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Cuitláhuac Moreno Romero

He exagerado lo sombrío,

ateniéndome a la máxima de que hoy

sólo la exageración es medio de la verdad.

Theodor W. Adorno

Adorno frente a Benjamin: Una discusión en torno a la politización y la experiencia

del arte en el horizonte de una cultura industrializada.

No han sido pocas las discusiones suscitadas por el enfrentamiento de posturas entre

Benjamin y Adorno; las controversias han atravesado con fuerza la segunda mitad del

siglo XX, creciendo en matices que mantienen vigentes las disputas filosóficas abiertas

por estos dos pensadores hasta estos albores del siglo XXI. De todos los debates

germinados en la tensión Benjamín-Adorno quizá los más polémicos sean los de orden

estético y político. Así pues, es en este punto de enlace donde la discusión mantenida por

este par de filósofos judeo-alemanes parece ser más rica en tonalidades. La problemática

común es innegable, por ello no es extraño que la mayoría de los enfrentamientos entre

estos autores y la polarización de sus posturas ocurran dentro del marco de una discusión

específica, aquella que ocurrió en torno a la politización del arte y de la estetización de la

política.

El punto de partida de ambos es un diagnóstico de la cultura occidental en la modernidad

tardía, aquella que ya ha visto el levantamiento de los totalitarismos producidos por una

razón que no es otra cosa sino perversión, esto es: conocimiento sistematizado aplicado

con obvios motivos de dominio y violencia cultural. Sin embargo, el diagnóstico de cada
uno decanta en diferentes posturas frente a lo que puede ocurrir a partir de la toma de

conciencia de la realidad cultural. Las diferencias pueden enfocarse desde varias

perspectivas: destacando las epistémicas, económicas, políticas, y estéticas.

La lectura de Adorno de la cultura occidental parte de una visión marxista, un marxismo

poco ortodoxo, que sin embargo, como todo buen marxismo no deja de atacar a una

economía global establecida bajo los términos de un capitalismo totalitarista que lo

alcanza y lo somete todo. Tanto para Adorno como para Benjamin el capitalismo bárbaro

es ese nuevo orden mundial que se levanta con engañoso esplendor en los inicios de la

sociedad de consumo masivo –a principios del siglo XX pero con antecedentes

significativos en los cercanos siglos pasados. Es el momento de la cultura de masas

propia del capitalismo tecnologizado y tecnolatrizado. Incluso en muchos de los ámbitos

más “elevados” e “incorruptibles” de la cultura misma: el arte y la política. Ahí también

las cosas ocurren por mandato del omnipresente sistema capitalista. Desde este enfoque

la perspectiva de Adorno parece poco optimista respecto a lo que ocurre en el mundo, y

en tal caso su postura sería sumamente comprensible. Tanto él como la mayoría de los

exiliados juedeo-alemanes se enfrentan a un momento histórico que no ofrece sino

situaciones desfavorables y desesperanzadoras.

Quizá desde esta primera aproximación puede hacerse evidente que el optimismo de

Benjamin, manifiesto en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

incomoda a quien tiene pocas esperanzas en una revolución socio-política: Adorno.

A grandes rasgos podemos decir que Adorno centra sus críticas a algunas tesis de La

obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica en el capítulo cuarto de la

Dialéctica de la Ilustración: “La industria cultural”. No está de más enfatizar que las

críticas de Adorno son posibles gracias a un enorme conjunto de presupuestos

compartidos con el autor de El artista como productor. Coincidencias que no son


gratuitas, ni mucho menos fruto del azar, sino que se derivan de la peculiaridad de la

relación entre Benjamin y Adorno.

En este texto Adorno toma distancia del pensamiento del que en otro momento fuera uno

de sus maestros y también una fuente de admiración. De lo anterior no se sigue que

Adorno sea un discípulo fiel de Benjamin, sino sólo que una gran parte de su

pensamiento se vio influenciado por la figura de Benjamin1, justo por ello puede tener

lugar la discusión en la cual la problemática central es abierta en gran medida por los

descubrimientos de Benjamín.

