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EL REINO DE LOS ESPEJOS

Érase una vez hace mucho, mucho tiempo que existía un reino muy peculiar. Su
peculiaridad consistía en que todo el palacio, todas las casas que lo rodeaban, la plaza,
las fuentes, eran de espejos. Los habitantes de aquel reino, no se sabe muy bien por qué
habían sido educados desde siempre en la creencia de que aquel o aquella que se
despojara de los espejos morirían sin su reflejo. Es así como la gente de este reino
adornaban sus ropas con espejos, sus casas, sus útiles de trabajo.
El palacio de aquel reino era deslumbrante; puertas elevadizas de espejo, estanques de
espejo, cisnes, ánforas, cuadros de espejo. No había ni un centímetro que no estuviera
cubierto por este material. Por supuesto que nuestras majestades el rey, la reina y el
príncipe iban totalmente acordes con esta extraña creencia; coronas de espejo, camas
reales de espejo, caballos de espejo. Pero la vida en el reino no siempre había sido así.
Hubo un tiempo en el que la vida allí era normal, es decir, sin necesidad de los espejos
para nada.
Una mañana el príncipe fue a dar una vuelta por los alrededores del palacio. Vistió su
caballo con la montura de espejo, tomos sus espuelas de espejo, su sombrero, su capa y
su espada de espejo y comenzó a cabalgar. Era un día fabuloso, el sol bañaba todo el
reino y su reflejo era tan brillante que casi podía dejar ciego a cualquiera. Al príncipe
empezó a molestarle tanto destello así que decidió adentrarse en el bosque en busca de
un poco de sombra, pero buscando y buscando sombra se fue adentrando demasiado,
tanto, que cuando se quiso dar cuenta no sabía donde estaba. Intentó retomar el camino
de vuelta pero no supo cómo. Buscaba el hilo de luz brillante de su palacio pero no
conseguía verlo, allí estaba demasiado oscuro para sus ojos, no estaba acostumbrado a
tan poca luz sin reflejo. La situación comenzó a angustiar a su caballo que no dejaba de
moverse de arriba abajo violentamente hasta que en una de las idas y venidas llegó a
tirar al suelo a su dueño. El príncipe en un estado de semiinsconciencia vio como su
caballo salía corriendo sin él pero tal era el dolor provocado por la caída que no pudo
mover ni uno de sus músculos. Cuando el príncipe volvió a abrir los ojos no sabía donde
estaba. Era un lugar de penumbras y de olor penetrante a musgo y flores silvestres.
Comenzó a realizar un recorrido con la vista de todo lo que le rodeaba, pero todo estaba
nublado. En ese momento una voz dulce le susurró algo por su izquierda: “Shhhh… no
temas, aquí estás a salvo”. Por alguna extraña razón no sintió miedo a pesar de todo lo
sucedido y de no saber donde se hallaba. Parecía como si esa voz la conociera de toda la
vida. Pero el pánico no tardó en llegar. Cuando los ojos del príncipe se fueron
adaptando a ese lugar y pudo ver lo que había allí sintió tal miedo que enmudeció. Se
vio a él mismo desnudo a la vez que vio una casa desnuda y una silueta de mujer
desnuda. Entre balbuceos y un llanto que podría desconsolar a cualquiera gritaba:
“pe..,pe…, pero que tipo de bestia eres tú , que quieres de mí, no me hagas daño, no me
hagas daño, repetía constantemente”. Aquella voz dulce que pertenecía a una campesina
de ojos de agua y manos de seda intentó tranquilizarlo pero era imposible. Al cabo de
unas horas, cuando el príncipe dejó de llorar, buscó algo para cubrirse porque estaba
desnudo, o lo que era lo mismo para él, sin espejos, y buscó también algo para cubrir
aquella casa que estaba desnuda, o lo que era lo mismo para él, sin espejos y ante el
fracaso de no encontrar nada para él ni para la casa con las que vestir, buscó algo para
cubrir a aquella campesina que lo miraba con paciencia desnuda, o lo que era lo mismo
para el, sin espejos. Cuando el príncipe hubo gritado, pataleado, insultado, se dejó
desplomar. Nunca en su vida se había sentido tan inseguro, tan desnudo y eso era un
sentimiento nuevo para él, un sentimiento contra el que se rebelaba. El caso es que este
príncipe extenuado de poner resistencias ante algo que era invencible para él, pensó que
lo mejor sería dejarse morir. Sintió como el aliento de vida se le iba, que sus padres el
rey y la reina no podrían resistir la tristeza de encontrarlo muerto y desnudo en aquel
lugar o lo que es peor, quizás nunca encontraran su cuerpo y lo dieran por desaparecido
para siempre. Los escabrosos pensamientos del príncipe fueron interrumpidos por la
muchacha que ya no pudo soportar más la necedad de éste y que a pesar de su paciencia
comenzó a vociferar: “Eh, tú, el desnudo, quieres levantarte de una vez”. El príncipe le
contestó: “Cállate bruja y déjame morir en paz, después de todo lo que me has hecho”.
