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Ante el informe brindado por el desgrabador del curso según el cual se habría “perdido”
el teórico en el cual se habrían tratado los capítulos XIII, XIV y XV de la Primera Parte
del Quijote, se ofrece, como paliativo, una versión integral de la secuencia episódica de
Marcela y Grisóstomo que comienza en el capítulo XI y termina en el XV.
Este texto recuperado tiene como punto de partida los desgrabados de las clases 6 y 7
brindadas en el curso del año 2005 preparadas, en aquel entonces, por el mismo docente
que las impartió en este año 2010.-
Vayamos entonces al texto del Quijote. Sabemos que el capítulo XI comienza con
la recepción que le tributan unos rústicos cabreros. No son, en sentido estricto, pastores,
aunque compartan la misma actividad. Pero vamos a ver que, de entre estos pastores,
hay sin embargo uno, que se llama Antonio, que sí sirve de eslabón con ese mundo
idealizado, por cuanto es músico de un rabel y sabe cantar y sabe reproducir poesías que
los mismos cabreros, incultos y sin dotes, pueden apreciar. Esto para que vayan viendo
las mediaciones.
Otro punto significativo en estas mediaciones, en este pasaje, entre estructura de
base y estructura episódica, lo sustenta todo el problema del alimento. Este alimento
comunitario compartido entre todos por igual y que refleja uno de los postulados de
máxima de la ideología pastoril, que es la destrucción del criterio de propiedad. No
existe lo tuyo y lo mío. El mundo bucólico, idílico, es un mundo de propiedad
compartida.
¿Cómo se empieza a desencadenar este horizonte episódico? Después de comer,
don Quijote encuentra gran cantidad de bellotas avellanadas. Las bellotas avellanadas,
míticamente, son el tipo de alimento de los hombres de la Edad Dorada. A partir de esto
se desencadena todo lo que es pautado por los estudiosos como el discurso de la Edad
de Oro. Don Quijote formula dos discursos, con carácter de discurso, a lo largo de la
primera parte. Uno en este episodio pastoril, que es el de la Edad de Oro, y otro antes de
que sobrevenga la narración del capitán cautivo (que es el cuarto episodio), que es el
discurso de la Armas y las Letras.
Antes de entrar en el discurso de la Edad de Oro en sí mismo, es importante
destacar todas las acciones paradójicas que rodean la prédica idealizante de don Quijote
y la conducta concreta. Uno de los ejemplos más prácticos y más evidentes en este
contexto es, llegado el caso, el avasallamiento de la voluntad del escudero. Sancho le
está diciendo todo el tiempo que él quiere comer groseramente, que él come tranquilo
solo, que él no necesita grandes manjares, que él está bien apartado del amo, que la
misma situación de estar con el amo lo limita porque él recompone mentalmente toda
una serie de reglas y de imperativos sociales que debería respetar y que no puede
respetar, como comer con la boca cerrada, hacer tal cosa o tal otra. Y sin embargo, don
Quijote, que se postula en el discurso de la Edad de Oro como una viva encarnación y
un vivo defensor de los postulados y de la ideología de ese mundo perfecto de los Siglos
Dorados, avasalla la voluntad de Sancho y le dice: “Con todo eso, te has de sentar;
porque a quien se humilla, Dios le ensalza”. Con lo cual se ve, una vez más, este
dispositivo contradictorio que signa el obrar del caballero andante.
¿Qué es lo medular del discurso de la Edad de Oro? Por lo pronto nosotros
podríamos decir que los discursos de la Edad Dorada, de las edades, de los mitos de las
edades del hombre, son un constructo literario heredado de la tradición grecolatina. Que
el fundamento básico de este tipo de producciones discursivas es ofrecer, por medio de
una fabulación mítica, una justificación lógica de la evolución, la marcha de la historia,
el curso del progreso y, esencialmente, del cambio. Lo que se pauta a través de estos
discursos de edades —que, según quién los formule, incluyen más o menos escaños
inferiores— es siempre la contraposición entre un presente del enunciador y un punto
regresivo, añorado, que se pauta siempre como Edad Dorada. Hay mitos que hablan de
Edad Dorada, Edad de Plata, Edad de Bronce y Edad de Hierro; en el caso de don
Quijote se hace la contraposición entre los siglos que recibieron el nombre de Dorados y
nuestra Edad de Hierro.
¿Qué es lo que el enloquecido caballero reconoce como parámetro validatorio de
este cambio? Es decir, ¿en qué aspectos de la realidad don Quijote se detiene para
postular el cambio, para decir que, en efecto, el siglo en que vive no es la Edad de Oro
sino la Edad de Hierro. En primer lugar, el problema de la propiedad. No existía
ninguna de estas dos palabras de tuyo y mío; todas las cosas eran comunes, dice. Se
enfatiza asimismo que la naturaleza, en tanto naturaleza no violada, no inflexionada por
el hacer del hombre sobre ella misma, se caracterizaba por una generosidad y un acto de
gratuidad que garantizaban de continuo el sustento de la humanidad. No sólo no es
necesario en ese entonces trabajar, sino que tampoco es una preocupación el tema del
alimento, por cuanto a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha del dulcísimo
trabajo le brinda, la naturaleza al hombre.
Este tipo de estado idílico permite que el mundo se defina por la paz, la amistad y
la concordia; y se desarrolla en el centro del discurso de la Edad de Oro una referencia
mítica, que es en cierta medida la figura rectora, el punto ideológico del discurso de la
Edad Dorada, que es el ensalzamiento de nuestra primera madre: la Madre Tierra. El
discurso que confiere una entidad superior a la naturaleza, a la Madre Tierra, que hasta
que no fue vejada por el arado, no fue torturada por los implementos de cultura, regía
naturalmente toda nuestra existencia. Del mito de la Madre Tierra —mito que algunas
culturas relacionaron con todas las tradiciones de Ceres, o Démeter, entre los griegos—
se desprende también un modo de ser y un modo de vivir del universo femenino que
pueblan los Siglos Dorados.
Acá se define todo por contraste, por cuanto no en todos los momentos se hace la
oposición explícita entre Siglos Dorados y Edad de Hierro, sino que en algunos casos se
focaliza lo que le interesa como punto de retorno, punto de regreso, por cuanto la
caballería, según don Quijote, le permitiría reinstaurar la Edad Dorada en la Tierra.
