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CO 04. COORDENADAS EN EL ESPACIO.

Jesús Alcaide y Óscar Fernández

I
La nostalgia es un arma que siempre tiene retroceso. En una ciudad con tanto pasado
como la nuestra echar la vista atrás es una solución de sobra ensayada. Los informes
médicos diagnosticaron numerosas luxaciones cervicales. Ataques de (in)necesaria
nostalgia confirmaron lo que parecía ser una enfermedad crónica. Mirar atrás es
perjudicial para la salud. Siempre hay una vez que es la última. Quizás sólo sea una sola
vez.

Hace cuarenta años tenía lugar en nuestra ciudad una experiencia poco común en el
ámbito de la plástica local. Un grupo de artistas se reunía para poner en marcha el
Salón Córdoba. Corría el mes de julio de 1964, y cuando el sofocante verano ya
invitaba a la huida del asfalto, a unos cuantos artistas se les ocurrió la idea de abrir las
puertas de las dependencias del antiguo Hospital de maternidad para tomarle el pulso
a las manifestaciones artísticas vigentes en la época. Cuarenta años después, el hospital
de Maternidad dejo de dar a luz nuevas vidas, se convirtió en lugar de preparación
para adictos al Derecho, y desde hace unos meses entre las paredes de este edificio con
tanta historia a cuestas se abrieron puertas nuevas por las que debe entrar el aire del
presente. Tomarle el pulso a las manifestaciones artísticas contemporáneas en nuestra
ciudad es un buen comienzo para solicitar un nuevo diagnóstico de la enfermedad. No
es aburrimiento. Tampoco melancolía. Simplemente la necesidad de ir a la deriva.

En 1964, los que aquí escriben ni siquiera habían nacido. Por tanto lo único que podemos
hacer es comentarlo. Podríamos hablar del impulso que a la escena local proporcionó el
reconocimiento del Equipo 57, nunca lo suficientemente valorados para una ciudad que
fue moderna gracias a sus esculturas. Podríamos hablar de la efervescencia a finales de
los sesenta de todos aquellos que habiendo sido adoctrinados en las enseñanzas del
arte moderno comenzaban a encontrarse con los vacíos, la incertidumbre y los pilares
débiles del pensamiento posmoderno. Podríamos hablar de una ciudad que a pesar de
vivir en plena era pop, seguía viéndose en blanco y negro, y no a la manera de un
estampado de Vasarely, sino del gris de los trajes burócratas. Podríamos hablar de
todo eso, pero hemos aprendido desde hace mucho tiempo que el arte es aquello que

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hace que la vida sea más interesante que el arte. Por ello nos quedamos aquí y nos
instalamos en el ahora, para hablar con fluidez de todo aquello que hace de nuestra
ciudad un espacio de reflexión sobre la contemporaneidad. Del resto siempre habrá
quien se ocupe. La arqueología es una ciencia con demasiado predicamento por estos
lares. El pasado siempre está por llegar, pero vamos a empezar a vivir en el presente.
Es tu sitio, y además no está tan mal.

Quizás nos hayamos equivocado en apostar por nuestros propios errores. Quizás sea
más fácil responder que preguntar. Seguro que la certeza es un lugar más habitable,
pero hace tiempo que la incertidumbre tejió sus redes y sólo sabemos que podemos
dudar. De todo y todos.

II

Instalada en la duda –no hay más remedio- la exposición que ahora se presenta como
relectura posmoderna de aquél salón de 1964 aporta un fino hilván de desfase
cronológico que, sin embargo, sintetiza de manera muy efectiva los cambios y
contradicciones acontecidos en la segunda mitad del siglo XX. Cambios y reubicaciones
que han afectado a la propia consideración del Salón, que si bien germina a partir del
ambiente proselitista imperante en las primeras experiencias de exposición pública de
arte de la Academia Francesa en 1663, sólo se instituye con carácter periódico en
1737. Un hecho que paradójicamente se saluda como un triunfo popular ya que es el
público –esta es la primera exhibición de arte abierta a todos- el protagonista y censor
de cuanto en él acontece. De modo que el Salón, hoy entendido como un aparato de
exhibición reaccionario, no fue sino la primera oportunidad en la que la opinión pública,
el arte del presente y la crítica de arte compartían un mismo espacio de circulación y
exhibición.

El propio Thomas Crow destaca este hecho como contraposición al modelo anterior, el
del Antiguo Régimen en el que la experiencia popular del gran arte (…) estaba
abiertamente dirigida y administrada desde arriba. De hecho, el arte no académico que se
practicó en el siglo XVIII, antes de 1737, puede ser considerado mucho más involucrado
con la cultura popular que, incluso, el arte moderno consignado bajo el estandarte de
arte=vida, pues su manera de resistencia a la excelencia académica era integrarse en
acontecimientos populares como ferias, mercadillos, etc. Insiste Crow, como reacción

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consciente a la ausencia de salón. Un fenómeno paralelo ocurrió con la fotografía o el
cinematógrafo que, paradójicamente, sólo fueron tomados en serio cuando salieron de su
entorno popular primigenio: ferias, circos, etc.

A este mismo argumento de un arte que ya no esta ordenado desde arriba responde el
acto de recuperar el protagonismo de los propios artistas en la gestión y coordinación
del Salón que tan significativa fue en la edición de 1964. Sin embargo, también aquí se
trasluce la naturaleza contradictoria de nuestro tiempo. Pues, del mismo modo que se
podría entender el Salón no académico como un producto casi más popular que elitista,
encontramos también muchas dificultades para discernir hoy los límites del high & low,
del arriba y abajo, en definitiva, de esa condición de independencia casi contracultural
frente al arte oficial que se reivindicaba en 1964. Pues hoy ese tomar una posición
exterior, un estar afuera de lo oficial es inviable, no hay salida al sistema.

