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ANTONIO STRADIVARI

Para Víktor

“…ese papel húmedo y arrugado…”


LA NAUSEA, Jean-Paul Sartre

En la oscuridad de la noche el viejo artesano amante Antonio Stradivari


templa para sus primeras notas la que será, a la larga, la mejor pieza de su
colección para que años después sea tocado con tendencia a los bajos por mí,
joven aprendiz de saxo tenor.

Años atrás, antes de hacer sus primeras piezas


-obras de arte expendedoras de arte- Stradivari había
amado la madera. Amaba su olor que,
ineludiblemente, estaba asociado en su imaginación a
la casa de sus padres. Acercaba las piezas de madera
a su nariz e inhalaba cerrando los ojos. Este hábito
causaba estupor entre su parentela. Amaba la
quietud del árbol y la entendía como un rasgo de sabiduría vegetal. Amaba la
rugosidad de su corteza, las miles de irregularidades que con los años llegarían
a ser las enemigas de su arte. Se extasiaba con las combinaciones de colores del
bosque. Las escalas de verdes, la variedad tonal de las flores le parecían
infinitamente más bellas que todas las construcciones humanas.
Como es evidente no era un chico hablador -quien ama el silencio del
árbol aborrece la verborrea humana- y pasaba horas contemplando los árboles,
sus hojas, sus flores. Además amaba su condición de amante activo. Él
acariciaba el árbol, olía la madera y ésta se daba, se dejaba oler y acariciar. Era
la amada perfecta, pasiva pero obsequiosa, permaneciendo inmóvil como a la
espera de la condenación o de la caricia humana, esperando ser transformada o
quemada.
II

Pero volvamos a mí. Con los años y el exceso de marihuana llegaría a


cabalgar sobre mi saxo tenor sumido –sumiéndoles- en una ebriedad de notas,
un vértigo de ritmos hasta la náusea, pero en el tiempo a que me refiero aún me
dedicaba a tantear las notas, a conocer los silencios, a
conseguir su célula de habitabilidad. No se puede
habitar los silencios, me decía con inteligencia
prematura un amigo que era mi auditor único en los
días en que yo apenas me adentraba por las notas aún
sin ritmos cosificados, saltando del silencio al grave y
de éste al agudo sin pauta previa.

Poco a poco fui domando el violín. Si durante


meses fue una tortura no saber deslizarme por las
cuerdas hasta el lugar exacto, había llegado al punto
en que todo sonido que emitía estaba controlado por
mí. El paso al saxo fue algo natural, en mi mentalidad infantil el metal estaba un
escalafón por encima de la madera en la jerarquía de las cosas que forman el
mundo. Usaba, de hecho, este discurso tan extraño para explicar a mi madre mi
nuevo capricho. A ella le encantaba el violín, todas esas melodías que le tocaba
para hacerla sentir orgullosa de mí conseguían precisamente eso. A mi padre,
que administraba los bienes familiares, le convenció otro argumento que
esbocé; el saxo es más varonil. Asunto zanjado.

Durante un tiempo el saxo me causó pánico, anhelaba mi precioso violín,


mi hermoso Stradivari que tanto esfuerzo me había costado domar. Una vez
vencí ese miedo, el saxo empezó a sonar. Así hasta ahora, cuando Antonio ya es
sólo un cadáver que alimenta a esos árboles que siempre le fueron fieles.

El saxo me permitió volver a perderme en la música, a hacerme sentir ese


vértigo del que no sabe ni por dónde ni hacia dónde va. Pero el violín siguió
siendo durante años una obsesión continua. Su madera, sus cuerdas como leves
pero fuertes hilos, el olor que desprendía sobre todo en verano...
III

Hace no mucho tiempo, en un día de especial sobriedad extraño en este


tiempo inclemente, me crucé con el viejo artesano amante. Iba absolutamente
abstraído, con la mirada del que tiene la muerte en el cogote. Me tentó no
saludarlo; si yo era algo parecido a un
espectro, él era un espectro. En el
momento en que yo me debatía
internamente me reconoció. ¿Cómo
estás? Hacía siglo… Hacía siglos, dijo-
O milenios, contesté. Mentiría si dijera
que se te ve bien, dije sonriendo. Al
menos se me ve, que no es poco,
respondió tajante.

Hablamos un rato de nosotros, cada uno contó al otro lo que había sido
de él. Sabía de mi fama como saxo tenor, incluso había escuchado algunas de
mis grabaciones. Poco a poco la conversación declinó, no teníamos más que
decirnos. Antonio se quedó abstraído contemplando un árbol y, a los pocos
segundos, volvió a mirarme. Mientras yo pensaba en la forma de despedirme, él
hizo el ademán de hablar. Me preguntó, con la voz dubitativa de aquel que no
sabe si pregunta una impertinencia, qué había sido del violín con el que yo
había comenzado a tocar y que había construido con tanto amor. Yo,
avergonzado, le dije que lo había roto, que lo había reventado contra el suelo.
Él, sin apenas cambiar el gesto, me preguntó por qué. Para escuchar su crujido
contra el suelo, la madera astillándose, el eco sordo de su caja de resonancia, las
cuerdas silbando al saltar de las clavijas, respondí sabiendo que no podía
mentirle. Con una sonrisa en la boca y otra vez contemplando al árbol, Antonio
sólo dijo dos palabras: Bien hecho.

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