Entonces lo que se desarrolla del ser femenino es aquello que se ha perdido, aquello que
ya no existe en esta Edad de Hierro. Dice, por ejemplo, que las mujeres pueden andar
toda la noche de aquí para allá, que nunca tienen miedo de ser forzadas, que no
necesitan ataviarse o adornarse excesivamente (otra marca negativa de la cultura, con la
cual, dicho sea de paso, siempre se asocia a la mujer; la mujer como artificio, como
producto, y no como naturaleza), y se insiste en que las doncellas y la honestidad siguen
intactas. Y se remarca —esto es un detalle importante— que el hecho de ser
menoscabadas y de perder su condición prístina nacía de su gusto y propia voluntad. El
cambio de estado femenino, en la Edad Dorada, depende de la mujer. Punto que anticipa
toda la tópica de la amada esquiva que va a desarrollarse con el episodio de Marcela.
Y en función de esta imagen de doncella intacta, salvo que la propia voluntad la
incitara a dejar de ser doncella, se desarrolla otra imagen que revela, si se quiere, la
antropología contradictoria que tiene don Quijote, puesto que es evidente que todo este
discurso estereotipado de lo femenino, donde las mujeres siempre tienen todas las
virtudes, así, hasta cierto punto kitsch, de una belleza suprema, son todas una metáfora
continua, no existe un punto de descripción objetiva de lo femenino si no está mediado
por el lenguaje: sus dientes como perlas, sus cabellos como oro, su cutis de marfil. Toda
esta estereotipación del retrato femenino y la esencia femenina muchas veces es leído
—de una manera, si se quiere, un tanto simplista— como un gesto de ensalzamiento
poético.
De todos modos, uno puede leer esta codificación retórica de la belleza de la
mujer, de las condiciones de la mujer, desde, por ejemplo, los postulados de Zizek,
cuando dice que en realidad lo que opera en todos estos retratos petrarquistas es, en
efecto, una necrosis de la dama de carne y hueso. Nada que permita la individuación
emerge detrás de este retrato donde todo es código. Con lo cual, lo que termina
revelando el código que empasta y cubre al sujeto femenino es que, en definitiva, para
esta cultura la dama no sólo es un espejo donde el caballero se mira, un rédito narcisista
de decir que se tiene tal dama, que se es enamorado de tal dama, que se adora a tal
mujer, que por supuesto es siempre la mejor y la que tiene todos los réditos, sino que
además hay una asociación simbólica con el lugar femenino y el lugar de la muerte.
Y esto se ve reforzado por una comparación metafórica que, a continuación de
este estado de perfección que caracteriza a lo femenino, introduce el mismo don Quijote
en su discurso sobre la Edad de Oro, por cuanto dice que la virginidad femenina y el
estado perfecto se mantenían y no había ningún tipo de problemas, y después dice:
“...aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta”. Lo que oculta y
encierra el laberinto no es la amada, no es la mujer, sino, míticamente, el monstruo. Es
esta cuestión de atracción y repulsa que funda el vínculo entre el caballero y la dama, y
que ya hemos visto en otros punto de su erótica, o cuando esta erótica se hace evidente.
Básicamente, por ejemplo, en este circuito del nombre que necesita, sí o sí, que quien
mira a la dama sea un derrotado, y no ser él. O sea que necesita el desvío de la propia
visión, la escisión inclusive al punto de no poder mirarla, como si la visión de la dama
fuese causal de muerte, fuese determinante de la aniquilación del propio ser
caballeresco. Es una erótica fundada en la escisión y apuntalada obsesivamente por el
discurso.
Después de esta imagen, don Quijote se presenta. Y se presenta como un
emergente, en cierta medida, del estado actual con vista al pasado perdido; y dice, como
justificándose: “Porque todo esto se ha perdido, yo soy de la caballería andante y estoy
en el mundo para defender a las doncellas, amparar a las viudas, socorrer a los
huérfanos y menesterosos”. E incorpora a la misma orden a Sancho. Además la voz
narrativa aclara y remarca que los cabreros no entienden nada de lo que está hablando,
pero que como son educados (al simple lo que lo caracteriza es la educación) ante el que
parece que sabe, no lo interrumpen y lo dejan hacer. Y a continuación le contraofertan
el contacto o el conocimiento de este cabrero/pastor Antonio, que tiene composiciones
que recitar, y que han sido escritas por un tío del beneficiado.
Acá empieza toda la trabazón familiar, que empieza a reduplicarse después en la
historia principal. Todo este marco, la historia de Antonio, es una especie de cifra que
anuncia el texto, por cuanto muchísimos de los protagonistas de su propio canto pueden
reflejarse en la misma situación que acaece y termina en muerte en la narración
episódica. Ya se sabrá, evidentemente, que Grisóstomo ha desesperado. El tema de la
desesperación es un punto harto problemático, porque desesperarse puede ser tanto estar
desesperado tipo un estado emotivo mezcla de ansiedad, angustia, temor, pero también
puede ser suicidarse. Es como el punto extremo amoroso, de estado anímico, que corre
el riesgo de desregular el principio fundante de la pastoril, que es un mundo donde se
sufre pero nadie muere... “Dios aprieta pero no ahorca”. Entonces, que empiece a haber
muerte en la pastoril es un signo típicamente cervantino.
Para esto es muy interesante un artículo que yo les voy a dejar como bibliografía,
que, si bien no es cervantino, es perfectamente idóneo para entender el problema de la
emergencia de la muerte en la coordenada perfecta, que es un trabajo que se llama “Et
in Arcadia ego...”, que es un estudio de Panofsky. Panofsky es uno de los grandes
especialistas en iconología, y tiene toda una serie de trabajos sobre la tradición icónica y
el sustrato ideológico del discurso figural. Lo que analiza Panofsky en este trabajo es
cómo en determinadas coyunturas estéticas y culturales se empieza a producir un
discurso sobre la finitud. O sea, ¿qué es esta emergencia de lo innombrable?, ¿qué es
esta emergencia de la muerte en determinado tipo de producciones narrativas? Este “et
in Arcadia ego” viene de un verso latino que quiere decir “también en la Arcadia estoy
yo”. El “estoy yo también en la Arcadia”, en el cuadro, lo dice una calavera. El valor
supremo de este mundo desacralizado es el valor de la muerte. Son todos estos puntos
que también colocan, de alguna manera, en términos ideológicos, a la fabulación
pastoril al borde de la heterodoxia, puesto que los pastores no le rezan a Dios, ni van en
rogativas a la Virgen para que me quieran. No; es un universo, en cierta medida,
desacralizado de la sacralidad estereotipada de la cultura. Hay otro tipo de coordenada
sacra. Y acá emerge con el principio fundante de la muerte.