Esos que surgen en su diagnóstico cultural, lectura filosófica de una sociedad

transformada en sus cimientos y dependencias gracias al desarrollo de la técnica

industrializada, posibilitada a su vez por los objetivos progresistas de la concepción

filosófica hegemónica de la historia que se entiende a sí misma como cumbre y proyecto

redentor de una época regida por la razón como Ilustración, sin darse cuenta que esta

misma razón ilustrada lleva en sus orígenes su propia destrucción y los gérmenes de la

barbarie que detonarán con todo su horror en la Modernidad.2

A pesar de esto, o justo por ello, Benjamin se afianza en un marxismo crítico que quiere

pensar que la masificación de la técnica, y con ella de la obra de arte post-aurática, puede

permitir la revolución del proletariado. Parte de esta tesis conforma el legado de

Benjamin en Adorno: la idea que confiere a la técnica de producción y reproducción de la

fotografía y el cine nuevas potencialidades epistémicas, esto es, nuevas experiencias

estéticas entendiendo estética como aestesis, o sea, como teoría de la sensibilidad.

1
Enzo Traverso señala en Cosmópolis: Figuras del exilio judeo-alemán que es demasiado aventurado
afirmar que Adorno sea un discípulo de Benjamin, no obstante, la influencia de éste último en la vida y el
pensamiento de Adorno fue significativa y cobró mayor importancia con el paso del tiempo. Sin embargo,
Traverso también apunta que es difícil ubicar una correspondencia en dirección opuesta, no sólo Benjamin
no reconoce alguna influencia de Adorno, sino que es casi nula la relevancia del pensamiento de Adorno
para Benjamin, quien lo ve sobretodo como un puente o interlocutor entre él y la beca de la que depende
económicamente: el Instituto de Investigaciones Sociales dirigido por Horkheimer.
2
Cf. Dialéctica de la Ilustración. Los primeros tres capítulos se justifican en una exposición de cómo la
razón occidental en tanto Ilustración apunta desde sus inicios al irracionalismo de los totalitarismos y a la
barbarie.
Adorno asume su herencia benjaminiana dentro del paradigma del apogeo de la

tecnología, el arte se transforma en algo diferente de lo que hasta entonces había sido, ya

no sólo en su materialidad, en su producción y reproducción, sino en la experiencia

misma del arte, y la noción misma de arte. Esta herencia benjaminiana en Adorno

distingue el diagnóstico cultural de éste último de los de otros pensadores de orientación

marxista, de aquellos que están más próximos a una suerte de sociología que a la

perspectiva estético-epistemológica de Benjamín.

Sin embargo, Adorno considera que estas potencialidades revolucionarias posibilitadas

por la reproductibilidad técnica del cine, se ven obstaculizadas por la desvalorización de

las propiedades de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En este

punto Adorno repite una observación que Benjamín le había hecho en su correspondencia

alrededor de los primeros meses de 1939: En el capitalismo el dinero pagado para tributar

una obra -por ejemplo un concierto o bien una obra de teatro- implica un tributo al mismo

monto pagado por el evento; más allá del ámbito de el evento en cuestión, en la cantidad,

se tributa también al monto pagado, al capital económico, y no sólo a los contenidos

particulares y específicos del arte. Aquí, en la cultura aparecida como industria, el valor

del arte no radica en sus potencialidades revolucionarias, sino en su puro valor de

cambio. Así pues, la Industria ya no sólo de productos básicos y necesarios para la

existencia cotidiana, sino industria de lo cultural, industria del arte pues. Sin embargo,

Adorno no cree que el cine pueda dar el paso a la revolución tal como la entiende

Benjamín -al menos no el cine aparecido hasta ese momento, …y quizá tampoco el que le

sigue en la segunda mitad del siglo XX.

En La obra de arte…, ese texto semi-profético, Benjamín insinúa que la revolución ha de

venir desde la conciencia de clases posibilitada por la obra de arte en la época de su

reproductibilidad técnica, que puede transformar la experiencia del mundo desde la


perspectiva de los individuos en la medida en que transforma su modo de conocerlo y

experimentarlo, misma experiencia transformadora que a su vez permite nuevas y

mejores formas de relacionarnos con el mundo y con otros individuos. Así, la

transformación sería radical, no sólo ocurriría en términos de reestructuración de las

relaciones sociales, sino también en las relaciones epistémico-estéticas, de ahí que todo

decante en el ámbito de la política, entendida como espacio público, dando paso a la

revolución del proletariado.

