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Publicado en Fisas, Vicenç, El sexo de la violencia. Género y cultura de la violencia. Barcelona:
Icaria, 1998.
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En este momento, el mensaje dominante va dirigido, por una parte a las mujeres maltratadas ins-
tando a que denuncien y por la otra a los policías y jueces, instando a que repriman. No hay un
mensaje de cambio respecto de las condiciones en que se producen en la actualidad las relaciones
mujer/hombre.
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No se me escapa lo espinoso que es el tema de la “libertad de elección”, permítaseme hablar como
si existiera, reconociendo al mismo tiempo un contexto limitante, que además es construido intelec-
tual y emocionalmente, y que viene determinado por el hecho de que somos seres sociales.
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Pero las palabras, que nos permiten pasar de la vivencia a la experiencia, sirven
para decir la verdad y para mentir, para reflexionar sobre nuestros deseos, condición ne-
cesaria para desarrollar deseos de segundo orden, y para activar los deseos de primer
orden de una manera irreflexiva. Sirven para decir cómo creemos que son las cosas y
cómo desearíamos que fueran, y para ocultar lo que creemos que son y lo que queremos
que sean. En una dirección nos separan de los impulsos irreflexivos, pero de vuelta pue-
den activarlos irreflexivamente. Pero quién o quienes controlan esos mecanismos del len-
guaje, y qué grado de participación tenemos en su desencadenamiento:
Las “ideas”, transformadas como todo lo demás en apéndices instrumentales del poder, son por lo
mismo aniquiladas como ideas. No representan tampoco el reino de las palabras. Ciertamente, las
palabras -algunas palabras - ultra-fetichizadas juegan un papel exortizante y a la vez paradójico: fun-
cionan como marcas, signos y señales de actos reflejos, de comportamientos reflejos, cuya única
significación son los reflejos que desencadenan o pretenden desencadenar. Castoriadis, 1986:
Pags.248-9
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Ejercen lo que Bourdieu (1990) denomina violencia simbólica. Este autor considera que la domina-
ción masculina es la forma paradigmática de la violencia simbólica.
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“código”, hace del deseo un instinto, en el sentido de convertirlo en un impulso fijo, redu-
ciendo al ser humano a su animalidad.
Cuando las ideas se convierten, a través de una cuidadosa obra de ingeniería so-
cial en “ideas”, cuando la palabra solo sirve para codificar, lo que ocurre ya no se sitúa en
el nivel de la ideologías. No se trata de controlar el pensamiento, sino el comportamiento,
se trata de ejercer el poder. La “idea” casi se fisicaliza, acercándose al instinto. En cam-
bio, el pensamiento, sólo se hace relevante en la medida en que se reconoce que produce
efectos en la orientación de la acción, por ello
“Se trata de destruir la relación de los hombres con la significación, y el lenguaje como medio y ve-
hículo de una verdad posible, y de un movimiento por tanto de la sociedad.” Pag. 245
sobre todo, de vengarse. Los hombres defienden a las mujeres de los hombres, en todo
caso las mujeres continúan dependiendo de los hombres, y cuanto más agredidas, más
los necesitamos para que nos defiendan.
En conjunto parece que la violencia tiene más que ver con medios que con fines,
es un medio de salirse con la suya. El término violencia se halla frecuentemente asociado
al de agresividad que es un derivado de agredir: atacar, lanzarse contra alguien para herir-
le, golpearle o causarle cualquier daño. Siendo el daño, el efecto causado en algo o en
alguien que le hace ser o estar peor.
eso hay en el paso de los deseos de primer orden a los deseos de segundo orden, la éti-
ca, en sí misma, es un ejercicio de violencia, ya que experimentamos deseos ambivalen-
tes, queremos cosas que no querríamos querer, los deseos entran en conflicto. En cuan-
to a nuestras relaciones con los demás, por otra parte, no siempre, ni en todo es posible
el acercamiento, si es que aceptamos la centralidad de los conflictos en la vida intra e
interpsíquica, la ley incorpora necesariamente violencia legítima.