El canto de Antonio es otro de los puntos intermediarios entre la historia de
Marcela y Grisóstomo y la secuencia de base. Es intermediario y —habíamos
aclarado— en cierta medida una cifra, por cuanto postula, como en la historia pastoril,
una situación triangular, que en este caso sería una cifra invertida, donde los valores
masculinos y femeninos se invierten. Y acá es importante destacar que, como lo sostuvo
Ruth El Saffar, que es otra crítica cervantina, uno de los procedimientos de escritura
básicos de la narrativa cervantina es lo que se llama la elisión del cuarto par. ¿Qué
entendemos por la elisión del cuarto par o el borrado del cuarto término? La mayoría
de las narraciones cervantinas se estructuran según triángulos. Triángulos que
básicamente degeneran en algún tipo de enajenación de los protagonistas, por cuanto
son dos hombres para una mujer, dos mujeres para un hombre, y lo que aparece como
un eje isotópico a lo largo del Quijote es cómo, obsesivamente, ese cuarto par elidido,
continuamente borrado de la coordenada del registro de los propios protagonistas, es
siempre una mujer que no está a la altura de toda esa orfebrería petrarquesca de dientes
de perlas, cabellos como oro... La mujer real, la que no puede ser mudada y
transformada en un más allá discursivo.
Esto tiene este principio fundante, y además toda una tradición literaria que lo
avala, que es la tradición literaria del cuento de los dos amigos. Es harto habitual, en la
narrativa cervantina, plantear situaciones vitales donde alguno de los dos amigos,
cuando logran que la amada perfecta los corresponda, por ejemplo, ahí no saben qué
hacer. Si ser tan amigos de su amigo o ser un feliz esposo. ¿Qué se gana y qué se
pierde? Lo que actúa esta fábula, esta tradición discursiva, reescrita por una infinidad de
autores, es si efectivamente el destino de un hombre es unirse a una mujer o es mejor
estar entre muchachos. ¿Este estar entre muchachos como la cultura gay avant la lettre?
No; pero siempre uno puede rastrear cierto sustrato de un homoerotismo fundante,
donde la mujer no existe. Esto es hartamente evidente, por ejemplo, en “El curioso
impertinente”, donde Anselmo se casa, y en realidad está terriblemente angustiado
porque el amigo dejó de ir a la casa. Lo único que le preocupa es
—so pretexto de probar a la esposa, a ver si es verdaderamente una buena esposa y no lo
engaña— probar al amigo; probar cuán fiel es el amigo y si se aviene y si llega al
extremo y si se somete a su voluntad de ser el instrumento de su propia deshonra.
Porque lo que Anselmo le pide, como él no tiene modo de saber si su esposa le es fiel y
es una buena mujer, es que entonces trate de seducirla, que trate de engañarlo a él, y que
después le cuente, que después le diga si efectivamente es tan buena como él cree.
Donde en realidad, so pretexto de una prueba a la esposa (encontrar la mujer fuerte de la
Biblia), hay otra prueba, igualmente fundante, que es la prueba al amigo. ¿Mi
matrimonio ha destruido el matrimonio previo que teníamos?
Alumna: No entendí bien lo del cuarto término.
Profesor: El cuarto término apunta a lo siguiente. Es típico en la pastoril el hecho
de que, por ejemplo, el pastor A está enamorado de la pastora A'. Pero también está el
pastor B, que está enamorado de la pastora A'. El pastor B, por supuesto, no canta tan
bien; es el que todo el mundo cuando lo lee infiere que le va a ir mal. En realidad la
pareja es A y A'. Pero, en el mismo horizonte, la cosa se complica porque hay una
pastora B' que está loca por B, pero que nunca logra que le preste atención porque andan
como los dos idiotas queriendo elegir a la misma. Son todas tramas donde
obsesivamente siempre hay una mujer que sufre por otro pastor, pero el otro está
mirando cómo el otro mira a su amada. Es una relación triangular donde siempre hay un
cuarto, pero ese cuarto es sistemáticamente desconsiderado de la narración; no cuenta.
Una de las cosas que trabaja el texto a lo largo de los episodios es cómo puede
emerger esta cuarta figura femenina. Y esto es claro, sobre todo, en los dos episodios
intercalados que van a venir a continuación —que son cruzados—, que son el de
Lucinda y Cardeño y Dorotea y don Fernando, donde en realidad todo el planteo
argumental, todo el conflicto primigenio, es que don Fernando, que es amigo de
Cardeño, de tanto que Cardeño le habló de la novia, que le calentó la cabeza, dijo: “Yo
voy y la pido en matrimonio”. Y otra de las candidatas que él tenía desaparece del
horizonte.
¿Cómo se recompone ese caos originario? Caos originario que también está
fundado en este borramiento sistemático de un cuarto término. Ustedes van a ver cómo,
a lo largo de todas las narraciones episódicas, continuamente hay una cuarta mujer que
no existe, y toda la problematización que se sigue de esta borradura en el orden de la
representación. Porque muchas veces esta borradura está verosimilizada, desde merma
estética, merma espiritual (porque no es tan buena), o inclusive merma del valor de
cambio: Dorotea entregó; Lucinda no. Una vez que se consiguió lo que se quería con
Dorotea, nos olvidamos de Dorotea; todos a buscar a otra virgen. Hay toda una serie de
problemas que van guiando esta estructuración de cuatro partes; una cuarta siempre
borrada.
El canto de Antonio se construye a la inversa. Él está perfectamente enamorado de
una tal Olalla. Olalla viene de Eulalia (“la que canta bien”), y además hay toda una
tradición hagiográfica sobre las Santas Eulalias. Las Santas Eulalias son aquellas que en
el martirio (Santa Eulalia de Barcelona es prototípica), mientras les van cortando la
carne, las van ajusticiando, las van quemando vivas —todos los puntos más extremos
que nos podamos imaginar—, ellas no dejan de predicar el evangelio de Jesucristo.
Desde el cadalso, Santa Eulalia habla, con cada jirón de su carne que se le haga; es la
que no puede parar de decir la voz de la revelación. Pero en este caso la inversión se
produce porque Eulalia es justamente la que nunca está, la que nunca responde, la que
nunca habla. Y la que tiene habla, en todo el discurso, vendría a ser el cuarto par
elidido. Precisamente aquella que no se adora, aquella que no se ama, y que además
tiene una relación de competencia u hostilidad con la protagonista idealizada. Mientras
Antonio está desesperado por esta Eulalia, por esta Olalla, hay una Teresa del Berrocal
que continuamente señala las mermas y las fallas que la construcción visual del
enamorado no le permite percibir. Teresa del Berrocal es aquella que ve a la otra tal cual
es, mientras que Antonio, por su estado de enamoramiento, no puede percibirla tal cual
es. Además, acá está toda la inversión típicamente carnavalesca en la voz mixturada
dentro del discurso de Antonio, donde este canto, que supuestamente lo compone el tío
de Antonio para celebrar sus amores, es un canto que ni siquiera puede resistirse a la
hibridación, un canto poético que, en tanto tal, introduce la voz de un personaje
detractor, de alguien que limita los valores de los asertos de Antonio sobre la belleza de
Olalla, y dice “Tal piensa que adora a un ángel, / y viene a adorar a un jimio. / Merced a
los muchos dijes / y a los cabellos postizos, / y a hipócritas hermosuras / que engañan al
Amor mismo”.