De este modo, al asociacionismo artístico –que intensifica la dimensión del artista como
activista político- del Salón de 1964, le sucede en 2004 una adopción de eso que
Daniel Bell llamaba la masa cultural y que Hardt y Negri han evolucionado hacia la
idea de multitud. Una noción que defiende la integración de todos los componentes de
la industria cultural: productores, organizadores, espectadores, … En el orden de una
colectividad crítica no jerarquizada, con rangos indiscernibles. Una multitud conectada
por invisibles hilos. Una multitud que aspira a parecerse a aquella rizomática de la que
hablaban Deleuze y Guattari, en la que la máquina revolucionaria, la máquina artística
y la máquina analítica lleguen a ser piezas y engranajes mutuos. Una colectividad en la
que la maquinaria de los afectos engrase el funcionamiento del deseo. No seais ni uno ni
múltiple, sed multiplicidades.

III

En este ambiente tan enrarecido en el que cada argumento contiene su propia negación
el mirar hacia el arte es necesariamente controvertido. La confusión es contagiosa y las
posturas convergentes. De modo que el evitar la doctrina, el trabajar más expandiendo
que perforando y el elaborar cartografías en lugar de genealogías se presentan como
caminos aún transitables. Incluso resulta esquiva hoy la utopía de suma de
individualidades que desarrolló un sentido de colectividad, un movimiento grupal en
1964, ya que parece haber sido reemplazado hoy por una militancia en lo personal

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por un culto social a la egolatría. Aunque, simultáneamente, seguimos reconociendo que
el arte es necesariamente un producto colectivo y lo que ocurre es que esta verdad no
asoma hecha y derecha, según Antonio Negri. En definitiva, en esto, como en casi todo lo
demás, el discurso está por escribir, las preguntas no generan mas que nuevas
interrogaciones. Sólo una certeza: del Salón, de la Córdoba de 1964 y de la ideología
contracultural del arte poco queda cuarenta años después.

MIGUEL RASERO. Las piruetas del funambulista.

Como el funambulista de Genet, Miguel Rasero (Córdoba, 1965) ha aprendido que el


alambre te puede sostener con más seguridad que una carretera.

Artífice de mil piruetas, fabricante de efímeras construcciones, Miguel Rasero se dio a


conocer a finales de los años ochenta con unos collages que marcaron un hito en la
evolución de esta técnica en nuestro país. Revisitando un género de nuevo puesto de
moda por aquellos años como fue el de las naturalezas muertas (más allá de la
frivolidad del bodegón, en la estela de las postrimerías), Miguel Rasero descubría a
partir de Cézanne, un universo propio que el calificó como De Vegetabilibus, y en el que
los tubérculos, las raíces, los tallos y los frutos nos descubrían las trampas del paso del
tiempo, la caducidad de todos nuestros deseos.

Pero después de esta pintura festiva de los ochenta, en la obra de Rasero comienzan a
aparecer misteriosos personajes que nos avanzan cual va a ser el recorrido que va a
desarrollar su posterior trayectoria. Era inevitable, señala Frances Miralles, de la
naturaleza se pasa al hombre, y de éste al símbolo. De un discurso eminentemente
plástico a otro con una mayor carga emocional y conceptual.

Así, sus funambulistas nos inician en el arte del equilibrismo, en la inestabilidad de la


maroma, en aquellos residuos de una edad fabulosa con los que Rasero reflexiona sobre
el oficio de la pintura y sobre la inserción de la experiencia humana en el interior del
discurso pictórico. Una bola en equilibrio. Un inestable juego de maderas entrelazadas.
Una malabarista que danza en soledad frente a un público que sólo espera su caída.
Una luz en medio de la pista. El circo de Rasero acaba de descorrer los telones.
Recuerda que el salto, sigue estando en tí.

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DAMIÁN FLORES. El porqué de sus viajes.

El impulso del viaje se ha mantenido como una constante en toda la pintura de Damián
Flores (Cáceres, 1963). La mirada solitaria, introspectiva y serena de este artista
relaciona su pintura con ese grupo de artistas que huyendo de la tiranía del minimalismo
pictórico, volvieron sus ojos a la pintura metafísica de principios de siglo, para darle una
nueva vuelta de tuerca a las silentes estampas de Carrá, de Chirico o Morandi pero sin
olvidarse de los enigmáticos personajes de Edward Hopper y su poesía de gasolina y
hoteles de carretera.

Junto a Ángel Mateo Charris, Gonzalo Sicre o Marcelo Fuentes, Damián Flores comulga
bajo el credo de una pintura neometafísica que subvierte el referente para hacer que
en la imagen habiten otras connotaciones que no sólo tienen que ver con la propia
geografía del paisaje sino con la construcción que de él se ha formulado en la mirada
del artista, construcción en la que pueden entrar referencias musicales (Paolo Conte),
literarias (Pessoa, Brodsky), geográficas (Lisboa, Venecia, Biarritz, La Habana),
históricas y otras tantas que se funden en el imaginario de una ciudades que nunca
desvelan el misterio de su quietud.

Ciudades y laberintos, subsuelos y villas, embarcaderos y estaciones. Esos son los


elementos con los que Damián Flores construye estos lugares para la ensoñación hecha
realidad, lugares que nos confirman que el viaje es siempre una huída, una escapada
del entorno cotidiano, una salida a la monotonía de los días entre semana.

Viajar, como decía Bowles, no es una manera de vivir, es la única manera de vivir que
conozco. Pero después de coger trenes, de dormir en habitaciones alquiladas, de pasear
por avenidas y subterráneos el viajero se da cuenta de que hay algo de lo que nuca
podrá escapar. De uno mismo, de su viaje interior. Ese es pues el porqué de los viajes de
Damián Flores. Ahí es donde reside el misterio de sus pinturas.

ANTONIO VILLATORO. Botánica nocturna.

La noche no tiene secretos para Antonio Villatoro (Córdoba, 1949) como tampoco los
tiene la pintura. Entre lienzos y luces estroboscópicas, Villatoro ha hecho suyo aquello de
que el arte es aquello que hace que la vida sea más interesante que el arte, pues difícil es
discernir dónde empiezan las ondas concéntricas de una y terminan los límites del otro.

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Arte y vida no como igualdad, sino como esos gemelos que unidos, como en la canción
de Parálisis, se retroalimentaban a través de un cordón umbilical en el que la música, la
noche, los amigos, la pintura, los viajes y la historia daban alimento a una pintura voraz
y omnívora por definición.