Aunque autores tan distintos como Weber, Marx o Freud han insistido en la dimen-
sión conflictiva del ser humano, y en la actualidad, en el ámbito de las ciencias sociales, a
penas nadie se atreve a negar la importancia que tiene, a fines prácticos se olvida esta
afirmación primera. Se dice que los conflictos existen, pero se razona como si no existie-
ran. El reconocimiento del conflicto, tiene como prerrequisito el reconocimiento del otro y
el reconocimiento de los límites y limitaciones. Sólo si reconocemos que “todo” no es po-
sible, que todo a la vez no puede ser, reconoceremos la dimensión de obstáculo y de
opositor que hay en el otro, y también hay entre nuestros deseos primarios, y nuestros
deseos deseables, los de segundo orden. Cuando en el otro no captamos al oponente, es
porque lo estamos asimilando, suponiendo que lo que va bien para nosotros también va
bien para él o ella, y tomando sus deseos como una extensión de los nuestros o nuestros
deseos como una extensión de los suyos. Entiendo que la dificultad para reconocer los
conflictos y negar la violencia procede de condiciones sociales específicas que, a efectos
prácticos, neutralizan las aportaciones de las ciencias sociales, ya que hacemos como si
no supiéramos lo que sabemos. Al negar los conflictos, las ideas sobre la violencia y la
democracia se conviertan en “ideas” en el sentido en que señala Castoriadis. Es ese el
contexto histórico en el que se hace el elogio de la tolerancia que comporta el desapego
afectivo respecto de los demás, y paralelamente se demoniza la violencia.
sión de las responsabilidades. Con la insistencia en los derechos, es como si nos dijéra-
mos, que hay algo ahí fuera que nos pertenece, que es nuestro, que es una extensión de
nosotros mismos. Es como si se exigiera una ampliación de los límites del yo, o se lucha-
ra por evitar que los mismos quedaran más restringidos, en algún sentido es un problema
de territorialidad del yo. Al mismo tiempo, y en sentido inverso, se produce una elusión de
las responsabilidades, negando que uno o una haya intervenido en los acontecimientos,
evitando comprometerse con las cosas. Se trata de una retirada del yo, una negación, o
no reconocimiento de la capacidad de intervenir.
El extrañamiento por una parte, y la negación de los conflictos, por la otra, facilitan
dos procesos que, si se tienen en cuenta, permiten entender las actitudes dominantes en
torno al uso de la violencia y más específicamente, en relación a la violencia contra las
mujeres. El extrañamiento, esa separación de los propios deseos, actos o sentimientos,
que conduce a no poderlos reconocer tiene dos caras. Por una parte, algunos hombres
se presenta como un ejemplo de inhumanidad, algo monstruoso, ajeno al ser humano.
Pero de este modo, lo que tiene su raíz en las condiciones estructurales de desigualdad
social de las mujeres, y por ello les afecta a todas y no solo a una parte, e implica a todos
y no solo a una parte de los hombres, se presenta como algo anormal, patológico. Incluso
las frecuentes denuncias de estos hechos en los medios de comunicación, tienen el efec-
to perverso de, al dar importancia a las 60 o 70 muertes anuales de mujeres a manos de
sus maridos o exmaridos, señalar que en realidad sólo son eso, 60 o 70, muchas menos
que los accidentes laborales, o los accidentes de coche. La conclusión del horror que se
presenta es que “hay que hacer algo”, y ese algo se refiere indefectiblemente al agresor y
no a las condiciones que hicieron posible la agresión. Por otra parte, la política de nega-
ción de los conflictos, se traduce en que quienes los denuncian y enfrentan se conviertan
en violentos.
deseos. Somos además seres en proceso, cambiantes, y el proceso tiene lugar en rela-
ción con los demás. Lo que somos, lo que hacemos, lo que deseamos, y las ideas que
tenemos sobre el particular es el fruto de las relaciones que establecemos.
Pero somos además una especie sexuada, lo que se traduce en una especializa-
ción funcional en la procreación, acompañada de diferencias estadísticas entre hombres y
mujeres 5, una de ellas, muy importante en relación a la violencia es que, por término me-
dio, los hombres tienen más fuerza que las mujeres. Esa diferente fuerza física es prácti-
camente irrelevante en cualquier aspecto de la vida a excepción de una situación particu-
lar, las relaciones cara a cara, en soledad. Es cierto que el desarrollo de ingenios mecáni-
cos ha hecho que la fuerza requerida para la realización de cualquier operación tienda a
ser mínima, nuestras actividades son cada vez más sedentarias, y los esfuerzos físicos
cada vez menores. Ahora bien, cuando un hombre y una mujer se quedan solos, las dife-
rencias de fuerza se pueden volver decisivas. Pero no solo es decisiva porque el hombre
tenga más probabilidades de éxito si ejerce la violencia física contra la mujer que a la in-
versa, sino porque esa es una de las diferencias que le permite decir quién es. Las dife-
rencias anatómicas sexuales no causan nuestra identidad pero la apuntalan. Por lo tanto
el sexo es relevante en el establecimiento de la identidad. Cada vez que la identidad se
encuentre en precario, volver a las diferencias anatómicas, demostrar que existen, se
torna un recurso último para saber quienes somos. La experiencia de una identidad preca-
ria, la problematización de la propia identidad hace que se vuelva a las bases que dieron
soporte a la misma. Por eso, en el caso de los hombres, cuando desean afirmarse se
refieren a sus genitales, o usan la fuerza, porque ambas cosas apuntalaron su identidad.
