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La comida era escasa: algunas hierbas, granos y caza pequeña, y una hogaza de pan que
se atesoraba. Los trabajadores estaban aplastados por el peso enorme de un pequeño
sector de explotadores —guerreros y eclesiásticos— que se quedaban con casi toda la
producción agrícola. El pueblo vivía temiendo el mañana. La posibilidad de sufrir
hambrunas era común, debido a una mala cosecha, que a veces se acumulaban e
implicaban dos o tres años de mal comer. Los pobres de la Edad Media temían sobre
todo al hambre. Este miedo permanente está en la raíz de la sacralización del pan, de ahí
que la súplica al Dios cristiano rece: “Danos el pan de cada día.”
Los hombres y mujeres del medievo nunca salían solos y desconfiaban de quien lo
hacía: eran locos o criminales. Cualquier individuo que buscara el aislamiento se
convertía inmediatamente en objeto de sospecha o de admiración (como los eremitas*),
y era tenido por “extraño”. Andar errante en la soledad era, según la opinión común,
uno de los síntomas de la locura. Incluso se consideraba una obra piadosa que se
intentara reintegrar a los solitarios a alguna comunidad.