Influenciado por el espíritu salvaje de aquel expresionismo que volvieron a poner de


moda alemanes y americanos bien entrada la década de los ochenta, la trayectoria
pictórica de este artista ha ido evolucionando desde ese primer estadio que plasmó en
sus bestiarios hasta sus revisiones de la historia y la cultura en series como Domus Aurea
o los Omeyas, sin olvidarse de una pintura festiva y despreocupada como la que
presentó en El valle de los travestidos, combinando a partes iguales, Max factor y
trascendentalidad, titanlux y posmodernidad, pero sin olvidarse nunca de que la pintura
es lo que sigue importándole por encima de cualquier otra cosa.

Y de pintura hablamos cuando vemos sus Flores de la noche, una penúltima revisión al
género de la naturaleza muerta como ya hiciera en los impresionantes bodegones de
finales de los noventa, al que Villatoro insufla savia nueva a través de su peculiar
interpretación de la doctrina cubista.

Flores que han germinado bajo los neones y los estrobos. Flores de asfalto y de Casa
Campo. Flores que tendrán fecha de caducidad. Flores cortadas con nocturnidad y
alevosía.

MANUEL CASTRO COBOS. Viendo la vida pasar.

Desde el ejercicio de su labor como grabador, la trayectoria de Manuel Castro Cobos


(Córdoba, 1968) ha sabido conjugar las experimentaciones formales de las distintas
técnicas de estampación con un discurso en el que el viaje y el paso del tiempo se han
convertido en núcleos vertebradores de la poética que ha surgido desde mediados de
los años noventa de su particular Taller de lágrimas.

Cuadernos de viajes, espinas y diarios nos fueron preparando para descubrir el


itinerario de un viaje personal que ha terminado por invitarnos a sentarnos en unos
cojines y ver como la vida nos pasa por delante. Cojines que el tiempo ha gastado y en
cuyos perfiles han comenzado a crecer clavos y espinas. Cojines que se pasean por las
hojas de un diario para descubrirnos que la sociedad del bienestar nos ha curtido en mil

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batallas contra la pereza. Cojines que expanden el soporte del grabado hacia el
territorio ya de por si expandido de la escultura y el objeto para presentar nuevos
territorios que explorar en futuras expediciones.

Con el ambiguo título de Receptores de confort, Manuel Castro nos presenta el reverso
de la sociedad del bienestar, la cara oculta de esos cojines que se expanden por la
sala de exposiciones para inquirirnos a preguntas nada cómodas ni confortables. Detrás
de todo elogio de la pereza, se esconde un revulsivo que nos incita a actuar. Los
colchones chirrían demasiado, las poltronas son perjudiciales para la salud.

Pasamos demasiado tiempo tumbados viendo como la vida moderna tiene lugar en la
pantalla de la televisión, como diría Mirzoeff. El tiempo pasa y se va enredando en
forma de espinas sobre el tórculo de Manuel Castro. Deja que tu mirada descanse sobre
sus cojines y pronto se pondrán en marcha los mecanismos de la acción.

CARMEN OSUNA. La máquina y los solteros.

Haber nacido en un lugar como La Rambla, centro productivo de artesanía y cerámica,


ha determinado gran parte de las últimas producciones de Carmen Osuna (Córdoba,
1962).

Quizás como dijo Joyce, deberíamos recuperar al final de nuestras vidas el lenguaje
materno, y algo así se ha producido en los últimos discursos escultóricos de esta artista
que comenzó a decantarse por la tridimensionalidad a finales de los años ochenta, en un
periodo fuertemente marcado por la gubia del neoexpresionismo, al que Carmen Osuna
se adhiere desde postulados figurativos con la utilización de la madera como material
determinante de las obras de esta primera fase.

Después pasó por una valoración del género paisajístico, completamente expandido y
extralimitado, en el que las referencias y relaciones con las matemáticas y la ciencia, la
naturaleza y el artificio, el yo y los otros, relacionan su obra con escultores como Deacon
o Artschwager.

Pero entrada la década de los noventa, se produce un nuevo giro en la trayectoria


escultórica de Carmen Osuna. Un giro que se potencia por la valoración del sujeto y el
lenguaje, por la interpretación de discursos artísticos como los de Marcel Duchamp y sus

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máquinas deseantes, por el propio discurso constructivo de la escultura y sobre todo por
una suspensión en la propia comunicación del mensaje artístico.

De todas estas características participa esta inquietante Sobremesa, sobre la que formas
orgánicas parecen haber sido seccionadas por un plato giratorio de naturaleza
industrial, mientras que en el fondo una grúa nos alienta del carácter procesual de esta
nueva máquina de significados. Máquina deseante y analítica, maquina de sentido y de
incertidumbres, máquina de amor, y de muerte, incluso.

MANUEL MUÑOZ. Sobre el abandono.

Desde que en 1999 Manuel Muñoz (Córdoba, 1965) comienza a descubrir las
posibilidades discursivas y plásticas de la fotografía, la ha venido utilizando en sus
proyectos ya sea de manera individual en exposiciones como Bajo piel o acompañada
de pinturas y proyectos de instalaciones como pudimos comprobar en La otra orilla del
Eúfrates, última exposición hasta el momento presentada en nuestra ciudad en el 2003.

Desde este último proyecto, y con la interrupción de las imágenes fotográficas que con
el título de Duero presentó a la Cuarta Bienal de Artes Plásticas Rafael Botí, siendo una
de ellas adquirida por dicho organismo, Manuel Muñoz continúa lanzando con sus
imágenes la incertidumbre sobre la civilización y el abandono, la naturaleza y el ser
humano, lo efímero de todas nuestras construcciones ( ya sean vitales, afectivas, políticas,
históricas, lingüísticas y por supuesto urbanísticas) y sobre todo la fragilidad de la
memoria y la importante presencia de la huella humana, algo que hace que sus paisajes
a veces se conviertan en retratos sobre el abandono, en lugares que después de ser
habitados nos muestran la verdadera cara de la desolación.