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El primer tipo de diferencias se denominan caracteres sexuales primarios y el segundo caracteres
sexuales secundarios. Estos últimos se traducen en diferencias estadísticas cuantitativas, no cuali-
tativas, con es el caso de los primeros.
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-¡Hay Dolors!, tengo que contarte una cosa que te va dar un disgusto tremendo. ¡Tu marido te enga-
ña!.
-¡Qué vergüenza, con lo mal que lo hace!
La primera impresión que recibí cuando me contaron este chiste es que por fin las
mujeres estábamos dando una respuesta a los chistes machistas. De hecho, he podido
constatar que éste en particular, les hace más gracia a las mujeres que a los hombres.
Ahora bien, tiene varios planos de interpretación, en un nivel manifiesta que la mujer con-
cibe al hombre como una extensión de sí misma, eso es lo que explica que experimente
vergüenza cuando se entera de que anda por ahí poniéndole cuernos. Luego la batalla
sobre quién se queda con quién, quién completa y quién es completado, parece que en
este chiste la ha ganado la mujer, o al menos es eso lo que fantasea, porque experimenta
respecto de las hazañas de su compañero sentimientos de vergüenza como si su propio
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En este contexto, insisto en utilizar comillas aplicadas a los términos mujer y hombre, para indicar
que establezco una distancia entre las condiciones de construcción social de los géneros y lo que
efectivamente es cada persona. Estoy suponiendo que ninguna persona se ajusta perfectamente a
uno u otro género, sino que el uso de este concepto permite señalar que un aspecto de la situación
social de las personas procede no tanto de prejuicios sobre las capacidades físicas, o limitaciones
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prestigio estuviera en juego con ellas. Pero esa sólo es una parte de la historia, porque si
su marido lo hace mal, es de suponer que ella no andará muy satisfecha en su vida eróti-
ca, a lo que hace una alusión indirecta. Si lo hace tan mal como para que le de vergüenza,
qué “hace” ella, además de avergonzarse. Lo que está claro es que a las mujeres nos
hace gracia un chiste en que se nos presenta como seres pasivos, cuya única agencia se
limita a dañar el prestigio de ellos, criticando lo que hacen. Nos hace reír un chiste en que
lo que podría ser una situación humillante para la mujer, se convierte en una situación
humillante para el hombre. Él fracasa en una actividad que es muy importante para los
hombres. Pero al mismo tiempo el chiste nos devuelve una imagen de mujer pasiva, o
cuya actividad consiste en humillarle. Esos mecanismos de proyección-introyección, a los
que me refería unas páginas más arriba, son los que se ponen de manifiesto en el chiste,
y algo de eso tienen las relaciones estructurales entre los géneros.
Tal como están construidos los géneros, la necesidad mutua entre los hombres y
las mujeres es homologable, aunque solo parcialmente, a la necesidad de los trabajado-
res y los empresarios, manteniendo, al mismo tiempo, una diferencia crucial que hace
potencialmente más violentas las relaciones hombre/mujer: en ellas está implicada la
identidad personal. En ambos casos se trata de relaciones en que la existencia y supervi-
vencia del uno depende del otro, cosa que es el resultado de la división del trabajo y de la
especialización funcional, pero hay que añadir algo fundamental, el desarrollo de una parte
está vinculado a la reducción de la otra parte, es una relación en la que nunca pueden
ganar los dos, el empresario sólo existe si reduce el territorio del trabajador mediante la
explotación y desaparecería si no la hubiera. Ahora bien, en las relaciones entre empresa-
rios y asalariados no se suponen ni se esperan vínculos afectivos aunque de hecho los
haya, sino instrumentales. En cambio, en las relaciones hombre/mujer se supone que el
vínculo fundamental es el afectivo, colocando en segundo plano los lazos y dependencias
económicas, como si no existieran, o fueran el resultado no buscado del lazo afectivo.
Cuando la mujer cuestiona al hombre la relación que mantienen, le está cuestionando su
propia identidad. Para conjurar la amenaza, él apela a la diferencia que todavía conserva,
la fuerza física, y agrede porque se siente agredido en lo más profundo, y porque en la
agresión misma recupera su identidad.
físicas existentes, como de ocupar espacios de género, o actuar siguiendo patrones de género, al
margen de cuál sea el sexo.
