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I
La nostalgia es un arma que siempre tiene retroceso. En una ciudad con tanto pasado
como la nuestra echar la vista atrás es una solución de sobra ensayada. Los informes
médicos diagnosticaron numerosas luxaciones cervicales. Ataques de (in)necesaria
nostalgia confirmaron lo que parecía ser una enfermedad crónica. Mirar atrás es
perjudicial para la salud. Siempre hay una vez que es la última. Quizás sólo sea una sola
vez.
Hace cuarenta años tenía lugar en nuestra ciudad una experiencia poco común en el
ámbito de la plástica local. Un grupo de artistas se reunía para poner en marcha el
Salón Córdoba. Corría el mes de julio de 1964, y cuando el sofocante verano ya
invitaba a la huida del asfalto, a unos cuantos artistas se les ocurrió la idea de abrir las
puertas de las dependencias del antiguo Hospital de maternidad para tomarle el pulso
a las manifestaciones artísticas vigentes en la época. Cuarenta años después, el hospital
de Maternidad dejo de dar a luz nuevas vidas, se convirtió en lugar de preparación
para adictos al Derecho, y desde hace unos meses entre las paredes de este edificio con
tanta historia a cuestas se abrieron puertas nuevas por las que debe entrar el aire del
presente. Tomarle el pulso a las manifestaciones artísticas contemporáneas en nuestra
ciudad es un buen comienzo para solicitar un nuevo diagnóstico de la enfermedad. No
es aburrimiento. Tampoco melancolía. Simplemente la necesidad de ir a la deriva.
En 1964, los que aquí escriben ni siquiera habían nacido. Por tanto lo único que podemos
hacer es comentarlo. Podríamos hablar del impulso que a la escena local proporcionó el
reconocimiento del Equipo 57, nunca lo suficientemente valorados para una ciudad que
fue moderna gracias a sus esculturas. Podríamos hablar de la efervescencia a finales de
los sesenta de todos aquellos que habiendo sido adoctrinados en las enseñanzas del
arte moderno comenzaban a encontrarse con los vacíos, la incertidumbre y los pilares
débiles del pensamiento posmoderno. Podríamos hablar de una ciudad que a pesar de
vivir en plena era pop, seguía viéndose en blanco y negro, y no a la manera de un
estampado de Vasarely, sino del gris de los trajes burócratas. Podríamos hablar de
todo eso, pero hemos aprendido desde hace mucho tiempo que el arte es aquello que
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hace que la vida sea más interesante que el arte. Por ello nos quedamos aquí y nos
instalamos en el ahora, para hablar con fluidez de todo aquello que hace de nuestra
ciudad un espacio de reflexión sobre la contemporaneidad. Del resto siempre habrá
quien se ocupe. La arqueología es una ciencia con demasiado predicamento por estos
lares. El pasado siempre está por llegar, pero vamos a empezar a vivir en el presente.
Es tu sitio, y además no está tan mal.
Quizás nos hayamos equivocado en apostar por nuestros propios errores. Quizás sea
más fácil responder que preguntar. Seguro que la certeza es un lugar más habitable,
pero hace tiempo que la incertidumbre tejió sus redes y sólo sabemos que podemos
dudar. De todo y todos.
II
Instalada en la duda –no hay más remedio- la exposición que ahora se presenta como
relectura posmoderna de aquél salón de 1964 aporta un fino hilván de desfase
cronológico que, sin embargo, sintetiza de manera muy efectiva los cambios y
contradicciones acontecidos en la segunda mitad del siglo XX. Cambios y reubicaciones
que han afectado a la propia consideración del Salón, que si bien germina a partir del
ambiente proselitista imperante en las primeras experiencias de exposición pública de
arte de la Academia Francesa en 1663, sólo se instituye con carácter periódico en
1737. Un hecho que paradójicamente se saluda como un triunfo popular ya que es el
público –esta es la primera exhibición de arte abierta a todos- el protagonista y censor
de cuanto en él acontece. De modo que el Salón, hoy entendido como un aparato de
exhibición reaccionario, no fue sino la primera oportunidad en la que la opinión pública,
el arte del presente y la crítica de arte compartían un mismo espacio de circulación y
exhibición.
