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TEÓRICO RECONSTRUIDO

Ante el informe brindado por el desgrabador del curso según el cual se habría “perdido”
el teórico en el cual se habrían tratado los capítulos XIII, XIV y XV de la Primera Parte
del Quijote, se ofrece, como paliativo, una versión integral de la secuencia episódica de
Marcela y Grisóstomo que comienza en el capítulo XI y termina en el XV.
Este texto recuperado tiene como punto de partida los desgrabados de las clases 6 y 7
brindadas en el curso del año 2005 preparadas, en aquel entonces, por el mismo docente
que las impartió en este año 2010.-

EXTRACTADO DE CLASE 6 DEL CURSO 2005


Hoy vamos a empezar con el capítulo XI —habíamos terminado el capítulo X— y
en esta semana vamos a llegar hasta el capítulo XV. O sea que vamos a introducirnos
directamente en lo que la crítica, desde un punto de vista estructural, denomina el
primer episodio intercalado. Yo algo ya les había adelantado sobre qué se debe
entender por episodio y cuáles son las características básicas que lo diferencian de una
simple aventura. Mientras que la aventura se ve definida por un componente
argumental, es decir, se denomina aventura todo aquello que se entiende como un
núcleo temático anecdótico propio de la gesta caballeresca, y, consecuentemente, el
protagonismo de las aventuras recae en don Quijote y algún contendiente o situación
construidos por él mismo; lo que define a los episodios, según las expectativas
neoaristotélicas de composición de la época, es, en primer lugar, la hibridación genérica.
O sea, se abandona el horizonte de expectativas de coordenada realista y horizonte
caballeresco de transformación y se da curso a otro tipo de verosímiles que regulan la
lógica interna de estos episodios.
Yo ya les había adelantado que, en la primera parte, la hibridación se da con
géneros idealizantes. Los géneros idealizantes, además de la caballeresca, que es el más
antiguo, son la pastoril, la novela bizantina o griega o de peregrinaciones y la narrativa
morisca. Los episodios pastoriles jalonan el comienzo y la apertura de la secuencia de
episodios, puesto que el primero de toda la serie de episodios —que son seis— es
pastoril, el último también es pastoril, y los del medio son: los primeros dos, claramente
bizantinos, puesto que están cruzados los contenidos anecdóticos de uno y otro, o sea,
del segundo episodio y del tercero; lo que sería el cuarto es la narrativa morisca; y el
quinto es un desprendimiento, si se quiere, histórico del sustrato idealizante de la
narrativa morisca. Los episodios, además de apuntalar una hibridación compositiva, que
era exigida por los teóricos, por cuanto tenían la expectativa de no fatigar al lector con
una misma temática, por cuanto pretendían, mezclando lo uno y lo vario (lo uno sería la
historia del protagonista y lo vario, todos los aconteceres episódicos y adventicios),
llegar a la elaboración de una fábula edificante. Eso era, al menos, la expectativa teórica
de impronta neoaristotélica. Lo que define el episodio, para nosotros, es, entre otras
cosas, el carácter secundario, desde el punto de vista de la participación, de don Quijote;
por cuanto quienes llevan la carga de todo el desarrollo argumental son personajes
propios de otros horizontes narrativos. En este caso se da con la presencia de pastores,
figuras propias de la literatura pastoril.
Uno de los problemas básicos que se presentan en este texto que, en principio, no
se quiere como un centón o un agregado miscelánico de partes, sino que se quiere como
un entramado perfecto y calibrado, es cómo se lograba este pasaje de un plano a otro, y,
en definitiva, qué era lo que autorizaba esta migración de horizontes. Así como los
neoaristotélicos pautaban la distinción entre lo único y lo vario, en términos teóricos,
también distinguían lo que ellos denominaban historia y poesía. Mientras que la historia
se caracterizaba por ser el mundo de la realidad, de las cosas tal cual sucedieron, la
poesía era definida en ese entonces como un orden superior en el cual las cosas se
realizan, se actualizan, conforme deben ser. Esta distinción entre realidad e idealidad,
cifrada en la oposición historia y poesía, tenía también sus corolarios. Por cuanto uno
de los datos más llamativos para cualquier lector era cómo los distintos personajes en
una u otra serie pasaban a organizarse según principios organizativos diversos. El
ejemplo más claro es el lugar subalterno que puede tener siempre la figura femenina en
la coordenada histórica; siempre sujeta al hacer y decir masculinos, mientras que, en la
coordenada poética, la mujer se invierte y viene a ocupar la cima de la pirámide feudal.
Pirámide feudal en la cual coinciden tanto la narrativa caballeresca —que habla de una
dama, una reina, una princesa, una emperatriz, que tiene todo un séquito de caballeros
adoradores— como, por ejemplo, la pastoril, cuyas protagonistas suelen ser pastoras
libres que generan, por el solo hecho de ser pastoras y vagar entre las selvas, toda una
legión de admiradores, que por supuesto nunca llegan a propasarse ni mucho menos,
porque estamos en un mundo ideal. A lo más que llegan los hombres es a quejarse y
llorar continuamente. Esta coincidencia imaginaria de la mujer suprema, la mujer
rectora, propia del mundo del deber ser, es lo que caracteriza, a grandes rasgos, la
coordenada idealizante.
¿Cuáles serían los modos por los cuales se puede migrar de un tipo narrativo de
base
—como sería la gesta de don Quijote y Sancho en sus aventuras de camino— a, por
ejemplo, el horizonte de las narraciones episódicas? Bueno, en este punto no suele haber
consenso, si bien puede decirse que una de las lecturas más acertadas de cómo se da esta
migración imperceptible de un horizonte a otro es la que ustedes van a leer en un
artículo de la bibliografía que produjo Celina Cortazar, que fuera una de las titulares de
esta cátedra hace ya mucho tiempo, y que además es una de las editoras, junto con
Lerner, del texto del Quijote en la versión argentina.
Lo que sostiene Celina Cortazar es que Cervantes es consciente de las
peculiaridades propias de estos horizontes bien diversos, horizontes que
sobredeterminan el modo de verosimilización de cada personaje, por cuanto sería
inadmisible una pastora que tuviese que estar corriendo por los bosques por miedo a que
la violen, por ejemplo, o con hombres que le peguen o abusen de ella. Entonces, ¿cómo
hacer que esa situación, que podría ser muy lógica y muy esperable en un horizonte real,
deje de ser tal por el solo hecho de que se empieza a hablar de pastores? Bueno, ella
destaca cómo, en todos estos pasajes hasta que se llega al punto culminante del sepelio
de Grisóstomo, lo que el texto va a haciendo es ir introduciendo toda una serie de
intermediarios, de puntos de clivaje, de migración, donde el texto va tensando las
polaridades entre mundo real y mundo ideal, y que sirven como si fuesen una
progresión escalonada hacia una esfera discursiva y narrativa autosuficiente y, en tanto
tal, independiente del contexto que la está encastrando y enmarcado.
Este punto es importante porque muchas veces se dice, tipo pregunta de examen:
“Hábleme de los episodios; ¿dónde están los episodios?” Bueno, eso es una pregunta
capciosa, desde este punto de vista, porque uno podría decir: ¿es episodio estrictamente
aquello en lo cual todo es idealizante?; ¿o es también idealizante todo el contexto
previo? Hay que hacer esta puntualización, porque el episodio no está adosado como
una narrativa interpolada, como un agregado espurio que de repente don Quijote dice:
“Bueno, me cansé; ahora me convierto en pastor”. No, la novela va construyendo ese
pasaje secuencialmente. El punto más evidente es esa tensión que se produce entre la
primer compañía que tiene don Quijote en el capítulo XI, que son cabreros (y no
pastores), que ya de por sí supone una migración del horizonte realista, por cuanto don
Quijote nunca ha encontrado hasta ese momento cabreros. Y en realidad los cabreros
vendrían a ser la versión rústica, la segunda selección o la clase B de los pastores, estos
que más o menos comparten el mismo oficio pero que técnicamente no tienen ninguno
de las dotes o condiciones estéticas o espirituales que engalanan la construcción del
protagonista pastoril.
La narrativa pastoril, al igual que todas las narrativas idealizantes, son narrativas
altamente codificadas. Cuando hablamos de código uno podría recordar que, en
realidad, todo acto de lectura presupone un código; es imposible leer sin código. Esos
textos que a veces uno empieza a leer, si uno no comparte o no entiende de qué la va
dice: “¡Es un horror!” Hay muchísimas convenciones puestas en juego; lo que sucede es
que muchas veces, cuando se explicita que —por ejemplo, la pastoril— es altamente
codificada, ello obedece, entre otras cosas, a que esa codificación supone una
construcción de un orden imaginario, de un mundo ficcional, altamente divergente de lo
que podría ser el verosímil cotidiano hallable en los actos de lectura habituales.
¿Qué es lo que caracteriza a la pastoril? Como su nombre lo indica, en primer
lugar, todos los protagonistas son pastores. Es un recorte altamente arbitrario de los
tipos humanos. En la pastoril no hay un ochenta por ciento de pastores y después hay
policías, marineros, otro tipo humano... No, todos son pastores. Después, la mayoría de
las situaciones narrativas de la pastoril tiene presente continuamente lo que es el
cronotopo típico de este tipo de narración. Por cronotopo apuntamos no sólo un espacio
altamente estereotipado y codificado, una suerte de prado ameno en este mundo, sin ser
utópico, por cuanto tiene marcas pasibles de ser decodificadas por el lector
contemporáneo, puesto que hay muchas novelas pastoriles que hablan de los pastores
del Betis, que es un río que cualquier lector conoce, o se habla de tal pastora que venía
de las riberas del Tajo, y todo el mundo conoce el Tajo. O sea, no es una atmósfera
utópica, sino que es una atmósfera distópica. Por distopía entendemos los valores
propios de la utopía, pero sin necesidad de postular una alteridad imaginaria fundante y
diametralmente opuesta a la realidad. La pastoril construye el verosímil de que eso, en
realidad, existe en este mundo. Pero, sin embargo, no es el mundo cotidiano y próximo
donde los lectores, en tanto consumidores culturalmente marcados por la civilización,
por el acto de lectura, la impresión de libros, están.
¿Qué sucede con la pastoril? La escena no sólo transcurre siempre y
obsesivamente en prados, sino que además, por filiación bucólica y por herencia de toda
la tradición eglógica precedente, tanto de impronta clásica, latina, como de impronta, si
se quiere, mistérico-cristiana, como los oficios de pastores y tipos de composiciones
semejantes, todo el espacio donde la acción sucede se ve definido siempre por la zona
del arroyo tal, el monte de las acacias, el lugar tal. O sea, las individualizaciones y las
indicaciones puntuales las confiere la misma naturaleza. La naturaleza, para la pastoril,
tiene un valor significante altísimo. Y este valor significante se extiende también al
tiempo.
¿Cuando suceden, estereotipadamente, las situaciones en la pastoril? La pastoril
abre sus puertas —para atención al lector— con el alba. El alba, que siempre está
estereotipada con Apolo saliendo del lecho de la Aurora, o el momento en que los
pajarillos trinan... No es una hora cultural, no es un momento indicado por una
convención (“Eran las doce del mediodía...”), sino que es un instante fraguado por el
ciclo no forzado del tiempo, por el ciclo natural de sucesión de noches y días. Esto, por
otra parte, no quiere decir que no haya transgresiones a este horizontes de expectativas,
y que no pudiere haber algún episodio nocturno. Sin embargo, son los menos
frecuentes, porque en realidad, la noche, el pastor la usa para dormir (y nada más).
¿Cuál es el momento de actividad por excelencia del pastor? Porque además de estar
enamorado, que es así como lo que lo define, lo que caracteriza al pastor es su
inclinación al arte: la escritura de cartas y billetes amorosos, composiciones poéticas...
Todos los protagonistas que se dignan de ser pastores deben poder componer poesía,
por ejemplo. No hay cosa peor que un protagonista pastoril al que el verso no se le dé.
Aquel al que el verso no se le da, al que la poesía y las Musas no le inspiran, es por
supuesto el entenado del prado. Tal es así que, por ejemplo, en La Galatea, que es la
primera novela pastoril de Cervantes —de hecho es la primera novela de Cervantes; es
la única pastoril—, que en realidad es una novela con muchos quiebres, pero bueno, hay
un dato muy interesante que es todo el problema que se genera en la pastoril cuando se
enteran que Galatea está destinada por el padre a ser casada con un pastor lusitano.
Entonces, se estereotipa el tópico de la invasión: este portugués que viene a enturbiarnos
el prado ameno; pero además el tema de que este portugués, encima, no sabe ni bailar ni
cantar. Es algo así como el bodoque por excelencia que el padre le consiguió: ¿qué va a
hacer, en un prado, un pastor que no tiene ninguna de las condiciones necesarias para
ser pastor?
¿Cómo se estereotipa el protagonismo pastoril? Bueno, el protagonismo pastoril,
en su vis artística, está sustentado y afianzado fuertemente por toda una tradición
cultural que arranca ya desde las églogas grecolatinas. Ustedes, si han cursado clásicas y
han visto, por ejemplo, las églogas de Virgilio o los idilios de Teócrito, saben que el
momento peligroso para el poeta pastor es la hora del mediodía, es el momento en que
el sol quema, y que quema los sesos. Entonces, el pastor, como la naturaleza se lo
indica, sabe que en este momento no es tiempo de trabajar. O sea, llevamos las ovejitas
debajo de unos bosques y me siento a tañer algún instrumento musical, a componer
poemas, a hablar.
Porque además esta es otra de las cosas que caracteriza a la pastoril: los pastores
nunca hacen nada que no sea contar. Es un coro de chismosos irrefrenable. La acción,
en la pastoril, es la acción suprimida, vuelta nula; todo es, continuamente, discurso
referido. Un pastor quejándose de desamor, baja uno con ovejas, llega, entonces le
cuenta algo que sucede, ven a una pastora al borde de suicidarse tirándose de cabeza a
un río (por supuesto la salvan, porque es el comienzo dramático por excelencia), la
salvan y ella cuenta su historia: ¿por qué una pastora podría querer suicidarse? Y así
continuamente.
