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Mismidad y Otredad: Identidad y diferencia en el mundo contemporáneo

Universidad de Morón
Guido Fernández Parmo
guido@fernandezparmo.com.ar

Identidad y diferencia son dos nociones que atraviesan la reflexión contemporánea


acerca de las relaciones entre Mismidad y Otredad. La propuesta del siguiente trabajo es
pensar la dinámica entre la singularidad y lo común como un componente esencial de la
subjetividad producida por el capitalismo actual. Frente a las propuestas de afirmación
de la identidad, sean nacionalistas o étnicas, la alternativa se abre en dos caminos
diferentes: la afirmación de la compleja noción de singularidad, de corte nietzscheano, y
la afirmación de lo común, de corte tanto sartreano o deleuzeano. Se trata entonces de
ver las semejanzas y las diferencias entre estas dos alternativas que suponen siempre
una transformación en la producción de subjetividad hegemónica. En todos los casos, el
marco de referencia para evaluar estas alternativas debe ser la hegemonía cultural que,
como explicó alguna vez Said, funciona como la punta de lanza del imperialismo.

I. Contextos, lugares y posiciones


El punto de partida del siguiente trabajo es pensar las complejas relaciones entre la
identidad y la diferencia en el marco del capitalismo tardío, poscolonial, posmoderno,
pero, sin embargo, todavía imperialista. Con esto entendemos que el capitalismo
siempre ha sido imperialista, como lo demostrarían, si los aceptamos, los análisis de
Wallerstein sobre su teoría del sistema-mundo. Entre las múltiples consecuencias del
imperialismo, resaltaremos al menos una: la división del sistema-mundo en una
ineludible relación de dominantes y dominados, entre Primer Mundo y Tercer Mundo.
Este será nuestro punto de partida, y, de alguna manera, aquello que condicione, a
nuestro entender, todo lo que se diga en adelante.
Aun corriendo el riesgo de ser un tanto reduccionistas, diremos que uno o bien
piensa desde un lado, o bien piensa desde el otro (aunque debamos aclarar que no se
trata tanto de “uno”, sino de los discursos enunciados, si aceptamos las críticas a la
noción de sujeto de cierta filosofía contemporánea, y de autor, tal como hizo Foucault
en su conferencia ¿Qué es un autor? y Beckett a lo largo de su obra literaria).
Por lo tanto, tenemos por un lado un capitalismo-imperialismo que puede tener
su origen en la conquista de América; por el otro, como consecuencia de lo anterior,
tenemos un discurso que se articula con este hecho que consolidará las bases para el
eurocentrismo y el pensamiento imperialista en general (Wallerstein, 2000; Dussel,
2000). Se trata así del discurso del lado de allá, como diría Cortázar. Es necesario
ubicarnos en estas coordenadas, ubicarnos en esta geopolítica del capitalismo y en esta
geografía del pensamiento o, como dicen Deleuze y Guattari, en esta «geofilosofía»
(Deleuze-Guattari, 1997b), porque, como dice Todorov, “Todos somos descendientes
directos de Colón, con él comienza nuestra genealogía” (Todorov, 2003: 15).

Un segundo punto de partida es de inspiración nietzscheana y nos dice que todas las
producciones históricas y culturales son contingentes, incluso las formaciones sociales.
Europa comienza, junto con la Conquista, un proceso que podemos llamar, siguiendo a
Said, de “orientalización” y “latinoamericanización” (“occidentalización”) de los otros.
Este es el punto de partida de las identidades modernas: la separación, la división de
aguas, en donde es necesario primero que Europa se invente una representación de sus
otros (primero los americanos, luego los orientales), para poder afirmarse en sí misma,
para poder afirmar una identidad que ya ha quedado encerrada por límites y fronteras
que la protegen de ese exterior. La Mismidad produce a su Otredad para reafirmarse,
para encerrarse en su propia identidad. Aquí nos interesa el momento de la producción:
como decía Sartre en Reflexiones sobre la cuestión judía, el europeo hace al judío
(Sartre, 2004: 12)