Lo que se le enrostra también tiene una metáfora, un tercer término de
comparación, que es el simio. La mujer idealizada como un simio, en tanto y en cuanto
mima y reproduce lo que hace el hombre que la mira. Y además, hay otro principio
constructivo de este estado angélico, según Teresa del Berrocal, según su visión, que
por otra parte puede hablar porque está ligada a sus berruecos, a sus terrones, a su tierra
árida; el berrocal es eso. Teresa, con ese nombre y ese apellido, es precisamente la única
protagonista que no puede ser protagonista de la historia pastoril, porque está
excesivamente ligada a todo lo limitado de la tierra, a la tierra como limitación, no
como eterna generosidad. Y le retruca la semejanza de la mujer que se adora y que se
ensalza con un simio. Punto que importa no sólo porque en ese entonces se predica que
el simio es el animal que imita al hombre, y que su subjetividad se construye por
imitación, por especularidad con la voz masculina, con lo que quiere el hombre, sino
también se dice que el simio es el animal borracho por excelencia.
Y esta borrachera de Antonio, esta borrachera erótica, se reproduce en el contexto
mismo de enunciación, porque todos los cabreros, mientras uno canta y lo oyen, están
pasando el zaque continuamente, y todos se quedan fritos de tanto tomar. Pero además,
la borrachera también funda la condición de distorsión perceptiva para que el hombre
pueda arrogarse el lugar modélico para la mujer, que es lo que está diciendo también la
segregada, aquella que no va a ser elegida por nadie porque es del berrocal. Esto es
pastoril y no es pastoril, porque don Quijote no duerme bajo árbol; se va a una chocita.
Es como un country, como cuando nos vamos a la naturaleza. Esta situación híbrida
después sigue in crescendo con la llegada de otro mozo llamado Pedro, que anticipa lo
que ha sucedido en el pueblo. Lo que ha sucedido en el pueblo concierne
exclusivamente al deceso de Grisóstomo, deceso del que todos los contertulios
responsabilizan a Marcela, la enamorada perfecta, la mujer deseada, la mujer idílica,
que continuamente lo habría rechazado.
Acá viene todo un interludio cazurro donde Pedro intenta decir su relato, intenta
contar según su habla propia y según su registro específico, con lo que además se
verosimiliza su limitación como personaje rústico, y don Quijote continuamente lo
interrumpe. El gesto de la interrupción también es otra característica muy llamativa de
don Quijote, puesto que, si bien todavía no ha interrumpido a Sancho, esta misma
actitud de cortar todo el tiempo el discurso del otro, corregir el habla del otro —un
rector del mundo a través de un discurso del mundo— es algo también típico del
enloquecido caballero. En el caso de Sancho el foco de ataque son lo que se le enrostra
como prevaricaciones lingüísticas, como cambios de palabras, y además el problema del
uso del refrán.
El uso del refrán, en términos de política lingüística, es un punto de oposición
entre caballero y escudero muy llamativo, por cuanto nosotros habíamos marcado desde
el prólogo mismo que una de las características que podía definir esta poética, conforme
se pautaba en el prólogo mismo de la novela, que era una poética andante, una poética
de lo ilimitado, de las posibilidades de lo imaginario. Don Quijote siempre tiene un
discurso cuya característica básica es que parece que no tiene fin. Y que continuamente
puede adaptarse, puede reformularse, puede cambiar, puede migrar de punto de vista; en
cambio el habla de Sancho, el habla del simple, se sustenta en el refrán. El refrán, en
términos generales, podría explicarse como una máxima de conducta que intenta
explicar en un presente, o en un contexto de formulación determinada, la lógica de una
continuidad. Cuando alguien dice, por ejemplo: “De tal palo, tal astilla”, uno está
predicando una lógica a través del habla, no sólo por lo que está diciendo, sino porque
también se está justificando en un habla que se ha anquilosado y se ha cristalizado como
una frase hecha, como una expresión fundada que tiene su razón de ser no en la
descripción del mundo o en el acontecer, sino en la lógica lingüística, que siempre ha
dicho que esto se explica así. Sancho necesita la seguridad, mientras que don Quijote
aspira siempre a la libertad, aunque esto conlleve inseguridad en la propia marcha
discursiva. Discurso y protagonismo caballeresco en este aspecto se espejan.
Entonces, al cabrero, empieza haciéndole las correcciones léxicas. Sarra, y no
sarna; eclipse, no cris... Y el cabrero termina pudiendo decir efectivamente qué es lo
que más o menos sucede. Acá lo llamativo —y también hay un trabajo interesante— es
cómo todo el discurso del primer episodio pastoril es un discurso íntegramente
producido y contextualizado por un sinnúmero de voces masculinas que están
anunciadas y presentadas como un coro hostil a la única voz femenina que va a terminar
apareciendo en el desenlace del episodio. Y esta misma situación de coro genéricamente
definido se llega a extender inclusive hasta las limitaciones de la crítica misma del
episodio, por cuanto hay una crítica que hizo un análisis —que en realidad es un tanto
asombroso en este aspecto— de cómo todos los varones terminaban haciendo una
condena moral de una protagonista ausente. Todo lo que se termina diciendo, todo lo
que se termina predicando, todo lo que se termina anunciando, lo es precisamente no del
muerto, sino de aquella que causó todo esto, aquella que ha generado la pérdida de un
hombre de tales virtudes. Es el progresivo asedio discursivo a la única figura que no ha
podido ser cogida (en términos hispánicos) por la red de las voluntades masculinas de
este prado ameno.
Alumna: Y después la lápida que escribe el amigo termina siendo la versión por
escrito del discurso de los hombres.
Profesor: Exacto. Pero además, no sólo está esa contradicción en el desenlace,
sino que también está la contradicción como el gran gesto heroico de don Quijote, que
dice: “Yo quiero defender la libertad; nadie la siga, porque los voy a matar”; y él va
atrás de ella y se mete en medio de la montaña a ver si la encuentra, porque a él no le
alcanza la ley. Es sentirse todo el tiempo como un fuera de ley, un más allá de la ley. La
ley existe para el mundo, pero no para mí. Eso es lo que continuamente está diciendo el
obrar paradójico de don Quijote en estas situaciones. Todo, como vos lo adelantabas, es
una pugna de discursos genéricamente orientados. Porque además, esta es otra de las
cosas que están estereotipadas por el género. Es un género donde se jerarquizan, se
privilegian, determinado tipo de versiones. Las versiones, la mayoría de las veces,
tienden a centralizar la óptica femenina; y acá es una óptica eminentemente masculina.