Estas son las coordenadas entre las que se sitúan Albus y Ollerías, presentando la
primera la imagen de una fábrica abandonada dónde la presencia vital y el recuerdo
de aquellos que allí trabajaron queda patente por la presencia de unos cuadros de
electricidad y colocándose la segunda en ese territorio de transformación, en el que la
sombra de una valla de obra ( testigo silente de aquello en lo que se convertirá en un
futuro este solar derruido) invade el encuadre fotográfico sin aislarnos del verdadero
potencial de las imágenes de Manuel Muñoz, la presencia devastadora de los
recuerdos, la lacerante estética del abandono, las geografías íntimas de los planos de la
demolición.

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NIEVES GALIOT. Retratos de familia.

La memoria ha sido uno de los elementos vertebradores de la trayectoria artística de


Nieves Galiot (Córdoba, 1968). Partiendo de la profundización en las posibilidades
plásticas del grabado, pronto se apuntan en la obra de Nieves Galiot algunas de los
temas recurrentes en toda su carrera y sobre todo las maneras en las que éstos lo van a
hacer, casi siempre bajo la sombra de un afilado sentido del humor y asociados a las
imágenes sobre la condición femenina.

Pero desde estos presupuestos, Nieves Galiot ha fabulado sobre las relaciones de
pareja y sobre la apariencia, sobre las caricias y el dolor, la infancia y la muerte,
proponiendo tablas de ejercicios para ejercitar el corazón y recordar aquellos cuentos
de la infancia llenos de brujas malas y princesas que iban en busca de un príncipe azul
que casi siempre era batracio.

De la misma manera que las relaciones de pareja y las torturas que en pos de conseguir
la belleza ideal deben sufrir las integrantes del género femenino han sido los dos
grandes yacimientos semánticos de la obra de Nieves Galiot, el interés por desubicar al
grabado del tradicional soporte del papel ha sido otro de los objetivos que ha estado
persiguiendo en series como Trátame como una reina o Caricias, o piezas como Niña
Novia, Lady Shave o Ejercicio de vuelo por parejas.

De estas mismas coordenadas participan las cuatro piezas que conforman Mi sombra
fértil, una nueva indagación en los territorios de la memoria (con todo el potencial
sentimental y connotativo que los recuerdos conllevan) y de una naturaleza
extremadamente artificiosa, continuación de sus investigaciones sobre la anatomía de la
apariencia en un territorio que excede lo humano para descubrirnos lo mucho que hay de
artificial en la ilusión de un mundo natural.

FERNANDO BAENA. El poder de la narración.

Desde que en la segunda mitad de los años ochenta abandonara los lienzos, la obra de
Fernando Baena (Córdoba, 1962) se ha convertido como dijera en su momento Ángel
Luis Pérez Villén, en una práctica que genera interrogantes, en un ejercicio particular de
acceder al conocimiento.

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Para ello ha puesto en marcha mecanismos de extralimitación de las disciplinas (pintura,
escultura, instalación, fotografía o vídeo) en cuyos límites y fronteras ha estado
manifestando que cualquier práctica artística fundamentada en las experiencias de lo real
o basada en las vicisitudes del compromiso acaba por devenir una obra polémicamente
realista, por no decir además, política, como señalaba Manel Clot en el texto del
catálogo No-separados y no-unidos para la exposición individual que Fernando Baena
presentó en el Palacio de la Merced a mediados de los años noventa.

Y en esta senda abierta ha seguido trabajando Fernando Baena, como podemos ver en
esta pieza de vídeo que lleva por título Caminos de Fernán Núñez, compuesta por ocho
piezas autónomas que cobran sentido pleno en el conjunto, conjunto que subvierte el
tono documental de buena parte de la producción de imágenes en movimiento que se
han venido desarrollando por parte de los artistas en la última década, para plantear
cuestiones que tienen que ver con la familiaridad y el extrañamiento, el localismo y lo
universal, la biografía y la cultura, la intención y la improvisación, el montaje y la
continuidad, la imagen y el sonido o el texto hablado y el texto escrito, provocando
colisiones y fricciones dentro de unas piezas que exceden los corsés genéricos del
paisaje y el retrato, para convertirse en verdaderos alegatos del poder de la
narración. Como decía Spanbauer, qué es un ser humano sin una historia. Al fin y al cabo
sólo somos conversación.

CONCHA ADÁN ZURERA. La mirada esquiva de la realidad.

Más allá de servirse de la cámara como testimonio de una realidad cartesiana, Concha
Adán (Córdoba, 1972) se interesó siempre por hacer de ese ojo mecánico un artefacto
para descubrir lo inaccesible.

Desde este territorio de una fotografía no encontrada, sino construida, Concha Adán en
sus inicios estuvo experimentando en territorios limítrofes entre la pintura y la fotografía
con un marcado acento onírico y surreal, utilizando y sirviéndose de técnicas y
procedimientos, soportes y procesos fotográficos en los que los avances de la imagen
digital colisionaban con los rudimentos tradicionales de la disciplina fotográfica.

Así en un principio recopiló las enseñanzas de los grandes fotógrafos de las


vanguardias para abrir una senda que encontró sus mejores series en aquel Finis Africae,

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territorio indómito para la razón y el ensueño y Divas, su incursión en la artificialidad de
la construcción de la imagen femenina a través de una serie de “documentos”
fotográficos sobre drag queens.

A partir de aquí, Concha Adán continuó experimentando con las emulsiones y los
soportes en series como Sabor a color, en las que el género del bodegón y la
naturaleza muerta volvían a ponerse en entredicho, y presentó retratos y paisajes
íntimos de un marcado carácter metafísico como What they left to us.

Y en este último grupo debemos enmarcar el reflejo de este deshielo madrileño,


estampa de un paisaje melancólico e íntimo, con el que Concha Adán derrite el iceberg
de la realidad haciendo que se desborde el lago de los sentimientos.

MIGUEL GÓMEZ LOSADA. Una historia rusa.

La observación de la naturaleza ha sido desde sus inicios uno de los elementos que ha
estado presente de una manera fundamental en la trayectoria pictórica de Miguel
Gómez Losada (Córdoba, 1967).