Y esto en contraposición con el, si se quiere, desarrollo narrativo actancial de los
protagonistas en las historias de base. O sea, mientras que don Quijote continuamente
—lo que caracteriza el protagonismo del episodio— está oyendo como uno más, en
medio de este mundo tan alienado como el propio, por otra parte, donde todo el mundo
se cree pastor. Porque además, una de las cosas interesantes sobre la pastoril es que
desde su comienzo, en tanto construcción discursiva distópica, se pautó, desde distintos
tipos de comentarios de lectores de la época, no sólo que podía tratarse de una literatura
en código, o sea, de máscaras, de divertimento propio de una minoría ilustrada, sino que
también se hizo excesivo hincapié en el fingimiento, en el convertirse en pastor. Porque
muchísimos personajes de la pastoril, dicho sea de paso, pueden tener un pedrigree de
que antes eran ganaderos, por ejemplo, o ricos herederos; pero se convierten en
pastores. Porque convertirse en pastor es como lo más. Es un plus en el currículum
personal de toda persona que se precie, porque habla de una espiritualidad y de una
interioridad muy ricas; por lo pronto sabe bailar y componer poesía.
Entonces, un tipo de enajenamiento muy obvio en el Quijote es no solamente la
locura de don Quijote, que cree que siendo un hidalgo pobre puede convertirse en
caballero andante, aunque esté viejo y cada vez por poco haya que ayudarlo a montar a
Rocinante; tan loco como él están todos los otros labradores ricos, aldeanas, personas de
pueblo, que, según nos refiere la narración episódica, de un día para otro, como si fuese
producto de una conjunción astral infausta, se levantaron pastores. Dejaron todo su
norte vital y dijeron: “¡A comprar ovejas y al bosque!”; y cambiaron su vida, como
quien no quiere la cosa, de la noche a la mañana.
Además, es interesante precisar que en torno a la pastoril circularon un sinnúmero
de mitos. Hay un mito de impronta sociológica que atañe a la genética de este género.
Porque, de hecho, fue un género que de la noche a la mañana empezó a ganar adeptos,
nadie sabe cómo. ¿Qué fue está fabulación de inventar pastores al estilo de La Diana de
Montemayor? La Diana de Montemayor, que se considera como la primera novela
pastoril, en realidad fue un experimento, desde el punto de vista narrativo, si uno se
pone a analizar lo que hizo Montemayor. Montemayor, en ese entonces, decidió armar
una novela con los componentes narrativos que en el sistema literario de ese entonces
todavía no estaban definidos ni estereotipados como propios de tal género o de tal otro,
e hizo un mix: metió un montón de tradiciones de distintos ángulos y tuvo un éxito
rutilante; y de ahí en más se empezó a desarrollar el género.
Muchísimos críticos, básicamente pertenecientes a lo que sería una corriente del
realismo socialista, de querer encontrar el origen de la floración de este género, dieron
explicaciones absurdas. Por ejemplo, decir que el auge de la pastoril coincidía con el
auge económico porque había muchísimo ganado. Eso implicaría homologar el asombro
que una vez tuvo acá en Argentina una profesora cubana, diciendo: “Yo no entiendo por
qué en Argentina con tanto ganado no hay narrativa pastoril”. Bueno, las cosas no se
dan tan especularmente, ¿no?
Por otro lado, otro tipo de mito era que, en tanto escritura distópica, se trataba de
una escritura de fuga, escapista, y que, necesariamente, todos aquellos que se ponían a
escribir novelas pastoriles eran judíos perseguidos, o sea, conversos que ya no se podían
ocultar más y que, entonces, ¿a qué se dedicaban, en vez de a luchar o seguir
disimulando?: a escribir novelas pastoriles. Suprimían el mundo y se internaban en un
prado ameno. Es una opinión altamente discutible, puesto que, si bien hay autores que
uno puede saber que eran conversos, también estos mismos autores tienen testimonios
de cartas, de un montón de documentos históricos de la época que demuestran que en
realidad no estaban para nada mal, y que este punto de fuga o necesidad de catalizar o
de explicitar en la escritura una angustia interna...
Y el más llamativo de los mitos que se construyeron en torno a la pastoril también
es quizás el más divertido, por cuanto fue el género por excelencia que acaparó los
puestos de venta; cuando surge, se convierte en un best-seller indiscutido. No sólo
porque, además, son lo que se llama libros pequeños. Recuerden el inventario en la
biblioteca que, frente a los libros grandes (que, además, se afianza el verosímil de
antigüedad; entonces el tipo de impresión, la letra, la encuadernación, todo es más
aparatoso y mucho más costoso), los libros de pastores tienen formatos de impresión
más pequeños, se pueden llevar en cualquier bolsillo. Y cunde el furor; todos a leer
libros de pastores. Pero ¿qué sucedía? Si algo define a la pastoril es esa sensiblería
extremada donde todo está escrito no con tinta sino con lágrimas. La cantidad de veces
que los pastores lloran, están al borde de desesperar, que sufren y sufren y sufren... Son
como los antecesores de Libertad Lamarque y sus telenovelas, ¿no?
Entonces, ¿cuál fue el mito compensatorio que se forjó?: es típica lectura
femenina. La pastoril es el primer género que se le adosa a la sensibilidad femenina.
Pero lo más llamativo es que el número de lectoras, por porcentaje de alfabetización,
que uno puede recomponer según los grados de instrucción que tenían y los pocos y
contadísimos casos en que los padres creían que era útil que una mujer supiera leer, por
ejemplo, impiden que se cristalice un género como best-seller. En realidad, la pastoril
habla y dice, en el sistema literario, una lectura culposa: está lleno de lectores que
consumen pastoril y que sienten vergüenza. Deciden ocultar, con un mito reparador que
justifique la consagración de un éxito, su propio consumo de determinado tipo de
actividad ficcional.
Este punto de tener vergüenza de leer tal o cual tipo de texto no lo deberíamos
pasar por alto, por cuanto es interesante pensar qué componentes básicos de la escritura
pastoril generaron o determinaron esta sensación de inadecuación lectora por parte de
quienes consumían tales ficciones. ¿Por qué una alta mayoría de hombres lectores
sintieron, en primer lugar, que no podían reconocer que leían novelas de pastores?
Novelas de pastores donde, además, el imaginario masculino es algo así como digno de
la Venus de las Fieles, donde siempre son los esclavos, donde todo lo hacen mal, donde
las pastoras les dicen: “¡Fuera de acá!”, y se van con sus ovejitas llorando y tocando la
zampoña, por ejemplo. Bueno, estas situaciones se repiten constantemente. Entonces,
¿qué es lo que sucede con este orden imaginario?, ¿qué es lo que tiene de escandaloso
para el consumo abierto ese tipo de ficción?
Por lo pronto, uno puede decir que hay un montón de principios constructivos de
la pastoril que van más allá de este cronotopo arbitrario y convencional; uno puede decir
que todo sucede en una coordenada horizontal —donde se marcan los ríos, los arroyos,
el camino— y un eje vertical que funciona de axis mundi, o sea, el árbol, o la copa bajo
la cual nos sentamos a que nos suceda la vida. Pero hay principios constructivos mucho
menos evidentes, por no estar tan marcados ni tan enfatizados como esta decoración
natural, pero que son mucho más decisivos.
Punto uno: las pastoril se caracteriza por ser un mundo sin generaciones. Todos
los que, se supone, son las figuras parentales o rectoras de los individuos
desaparecieron. Los pastores son pastores por partenogénesis, por poco, y siempre se
termina explicando que en realidad tal pastora es el producto de una madre muerta, de
un padre que la abandona. Hay gente que tiene padres, pero que nunca aparecen en el
horizonte ficcional. Este borramiento del universo parental también se espeja en un
borramiento de la descendencia: no hay pastoras futura mamá, por ejemplo, ni partos, ni
ningún detalle que haga hablar, la genitalidad y la sucesión sexuada de los individuos, o
sea, que diga la descendencia, que la verosimilice, inclusive, en ese universo tan natural;
es una naturalidad con puertas cerradas.
Pero además, el borramiento de las figuras parentales es fundacional para
justificar todo aquello de lo que se está hablando continuamente. Porque de lo que se
habla, y lo que se construye con estos discursos, es todo una gran gramática erótica. Lo
que caracteriza a la pastoril es básicamente definirse como una narrativa apuntalada por
una sucesión infinita de casos amorosos. ¿Qué son los casos amorosos? Por ejemplo:
¿se debe seguir amando a la pastora que se marchó del prado hace tres años?; ¿debo
seguir enamorada de aquel pastor que está atrás de aquella pastora?; ¿debo sufrir...?
Cada historia es el soporte o el motivo para desarrollar un aspecto de este erotismo. Este
es un punto realmente central para determinar, por un lado, el fundamento de este éxito
fundante de la pastoril, por cuanto uno sabe que en todos los sistemas sociales, y
básicamente en los que están muy próximos a ser un régimen totalitario de una sola
lengua, una sola raza, un solo sexo, un solo credo, como era la España de ese tiempo,
precisamente la erótica es de esos valores que no son construibles como un diálogo, sino
que existe siempre la pretensión regulatoria de ser imponibles.
¿Qué es esto de que los hombres o las mujeres estén aprendiendo qué es ser
enamorado, o qué es ser feliz o infeliz con tal o cual situación? El orden de lo real tiene
absolutamente pautado con otro tipo de variables cómo son los parámetros vinculares. Y
en realidad, siempre pretende que lo que sea la erótica, lo que se llama la
heterosexualidad normativa, o los ritos culturales de enlace, donde, en realidad, el amor,
la afinidad no existe, porque casarse es que los padres decidan con quién casan a la hija
y en quién emplean al hijo, porque es una transacción de básico tenor económico, no es
un tema erótico. Entonces, desde este ángulo, uno puede decir que la pastoril, con su
borrado parental, justifica todo un universo donde los hijos, libres del control parental,
de la égida social, de la mirada de su tiempo, exploran territorios que hasta ese entonces
no estaban desarrollados como problemáticos. Los ejemplos más extremos de esta
problematización de los destinos amorosos se da por supuesto con la figura femenina.
Uno sabe que hay no sólo todas las leyes y todas las regulaciones prácticas que
delegaban el poder del enlace en el padre y en el prometido, sino que también hay, por
ejemplo, todo un corpus de manuales de educación, donde se dice que la mujer está
empleada cuando se la destina a un hombre. Se la destina para que lo atienda —léase—
y para que esté encerrada en su casa y tenga vergüenza; los manuales no dejan dudas
sobre qué es una buena mujer. Y la alternativa de la no nubilidad es exactamente la del
mejor marido del mundo, que es Dios; o sea, meterlas en un convento. O en la cárcel del
domicilio o en el convento, libres y gozosas todas con el mismo marido. En esa
circunstancia, en esa disyuntiva, la mujer no está autorizada a ejercer una libre
autonomía de decisión, de qué quiere para su vida, ni mucho menos.
En la pastoril el prototipo de mujer es la amada esquiva, la pastora que es, por
supuesto, millonaria, dueña de todos los ganados de la región porque los ha ido
delegando, se le murieron los padres, la madre murió en el parto, el tutor es una persona
débil (como en el caso de Marcela). Y en este momento, ¿qué es lo que indica el
mandato social?: hay que casarla. Además, si nosotros nos ponemos en la mentalidad de
la época, existía el peligro de cualquier forzamiento. Entonces, una mujer soltera no
puede estar, por definición, fuera del hogar. El lugar propio de la mujer es el encierro.
El peligro de tener muchísimo tiempo sin emplear una propia cría femenina es que
después sea inubicable ante la potencial emergencia de un caso deshonroso: que tenga
un novio y la abandone, que quede embarazada y el padre no aparezca. Todo ese tipo de
cosas hacía que la mujer tuviese un destino fijo, cerrado. Y la pastoril explora y
potencia este destino absolutamente inexistente.
Por otra parte, la pastoril también habla no sólo de un mundo sin padres, sino
también de un mundo que, conforme la tradición bucólica, podríamos definir como un
mundo idílico, un mundo donde, por ejemplo, no hay que trabajar. No es trabajo; es
como la compañía, los reporteros que siguen al protagonista, esas ovejas que van. Por
que en realidad los pastores nunca están haciendo nada con las ovejas, o con las
vaquitas que llevan, o las cabritas. No es que los vemos esquilándolas u ordeñando a un
animal. No, son como acompañantes terapéuticos en medio de esa depresión campestre
que los siguen continuamente y dejan a las vacas acá paciendo y a las cabritas que
toman agua, y después siguen sufriendo. Pero trabajar, ni por equivocación. Es un
mundo donde todo es dado, donde existe una abyección fundante del proceso
regulatorio del trabajo, que por otra parte se da en un contexto cultural en el cual el
trabajo empieza a apuntalarse como un parámetro fundante de la ética cristiana. Ustedes
saben que uno de los problemas que se suscitan con la Modernidad es el cambio de
estatuto de la pobreza. La pobreza, durante toda la Edad Media, era como un símbolo de
la elección divina. Dios me elegía para que con este sufrimiento mi cuerpo —a través de
la indigencia, las necesidades, todo lo que me faltara— fuera el teatro privilegiado
donde Dios demostraba que me había elegido, puesto que se acrisolaban mis
sufrimiento —o sea, un destino— y la intervención divina.
Esto, además, entraba en correspondencia con todo el apuntalamiento, durante la
Edad Media, del valor de la caridad; nada mejor que otorgar una limosna. Esto con la
Modernidad se quiebra. Lo que apuntala la Modernidad es el valor del trabajo, o sea,
“ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y el pobre, en vez de ser un elegido
evangélico, pasa a ser un delincuente. Entonces, en este contexto donde emerge la ética
de la labor, la ética de la producción, hablar y pautar un universo donde dejemos de
trabajar y nos dediquemos todo el tiempo a nosotros mismos, supone un quiebre muy
llamativo con las expectativas sociales sobre el individuo. Habíamos dicho que es un
mundo sin trabajo; es un mundo también sin necesidad regulatoria, en términos de ley y
orden. No hay vaqueros policías cabalgando y velando que el orden se mantenga entre
las acacias, y el problema que sucede en la zona del río. No; el universo pastoril es
autorregulatorio, autofundante.