Además, es interesante cómo, amén del problema del asedio, la progresiva
construcción de Marcela por las anticipaciones, por las presentaciones intencionadas, la
van confinando en un lugar de supremacía quimérica, pero a la vez monstruosa. Porque
es un tipo de belleza que paraliza, que produce la enajenación, que produce la pérdida
de la razón. Una belleza no gozable, porque su entidad indicaría que es imposible
acceder a ello, y que sin embargo instiga a quienes la contemplan a someterse a esta
perdición. Inclusive hay una parte donde hasta se verosimiliza la locura de la comunidad
y se justifica contextualmente la necesidad del encierro, cuando uno de los pastores dice
que el problema es que no sólo los allegados sabían que Marcela era la mujer más
hermosa de este prado, sino que además, cuando se le metió la locura de volverse
pastora, hacerse pública, salir del hogar, termina en un cataclismo social, porque todos
los habitantes del poblado dejan de ser habitantes para convertirse en pastores.
Lo que también es constructivo en la pastoril es lo que se podría leer desde Giralt
como delirio mimético: todos quieren lo que quiere el otro; el deseo se aprende a partir
del deseo que el otro siente por un tercero. Ese deseo mimético, ese deseo espejado en el
deseo de un tercero, que produce enajenación y locura. Lo que caracteriza también a la
pastoril es la marcada escenificación: a medida que se avanza, que se va llegando al
lugar del túmulo, que por tal lado bajan pastores, que por tal otro aparecen los que
llevan el cajón con el cuerpo de Grisóstomo... Y además todo con una codificación
impecable. La tradición indica que el ciprés y la amarga adelfa son signos de luto, y van
todos coronados de ciprés y adelfa; la etiqueta, estamos entre pastores pero se cumple
perfectamente.
En el interín se acopla otro personaje, que no pertenece estrictamente al universo
pastoril, sino que sería más propio de la coordenada narrativa realista de base, que es
Vivaldo. Vivaldo es definido como un caballero rico, alguien que marcha, y que
confronta en esta progresión —haciendo el contrapunto debido para no cansar con la
pastoril en un texto que no es esencialmente pastoril— con don Quijote y todo se deriva
hacia la lógica y el sentido de la caballeresca. Don Quijote se presenta como caballero y
se asombra porque Vivaldo, pese a lo que parece, no sepa qué son los caballeros
andantes. Entonces ahí él se plantea, en primer lugar, como una traducción a la
cotidianeidad de los libros más fantasiosos de la tradición caballeresca. Él por poco
descendería del rey Arturo, porque hace toda una genética de cómo se arma la narrativa
caballeresca, y además ahí pauta, y lo explicita claramente, todo el problema de las
generaciones.
Ese caso es interesante porque es una de las pocas veces donde, en su enajenación,
él reconoce, con todo, su inferioridad. Él dice que “...para aquellos que el mundo llama
caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos”. O sea, la
cola del león, la parte menor del todo superior. En esa expresión se cifra claramente el
punto de partida del delirio caballeresco; no se puede conformar con su estado, no se
puede conformar con su limitación, no puede lidiar con su privación originaria, y se
transforma en la parte menor del todo. Ser el menor, pero caballero. Aquí está toda la
oposición que les hace Vivaldo; pero Vivaldo les hace oposiciones pretextando
escrúpulos, como si fuesen cargos de consciencia, cosas como para terminar de creerlo.
En este sentido, el personaje es interesante, por cuanto trabaja, hace explícito, el
problema del acto de creencia. O sea ¿cómo se le puede creer a don Quijote? Y en
realidad Vivaldo continuamente está trabajando con las variables de ese fingimiento:
hago que le creo, le creo, lo disimulo, no lo disimulo, finjo escrúpulos para terminar de
creer todo lo que él dice que es la caballería andante...
Y ahí viene el ataque de Vivaldo, como sucederá en la segunda parte con aquellos
que fingen escrúpulo, cargos de consciencia para creerle a don Quijote (el personaje
típico que procede del mismo modo, en la segunda parte, es la duquesa). Es todo un
ataque, no frontalmente contra él —porque en definitiva eso degeneraría en un conflicto
concreto—, sino que es un combate contra Dulcinea, tangencialmente. Si Dulcinea está
ocupando un lugar que no le corresponde (el lugar de Dios en las prédicas antes de
encomendarse), si Dulcinea es tan alta como debería serlo, si Dulcinea tiene linaje, que
es todo el problema que en la época se plantea con la picaresca, que es la polémica de
nobilitate.
Cortamos acá, y la próxima llegamos hasta el XV.
Bueno, sabemos entonces que, después de todos estos interludios con Vivaldo,
ven que el entierro está por comenzar y dicen: “No es cuestión de haber caminado hasta
aquí y perdérselo”, entonces se apresuran y llegan al lugar donde se les informa que ese
es el centro simbólico de la acción. Acá es muy interesante cómo la muerte aparece todo
el tiempo presente, pero a la vez desplazada, ocultada, desfigurada por la misma
naturaleza. Acá no existe cadáver, sino que se dice que hay un cuerpo debajo de un
manto de flores y presentes que esconden al sujeto suicidado.
Acá con el tema del suicidio hay una problemática muy acuciante, por cuanto
ustedes saben que el pecado de desesperación, el delito de desesperación, era altamente
condenado por la teología de ese entonces. (Bah, por la actual también, para qué vamos
a ser ingenuos.) Pero es muy interesante porque además estaba altamente pactado que
los suicidas quedaban automáticamente excomulgados por haberse atrevido a
interrumpir la vida que sólo es de Dios, y que sólo la regula Dios, y que entonces
estaban condenados a morir y ser enterrados en territorio no santo. Lo que pasa es que
acá hay todo un trabajo con la indeterminación, puesto que si bien nadie de los presentes
llega a decir: “Grisóstomo se ahorcó, se tiró a un río y se ahogó voluntariamente”; no se
sabe efectivamente qué es lo que ha sucedido con Grisóstomo, es el misterio de la
acción que nadie se preocupa por develar. Y además, se plantean en torno al fenómeno
del suicidio, muerte de amores, del protagonista toda una serie de contradicciones. Por
ejemplo, el tema del entierro como infiel en un lugar que no es un cementerio religioso.
¿Por qué va a ser enterrado como infiel? Y sin embargo se lo entierra en ese más allá, en
esa marginalidad. Marginalidad que tiene la peculiaridad de que es construida como un
centro según de dónde se lo mire.