A través de un género como el paisaje Gómez Losada ha estado hablándonos de la


memoria y los estados de ánimo, pues ha sido la suya una estrategia pictórica que
nunca ha comulgado con el credo del realismo, sino que se ha servido de los asideros de
la realidad pero dejando siempre presente que lo que en el cuadro ocurre es sólo algo
que está allí y en ningún sitio más.

Así desde el título de sus exposiciones, Memoria, Ida, Fecunda, Paraíso o Tundra, vemos
como las metáforas naturales, el viaje y los recuerdos se han convertido para Miguel
Gómez Losada en territorios para la fuga.

Pero en medio de esta fuga, Miguel Gómez Losada ha estado experimentando en los
últimos años con otros procedimientos artísticos que extralimitan el discurso pictórico
hacia el terreno del objeto y la instalación, tal y como pudimos comprobar en piezas
como los Invernaderos de Tundra o en aquella instalación que presentó en la galería
Arte 21.

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Y uniendo ambas disciplinas, o mejor dicho trazando líneas de fuga entre ambas, se
presenta La voz del zar, una pieza en la que Miguel Gómez Losada combina pintura,
escultura y objeto para trazar un discurso metanarrativo sobre la memoria y la infancia,
la Historia y la fábula, la verosimilitud y la verdad a través de la historia del zar
Nicolás y de su hija Anastasia. Una historia rusa que como el juego de las matroscas
incluye dentro de sí una gran posibilidad de posibles finales.

RAFAEL AGREDANO. El hombre de las mil caras.

Con él llegó la felicidad a la pintura. Después de tanta cara triste y tanto espíritu
conventual, Rafael Agredano (Córdoba, 1965) entró como un elefante en una
cacharrería en el arte de los primeros ochenta, lanzando su Titanlux y moralidad a
aquellas plañideras tardomodernas que veían con escepticismo a dónde habían llegado
las boutades de las vanguardias. A la pintura le faltaba cabaret, y Rafael Agredano
fue el maestro de ceremonias en la España posterior al Destape.

No seáis tan aburridos, tan serios, tan intranscendentemente trascendentes, tan moralistas,
tan soberbios-la pintura tiene menos importancia de la que se le da. Los estudios no están
para clavarse puñales sino para pintar. Eso nos decía en aquel famoso texto de 1983, y
en estas coordenadas ha venido desarrollándose la trayectoria artística de Rafael
Agredano, haciendo que de las colisiones de los contrarios (reflexión y percepción,
mirada y lenguaje, emoción contenida y crónica jocosa) surja una obra que ha hablado
de los propios mecanismos del arte en series como Los Sucesos de Avignon según la
narración del marinero.

Pero si por algo se ha caracterizado la obra de Rafael Agredano en los noventa ha


sido por la elección del soporte fotográfico como territorio en el que hacer colisionar las
problemáticas del discurso vital y artístico de este artista con un epílogo aún sin
confirmar.

Y en esta dialéctica de lenguajes aparecen las piezas que presentó en la galería Tomas
March con el título Je t’e maile...moi non plus, en los que experimenta con las
posibilidades de las nuevas tecnologías para presentar un lúcido juego sobre el
lenguaje y la comunicación, la imagen y la palabra, a partir de referencias extraídas
de los chats juveniles. Cultura juvenil y lenguaje, erotismo e informática, imagen y
pintura, qué será lo próximo. Pregunten al camaleón.

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HISAE YANASE. Un puente sobre la tormenta.

A través de la reconsideración del trabajo artesanal Hisae Yanase (Chiba Impagun,


1943) ha planteado a lo largo de su ya dilatada trayectoria en el territorio de la
escultura hecha en cerámica cuestiones que ya apuntara Rosalind Krauss en su famoso
texto sobre la expansión escultórica en el seno de la recién nacida posmodernidad.

Sin llegar a perder la lógica y estética objetual, las esculturas de Hisae Yanase se
potencian por la utilización de sus contenidas escenificaciones, por su extensión y
apropiación de aquellos espacios en los que interviene en una senda que le ha llevado
a reconsiderar nociones genéricas como las de la traslación o interpretación
contemporánea del paisaje y la naturaleza muerta.

Haciendo que la tradición no sea una losa para el presente y lanzando puentes
colgantes entre la cultura occidental (desde el Renacimiento hasta las vanguardias más
extremas) y la oriental (desde el Tao hasta los jardines zen), Hisae Yanase nos descubre
que detrás de las trampas de los discursos sobre la multiculturalidad todavía hay
cabida para lenguajes que disienten del tópico y el souvenir. Muestra de ello son las dos
piezas con las que participa en esta exposición, Contenedores del alma y Tablas.

Partiendo del simbolismo del oro como renacimiento (que ya utilizó Beuys en algunas de
sus acciones, pero que a Hisae le llega por la propia tradición oriental) y de la
reconsideración de un elemento funcional (tablas de fregar) como depositario de
“artisticidad”, las tablas de Hisae se expanden por la sale de exposiciones desde el
suelo hasta el techo, en una mirada que invita a la ascensión. Por el contrario es la
contención lo que nos provoca una mirada introspectiva hacia el interior de esos cofres o
urnas funerarias que Hisae Yanase ha titulado como Contenedores del alma, aquellos
que hacen que la obra de Hisae siga siempre en una perpetua mutación.

ANTONIO I. GONZÁLEZ. El arte en construcción.

Si el mundo es un jardín muy desordenado el arte es una zona de obras. Este parece ser
el veredicto que se desprende de la obra de Antonio I. González -artista inicialmente
vinculado con los territorios de la cerámica que se ha trasladado recientemente al

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lenguaje pictórico- pues sus lienzos translucen una especie de querencia hacia el
fragmento, la superposición y el desorden.

Sobre la base de un discurso tradicionalmente cartesiano y acomodado en la certeza


como es el de la geometría y la ordenación de la superficie pictórica en campos de
color, el artista ambiciona construir precisamente todo lo contrario: paisajes llenos de
incertidumbre, geometrías interiores.