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La mujer, por su parte, subvierte el control que el hombre tiene sobre ella, atacán-
dole con su propia arma, haciendo que se descontrole, y poniendo en evidencia la natura-
leza última de sus relaciones, donde el amor cede a la dominación el espacio que “natu-
ralmente” ocupa. Evidentemente no estoy suponiendo que estas maniobras de subversión
del orden entre los géneros se realicen conscientemente, que la mujer “desee” ser maltra-
tada como medio para poner en evidencia la verdadera naturaleza del hombre, o la natura-
leza de la relación que mantiene con él. Lo que estoy intentando es centrarme en una cara
de la violencia en que la mujer, con tal de devaluar al hombre, se convierte en su propio
verdugo, tomando al hombre como mano ejecutora. Hay que tener en cuenta, que las re-
laciones de desigualdad generan envidia, y este sentimiento conduce a buscar la destruc-
ción de lo valioso, o de lo que está considerado como valioso, en este caso el hombre. La
cuestión a plantearse es el modo en que ese saber y al mismo tiempo negar la existencia
de la desigualdad entre los sexos, como un hecho estructural, se traduce no sólo en con-
ductas individuales, respaldadas por los poderes públicos, que es lo que se sugiere, sino
en una respuesta política, subvirtiendo hasta destruirlas, las relaciones de género.
Tal como acertadamente señala Martha Mahoney (1994), cuando una mujer es
maltratada, se espera de ella que lo denuncie y que se separe del hombre maltratador,
como si el único camino para superar el problema fuera el castigo del hombre y la ruptura
de la relación. De donde se da por supuesto que la relación hombre-mujer no tiene solu-
ción. Cuando la mujer permanece en la relación, se suele interpretar como una resisten-
cia a salir de su posición de víctima, y en ningún caso que la conciencia del problema le
ha permitido hallar vías de solución que no pasan por la ruptura de la relación de pareja.
Dicho de otro modo, se ignora la posibilidad de cambios en ella misma, y que esos cam-
bios en la “víctima” tengan efectos en la relación con el que fue su “verdugo”.
Respecto de las diferencias físicas entre mujeres y hombres, las mismas no justi-
fican que la violencia se produzca en forma bimodal, hombres y mujeres no son esen-
cialmente distintos. Cabe afirmar, dada la plasticidad que nos caracteriza como especie,
que no hay factores de orden físico, sean genéticos u hormonales, que nieguen la posibili-
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dad de ser violentas a las mujeres o de dejar de serlo a los hombres 7. En este punto quie-
ro recordar, lo que he dicho más arriba: la conducta violenta y los actos de violencia no
son en sí mismos indeseables. No siempre es posible alcanzar nuestras aspiraciones sin
hacer uso de la violencia respecto de nosotros mismos y/o respecto de los demás o del
entorno, ni es preferible no hacer uso de la violencia a hacerlo. Por lo tanto no vamos a
hacer valoraciones negativas sobre las actuaciones violentas, a no ser que estén relacio-
nadas con la conservación de la desigualdad o de la opresión de unos en relación a los
otros. Constatamos que en relación a la violencia, hay diferencias entre los hombres y las
mujeres que obedecen, más allá de las diferencias anatómicas y fisiológicas entre los
sexos de cuya existencia no dudamos, a la diferente posición estructural que ocupan en la
sociedad, y a las consecuencias psíquicas que esa desigualdad comporta.
En primer lugar, y dado que el lugar por excelencia de los hombres es la llamada
“esfera pública”, es lógico que tengan un papel preponderante en el ejercicio de la violen-
cia desde la institucional a la sancionada por el código penal. Cuando las mujeres partici-
pan en actividades masculinas, observamos que tienden a adoptar conductas masculi-
nas. Se produce su asimilación cultural, y como todo neoconverso, pueden llegar a actuar
con mayor ahínco que los propios hombres, del mismo modo en que un travestí resulta
más femenino que una mujer, una policía o una delincuente puede actuar con mayor
agresividad que un hombre en la misma situación. Así pues en relación a la violencia, es
más importante el componente de género que el componente de sexo.
En segundo lugar, y bajo condiciones de división sexual del trabajo, al lado de los
guerreros siempre ha habido mujeres. Si se pudiera afirmar que a los hombres les fascina
la violencia, hay que añadir que a las mujeres les fascinan los hombres que se fascinan
por la violencia. Lo que de fondo es fascinante es sentirse omnipotente y amar a quien
experimenta omnipotencia. En tanto la violencia tiene que ver con el uso de la fuerza para
conseguir las cosas, particularmente cuando ofrecen resistencia, el violento, al imponer-
se, ofrece una imagen de omnipotencia que puede resultar muy atractiva, particularmente
para quienes han desarrollado conductas pasivas.
