porque siempre he vivido
tan resguardado contra la vida, desde la cuna. Murieron los dos en seis
meses. Todos mis amigos y parientes hablaron del shock que aquello supon-
dría para mí. Y yo me sentí aliviado. Nunca había sido un buen actor, así que
les dejé que creyeran lo que deseaban creer. Sí, me aliviaba que me creyeran
anona dado por el dolor, o algo así. Siempre he sido franco: su muerte
apenas me alteró en absoluto. La muerte jamás me alteró. Todo se llevaba
a cabo tan discretamente que se convertía en un acontecimiento social
más, un poco más triste que la mayoría, pero siempre artístico v
exactamente adecuado. El cuerpo se entregaba a la tumba entre una
avalancha, una avalancha muy serena, claro, de flores, y uno seguía
viviendo tan agradablemente como siempre y con la misma serenidad. Los
abogados se ocuparon de todo. Yo tenía veintiún años.
"Nunca pensé realmente en lo que les había sucedido a mis padres;
incluso la causa de su muerte quedó vagamente misteriosa. Pero ahora creo
que mi padre murió de cáncer, y mi madre también. No recuerdo ninguna
señal de enfermedad de la casa. Jamás se habló de hospitales, ni llegaron a ir
a uno tampoco. Mis padres, sencillamente, habían muerto. Algo triste, pero
así era. Luego estudié leyes. Tampoco era demasiado brillante en este
terreno, pero el río de crema me arrastró hacia adelante y entré en el
despacho de mi padre, y estuve a la cabeza de su firma... seis de los mejores
abogados del Estado. Ellos lo hacían todo. El río de crema seguía
serenamente adelante...
Sintió que sus brazos se apoyaban violentamente en el sillón y le
obligaban a levantarse. La bilis le subía de nuevo a la boca.
—¡La muerte de mis padres fue lo único que turbó mi vida, y yo ni
siquiera me sentí preocupado por ellos! Ni siquiera recuerdo que los amara.
Ellos hicieron la vida tan cómoda para mí... —Miró desesperado la cortina
azul—. ¿Es eso lo que está mal?
Como no hubiera respuesta empezó a recorrer de un lado a otro la
habitación, según tenía costumbre de hacer en los tribunales, serio,
absorto, fruncido levemente el ceño. Inevitablemente impresionaba a jueces
y jurados. Nadie, sin embargo, podía recordar que él hubiera defendido
jamás un caso. Siempre había un abogado competente empleado por él, o
por sus socios, que se ocupaba de tales asuntos sórdidos. Él, John Service,
se limitaba a hacer el papel decorativo. Pero a él le gustaba la imagen de sí
mismo durante uno de "sus" casos importantes. Le gustaba la imagen en
los ojos del espectador. Pero la ley le aburría; sólo el espectáculo público de
él mismo le causaba, de tanto en tanto, alguna diversión. Tenía demasiadas
cosas que hacer.
—Yo tenía tantas otras cosas que hacer... —dijo en voz alta—, cosas
mucho más interesantes. Estuve ocupado siempre, desde mi primera
infancia. Nunca hubo un momento en mi vida que no estuviera lleno de risas,
viajes, navegación, juegos, diversiones, visitas a gentes como mi familia,
bailes, coches de carreras, la compra y la venta de excelentes caballos, la
equitación, buenos conciertos, aunque no es que me importaran demasiado,
circular entre los de mi casa y pasármelo condenadamente bien.
Condenadamente bien. Condenadamente. ..
Dio media vuelta y se enfrentó a la cortina y medio alzó la mano como
para detener una pregunta. Pero no hubo pregunta. Dejó caer la mano.
—Esto resulta estúpido dicho por mí —murmuró. Luego su voz se
agudizó—. ¡Pero es cierto! Fue una condenación; es una condenación. Y,
paradójicamente, quiero escapar de ello y tengo miedo de escapar de ello.
Se acercó rápidamente a la cortina, pero se detuvo cuando estuvo junto
a ella. Entonces vio el botón a un lado, que le informaba que, si deseaba
ver al oyente, sólo tenía que apretar el botón. Pero su mano se echó atrás,
como si hubiera estado a punto de tocar algo horrible. Tembló.
—¿Qué decía? —musitó—. Sí. No puedo soportar el envejecer, pues eso
me acercará al fin de mi vida... que quiero terminar ahora. ¿Por qué quiero
que termine? Mi vida dulce y encantadora, mi vida feliz, mi vida tan
ocupada, siempre llena de placer, y comodidad, y serenidad. ¡Mi vida tan
ocupada!
Nunca me había sentido tan viejo y cansado como ahora, y en él creció
una alarma como jamás experimentara antes. Había pasado ya el chequeo
habitual del otoño, y los doctores le aseguraban que, biológicamente, tenía
diez años menos que su edad auténtica. Mary estaba aún enamorada de él,
y él era tan apasionado como en los diez primeros años de su matrimonio.
Aún la amaba. Sin embargo estaba tan cansado ahora y se sentía tan viejo y
agotado como si hubiera corrido una larga y ruidosa carrera, cayendo
exhausto en la meta. Sí, había sido una carrera larga y ruidosa, siempre
llena de voces alegres y afectuosas, y siempre aguardándole el premio al
final, aunque a él jamás le habían interesado los premios. Cada carrera había
sido un gozo. Si hubiera sido realmente una carrera y no algo arreglado de
antemano con él como ganador inevitable.
—Jamás me he arrepentido de nada de lo que he hecho —dijo frente a la
brillante cortina azul, que le ocultaba al oyente—. ¿No fue Spinoza el que
dijo que era un signo doble de debilidad el sentir remordimiento o
compunción? Amo a Mary, pero he tenido también otras mujeres a lo largo de
mi vida matrimonial y me he divertido con cada una de ellas. Sólo tenía
que extender la mano... Jamás le di importancia... en lo que se refería a
Mary, quiero decir. Si ella lo adivinó, nunca me lo dijo. Es la mujer más
serena que he conocido en la vida. ¿Había tenido ella también algún
asunto amoroso? Jamás lo sabré, y realmente no me importa. El nuestro es
el matrimonio más satisfactorio del mundo. Todo un éxito. Eso, al menos, es
lo que dicen ellos.
"Sin embargo, resulta gracioso, pero no recuerdo que Mary y yo
hayamos tenido alguna vez una serena conversación a solas, jamás, ni en
la cama. Aunque, si vamos a ver, no recuerdo haber tenido una serena con-
versación con nadie, ni siquiera con mis padres. Ni con mis hijos,
naturalmente. Son tan reprimidos y están tan ocupados como Mary y yo lo
estuvimos siempre, y seguimos estándolo. Siempre ocupados, siempre
yendo y viniendo, siempre rodeados por otras personas, voces, música,
acontecimientos sociales... Siempre felices y serenos.
El cansancio que pesaba sobre él era tan agotador
que se sentó de nuevo en la silla.
—Dios mío —murmuró—, ¿por qué estoy tan cansado?
Sacó el pañuelo y se secó el rostro, aunque la habitación estaba fresca
y parecía perfumada con el fresco aroma de los helechos. Recordó la placa
de mármol en el muro de la otra sala y sonrió débilmente. Todo lo puedo
en Aquel que me conforta.
—Bien —dijo—, todas las cosas las hice, v las hago, por mí mismo, y
jamás se me ocurrió que necesitara la ayuda de nadie. Después de todo, un
hombre debe bastarse a sí mismo. Eso es lo que hice... ¡No! ¡Jamás tuve
necesidad de bastarme a mí mismo, ni una sola vez en mi dulzona vida!
Empezó a hablar con tono rápido y desordenado: —La primera vez que me
sucedió fue hace cosa de un año. Ahora lo recuerdo. En estos días se
habla
constantemente de la "era espacial". La gente siempre se siente excitada
por alguna "era". Recuerdo la "era del aire" y cómo se nos exhortaba a que
estuviéramos bien conscientes de ello. Luego fue la "era del jet", y antes la
"era atómica". Siempre hay alguna era en marcha. Uno pensaría que la
gente debía recordarlo, pero ellos creen que cada día, o cada
acontecimiento, acaba de salir de su limpia envoltura de celofán.