Prefigura González el desorden real de la Gramática urbana explorando la ciudad no


como reducto del orden sino como manifestación extrema de una existencia disfuncional.
De hecho, estrategias de desmontaje del orden aparente como la deconstrucción
derridiana son las que comprenden a una obra que invierte grandes esfuerzos en
negarse a sí misma, en borrar, ocultar o desdibujar cada una de las líneas y figuras que
traza.

A esta dialéctica del hacer y deshacer, del iluminar y oscurecer simultáneamente


responde una pintura en la que triunfa el principio de incertidumbre. A él responde un
despliegue agotador de quiebros y solapamientos conducentes al hartazgo del sentido
y a la consecución de un ambiente crispado y contradictorio en el que ya no tiene
sentido preveer una solidez estructural ni aferrarse a la afirmación de la normalidad o
a la poética del orden como discurso único. Definitivamente, el arte de Antonio I.
González se ratifica en la mascarada, admite el encriptado y la crisis como procesos
naturales de un arte vivo, un arte en construcción.

CRISTOBAL POVEDANO. Razón sin transcendencia.

Hablar de neoconstructivismo en Córdoba es hablar de Cristóbal Povedano (Córdoba,


1933). Hombre formado simultáneamente en la disciplina cartesiana de la arquitectura
y en la lógica de la seducción de las Bellas Artes, ha sido capaz de sintetizar de manera
brillante ambas condiciones: la aritmética del espacio y la sensualidad del color. De
modo que el conflicto eterno entre razón y emoción, idealismo y sensibilidad se disuelve,
casi se interpreta como una dialéctica ridícula que no hacía sino encrespar posturas
estéticas ya de por si radicales.

La estrategia de Povedano podría decantarse, entonces, por esos caminos de la razón


sin transcendencia que desarrolla el pensamiento de Jürgen Habermas, una forma de

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conciliación y actualización de los argumentos de la modernidad a través de la lógica
del consenso entre posturas y de la acción comunicativa. Todo ello, articulado sobre la
superficie del lienzo o sobre la materia tridimensional de la escultura, convierte a
Povedano en hábil alquimista de los rigores del espacio, la composición y la forma;
pero también de la vibración luminosa del color y su vocación sugestiva.

En la pintura S/T su estética de la conciliación parece tomar cuerpo a partir de la teoría


de la interactividad del espacio plástico formulada por Equipo 57. Desde este punto de
partida que constituye el más radical ejemplo de análisis matemático del arte, de
normativa en la creación, inicia un trabajo de matización, casi subversión, del
extremismo del Equipo mediante la introducción de tonalidades intermedias, de planos
superpuestos y velados, pero sobre todo de una atmósfera de calidez hedonista que
desactiva definitivamente la vehemencia analítica para construir un territorio intermedio
entre la aritmética y la emoción, la distancia espacial y la calidez tonal.

JACINTO LARA. Pensar desde el límite.

La complejidad y contradicción con la que el arquitecto Robert Venturi inauguraba el


controvertido discurso posmodernista en 1966, es parcial responsable del programa
artístico desplegado por Jacinto Lara (Córdoba, 1953). Si bien la suya es una postura
aun más poliédrica pues compone un verdadero palimpsesto de ideas y experiencias
aprendidas en la filosofía oriental, en la mitología mediterránea, … De este modo
acomoda a su estética esa idea, también gestada por un arquitecto, Charles Jencks, de
un eclecticismo radical que lo ha llevado a trabajar con Sánchez Cotán, con el Capitán
Trueno o con Mark Rothko.

Este espíritu de la paradoja, de lo uno y lo múltiple y de la yuxtaposición de lecturas ha


traspasado, recientemente, el orden de la representación para derivar hacia los propios
modos de hacer. Así ocurre en obras como Koan del mismo lado y Koan del centro,
esculturas de pared en las que la administración del caos y la contradicción atañe a la
propia concepción del trabajo.

Son piezas capaces de construir lo escultórico a partir de la ausencia de profundidad


física y simbólica pero que amplifican intensamente su condición de estructuras
paradójicas. Formas imposibles, en definitiva; trazos que, como los Koans de los
maestros zen, eluden lo unívoco albergando simultáneamente su afirmación y su

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negación. De la voluntad de no alineación con el imperio de lo razonable y de la
búsqueda de la contrariedad como argumento surgen estas geometrías asimétricas en
las que ese espíritu de convivencia extrema de planos adquiere una dimensión
conceptual más intensa.

JAVIER FLORES. Laberintos.

El caso de Javier Flores (Córdoba, 1969) es paralelo al de grandes firmas del arte del
siglo XX como Christian Boltanski o Jannis Kounellis en tanto se presenta como un artista
“clásico”. Su condición de contemporaneidad es pura geografía, azaroso desembarco
en este caótico presente, pues las preguntas que formula su proyecto artístico y las
inquietudes desde las que se aproxima a la creación transcienden cualquier afán de
concreción temporal. No se ocupa, en suma, de pensar su época o de cartografiar el
presente, sino de dar salida a las divagaciones que persiguen a la condición humana de
manera constante e irrenunciable desde su origen.

Los mecanismos de la existencia: la memoria, el trayecto –simultánea conciliación de lo


estático o duradero con lo dinámico e intangible- dan sentido, por tanto, a un discurso
estético que toma forma a través de laberintos, archivos de imágenes, etc. Mediante
estas metáforas del tránsito existencial, del recorrer/transcurrir por los acontecimientos
biografiados, que constituyen obras como las presentadas en esta exposición Jugando a
buscar el centro número 6 y número 11, Flores propone una visión muy concreta, un
esbozo de respuesta a esa cuestión universal del propio existir, basada en la idea
homérica de la vida como viaje.

El laberinto cretense y las correrías mediterráneas de Ulises son los puntales más visibles
de ese bagaje clásico desde el que Flores compone sus esculturas. Obras que entablan
correspondencias entre arte y vida a través del reconocimiento de la vida como un
juego de azar, sin duda perverso, en el que el individuo ya no parece ser defendible
como el héroe heleno que escribe su destino. Más bien –y en esta respuesta sí hay un
cierto desaliento existencial muy de nuestro tiempo- es una pieza inerme en un tablero
de juego, una ficha insignificante en un universo caótico, de ida y vuelta, en el que dios
juega a los dados.