El propio Thomas Crow destaca este hecho como contraposición al modelo anterior, el
del Antiguo Régimen en el que la experiencia popular del gran arte (…) estaba
abiertamente dirigida y administrada desde arriba. De hecho, el arte no académico que se
practicó en el siglo XVIII, antes de 1737, puede ser considerado mucho más involucrado
con la cultura popular que, incluso, el arte moderno consignado bajo el estandarte de
arte=vida, pues su manera de resistencia a la excelencia académica era integrarse en
acontecimientos populares como ferias, mercadillos, etc. Insiste Crow, como reacción
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consciente a la ausencia de salón. Un fenómeno paralelo ocurrió con la fotografía o el
cinematógrafo que, paradójicamente, sólo fueron tomados en serio cuando salieron de su
entorno popular primigenio: ferias, circos, etc.
A este mismo argumento de un arte que ya no esta ordenado desde arriba responde el
acto de recuperar el protagonismo de los propios artistas en la gestión y coordinación
del Salón que tan significativa fue en la edición de 1964. Sin embargo, también aquí se
trasluce la naturaleza contradictoria de nuestro tiempo. Pues, del mismo modo que se
podría entender el Salón no académico como un producto casi más popular que elitista,
encontramos también muchas dificultades para discernir hoy los límites del high & low,
del arriba y abajo, en definitiva, de esa condición de independencia casi contracultural
frente al arte oficial que se reivindicaba en 1964. Pues hoy ese tomar una posición
exterior, un estar afuera de lo oficial es inviable, no hay salida al sistema.
De este modo, al asociacionismo artístico –que intensifica la dimensión del artista como
activista político- del Salón de 1964, le sucede en 2004 una adopción de eso que
Daniel Bell llamaba la masa cultural y que Hardt y Negri han evolucionado hacia la
idea de multitud. Una noción que defiende la integración de todos los componentes de
la industria cultural: productores, organizadores, espectadores, … En el orden de una
colectividad crítica no jerarquizada, con rangos indiscernibles. Una multitud conectada
por invisibles hilos. Una multitud que aspira a parecerse a aquella rizomática de la que
hablaban Deleuze y Guattari, en la que la máquina revolucionaria, la máquina artística
y la máquina analítica lleguen a ser piezas y engranajes mutuos. Una colectividad en la
que la maquinaria de los afectos engrase el funcionamiento del deseo. No seais ni uno ni
múltiple, sed multiplicidades.
III
En este ambiente tan enrarecido en el que cada argumento contiene su propia negación
el mirar hacia el arte es necesariamente controvertido. La confusión es contagiosa y las
posturas convergentes. De modo que el evitar la doctrina, el trabajar más expandiendo
que perforando y el elaborar cartografías en lugar de genealogías se presentan como
caminos aún transitables. Incluso resulta esquiva hoy la utopía de suma de
individualidades que desarrolló un sentido de colectividad, un movimiento grupal en
1964, ya que parece haber sido reemplazado hoy por una militancia en lo personal
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por un culto social a la egolatría. Aunque, simultáneamente, seguimos reconociendo que
el arte es necesariamente un producto colectivo y lo que ocurre es que esta verdad no
asoma hecha y derecha, según Antonio Negri. En definitiva, en esto, como en casi todo lo
demás, el discurso está por escribir, las preguntas no generan mas que nuevas
interrogaciones. Sólo una certeza: del Salón, de la Córdoba de 1964 y de la ideología
contracultural del arte poco queda cuarenta años después.
Pero después de esta pintura festiva de los ochenta, en la obra de Rasero comienzan a
aparecer misteriosos personajes que nos avanzan cual va a ser el recorrido que va a
desarrollar su posterior trayectoria. Era inevitable, señala Frances Miralles, de la
naturaleza se pasa al hombre, y de éste al símbolo. De un discurso eminentemente
plástico a otro con una mayor carga emocional y conceptual.
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DAMIÁN FLORES. El porqué de sus viajes.