"Sí, recuerdo cómo me sucedió. La era espacial, los astronautas.
Tuvimos una interesante conversación en el club sobre el cohete y los
jóvenes en la cápsula. Y luego, cuando me fui a dormir, no conseguía con-
ciliar el sueño, sin saber por qué. Generalmente me quedo dormido en un
minuto o dos, cuanto más, jamás en la vida me ha impedido el sueño un
dolor de cabeza, ni una enfermedad. Pero de pronto vi ese "espacio" del que
siempre nos están hablando últimamente. Lo exploré con mis ojos. Vi
alzarse y caer los mundos, todos los colores del arco iris contra el negro
vacío del espacio. Y mis ojos seguían avanzando más allá de sistemas y
constelaciones, buscando los límites, buscando el punto en que el espacio
había de curvarse, según explicó Einstein. Pero, ¿sobre qué se curva? Sí, ya
he visto esas demostraciones con un trozo de papel que se dobla de cierto
modo, aunque, en realidad, nunca lo entendí, y, si uno sigue en la misma
dirección el tiempo suficiente, da la vuelta al espacio y llega al punto en
que empezó sin haber dado un paso atrás. No, nunca conseguí
entenderlo. Después de todo, lo mismo puede hacerse si uno da la vuelta
al mundo. Pero más allá del mundo está el espacio y otros mundos, y otros
sistemas y constelaciones y galaxias...
"De pronto me encontré incorporado en la cama, mirando la oscuridad, y
el corazón me latía desordenadamente, hasta que llegué a sentir un
auténtico dolor en el pecho. No había fin en el espacio, aunque se curvara.
Es posible seguir corriendo a través de la eternidad, a través de
interminables universos, y no existe el fin. Se lo digo, ¡casi perdí la cabeza!
Podía sentir cómo vacilaba y se me iba, y me dominó una horrible sensación,
como si me estuviera muriendo. Y supe que uno no vuelve jamás al mismo
sitio.
No sabía que se había puesto en pie, pero ahora se dio cuenta de
que estaba de nuevo ante la cortina, temblando, y que su sombra
temblaba en el muro blanco junto a él.
—El espacio interminable —susurró—, universos interminables, galaxias
y constelaciones interminables. ¿Cuál es el significado de todo ello?
¿Cómo vino a la existencia? Y ¿a dónde va? Y ¿por qué? Jamás pensé en
ello antes, pero desde que lo pensé he deseado morir, matarme. Abismos
y más abismos de oscuro espacio, salpicado con esos malditos universos
brillantes que giran sobre sí mismos —abismo tras abismo— para
siempre. Aun ahora, pensando en ello, siento cómo mi cerebro vacila y
teme. ¿Por qué?
Vio cómo su mano, involuntariamente, se dirigía al botón. Pero de
nuevo la retiró.
—¿Puede entender esto usted, el que está ahí? Un hombre como yo, que
ha tenido una vida serena y agradable, sin problemas, mi vida tan, tan llena,
llena de sucesos cómodos o deliciosos, y serena conversación, siempre
superficial, ya sabe, y viajes y visitas a los hijos y nietos, y visitas a los
amigos... una vida maravillosamente llena. Y de pronto mi vida importante,
mi ciudad importante, mi familia y mi esposa tan importantes, y mi
importante lugar en la sociedad y en el país, ¡se disuelven en la nada y
carecen de la menor importancia! Resulta que vivía en un mundo que
apenas si era una chispa incluso en su propio sistema solar, y ni siquiera una
chispa en su lugar en la galaxia, y que nunca sería conocido de billones de
mundos que ocupaban ese maldito, ¡ese maldito!, espació interminable. Fue
el espacio, ya ve, el espacio interminable. Y nada de lo que lo llenaba era
importante tampoco. Todo carecía de significado, como no tiene significado
mi vida, ni lo tuvo nunca, mi vida tan llena, tan ocupada...
Había sudor en su frente y mejillas, y en sus manos. Se lo secaba sin
saber lo que hacía. Su respiración era rápida y alterada en aquella
habitación totalmente silenciosa. Había olvidado por qué había llegado
hasta allí. Se le había olvidado todo.
—Yo... yo he tratado de hablar de esto con otras personas. Pero se
limitaron a mirarme sin decir nada. No sabían lo muy asustado que yo
estaba. Hablé con Mary. Y ella dijo serenamente: "Bueno, de nada sirve,
¿verdad?, el pensar tanto en eso. Podrías llegar a perder la cabeza. Nunca lo
sabremos. Así que, ¿por qué no vivir lo más agradable y serenamente que
podamos cada día, y dejar que los científicos piensen en todas esas cosas?
Eso es mejor, ¿no?" Así fue como me habló Mary.
"Pero ahora, Dios me ayude, ¡estoy convencido de que eso no es lo mejor
para mí! No puedo dejar de pensar, y cuando lo pienso odio la vida, y
luego me da miedo morir y dejar todo lo que tengo, que es todo cuanto un
hombre podría desear. ¿Por qué no puedo apartarlo de mi mente y seguir
divirtiéndome con mis amigos y mi familia, con el trabajo tan agradable que
llevo a cabo? Sería más fácil si yo tuviera una religión, porque entonces los
tópicos de un ministro quizá llenaran ese vacío en mi mente. Sería más fácil
si pudiera detener el tiempo y seguir siempre donde .estoy. Pero ya ve, estoy
envejeciendo. Dentro de cuatro años tendré sesenta y... y luego, algún día,
llegará el fin, y me iré a esa oscuridad. Ni siquiera veré esos universos
infernales.
Alzó las manos en un agudo gesto de desesperación.
—¡Y no seré nada, como nada es mi vida, tan llena y fecunda! Y ni
siquiera tendré conciencia para saber que no soy nada. Si por lo menos
mi familia, en mi infancia, me hubiera hablado de la religión... ¡Oh, claro!
me llevaban a la iglesia con ellos, por aquello de quedar bien, cuando era
muy pequeño. Y, naturalmente, siempre hubo matrimonios,
confirmaciones, bautismos y funerales a los que asistir, y un ministro
muy correcto que decía las palabras más adecuadas y felicitaba a su
Dios por tener una congregación tan bien organizada y educada a su
cargo.
"Sólo eran palabras. Apenas recuerdo ninguna de ellas. Yo me
sentaba muy formal con mis padres, y luego con mi esposa, y más
tarde con toda la familia y amigos, en las ocasiones en que lo más
correcto era ir a la iglesia. Pero sólo eran palabras, y aburridas además.
Siempre contaba los minutos hasta que podía regresar a mi vida tan
llena, tan organizada, feliz e interesante. Una vida que no es nada en
absoluto, porque jamás fue nada.
Extendió de nuevo las manos y una de ellas fue a caer sobre la
cortina azul. Ésta tembló como si un viento, un viento sin límites,
soplara tras ella. Quedó aterrorizado.
—¡Ayúdeme! —gritó—. No fui nunca un hombre erudito, un intelectual.
Pero usted debe serlo. Ha oído todas esas historias... Pero no me
consuele, por el amor de Dios, como Mary trató de hacer. No me diga
que deje de pensar, que deje de mirar al espacio y a las estrellas por la
noche como hago ahora, y fije mis ojos únicamente en lo que me
rodea, día a día. ¡No me diga eso! Porque no serviría de nada. No me
salvará la vida ni la poca razón que me queda. ¿Quién fue el que dijo:
"Mira las estrellas"? Quizá sea de la Biblia... o quizá de Shakespeare. Si
alguien más grande que yo animó a los otros a mirar las estrellas, en-
tonces no puede ser una tontería, ¿verdad? Debe haber razón, ¿no es
cierto? ¡Dios mío, debe haber una razón! Dígame que es un misterio y yo
creeré lo qué usted me diga, y me servirá de algún consuelo. Pero hasta
los misterios tienen un marco de referencia ¡y ante Dios que... ¿ante
Dios?... que yo necesito un marco de referencia!
Lentamente su mano se acercó al botón y luego se apoyó en la fría plata.