Si sintetizamos estos dos puntos de partida, aparece un primer problema: si el mundo


está dividido en dominantes y dominados por el imperialismo (aunque estas divisiones
puedan multiplicarse en múltiples dimensiones rizomáticas, como dice Guattari
(Guattari, 1995)), y si Europa inventa representaciones para cada una de estas partes
desde su perspectiva eurocéntrica, aparece el problema de la producción de autoridad,
de la toma de poder que define una posición privilegiada de enunciación en el poder
imperial (Lander, 2000). Esto quiere decir, primero, que los inventos de la cultura no
son simplemente azarosos, ubicados unos al lado de los otros, sino que son producto de
relaciones de poder al interior de la cultura, y que lo que define a estas relaciones de
poder, lo que define el lado de acá y el lado de allá en la cultura, es quién puede definir
esa posición privilegiada que ubica en una relación jerárquica y vertical a las
representaciones culturales. La autoridad, como dice Said, “es formada, irradiada,
diseminada; es instrumental, es persuasiva; tiene estatus, establece cánones de gusto y
de valoración; es virtualmente indistinguible de ciertas ideas que dignifica como
verdaderas, y de tradiciones, percepciones y juicios que forma, transmite, reproduce”
(Said, 2003: 20; traducción mía)
Esta producción de autoridad es lo que Deleuze y Guattari (Deleuze-Guattari,
1995), así como Clastres (Clastres, 2001), denunciaban como la trascendencia de lo
Uno. Frente a una multiplicidad de elementos, que por definición son considerados
iguales, un elemento se desprende y se ubica por encima de ellos. Frente a un cuerpo
indiviso, una parte se desprende y se ubica sobre el mismo. Lo Uno es lo que se pone
por encima de las múltiples representaciones y las ordena en función de una progresiva
perfección definida desde la posición privilegiada.
Pensamos, así, a las identidades y las diferencias desde este doble punto de
partida: el imperialismo y la producción cultural, lo que supone ubicar y situar a la
cultura y a las ideas, territorializar lo que siempre tuvo pretensiones de universalidad.

II. Identidad y diferencia.


Para pensar los posibles lugares desde donde pensamos las relaciones entre la identidad
y la diferencia, y entre lo singular y lo común, proponemos una lectura del artículo de
Fanon “Antillanos y Africanos”. Brevemente, en este artículo, Fanon analiza las
distintas posiciones por las que pasó el antillano en relación a su identidad y diferencia,
tomando como punto de partida la oposición blanco-negro.
Resumimos esquemáticamente: antes de la Segunda Guerra Mundial, el antillano
se decía feliz y se pensaba como blanco, como no teniendo diferencias con el blanco.
Luego de la guerra, y a raíz del encrudecimiento del racismo europeo, el antillano se
reconoció como no-blanco, y, por lo tanto como negro. Sin embargo, esta afirmación de
su negritud no fue aceptada por los africanos, que no olvidaron sus aires de superioridad
previos a la guerra
El texto es muy rico porque pone en evidencia el juego de las identidades, sus
afirmaciones, negaciones, entrecruzamientos e hibridaciones. El antillano es un buen
caso para entender cuánto de subjetivo hay en la identidad, con qué arbitrariedad
elegimos las notas distintivas de nuestra identidad. El antillano, negro por fuera blanco
por dentro, antes de la guerra; después de ésta, blanco por fuera, negro por dentro. El
africano siempre negro, dueño de la pureza. El blanco, siempre blanco, dominante.
El caso nos presenta tres posibles lugares para la producción de identidad (con la
posibilidad de un cuarto):

1- por asimilación (la “europeización”): somos iguales a los europeos: esto supone,
siempre, la negación de la diferencia, se niega lo que me diferencia del europeo. Esta
producción de identidad se corresponde con la metafísica esencialista, fijista, estática,
de-terminante. Fanon explica el rechazo africano del antillano (que es una especie de
asimilacionismo invertido o anti-europeización): “Se descubrían al fin poseedores de la
verdad, portadores seculares de una inalterable pureza” (Fanon, 1966: 163).

2 - por separación (la “negritud”): somos diferentes de los europeos, somos otra cosa, y
queremos serlo: esto supone la afirmación de la diferencia en sí misma, de la diferencia
por la diferencia.
Esta segunda forma o lugar se relaciona con la dialéctica del reconocimiento, la
identidad se produce en un juego de identificaciones. Fanon dice: “Reconocidos en su
negrura, en su oscuridad, en lo que, hace quince años, era la culpa, los africanos
denegaron al antillano toda veleidad en ese terreno” (Fanon, 1966: 173; subrayado
nuestro). La separación debe estar mediada por una oposición y por un reconocimiento
(que en el caso de los antillanos era negada). La dialéctica separa binariamente las
identidades. Los nacionalismos vinculados con la lucha contra el imperialismo (los
pasados y los actuales) se inscriben en esta forma de comprender la identidad.