El impulso del viaje se ha mantenido como una constante en toda la pintura de Damián
Flores (Cáceres, 1963). La mirada solitaria, introspectiva y serena de este artista
relaciona su pintura con ese grupo de artistas que huyendo de la tiranía del minimalismo
pictórico, volvieron sus ojos a la pintura metafísica de principios de siglo, para darle una
nueva vuelta de tuerca a las silentes estampas de Carrá, de Chirico o Morandi pero sin
olvidarse de los enigmáticos personajes de Edward Hopper y su poesía de gasolina y
hoteles de carretera.
Junto a Ángel Mateo Charris, Gonzalo Sicre o Marcelo Fuentes, Damián Flores comulga
bajo el credo de una pintura neometafísica que subvierte el referente para hacer que
en la imagen habiten otras connotaciones que no sólo tienen que ver con la propia
geografía del paisaje sino con la construcción que de él se ha formulado en la mirada
del artista, construcción en la que pueden entrar referencias musicales (Paolo Conte),
literarias (Pessoa, Brodsky), geográficas (Lisboa, Venecia, Biarritz, La Habana),
históricas y otras tantas que se funden en el imaginario de una ciudades que nunca
desvelan el misterio de su quietud.
Viajar, como decía Bowles, no es una manera de vivir, es la única manera de vivir que
conozco. Pero después de coger trenes, de dormir en habitaciones alquiladas, de pasear
por avenidas y subterráneos el viajero se da cuenta de que hay algo de lo que nuca
podrá escapar. De uno mismo, de su viaje interior. Ese es pues el porqué de los viajes de
Damián Flores. Ahí es donde reside el misterio de sus pinturas.
La noche no tiene secretos para Antonio Villatoro (Córdoba, 1949) como tampoco los
tiene la pintura. Entre lienzos y luces estroboscópicas, Villatoro ha hecho suyo aquello de
que el arte es aquello que hace que la vida sea más interesante que el arte, pues difícil es
discernir dónde empiezan las ondas concéntricas de una y terminan los límites del otro.
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Arte y vida no como igualdad, sino como esos gemelos que unidos, como en la canción
de Parálisis, se retroalimentaban a través de un cordón umbilical en el que la música, la
noche, los amigos, la pintura, los viajes y la historia daban alimento a una pintura voraz
y omnívora por definición.
Y de pintura hablamos cuando vemos sus Flores de la noche, una penúltima revisión al
género de la naturaleza muerta como ya hiciera en los impresionantes bodegones de
finales de los noventa, al que Villatoro insufla savia nueva a través de su peculiar
interpretación de la doctrina cubista.
Flores que han germinado bajo los neones y los estrobos. Flores de asfalto y de Casa
Campo. Flores que tendrán fecha de caducidad. Flores cortadas con nocturnidad y
alevosía.
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batallas contra la pereza. Cojines que expanden el soporte del grabado hacia el
territorio ya de por si expandido de la escultura y el objeto para presentar nuevos
territorios que explorar en futuras expediciones.
Con el ambiguo título de Receptores de confort, Manuel Castro nos presenta el reverso
de la sociedad del bienestar, la cara oculta de esos cojines que se expanden por la
sala de exposiciones para inquirirnos a preguntas nada cómodas ni confortables. Detrás
de todo elogio de la pereza, se esconde un revulsivo que nos incita a actuar. Los
colchones chirrían demasiado, las poltronas son perjudiciales para la salud.
Pasamos demasiado tiempo tumbados viendo como la vida moderna tiene lugar en la
pantalla de la televisión, como diría Mirzoeff. El tiempo pasa y se va enredando en
forma de espinas sobre el tórculo de Manuel Castro. Deja que tu mirada descanse sobre
sus cojines y pronto se pondrán en marcha los mecanismos de la acción.
Quizás como dijo Joyce, deberíamos recuperar al final de nuestras vidas el lenguaje
materno, y algo así se ha producido en los últimos discursos escultóricos de esta artista
que comenzó a decantarse por la tridimensionalidad a finales de los años ochenta, en un
periodo fuertemente marcado por la gubia del neoexpresionismo, al que Carmen Osuna
se adhiere desde postulados figurativos con la utilización de la madera como material
determinante de las obras de esta primera fase.