Pero no pudo decidirse a oprimirlo todavía. Tenía miedo del rostro sereno
que iba a encontrar allí, de los ojos compasivamente burlones. Temía la
voz plácida que le consolara, diciéndole que volviera a sus juguetes, antes
tan amados y que ahora le parecían horribles.
—Con seguridad —dijo John Service, con una voz que hubiera considerado
vergonzosa hacía sólo un año— no estoy solo. Con seguridad que otros han
hecho la misma pregunta y sentido el mismo temor. Con seguridad que otros
se han sentido... desamparados. ¡Desamparados! Así es como yo me siento.
Y si hay otros como yo, ¿por qué no los he encontrado, para que podamos
charlar juntos y olvidar que estamos solos? ¿O es que los que sienten así...
tantos de ellos... son los que se suicidan?
Su dedo apretó el botón y las cortinas se corrieron silenciosamente. Una
luz suave cayó sobre su rostro como una ola de brillo. Y en aquel brillo se
alzaba el hombre que le había escuchado, y que escucha siempre.
John Service le miró y quedó al fin silencioso; empezó a retroceder,
lentamente, muy lentamente, Pero sus ojos no se apartaban del rostro del
hombre. Sentía los grandes ojos que la miraban, que escruta-can en su
interior, y veía la tremenda compasión en eUos. Lanzó un débil y agudo
grito. Apoyó los brazos en el respaldo del sillón y enterró el rostro en ellos.
No sabía que estaba llorando, no podía recordar que hubiera llorado jamás.
Su cuerpo libre y disciplinado
temblaba violentamente y se encogía como si tuviera
horrible frío.
Luego, al fin, recordó algunas palabras, ¿o es que alguien las dijo en
la habitación? "Serénate, y sabe
que yo soy Dios".
"Serénate. Serénate. Apártate de todo el estruendo de la vida aunque
sea sólo por algún tiempo, un pequeño espacio de tiempo. Serénate lo
suficiente para no oír todas las voces agradables del mundo, ni las
desagradables. Guarda silencio. Serénate, y sabe que soy Dios. Y, en ese
conocimiento, comprende que todo está bien y que algún día te será
explicado lo que no
sabes.
"Serénate. Convéncete a ti mismo de que puedes soportar la vida, de que
tu vida tiene un significado claro y único que te pertenece sólo a ti, más
importante a Dios que incluso a ti mismo, y que para Dios es más valiosa que
el sol o que un billón de soles. Con esa importancia en su corazón, el hombre
puede caminar sin temor, feliz con un auténtico gozo, en paz con una paz
que ninguna clase de placer de este mundo pueda dar, con una satisfacción
que no nace de las ocupaciones
de la vida."
—No, no —dijo John, con la cabeza hundida aún en los brazos—. No
puedo creerlo. No, aunque tú mismo lo dijiste. Pues no puedo creer que tú
sepas nada de ello, ni que lo supieras nunca. Fue tal tragedia... si
es que sucedió...
Alzó la cabeza un poco y miró al hombre con ojos
enrojecidos.
—Tú pensaste que era importante todo, ¿no? —dijo—. ¡Qué trágico!
Porque no lo es. ¿No lo descubriste por ti mismo más tarde, o es que
realmente no...?
No era un hombre imaginativo. Pero inmediatamente creyó ver una gran
comprensión en aquellos majestuosos ojos, en aquel rostro atormentado y,
sin embargo, auténticamente sereno. Creyó ver que aquellos ojos se
enfocaban en él, y le veían sólo a él, y había una voz en sus oídos que
decía: "No estás desamparado, hijo mío. Todos tus pensamientos han sido ro is
pensamientos, y tu temor de ser olvidado ha sido mi temor también,
pues, ¿no tengo yo tu carne y tus heridas... aunque tú no sabías que eran
heridas? Ven a mí y hablemos juntos, unidos en nuestra naturaleza humana,
y razonemos juntos. Y serénate, y sabe que hay un Dios."
Más tarde estuvo seguro de que el hombre le había hablado así. Podía
recordar hasta el tono de aquella voz profunda y grave, aquella voz varonil, la
voz de un padre. Pero nunca pudo hablar a nadie de esto, pues era sólo su
secreto. Dio la vuelta al sillón y al hacerlo así, mirando al hombre, aquella
agonía negra y fría dejó su mente, reemplazada por la única y auténtica
serenidad que conociera famas. Todo lo que él había creído que era
serenidad en su vida pasada se le reveló como lo que realmente era: un
sonido que nada significaba, un gozo que no era gozo, una delicia que no era
delicia, un contento que era sólo el contento de un animal de lujo.
Y al final pudo decir, con una enorme humildad desconocida por él:
—Será muy duro para mí, en verdad. No me será fácil recordar lo que me
dijiste, y actuar de acuerdo con ello. ¿Cómo deberé actuar? ¿Me lo dirás tú?
Sí, estoy seguro de que me lo dirás. Pero, ¡qué extraña será mi vida!, ¡qué
misteriosamente extraña! Ni siquiera sé si me gustará.
"Pero una cosa sí sé. Tengo que hallar un camino distinto y una razón.
Tengo que creer en algo en que jamás soñé, ni una vez en mi vida. Pero va a
ser apasionante —sonrió como disculpándose—. Va a ser lo roas emocionante
que he vivido jamás. Una aventura. Una maravilla. Eso, al menos, hará que
mi vida sea digna de vivirse. Y, si consigo salir adelante con ello,
entonces será todo el mundo, y más. Tendré mi respuesta al final y ya no
conoceré el temor, ni la confusión, ni la desesperación.
ALMA DÉCIMA
LA NUEVA RAZA
ALMA DÉCIMA
ALMA UNDÉCIMA
LA TEJEDORA DE SUEÑOS
ALMA DUODÉCIMA
La sala de espera estaba casi llena cuando él entró, pero nadie le vio, al
parecer, a excepción de una jovencita de mirada alocada. Se dio cuenta de
que ella le veía y se detuvo, y fue como si una oscura sombra hubiera caído
sobre el rostro torturado de la muchacha. Desde luego que le había visto.
Sonrió. Supo en seguida lo que le preocupaba, y lo que originaba aquella
dilatación de sus pupilas, y la mirada fija. La conocía muy bien. No había
piedad en él, ni dolor; sólo desprecio. Una mujer débil, malvada. Un animal
despreciable. Sólo tenía dieciocho años, recordó, pero su alma estaba
podrida, como un capullo que se hubiera secado incluso antes de abrirse.
Anatema, anatema, dijo para sí. No juzgaba un gran triunfo el haber con-
seguido aquella alma débil con tanta facilidad. ¡Se había necesitado tan
poca tentación!
—¿Emily? —dijo suavemente.
Los labios grises de la muchacha se apretaron estrechamente y de ellos
surgió un sonido tan débil que nadie lo oyó más que él mismo. Era un
gemido, como el de un cachorrillo herido.
—Pero tú fuiste la única culpable, Emily —dijo con aquella suave voz
que no turbaba a los otros, ni siquiera les hacía alzar los ojos—. Tú sabías lo
que hacías, tú no tenías inocencia, ¿no es cierto? Ni siquiera puedes afirmar
ignorancia, aquello estaba en todas partes. ¿Qué? ¿Vas a quejarte ahora
de que fue culpa de tu ambiente? ¿Esa excusa tan idiota, esa excusa tan
pobre, tan falsa? Emily, vete a casa. El Hombre no puede ayudarte. Ve a
casa... y olvida.
Se sentía lleno de odio hacia la muchacha. Era de los suyos, de la clase
de gentes que habían hecho de él lo que ahora era, que le habían reducido a
lo que ahora era, y hacía tanto tiempo que a veces le parecía increíble.
Podía ver sus rostros en montón, sus cuerpos amontonados. Ni siquiera él
podía contarlos, ni conocerlos a todos.
—¿Qué? ¿No te vas? —insistió. Todos los que se hallaban en la habitación
se movieron inquietos, turbados. La chica le miró, sus negros ojos
brillantes como el cristal. Pero no se movió. Aquello le resultó intolerable.