Entre estos dos lugares, existe un tercero:


3- por hibridación (la “mezcla”): no somos ni una cosa ni la otra; se trata de la identidad
que analiza Bhabha, en donde se afirma la diferencia como diferenciante, y se asume
una posición inter-media (in-be-tween) (Bhabha, 2007). Esta tercera forma de
producción de identidad se relaciona con el postestructuralismo y con la situación
poscolonial de exilio y migración. La identidad como mezcla, la identidad como
diferenciación, como proceso diferenciante, como el «entre» deleuzeano que ya no
busca reconocimiento (porque para ello debería encerrarse o limitarse a un polo de la
relación dialéctica), sino que se constituye como singularidad. Dice Fanon:
“Obsesionado por la impureza, abrumado por la responsabilidad, surcado por la
culpabilidad, vivió el drama de no ser ni blanco ni negro” (Fanon, 1966: 173). Toni
Morrison escribe en su novela Paraíso: “No nos conocen –dijo uno [de los negros
pobres]–. Somos libres como ellos [los blancos]; éramos esclavos como ellos [los
negros terratenientes]. ¿A qué viene esta diferencia?” (Morrison, 1998: 25). Y Said dice
en si libro Cultura e imperialismo: “Por razones objetivas y fuera de mi arbitrio, crecí
como árabe pero con una educación occidental. Desde que tengo memoria he sentido
que pertenezco a los dos mundos sin ser completamente de uno o de otro” (Said, 2004:
32)
El problema de este tipo de identidad puede ser el de no reconocer las
estructuras de dominación y explotación reales, que son, en definitiva lo que siempre se
ha criticado a las filosofías europeas. Es decir, más allá de la identidad del in-be-tween,
más allá de las bifurcaciones rizomáticas infinitas, el mundo se organiza
hegemónicamente produciendo grandes bloques de identidad más o menos
homogéneos. Empezando por Fanon y terminando en las polémicas acusaciones de
Spivak (Spivak, 2003) sobre la complicidad de Deleuze y Foucault con el eurocentirsmo
y el imperialismo, lo que comparten todos los teóricos del colonialismo y del
poscolonialismo es la necesidad de insertar esa relación de Europa con el resto del
mundo para relativizar o redefinir las afirmaciones universalistas del tipo de las de Kant
y del liberalismo: se trata de pasar a la producción intelectual y cultural europea por el
filtro del colonialismo, o, al menos, de salir de la coherencia retórica para hacer pie en
los procesos reales de dominación, como parece hacer Perloff en su artículo sobre el
propio Bhabha, cuando afirma que sus interpretaciones son más bien una construcción
teórica que empírica (Perloff).
Sobre la base de esta tercera forma de producir la identidad podemos pensar que
se trata de una singularidad, de un entre singular, irrepetible, que se afirma como no
siendo ninguna de las dos identidades binarias que dominan el mundo colonialista e
imperialista (Fanon, 1972: 29). Pensar la identidad como singularidad es pensar en la
diferencia irreductible por la que se manifiesta siempre la potencia de la vida, como
diría Nietzsche. La singularidad, así, es una forma de expresar las múltiples e infinitas
formas de ser, sin que ninguna pueda ponerse en el lugar separado de la trascendencia,
de lo Uno. Lo importante de esta afirmación de la diferencia diferenciante, de esta
singularidad, es que produce, como dicen Deleuze y Guattari (Deleuze-Guattari, 1995),
una disyunción inclusiva: todos los mundos posibles entran en el mundo de esta
disyunción, de la singularidad.