Después pasó por una valoración del género paisajístico, completamente expandido y
extralimitado, en el que las referencias y relaciones con las matemáticas y la ciencia, la
naturaleza y el artificio, el yo y los otros, relacionan su obra con escultores como Deacon
o Artschwager.
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máquinas deseantes, por el propio discurso constructivo de la escultura y sobre todo por
una suspensión en la propia comunicación del mensaje artístico.
De todas estas características participa esta inquietante Sobremesa, sobre la que formas
orgánicas parecen haber sido seccionadas por un plato giratorio de naturaleza
industrial, mientras que en el fondo una grúa nos alienta del carácter procesual de esta
nueva máquina de significados. Máquina deseante y analítica, maquina de sentido y de
incertidumbres, máquina de amor, y de muerte, incluso.
Desde que en 1999 Manuel Muñoz (Córdoba, 1965) comienza a descubrir las
posibilidades discursivas y plásticas de la fotografía, la ha venido utilizando en sus
proyectos ya sea de manera individual en exposiciones como Bajo piel o acompañada
de pinturas y proyectos de instalaciones como pudimos comprobar en La otra orilla del
Eúfrates, última exposición hasta el momento presentada en nuestra ciudad en el 2003.
Desde este último proyecto, y con la interrupción de las imágenes fotográficas que con
el título de Duero presentó a la Cuarta Bienal de Artes Plásticas Rafael Botí, siendo una
de ellas adquirida por dicho organismo, Manuel Muñoz continúa lanzando con sus
imágenes la incertidumbre sobre la civilización y el abandono, la naturaleza y el ser
humano, lo efímero de todas nuestras construcciones ( ya sean vitales, afectivas, políticas,
históricas, lingüísticas y por supuesto urbanísticas) y sobre todo la fragilidad de la
memoria y la importante presencia de la huella humana, algo que hace que sus paisajes
a veces se conviertan en retratos sobre el abandono, en lugares que después de ser
habitados nos muestran la verdadera cara de la desolación.
Estas son las coordenadas entre las que se sitúan Albus y Ollerías, presentando la
primera la imagen de una fábrica abandonada dónde la presencia vital y el recuerdo
de aquellos que allí trabajaron queda patente por la presencia de unos cuadros de
electricidad y colocándose la segunda en ese territorio de transformación, en el que la
sombra de una valla de obra ( testigo silente de aquello en lo que se convertirá en un
futuro este solar derruido) invade el encuadre fotográfico sin aislarnos del verdadero
potencial de las imágenes de Manuel Muñoz, la presencia devastadora de los
recuerdos, la lacerante estética del abandono, las geografías íntimas de los planos de la
demolición.
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NIEVES GALIOT. Retratos de familia.
Pero desde estos presupuestos, Nieves Galiot ha fabulado sobre las relaciones de
pareja y sobre la apariencia, sobre las caricias y el dolor, la infancia y la muerte,
proponiendo tablas de ejercicios para ejercitar el corazón y recordar aquellos cuentos
de la infancia llenos de brujas malas y princesas que iban en busca de un príncipe azul
que casi siempre era batracio.
De la misma manera que las relaciones de pareja y las torturas que en pos de conseguir
la belleza ideal deben sufrir las integrantes del género femenino han sido los dos
grandes yacimientos semánticos de la obra de Nieves Galiot, el interés por desubicar al
grabado del tradicional soporte del papel ha sido otro de los objetivos que ha estado
persiguiendo en series como Trátame como una reina o Caricias, o piezas como Niña
Novia, Lady Shave o Ejercicio de vuelo por parejas.
De estas mismas coordenadas participan las cuatro piezas que conforman Mi sombra
fértil, una nueva indagación en los territorios de la memoria (con todo el potencial
sentimental y connotativo que los recuerdos conllevan) y de una naturaleza
extremadamente artificiosa, continuación de sus investigaciones sobre la anatomía de la
apariencia en un territorio que excede lo humano para descubrirnos lo mucho que hay de
artificial en la ilusión de un mundo natural.
Desde que en la segunda mitad de los años ochenta abandonara los lienzos, la obra de
Fernando Baena (Córdoba, 1962) se ha convertido como dijera en su momento Ángel
Luis Pérez Villén, en una práctica que genera interrogantes, en un ejercicio particular de
acceder al conocimiento.