Deseó cogerla por los brazos, lastimosamente delgados, y sacarla de aquel
abominable lugar y arrojarla al arroyo. La muchacha adivinó su furioso
deseo. Apartó de él los ojos, fijándolos en la placa de la pared donde se
leía: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
—No —insistió el joven—. Ni siquiera Él puede ayudarte ahora, Emily.
Estás sudando y temblando. ¡Mira cómo bostezas! Dentro de poco te
resultará insoportable. Yo lo sé. ¡Pobre Emily! Realmente te compadezco.
¿Recuerdas lo que leíste en el colegio, Emily?: "La culpa, querido Bruto, no
está en nuestra estrella... sino en nosotros mismos, que somos seres bajos."
Tú naciste un ser bajo, Emily, y pronto morirás como tal. Estás perdiendo el
tiempo aquí. Él... no puedo sentir más que asco de ti. Vete a casa.
La chica no se movió. Seguía mirando la placa de mármol. Gruesas gotas
de sudor le caían por la frente. Sus labios se agitaron. Él se echó a reír en
silencio. ¿De modo que se ponía a rezar, aquel pequeño monstruo? Que
intentara escaparse. La tenía bien segura. Había corrompido a otras dos
chicas, más jóvenes que ella, para satisfacer su vil apetito, su apetito mor-
tal. Intentó obligarla a que le mirase de nuevo, pero sus labios seguían
murmurando su incoherente plegaria.
Perdió interés por ella. No era nada. Se trasladó a la puerta de la otra
habitación, inclinó su hermosa cabeza y escuchó atentamente. Luego, sin
que hubiera sonado ninguna campana, abrió la puerta y entró. Se movía
rápidamente. La puerta se iba cerrando como una sombra tras él y nadie en
la sala de espera, a excepción de Emily, la había visto abrirse y cerrarse.
Las paredes blancas, el techo, la luz, todo estaba en el más profundo
silencio. Como si alguien en la habitación hubiera inspirado profundamente y
retuviera el aliento. Sonrió. Inclinó la cabeza hacia la cortina azul que
cubría la alcoba. Y, tras un instante, las cortinas se corrieron y vio al
Hombre que esperaba allí, y que escuchaba incansablemente.
Se miraron en silencio. El joven inclinó la cabeza con gravedad. Ningún
hombre de los que entraran en aquella habitación había poseído su
hermosura. Nadie podía compararse con su vitalidad, su energía y el poder
de su espíritu.
—¿No estás cansado ya? —preguntó.
—No —repuso el Hombre que escuchaba—. Yo jamás estoy cansado.
—Una vez lo estuviste —apuntó el otro cortes-mente.
—No. Yo no puedo sentir cansancio, como no puedes tú. O... ¿será posible
que te hayas cansado al fin?
El joven meditó, o simuló meditar. Sus ojos le miraban con maliciosa
diversión. Luego agitó la cabeza. Los ojos del Hombre que escuchaba
estaban llenos de tristeza. Suspiró. Al oír aquel suspiro, el joven se apartó
como agitado por un dolor intenso.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—El sillón está aguardándote —dijo el Hombre.
—Pero no es éste el que yo quería —se sentó y unió sus blancas manos
sobre las rodillas—. Y tengo el mío propio —añadió—. Únicamente mío. Lo
hice yo con mis propias manos. Tú no tuviste parte en ello.
—No —dijo el Hombre, y su mirada era muy triste al contemplar al
desconocido—. Yo no lo hice para ti.
—Y aún soy su hijo.
—Es cierto. Y para siempre.
El desconocido quedó silencioso por unos momentos. La luz de la
habitación vacilaba como al compás de sus pensamientos. Luego la cólera
se apoderó de su rostro como una convulsión, y era cólera impregnada de
sufrimiento.
—Ha pasado algún tiempo desde que tuvimos una de nuestras
interminables discusiones —dijo al fin—. Ahora que todo parece estar
totalmente en mis manos, pensé en visitarte de nuevo.
—No está todo en tus manos —dijo el Hombre—. Y tú lo sabes con
certeza. Pero habla. Confieso que nunca he olvidado tu voz, y que en
tiempos le amaste.
—¿Crees que no le amo ahora?
El Hombre quedó callado por un momento. Al fin dijo:
—Le amas, y eso es lo peor de tu castigo. No puedes apartarte de ese
amor. Pero ambos sabemos lo muy estrechamente enlazados que están el
amor y el odio. Sin embargo, Él jamás te ha odiado.
—Lo sé. Pero los hombres le odian con todo su negro corazón, y eso
también lo sabemos los dos.
—No todos —dijo el Hombre, que sonrió con ternura—. Escucha. ¿Es que
no oyes a los que le hablan?
Escucharon juntos. Un confuso pero armonioso sonido pareció emanar
de los muros de la habitación, de todas partes; un murmullo de oraciones,
de amor, de piedad, de valor... Un murmullo fiel. Se escuchaba música,
mezclada con las voces, como hilos de oro y plata, palpitante, alzándose y
cayendo. Eran voces de niños, que oraban con sencillez; eran voces de
jóvenes, de almas santas en los claustros, de almas solitarias en sus
luchas particulares, en su angustia secreta; de ancianos, de gentes
vencidas por el dolor... pero fieles. Las voces se alzaban y caían como el
mar, avanzaban y se retiraban, y volvían a avanzar como una marea que
estallara en rocas invisibles, bajo un arco iris también invisible. Pero las
rocas y el arco iris no eran invisibles para el Hombre que escuchaba ni para
el desconocido. Ellos los veían con claridad.
—No es una multitud —dijo el joven.
—Pero es de Él. No tuya.
—Pronto serán silenciados. Tú y yo... conocemos el futuro. Esas voces
inocentes serán silenciadas por silenciadores que, a su vez, serán
silenciados para siempre. ¡Qué pacífica será entonces la órbita de este
mundo! Fragmentos que captarán la luz de la luna y el sol, pero sólo
fragmentos, muertos, oscuros y sin vida.
El Hombre no habló. El desconocido aguardó pacientemente, luego, como
no hubiera el menor sonido en la habitación, dijo:
—Yo no lo elegí. Ellos lo eligieron por sí mismos. No lo planeé yo. Lo
planearon ellos mismos. ¿No estás orgulloso de la parte que tuviste en
ello?
El Hombre parecía que sonreía ligeramente, pero con dolor:
—Ésta es la pregunta que siempre me has hecho, y has deseado la
respuesta con un deseo que sobrepasa a todos los demás. Tú no ves el
futuro como yo lo veo; sólo como deseas que yo lo vea. Nunca podrás
conocer mi mente y mis pensamientos. En eso no eres más sabio que
cualquiera de los atormentados que has seducido y destruido. Mis
hermanos.
—Ellos no quisieron ser tus hermanos —dejó descansar el brazo en el del
sillón y ocultó su oscuro y hermoso rostro con la mano—. Yo no los aparté
de ti. Ellos vinieron a mí, y ansiosamente. Solicitaron mi ayuda. Luego
cayeron como vehementes copos de nieve en mis manos. Jamás vinieron a ti
de ese modo. Los pocos que lo hacen vienen de uno en uno, y casi a la
fuerza. Pero los míos acuden en manada a mi reino, hasta abarrotarlo día
a día. Estoy ensordecido por sus voces urgentes, sus exigencias, sus
adulaciones. Lo que me ofrecen es despreciable.
—Para mí no son despreciables —dijo el Hombre—. Derramé mi sangre
por ellos, y por ellos sigo derramándola.
—Y a veces, pero no a menudo, en medio de sus ansias, del deseo que
les arrastra hacia mí, escuchan tu voz. Y a veces —pero tan pocas que ni
vale la pena contarlas— se apartan de mí y caen a tus pies.
—Uno es uno, y uno es todo —dijo el Hombre—. Lo que tú desprecias, yo
lo amo. Lo que tú destruirías, yo podría salvarlo. Mis oídos jamás se apartan,
jamás se cierran.
—Pero sí están cerrados para mí.
El Hombre no contestó. Sus ojos torturados miraban larga y
profundamente al desconocido.