A esta tesis benjaminiana Adorno se le opone no por puro contradecir, sino haciendo uso

de un sentido de realidad quizá más pesimista, pero también más crítico.

Desde el punto de vista de Traverso, (y quizá también desde el de Benjamín), Adorno

carece de interés respecto a la lucha de clases y la revolución del proletariado.

Posiblemente esta afirmación sea demasiado aventurada, pero tiene lugar. Quizá por ello

se puede entender que Adorno se sirva de la generalización y la homogenización propias

de todo el sistema capitalista para desquebrajar la esperanza benjaminiana en la lucha de

clases. Y con esto, Adorno también parece insinuar que los logros a que aspira el arte

político, es decir, la politización del arte sugerida por Benjamín al final de La obra de

arte…, no son posibles mientras la industria cultural siga dictando el paso que han de

llevar tanto el arte de la industria cultural: el arte de masas; así como también el arte

político: el arte de vanguardia:

La industria cultural –como su antítesis, el arte de vanguardia- fija positivamente, mediante

sus prohibiciones, su propio lenguaje, con su sintaxis y su vocabulario […] Todo lo que

aparece está tan profundamente marcado con un sello, que al final nada puede darse que no
lleve por anticipado la huella de la jerga y que no demuestre ser, a primera vista, aprobado y

reconocido”.3

En esta medida, Adorno señala que uno y otro, tanto el arte de la industria cultural como

el arte de vanguardia, actúan de la misma manera. Se manifiestan limitando el campo de

aparición de nuevas significaciones, ya que todas las nuevas apariciones de significados

están previamente configuradas y estipuladas por la jerga propia del medio en el que

tienen que desenvolverse, así tampoco hay posibilidad de nuevas formas de experiencias.

Los supuestos nuevos efectos permanecen ligados al viejo esquema -al que

supuestamente se enfrentan o vienen a suplantar- del mismo modo en que se permanece

atado a una tradición por el simple argumento de autoridad

Aquí cabe un entrecruce entre Adorno y lecturas contemporáneas de arte político.

Aquello que señala Susan Buck-Morss en ¿Qué es arte político? tiene mucho sentido: el

arte político consiste en una crítica aguda al sistema dominante o bien a alguna de las

partes que lo conforma y mantiene el sistema de domino. Por ello, para Buck-Morss, la

interpretación del arte político no puede ser disociada del tiempo y el lugar desde el cual

se levantan, su sentido crítico depende de esta contextualización. La distinción entre el

arte de vanguardia del que no lo es, a partir de esta comprensión histórica inherente al

arte político, parece ubicar el meollo de su esencia en la irrupción violenta y crítica que

lo caracteriza frente a un sistema bárbaro que violenta a todos los individuos que lo

conforman.

Y sin embargo, señala Adorno, aún ese discurso de vanguardia puede ser apropiado por

la industria cultural, puede ser depurado de sus elementos críticos o peligrosos para el

sistema totalitarista del capitalismo. Es importante no dejar de lado esta doble advertencia

3
Adorno, T. W. y M. Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración. “La industria cultural. Ilustración como
engaño de masas”. Traducción de Juan José Sánchez, Editorial Trotta, Madrid, 2004. p. 173.
de Adorno en torno al exorcismo que la industria cultural realiza del arte político o de

vanguardia: por un lado, el arte de vanguardia puede ser comprendido por la masa

porque él mismo se da dentro de un marco interpretativo que puede ser descifrado por la

masa, no importa que tan hermético parezca ser este arte vanguardista. He ahí el primer

sentido de domesticación y dominación del arte por parte de la industria cultural; por el

otro lado, los contenidos radicalmente nuevos o violentos que atentan contra el mismo

sistema de la industria cultural son asimilados y domeñados, para después ser

transformados en productos de consumo, y depurados casi del todo de sus elementos

contestatarios.

La industria cultural puede transformar en fetiche cualquier discurso por crítico que

parezca. Ejemplos de ello sobran, para muestra un botón: la crítica del dadaísmo contra la

institución del museo como legitimador del arte es neutralizada en tanto que el dadaísmo

se legitima como arte desde la autoridad del museo, Duchamp y su Fuente son el ejemplo

paradigmático de esta neutralización.