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Para ello ha puesto en marcha mecanismos de extralimitación de las disciplinas (pintura,
escultura, instalación, fotografía o vídeo) en cuyos límites y fronteras ha estado
manifestando que cualquier práctica artística fundamentada en las experiencias de lo real
o basada en las vicisitudes del compromiso acaba por devenir una obra polémicamente
realista, por no decir además, política, como señalaba Manel Clot en el texto del
catálogo No-separados y no-unidos para la exposición individual que Fernando Baena
presentó en el Palacio de la Merced a mediados de los años noventa.
Y en esta senda abierta ha seguido trabajando Fernando Baena, como podemos ver en
esta pieza de vídeo que lleva por título Caminos de Fernán Núñez, compuesta por ocho
piezas autónomas que cobran sentido pleno en el conjunto, conjunto que subvierte el
tono documental de buena parte de la producción de imágenes en movimiento que se
han venido desarrollando por parte de los artistas en la última década, para plantear
cuestiones que tienen que ver con la familiaridad y el extrañamiento, el localismo y lo
universal, la biografía y la cultura, la intención y la improvisación, el montaje y la
continuidad, la imagen y el sonido o el texto hablado y el texto escrito, provocando
colisiones y fricciones dentro de unas piezas que exceden los corsés genéricos del
paisaje y el retrato, para convertirse en verdaderos alegatos del poder de la
narración. Como decía Spanbauer, qué es un ser humano sin una historia. Al fin y al cabo
sólo somos conversación.
Más allá de servirse de la cámara como testimonio de una realidad cartesiana, Concha
Adán (Córdoba, 1972) se interesó siempre por hacer de ese ojo mecánico un artefacto
para descubrir lo inaccesible.
Desde este territorio de una fotografía no encontrada, sino construida, Concha Adán en
sus inicios estuvo experimentando en territorios limítrofes entre la pintura y la fotografía
con un marcado acento onírico y surreal, utilizando y sirviéndose de técnicas y
procedimientos, soportes y procesos fotográficos en los que los avances de la imagen
digital colisionaban con los rudimentos tradicionales de la disciplina fotográfica.
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territorio indómito para la razón y el ensueño y Divas, su incursión en la artificialidad de
la construcción de la imagen femenina a través de una serie de “documentos”
fotográficos sobre drag queens.
A partir de aquí, Concha Adán continuó experimentando con las emulsiones y los
soportes en series como Sabor a color, en las que el género del bodegón y la
naturaleza muerta volvían a ponerse en entredicho, y presentó retratos y paisajes
íntimos de un marcado carácter metafísico como What they left to us.
La observación de la naturaleza ha sido desde sus inicios uno de los elementos que ha
estado presente de una manera fundamental en la trayectoria pictórica de Miguel
Gómez Losada (Córdoba, 1967).
Así desde el título de sus exposiciones, Memoria, Ida, Fecunda, Paraíso o Tundra, vemos
como las metáforas naturales, el viaje y los recuerdos se han convertido para Miguel
Gómez Losada en territorios para la fuga.
Pero en medio de esta fuga, Miguel Gómez Losada ha estado experimentando en los
últimos años con otros procedimientos artísticos que extralimitan el discurso pictórico
hacia el terreno del objeto y la instalación, tal y como pudimos comprobar en piezas
como los Invernaderos de Tundra o en aquella instalación que presentó en la galería
Arte 21.
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Y uniendo ambas disciplinas, o mejor dicho trazando líneas de fuga entre ambas, se
presenta La voz del zar, una pieza en la que Miguel Gómez Losada combina pintura,
escultura y objeto para trazar un discurso metanarrativo sobre la memoria y la infancia,
la Historia y la fábula, la verosimilitud y la verdad a través de la historia del zar
Nicolás y de su hija Anastasia. Una historia rusa que como el juego de las matroscas
incluye dentro de sí una gran posibilidad de posibles finales.