Lo que hace el episodio, con esta indeterminación en trono al estatuto de la
muerte del protagonista, es también problematizar los márgenes y el centro. ¿Qué es
efectivamente Grisóstomo? ¿Es un suicida o es una persona extremadamente sensible
que ha muerto de amores? ¿Qué es lo que sucede? La canción desesperada, la canción
de Grisóstomo, puede ser tanto la canción del que está desesperado por una pasión
extremosa, pero también la canción del suicida. Lo cual vincula a la composición con el
epitafio, puesto que inscribe tanto una como otra composición en lo que sería la figura
retórica de la prosopopeya, el decir de la Muerte, el decir del Más Allá, ese decir
aparentemente objetivado, donde una vida queda hecha toda ella síntesis y naturalidad
en lo que es el recuerdo. Con la diferencia de que, en el caso de la canción de
Grisóstomo, es una diferencia donde el sujeto se convierte a sí mismo en objeto de su
propio discurso. Mientras que en el epitafio siempre se presupone un tercero que
naturaliza y vuelve lógica esa vida y esa sucesión natural, que comienza con un
nacimiento y termina con una muerte, en el caso de la canción desesperada, es una
canción que tiene la peculiaridad de la continua oscilación y el continuo
reposicionamiento de la voz enunciadora y, también, del destinatario. ¿A quién habla la
canción desesperada? ¿A quién se dirige el poema? El poema esencialmente se
construye como una expresión lírica autorreferencial, inicialmente, puesto que termina,
en el cierre (“¿Qué quieres, canción, que se declare?”) como si el sujeto sólo pudiera
hablar a la regulación del propio discurso, a su escritura, a su artificio. Y esto entra en
pugna, a lo largo de la misma composición, con otros alocutarios explícitos en el mismo
texto, cuando se apostrofa a esa amada ausente de cruel, de ingrata, de desamorada, y
todas las prédicas de su ingratitud que nos podamos imaginar.
El caso de la canción de Grisóstomo es un punto que para la crítica también es
muy importante por cuanto nos remite a una problemática que incumbe a la genética del
texto y del Quijote. Primer detalle: se sabe que toda la escena sucede y se desarrolla en
un ambiente montañoso. Hasta la misma canción de Grisóstomo habla de “altos riscos y
profundos huecos”, como si fuese un territorio escarpado. Territorio diametralmente
opuesto a la llaneza de La Mancha por donde anda don Quijote. O sea, este horizonte
ficcional —puesto que por otra parte, si uno pensara que esto era un episodio pastoril,
no había necesidad de montañas ni mucho menos— es algo que quiebra el horizonte de
expectativas del lector. ¿Qué son estas montañas? ¿Qué son estas cimas y estas
cavidades? ¿Qué son estos riscos que cortan el paisaje y también el sentido de la
narración de base?
¿Cuándo empezó Cervantes a escribir el Quijote? Porque no se puede pensar que
esto fue el resultado de un “me fui unas vacaciones, estaba aburrido, y lo escribí; y me
salió así”. No. Toda la crítica genética centrada en los procesos de elaboración, de
composición, y particularmente atenta a las instancias donde se reproduce, hay
engarces, hay incongruencias entre las remisiones al contexto epocal (el primer Quijote
tiene remisiones que lo podrían ubicar, si uno no supiera la época, en un lapso de quince
o veinte años), lo que postula es que el episodio de Marcela y Grisóstomo
originariamente no estaba donde está hoy día, que fue desplazado dentro del diagrama
general del texto, y que necesariamente debería haberse ubicado, de un modo originario,
en toda la serie de peripecias que ocurren en Sierra Morena, donde continuamente se
habla de altos riscos, huecos, peñas, territorio escarpado.
Esto además lo fundan con otro detalle de, si se quiere, anticuario y de pesquisa
bibliotecológica, que es que la canción desesperada, la canción de Grisóstomo existe en
forma manuscrita, en un manuscrito de la Biblioteca Colombina, datado muchísimo
tiempo antes de la publicación del Quijote. Lo cual lleva a ciertos estudiosos a pensar
que originariamente el episodio pudo ser perfectamente una micro narración pastoril,
que además estaba emplazada en otro lugar, y que después, por necesidades de simetría,
de distribución de contenidos
—porque cuando lleguemos a Sierra Morena ya van a ver que de por sí todo lo que
sucede en Sierra Morena es complicadísimo—, por una cuestión de armonizar el texto,
lo desplazó. Como un segmento corrido voluntariamente.
Alumno: Armonizar el texto... ¿En qué sentido?
Prof. Vila: En primer lugar, en función de los principios aristotélicos de la unidad
y la variedad. Todas las poéticas de la época insisten en que una buena trama debe
mezclar lo uno con lo vario, pero que lo vario no adquiera el carácter adventicio, neto,
de ¿a qué viene esto? cuando uno lo está leyendo, como que se pierda la visión de la
trama principal. Como que un modo de aliviar al lector de tantas aventuras de camino,
donde todo el tiempo confunde molinos con gigantes, gente que camina con
encantadores, porqueros con maestresalas de palacio, era introducir, anteponer, cortar
esa isotopía harto repetida de la aventura de camino con episodios. O sea, desplazar el
territorio de los episodios —que hubiese sido el territorio fantasioso típicamente natural
y salvaje—, desplazarlo para que el texto se fuera hibridizando progresivamente. Es una
teoría, y muchísima gente que trabaja sobre el episodio da cuenta o está obsesivamente
pendiente de todas las incongruencias que suceden en estos encastres.
Porque además, dicho sea de paso, uno de los tópicos que más se afianzó en toda
la historia crítica del cervantismo es el llamado los descuidos cervantinos. Cervantes da
la impresión de que escribe y que de repente se olvida personajes, acciones que de
repente no están explicadas. El problema del rucio de Sancho, que se lo roban, por
ejemplo. Se lo roban y se saca una primera impresión, y en una tercera impresión se
arregla el tema de cómo es que el rucio aparece, porque se había declarado que se lo
habían robado y capítulos más adelante está Sancho montado en el rucio. Bueno, este
tipo de cosas sucede.
Y además, otro aspecto que también es central en este tipo de escritura es que es
una escritura claramente pensada con el patrón de lectura oral, y que esto se ve marcado
sobre todo en la fragmentación en capítulos, donde cada capítulo funciona como una
unidad autosuficiente, y donde entre capítulo y capítulo hay continuamente deícticos y
marcas de prolepsis y analepsis que van zurciendo los cortes producidos. Como si cada
capítulo pudiese pensarse como un texto de sobremesa, de alivio de viandantes y
caminantes, que en un momento de descanso o antes de dormir alguien lee para los
demás, y que en la próxima lectura, para los demás, hay que recapitular. Funcionaría en
esta óptica de lectura, en esta óptica de cómo se habría pensado liminarmente la lectura
del texto, este tipo de distribución. Por eso mismo, también es importante tener en
cuenta esta excesiva fragmentación y este tipo de técnica de composición, por cuanto
habría favorecido —si uno quiere adherir a esta tesis del corrimiento del episodio— este
traslado. Una narración que no reconoce cortes, que no reconoce parcelas ni
fragmentación, como puede suceder en un montón de novelas realistas, donde una parte,
un capítulo, tiene como ochenta y nueve páginas, por ejemplo, entonces ¿cómo corto
esta unidad, cómo desplazo? Bueno, el Quijote se ofrece como un texto a ser dicho
oralmente, en un tiempo determinado. Todos los capítulos tienen una extensión
estándar; de hecho nosotros podemos ir leyendo a razón de cuatro o cinco capítulos por
semana, y nadie se está muriendo. No es que la próxima semana toca el capítulo XXX
que tiene ciento dos páginas. No. Es una lectura perfectamente asumible.