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En el fondo, no es posible dejar de ser violento o violenta. En cambio sí puede modificarse el uso
que se da a la violencia, cambiando los objetos de violencia, la propia persona o el mundo exterior,
los obstáculos para nuestra felicidad, los que representan cualidades nuestras que rechazamos, etc.
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Es posible que en las relaciones fuera de la familia actualicen su primera rivalidad con las mujeres,
lo que sería una de las dificultades para su organización política, ya que el sentimiento de rivalidad
se opone a la conciencia de compartir intereses.
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Hay que empezar recordando, en primer lugar, que ningún tipo de violencia es ex-
clusivo de los hombres. Cuando decimos que los hombres ejercen la violencia física, a lo
que nos estamos refiriendo es a que es más probable que la usen y que lo hagan con
éxito. En primer lugar, porque el hombre es más fuerte que la mujer, en segundo lugar,
porque la negación de la violencia física por parte de las mujeres es característica del
proceso de construcción de la identidad de género. Sin embargo, al negarla, no desapare-
ce, sino que se internaliza en forma de sentimiento inconsciente de culpabilidad y necesi-
dad de castigo9, mientras que los hombres la canalizan hacia el exterior. La violencia no
tiene sexo, en cambio, hay sexo, en el sentido de erotismo, en la violencia. Las activida-
des eróticas van acompañadas de un cierto grado de sadismo y masoquismo, que se
corresponde a la subjetividad masculina y femenina.
los hombres sobre las mujeres, es que éstas, de resultas, experimenten una falta de au-
toestima, como efecto buscado o no. En el caso de las mujeres, la expresión más común
de la violencia que ejercen contra los hombres es atentar directamente contra su autoes-
tima, en este caso el efecto ha sido buscado.
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El sentimiento y su síntoma lo tomo de Freud, que desarrolla sus implicaciones sociales en El
malestar en la cultura. El sentimiento inconsciente de culpabilidad consistiría en volver contra la pro-
pia persona la agresividad que despierta en el proceso de socialización, topar con las prohibiciones
por parte de figuras de autoridad, generalmente los padres. Ese sentimiento procede del miedo a
perder el amor, que en el caso de la mujer es más fuerte que en el caso del hombre. Desencadena
un mecanismo consistente en buscar el autocastigo con el fin de recuperar el amor perdido por haber
deseado, ni siquiera realizado, cosas prohibidas o que se creyó que lo eran. De donde, las mujeres,
no son únicamente víctimas de la violencia de los hombres, sino también de su propia violencia.
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ironista liberal. Entiende por ironista, alguien que reconoce la contingencia de sus creen-
cias, y por liberal10 aquel que considera los actos de crueldad como lo peor que se puede
hacer.
se la concibe como la capacidad de percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradi-
cionales (de tribu, de religión, de raza, de costumbres, y las demás de la misma especie) carecen
de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y la h umillación, se le
concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas
en la categoría “nosotros”. Pag. 210
que abarca descripciones de nuestro dolor y humillación y del de los hombres con los que
convivimos, y a los que les producimos, nosotras mismas dolor y humillación. Se trata de
adoptar un papel activo ante los malos tratos a las mujeres, que necesariamente requiere
la lucha política contra el patriarcado, para que, tal como describimos y conocemos el
dolor y la humillación acabemos con las formas con las que estamos más familiarizadas.
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Según él mismo lo indica, toma esta definición de liberal de Judith Shklar.
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humanos e incluso con los animales, siendo el dolor humano por excelencia, la humilla-
ción:
Sencillamente porque somos humanos, carecemos de un vínculo común. Pues lo único que com-
partimos con los demás seres humanos es lo mismo que compartimos con los demás animales:
la facultad de experimentar dolor. Pag. 195
Así que conectar con el dolor propio y reconocer el dolor del otro, es un camino
que permite construir un “nosotros especie”. Aunque coincido plenamente con la posición
de Rorty cabría añadir dos precisiones. En cuanto a la capacidad de experimentar dolor,
puede estar bloqueada en el nivel consciente, por lo que no puede darse por supuesta, se
requiere todo un trabajo de elaboración que permita superar el bloqueo entrando así en
contacto con el sufrimiento. Por otra parte, respecto de su afirmación de que los huma-
nos, por el hecho de serlo, carecemos de un vínculo común, es algo que todavía no se ha
producido. Mientras haya explotación y dominación, y allí donde se produzca, ese tipo de
relaciones genera un vínculo común, uno o una no puede ser individuo mientras forme
parte de una clase económica o social, mientras la sociedad esté dividida en clases y en
sexos, no puede estar dividida en individuos, la desigualdad cierra toda posibilidad a la
diversidad individual. La desigualdad de clase o de género, son fuerzas vinculantes que
homogeneizan a los opresores por un lado y a los oprimidos por el otro, creando vínculos
de solidaridad objetiva, ya que las mujeres participan de una suerte común que les une,
como también los trabajadores participan de una suerte común. Por ello, la sensibilidad
hacia el dolor del “otro” que conduzca a producir un “nosotros” lo más amplio posible, re-
quiere destruir las desigualdades estructurales y a la vez facilita sus destrucción.