Por eso mismo es muy llamativo —y toda la crítica lo enfatiza— el hecho de que
Cervantes firme su marca personal y autorial en su primera novela introduciendo
voluntariamente en la pastoril un incidente que quiebra todo el horizonte de
expectativas, que es que, mientras estamos asistiendo a una escena donde dos pastores
sufren y sufren muchísimo, que están sentados uno frente a otro llorando y
consolándose, cruza un tercer pastor desesperado entre medio y les interrumpe la
conversación, y atrás viene un cuarto con un cuchillo en la mano, entonces el tercer
pastor tropieza, lo apuñala, y se va. Un fiambre en la Arcadia. ¡Qué hacemos con un
muerto! Eso es una marca típica cervantina del quiebre del horizonte de expectativas. La
pastoril cervantina —toda la estética cervantina— se funda por la destrucción
sistemática del horizonte de lectura. Todos empezamos a leer una pastoril y esperamos
una cosa agradable; no que me echen un cadáver a la vuelta de página y que además,
encima que ellos no estaban haciendo nada, lo tengan que enterrar, ocuparse del oficio
final, no sea que se les pudra ahí. Hay un montón de situaciones que son prototípicas de
la pastoril —este mundo sin padres, este mundo sin trabajo, este mundo sin necesidad
de imponer la ley— que van sobredeterminando el género.
Otra cosa que verosimiliza a los protagonistas pastoriles es que todos sus nombres
significan algo. Se llaman Filis, Silvano, Sireno (Sireno por las sirenas; el que tiene el
canto más extremado)... Toda la distribución onomástica está sustentada no sólo en la
tradición bucólica y en todos aquellos nombres que connoten naturaleza, sino que
además participan del presupuesto de que los nombres encierran un destino. Esto es
particularmente importante, por cuanto hay toda una línea que apuntala lo que se
denominaría el saber de la naturaleza. La naturaleza, frente al hombre (el hombre es el
animal más desarrollado, pero también el más complejo), es mejor, para muchísimas
personas en la época, porque la naturaleza no tiene libertad. El hombre es impredecible,
por cuanto, según esta ideología, siempre se puede alzar contra sus principios fundantes
y rectores. En cambio, el cocodrilo —que tiene lágrimas de cocodrilo— siempre es un
cocodrilo. No puede ser un cocodrilo bueno, o moderno, o vegetariano; siempre es un
cocodrilo. Entonces, lo que se propugnaba en la época —que es también una herencia
medieval— es mirar la ciencia inscripta en el mundo natural, que habla de un
determinismo. Son protagonistas que tienen una relación clara con un horizonte cultural
donde todo, aparentemente, estaría regulado desde lo natural.

Vayamos entonces al texto del Quijote. Sabemos que el capítulo XI comienza con
la recepción que le tributan unos rústicos cabreros. No son, en sentido estricto, pastores,
aunque compartan la misma actividad. Pero vamos a ver que, de entre estos pastores,
hay sin embargo uno, que se llama Antonio, que sí sirve de eslabón con ese mundo
idealizado, por cuanto es músico de un rabel y sabe cantar y sabe reproducir poesías que
los mismos cabreros, incultos y sin dotes, pueden apreciar. Esto para que vayan viendo
las mediaciones.
Otro punto significativo en estas mediaciones, en este pasaje, entre estructura de
base y estructura episódica, lo sustenta todo el problema del alimento. Este alimento
comunitario compartido entre todos por igual y que refleja uno de los postulados de
máxima de la ideología pastoril, que es la destrucción del criterio de propiedad. No
existe lo tuyo y lo mío. El mundo bucólico, idílico, es un mundo de propiedad
compartida.
¿Cómo se empieza a desencadenar este horizonte episódico? Después de comer,
don Quijote encuentra gran cantidad de bellotas avellanadas. Las bellotas avellanadas,
míticamente, son el tipo de alimento de los hombres de la Edad Dorada. A partir de esto
se desencadena todo lo que es pautado por los estudiosos como el discurso de la Edad
de Oro. Don Quijote formula dos discursos, con carácter de discurso, a lo largo de la
primera parte. Uno en este episodio pastoril, que es el de la Edad de Oro, y otro antes de
que sobrevenga la narración del capitán cautivo (que es el cuarto episodio), que es el
discurso de la Armas y las Letras.
Antes de entrar en el discurso de la Edad de Oro en sí mismo, es importante
destacar todas las acciones paradójicas que rodean la prédica idealizante de don Quijote
y la conducta concreta. Uno de los ejemplos más prácticos y más evidentes en este
contexto es, llegado el caso, el avasallamiento de la voluntad del escudero. Sancho le
está diciendo todo el tiempo que él quiere comer groseramente, que él come tranquilo
solo, que él no necesita grandes manjares, que él está bien apartado del amo, que la
misma situación de estar con el amo lo limita porque él recompone mentalmente toda
una serie de reglas y de imperativos sociales que debería respetar y que no puede
respetar, como comer con la boca cerrada, hacer tal cosa o tal otra. Y sin embargo, don
Quijote, que se postula en el discurso de la Edad de Oro como una viva encarnación y
un vivo defensor de los postulados y de la ideología de ese mundo perfecto de los Siglos
Dorados, avasalla la voluntad de Sancho y le dice: “Con todo eso, te has de sentar;
porque a quien se humilla, Dios le ensalza”. Con lo cual se ve, una vez más, este
dispositivo contradictorio que signa el obrar del caballero andante.
¿Qué es lo medular del discurso de la Edad de Oro? Por lo pronto nosotros
podríamos decir que los discursos de la Edad Dorada, de las edades, de los mitos de las
edades del hombre, son un constructo literario heredado de la tradición grecolatina. Que
el fundamento básico de este tipo de producciones discursivas es ofrecer, por medio de
una fabulación mítica, una justificación lógica de la evolución, la marcha de la historia,
el curso del progreso y, esencialmente, del cambio. Lo que se pauta a través de estos
discursos de edades —que, según quién los formule, incluyen más o menos escaños
inferiores— es siempre la contraposición entre un presente del enunciador y un punto
regresivo, añorado, que se pauta siempre como Edad Dorada. Hay mitos que hablan de
Edad Dorada, Edad de Plata, Edad de Bronce y Edad de Hierro; en el caso de don
Quijote se hace la contraposición entre los siglos que recibieron el nombre de Dorados y
nuestra Edad de Hierro.
¿Qué es lo que el enloquecido caballero reconoce como parámetro validatorio de
este cambio? Es decir, ¿en qué aspectos de la realidad don Quijote se detiene para
postular el cambio, para decir que, en efecto, el siglo en que vive no es la Edad de Oro
sino la Edad de Hierro. En primer lugar, el problema de la propiedad. No existía
ninguna de estas dos palabras de tuyo y mío; todas las cosas eran comunes, dice. Se
enfatiza asimismo que la naturaleza, en tanto naturaleza no violada, no inflexionada por
el hacer del hombre sobre ella misma, se caracterizaba por una generosidad y un acto de
gratuidad que garantizaban de continuo el sustento de la humanidad. No sólo no es
necesario en ese entonces trabajar, sino que tampoco es una preocupación el tema del
alimento, por cuanto a cualquier mano, sin interés alguno, la fértil cosecha del dulcísimo
trabajo le brinda, la naturaleza al hombre.
Este tipo de estado idílico permite que el mundo se defina por la paz, la amistad y
la concordia; y se desarrolla en el centro del discurso de la Edad de Oro una referencia
mítica, que es en cierta medida la figura rectora, el punto ideológico del discurso de la
Edad Dorada, que es el ensalzamiento de nuestra primera madre: la Madre Tierra. El
discurso que confiere una entidad superior a la naturaleza, a la Madre Tierra, que hasta
que no fue vejada por el arado, no fue torturada por los implementos de cultura, regía
naturalmente toda nuestra existencia. Del mito de la Madre Tierra —mito que algunas
culturas relacionaron con todas las tradiciones de Ceres, o Démeter, entre los griegos—
se desprende también un modo de ser y un modo de vivir del universo femenino que
pueblan los Siglos Dorados.
Acá se define todo por contraste, por cuanto no en todos los momentos se hace la
oposición explícita entre Siglos Dorados y Edad de Hierro, sino que en algunos casos se
focaliza lo que le interesa como punto de retorno, punto de regreso, por cuanto la
caballería, según don Quijote, le permitiría reinstaurar la Edad Dorada en la Tierra.
Entonces lo que se desarrolla del ser femenino es aquello que se ha perdido, aquello que
ya no existe en esta Edad de Hierro. Dice, por ejemplo, que las mujeres pueden andar
toda la noche de aquí para allá, que nunca tienen miedo de ser forzadas, que no
necesitan ataviarse o adornarse excesivamente (otra marca negativa de la cultura, con la
cual, dicho sea de paso, siempre se asocia a la mujer; la mujer como artificio, como
producto, y no como naturaleza), y se insiste en que las doncellas y la honestidad siguen
intactas. Y se remarca —esto es un detalle importante— que el hecho de ser
menoscabadas y de perder su condición prístina nacía de su gusto y propia voluntad. El
cambio de estado femenino, en la Edad Dorada, depende de la mujer. Punto que anticipa
toda la tópica de la amada esquiva que va a desarrollarse con el episodio de Marcela.
Y en función de esta imagen de doncella intacta, salvo que la propia voluntad la
incitara a dejar de ser doncella, se desarrolla otra imagen que revela, si se quiere, la
antropología contradictoria que tiene don Quijote, puesto que es evidente que todo este
discurso estereotipado de lo femenino, donde las mujeres siempre tienen todas las
virtudes, así, hasta cierto punto kitsch, de una belleza suprema, son todas una metáfora
continua, no existe un punto de descripción objetiva de lo femenino si no está mediado
por el lenguaje: sus dientes como perlas, sus cabellos como oro, su cutis de marfil. Toda
esta estereotipación del retrato femenino y la esencia femenina muchas veces es leído
—de una manera, si se quiere, un tanto simplista— como un gesto de ensalzamiento
poético.
De todos modos, uno puede leer esta codificación retórica de la belleza de la
mujer, de las condiciones de la mujer, desde, por ejemplo, los postulados de Zizek,
cuando dice que en realidad lo que opera en todos estos retratos petrarquistas es, en
efecto, una necrosis de la dama de carne y hueso. Nada que permita la individuación
emerge detrás de este retrato donde todo es código. Con lo cual, lo que termina
revelando el código que empasta y cubre al sujeto femenino es que, en definitiva, para
esta cultura la dama no sólo es un espejo donde el caballero se mira, un rédito narcisista
de decir que se tiene tal dama, que se es enamorado de tal dama, que se adora a tal
mujer, que por supuesto es siempre la mejor y la que tiene todos los réditos, sino que
además hay una asociación simbólica con el lugar femenino y el lugar de la muerte.
Y esto se ve reforzado por una comparación metafórica que, a continuación de
este estado de perfección que caracteriza a lo femenino, introduce el mismo don Quijote
en su discurso sobre la Edad de Oro, por cuanto dice que la virginidad femenina y el
estado perfecto se mantenían y no había ningún tipo de problemas, y después dice:
“...aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta”. Lo que oculta y
encierra el laberinto no es la amada, no es la mujer, sino, míticamente, el monstruo. Es
esta cuestión de atracción y repulsa que funda el vínculo entre el caballero y la dama, y
que ya hemos visto en otros punto de su erótica, o cuando esta erótica se hace evidente.
Básicamente, por ejemplo, en este circuito del nombre que necesita, sí o sí, que quien
mira a la dama sea un derrotado, y no ser él. O sea que necesita el desvío de la propia
visión, la escisión inclusive al punto de no poder mirarla, como si la visión de la dama
fuese causal de muerte, fuese determinante de la aniquilación del propio ser
caballeresco. Es una erótica fundada en la escisión y apuntalada obsesivamente por el
discurso.
Después de esta imagen, don Quijote se presenta. Y se presenta como un
emergente, en cierta medida, del estado actual con vista al pasado perdido; y dice, como
justificándose: “Porque todo esto se ha perdido, yo soy de la caballería andante y estoy
en el mundo para defender a las doncellas, amparar a las viudas, socorrer a los
huérfanos y menesterosos”. E incorpora a la misma orden a Sancho. Además la voz
narrativa aclara y remarca que los cabreros no entienden nada de lo que está hablando,
pero que como son educados (al simple lo que lo caracteriza es la educación) ante el que
parece que sabe, no lo interrumpen y lo dejan hacer. Y a continuación le contraofertan
el contacto o el conocimiento de este cabrero/pastor Antonio, que tiene composiciones
que recitar, y que han sido escritas por un tío del beneficiado.
Acá empieza toda la trabazón familiar, que empieza a reduplicarse después en la
historia principal. Todo este marco, la historia de Antonio, es una especie de cifra que
anuncia el texto, por cuanto muchísimos de los protagonistas de su propio canto pueden
reflejarse en la misma situación que acaece y termina en muerte en la narración
episódica. Ya se sabrá, evidentemente, que Grisóstomo ha desesperado. El tema de la
desesperación es un punto harto problemático, porque desesperarse puede ser tanto estar
desesperado tipo un estado emotivo mezcla de ansiedad, angustia, temor, pero también
puede ser suicidarse. Es como el punto extremo amoroso, de estado anímico, que corre
el riesgo de desregular el principio fundante de la pastoril, que es un mundo donde se
sufre pero nadie muere... “Dios aprieta pero no ahorca”. Entonces, que empiece a haber
muerte en la pastoril es un signo típicamente cervantino.
Para esto es muy interesante un artículo que yo les voy a dejar como bibliografía,
que, si bien no es cervantino, es perfectamente idóneo para entender el problema de la
emergencia de la muerte en la coordenada perfecta, que es un trabajo que se llama “Et
in Arcadia ego...”, que es un estudio de Panofsky. Panofsky es uno de los grandes
especialistas en iconología, y tiene toda una serie de trabajos sobre la tradición icónica y
el sustrato ideológico del discurso figural. Lo que analiza Panofsky en este trabajo es
cómo en determinadas coyunturas estéticas y culturales se empieza a producir un
discurso sobre la finitud. O sea, ¿qué es esta emergencia de lo innombrable?, ¿qué es
esta emergencia de la muerte en determinado tipo de producciones narrativas? Este “et
in Arcadia ego” viene de un verso latino que quiere decir “también en la Arcadia estoy
yo”. El “estoy yo también en la Arcadia”, en el cuadro, lo dice una calavera. El valor
supremo de este mundo desacralizado es el valor de la muerte. Son todos estos puntos
que también colocan, de alguna manera, en términos ideológicos, a la fabulación
pastoril al borde de la heterodoxia, puesto que los pastores no le rezan a Dios, ni van en
rogativas a la Virgen para que me quieran. No; es un universo, en cierta medida,
desacralizado de la sacralidad estereotipada de la cultura. Hay otro tipo de coordenada
sacra. Y acá emerge con el principio fundante de la muerte.