—Miento. Como siempre. Tus oídos no están cerrados para mí. Pero,
¿cómo sería posible que me arrepintiera cuando sé lo que sé, cuando en mi
corazón late un odio que es lógico, aunque tú no lo llamaras así? —se rió
secamente, y su risa fue repetida por un débil eco de burla, lejano pero
tumultuoso—. "¡Todas las estrellas de la mañana cantaron a una, y los hijos
de Dios gritaron de alegría!" ¿Recuerdas aquella hora?
—Nunca la he olvidado.
—Fue la hora en que Él concedió el libre albedrío a todos sus mundos,
cuando ángeles y hombres —en todos sus mundos— recibieron el don de la
majestuosa libertad para vivir o morir, estar a su lado o retirarse de Él. ¿No
fue ése un don demasiado terrible?
—Tú eres todos sus hijos. ¿Crees que Él deseaba bestias sin razón que
obedecieran porque no tenían deseos de obedecer, ni la elección de
hacerlo? El libre ofrecimiento de un alma es de más valor para Él que las
criaturas sacrificadas mecánicamente en un altar que no saben que existe,
ofreciendo un sacrificio del que no son conscientes. La obediencia no es
deseable cuando la desobediencia resulta imposible. El amor no es amor si
no hay otra alternativa: el odio. La adoración no es adoración si no se halla
presente la posibilidad de una negativa. Lo que es su esencia, es la esencia
de sus hijos. Él quería que todos sus hijos fueran como los ángeles, que son
mis hermanos también, capaces de desobediencia y orgullo, pero también
capaces de obediencia y humildad. Como Él es espíritu, así sus hijos son
espíritu también, y ¿han de verse separados uno de otro, como un amo
cruel es dividido por esclavos que no tienen elección? Pero ya hemos
hablado de esto antes, a través de los siglos.
—Sigue siendo el más terrible de los dones. Yo soy lo que soy por culpa
de ello.
—¿Preferirías no haber tenido elección?
El desconocido agitó la cabeza.
—No, pues entonces no habría tenido existencia.
—Cierto. Por tanto este diálogo resulta innecesario.
—¿Sin el libre albedrío no hay verdadera existencia?
—No la hay. Tú lo has dicho.
—Pero no debería haberse dado a la humanidad. Debería haber sido
prerrogativa de los ángeles.
El Hombre agitó la cabeza penosamente.
—Piénsalo tú mismo. Fue tu prerrogativa. Considera cómo la has
utilizado. Sin embargo, tú desprecias a los hombres que son inferiores a ti
por su naturaleza, que tienen menos resistencia a la maldad. Detéstalos si
quieres. Pero recuerda que muchos se arrepienten y vuelven a Él. Los que
se rebelaron contigo no vuelven a Él, no le dicen: "Señor, ten piedad de mí
pecador."
—Lo que elegimos es cosa nuestra —dijo el desconocido, alzando su
orgullosa cabeza.
—Y lo que elegiste fue tu orgullo. Tú aceptaste su don, pero lo
consideraste tuyo solo, y se lo hubieras negado al último de sus hijos. ¿Es
que eres más grande que Él?
—Jamás lo creí así, ni en verdad lo deseé realmente. Yo estaba a su lado,
y Él me amaba. Yo protegía su grandeza y su terrible majestad, no por
odio, sino por amor. Yo estaba celoso por Él. Yo no hubiera dejado que
nadie se acercara a Él con las manos sucias, y le llamara "Padre", como yo
le llamaba Padre, ni le mirara con mis propios ojos. Si yo era orgulloso, era
orgulloso por Él, y detestaba a los que se atrevían, en su arrogancia, a
conocerle también. Pero tú sabes todo esto desde hace mucho tiempo.
—Sí, desde hace mucho tiempo —dijo el Hombre con un suspiro.
El desconocido contempló las manos, la frente y el costado del Hombre.
—¿Acaso yo te infligí esa agonía? ¿Fui yo el que te escupió y se burló de
ti? ¿El que se burló de tu tortura?
—Te olvidas de algo. Yo lo elegí por mí mismo.
—Sin embargo, fue el hombre el que lo consumó, y no yo. Ellos siempre
eligen por sí mismos. Yo no hago elección por ellos.
—Pero tú has oído las voces de los que han venido a mí al fin. Ellos
eligen por sí mismo. Yo no elijo por ellos.
—Tú has perdido. ¿No es cierto?
—¡Ah, cómo te gustaría saberlo! Pero no te lo diré, pequeño.
Hubo silencio de nuevo en la habitación. Luego, lentamente, el
desconocido empezó a golpear con los puños cerrados en los brazos del
sillón. Así como iba creciendo su cólera se oscurecía la luz de los muros,
pero la luz de la alcoba aumentaba hasta casi cegarle.
—¡Yo venceré! —dijo—. ¿No soy el príncipe de este mundo? ¡Él habrá de
arrepentirse de nuevo de haberlo hecho! Como se ha arrepentido de otros
mundos, que se convirtieron en sangrientos holocaustos y se alejaron a la
deriva con los soles.
—Si estás tan seguro, ¿por qué hay lágrimas en tu rostro?
—Porque estoy tan seguro es por lo que lloro.
—¡Ah! —dijo el hombre suavemente—. Entonces no te causa placer.
—Me causa placer el hecho de demostrar que Él estuvo equivocado en el
principio.
—Fácil será confundir ese placer con la angustia. ¡Ojalá los hombres
sintieran tal dolor en su corazón!
El desconocido se puso en pie temblando, bañado en oscuro brillo, una
presencia atemorizada pero magnífica.
—Tus llorones y suplicantes, Señor, te esperan. Lamento haberte
retrasado una hora. ¿Quieres que me marche?
El Hombre meditó un instante. Luego dijo:
—Llama al que quieras y veamos qué ocurre aquí, en nuestra presencia.
El desconocido sonrió.
—Hay una mujer, joven en años, en esa habitación. Está más allá de
toda redención. Es mía. Yo la llamaré.
Alzó la mano haciendo un gesto imperativo, un gesto amenazador
hacia la puerta. Inmediatamente sonó la campana. La puerta se abrió
un instante después y entró Emily, la muchacha de ojos alocados y
rostro bañado por las lágrimas, suspirando con un sonido audible y
desagradable.
—Entra, Emily —dijo el desconocido con voz que sonaba a burlona
amabilidad—. Me ves, ¿no es
cierto?
—Sí, te veo —respondió ella. Parecía fascinada
por su aspecto, por su imponente esplendor, pues ni ángel ni hombre
había poseído jamás tal belleza. Era como una noche de fuego y mármol,
brillante, ardiente, negra, y su sombra flotaba y vacilaba en los blancos
muros, subiendo hasta el techo en oleadas alternativas de llamas y
oscuridad.
¿Quién soy, Emily?
Ella se llevó las manos a las mejillas, luego se retiró lentamente los
desordenados cabellos, se humedeció los resecos labios. Brillaba el sudor
en su frente, en su labio superior.
—No lo sé —dijo—, pero creo que conozco tu voz —la suya era
ahora débil e insegura.
—Sí, conoces mi voz. La has conocido desde que eras una niña. Pero...
¿le conoces a él, Emily?
Ésta obedeció al dedo que le señalaba y miró al Hombre que escucha.
Se sobresaltó violentamente. Echóse atrás hasta que el asiento del sillón
golpeó sus muslos y cayó involuntariamente en él. Pero ahora sólo podía
mirar al Hombre en la alcoba.
—No temas —dijo el desconocido con burlona amabilidad—. Como ves,
sólo es una imagen. Sólo fue siempre una imagen para las personas como
tú, Emily, y siempre lo será; un sueño, un mito, un tema para la burla y
el desprecio, para la negativa y el rechazo, para las acusaciones y las
protestas; siempre lo será para todos los hombres. ¿Entiendes lo que te
digo, estúpida y malvada mujerzuela, o estás perdida de nuevo en tus
drogadas fantasías?
—Entiendo —susurró ella. Pero no se volvió para mirarle. Tenía los ojos
fijos en el Hombre de la alcoba—. Por eso vine aquí, en primer lugar.