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Aunque tomo de Bourdieu el término “violencia simbólica” lo hago reconceptualizándolo, ya que si
supongo un relativo grado de autonomía de los económico respecto de lo simbólico, cabe que la
violencia simbólica no la ejerza únicamente quien se encuentra en el poder, sino también el oprimido,
la cuestión es saber qué implicaciones tiene el ejercicio de la violencia simbólica por parte del opri-
mido, en este caso la mujer, y si tiene más de una. ¿Podríamos hablar de una vi olencia simbólica
reaccionaria, que supondría una respuesta a la acción de la violencia física y por tanto una mera
contraparte de la misma? Aquí es donde nos encontraríamos frente a la humillación. O por el contra-
rio, ¿es posible identificar también una violencia simbólica consistente en la desconstrucción y pos-
terior reconstrucción simbólica de la realidad?, donde se destruyen las ideas que se tienen sobre las
relaciones hombres/mujer y se sustituyen por otras.
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mica, sino zapando se estabilidad psíquica. Si, como dice Rorty, la humillación es la for-
ma de violencia humana por excelencia, me atrevería a afirmar que las mujeres estamos
más cerca de esa expresión de la humanidad que los hombres. La situación social en que
nos encontramos, la marginación explotación y opresión, se traduce en la experiencia de
sentimientos de humillación, buscada o no, es el resultado de nuestra situación social y
del modo en que se construye nuestra subjetividad. Al mismo tiempo, las relaciones de
dominación comportan que la respuesta individual no sea la violencia física sino humillar a
quien está en posición de poder allí donde es débil, en la construcción de la propia ima-
gen.
Llegados a este punto querría pararme en el camino antes de hacer unas conside-
raciones finales, ya que los planteamientos de las páginas precedentes podrían conducir
a un interpretación de mis palabras alejada de lo que estoy intentando decir. Es cierto que
no me he limitado a hablar de la violencia de los hombres contra las mujeres, sino que
también he tenido en cuenta la violencia de las mujeres contra los hombres, porque con-
sidero que hay una relación estructural entre ambas, y acabar con la violencia de los
hombres no puede ir separado del fin de la violencia de las mujeres. Ahora bien, espero
que de ningún modo se interpreten mis palabras suponiendo que niego que las mujeres
sufren la violencia masculina, o que ese tipo de violencia carece de importancia. Llevada
al extremo comporta la muerte, que es el hecho más definitivo a que se enfrenta el ser
humano. Así pues, aunque la violencia física no nos destruye inmediatamente como
humanos, sino como animales, y la humillación que es el tipo de violencia más practicado
por las mujeres contra los varones apunta directamente al núcleo de nuestra identidad
humana, la vida es el prerrequisito de todo lo demás. Estar en condiciones físicas de vivir
dignamente, es la condición necesaria de la dignidad misma.
mujeres por parte de los hombres, lejos de ser un problema residual en las sociedades
modernas, ha sido potenciado por las mismas, y eso por varias razones.
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En Occidente, hace poco que se cerraron las puertas de la casa, a partir del siglo pasado aproxi-
madamente. (Ariès, 1987).