El canto de Antonio es otro de los puntos intermediarios entre la historia de
Marcela y Grisóstomo y la secuencia de base. Es intermediario y —habíamos
aclarado— en cierta medida una cifra, por cuanto postula, como en la historia pastoril,
una situación triangular, que en este caso sería una cifra invertida, donde los valores
masculinos y femeninos se invierten. Y acá es importante destacar que, como lo sostuvo
Ruth El Saffar, que es otra crítica cervantina, uno de los procedimientos de escritura
básicos de la narrativa cervantina es lo que se llama la elisión del cuarto par. ¿Qué
entendemos por la elisión del cuarto par o el borrado del cuarto término? La mayoría
de las narraciones cervantinas se estructuran según triángulos. Triángulos que
básicamente degeneran en algún tipo de enajenación de los protagonistas, por cuanto
son dos hombres para una mujer, dos mujeres para un hombre, y lo que aparece como
un eje isotópico a lo largo del Quijote es cómo, obsesivamente, ese cuarto par elidido,
continuamente borrado de la coordenada del registro de los propios protagonistas, es
siempre una mujer que no está a la altura de toda esa orfebrería petrarquesca de dientes
de perlas, cabellos como oro... La mujer real, la que no puede ser mudada y
transformada en un más allá discursivo.
Esto tiene este principio fundante, y además toda una tradición literaria que lo
avala, que es la tradición literaria del cuento de los dos amigos. Es harto habitual, en la
narrativa cervantina, plantear situaciones vitales donde alguno de los dos amigos,
cuando logran que la amada perfecta los corresponda, por ejemplo, ahí no saben qué
hacer. Si ser tan amigos de su amigo o ser un feliz esposo. ¿Qué se gana y qué se
pierde? Lo que actúa esta fábula, esta tradición discursiva, reescrita por una infinidad de
autores, es si efectivamente el destino de un hombre es unirse a una mujer o es mejor
estar entre muchachos. ¿Este estar entre muchachos como la cultura gay avant la lettre?
No; pero siempre uno puede rastrear cierto sustrato de un homoerotismo fundante,
donde la mujer no existe. Esto es hartamente evidente, por ejemplo, en “El curioso
impertinente”, donde Anselmo se casa, y en realidad está terriblemente angustiado
porque el amigo dejó de ir a la casa. Lo único que le preocupa es
—so pretexto de probar a la esposa, a ver si es verdaderamente una buena esposa y no lo
engaña— probar al amigo; probar cuán fiel es el amigo y si se aviene y si llega al
extremo y si se somete a su voluntad de ser el instrumento de su propia deshonra.
Porque lo que Anselmo le pide, como él no tiene modo de saber si su esposa le es fiel y
es una buena mujer, es que entonces trate de seducirla, que trate de engañarlo a él, y que
después le cuente, que después le diga si efectivamente es tan buena como él cree.
Donde en realidad, so pretexto de una prueba a la esposa (encontrar la mujer fuerte de la
Biblia), hay otra prueba, igualmente fundante, que es la prueba al amigo. ¿Mi
matrimonio ha destruido el matrimonio previo que teníamos?
Alumna: No entendí bien lo del cuarto término.
Profesor: El cuarto término apunta a lo siguiente. Es típico en la pastoril el hecho
de que, por ejemplo, el pastor A está enamorado de la pastora A'. Pero también está el
pastor B, que está enamorado de la pastora A'. El pastor B, por supuesto, no canta tan
bien; es el que todo el mundo cuando lo lee infiere que le va a ir mal. En realidad la
pareja es A y A'. Pero, en el mismo horizonte, la cosa se complica porque hay una
pastora B' que está loca por B, pero que nunca logra que le preste atención porque andan
como los dos idiotas queriendo elegir a la misma. Son todas tramas donde
obsesivamente siempre hay una mujer que sufre por otro pastor, pero el otro está
mirando cómo el otro mira a su amada. Es una relación triangular donde siempre hay un
cuarto, pero ese cuarto es sistemáticamente desconsiderado de la narración; no cuenta.
Una de las cosas que trabaja el texto a lo largo de los episodios es cómo puede
emerger esta cuarta figura femenina. Y esto es claro, sobre todo, en los dos episodios
intercalados que van a venir a continuación —que son cruzados—, que son el de
Lucinda y Cardeño y Dorotea y don Fernando, donde en realidad todo el planteo
argumental, todo el conflicto primigenio, es que don Fernando, que es amigo de
Cardeño, de tanto que Cardeño le habló de la novia, que le calentó la cabeza, dijo: “Yo
voy y la pido en matrimonio”. Y otra de las candidatas que él tenía desaparece del
horizonte.
¿Cómo se recompone ese caos originario? Caos originario que también está
fundado en este borramiento sistemático de un cuarto término. Ustedes van a ver cómo,
a lo largo de todas las narraciones episódicas, continuamente hay una cuarta mujer que
no existe, y toda la problematización que se sigue de esta borradura en el orden de la
representación. Porque muchas veces esta borradura está verosimilizada, desde merma
estética, merma espiritual (porque no es tan buena), o inclusive merma del valor de
cambio: Dorotea entregó; Lucinda no. Una vez que se consiguió lo que se quería con
Dorotea, nos olvidamos de Dorotea; todos a buscar a otra virgen. Hay toda una serie de
problemas que van guiando esta estructuración de cuatro partes; una cuarta siempre
borrada.
El canto de Antonio se construye a la inversa. Él está perfectamente enamorado de
una tal Olalla. Olalla viene de Eulalia (“la que canta bien”), y además hay toda una
tradición hagiográfica sobre las Santas Eulalias. Las Santas Eulalias son aquellas que en
el martirio (Santa Eulalia de Barcelona es prototípica), mientras les van cortando la
carne, las van ajusticiando, las van quemando vivas —todos los puntos más extremos
que nos podamos imaginar—, ellas no dejan de predicar el evangelio de Jesucristo.
Desde el cadalso, Santa Eulalia habla, con cada jirón de su carne que se le haga; es la
que no puede parar de decir la voz de la revelación. Pero en este caso la inversión se
produce porque Eulalia es justamente la que nunca está, la que nunca responde, la que
nunca habla. Y la que tiene habla, en todo el discurso, vendría a ser el cuarto par
elidido. Precisamente aquella que no se adora, aquella que no se ama, y que además
tiene una relación de competencia u hostilidad con la protagonista idealizada. Mientras
Antonio está desesperado por esta Eulalia, por esta Olalla, hay una Teresa del Berrocal
que continuamente señala las mermas y las fallas que la construcción visual del
enamorado no le permite percibir. Teresa del Berrocal es aquella que ve a la otra tal cual
es, mientras que Antonio, por su estado de enamoramiento, no puede percibirla tal cual
es. Además, acá está toda la inversión típicamente carnavalesca en la voz mixturada
dentro del discurso de Antonio, donde este canto, que supuestamente lo compone el tío
de Antonio para celebrar sus amores, es un canto que ni siquiera puede resistirse a la
hibridación, un canto poético que, en tanto tal, introduce la voz de un personaje
detractor, de alguien que limita los valores de los asertos de Antonio sobre la belleza de
Olalla, y dice “Tal piensa que adora a un ángel, / y viene a adorar a un jimio. / Merced a
los muchos dijes / y a los cabellos postizos, / y a hipócritas hermosuras / que engañan al
Amor mismo”.
Lo que se le enrostra también tiene una metáfora, un tercer término de
comparación, que es el simio. La mujer idealizada como un simio, en tanto y en cuanto
mima y reproduce lo que hace el hombre que la mira. Y además, hay otro principio
constructivo de este estado angélico, según Teresa del Berrocal, según su visión, que
por otra parte puede hablar porque está ligada a sus berruecos, a sus terrones, a su tierra
árida; el berrocal es eso. Teresa, con ese nombre y ese apellido, es precisamente la única
protagonista que no puede ser protagonista de la historia pastoril, porque está
excesivamente ligada a todo lo limitado de la tierra, a la tierra como limitación, no
como eterna generosidad. Y le retruca la semejanza de la mujer que se adora y que se
ensalza con un simio. Punto que importa no sólo porque en ese entonces se predica que
el simio es el animal que imita al hombre, y que su subjetividad se construye por
imitación, por especularidad con la voz masculina, con lo que quiere el hombre, sino
también se dice que el simio es el animal borracho por excelencia.
Y esta borrachera de Antonio, esta borrachera erótica, se reproduce en el contexto
mismo de enunciación, porque todos los cabreros, mientras uno canta y lo oyen, están
pasando el zaque continuamente, y todos se quedan fritos de tanto tomar. Pero además,
la borrachera también funda la condición de distorsión perceptiva para que el hombre
pueda arrogarse el lugar modélico para la mujer, que es lo que está diciendo también la
segregada, aquella que no va a ser elegida por nadie porque es del berrocal. Esto es
pastoril y no es pastoril, porque don Quijote no duerme bajo árbol; se va a una chocita.
Es como un country, como cuando nos vamos a la naturaleza. Esta situación híbrida
después sigue in crescendo con la llegada de otro mozo llamado Pedro, que anticipa lo
que ha sucedido en el pueblo. Lo que ha sucedido en el pueblo concierne
exclusivamente al deceso de Grisóstomo, deceso del que todos los contertulios
responsabilizan a Marcela, la enamorada perfecta, la mujer deseada, la mujer idílica,
que continuamente lo habría rechazado.
Acá viene todo un interludio cazurro donde Pedro intenta decir su relato, intenta
contar según su habla propia y según su registro específico, con lo que además se
verosimiliza su limitación como personaje rústico, y don Quijote continuamente lo
interrumpe. El gesto de la interrupción también es otra característica muy llamativa de
don Quijote, puesto que, si bien todavía no ha interrumpido a Sancho, esta misma
actitud de cortar todo el tiempo el discurso del otro, corregir el habla del otro —un
rector del mundo a través de un discurso del mundo— es algo también típico del
enloquecido caballero. En el caso de Sancho el foco de ataque son lo que se le enrostra
como prevaricaciones lingüísticas, como cambios de palabras, y además el problema del
uso del refrán.
El uso del refrán, en términos de política lingüística, es un punto de oposición
entre caballero y escudero muy llamativo, por cuanto nosotros habíamos marcado desde
el prólogo mismo que una de las características que podía definir esta poética, conforme
se pautaba en el prólogo mismo de la novela, que era una poética andante, una poética
de lo ilimitado, de las posibilidades de lo imaginario. Don Quijote siempre tiene un
discurso cuya característica básica es que parece que no tiene fin. Y que continuamente
puede adaptarse, puede reformularse, puede cambiar, puede migrar de punto de vista; en
cambio el habla de Sancho, el habla del simple, se sustenta en el refrán. El refrán, en
términos generales, podría explicarse como una máxima de conducta que intenta
explicar en un presente, o en un contexto de formulación determinada, la lógica de una
continuidad. Cuando alguien dice, por ejemplo: “De tal palo, tal astilla”, uno está
predicando una lógica a través del habla, no sólo por lo que está diciendo, sino porque
también se está justificando en un habla que se ha anquilosado y se ha cristalizado como
una frase hecha, como una expresión fundada que tiene su razón de ser no en la
descripción del mundo o en el acontecer, sino en la lógica lingüística, que siempre ha
dicho que esto se explica así. Sancho necesita la seguridad, mientras que don Quijote
aspira siempre a la libertad, aunque esto conlleve inseguridad en la propia marcha
discursiva. Discurso y protagonismo caballeresco en este aspecto se espejan.
Entonces, al cabrero, empieza haciéndole las correcciones léxicas. Sarra, y no
sarna; eclipse, no cris... Y el cabrero termina pudiendo decir efectivamente qué es lo
que más o menos sucede. Acá lo llamativo —y también hay un trabajo interesante— es
cómo todo el discurso del primer episodio pastoril es un discurso íntegramente
producido y contextualizado por un sinnúmero de voces masculinas que están
anunciadas y presentadas como un coro hostil a la única voz femenina que va a terminar
apareciendo en el desenlace del episodio. Y esta misma situación de coro genéricamente
definido se llega a extender inclusive hasta las limitaciones de la crítica misma del
episodio, por cuanto hay una crítica que hizo un análisis —que en realidad es un tanto
asombroso en este aspecto— de cómo todos los varones terminaban haciendo una
condena moral de una protagonista ausente. Todo lo que se termina diciendo, todo lo
que se termina predicando, todo lo que se termina anunciando, lo es precisamente no del
muerto, sino de aquella que causó todo esto, aquella que ha generado la pérdida de un
hombre de tales virtudes. Es el progresivo asedio discursivo a la única figura que no ha
podido ser cogida (en términos hispánicos) por la red de las voluntades masculinas de
este prado ameno.
Alumna: Y después la lápida que escribe el amigo termina siendo la versión por
escrito del discurso de los hombres.
Profesor: Exacto. Pero además, no sólo está esa contradicción en el desenlace,
sino que también está la contradicción como el gran gesto heroico de don Quijote, que
dice: “Yo quiero defender la libertad; nadie la siga, porque los voy a matar”; y él va
atrás de ella y se mete en medio de la montaña a ver si la encuentra, porque a él no le
alcanza la ley. Es sentirse todo el tiempo como un fuera de ley, un más allá de la ley. La
ley existe para el mundo, pero no para mí. Eso es lo que continuamente está diciendo el
obrar paradójico de don Quijote en estas situaciones. Todo, como vos lo adelantabas, es
una pugna de discursos genéricamente orientados. Porque además, esta es otra de las
cosas que están estereotipadas por el género. Es un género donde se jerarquizan, se
privilegian, determinado tipo de versiones. Las versiones, la mayoría de las veces,
tienden a centralizar la óptica femenina; y acá es una óptica eminentemente masculina.