JESÚS PEDRAZA. Asalto a la cultura.

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Instalarse en la duda, seguir preguntando y seguir ampliando los límites del conflicto
estético ha sido, y sigue siendo, el motor del cambio de paradigma en el arte del siglo
XX, ese arte que se firma como transgresor y que defiende que nada en él hay de
certeza, que todo absolutamente es susceptible de ser desarmado, desmontado. Incluso
el propio instrumental de la cultura, las herramientas de la creación dejan de ser
vehículo de ideas para someterse a los rigores del détournement imparable.

El asalto a la cultura, feliz expresión de Stewart Home, sintetiza muy bien esta que
parece ser una nueva tendencia en el arte actual. Al menos así lo pretenden artistas
como Jesús Pedraza (Córdoba, 1978), para quien los mecanismos de transmisión
cultural, en definitiva, los engranajes de la maquinaria de producción simbólica
constituyen el sustento de la obra. Como para otros contemporáneos –véanse, sobre
todo, Alicia Martín o Mateo Maté- el libro, el medio de transmisión cultural por
excelencia, se reinventa y se convierte en el propio eje de la creación. El intermediario
se convierte en protagonista, el medio es el mensaje.

Esta actitud esta salpicada de referencias, más o menos veladas, a esa condición
esquizoide de los tiempos que en defensa del transgénero y la hipertextualidad arma
todo un aparato artístico/literario en el que las dimensiones de lo objetual, lo
conceptual y lo poético se superponen sin solución de continuidad. Pero, además,
ejemplifica cómo ese estado de desequilibrio institucionalizado en el que el objeto y el
concepto, la producción de mercancía y la producción de significado, se solapan es
consecuencia lógica de la implantación de lo que denominamos industria cultural
tardocapitalista.

JOSÉ IBAÑEZ. La pintura como trama.

Los caminos de la pintura, borrados una y otra vez por infinidad de teorías del
holocausto del lienzo, son aún transitados con asiduidad. La comodidad de la vía y la
fluidez comercial del trazado hacen de lo pictórico una disciplina cuyo éxito es,
simplemente, atemporal. Sin embargo, esta metástasis de lo pictórico que en muchas
ocasiones introduce ciertos valores de conservadurismo estético, en tanto afán de
reinstalación de valores formalistas o clasicistas, sigue poseyendo cierta potencialidad
inventiva.

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Tal posibilidad se ha abierto tras la irrupción de un nuevo paradigma de post-
vanguardia en el que esa ambición moderna de purificación de la forma y abstracción
del concepto –responsable en opinión de muchos de un arte hermético e inerte- ha sido
sustituida por un nuevo sentido ecléctico y diferido de la pintura. Un ejercicio de
revisionismo y citacionismo extremo en el que el trasvase aleatorio de referencias y la
intención de reinventar ideas toma las riendas del lienzo.

En el caso de José Ibañez (Córdoba, 1954) esta relectura de la herencia se centra en la


propia tradición de la modernidad y en la perspectiva desde la que, por ejemplo,
Jackson Pollock se enfrentaba al lienzo en blanco. Concretamente, ese hacer que el
propio trazo, que el gesto impregnado de color constituya el referente de la pintura y
el trabajar sobre los efectos de profundidad que genera la superposición de
aplicaciones del pigmento es inequívoco rastro de Pollock que Ibañez reescribe desde
una estética menos visceral y ritualizada. Pues el artista cordobés no opera tanto con el
gesto como con la trama; su planteamiento rizomático de la pintura, en tanto extensión
horizontal de una red de pinceladas conectadas, trabaja desde una estética más
compositiva que afectiva.

FERNANDO LORITE. Hacia una intensidad extrema.

Aun cuando las claves del trabajo de Fernando Lorite (Jaén, 1971) se orienten
habitualmente por los derroteros de la descripción de espacios imaginarios y por el
construir cajas de luz capaces de generar nuevas perspectivas que atraviesan y
explosionan la mirada, nos permitimos establecer un enfoque arriesgado de su obra a
partir de tres conceptos sobre los que Georges Bataille establecía en 1955 una
fructífera relación: la santidad, el erotismo y la soledad.

Pues, más allá de la especulación barroca con la imagen y los modos de representar
que describe en sus interiores de blanco sobre blanco, descubrimos en Lorite una
búsqueda de la intensidad extrema que nos evoca los argumentos del filósofo francés.
Según Bataille lo que hacía de estas experiencias algo tan sumamente relevante era su
vocación de extremo y de irreductibilidad. Es, precisamente, esa necesidad, inherente al
sentimiento de lo religioso o lo erótico, de producir un desbordamiento de los límites de

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la lógica y un estar fuera de nosotros la mecánica que mueve a las obras que Lorite
presenta en CO 04.

La afiliación de su obra a los códigos de la erótica o la mística es pertinente, incluso, en


órdenes más prosaicos como el trabajar en términos abstractos de luz, percepción y
ausencia de color así como en el recurrir a la crisálida como forma simbólica. En cierto
modo, todos estos elementos remiten a una estética de lo transcendente, de aquello que
se empeña en superar o metamorfosear su propia naturaleza para construir una
experiencia de estallido –estalla, por ejemplo, el espacio interior del contenedor de luz
a través del reflejo infinito en los espejos- que se vehicula a través de una mística muy
particular.

MANUEL BAUTISTA. Kitsch suburbano.

Aun cuando su trabajo se ha desarrollado habitualmente sobre los rudimentos técnicos


de la imagen generada por ordenador, la obra de Manuel Bautista (Córdoba, 1974)
no es nada virtual -si es que algún sentido tiene hoy tratar de diferenciar estos términos
de real/virtual-. Pues nada hay en su trabajo que no sea reflexionar o ilustrar sobre la
realidad del presente, sobre lo que acontece a su alrededor. En suma Bautista es, como
cualquier habitante de la videosfera, un espectador. Es a través de la imagen como se
desenvuelve su trabajo pues, como afirma Nicholas Mirzoeff, ver es más importante que
creer.