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cuando la violencia física de los hombres sobre las mujeres llega a un cierto nivel, se con-
vierte en la enunciación -en el sentido de anunciar o hacer correr la noticia- de que las
relaciones entre las mujeres y los hombres son de poder. Tal vez por eso hay que denun-
ciarlos, ha de comunicarse a la autoridad el delito que han cometido, que no es haber mal-
tratado a las mujeres, sino el de haber hecho visible el carácter de las relaciones entre los
“hombres y las “mujeres”. Esos hombres son, evidentemente, un peligro para las muje-
res, pero no es eso lo que despierta la repulsa, sino la enunciación que hacen, con su
violencia, de lo que es el patriarcado. Se les ha hecho creer, previamente, que la mujer es
una extensión suya, que “tienen” una familia. que “tienen” una mujer, unos hijos, una casa
y unos ingresos (en definitiva, un patrimonio). Cuando se separan se encuentran despo-
seídos, se quedan sin casa, sin hijos, tienen que pasar una parte considerable de su sala-
rio a la mujer que ya no es “suya”, sobre todo porque se niega a serlo. La paradoja cruel
es que las sentencias de divorcio que favorecen a las mujeres, y esa es la tendencia, no
están dictadas a favor de la mujer, sino a favor del mantenimiento de las relaciones pa-
triarcales entre la mujer y el hombre, y el hombre que se revuelve ante el divorcio, aunque
los golpes los recibe la mujer, está descubriendo la naturaleza invisible, oculta del patriar-
cado, la otra cara de ser un “ganador de pan”.
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El binomio “ama de casa”/”ganador de pan” se mueve en un continuum. En un extremo se sitúa la
persona que es autónoma tanto desde el punto de vista financiero como desde el punto de vista prác-
tico en todo lo que se refiere a las atenciones inmediatas a la propia persona y el entorno en que
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La violencia física contra las mujeres tiene innegables consecuencias políticas pa-
ra la relación social entre los sexos, y es hablada utilizando, como dice Isabel Marcus
(1994), un “modificador”. La violencia, sobre la que se ha creado el reflejo condicionado
del rechazo, queda legitimada, o cuanto menos justificada, cuando se le pone el modifica-
dor “doméstica”, con expresiones que se oyen frecuentemente como:
“ella le provocó porque sabe muy bien lo que me gusta y lo que no me gusta”
“hay que recordarle quién es el que manda”
“necesita que la golpeen de vez en cuando para mantenerla en su sitio”
vive. En el otro, la división estanca del trabajo entre los sexos, donde los hombres no aportarían tra-
bajo directo a la unidad familiar, y las mujeres no aportarían ingresos. Las posiciones más frecuentes
son, la división sexual del trabajo radical que corresponde al estereotipo “ama de casa/ganador de
pan” y posiciones intermedias en que la mujer es parcialmente dependiente de los ingresos del hom-
bre ya que los suyos no le permitirían mantener su nivel de vida y el hombre es pendiente del trabajo
doméstico que realiza la mujer ya que su implicación en las tareas del hogar se sitúan por debajo del
trabajo necesario para restaurar cotidianamente su propia vida y de la parte alícuota de vida de las
personas que todo adulto tiene a su cargo (criaturas, enfermos, vi ejos).
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• que las actuales condiciones sociales conducen a una relación antagónica “hom-
bre”/”mujer”14, por lo que la violencia es un parte intrínseca de la relación
En los episodios de violencia doméstica ventilados en los últimos tiempos por los
medios de comunicación, aparece un dato que no ha recibido la atención que se merece:
en la mayoría de los casos se trata de la historia de una agresión, incluso muerte, anun-
ciada. La víctima había recibido amenazas repetidamente y el agresor había hecho públi-
cas sus intenciones. Cuando una persona advierte de sus intenciones, ¿quiere, o no quie-
re llevarlas a cabo?, ¿no está acaso pidiendo que le paren porque no quiere matar o agre-
dir a la mujer? ¿no está reconociendo la existencia en él de unas fuerzas que le gobiernan
contra su voluntad, que no puede dominar? ¿no está diciendo que no logra imponer sus
deseos de segundo orden a sus deseos de primer orden? ¿si no es dueño de sí mismo,
quién es su dueño?. Tal como lo entiendo ese hombre que anuncia el acto antes de co-
meterlo está diciendo, sin saber lo que dice, que en él, el “hombre” domina al hombre, que
el sistema de relaciones antagónicas “hombre”/”mujer” es el que gobierna sus actos, y el
que los debe gobernar en tanto que miembro del orden patriarcal. Cuanto menos, está
representando con sus advertencias los daños que causaría que se comportara como un
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Con el entrecomillado indico que no estoy hablando de personas concretas sino de posiciones
sociales en una estructura de relaciones de poder y dominación.
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Con el término reaccionaria indico que se trata de una teoría que al criticar el patriarcado lo afirma,
porque lo critica confirmando que las mujeres no tienen capacidad de intervención sobre su vida, y
que todo lo que ocurre parte de los hombres, o es responsabilidad de ellos, por lo tanto, al criticarles,
confirma su poder.
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“hombre”, como lo que le han dicho que es un “hombre”, para no tener que actuarlo. Solo
que el entorno que le exige ser como es, se vuelve sordo, y no le ayuda a salir de la tram-
pa, no tiene más remedio que acabar matando, porque cuando dice que va a matar, no le
impiden que lo haga. Ese acto de entrega al patriarcado culmina, naturalmente, entregán-
dose a las fuerzas del “orden público” patriarcal, o quedándose sentado al lado de su víc-
tima.