Con él llegó la felicidad a la pintura. Después de tanta cara triste y tanto espíritu
conventual, Rafael Agredano (Córdoba, 1965) entró como un elefante en una
cacharrería en el arte de los primeros ochenta, lanzando su Titanlux y moralidad a
aquellas plañideras tardomodernas que veían con escepticismo a dónde habían llegado
las boutades de las vanguardias. A la pintura le faltaba cabaret, y Rafael Agredano
fue el maestro de ceremonias en la España posterior al Destape.
No seáis tan aburridos, tan serios, tan intranscendentemente trascendentes, tan moralistas,
tan soberbios-la pintura tiene menos importancia de la que se le da. Los estudios no están
para clavarse puñales sino para pintar. Eso nos decía en aquel famoso texto de 1983, y
en estas coordenadas ha venido desarrollándose la trayectoria artística de Rafael
Agredano, haciendo que de las colisiones de los contrarios (reflexión y percepción,
mirada y lenguaje, emoción contenida y crónica jocosa) surja una obra que ha hablado
de los propios mecanismos del arte en series como Los Sucesos de Avignon según la
narración del marinero.
Y en esta dialéctica de lenguajes aparecen las piezas que presentó en la galería Tomas
March con el título Je t’e maile...moi non plus, en los que experimenta con las
posibilidades de las nuevas tecnologías para presentar un lúcido juego sobre el
lenguaje y la comunicación, la imagen y la palabra, a partir de referencias extraídas
de los chats juveniles. Cultura juvenil y lenguaje, erotismo e informática, imagen y
pintura, qué será lo próximo. Pregunten al camaleón.
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HISAE YANASE. Un puente sobre la tormenta.
Sin llegar a perder la lógica y estética objetual, las esculturas de Hisae Yanase se
potencian por la utilización de sus contenidas escenificaciones, por su extensión y
apropiación de aquellos espacios en los que interviene en una senda que le ha llevado
a reconsiderar nociones genéricas como las de la traslación o interpretación
contemporánea del paisaje y la naturaleza muerta.
Haciendo que la tradición no sea una losa para el presente y lanzando puentes
colgantes entre la cultura occidental (desde el Renacimiento hasta las vanguardias más
extremas) y la oriental (desde el Tao hasta los jardines zen), Hisae Yanase nos descubre
que detrás de las trampas de los discursos sobre la multiculturalidad todavía hay
cabida para lenguajes que disienten del tópico y el souvenir. Muestra de ello son las dos
piezas con las que participa en esta exposición, Contenedores del alma y Tablas.
Partiendo del simbolismo del oro como renacimiento (que ya utilizó Beuys en algunas de
sus acciones, pero que a Hisae le llega por la propia tradición oriental) y de la
reconsideración de un elemento funcional (tablas de fregar) como depositario de
“artisticidad”, las tablas de Hisae se expanden por la sale de exposiciones desde el
suelo hasta el techo, en una mirada que invita a la ascensión. Por el contrario es la
contención lo que nos provoca una mirada introspectiva hacia el interior de esos cofres o
urnas funerarias que Hisae Yanase ha titulado como Contenedores del alma, aquellos
que hacen que la obra de Hisae siga siempre en una perpetua mutación.
Si el mundo es un jardín muy desordenado el arte es una zona de obras. Este parece ser
el veredicto que se desprende de la obra de Antonio I. González -artista inicialmente
vinculado con los territorios de la cerámica que se ha trasladado recientemente al
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lenguaje pictórico- pues sus lienzos translucen una especie de querencia hacia el
fragmento, la superposición y el desorden.
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conciliación y actualización de los argumentos de la modernidad a través de la lógica
del consenso entre posturas y de la acción comunicativa. Todo ello, articulado sobre la
superficie del lienzo o sobre la materia tridimensional de la escultura, convierte a
Povedano en hábil alquimista de los rigores del espacio, la composición y la forma;
pero también de la vibración luminosa del color y su vocación sugestiva.
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negación. De la voluntad de no alineación con el imperio de lo razonable y de la
búsqueda de la contrariedad como argumento surgen estas geometrías asimétricas en
las que ese espíritu de convivencia extrema de planos adquiere una dimensión
conceptual más intensa.
