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Aurora estaba en su piso, encogida en un rincón del sofá.

Hacía rato que había


llamado a la policía, y esperaba con impaciencia su llegada. Por fin, en el piso de al
lado, aporrearon la puerta. Los gritos desesperados y los insultos dieron paso a las
voces graves y fuertes de los agentes, los sollozos y las protestas de un hombre fuera de
sí. Aurora pudo oír, antes de que los policías se fueran con el detenido, como uno decía
a éste último: “Ya no la tocarás más, cabrón”. Tras esto, sólo silencio.

Dos años después, todo era felicidad para la joven. A sus veinticinco años recién
cumplidos, tenía una carrera de periodismo y no le faltaba de nada. Aquella mañana de
mayo se dirigía al periódico, cuando le vio: alto, moreno, guapo... Tendría unos treinta
y tantos, pero se conservaba como si sólo tuviese veinte. Sus miradas se cruzaron. Ella
la apartó tímidamente; él siguió observándola. Chocaron, y los papeles de Aurora
cayeron al suelo. Ambos se lanzaron a recogerlos:
- Perdona, soy un patoso
- ¡Oh, no, qué va, es culpa mía! – se disculpó la chica-. Genial, se me ha estropeado el
reportaje – protestó, mientras miraba los folios en mitad del charco.
- Hagamos una cosa: te invito a una copa. Para enmendar este desastre.
- No, gracias, de verdad...
- Acéptala. Es lo mínimo que puedo hacer para que me perdones.

Finalmente, Aurora aceptó. Aquel hombre tenía algo que la atraía, pero no sabía el
qué. Se dirigieron al bar. Allí, enfrente de dos margaritas, el hombre se presentó: se
llamaba Jesús, trabajaba como monitor de gimnasia para personas mayores y estaba
soltero.
El tiempo fue pasando, las copas bajando y la pasión aumentando. Tras los dos
margaritas, llegaron los refrescos. Ninguno quería que se acabara ese momento
mágico. De pronto, Jesús se lanzó a los labios de Aurora: ella no se apartó. Más tarde,
en el apartamento de él, terminaron la fiesta.
A los dos meses se casaron. Era todo amor y dulzura... hasta que llegó la primera
bofetada. En un principio, la joven creyó que se lo merecía. Pero no era así. A las
tortas le siguieron las patadas, los insultos, el maltrato psicológico... y llegaron las
palizas. Al principio, una a la semana; luego, una cada tres días. Finalmente, se
convirtió en diario. Era como vivir en una pesadilla continua, de la que no podía salir.
Para colmo, no se conformaba con pegarla con sus propias manos: el mando de la
televisión, cucharas, etc., cualquier objeto le servía. Las palabras más amables eran:
“Recoge esto, guarra”.
Un día, se hartó. Cuando su marido estaba trabajando, cogió el móvil y llamó a la
policía. Un tono, dos tonos... Se oyó la puerta, y Jesús la vio. Fuera de sí, cogió a su
mujer y la empujó contra la pared. Ella soltó el teléfono, pero él no paró. Siguió
empujándola contra todo, hasta que la muchacha quedó inconsciente.

Cuando se despertó, Aurora estaba atada a una silla. Notaba como la sangre brotaba
de su mejilla. Aún aturdida, oía los golpes en la puerta como si fueran a kilómetros.
Jesús apareció en escena, con la cara desencajada, los ojos desorbitados y
destornillador en mano. Empezó a hablar como en delirios, y no se le entendía casi
nada.
- Todo iba muy bien, ¡hasta que tú te entrometiste! Mi mujer y yo éramos felices, nos
teníamos el uno al otro, pero tú..., ¡tú no podías estarte quietecita! Por suerte salí
impune, y pude dedicarme a averiguar quién llamó a la policía. Me enteré de que fuiste
tú, y supe lo que tenía que hacer.
- No sé de qué me estás hablando – sollozaba la joven.
- Conque no, ¿eh? – cogió a la muchacha por los pómulos y apretó la mano,
haciéndola gritar-. ¡Yo te refrescaré la memoria! ¡Hace algo más de dos años, llamaste
a la policía porque tu vecino el de al lado maltrataba a su esposa! ¿¡Quién te crees que
era ese hombre!?
- ¿Tú? – por alguna razón, ella ya se lo temía-. No te saldrás con la tuya.
- ¿En serio piensas eso? Te explicaré lo que pasará: cuando haya acabado contigo, me
detendrán y condenarán a dieciséis años de prisión. Me reducirán la pena por buen
comportamiento, y en ocho meses, quizás antes, estaré en la calle.
- El juez no aceptará tu salida...
- ¡Cállate! – gritó el hombre. Como una fiera, hundió el destornillador cinco veces en
el pecho de Aurora.

La chica notó el frío metal en sus entrañas, y vio salir la sangre por los orificios. En
algunas zonas salía muy oscura, como si hubiese dañado algún órgano. Empezó a
marearse, hasta que finalmente todo fue oscuridad.

Cuando entró la policía, la mujer estaba muerta. El marido reía como un loco. Estuvo
así en el coche. La sentencia determinó dieciséis años de prisión; a los dos meses su
condena se vio reducida por buen comportamiento; seis meses después de los hechos,
estaba en la calle. Salió riendo como un loco.

Esta historia, por desgracia, no es tan imaginaria para muchas mujeres en nuestro país.
Muchas mueren asesinadas por sus cónyuges, y estos salen libres por buena conducta.
De lo que los jueces no parecen darse cuenta es de que en la cárcel no hay mujeres a las
que maltratar, ni niñas a las que violar, ni nada. Olvidan todo esto y dejan libres a
verdaderos asesinos en potencia. Por suerte, ha surgido el 016, un número de teléfono
que ayuda a estas mujeres. No aparece en la factura de la línea, y en el móvil no queda
constancia de su uso.
Por desgracia, muchas de estas mujeres temen ser descubiertas, y no llaman por miedo.
O denuncian y, al poco tiempo, retiran la orden de alejamiento. Espero, y creo que todos
también esperáis, que este número sirva para acabar, de una vez por todas, con la lacra
de la violencia de género.

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