En este caso la voluntad de visualización de aspectos significativos de la actualidad ha


encaminado su interés hacia el universo excéntrico de la feria ambulante. En este marco
de saturación visual y arquitectura móvil se sintetizan muchas de las reflexiones sobre las
nuevas condiciones de espacialidad y simulación que acompañan al último Bautista. Pues
es el marco ideal sobre el que germinan, de una manera radical, las nuevas condiciones
del construir lugares y configurar espacios que caracterizan la era posmoderna.

Una época en la que el strip comercial de Las Vegas es el referente, en la que la no


permanencia física- que se alía con la necesidad de caducidad, de novedad
permanente de la lógica del consumo- y la descripción de una forma deslumbrante son
los cánones universales. El nuevo paradigma, es por tanto, el de simular lugares y
construir temporalmente. Vivir sobre ruedas y detenerse sólo para alimentar la cultura
del espectáculo. El kitsch suburbano y la arquitectura portátil son, además de un motivo

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estético cautivador, una síntesis incuestionable de cómo la vida cotidiana actual se
desenvuelve en un espacio público comercialmente inventado, sometido al modelo
urbanístico Disney.

MANUEL GARCÉS. Tipologías informales.

La definición de espacios fingidos y el inventario de arquitecturas imaginarias siempre


había estado presente en la obra de Manuel Garcés (Córdoba, 1972); sin embargo, no
ha sido hasta la realización de sus series más recientes como Barrio cuando esta especie
de inclinación tipológica hacia lo construido ha adquirido un protagonismo exclusivo. Las
claves de la propuesta estética formulada a lo largo de su trayectoria: suspensión
espacial, imaginación formal, estética inacabada y fluidez cromática, se someten ahora
al orden programático del análisis de la forma y del diseño en arquitectura.

A la pintura como experiencia le sucede una línea más proyectada en serie, más
conectada bajo un hilván teórico común. Lo que revierte en un resultado que, aunque
trata de mantener esa estética amateur derivada de la abstracción ingenuista que le
caracteriza, se somete a un orden más severo del discurso.

Sin embargo, a pesar de esta idea de experimentalidad casi científica –organizando,


incluso, las fotografías y dibujos por orden numérico-, la obra no pierde un ápice de la
apariencia lúdica e informal que también ha acompañado a Garcés desde el principio.
Aunque el orden taxonómico encamina los pasos del trabajo, en ningún momento se
despega de la frescura de lo improvisado, de la aleatoriedad del hecho a mano. De
modo que es en el intersticio entre rigor y capricho, entre método y juego donde Garcés
pretende desenvolverse, pues para él la arquitectura es precisamente eso: un difícil
ejercicio de conciliación entre los requisitos de funcionalidad y el juego con los tipos, los
volúmenes y las formas.

RAFAEL QUINTERO. Representaciones neobarrocas.

Sobre la producción artística como artefacto abierto que pone en circulación miradas y
conceptos, en suma, sobre la experiencia fenomenológica de la obra de arte versa gran
parte del proyecto estético de Rafael Quintero (Córdoba, 1961). En la lógica de una
economía barroca de la representación el artista construye un ensayo retiniano sobre los
modos de ver, sobre los territorios de convergencia entre el espectador y la obra y

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sobre el modo en que, muy en consonancia con la teoría lacaniana, la obra de arte
funciona como un espejo que devuelve una proyección parcial y construida de quien lo
contempla.

La poética del encuentro con la obra de arte, en la que convergen la propia obra, el
escenario del encuentro y la mirada del espectador hasta completar el acontecer de lo
artístico ha dado sentido al video Night Shot. Una pieza en la que se opera un desarme
radical de toda pretensión esencialista de lo artístico, de todo estatuto de verdad u
objetividad, para desarrollar un ejercicio de contaminación de la experiencia. La
percepción construida, impura que de la obra nos ofrecen la tecnología de visión
nocturna y el propio enfoque del artista no hacen sino reconocer este protagonismo de
las estrategias por encima de las esencias dado que, como ya descubrió Guy Debord,
todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación.

Esta ilustración del espectáculo y el análisis de sus mecanismos está presente también en
Strange Fruit, una instalación que explora los modelos y tácticas de exhibición, que no
habla ya de un arte autónomo sino de una mecánica de la presentación. Un discurso, en
definitiva, que no habla de certezas y objetos, sino de relaciones y vínculos, pues el arte
hoy no se comprende como meros conjuntos de imágenes sino a través de las relaciones
sociales y cultuales que éstos gestionan.

TETE ÁLVAREZ. Señalizando la esfera pública.

No es casualidad que pensadores de nuestro tiempo como Negri y Guattari hablen de


verdades nómadas, de la necesidad de reconstruir el movimiento revolucionario y de
liberación social, o que Virilio caracterice la sociedad actual como una sociedad
dromocrática, dominada por la velocidad en los desplazamientos, de nuevo, por el
nomadismo. Pues la movilidad es el estímulo de la “motividad”.

Sin embargo, esta certeza del movimiento, del desplazamiento físico como trasunto
poético de una liberación intelectual que estaba presente en la flanêurie (callejeo) de
Baudelaire o en las acciones de deriva situacionistas no es tan fehaciente en la obra de
Tete Álvarez (Cádiz, 1964). Pues trabajos como Dromos no se despliegan ya en
términos de resistencia o de contraofensiva, ya que esto implicaría el reconocimiento
clásico del arte, en tanto proceso de producción simbólica, como algo escindido de lo
real, como una dimensión autónoma de conocimiento alternativa.

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Lo que ocurre, como tan lúcidamente afirma José Luis Brea, es que en su discurso trabajo
real y producción de imaginario se reconocen como momentos tensionales de un proceso
continuo, sin rupturas. De modo que más que pretender un afuera, una salida o un
desplazamiento crítico respecto de la zona de conflicto –en este caso la competitividad
inherente a todos los acontecimientos de la vida urbana- Tete Álvarez se instala en el
ojo del huracán para hacérnoslo más evidente, para señalizar como más claridad cuáles
son, precisamente, las consecuencias perversas del dominio de las lógicas del mercado
en la vida cotidiana.

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