III. La vuelta de Sartre y sus consecuencias


Y entonces reaparece Sartre del olvido de la filosofía (de Oto, 2003: 23) y dice que lo
que debemos hacer es afirmarnos en lo común y no en lo singular. ¿Cómo entender esto
común en el marco de las producciones y representaciones imperialistas, sin caer en un
nuevo esencialismo?
En una entrevista dada a “Radio Canadá”, Claude Lanzmann pregunta a Sartre
sobre el final de su libro Las palabras en donde se lee: “Si coloco a la imposible
Salvación en el almacén de los accesorios, ¿qué queda? Todo un hombre, hecho de
todos los hombres y que vale lo que todos y lo que cualquiera de ellos” (Sartre, 2000:
159); la respuesta que dará Sartre afirma algo que ya estaba en su libro autobiográfico:
que eso mismo vale para todos los hombres, que todos los hombres son cualquiera,
incluso el famoso escritor (en Las palabras Sartre decía: “me molesta la notoriedad”
(Sartre, 2000: 158)). Contestando, entonces, sobre este final en la entrevista, afirma que
lo que separa a los hombres entre sí “son matices. Es mejor tratar de llevar a cabo en sí
mismo la condición humana en su aspecto radical que aferrarse a diferencias
específicas, como lo que llamamos talento, lo que es un crimen contra sí mismo y contra
los demás porque es aferrarse a lo que nos separa. Cuando digo que soy uno cualquiera
quiero decir que las diferencias que son objeto de vanidad, de búsqueda y de ambición
podrían ser muy modestas y que al mismo tiempo uno se mutila […] ser uno cualquiera
no es sólo una realidad, es también una tarea. Es decir, rechazar todos los rasgos
distintivos para poder hablar en nombre de todo el mundo. Y sólo se puede hablar en
nombre de todo el mundo si se es todo el mundo. No buscar, a la manera de tantos de
mis pobres colegas, el superhombre, sino al contrario, siendo lo más hombre posible, lo
más parecido a los demás. Se trata de una tarea.” (subrayado nuestro)
Si fuéramos un poco atolondrados en nuestro análisis, Sartre parecería estar
repitiendo el pecado eurocéntrico de afirmar como universal lo que no es más que la
expresión provinciana de la cultura europea. Sin embargo, Sartre construye su hombre
cualquiera, como su hombre anónimo en tantos cuentos u obras, por negación de la
naturaleza humana. Como sabemos, el humanismo sartreano es bien diferente de ese
humanismo ilustrado. Por otro lado, es necesario leer a Sartre junto a Sartre, hacer una
especie de lectura contrapuntística, como hace Said, en el interior de Sartre y recordar,
por ejemplo, su defensa de la negritud (que no es precisamente afirmar lo común con los
otros). ¿Cómo entender a este hombre cualquiera, si sabemos que la realidad última del
hombre es precisamente la nada?
Creemos que hay una pista en Deleuze, quien ha declarado más de una vez su
admiración por Sartre. Por un lado, tenemos el comienzo de Mil Mesetas, en donde los
autores dicen que buscaron desaparecer en tanto autores. La muerte del hombre y el fin
del autor siguen siendo el horizonte de la reflexión: se trata de llegar a un discurso pre-
personal, anónimo: “Aquí [en Mil Mesetas] hemos utilizado todo lo que nos unía, desde
lo más próximo a lo más lejano. Hemos distribuido hábiles seudónimos para que nadie
sea reconocible. ¿Por qué hemos conservado nuestros nombres? Por rutina, únicamente
por rutina. Para hacernos nosotros también irreconocibles [...] No llegar al punto de ya
no decir yo, sino a ese punto en el que ya no tiene ninguna importancia decirlo o no
decirlo (Deleuze-Guattari, 1997a: 9). Todo pareciera indicar que entre Sartre y Deleuze
y Guattari existe un extraño vínculo, en donde el primero habría sido llevado a la
exageración. Volverse imperceptible, como los presos de Muertos sin sepultura, o el
protagonista de El Muro, que se ven asaltados por el sentimiento de lo anónimo que los
funde y con-funde con los otros.
Sumado a esto, es necesario agregar una segunda pista. En la entrevista
“Abecedario”, Deleuze responde en la letra “G”, de Izquierda, que ser de izquierda es
una cuestión de percepción, como escribir una tarjeta postal: o bien se puede comenzar
con el Yo, señalando la ubicación del departamento, su dirección, su localidad, su
ciudad (París, en su caso), su país, continente, hemisferio, o bien se puede comenzar al
revés: partir de lo más amplio, de la periferia, de los millones que se mueren de hambre,
del Tercer Mundo, y terminar en mi posición particular. La posición de izquierda es
aquella que comienza a pensar por el Tercer Mundo, que no es simplemente con el
hombre en general o universal como hace el liberalismo.
Nuevamente nos encontramos con el problema de la ubicación de los discursos y
de las ideas. Ubicarse en el Tercer Mundo es pensar eso que no me diferencia del resto
sino que me une, que me conecta. El hombre cualquiera es el hombre del Tercer Mundo,
y por eso, repetimos, la filosofía es siempre, como dicen Deleuze y Guattari,
«geofilosofía»: la Tierra del hombre cualquiera es esa donde lo próximo y lo lejano se
encuentran para definir un espacio mental (en sentido metafórico y literal), un espacio
discursivo, cultural.