—Y ¿sabías lo que ibas a ver?
—No. Realmente no —¿había desilusión en su voz, o sufrimiento?—.
Yo... pensé que quizás era...
—¿Un doctor al que podrías persuadir para que te diera más drogas?
La muchacha era pequeña y estaba horriblemente delgada, con un
rostro alargado en el que se marcaban los pómulos con aspecto enfermizo.
Los ojos eran enormes en aquel rostro hundido, las aletas de la nariz
distendidas. Sus labios no parecían tener color alguno; sólo una línea seca
y atormentada. Sin embargo sus ropas eran buenas, las manos delicadas y
bien cuidadas. Sus cabellos castaños, muy desordenados, caían sin brillo
sobre sus flacos hombros.
—Yo... —dijo, y tragó saliva— no sé lo que esperaba. Ayuda quizá. —
Aquellos ojos alocados se alzaron, perdieron luz, cayeron.
—¿Qué clase de ayuda? —su voz era dura ahora, y ella se encogió sobre
sí misma—. Contéstame, Emily, y di la verdad. No puedes mentirme, pues yo
conozco la mentira instantáneamente. Como tú sabes, yo la inventé.
—Yo... pensé que las cosas... que todo sería diferente para mí si alguien
me escuchaba y me decía qué hacer.
—Pero tus padres y tus maestros te lo han estado diciendo toda la vida,
¿no?
Ella unió las manos y las miró.
—Ellos no te odiaban, Emily. Te amaban. Nada de importancia se te
negó, aunque tus padres no son ricos, sólo gentes amables y sencillas. Tus
profesores creyeron que tú eras extraordinariamente inteligente. También
ellos te dieron todo cuanto podían darte. ¿Qué excusa tienes, Emily, para
lo que has hecho a tu cuerpo, tu mente y tu alma?
Ella seguía estrujándose las manos incansablemente, hasta que
quedaron enrojecidas.
No tienes excusa; no puedes decir que fueras huérfana, o
abandonada, o que no te quisieran, o que te rechazaran, o que te privaran
de necesidades fundamentales, o que fueras objeto de crueldad y odio. Se
te dio demasiado hasta que quedaste empachada, hasta que creíste que
eras importante, y que incluso merecías más. Llegaste a sentirte
descontenta, y el descontento lleva a la arrogancia y las exigencias. Tu
padre contrajo deudas para comprar tus estúpidos juguetes. Tu madre se
olvidó de sí misma para darte todos los vestidos que deseabas. Tus
profesores gastaron sus agotadas fuerzas para pulir tu mente magnífica.
Pero tu siempre querías más y más, y te sentiste frustrada cuando ya no
fue posible que nadie te diera más. ¿Qué creíste ser, Emily? ¿Una princesa
con un mundo a sus pies, como tantos estúpidos millones de tu generación
mimada e indigna, piensan de sí mismos?
Ella no habló, pero lentamente inclinó la cabeza varias veces.
Ya fue bastante malo que te destruyeras a ti misma, Emily. Pero has
destruido a otras dos chicas, más jóvenes que tú . ¿Por qué?
Yo... es difícil explicar susurró. Tienes que saber lo que ocurre.
Después de algún tiempo ellos... te piden más dinero. Y una empieza a
robar del bolso de su madre, a coger cositas y venderlas, y a robar de las
tiendas también. Luego nunca hay bastante dinero para... para... Así que
ellos te piden tragó saliva desesperadamente. Es preciso obtenerlo, eso
es todo. Es como algo que te devora, y que hay que alimentarlo o te
mueres. No sabes lo que es eso.
Lo se demasiado bien dijo el desconocido. Fui el primero en
sentirlo. Yo fui aquel a quien tu acudiste, Emily, en busca de tu primer
placer. El primer placer que finalmente ya no es placer, sino sólo una
salvaje necesidad. ¿Era la vida tan horrible para ti que te sentiste
arrastrada a ello?
Su rostro se alzó con astucia. La cabeza se alzó ansiosamente, dispuesto
el asentimiento en sus ojos, en sus labios. Pero su mirada no cayó sobre el
desconocido, sino sobre el Hombre, en la alcoba. El brillo malicioso se
apagó bruscamente de su rostro y cerró los ojos de nuevo.
Es sólo una imagen insistió el desconocido. Sólo tu y yo somos
reales. Habla.
No. Mi vida estaba bien murmuró. Sólo... es decir, sólo quería algo
de diversión. Todo el mundo hablaba de ello. Era divertido, algo que yo no
había probado todavía. Yo ya lo había probado todo, ¿sabes?
Sí, lo sé. ¿Acaso no fui yo el que te lo sugirió desde el mismo principio,
a ti, criatura estúpida, indisciplinada, egoísta, mimada y degradada? La
vida había sido generosa contigo, todo sin esfuerzo, todo fácil y seguro. ¿Es
que no tienes una acusación legítima que lanzar contra tus padres? Yo creo
que sí la tienes, Emily. Ellos te dieron todo lo que pudieron, y eso debería
contar en contra tuya, como una blasfemia. Debían haber pedido algo,
debían haberte exigido algo a cambio. Debían haberte dicho: “Hasta ahí
puedes llegar, pero no más allá”. Pero no te dijeron eso. Pensaban que
privarte de cualquier cosa, aunque fuera por la salvación de tu alma, era
portarse injustamente contigo. Dime, Emily, ¿fueron estúpidos o fueron
crueles?
La chica meditó en sus palabras. Su rostro estaba ahora como
hechizado; el cabello le caía desordenado en torno. Agitó la cabeza como
un muñeco animado y no respondió.
¿Es que no había realidades en tu mundo para que tuvieras que
comprar sueños, o robar por ellos, o corromper por ellos?
Frunció el ceño vagamente, como lo frunce el que duerme cuando su
cuerpo le avisa de que se siente turbado por algo.
—Creo —murmuró al fin— que fue porque... porque era algo distinto. Algo
que aumentaba las sensaciones, algo que te hacía libre...
—¿De qué deseabas liberarte, Emily?
Sus labios se movieron como sin sonido, abriéndose y cerrándose. La luz
de la alcoba cayó sobre su rostro atemorizado y sus ojos sin vida. Luego
susurró:
—Supongo que... de mí misma. No había nada en mí. No lo sé. No tenía
nada por qué luchar, supongo. Pero yo quería otras muchas cosas, ¿sabes?
No puedo explicarlo. Estaba inquieta siempre. ¡Todo era tan mortalmente
aburrido! El colegio, la casa, las diversiones... Había que hacer algo mejor.
—Hasta las relaciones sexuales te aburrieron al fin, ¿no?
Tembló.
—Mis padres nunca supieron eso. Ni esto tampoco.
—No. Fuiste muy lista. Pero pronto lo sabrán.
Ella lanzó un grito y bajó la cabeza.
—¡Qué estúpida es la maldad! —dijo el desconocido—. ¡Qué vulgar! ¡Qué
poco distinguida y sin color! ¡Qué baja y rastrera! No tiene esplendor, ni si-
quiera resulta impresionante, pues, si poseyera la cualidad de atemorizar,
también poseería el terror, y el terror aumenta en proporción a su
abundancia. La maldad aburre a todos los sentidos y reduce al hombre a
menos que las bestias, pues a éstas les falta la capacidad de ser malvadas.
Y al fin priva al hombre de su derecho al libre albedrío.
—Cierto —dijo el Hombre que escucha—, pero no siempre. Tú recordarás
a David el rey, por ejemplo. Y él sólo fue uno.
—Mira esta mujer, esta mujer degenerada, envilecida, que no tiene
excusa válida para sus crímenes contra ella o contra los otros, excepto el
aburrimiento. Ningún dolor la llevó a dar este paso, ninguna pena, ninguna
desesperación exagerada. Ella es la representación de la banalidad que es
el mal. Por tanto, está más allá de tu salvación. Ni siquiera puede declarar
que el amor la llevó a ese extremo en su existencia, como el amor arrastró
a la Magdalena. Ni siquiera es digna de ser apedreada. Es nada.