Además, es interesante cómo, amén del problema del asedio, la progresiva
construcción de Marcela por las anticipaciones, por las presentaciones intencionadas, la
van confinando en un lugar de supremacía quimérica, pero a la vez monstruosa. Porque
es un tipo de belleza que paraliza, que produce la enajenación, que produce la pérdida
de la razón. Una belleza no gozable, porque su entidad indicaría que es imposible
acceder a ello, y que sin embargo instiga a quienes la contemplan a someterse a esta
perdición. Inclusive hay una parte donde hasta se verosimiliza la locura de la comunidad
y se justifica contextualmente la necesidad del encierro, cuando uno de los pastores dice
que el problema es que no sólo los allegados sabían que Marcela era la mujer más
hermosa de este prado, sino que además, cuando se le metió la locura de volverse
pastora, hacerse pública, salir del hogar, termina en un cataclismo social, porque todos
los habitantes del poblado dejan de ser habitantes para convertirse en pastores.
Lo que también es constructivo en la pastoril es lo que se podría leer desde Giralt
como delirio mimético: todos quieren lo que quiere el otro; el deseo se aprende a partir
del deseo que el otro siente por un tercero. Ese deseo mimético, ese deseo espejado en el
deseo de un tercero, que produce enajenación y locura. Lo que caracteriza también a la
pastoril es la marcada escenificación: a medida que se avanza, que se va llegando al
lugar del túmulo, que por tal lado bajan pastores, que por tal otro aparecen los que
llevan el cajón con el cuerpo de Grisóstomo... Y además todo con una codificación
impecable. La tradición indica que el ciprés y la amarga adelfa son signos de luto, y van
todos coronados de ciprés y adelfa; la etiqueta, estamos entre pastores pero se cumple
perfectamente.
En el interín se acopla otro personaje, que no pertenece estrictamente al universo
pastoril, sino que sería más propio de la coordenada narrativa realista de base, que es
Vivaldo. Vivaldo es definido como un caballero rico, alguien que marcha, y que
confronta en esta progresión —haciendo el contrapunto debido para no cansar con la
pastoril en un texto que no es esencialmente pastoril— con don Quijote y todo se deriva
hacia la lógica y el sentido de la caballeresca. Don Quijote se presenta como caballero y
se asombra porque Vivaldo, pese a lo que parece, no sepa qué son los caballeros
andantes. Entonces ahí él se plantea, en primer lugar, como una traducción a la
cotidianeidad de los libros más fantasiosos de la tradición caballeresca. Él por poco
descendería del rey Arturo, porque hace toda una genética de cómo se arma la narrativa
caballeresca, y además ahí pauta, y lo explicita claramente, todo el problema de las
generaciones.
Ese caso es interesante porque es una de las pocas veces donde, en su enajenación,
él reconoce, con todo, su inferioridad. Él dice que “...para aquellos que el mundo llama
caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos”. O sea, la
cola del león, la parte menor del todo superior. En esa expresión se cifra claramente el
punto de partida del delirio caballeresco; no se puede conformar con su estado, no se
puede conformar con su limitación, no puede lidiar con su privación originaria, y se
transforma en la parte menor del todo. Ser el menor, pero caballero. Aquí está toda la
oposición que les hace Vivaldo; pero Vivaldo les hace oposiciones pretextando
escrúpulos, como si fuesen cargos de consciencia, cosas como para terminar de creerlo.
En este sentido, el personaje es interesante, por cuanto trabaja, hace explícito, el
problema del acto de creencia. O sea ¿cómo se le puede creer a don Quijote? Y en
realidad Vivaldo continuamente está trabajando con las variables de ese fingimiento:
hago que le creo, le creo, lo disimulo, no lo disimulo, finjo escrúpulos para terminar de
creer todo lo que él dice que es la caballería andante...
Y ahí viene el ataque de Vivaldo, como sucederá en la segunda parte con aquellos
que fingen escrúpulo, cargos de consciencia para creerle a don Quijote (el personaje
típico que procede del mismo modo, en la segunda parte, es la duquesa). Es todo un
ataque, no frontalmente contra él —porque en definitiva eso degeneraría en un conflicto
concreto—, sino que es un combate contra Dulcinea, tangencialmente. Si Dulcinea está
ocupando un lugar que no le corresponde (el lugar de Dios en las prédicas antes de
encomendarse), si Dulcinea es tan alta como debería serlo, si Dulcinea tiene linaje, que
es todo el problema que en la época se plantea con la picaresca, que es la polémica de
nobilitate.
Cortamos acá, y la próxima llegamos hasta el XV.

EXTRACTADO DE CLASE 7 DEL CURSO 2005.


Nosotros habíamos hecho una introducción tanto de carácter teórico-genérico
sobre qué se entendía por episodio, cuáles eran los parámetros constructivos de la
narrativa pastoril, y habíamos ido pautando cómo este pasaje entre coordenada de base y
narración episódica se iba desplazando secuencialmente a partir de instancias que
servían de mediación o de encastre de un plano en otro. Y habíamos pautado también
que este traslado de un horizonte narrativo hacia otra coordenada de la imaginación se
veía acompañado también, en el plano de la narración, por una marcha, una progresión
hacia un centro. Este avance hacia los centros es otro de los rasgos típicos de la escritura
pastoril. Todo ocurre, todo se informa, siempre en torno a centros simbólicos: fuentes,
hayas, peñas... O sea, lugares connotados por la historia, y donde la historia misma de
los protagonistas se ha escrito, se ha trasladado significativamente a estos espacios. Es,
por ejemplo, típico en la narrativa pastoril que ciertas tramas giren todas en torno a una
fuente porque en esa fuente tal pastor ve por primera vez a la enamorada; pero no la ve
directamente, sino que ve su reflejo en el agua. Entonces toda la acción empieza a
desarrollarse como movimientos de atracción y repulsa de este centro imaginado.
En este caso, el punto de fuga, el punto de conversión de toda la acción, es el
lugar que va a ser el punto de entierro del cuerpo de Grisóstomo. Cuerpo de entierro
que, como ulteriormente se nos revelará, está reescrito continuamente por la historia
amorosa, por cuanto es el primer lugar donde Grisóstomo divisa a Marcela, el primer
lugar donde le comunica su pasión, el lugar donde la enamorada le dice que la deje en
paz, que su expectativa vital no es la de contraer ningún tipo de vínculo amoroso, ni
estar sujeta y atada a una relación interpersonal; y es también el lugar que
posteriormente es elegido por el mismo Grisóstomo para que se entierre su cuerpo,
puesto que ese punto de todo el territorio, de todo ese confín imaginario pastoril, debe
convertirse en un punto significante. Esta marcha hacia el centro simbólico de la escena
es referida desde distintas acciones simultáneas que van confluyendo progresivamente
en su avance. Se nos refiere no sólo la marcha de don Quijote con Sancho y en
compañía de Vivaldo y su comitiva, sino que también se sugiere este traslado por la
inclusión, durante este trayecto, de diálogos. Diálogos cuya única función precisa, en lo
que respecta a su funcionamiento dentro de la narrativa pastoril, es traducir el
movimiento, traducir ese desplazamiento interno y a la vez externo, donde el espacio
externo se resignifica en un espacio interno, también.
No casualmente, entonces, aquello de lo que van a hablar don Quijote y Vivaldo
es de la enamorada. Enamorada que en la historia de don Quijote es dicha o fingida
como una enamorada esquiva, también, que le habría ordenado —según él finge en su
primer exilio hogareño, su primera salida— apartarse de su vista, no estar más presente.
Y ese punto de contacto que vamos a indicar aquí entre la historia de don Quijote y la
historia de Grisóstomo y Marcela se va a ir potenciando a medida que nosotros vayamos
analizando más la narración episódica, por cuanto, si bien el protagonista masculino de
la historia de base, es decir don Quijote, tiene muchísimos puntos de contacto con
Grisóstomo, o sea el pastor desesperado, en tanto y en cuanto uno puede postular que
ambos forman dos tipos de representación de la locura en el texto: una por la inflexión
de la cultura letrada en su coordenada vital, o sea, el problema de la enajenación por la
lectura; y en el otro caso, un tipo de locura donde esta enajenación letrada opera, en
cierta medida, también como un argumento de base. Por cuanto, si bien se aduce el
hecho de que Grisóstomo muere de amores —como que le agarra una melancolía
amorosa, una enfermedad, un mal de amor, como se decía en la época—, el hecho de
que él no sea un pastor, sino que decida convertirse en pastor de la noche a la mañana,
supone la adhesión a un código, a una codificación genérico-literaria para expresar y
simbolizar una interioridad y un estado anímico determinados.
Este punto de contacto tan evidente entre protagonista masculino de la historia de
base y protagonista de la historia episódica también se enriquece si nosotros miramos al
personaje femenino de la narración. Marcela, según nos refieren los distintos pastores
que cuentan su historia, que la presentan, que anticipan su pasado, es un personaje
sobrino en poder de un tío. Y en este punto se presenta como un reflejo exactamente
invertido de aquello que ha hecho don Quijote. Mientras que en el caso de la historia de
don Quijote uno podría haber augurado que aquella que abandonase el hogar fuese la
sobrina y no el tío, en el caso de Marcela se actúa este vínculo a la inversa. Vínculo que
permite connotar, en el espejamiento, no sólo el
—podríamos llamarlo— componente femenino del protagonista en este tipo de
enajenación, por cuanto nosotros habíamos pautado desde el inicio que don Quijote lee
emotivamente, como se tipificaba que leían en aquel entonces las mujeres. Mujeres que,
en tanto lectoras, no podían distinguir el orden real del representado, que podían
trasladar a su propia práctica vital un montón de acciones y sinsentidos de la escritura,
por cuanto los podían encarnar como modélicos para su conducta. Entonces, en este
punto, vemos cómo la inclusión de las historias episódicas va a ir sirviendo
progresivamente para ir iluminando otros aspectos del texto no decididamente
enfatizados previamente.
A lo largo de toda su marcha, y muy particularmente en esta segunda salida (y
mucho más en la tercera), don Quijote será confrontado progresivamente no sólo a los
hipotéticamente cuerdos del mundo, todos aquellos que están parados en la realidad
como personas sensatas y razonables, sino también a las distintas variaciones y a los
distintos rostros que la locura podía exhibir en aquel entonces. Una de las vueltas de
tuerca más llamativas del texto en este continuo hilván muy aleatorio de personas
supuestamente cuerdas y personas supuestamente enajenadas, es llegar a extremar la
situación a un punto tal que se pueda problematizar la categoría de la enajenación, o la
locura, como un espacio, si se quiere, epistémico-lógico para encuadrar al otro. Una de
las cosas que va ir trabajando la narración, progresivamente, es el problema de la locura
de don Quijote, por cuanto, conforme se lo vaya a oír hablando en circunstancias donde
don Quijote no tenga motivos en la coordenada vital, inmediata, para enloquecerse, todo
el mundo va a pensar que es perfectamente cuerdo y sabio.
Entonces, es un tipo de locura que no es profunda, radical, y perfectamente
catalogable, como que cualquier persona que interactúe con él continuamente va a decir:
“Está loco”. Y este punto es uno de los puntos, a nivel ideológico, que va a ser
problematizado con la continuación de Avellaneda y con la respuesta que brinda el
mismo Cervantes en su continuación de 1615, por cuanto Avellaneda extrema y
potencia, de este sínodo de locura y razón que construye el psiquismo del caballero,
todo aquello que lo hace burlesco y decididamente un loco tonto, un loco que
continuamente va viendo acrecentada su sinrazón. Y en cambio, la respuesta de
Cervantes es diametralmente opuesta, por cuanto va a potenciar aún más todos aquellos
puntos indirimibles en el accionar de don Quijote. Va a responder a la estereotipación
del personaje como un simple loco burlesco con toda la tradición más típicamente
humanista, que no hacía de la locura necesariamente un azote o una característica de
personalidad en virtud de la cual el sujeto que pudiese ser definido como loco debiese
ser condenado, perseguido, enclaustrado. Porque además, son muy interesantes las
mismas soluciones que brinda el texto. Mientras que Cervantes se permite producir una
narración donde la locura, al fin de cuentas, queda como constitutiva de la vida de
cualquier persona, como que todos en definitiva podemos tener momentos de locura, y
la locura es algo que hay que asumir, porque lo que está puesto en tela de juicio, entre
otros grades temas, es la problemática de qué se entiende por razón, qué se entiende por
verdad, qué se entiende por lógica; es muy claro que la solución de Avellaneda, en tanto
autor anónimo, apócrifo, pero que uno puede identificar como perteneciente a
estamentos sociales y a posicionamientos ideológicos radicalmente opuestos a
Cervantes, sea, puntualmente en este aspecto, la opuesta. Pues Avellaneda termina
encerrando en un loquero a don Quijote, termina en la Casa del Nuncio, que era un
hospital. Un hospital que, en realidad, este confronte también nos permite entender,
siguiendo todos los estudios de Foucault sobre la locura, qué es lo que sucede en la
Modernidad, en determinado momento, cuáles son las razones por las cuales la
medicalización y el enclaustramiento y el confinamiento del insano, como un sujeto que
debe ser continuamente controlado, triunfan.
Frente a esto, Cervantes adopta un posicionamiento, si se quiere, premoderno.
Mucho más próximo a una serie de prácticas que eran diametralmente opuestas. Por lo
pronto se sabe que en la Edad Media una de las actividades básicas que se hacía con el
loco era expulsarlo; no era el encierro. Nadie quería tener un loco, entonces se lo
confinaba, por ejemplo, en un barco, se hacían esas naves de locos, donde el loco
quedaba definido por una situación paradójica —como paradójicos son muchos de los
parámetros vitales del mismo don Quijote—; quedaba encerrado en su propia locura,
encerrado en el encierro del barco, pero, a la vez, abierto a la plena ilimitación del mar,
del río, del vagar por el mundo. Esto, con la modernidad, con la medicalización, cambia
radicalmente, porque inclusive debemos recordar que muchísimas tradiciones
humanistas, desde Erasmo en adelante, hacían elogios de la locura, porque también está
toda la tradición evangélica del loco evangélico, el iluminado, el elegido de Dios.