Buck- Morss, más cercana a la postura de Benjamin que a la de Adorno, apunta también

que lo fundamental del arte político es su elemento vanguardista, de ataque de avanzada

que irrumpe en un orden establecido para desquebrajarlo desde sus adentros y de acuerdo

a su propio vocabulario. Una toma de los medios tal como la entiende Benjamin. Pero por

otro lado también critica el círculo vicioso entre intelectuales críticos del arte y la cultura

y las propuestas críticas de los propios artistas. Unos y otros se limitan a una discusión

cerrada que excluye al público, a las masas pues, y con ello delimitan también los

alcances de sus objetivos revolucionarios.

Como añade la misma Buck- Morss, siguiendo a Christopher Knight, el arte político es

devastador, ya que simultáneamente evidencia los poderes admirables del arte, como su

insoslayable debilidad. Tanto su elocuencia como su impotencia. El arte denuncia. Pero


pocas veces logra que sus críticas echen raíz en la praxis de quien se acerca a él. Así, el

arte político, que denuncia la violencia y la barbarie, se ve amenazado en transformarse

en pura estetización de la política, estética de la guerra, una pura vivencia estética de la

destrucción.

Quizá por ello la posición tan reacia de Adorno a la generalidad del arte del siglo XX.

Porque sigue identificando esta época con la de la extinción del arte, pues este se ha

manifestado en su pura modalidad mercantil, violencia máxima del capitalismo: la

homogenización radical que, para Adorno, destruye toda auténtica individualidad, toda

individualidad verdaderamente auténtica, tanto en el arte como en las personas. Todo es

mediatizado por la Industria cultural, ella dicta, como el dictador que es, la supuesta

excepcionalidad de cada uno de sus productos, los disfraza en falsa unicidad. La

homogenización en el valor de cada cosa, su valor de cambio, es “la perfecta semejanza

en la absoluta diferencia”4.

Esta crítica de Adorno a las esperanzas de Benjamin se sustentan en un problema que

Adorno ve en Benjamin, así como en las masas proletarias en general. Aquello que desde

una lectura psicoanalítica se llama “identificación con el agresor”. La objeción que

Bolívar Echeverría alude en las primeras notas de Arte y Utopía: para Adorno, Benjamin

padece una suerte de “anarquismo” en su idea de “arte democrático”, por ello lo acusa de

un romanticismo que tabuiza a la inversa la tan temida barbarie, idealizando esta misma

violencia si es de origen proletario.5 Según Adorno, lo que haría este arte democrático es

lo mismo que hacen los productos de la industria cultural:

“El pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad, reciben sus

golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos”.6

4
T. Adorno, y M. Horkheimer. Op. Cit., p. 190.
5
Cf. B. Echeverría, “Arte y Utopía”. en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
Traducción de Andrés E. Wiekert, Itaca, México D. F., 2003.
6
T. Adorno y M. Horkheimer. Op. Cit. p. 183.
Sin embargo, no hay que dejarse engañar respecto a la postura de Adorno. Su posición es

crítica, y quizá exagerada en lo sombrío de la industria cultural. Pero no por ello su

diagnóstico deja de ser aún más acertado que la voz profética de Benjamin. Tal como

señala Bolívar Echeverría respecto de la crítica de Adorno a Benjamín, esta tiene lugar

porque “la revolución, que debía llegar a completar el ensayo de Benjamín, no sólo no

llegó, sino que en su lugar vinieron la contrarrevolución y la barbarie”.7 Así la crítica de

Adorno a Benjamin -tal vez porque parte de presupuestos heredados del pensamiento

benjaminiano- es antes que nada una exigencia de radicalidad en la crítica. Adorno no

critica por criticar, sino porque busca el verdadero avance del pensamiento, y no

detenerlo ahí donde la política, el arte, y la experiencia estético-epistémica se cifran en

términos de puro domino, enajenación, y explotación totalitaria perpetrada desde la

homogenización posibilitada por la época de la reproductibilidad técnica, cuando esta

aparece en su faceta más oscura, o sea, como pura industria cultural.

7
B. Echeverría, “Arte y Utopía”. en La obra de arte... p. 25.

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