—Es un alma.
La muchacha había escuchado esta conversación en el latir de la locura
inducida por las drogas. Había alzado lentamente la cabeza y había
escuchado, los labios entreabiertos, sin color, pasando los ojos de uno a
otro. Finalmente su mirada se fijó en el Hombre de la alcoba.
—¡Yo te oí! —gritó—. No eres sólo una imagen, ¿verdad? Existes
realmente, ¿no es cierto?
—Sí, mi querida niña.
—Sólo oyes tu propia imaginación, Emily —dijo el desconocido—. Por
supuesto que sólo es una imagen, un sueño, creado por el hombre, de
material hecho por el hombre o sacado de la tierra.
Emily miró al Hombre.
Vio una gran alcoba, de una altura muy superior a la de un hombre, y
de anchura proporcionada. Formaba un receptáculo como una cáscara de
luz, y en aquella cáscara se hallaba un enorme crucifijo de suave madera
tallada, que parecía temblar débilmente bajo el intenso brillo. En la cruz
estaba clavado el Dios Hombre, tallado en marfil, blanco como la luna, más
grande que cualquier hombre que hubiera vivido en este mundo, más
musculoso, más masculino, perfecto en todos sus huesos y músculos. Vivía.
Parecía moverse en su agonía. De la heroica y serena frente caían gotas de
sangre brillante, y también de las manos, y del costado herido, y de los
fuertes pies cruzados. Pero sobre todo ello estaba la majestad de la
poderosa faz, la faz de un joven lleno de humanidad y, sin embargo, con el
impersonal y remoto esplendor de la divinidad.
Piedad y misericordia, contemplación y fuerza, parecían salir de él como
los rayos del sol e ir a caer sobre la muchacha temblorosa que contemplaba
aquel rostro, aquel poder y fortaleza. El sacrificio aceptado pendía de la
cruz, doliente pero resignado, ofrecido por sí mismo, a la vez un Rey y un
Cordero, con el Reino sobre sus hombres y la humillación estampada en su
cuerpo.
Pero eran sus ojos lo que la muchacha contemplaba ansiosamente, los
ojos grandes y tiernos que brillaban en las órbitas, los ojos justos,
atormentados pero sonrientes.
El desconocido se acercó más a la chica. Dos sombras oscuras,
tenebrosas, parecían alzarse de sus hombros y moverse como alas, pues
era un arcángel, el más poderoso de todos los ángeles, el más grande,
aunque los ropajes que vestía eran negros y la espada a su cinto se agitaba
como el rayo. Sólo su rostro y sus manos eran blancos, tan blancos como la
muerte, y tan fríos. En los pliegues de sus ropas había destellos de fuego. Su
rostro era hermoso, y duro, y lleno de una tristeza, dolor y cólera, más allá
de la comprensión del hombre. Y la rabia y el odio brillaban en sus ojos.
—No vive —dijo Lucifer—. Es una imagen. El hombre le rechazó hace
mucho tiempo, le apartó de su vida, del asqueroso camino de su existencia.
Observarás que sólo está hecho de madera, marfil y pintura. No tiene
verdad. Tú y yo, Emily, somos la única realidad. Aunque tú no tienes una
realidad propia. Yo soy todo lo que es, y todo lo que siempre será.
—Yo oí su voz —dijo la muchacha—. Oí lo que hablasteis los dos.
—Sólo oíste mi voz, no la suya, pues ¿no ha declarado tu generación que
Él no tiene voz y que no vivió jamás. Si Él perdura es en lugares ocultos,
donde los temerosos oran, o en los enfermizos cerebros de los poetas. ¿Qué
tiene que ver Él con tu mundo y el mío?
Por primera vez experimentó la muchacha un gran terror, superior a
todo lo que hubiera conocido en su breve existencia. Se cogió a los brazos
del sillón, volvió los febriles ojos a Lucifer. Abrió y cerró la boca sin poder
hablar. Vio todo lo que él era, y su alma se encogió de odio y de asco.
—Sí —dijo al fin—. Tú existes. No eres una fábula, una mentira. Tú tienes
realidad.
—Soy la realidad que tú has hecho, mujer, y las incontables miríadas de
seres como tú a través de incontables siglos, desde el principio del tiempo.
Una palabra se abrió paso en los frenéticos pensamientos de la
muchacha, que corrían por su cerebro como ratones aterrados:
—Yo... yo no soy una mujer, una adulta. Sólo tengo dieciocho años.
—Tienes el cuerpo y el alma de una mujer; puedes casarte, concebir y
tener hijos. Yo fui el que dijo a tus mentores que eras una niña, y por tanto
irresponsable de tus acciones, de tus deseos, de tus perversiones y
degradación. ¡Qué ansiosamente me escucharon! ¡Qué ansiosamente
escuchan todos, los que traicionan al hombre! Pero, sobre todo, ¡cuan
encantada me escuchaste tú, mujer!
Se apartó de él, como desnuda y sola, abandonada y temblando, con un
frío que jamás había sentido antes.
—Hija mía —dijo el Hombre en la cruz—, ¿por qué viniste a mí?
Había oído la voz de Lucifer, voz dura como el mismo acero. Ahora
escuchó una voz como la de un padre, no el padre débil, allá en casa, que
ella sabía bien le daba regalos en un ansia de afecto que era incapaz de
satisfacer.
¡Él habló! gritó, señalando la cruz. Habló. Yo le oí.
Me oíste porque me buscaste dijo el Hombre.
Se puso en pie porque el temor a Lucifer había caído sobre ella de
nuevo como una maldición y no sabía a dónde correr. Miró al Hombre,
luego caminó hasta Él y cayó extenuada a sus pies.
Estás loca dijo Lucifer, que permanecía tras ella, cubriéndole el
cuerpo con la sombra densa y negra de sus alas. Has estado loca desde
hace mas de un año, y el único alivio es tu droga, la droga de los sueños y
la fantasía, de lugares lejanos y hermosos, y de voces extrañas. Ése es el
único cielo que nunca conocerás. Ven conmigo.
Pero la muchacha se arrastró y se aferró a los pies del Hombre y, en su
mente calenturienta, creyó sentir que no eran de mármol, sino de carne
viva.
¡Sálvame! gimió. ¡Oh, Dios mío, sálvame!
Él no existe dijo Lucifer. Sólo yo existo.
Dime, hija mía dijo el Hombre. Habla.
Ella apoyó la cabeza en sus pies. Su voz susurrante resonaba en la
habitación.
Todo estaba tan vacío, sólo un día tras otro, de diversión, de comida,
de dinero y ropas... y de hacer lo que no debiera. Hacía que me sintiera
sucia, pero todo el mundo lo hacía. Por broma, por diversión. ¿Por qué no?,
me dije. ¿Qué otra cosa hay que lo que ya tengo? Sólo hacerme mayor, no
ser ya una adolescente, ser como mi madre, casarme como mi madre...
y tener hijos como yo, y vivir en un piso como el nuestro, lleno de
electrodomésticos, y suspirar por un coche nuevo cada año. Eso es...nada.
y luego seré vieja como mi abuela, y ya no habrá más diversión. ¿cómo
soportarlo?
Y ¿nadie te dijo que había algo más?
No había nada más. ¡Oh!, algunos de mis profesores me dijeron que
yo tenía que adelantar la causa de la humanidad, pero ¿por qué? Yo tenía
que pensar en mí misma, ¿no? No iba a vivir sólo para otras personas. ¡Yo
no quería lo que ellos querían! —su grito era ahora de desesperación—.
Así que encontré un camino; era divertido y maravilloso y, cuando se
llegaba a él, una era hermosa, y más alta, y caminaba sobre nubes, y todo
el mundo te admiraba y creía maravillosa... Sólo eso importaba.
—Mírame, hija mía. Alza tus ojos hacia mí —dijo el Hombre.
El rostro de la chica estaba cubierto de sudor y lágrimas. Lentamente
alzó la cabeza y encontró de nuevo los oíos vivos del Hombre.
—No has oído nada —dijo Lucifer— más que tu locura y tus propios
pensamientos.