Entonces, lo que hace la continuación de Avellaneda es borrar automáticamente, con el
final que le da y con la estereotipación de las fallas del loco, este carácter ambiguo, en
cierta medida privilegiado, lo que convierte al protagonista en una suerte de loco
ameno, lindo, agradable y comunitario, y valiosamente integrable.
Esta conversación que mantiene con Vivaldo —como muchísimos de esos
diálogos donde don Quijote no cree estar enfrentándose al mundo, ni peleando con
gigantes, ni en una crucial batalla con encantadores ni enemigos— comparte puntos
polémicos tanto desde la coordenada lógica, real, de la salud mental, como puntos de
desvarío. O sea, a lo largo de esta charla y de esta marcha, Vivaldo, que adopta una
actitud jocosa, pero no de un modo abierto y frontal, puesto que imposta escrúpulos,
finge tener reparos para terminar de comprender la verdad de todo aquello que le está
refiriendo don Quijote, y en realidad lo que hace es alentar un diálogo. Diálogo que por
momentos se caracteriza por una perfecta percepción, un perfecto registro, de todo
aquello que cuenta en la sociedad, junto con continuos desplazamientos a su coordenada
imaginaria. Estos desplazamiento, por otra parte —y esto es lo que hace jocoso al
texto—, no son arbitrarios, sino que están producidos por su mismo interlocutor, aquel
que finge no entender a don Quijote pero que perfectamente entiende que está loco.
Entonces es Vivaldo quien le tira de la lengua continuamente, para hacer hablar a don
Quijote de la entidad de su dama. El problema de la dama, ¿no?
Y acá es importante puntuar cómo el mismo Vivaldo arrincona a don Quijote en
su diálogo, produciendo un cruce entre lo que sería una coordenada estética, propia de la
narrativa caballeresca (todo caballero tiene su dama) con una coordenada realista, que
es el problema del discurso de la nobleza, tan vigente y tan acuciante en ese entonces.
Puesto que, en realidad, en el acto de lectura, en la coordenada estética, las
convenciones son convenciones; y si hay damas y hay princesas, no es cuestión de
andar averiguando antecedentes, linajes, prosapias, árboles genealógicos; se declaran y
se creen. En cambio
—nosotros lo habíamos adelantado—, como este diálogo está centrado todo el tiempo
en la problemática del creerle al otro —cómo se le puede creer a don Quijote y cómo
don Quijote puede convencerlo—, se lo coloca en la disyuntiva de decir una convención
estética, como la de que Dulcinea es la dama de un caballero, con categorías propias de
la realidad. Es decir, Dulcinea debe tener origen, patria, nombre, antecedentes, un árbol
genealógico, debe tener todo aquello que predique su calidad. Pero esta calidad, no
olvidemos, es una calidad que remite a los discursos sociales contemporáneos de los
personajes; no una calidad que predique la definición esencializante de un protagonista
de las novelas de caballerías. Entonces, don Quijote demuestra que inclusive en su
enajenación hay continuos filtrados de lo que son los debates actuales. Y esto para el
investigador es un punto de suma riqueza, por cuanto, so pretexto de una fabulación, de
una ensoñación caballeresca, lo que se está haciendo, desde una posición aparentemente
inocente y a la defensa, protegido por el verosímil de la locura (don Quijote es un loco),
lo que se está también pautando es un posicionamiento ante los discursos que regulan el
todo social.
El problema de fondo es un problema muy concreto y que había sido instaurado
en la sociedad española desde los albores mismos del Renacimiento español con todos
los discursos de de homine dignitate, o sea, todos los discursos sobre la dignidad del
hombre. Por cuanto, en principio, este discurso de impronta filosófica lo que planteaba
era, así como un esquema, que todo ser humano (bien neutro), por el ejercicio de la
virtud (léase: instrucción, formación, prácticas morales adecuadas), podía acrisolarse,
podía perfeccionarse y migrar hacia escaños superiores. El ejercicio virtuoso, en los
studii humanitatis, las buenas compañías, todo permitía, según este presupuesto
filosófico, la movilidad social, en cierta medida. Es decir, anunciaba, fallidamente, por
cuanto esto en la realidad no se aplicaba, la posibilidad de convertirse en otra persona de
la que esencialmente se era.
Y acá aclaremos que, en estas percepciones de lo social, incide siempre lo que los
antropólogos y los sociólogos denominan el ser percibido. Toda sociedad de clases no
sólo se funda en un discurso esencializante (o sea, “soy noble”), sino también en otro
componente que es que no cuenta tanto el ser noble, sino que importa en igual medida el
ser percibido como noble. Por eso mismo, las sociedades de clases y estamentos son
sociedades que hacen del discurso de la opinión, de la fama, la buena reputación,
valores decisivos para el apuntalamiento del ser. Don Quijote, en este caso, con su
enajenación, lo que hace no es luchar por valorizar lo poco que él se percibe a sí mismo,
es decir, un hidalgo empobrecido, sino que opta por enloquecer y con su locura
apuntalar y querer construir un dispositivo que afiance un discurso de opinión sobre sí
mismo. El máximo anhelo de don Quijote no es su enamoramiento, sino principalmente
el ser percibido como caballero andante, porque, sin ser percibido como caballero
andante, no hay nada, ni siquiera esa dama que le es aneja a toda definición caballeresca
del sujeto.
Entonces, en esta coordenada humanística, un tanto ingenuamente y como un
mensaje evangélico, se anunciaba a todos los hombres por igual la posibilidad de devenir
ángeles. Hay un libro muy lindo de Francisco Rico sobre el discurso del humanismo (El
sueño del humanismo) donde se analizan todas las peculiaridades de este tipo de
discursos antropológicos que empiezan a sustentar en el Renacimiento. Esto es muy
interesante, por cuanto choca de plano con una sociedad no preparada para ese tipo de
igualación filosófica o, si se quiere, conceptual de todos los sujetos por igual. Frente a
esto hay una serie de hitos importantes que tenemos que tener presentes para entender la
polémica de los discursos sobre la nobleza, lo que se llama una polémica de nobilitate,
que se va desarrollando no sólo en obras literarias sino también en tratadistas políticos y
filosóficos a lo largo de todo el Renacimiento.
La obra cumbre para esta polémica de nobilitate, para ponerla en entredicho, y
que es fundante, en un montón de aspectos, del Quijote, es el Lazarillo de Tormes, texto
que si no han leído se los aconsejo porque es magistral. Además, Lázaro es el segundo
prócer literario de España, y contiene muchos puntos de contacto con el Quijote mismo.
El Lazarillo de Tormes está planteado como una historia abyecta y escandalosa, en
aquel entonces, que es la historia —a grandes rasgos— de un cornudo complaciente,
que sin embargo postula y predica su honra, su honor. El texto continuamente va
haciendo una serie de corrimientos donde, entre luces y sombras, el ojo del lector atento
puede divisar y puede entrever, en definitiva, que su honra es muy otra. Con esta
autobiografía, La vida de Lazarillo de Tormes: y de su fortuna y adversidades, también
se apuntala el género autobiográfico, y aparece esencialmente ligado a lo que será
posteriormente el proyecto picaresco, o sea que sólo existiría el discurso de uno mismo
a partir de la posición en delito, que sólo hablo cuando la ley me hace hablar, sólo me
puedo decir y me puedo contar cuando he quedado en infracción; es un dispositivo
reactivo que confirma la persona: cuando me siento acusado profiero mi habla, que me
define.
El discurso de Lázaro plantea el escándalo, para aquel entonces, de que un infame
predique un progreso, de que un don nadie, un estigmatizado, predique un ascenso.
Frente a esta situación, a este efecto de lectura inmediato, las posiciones en aquel
entonces son muy encontradas. Están aquellos centrados en una posición más
reaccionaria, y por ende signada por valores esencializantes de la persona: si Lázaro es
hijo de una puta y de una persona que muere en combate y que es ajusticiado y que
estuvo preso; de tal palo, tal astilla. No nos debemos engañar porque Lázaro podrá decir
lo que diga, pero en realidad es un infame, porque la infamia sólo produce infames. Esa
es la posición determinista. La posición humanística viene a decir que, en realidad, lo de
Lázaro es un problema de procedimiento. Lázaro no es que está determinado al error, no
es que está condenado ab initio, ab origine, a ser un don nadie, como todos hoy día lo
juzgan, sino que ha fallado porque no ha tratado de ejercitar su virtud, sino que por el
contrario ha aprendido a delinquir. Su camino de perfección es una senda del vicio. Lo
que él va aprendiendo de amo en amo, de padre sustituto en padre sustituto —fíjense
todas las figuras sociales que están puestas en entredicho en el Lazarillo— es el valor
del delito, y cómo una sociedad protocapitalista produce delincuentes, produce un
emergente del mismo miasma en el que el sujeto nace.
Tanto la posición humanista como la posición determinista le niegan el avance
moral o el progreso a Lázaro, con lo cual el infame sigue siendo un infame. En una
porque era impensable, por un a priori ideológico, que el hijo de una puta se convirtiera
en un gran hombre; obviamente —sería el razonamiento—, el hijo de una puta termina
siendo un cornudo complaciente. Los humanistas todo lo hacen jugar en un problema de
procedimiento, como si fuese una causa nulificada porque algo se hizo mal en el
camino. En realidad, es poner toda la carga de su prueba y su defensa en algo que en
definitiva no ocurrió. Los humanistas no saben si efectivamente Lázaro hubiera llegado
a buen puerto si hubiese ejercitado su virtud.
Frente a estas dos posiciones, la posición más escandalosa (que es la que, para
muchos lectores, como Rico, puede haber determinado, entre otras cosas, la censura
inquisitorial del texto y su depuración) es una posición relativista, que dice que aquel
que nació hijo de puta y que fue condenado por la justicia, que llega a tener un trabajo, y
que pueda mantener ese trabajo, y sobrevivir, y no tenga que seguir delinquiendo, a
costa de prestar a la esposa, de tanto en tanto, para que se acueste con el cura de al lado,
no está tan mal. Este cinismo que emerge de esta posibilidad de lectura hace que esto
termine siendo censurado.
Esta polémica es una polémica que los tratadistas de ese entonces llamaron
polémica de nobilitate. Y la remontan al enfrentamiento en el Senado romano de Marco
Tulio Cicerón y Salustio. No es Salustio el historiador, sino un pseudo-Salustio. La
polémica se da entre Salustio, que tilda por poco a Cicerón de cabecita negra. Hablando
en el Senado, dice: “¿Qué es este advenedizo que toma la palabra?”; y entonces lo tilda
de homo novus. Pero esto de novedad, de ser nuevo, de ser moderno, está circunscripto,
esencialmente, a un problema político. Porque para la cosa pública hay que tener todo
un pedigree, como si eso les diese un plus significativo de algo más.
Frente a esta postura, Cicerón le responde que en realidad él no está ahí para
competir o enfrentarse con los antepasados, por cuanto está él y no están los
antepasados, ni los antepasado ilustres de Salustio, que estarían en un a priori en la
polémica, sino que está ahí por sus virtudes. Entonces, se plantea una polémica que
desde el punto de vista ideológico produce un cimbronazo, cuando la trasladamos a la
España del Renacimiento, en muchísimos frentes, por cuanto el valor de la virtud, del
ejercicio, de las obras, las obras de caridad, el ejercicio virtuoso, colocaban
aleatoriamente de uno u otro lado el apoyo de la teología. Entonces, muchísimos de los
tratadistas que entran en la polémica de nobilitate en el Siglo de Oro tienen en cuenta
que toda la definición del todo social, del todo político de aquel entonces, tiene
severísimas implicancias en polémicas teológicas, en polémicas filosóficas, y por eso
mismo se vuelve uno de los debates más candentes de ese entonces.
¿Qué es lo que caracteriza la polémica en territorio español? Por lo pronto, cierta
impronta senequista. Séneca es algo así como el padre de la filosofía española; los
españoles tienen la pretensión de que hay filosofía española, que existe tal tipo de
subgrupo, aunque cuando uno la compara por ejemplo con Alemania o con Francia...
Las ganas, ¿no? Séneca fue un pensador de lo que se llama la Edad de Plata romana;
uno podría decir romano, pero para ellos es español. Séneca decía, por ejemplo, en la
Epístola XLIV a Lucilio: “Nadie vivió para nuestra gloria; y lo anterior a nosotros
tampoco es nuestro. Es el espíritu lo que nos hace nobles, y a él se tiene acceso desde
cualquier posición social, por encima de la suerte”. Ya desde el senequismo hay una
impronta que determina la oposición espíritu-materia. Y esto también es importante para
entender el proyecto de la gesta quijotesca como una avanzada, como una intervención
práctica, a través de la vía de la imaginación, en la polémica de nobilitate, por cuanto lo
que está llevando a cabo, entre otras cosas, es afirmar que uno puede ser noble porque
su espíritu, porque su mentalidad, predica tal cosa, aunque toda su corporeidad, todo su
haber, toda su materialidad lo desacredite. Es como una forma cazurra de llevar a la
práctica esta polémica.
Las ideas de Séneca se habían retransmitido continuamente en territorio
hispánico, y aparte habían influido muchas traducciones de Boecio, de Petrarca mismo,
y acá están en pugna dos tratadistas conocidos del período, Sánchez de Arévalo y
Osorio. Sánchez de Arévalo en ese entonces adopta una posición ecléctica, en el sentido
de que él dice que toda la nobleza de origen, aquellos que se definían como nobles —
con sangre azul, por ser hijos de personas ilustres, cosas así— podían llegar a
desaparecer. Y que, inversamente, todo lo que tenía un origen infame podía llegar a
engrandecerse sin haberla tenido antes. De todos modos, es importante recalcar que
estas mudanzas, estos cambios entre ser considerado noble por estirpe o noble virtuoso,
un advenedizo o un yo soy quien soy, como diría un español de ese entonces, se veía
regulado por el discurso de la opinión, por la mala opinión de los demás, que se
sustentaba en las malas acciones, en los malos ejemplos.