Bueno, la canción de Grisóstomo, como toda composición pensada según el
tópico del lirismo extremado, el lirismo desbordado de una subjetividad hecha piel y
vuelta voz, que se encarna en la escritura, recurre necesariamente a todos los tópicos
heredados para la expresión del dolor, o sea, todas estas figuraciones y encarnaciones
donde el pecho se convierte en un ámbito de ruido que se manifiesta, donde todas las
categorías de lo animado-inanimado se van quebrando, donde la voz humana se va
replegando sobre todas las voces de los animales: la siniestra corneja, los búhos, la
serpiente, todo el orden inferior al servicio del orden superior. Pero aparte es un orden
inferior connotado lúgubremente, es el continuo anuncio de lo que se va a hacer y toda
la tematización de su dolor. Un dolor que está dirigido a apostrofar a un tú, pero un tú
cuyo posicionamiento en la trama poética es fijo. Está formulado como una prédica,
como un discurso suasorio, o sea, como una enunciación destinada a convencer, a
mover patéticamente el ánimo del otro; pero un otro al cual, paradójicamente, se le
reclama también la inmovilidad, puesto que esta ingratitud, esta no correspondencia,
este desdén fundante y este rechazo son también constitutivos de su propia subjetividad.
Como si la subjetividad del enamorado sólo se pudiese decir desde el dolor; sin dolor no
existe discurso amoroso. Y el discurso de Grisóstomo exige que la amada quede en ese
lugar de amada que lo vuelve infeliz, que lo hace un sujeto en pena, que transforma su
vida en muerte.
Y, como la amada en tanto destinataria es un pretexto, el momento del cierre es el
momento del repliegue sobre sí mismo, sobre esa misma voz poética, donde el único
otro que existe es ese discurso con el cual el amado que se va a desesperar ha
categorizado su universo amoroso. Por eso mismo, se dirige a su canción, se dirige a su
producción simbólica, y no se dirige al otro. Este problema de la tensión evidente en la
canción de Grisóstomo entre el yo y el otro es un tema que a lo largo de todo el episodio
pastoril aparece como vertebrador y fundante, puesto que no sólo se anuncia desde el
comienzo, con la problemática de cómo respetar la voluntad del otro, cuando, por
ejemplo, don Quijote le dice: “Bueno, no me importa que no quieras comer acá; sentate,
porque a quien se humilla, Dios lo ayuda”, y lo obliga, y no oye la voluntad del otro.
Este problema de la voluntad, el respeto de la voluntad, la expresión del deseo, como
único eje regulatorio de la propia identidad está puesto en el centro del problema, por
cuanto todo el episodio se organiza en función de la tensión evidente entre las
expectativas sociales comunitarias sobre un tercero, sobre cualquier figura que puebla
esta narración episódica que pueda ser catalogada como tercero, y la autonomía
indeterminada del sujeto.
Lo que dice el episodio, entre otras cosas, es cómo ser sujeto, cómo ser uno
mismo, en un contexto donde el reticulado social continuamente le quiere decir a uno
cómo uno tiene que ser. Esto ya lo podemos ir rastreando a partir de todos los
comentarios que van haciendo los pastores que van refiriendo el elemento anecdótico
del episodio. Por ejemplo, cuando se cuenta que alguien respeta la voluntad de otro,
como el tío que respeta la voluntad de Marcela, el que recibe las críticas es precisamente
el que respeta la voluntad. Todos los problemas sobre si se va a hacer el entierro como
Grisóstomo ordenó que se hiciera y si eso efectivamente se realiza, la censura que
merece Ambrosio cuando se aviene a cumplir el mandato del mismo Grisóstomo. Toda
la problemática que se genera en torno a los escritos y papeles de Grisóstomo. Aquí es
muy interesante porque se plantea no sólo un tema de la voluntad del otro, sino que
también hay toda otra problemática poética que contamina la misma composición de
Grisóstomo. El problema del respeto de la voluntad del otro está en si se debe o no se
debe quemar todo lo que dejó escrito Grisóstomo. Vivaldo, a quien lo mueve la
curiosidad y la necesidad de enterarse de más cosas, dice que al menos le permitan leer
un papel; y mientras pide permiso ya está agarrando y ya se está metiendo... O sea, ese
no respeto de la posición y del mandato más íntimo, si se quiere, porque además ese
deseo o ese mandato está ligado, está fundado en el propio deceso. La última petición, el
último requerimiento; ni siquiera eso se respeta.
Y es interesante, además, que, para explicar esta actitud, Vivaldo desarrolla un
símil. Y el símil connota toda la obra, toda la producción literaria del mismo
Grisóstomo, por cuanto dice que Ambrosio debería seguir el ejemplo de Augusto con la
Eneida. Con lo cual, todo el texto de Grisóstomo, de poesía lírica, de composición
propia de una intimidad, de la subjetividad más aquilatada —si aceptamos esto de que
es una escritura pegada o ligada a la parte emotiva del sujeto— se transforma, queda
posicionada en el lugar de un canto épico. La canción de Grisóstomo como una épica,
una épica que hace del protagonista masculino no un hombre de armas sino un hombre
de letras, una épica que, en tanto que lectura épica del texto, nos anuncia cómo también
la codificación amorosa es producto de una gesta colectiva. Ustedes saben que la épica
es, por definición, el género donde se dice lo social, y la constitución de una
nacionalidad.