IV. Conclusión: la cuarta producción de identidad


Así, hemos situado el “cualquiera”, y suponemos que Sartre estaría de acuerdo con esto.
Si queremos retomar nuestras ideas sobre producción de identidad aquí, podemos decir
que a la tercer forma de producción, a la que se ubica en el «entre», también hay que
resituarla, situarla dentro de los márgenes trazados por el imperialismo: de esta forma
aparece un suelo común, una tierra común a todos los hombres cualesquiera del Tercer
Mundo (aunque vivan en el Primero).
Si lo singular pone en evidencia las diferencias irreductibles, lo común pone en
evidencia la ausencia de la marcas diferenciantes, expresada como lo anónimo o lo
cualquiera. Ser un hombre cualquiera es, así, ser todos los hombres pero también es ser
un hombre del Tercer Mundo, no un hombre notable que puede definir las posiciones
privilegiadas de poder. Aquí aparece lo que anticipamos como la posibilidad de un
cuarto tipo de producción de identidad: la ficción útil (la “máscara”). Se trata de algo
presente en Nietzsche, cuando dice que cuando necesitó algo lo inventó (Nietzsche,
1993: 4). La ficción útil hace de la identidad una máscara y, como tal, algo reversible,
recíproco, intercambiable. De lo anónimo y cualquiera a la máscara, la experiencia es la
de la reversibilidad de todas las identidades, soy cualquiera, puedo ser cualquiera de
todos ustedes. Ser cualquier hombre es poder ponerse en su lugar, reconocer que la
identidad es una máscara y que, como tal, puede intercambiarse. Si el Yo es una
máscara, Yo puedo ser también el Otro, el Yo puede ponerse la máscara del Otro. Esta
intercambiabilidad hace de la singularidad una máscara y, entonces, hace de la
singularidad algo común.

Por otro lado, recordemos algo dicho más arriba. Debemos tener en cuenta, para ser
fieles al imperativo histórico del colonialismo, que la realidad social y cultural nunca se
presenta de manera rizomática (como apuntan algunos análisis de Negri y Hardt y de
Bhabha), sino, más bien, como dice Fanon en Los condenados de la tierra, de manera
maniquea. Es decir, si entendemos que la cultura y la sociedad se encuentran siempre
organizadas, el mundo colonial hace del negro el negro, hace de esa característica
contingente del color de piel el principio de organización política, cultural y económica.
La política y la hegemonía hacen de esos átomos infinitos y rizomáticos, de la
producción de singularidad, una estructura de dependencia, dominación y explotación,
en la que efectivamente “nos” encontramos: un negro es un negro a donde vaya (Fanon,
1970: 217), y en este sentido, encuentra un principio de comunión y reunión con todos
esos diferentes negros. En este sentido, las estructuras de explotación y dominio son el
principio del suelo común que reúne a las diferencias y singularidades: todos somos
negros, todos somos indígenas, y todos somos explotados. Marx había intuido estas
relaciones entre producción de subjetividad, identidad y explotación cuando afirmaba en
Gründrisse, que en lo más perfecto del capitalismo el obrero podía saltar de trabajo en
trabajo (Marx, 1985: 18). En el capitalismo, dice, “aparecen negadas y borradas toda
individualidad y toda particularidad” (Marx, 1985: 61). El trabajador enfrentado al
capital es el hombre cualquiera, anónimo, comodín que pasa por todas las posiciones,
que intercambia todas las máscaras posibles de los trabajadores, que recorre todas las
posiciones del lado de acá, de la explotación, revelando lo común entre las diferencias
más próximas y más lejanas.
De esta forma lo común o lo cualquiera no es una vuelta a la metafísica en la
medida en que se trata de una tierra que incluye a todas esas diferencias que son el
soporte local o incluso singular de la explotación universal del capitalismo. Esto quiere
decir que el suelo común no es una tierra ideal sino el producto histórico del
capitalismo. Desde nuestra diferencia irreductible nos encontramos junto a otros en un
mismo suelo.

Bibliografía

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