El discurso de la buen fama, en este punto, operaba como una válvula de control
social más que idónea. Porque todos estaban pendientes del qué dirán, porque si el qué
dirán dejaba de coincidir con lo que uno quería encarnar o creía que encarnaba, uno
podía quedar sumido en una suerte de aniquilación social, de desintegración del propio
psiquismo Hay una sujeción a la mirada, o al discurso, del otro. Ustedes van a ir viendo
cómo, inclusive, este sistema social, regulado también por un ser percibido, es
funcional también al afianzamiento de un régimen totalitario (no como el totalitarismo
del siglo XX, pero incipientemente totalitario) donde se concentra todo el poder en una
persona, en donde todos los dispositivos de control se van afianzando progresivamente
en el acto de la visión, en el acto del control y de la percepción del otro para someterlo a
lo que uno quiere que el otro sea.
Sánchez de Arévalo, sin embargo, ante la hipotética oposición de alguien que
tuviera nobleza de sangre y alguien que tuviera nobleza de esfuerzo, o sea, una nobleza
con más sudor y otra perfecta, de origen, reconocía que se debía preferir la nobleza de
origen. Era una posición mucho más tradicionalista. En cambio, Osorio, mucho más
propenso a los verdaderos cambios que se estaban gestando en la sociedad con las
sucesivas bancarrotas, con las sucesivas problemáticas que iban invadiendo a las
familias de clase, a los nobles de aquel entonces, que continuamente se iban
pauperizando, mientras que empezaba a aflorar una nueva sociedad regida no por la
consideración y valor, sino por el tener, una sociedad protocapitalista donde el que
empieza a ser valorado no es el que tiene un buen apellido sino el que tiene mucha plata,
llega a la conclusión de que el esplendor de una estirpe y el honor de una familia tienen
siempre su origen en la deshonra. Con lo cual, y esto es un giro muy interesante,
refuerza más de un aspecto de los puntos conflictivos en ese entonces.
En primer lugar, produce una justificación discursiva de lo que era una
discriminación aleatoria fundante. O sea, eso que hace que tales familias sean nobles,
porque llevan tal apellido, y otras sean la encarnación de la mersa más infame, es una
cosa absolutamente arbitraria. En la categorización de lo social lo que sucede es que hay
una voz autorizada previa que ha dicho: “Tales apellidos están muy bien; tales otros,
¡por favor!”... Como diría Catita: “¡Sacá esa mancha de tuco!”, ¿no? En ese caso, lo que
hace Osorio es justificar, legitimar, esa distinción previa.
Alumna: ¿Sería como decir: “Esa familia es grasa, pero por algo será, algo habrá
hecho alguno de...”?
Prof. Vila: No, porque lo que Osorio dice es que la distinción de aquellas que se
distinguen como familias de nobleza es exactamente todo lo contrario, son nobles
porque en realidad nosotros no nos acordamos, pero es gente como de pro en algún
momento, pero de pro por esfuerzo, con lo cual las termina uniendo, muy
perversamente. Lo cierto es, sin embargo, que para el momento en que se hace esta
formulación, no deja de tener un efecto muy paradójico y muy irritante para todos
aquellos que se quieren nobles sin memoria de su origen.
En ese sentido, es muy llamativo pensar cómo se define a don Quijote y cómo don
Quijote define a su amada. Porque él mismo dice que él es hidalgo —y todo el problema
de que no se tiene memoria de su origen—, pero cuando él se ve enfrentado a la
necesidad de darle un pedigree a la enamorada, sabe que eso de Dulcinea del Toboso...
No es que todo el mundo estuvo hablando de las princesas y emperatrices del Toboso y
que cualquiera pueda decir: “Del Toboso... ¡Ah, sí! Son lo mejor que hay por la zona”.
No. Entonces él tiene que hablar de linaje moderno. La novia de don Quijote, la
enamorada del caballero, frente a este dispositivo plenamente regresivo, queda siempre
en un más allá, en un más allá actual. Dulcinea es noble, pero es noble como hoy
muchos nobles se dicen nobles: por sus obras, no por su sangre. Por eso es interesante
cómo don Quijote dice: “No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni
de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña...”
Entonces, hace toda una enumeración de una serie de apellidos que se presuponen
nobles.
Otro detalle interesante para la crítica sociológica del fenómeno: muchísimos de
estos apellidos de nobles que se usan estaban tan estereotipados, los Manriques,
Mendozas, los Guzmanes y tantos más, que son los apellidos que muchísimos conversos
adoptan para fingir hidalguía, para fingir sangre pura. Hay un montón de documentos de
la época donde inclusive el mismo apellido noble termina siendo depreciado por el uso.
Porque de repente está plagado de Mendozas en España, o lleno de Guzmanes. Y no es
un detalle menor —así como para el anecdotario del chisme— que el mismo autor de la
novela se reapropie de una rama familiar muy remota, porque sabe que es un apellido
con más prestigio. Saavedra no es el apellido de Cervantes. El padre se llamaba Rodrigo
de Cervantes y la madre Leonor de Cortinas. Él podía haber sido Cervantes, a secas,
Cervantes Cortinas. Pero en la mitad de su vida, aparte de que le iba tan mal todo el
tiempo, pobre, él se da cuenta de que tiene que empezar a firmar Cervantes Saavedra.
Porque los Saavedra, los Ayavedra, son una familia reputada en ese entonces. Es una
estirpe, una especie de casta familiar que inclusive muchísimos adoptan para fingir
hidalguía, limpieza de sangre. Lo que está como un problema de fondo, también, en este
gesto de Cervantes es la altísima presunción de que era de familia conversa. Entonces,
como descendiente de familia conversa, de familia impura, sin sangre castiza por los
cuatro costados, su órbita de acción y su rédito económico estaban muy ligados...
Máxime cuando, como en el caso de Cervantes, que era escritor, pretendía insertarse,
para subsistir, en lo que sería el dispositivo regulatorio del mérito, que era la escritura
burocratizada. Tener cargos, tener puestos al servicio del estado. Por eso a Cervantes,
reiteradamente, cada vez que pide pasar a América, venir a desempeñar un puesto aquí,
le dicen: “Busque por acá en qué se lo satisfaga; pero no quiera ir allá”. Porque no sólo
una de las cosas que el imperio prohibía era el transplante de la peligrosísima
producción ficcional a América —por eso hacían requisas, en los puertos de embarque,
de la literatura que venía a América; porque la ficción podía degenerar en herejía, en
enajenación, en cualquier tipo de heterodoxia—, sino que también exigía limpieza de
sangre. Porque no es cuestión de que, si encima tenemos los indios, aborígenes, que hay
que evangelizar, los vayamos a mezclar con sangre impura.

Bueno, sabemos entonces que, después de todos estos interludios con Vivaldo,
ven que el entierro está por comenzar y dicen: “No es cuestión de haber caminado hasta
aquí y perdérselo”, entonces se apresuran y llegan al lugar donde se les informa que ese
es el centro simbólico de la acción. Acá es muy interesante cómo la muerte aparece todo
el tiempo presente, pero a la vez desplazada, ocultada, desfigurada por la misma
naturaleza. Acá no existe cadáver, sino que se dice que hay un cuerpo debajo de un
manto de flores y presentes que esconden al sujeto suicidado.
Acá con el tema del suicidio hay una problemática muy acuciante, por cuanto
ustedes saben que el pecado de desesperación, el delito de desesperación, era altamente
condenado por la teología de ese entonces. (Bah, por la actual también, para qué vamos
a ser ingenuos.) Pero es muy interesante porque además estaba altamente pactado que
los suicidas quedaban automáticamente excomulgados por haberse atrevido a
interrumpir la vida que sólo es de Dios, y que sólo la regula Dios, y que entonces
estaban condenados a morir y ser enterrados en territorio no santo. Lo que pasa es que
acá hay todo un trabajo con la indeterminación, puesto que si bien nadie de los presentes
llega a decir: “Grisóstomo se ahorcó, se tiró a un río y se ahogó voluntariamente”; no se
sabe efectivamente qué es lo que ha sucedido con Grisóstomo, es el misterio de la
acción que nadie se preocupa por develar. Y además, se plantean en torno al fenómeno
del suicidio, muerte de amores, del protagonista toda una serie de contradicciones. Por
ejemplo, el tema del entierro como infiel en un lugar que no es un cementerio religioso.
¿Por qué va a ser enterrado como infiel? Y sin embargo se lo entierra en ese más allá, en
esa marginalidad. Marginalidad que tiene la peculiaridad de que es construida como un
centro según de dónde se lo mire.
Lo que hace el episodio, con esta indeterminación en trono al estatuto de la
muerte del protagonista, es también problematizar los márgenes y el centro. ¿Qué es
efectivamente Grisóstomo? ¿Es un suicida o es una persona extremadamente sensible
que ha muerto de amores? ¿Qué es lo que sucede? La canción desesperada, la canción
de Grisóstomo, puede ser tanto la canción del que está desesperado por una pasión
extremosa, pero también la canción del suicida. Lo cual vincula a la composición con el
epitafio, puesto que inscribe tanto una como otra composición en lo que sería la figura
retórica de la prosopopeya, el decir de la Muerte, el decir del Más Allá, ese decir
aparentemente objetivado, donde una vida queda hecha toda ella síntesis y naturalidad
en lo que es el recuerdo. Con la diferencia de que, en el caso de la canción de
Grisóstomo, es una diferencia donde el sujeto se convierte a sí mismo en objeto de su
propio discurso. Mientras que en el epitafio siempre se presupone un tercero que
naturaliza y vuelve lógica esa vida y esa sucesión natural, que comienza con un
nacimiento y termina con una muerte, en el caso de la canción desesperada, es una
canción que tiene la peculiaridad de la continua oscilación y el continuo
reposicionamiento de la voz enunciadora y, también, del destinatario. ¿A quién habla la
canción desesperada? ¿A quién se dirige el poema? El poema esencialmente se
construye como una expresión lírica autorreferencial, inicialmente, puesto que termina,
en el cierre (“¿Qué quieres, canción, que se declare?”) como si el sujeto sólo pudiera
hablar a la regulación del propio discurso, a su escritura, a su artificio. Y esto entra en
pugna, a lo largo de la misma composición, con otros alocutarios explícitos en el mismo
texto, cuando se apostrofa a esa amada ausente de cruel, de ingrata, de desamorada, y
todas las prédicas de su ingratitud que nos podamos imaginar.
El caso de la canción de Grisóstomo es un punto que para la crítica también es
muy importante por cuanto nos remite a una problemática que incumbe a la genética del
texto y del Quijote. Primer detalle: se sabe que toda la escena sucede y se desarrolla en
un ambiente montañoso. Hasta la misma canción de Grisóstomo habla de “altos riscos y
profundos huecos”, como si fuese un territorio escarpado. Territorio diametralmente
opuesto a la llaneza de La Mancha por donde anda don Quijote. O sea, este horizonte
ficcional —puesto que por otra parte, si uno pensara que esto era un episodio pastoril,
no había necesidad de montañas ni mucho menos— es algo que quiebra el horizonte de
expectativas del lector. ¿Qué son estas montañas? ¿Qué son estas cimas y estas
cavidades? ¿Qué son estos riscos que cortan el paisaje y también el sentido de la
narración de base?
¿Cuándo empezó Cervantes a escribir el Quijote? Porque no se puede pensar que
esto fue el resultado de un “me fui unas vacaciones, estaba aburrido, y lo escribí; y me
salió así”. No. Toda la crítica genética centrada en los procesos de elaboración, de
composición, y particularmente atenta a las instancias donde se reproduce, hay
engarces, hay incongruencias entre las remisiones al contexto epocal (el primer Quijote
tiene remisiones que lo podrían ubicar, si uno no supiera la época, en un lapso de quince
o veinte años), lo que postula es que el episodio de Marcela y Grisóstomo
originariamente no estaba donde está hoy día, que fue desplazado dentro del diagrama
general del texto, y que necesariamente debería haberse ubicado, de un modo originario,
en toda la serie de peripecias que ocurren en Sierra Morena, donde continuamente se
habla de altos riscos, huecos, peñas, territorio escarpado.
Esto además lo fundan con otro detalle de, si se quiere, anticuario y de pesquisa
bibliotecológica, que es que la canción desesperada, la canción de Grisóstomo existe en
forma manuscrita, en un manuscrito de la Biblioteca Colombina, datado muchísimo
tiempo antes de la publicación del Quijote. Lo cual lleva a ciertos estudiosos a pensar
que originariamente el episodio pudo ser perfectamente una micro narración pastoril,
que además estaba emplazada en otro lugar, y que después, por necesidades de simetría,
de distribución de contenidos
—porque cuando lleguemos a Sierra Morena ya van a ver que de por sí todo lo que
sucede en Sierra Morena es complicadísimo—, por una cuestión de armonizar el texto,
lo desplazó. Como un segmento corrido voluntariamente.
Alumno: Armonizar el texto... ¿En qué sentido?
Prof. Vila: En primer lugar, en función de los principios aristotélicos de la unidad
y la variedad. Todas las poéticas de la época insisten en que una buena trama debe
mezclar lo uno con lo vario, pero que lo vario no adquiera el carácter adventicio, neto,
de ¿a qué viene esto? cuando uno lo está leyendo, como que se pierda la visión de la
trama principal. Como que un modo de aliviar al lector de tantas aventuras de camino,
donde todo el tiempo confunde molinos con gigantes, gente que camina con
encantadores, porqueros con maestresalas de palacio, era introducir, anteponer, cortar
esa isotopía harto repetida de la aventura de camino con episodios. O sea, desplazar el
territorio de los episodios —que hubiese sido el territorio fantasioso típicamente natural
y salvaje—, desplazarlo para que el texto se fuera hibridizando progresivamente. Es una
teoría, y muchísima gente que trabaja sobre el episodio da cuenta o está obsesivamente
pendiente de todas las incongruencias que suceden en estos encastres.
Porque además, dicho sea de paso, uno de los tópicos que más se afianzó en toda
la historia crítica del cervantismo es el llamado los descuidos cervantinos. Cervantes da
la impresión de que escribe y que de repente se olvida personajes, acciones que de
repente no están explicadas. El problema del rucio de Sancho, que se lo roban, por
ejemplo. Se lo roban y se saca una primera impresión, y en una tercera impresión se
arregla el tema de cómo es que el rucio aparece, porque se había declarado que se lo
habían robado y capítulos más adelante está Sancho montado en el rucio. Bueno, este
tipo de cosas sucede.