El caso de Javier Flores (Córdoba, 1969) es paralelo al de grandes firmas del arte del
siglo XX como Christian Boltanski o Jannis Kounellis en tanto se presenta como un artista
“clásico”. Su condición de contemporaneidad es pura geografía, azaroso desembarco
en este caótico presente, pues las preguntas que formula su proyecto artístico y las
inquietudes desde las que se aproxima a la creación transcienden cualquier afán de
concreción temporal. No se ocupa, en suma, de pensar su época o de cartografiar el
presente, sino de dar salida a las divagaciones que persiguen a la condición humana de
manera constante e irrenunciable desde su origen.
El laberinto cretense y las correrías mediterráneas de Ulises son los puntales más visibles
de ese bagaje clásico desde el que Flores compone sus esculturas. Obras que entablan
correspondencias entre arte y vida a través del reconocimiento de la vida como un
juego de azar, sin duda perverso, en el que el individuo ya no parece ser defendible
como el héroe heleno que escribe su destino. Más bien –y en esta respuesta sí hay un
cierto desaliento existencial muy de nuestro tiempo- es una pieza inerme en un tablero
de juego, una ficha insignificante en un universo caótico, de ida y vuelta, en el que dios
juega a los dados.
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Instalarse en la duda, seguir preguntando y seguir ampliando los límites del conflicto
estético ha sido, y sigue siendo, el motor del cambio de paradigma en el arte del siglo
XX, ese arte que se firma como transgresor y que defiende que nada en él hay de
certeza, que todo absolutamente es susceptible de ser desarmado, desmontado. Incluso
el propio instrumental de la cultura, las herramientas de la creación dejan de ser
vehículo de ideas para someterse a los rigores del détournement imparable.
El asalto a la cultura, feliz expresión de Stewart Home, sintetiza muy bien esta que
parece ser una nueva tendencia en el arte actual. Al menos así lo pretenden artistas
como Jesús Pedraza (Córdoba, 1978), para quien los mecanismos de transmisión
cultural, en definitiva, los engranajes de la maquinaria de producción simbólica
constituyen el sustento de la obra. Como para otros contemporáneos –véanse, sobre
todo, Alicia Martín o Mateo Maté- el libro, el medio de transmisión cultural por
excelencia, se reinventa y se convierte en el propio eje de la creación. El intermediario
se convierte en protagonista, el medio es el mensaje.
Esta actitud esta salpicada de referencias, más o menos veladas, a esa condición
esquizoide de los tiempos que en defensa del transgénero y la hipertextualidad arma
todo un aparato artístico/literario en el que las dimensiones de lo objetual, lo
conceptual y lo poético se superponen sin solución de continuidad. Pero, además,
ejemplifica cómo ese estado de desequilibrio institucionalizado en el que el objeto y el
concepto, la producción de mercancía y la producción de significado, se solapan es
consecuencia lógica de la implantación de lo que denominamos industria cultural
tardocapitalista.
Los caminos de la pintura, borrados una y otra vez por infinidad de teorías del
holocausto del lienzo, son aún transitados con asiduidad. La comodidad de la vía y la
fluidez comercial del trazado hacen de lo pictórico una disciplina cuyo éxito es,
simplemente, atemporal. Sin embargo, esta metástasis de lo pictórico que en muchas
ocasiones introduce ciertos valores de conservadurismo estético, en tanto afán de
reinstalación de valores formalistas o clasicistas, sigue poseyendo cierta potencialidad
inventiva.
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Tal posibilidad se ha abierto tras la irrupción de un nuevo paradigma de post-
vanguardia en el que esa ambición moderna de purificación de la forma y abstracción
del concepto –responsable en opinión de muchos de un arte hermético e inerte- ha sido
sustituida por un nuevo sentido ecléctico y diferido de la pintura. Un ejercicio de
revisionismo y citacionismo extremo en el que el trasvase aleatorio de referencias y la
intención de reinventar ideas toma las riendas del lienzo.
Aun cuando las claves del trabajo de Fernando Lorite (Jaén, 1971) se orienten
habitualmente por los derroteros de la descripción de espacios imaginarios y por el
construir cajas de luz capaces de generar nuevas perspectivas que atraviesan y
explosionan la mirada, nos permitimos establecer un enfoque arriesgado de su obra a
partir de tres conceptos sobre los que Georges Bataille establecía en 1955 una
fructífera relación: la santidad, el erotismo y la soledad.