—Hace mucho tiempo que te conocía —dijo el Hombre—, mucho tiempo
que te buscaba, que veía tu vacío, y veía a los que te daban ese vacío y no
el pan de vida. Tú eres uno de mis pequeños, traicionado por la plenitud de
dones indignos, por falsas lenguas que os dijeron que erais importantes,
más que cualquier otra generación, y que erais más valiosos que todo lo
demás sobre la tierra. Vi cómo se acumulaba la degradación sobre vuestra
alma inmortal por culpa de los que debían haber sido vuestros protectores,
los que debían haberos mostrado el camino de la vida, y no el camino de
una ruina material. Vi cómo construían edificios magníficos para vosotros,
donde no se os imponía la menor disciplina, donde vuestra mente no era
realmente ilustrada sino oscurecida con sofismas.
"Y, sobre todo, vi vuestro dolor.
—Tú nunca has conocido el dolor. Nunca has experimentado el dolor o
la desesperación. Nunca se te ha atormentado —dijo Lucifer—. Vamos,
tienes tu placer, y ese placer aún te aguarda. Deja de mentirte a ti misma,
de imaginar tus propios pensamientos, ya que no tienen realidad.
Pero Emily miró implorante el tierno rostro del Hombre.
—No busqué otra cosa —dijo—. No quiero mentirte. Sentía que había algo
más, pero todo el mundo decía que era superstición. Yo... aquello me
enfermaba. Tenía que haber algún lugar donde pudiera ser algo más que
Emily Hoyt, siempre a la búsqueda de la diversión.
—Y viniste a mí. Yo soy el que tú buscabas.
Asintió con desesperada intensidad:
—Yo no sabía... quién o qué. Nadie me lo dijo jamás. Pero ayer, uno de mis
profesores... Todo el mundo se rió de él. Le llaman el "despistado", porque
no es como los otros. Me detuvo en el vestíbulo y me dijo: "Emily, no sé
exacta-mente qué te pasa, pero estás enferma. ¿Por qué no vas a ver al
Hombre que escucha, en la colina, allá en la ciudad?"
—Pensé que bromeaba —siguió la chica, aferrada cada vez más a los pies
del Hombre—, pero luego empecé a pensar. Allí estaba yo, perdiendo mi
vida, ésa es la verdad, matándome. Y luego... —le falló la voz— estaban
Charlotte y Bette, más jóvenes que yo. Era como si las viera por primera
vez, seres humanos como yo, enfermas como yo. Pero lo peor es que yo... yo
les había hecho eso. Fue como cuando una se quita las gafas de sol y lo ve
todo con mayor brillo, y eso te quema los ojos. Y recordé todos los sueños
que había tenido la semana anterior. No sueños hermosos y románticos, ni
de diversiones, ni de sentirse importante. Sino sueños terribles.
Apoyó de nuevo la cabeza en sus pies.
—Sálvame —pidió—. Ayúdame sobre todo a salvar a Charlotte y a Bette
también.
—¡Embustera y despreciable idiota —dijo Lucifer—, tan débil que tienes
que correr a la madera y al marfil a llorar tus pecados!
—Sálvame —rogó Emily, y sus manos temblorosas subieron por el cuerpo
del Hombre y tocaron sus rodillas.
Miró sobre su hombro a Lucifer, y chilló, y tembló.
—¡Dime que él no está ahí realmente, que le estoy soñando! —gritó al
Hombre.
—Él existe —repuso éste tristemente— y siempre existirá. No es un
sueño.
—Entonces ¡dime qué debo hacer para apartarme de él!
—Piensa en tu corazón lo que debes hacer.
Emily meditó, y la luz estaba en su rostro, pero sus hombros y cuerpo
yacían aún en las sombras del mal. Empezó a temblar de nuevo.
—No, ¿cómo puedo hacer eso? La policía... y hablar con mis padres.
Ellos... quizá me metan en la cárcel. Se lo dirán a todo el mundo. Seré
expulsada, quizá. Soy una criminal. Todos sabrán lo que he hecho, a mí
misma y a las otras chicas. No habrá un lugar al que ir...
—Tú has confesado tus pecados —dijo el Hombre—. Conoces tus
pecados. El camino será amargo y terrible, pero es el camino que debes
seguir. Pues ya no eres una niña, eres un alma humana, una mujer, y has
acumulado responsabilidades sobre tu cabeza. Si no tienes valor ahora, ni
fortalezza, entonces estás completamente perdida y entregada para
siempre a la maldad, y a la muerte, y a la agonía.
La muchacha se encogió como un niño herido.
—Ellos me quitarán la... me quitarán lo que yo necesito. Dicen que es
horrible. Que no puede soportarse.
—Hay horrores peores que ése —dijo el Hombre—. Y tú ya los has
experimentado. Por eso has venido.
—¡Estúpida! —insistió Lucifer—. ¿Por qué hablas contigo misma? Nadie
te habla sino yo.
—¿Miente? —preguntó la muchacha al Hombre.
—Sí. Es el padre de la mentira. Hija, ¿seguirás el camino del dolor, de la
penitencia y el arrepentimiento?
Ella le imploró con todas sus fuerzas.
—¿Me ayudarás tú?
—Sólo tienes que llamarme y te oiré, y estaré junto a ti, pues soy tu
guardián, que no descansa ni duerme. Pero debes llamarme en las peores
horas, en las horas más desesperadas, pues habrá muchas.
—Se reirán de mí —dijo—, aunque todo sea tan horrible.
—También se rieron de mí, pero lo soporté.
—Sí... —murmuró—. Yo... oía hablar de ti, en Navidad, y en Pascua. Pero
no sabía mucho. Ni quería saber. Mis padres trataron de llevarme a la
iglesia, o a un consejero... sabían que me ocurría algo. Pero yo no quise ir.
Tenía miedo.
—Pero ahora ¿harás lo que sabes que debes hacer?
Apoyó la cabeza en sus pies y quedó arrodillada allí.
—Sí, iré —dijo—. En verdad que iré.
—¿Por tu propia voluntad?
—Sí.
El Hombre miró a Lucifer y dijo:
—Ya estás rechazado de nuevo. Y por esta pobre niña. ¿Te hiere mucho?
Lucifer sonrió.
—¿Qué dicen de mí la tradición, los rumores, los hombres sabios?
Que he caído, pero que, cuando los hombres me rechazan, aunque sea sólo
uno, me alzo un paso hacia el cielo. ¿Debo lamentar eso?
La poderosa faz del Hombre le miraba con afectuosa diversión.
—Tú eres su hijo, y estuviste a su lado, y Él te llamó "Estrella de la
mañana".
Lucifer se retiró de Él y alzó la mano como para ocultar su rostro a la
gloria de la luz. Y, al retirarse, fue haciéndose más y más débil, y al fin no
hubo nada de él en la habitación, cuyos muros estaban ahora radiantes.
La muchacha que sufría no se dio cuenta de la partida de Lucifer, sólo
sintió que un peso horrible parecía alzarse de su cuerpo y de sus hombros.
Dijo al Hombre:
—Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
Cayó en un breve desvanecimiento. Cuando se despertó vio que estaba
echada a los pies del crucifijo. Se sentía más fresca; el sudor aún corría
por su rostro, pero había serenidad y calma en ella, a despecho del dolor y
de su temor, y del temblor de sus músculos.
—Tuve un sueño —dijo al Hombre, callado ahora—, pero fue un sueño
maravilloso. Soñé que tú me hablaste —tembló—. Y soñé que... alguien
más... estaba aquí. ¡Yo estaba tan asustada!
Se obligó a ponerse en pie. Pero se sentía muy débil, las rodillas le
temblaban.
—Y, si fue un sueño, fue el mejor que he tenido en la vida. Debo creer en
él. Ahora me voy. Me voy a decir... a decírselo todo a mamá y papá. Será
terrible. Pero debo hacerlo.
"Y sé que tú me ayudarás.
La locura había desaparecido de sus ojos. Había paz en su desgraciado
cuerpo, como jamás la había conocido antes. Salió a la luz del verano y
alzó los ojos al cielo y, por primera vez, vio las estrellas.
FIN