Y además, otro aspecto que también es central en este tipo de escritura es que es
una escritura claramente pensada con el patrón de lectura oral, y que esto se ve marcado
sobre todo en la fragmentación en capítulos, donde cada capítulo funciona como una
unidad autosuficiente, y donde entre capítulo y capítulo hay continuamente deícticos y
marcas de prolepsis y analepsis que van zurciendo los cortes producidos. Como si cada
capítulo pudiese pensarse como un texto de sobremesa, de alivio de viandantes y
caminantes, que en un momento de descanso o antes de dormir alguien lee para los
demás, y que en la próxima lectura, para los demás, hay que recapitular. Funcionaría en
esta óptica de lectura, en esta óptica de cómo se habría pensado liminarmente la lectura
del texto, este tipo de distribución. Por eso mismo, también es importante tener en
cuenta esta excesiva fragmentación y este tipo de técnica de composición, por cuanto
habría favorecido —si uno quiere adherir a esta tesis del corrimiento del episodio— este
traslado. Una narración que no reconoce cortes, que no reconoce parcelas ni
fragmentación, como puede suceder en un montón de novelas realistas, donde una parte,
un capítulo, tiene como ochenta y nueve páginas, por ejemplo, entonces ¿cómo corto
esta unidad, cómo desplazo? Bueno, el Quijote se ofrece como un texto a ser dicho
oralmente, en un tiempo determinado. Todos los capítulos tienen una extensión
estándar; de hecho nosotros podemos ir leyendo a razón de cuatro o cinco capítulos por
semana, y nadie se está muriendo. No es que la próxima semana toca el capítulo XXX
que tiene ciento dos páginas. No. Es una lectura perfectamente asumible.
Bueno, la canción de Grisóstomo, como toda composición pensada según el
tópico del lirismo extremado, el lirismo desbordado de una subjetividad hecha piel y
vuelta voz, que se encarna en la escritura, recurre necesariamente a todos los tópicos
heredados para la expresión del dolor, o sea, todas estas figuraciones y encarnaciones
donde el pecho se convierte en un ámbito de ruido que se manifiesta, donde todas las
categorías de lo animado-inanimado se van quebrando, donde la voz humana se va
replegando sobre todas las voces de los animales: la siniestra corneja, los búhos, la
serpiente, todo el orden inferior al servicio del orden superior. Pero aparte es un orden
inferior connotado lúgubremente, es el continuo anuncio de lo que se va a hacer y toda
la tematización de su dolor. Un dolor que está dirigido a apostrofar a un tú, pero un tú
cuyo posicionamiento en la trama poética es fijo. Está formulado como una prédica,
como un discurso suasorio, o sea, como una enunciación destinada a convencer, a
mover patéticamente el ánimo del otro; pero un otro al cual, paradójicamente, se le
reclama también la inmovilidad, puesto que esta ingratitud, esta no correspondencia,
este desdén fundante y este rechazo son también constitutivos de su propia subjetividad.
Como si la subjetividad del enamorado sólo se pudiese decir desde el dolor; sin dolor no
existe discurso amoroso. Y el discurso de Grisóstomo exige que la amada quede en ese
lugar de amada que lo vuelve infeliz, que lo hace un sujeto en pena, que transforma su
vida en muerte.
Y, como la amada en tanto destinataria es un pretexto, el momento del cierre es el
momento del repliegue sobre sí mismo, sobre esa misma voz poética, donde el único
otro que existe es ese discurso con el cual el amado que se va a desesperar ha
categorizado su universo amoroso. Por eso mismo, se dirige a su canción, se dirige a su
producción simbólica, y no se dirige al otro. Este problema de la tensión evidente en la
canción de Grisóstomo entre el yo y el otro es un tema que a lo largo de todo el episodio
pastoril aparece como vertebrador y fundante, puesto que no sólo se anuncia desde el
comienzo, con la problemática de cómo respetar la voluntad del otro, cuando, por
ejemplo, don Quijote le dice: “Bueno, no me importa que no quieras comer acá; sentate,
porque a quien se humilla, Dios lo ayuda”, y lo obliga, y no oye la voluntad del otro.
Este problema de la voluntad, el respeto de la voluntad, la expresión del deseo, como
único eje regulatorio de la propia identidad está puesto en el centro del problema, por
cuanto todo el episodio se organiza en función de la tensión evidente entre las
expectativas sociales comunitarias sobre un tercero, sobre cualquier figura que puebla
esta narración episódica que pueda ser catalogada como tercero, y la autonomía
indeterminada del sujeto.
Lo que dice el episodio, entre otras cosas, es cómo ser sujeto, cómo ser uno
mismo, en un contexto donde el reticulado social continuamente le quiere decir a uno
cómo uno tiene que ser. Esto ya lo podemos ir rastreando a partir de todos los
comentarios que van haciendo los pastores que van refiriendo el elemento anecdótico
del episodio. Por ejemplo, cuando se cuenta que alguien respeta la voluntad de otro,
como el tío que respeta la voluntad de Marcela, el que recibe las críticas es precisamente
el que respeta la voluntad. Todos los problemas sobre si se va a hacer el entierro como
Grisóstomo ordenó que se hiciera y si eso efectivamente se realiza, la censura que
merece Ambrosio cuando se aviene a cumplir el mandato del mismo Grisóstomo. Toda
la problemática que se genera en torno a los escritos y papeles de Grisóstomo. Aquí es
muy interesante porque se plantea no sólo un tema de la voluntad del otro, sino que
también hay toda otra problemática poética que contamina la misma composición de
Grisóstomo. El problema del respeto de la voluntad del otro está en si se debe o no se
debe quemar todo lo que dejó escrito Grisóstomo. Vivaldo, a quien lo mueve la
curiosidad y la necesidad de enterarse de más cosas, dice que al menos le permitan leer
un papel; y mientras pide permiso ya está agarrando y ya se está metiendo... O sea, ese
no respeto de la posición y del mandato más íntimo, si se quiere, porque además ese
deseo o ese mandato está ligado, está fundado en el propio deceso. La última petición, el
último requerimiento; ni siquiera eso se respeta.
Y es interesante, además, que, para explicar esta actitud, Vivaldo desarrolla un
símil. Y el símil connota toda la obra, toda la producción literaria del mismo
Grisóstomo, por cuanto dice que Ambrosio debería seguir el ejemplo de Augusto con la
Eneida. Con lo cual, todo el texto de Grisóstomo, de poesía lírica, de composición
propia de una intimidad, de la subjetividad más aquilatada —si aceptamos esto de que
es una escritura pegada o ligada a la parte emotiva del sujeto— se transforma, queda
posicionada en el lugar de un canto épico. La canción de Grisóstomo como una épica,
una épica que hace del protagonista masculino no un hombre de armas sino un hombre
de letras, una épica que, en tanto que lectura épica del texto, nos anuncia cómo también
la codificación amorosa es producto de una gesta colectiva. Ustedes saben que la épica
es, por definición, el género donde se dice lo social, y la constitución de una
nacionalidad.
Entonces, esta hibridación en el lirismo de Grisóstomo como un canto épico
apuntala también el elemento erótico en la configuración de un colectivo. O sea, la
nación también se dice por modos de vinculación amorosa, por modos y parámetros de
relación erótica entre sus distintos constituyentes. Y lo fundamental de esta erótica épica
de Grisóstomo es el desplazamiento, el fuera de foco del elemento femenino, puesto que
la amada existe en el texto para estar en un margen, para estar borrada y para decir todo
el tiempo que la figura regulatoria del discurso memorable es el hombre. No hay
diálogo; con lo que se dialoga en esta erótica vuelta épica es con la propia regulación
discursiva de ese todo social. Por eso termina diciendo: “Canción desesperada, no te
quejes / cuando mi triste compañía dejes; / antes, pues que la causa do naciste / con mi
desdicha aumenta su ventura, aun en la sepultura no estés triste”. Esta variación
genérica tanto en la oposición masculino-femenino como en lírica-épica, o sea,
interioridad-exterioridad, privado-público, también se da en el contexto de
rememoración, de recitado, por cuanto esta épica de Grisóstomo —como instancia
constitutiva e individuante de ese colectivo pastoril que está ahí presente— se
reactualiza en el momento de la aparición de Marcela por la cima del risco, donde lo
que se patentiza es la polarización entre una única mujer, destinada a la estigmatización
por el solo hecho de que es libre y que no se sujeta al deseo masculino de anular el
propio deseo en honor de la voluntad del hombre...
Y esto vuelve aún más evidente cómo es un episodio pastoril armado
exclusivamente sobre la borradura del elemento femenino. La pastoril es un género
donde esta interacción se postula con las peculiaridades del caso y con la coordenada
ideológica propia, que coloca a la mujer en la posición de poder y al hombre en la de
siervo frente a un ama todopoderosa. Eso, sin embargo, no se llega a extremar al
borrado absoluto de un horizonte pastoril donde son todos pastores, son todos hombres;
ahí ni siquiera hay alguna pastora que se conduela de Grisóstomo y que asista. Y eso
entra en estrecha relación también con la ideología mítica que se ha rememorado al
comienzo del episodio pastoril, que es el mito de la Edad de Oro. Este recuerdo del mito
de la Edad de Oro, y dentro de él, como cifra explicativa del valor de la Edad de Oro, el
mito de Ceres o Démeter, habla también de un modelo de femineidad fundante
míticamente de lo que espera el episodio pastoril para la mujer. La mujer que sería
digna de existir en el episodio pastoril es aquella mujer que es toda generosidad y
retribución al hombre; el episodio pastoril como un emergente colectivo. La mujer que
sólo es digna y que se añora continuamente es aquella que retribuye y que
humildemente se postra ante el hombre, que humildemente se somete a la voluntad del
hombre, y que todo se lo brinda, todo se lo da. No en vano es el mito de la Madre
Tierra. La mujer que se busca, dicen todas las lecturas feministas del episodio, es
siempre una madre. Ningún hombre quiere una mujer; quiere una mamá.
Todo el discurso de Marcela —por supuesto hay ríos de crítica femenina sobre la
libre determinación de la mujer, sobre la no obligatoriedad de estar sometida a la
expectativa del otro, a la voluntad del varón, y todo eso— ha dividido a la crítica en
misóginos furiosos y feministas radiantes. Y es interesante ver que, sin embargo, el
episodio presenta un doble desenlace. Un múltiple desenlace, porque no todo queda
cerrado. Desde el punto de vista de la acción es evidente la situación paradójica que se
genera a posteriori, por cuanto don Quijote, que añora la regresión a esa Edad Dorada,
esa edad de la mujer que no ha sido forzada, como la tierra, la mujer que puede
mantenerse incólume, libre, dice que la va a defender, y que cualquiera que se atreva a
seguirla..., y que ella es la más virtuosa del mundo, y que se van a tener que ver con él.
Pero no bien dice eso y termina el entierro, sale corriendo a buscarla para ver en qué se
le puede ayudar, qué es lo que necesita, con lo cual vuelve sistemáticamente a colocarla
en una posición no de autonomía e independencia, sino en el espacio simbólico de la
necesidad. La mujer, para don Quijote, aunque diga una cosa, siempre tiene que ser
percibida como carencia.
Desde el punto de vista del desenlace erótico, uno podría decir que Marcela
triunfa; se puede marchar, puede salir de la escena radiante y triunfante, contando
inclusive con un desconocido adepto defensor. Puede, en el estrato de la realidad,
regular sus propias acciones. Pero el texto es inequívoco cuando a esta regulación por la
vía práctica se le opone la regulación por la vía simbólica, que es el plano de la
escritura. Es ahí donde se deja en evidencia que la posición femenina siempre está
escindida de la propia producción de un discurso regulatorio de sí misma. Quien hace el
epitafio es un hombre; y el epitafio no va a retener nada de todo aquello que, en la
contienda dialéctica entre la tematización misógina de su figura en boca de los
despechados y de los circunstantes amigos de Grisóstomo, habría sucumbido
presumiblemente a las más convictivas razones de la práctica femenina en acto. Ella
podrá creer que está triunfante, pero no va a tener un discurso y una fama que legitimen
su triunfo.
Y en este punto, donde se cierra y donde confluyen los puntos de la muerte, el
espacio simbólico, la regulación del todo real, es importante ver quién es efectivamente
el que lo escribe, y lo que dice. Marcela puede salir del texto, puede salir de la acción,
porque ningún lector la va a encontrar más, pero lo que va a recordar, y lo que se va a
puntualizar para el futuro, es el epitafio: “Yace aquí de un amador / el mísero cuerpo
helado, / que fue pastor de ganado, / perdido por desamor. / Murió a manos del rigor /
de una esquiva hermosa ingrata, con quien su imperio dilata / la tiranía de amor”. La
mujer, en el cierre, siempre queda posicionada como la causa de muerte, como la causa
de un fin.
En un claro contrapunto entre esta extremosidad del lirismo, donde todas las
pulsiones están sublimadas, están subyugadas al decir fino de la poesía, al discurso de la
cortesanía, del servicio de amor, que informa la legitimación de la posición de Marcela,
se opone lo que sucede en el capítulo subsiguiente, cuando después de perseguir a
Marcela por la sierra no la encuentra, y llega a la situación de tener que descansar, y
sobreviene el episodio de Rocinante y las jacas galicianas, donde todo,
carnavalescamente, apunta al signo opuesto del amor, o sea, al erotismo. No al discurso
de la sublimación, sino a la exhibición de la práctica. El famélico y enjuto rocín que
quiere refocilarse con las jacas, y que las mismas jacas —como si fuese una
prolongación en esta gradatio pastoril en la vuelta a lo real— logran imponerse; las
yeguas pueden más que el macho. Y lo destruyen, le sacan la cinta, lo desmontan, y
entonces, cuando don Quijote concurre en auxilio —y concurre rearmándose todo un
episodio que nada tiene que ver con la realidad—, terminan apaleados. Aquí se produce
el contrapunto entre triunfo y derrota, por cuanto Sancho mismo rememora todo el
episodio con el vizcaíno, del cual él recuerda obsesivamente todos los palos y las
victorias que había logrado, y cómo acá se ve apaleado.

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