Pues, más allá de la especulación barroca con la imagen y los modos de representar
que describe en sus interiores de blanco sobre blanco, descubrimos en Lorite una
búsqueda de la intensidad extrema que nos evoca los argumentos del filósofo francés.
Según Bataille lo que hacía de estas experiencias algo tan sumamente relevante era su
vocación de extremo y de irreductibilidad. Es, precisamente, esa necesidad, inherente al
sentimiento de lo religioso o lo erótico, de producir un desbordamiento de los límites de
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la lógica y un estar fuera de nosotros la mecánica que mueve a las obras que Lorite
presenta en CO 04.
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estético cautivador, una síntesis incuestionable de cómo la vida cotidiana actual se
desenvuelve en un espacio público comercialmente inventado, sometido al modelo
urbanístico Disney.
A la pintura como experiencia le sucede una línea más proyectada en serie, más
conectada bajo un hilván teórico común. Lo que revierte en un resultado que, aunque
trata de mantener esa estética amateur derivada de la abstracción ingenuista que le
caracteriza, se somete a un orden más severo del discurso.
Sobre la producción artística como artefacto abierto que pone en circulación miradas y
conceptos, en suma, sobre la experiencia fenomenológica de la obra de arte versa gran
parte del proyecto estético de Rafael Quintero (Córdoba, 1961). En la lógica de una
economía barroca de la representación el artista construye un ensayo retiniano sobre los
modos de ver, sobre los territorios de convergencia entre el espectador y la obra y
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sobre el modo en que, muy en consonancia con la teoría lacaniana, la obra de arte
funciona como un espejo que devuelve una proyección parcial y construida de quien lo
contempla.
La poética del encuentro con la obra de arte, en la que convergen la propia obra, el
escenario del encuentro y la mirada del espectador hasta completar el acontecer de lo
artístico ha dado sentido al video Night Shot. Una pieza en la que se opera un desarme
radical de toda pretensión esencialista de lo artístico, de todo estatuto de verdad u
objetividad, para desarrollar un ejercicio de contaminación de la experiencia. La
percepción construida, impura que de la obra nos ofrecen la tecnología de visión
nocturna y el propio enfoque del artista no hacen sino reconocer este protagonismo de
las estrategias por encima de las esencias dado que, como ya descubrió Guy Debord,
todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación.
Esta ilustración del espectáculo y el análisis de sus mecanismos está presente también en
Strange Fruit, una instalación que explora los modelos y tácticas de exhibición, que no
habla ya de un arte autónomo sino de una mecánica de la presentación. Un discurso, en
definitiva, que no habla de certezas y objetos, sino de relaciones y vínculos, pues el arte
hoy no se comprende como meros conjuntos de imágenes sino a través de las relaciones
sociales y cultuales que éstos gestionan.
Sin embargo, esta certeza del movimiento, del desplazamiento físico como trasunto
poético de una liberación intelectual que estaba presente en la flanêurie (callejeo) de
Baudelaire o en las acciones de deriva situacionistas no es tan fehaciente en la obra de
Tete Álvarez (Cádiz, 1964). Pues trabajos como Dromos no se despliegan ya en
términos de resistencia o de contraofensiva, ya que esto implicaría el reconocimiento
clásico del arte, en tanto proceso de producción simbólica, como algo escindido de lo
real, como una dimensión autónoma de conocimiento alternativa.
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Lo que ocurre, como tan lúcidamente afirma José Luis Brea, es que en su discurso trabajo
real y producción de imaginario se reconocen como momentos tensionales de un proceso
continuo, sin rupturas. De modo que más que pretender un afuera, una salida o un
desplazamiento crítico respecto de la zona de conflicto –en este caso la competitividad
inherente a todos los acontecimientos de la vida urbana- Tete Álvarez se instala en el
ojo del huracán para hacérnoslo más evidente, para señalizar como más claridad cuáles
son, precisamente, las consecuencias perversas del dominio de las lógicas del mercado
en la vida cotidiana.
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