Pero la “mujer” qué papel tiene en ese drama, ¿sólo -que no es poco- es la vícti-
ma?. Qué es concretamente lo que desencadena la violencia masculina. Creo que debe-
ríamos prestar atención a la violencia simbólica, entendida como violación de identidad,
que es la humillación. El “hombre” golpea, la “mujer” humilla queriendo o sin quererlo.
Cuando una mujer desprecia a su marido frente a sus hijos, cuando hace un frente común
con ellos contra el que en la práctica, continúa siendo su compañero, le está negando su
identidad, lo está redefiniendo para el mismo y para sus hijos. En esas conductas le está
negando la paternidad. No lo reconoce como padre ni como compañero, dado que se alía
con los hijos y no con él. Se trata de una de las violaciones de identidad más graves que
puede sufrir un hombre. Cuando una mujer pide la separación -recordemos que muchas
de las agresiones denunciadas se han producido por parte de exmaridos- al hom-
bre/patriarca se le niega nuevamente su identidad, ya que la mujer, que ha decidido sepa-
rarse, era concebida por el hombre como una parte del territorio de su yo. El hombre res-
ponde a ese atentado a su identidad confirmándose en lo que fue el origen de la misma,
diferencias físicas. Recupera su identidad constatando que tiene más fuerza que ella,
que, por la fuerza, por cojones, gana él. Luego ha perdido, porque un “hombre de verdad”
no pega a las mujeres.
De la violencia a la piedad
La recuperación de la agencia por parte de las mujeres tiene dos caras, la violen-
cia y la piedad. Creo que lo primero que hay que hacer para que los hombres no peguen
a las mujeres es no comportarse como las baldosas del chiste, esperando a que nos pe-
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guen. Se trata de que no nos puedan pegar aunque quieran. La ley en ese caso, sería
como un colchón amortiguador. El preaviso, de que cuando un hombre maltrata a una
mujer, tiene consecuencia negativas... para el hombre, no porque le castigue la ley, ya que
la ley, con la pena que comporta su transgresión, es el preaviso benigno que se le da al
hombre del daño real que sufriría si intentara hacerle daño a la mujer. La subversión del
problema consistiría en que no sea la mujer quien necesite ser protegida, sino el hombre.
La ley que castiga al hombre cuando maltrata a una mujer, no serviría para proteger a la
mujer de la violencia del hombre, sino para pararle antes de que lo intente, ya que si lo
intentara se encontraría con que las mujeres, organizadas, no se dejan pegar y tienen
capacidad de respuesta ante la violencia de los hombres. El poderío de la ley sería, en
ese caso la expresión del poderío de las mujeres y no de su debilidad y dependencia. Esto
implica que la mujer tenga capacidad práctica y no solo jurídica de defenderse. Que no
entre en relaciones en las que pueda ser agredida, que pueda parar las agresiones, y que
puede salir de las relaciones cuando se vuelven violentas. Todo esto requiere que la mujer
sea autónoma, que sea autosuficiente desde el punto de vista financiero, que no viva la
defensa de su dignidad como una traición al amor.
Muchos hombres dicen que no se pueden controlar, que lo hacen sin querer, y yo
me los creo. Así como la mujer necesita recuperar la violencia física, necesita en la mis-
ma o mayor medida desarrollar la piedad, transformar el odio, el desprecio, y el rencor, en
amor. El patriarcado y el sexismo convierte el amor entre hombres y mujeres en un impo-
sible porque estructura relaciones antagónicas entre los sexos. La humillación de la mujer
al hombre es un arma tan patriarcal como la violencia física del hombre contra la mujer,
lejos de transformar las relaciones entre los sexos las fija y las confirma. La compasión, la
piedad, negarse a producir sufrimiento, reconocerse en la persona que padece pero a la
vez agrede, como la otra cara del propio sufrimiento, reinterpretar el sufrimiento del hom-
bre expresado en explosiones de violencia o violencia sistemática, apiadarnos de su su-
frimiento a la vez que les impedimos prácticamente el ejercicio de la violencia, es tanto
como destruir la lógica del patriarcado y por ello sus condiciones de posibilidad. La lucha
contra la desigualdad patriarcal tiene una dimensión ética. El deseo de venganza se tra-
duce en compasión al diferenciar a las personas de las posiciones sociales que ocupan,
al no confundir a los hombres con los “hombres”.
Bibliografía