La muchacha que no daba crédito a las palabras de éste le dijo: “Como quieras pero te
recuerdo que estás en un bosque que comienza a oscurecer en el que los lobos no
tardarán en oler tu rastro”. Al príncipe le sacudió un escalofrío al escucharla pero no
iba a permitir que las palabras de aquella bruja lo engañaran, así que sin inmutarse
siguió con su macabra retaíla de pensamientos. La muchacha hizo un gesto de furia
contenida por el desagradecimiento de aquel tipo y se metió en la casa. Las horas
pasaban y el príncipe seguía vivo pensando y pensando en cosas tristes. No entendía
nada, estaba desnudo, inseguro, no podía contemplarse en nada y no moría. Para colmo
aquella bruja tenía razón, ya se podían oír aullidos de lobos allá a lo lejos que
provocaban escalofríos en él. En uno de los aullidos el príncipe se incorporó de
inmediato, salió corriendo en dirección a la casa y se metió bruscamente. :“He, hee
pensado que quizás te sentirías más protegida con mi presencia y por eso y solo por eso
he decidido a entrar”. : “Vaya, el cadáver desnudo por fin se decide a hacer algo
coherente”, dijo la muchacha conteniéndose la risa. Dicen que por primera vez el
príncipe en todo ese tiempo observó a aquella mujer que tenía delante, que la observó
detenidamente durante tanto tiempo que se olvido de sí mismo, de si estaba o no
desnudo, de buscar su reflejo en aquella casa y que experimento por primera vez en su
vida un sentimiento de paz infinita. Se fijó en sus ojos de agua, acarició sus manos de
seda y se dio cuenta que sus pies eran de aire. O al menos eso pensó él al sentir que su
cuerpo volátil flotaba en su compañía. El príncipe se acercó a ella y le dijo: “¿quién eres
tú, que vives desnuda en esta casa desnuda ?” . La muchacha le contó toda su historia,
de cómo se había cansado de vivir esclava de su reflejo en el reino, de cómo se sentía
libre en aquel bosque sin espejos. Cuando la muchacha le hubo contado todo con detalle
le tocó preguntarle, devolviéndole la misma pregunta : ¿“quién eres tú”? el príncipe no
supo que decirle, pensó que no podría decirle nada sin tener su reflejo delante para
mostrarle quien era él. La miró a sus grandes ojos de agua con tristeza y cual fue su
sorpresa al verse reflejado en ellos. Se vio nitidamente, se vio claramente como nunca
antes. Por fín lo comprendió todo, su reflejo estaba allí, en aquella muchacha y
seguramente el reflejo de la muchacha estaría en sus ojos. Aquel príncipe comprendió
que el verdadero reflejo, el verdadero espejo aparece cuando nos miramos en el otro.

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