Entonces, esta hibridación en el lirismo de Grisóstomo como un canto épico
apuntala también el elemento erótico en la configuración de un colectivo. O sea, la
nación también se dice por modos de vinculación amorosa, por modos y parámetros de
relación erótica entre sus distintos constituyentes. Y lo fundamental de esta erótica épica
de Grisóstomo es el desplazamiento, el fuera de foco del elemento femenino, puesto que
la amada existe en el texto para estar en un margen, para estar borrada y para decir todo
el tiempo que la figura regulatoria del discurso memorable es el hombre. No hay
diálogo; con lo que se dialoga en esta erótica vuelta épica es con la propia regulación
discursiva de ese todo social. Por eso termina diciendo: “Canción desesperada, no te
quejes / cuando mi triste compañía dejes; / antes, pues que la causa do naciste / con mi
desdicha aumenta su ventura, aun en la sepultura no estés triste”. Esta variación
genérica tanto en la oposición masculino-femenino como en lírica-épica, o sea,
interioridad-exterioridad, privado-público, también se da en el contexto de
rememoración, de recitado, por cuanto esta épica de Grisóstomo —como instancia
constitutiva e individuante de ese colectivo pastoril que está ahí presente— se
reactualiza en el momento de la aparición de Marcela por la cima del risco, donde lo
que se patentiza es la polarización entre una única mujer, destinada a la estigmatización
por el solo hecho de que es libre y que no se sujeta al deseo masculino de anular el
propio deseo en honor de la voluntad del hombre...
Y esto vuelve aún más evidente cómo es un episodio pastoril armado
exclusivamente sobre la borradura del elemento femenino. La pastoril es un género
donde esta interacción se postula con las peculiaridades del caso y con la coordenada
ideológica propia, que coloca a la mujer en la posición de poder y al hombre en la de
siervo frente a un ama todopoderosa. Eso, sin embargo, no se llega a extremar al
borrado absoluto de un horizonte pastoril donde son todos pastores, son todos hombres;
ahí ni siquiera hay alguna pastora que se conduela de Grisóstomo y que asista. Y eso
entra en estrecha relación también con la ideología mítica que se ha rememorado al
comienzo del episodio pastoril, que es el mito de la Edad de Oro. Este recuerdo del mito
de la Edad de Oro, y dentro de él, como cifra explicativa del valor de la Edad de Oro, el
mito de Ceres o Démeter, habla también de un modelo de femineidad fundante
míticamente de lo que espera el episodio pastoril para la mujer. La mujer que sería
digna de existir en el episodio pastoril es aquella mujer que es toda generosidad y
retribución al hombre; el episodio pastoril como un emergente colectivo. La mujer que
sólo es digna y que se añora continuamente es aquella que retribuye y que
humildemente se postra ante el hombre, que humildemente se somete a la voluntad del
hombre, y que todo se lo brinda, todo se lo da. No en vano es el mito de la Madre
Tierra. La mujer que se busca, dicen todas las lecturas feministas del episodio, es
siempre una madre. Ningún hombre quiere una mujer; quiere una mamá.
Todo el discurso de Marcela —por supuesto hay ríos de crítica femenina sobre la
libre determinación de la mujer, sobre la no obligatoriedad de estar sometida a la
expectativa del otro, a la voluntad del varón, y todo eso— ha dividido a la crítica en
misóginos furiosos y feministas radiantes. Y es interesante ver que, sin embargo, el
episodio presenta un doble desenlace. Un múltiple desenlace, porque no todo queda
cerrado. Desde el punto de vista de la acción es evidente la situación paradójica que se
genera a posteriori, por cuanto don Quijote, que añora la regresión a esa Edad Dorada,
esa edad de la mujer que no ha sido forzada, como la tierra, la mujer que puede
mantenerse incólume, libre, dice que la va a defender, y que cualquiera que se atreva a
seguirla..., y que ella es la más virtuosa del mundo, y que se van a tener que ver con él.
Pero no bien dice eso y termina el entierro, sale corriendo a buscarla para ver en qué se
le puede ayudar, qué es lo que necesita, con lo cual vuelve sistemáticamente a colocarla
en una posición no de autonomía e independencia, sino en el espacio simbólico de la
necesidad. La mujer, para don Quijote, aunque diga una cosa, siempre tiene que ser
percibida como carencia.
Desde el punto de vista del desenlace erótico, uno podría decir que Marcela
triunfa; se puede marchar, puede salir de la escena radiante y triunfante, contando
inclusive con un desconocido adepto defensor. Puede, en el estrato de la realidad,
regular sus propias acciones. Pero el texto es inequívoco cuando a esta regulación por la
vía práctica se le opone la regulación por la vía simbólica, que es el plano de la
escritura. Es ahí donde se deja en evidencia que la posición femenina siempre está
escindida de la propia producción de un discurso regulatorio de sí misma. Quien hace el
epitafio es un hombre; y el epitafio no va a retener nada de todo aquello que, en la
contienda dialéctica entre la tematización misógina de su figura en boca de los
despechados y de los circunstantes amigos de Grisóstomo, habría sucumbido
presumiblemente a las más convictivas razones de la práctica femenina en acto. Ella
podrá creer que está triunfante, pero no va a tener un discurso y una fama que legitimen
su triunfo.
Y en este punto, donde se cierra y donde confluyen los puntos de la muerte, el
espacio simbólico, la regulación del todo real, es importante ver quién es efectivamente
el que lo escribe, y lo que dice. Marcela puede salir del texto, puede salir de la acción,
porque ningún lector la va a encontrar más, pero lo que va a recordar, y lo que se va a
puntualizar para el futuro, es el epitafio: “Yace aquí de un amador / el mísero cuerpo
helado, / que fue pastor de ganado, / perdido por desamor. / Murió a manos del rigor /
de una esquiva hermosa ingrata, con quien su imperio dilata / la tiranía de amor”. La
mujer, en el cierre, siempre queda posicionada como la causa de muerte, como la causa
de un fin.
En un claro contrapunto entre esta extremosidad del lirismo, donde todas las
pulsiones están sublimadas, están subyugadas al decir fino de la poesía, al discurso de la
cortesanía, del servicio de amor, que informa la legitimación de la posición de Marcela,
se opone lo que sucede en el capítulo subsiguiente, cuando después de perseguir a
Marcela por la sierra no la encuentra, y llega a la situación de tener que descansar, y
sobreviene el episodio de Rocinante y las jacas galicianas, donde todo,
carnavalescamente, apunta al signo opuesto del amor, o sea, al erotismo. No al discurso
de la sublimación, sino a la exhibición de la práctica. El famélico y enjuto rocín que
quiere refocilarse con las jacas, y que las mismas jacas —como si fuese una
prolongación en esta gradatio pastoril en la vuelta a lo real— logran imponerse; las
yeguas pueden más que el macho. Y lo destruyen, le sacan la cinta, lo desmontan, y
entonces, cuando don Quijote concurre en auxilio —y concurre rearmándose todo un
episodio que nada tiene que ver con la realidad—, terminan apaleados. Aquí se produce
el contrapunto entre triunfo y derrota, por cuanto Sancho mismo rememora todo el
episodio con el vizcaíno, del cual él recuerda obsesivamente todos los palos y las
victorias que había logrado, y cómo acá se ve apaleado.