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¿PARA QUÉ SIRVE LA LITERATURA?

PALABRAS DE ÁNGEL MARCEL EN LA APERTURA DEL


TERCER CONGRESO DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
LEER PARA ESCRIBIR

Bogotá, D. C., 26 de mayo de 2005

Permítanme saludar su presencia en este Tercer Congreso de


Literatura Infantil y Juvenil con unas breves palabras acerca de la
utilidad de la literatura, dirigidas a todos ustedes, anfitriones e
invitados, pero de manera especial a los niños y niñas, a los
jovencitos y jovencitas, lectores y escritores en ciernes, que son los
protagonistas de este encuentro.

No recuerdo con exactitud las palabras de los parlamentos, pero lo


que sigue es parte del diálogo entre un periodista de la televisión y
el escritor portugués José Saramago, durante una reunión de
diputados del grupo de la Izquierda Unitaria Europea, realizada en
Lanzarote el 20 de abril de 1997.

–¿Para qué sirve la literatura? –le preguntó el reportero.

–Para nada –contestó Saramago.

Desconcertado porque aquella respuesta no venía de una persona


cualquiera sino de uno de los novelistas más notables de nuestro
tiempo –dos años después recibiría en Estocolmo el premio Nobel
de literatura-, un hombre que, además, ha dedicado su vida al
ejercicio honesto y pulcro de las letras, el entrevistador no se dio
por vencido e insistió:

–Pero, ¿por qué para nada? ¿No resulta extraño que un maestro
como usted, el autor de El año de la muerte de Ricardo Reis,
Manual de pintura y caligrafía, Alzado del suelo, Casi un objeto,
Viaje a Portugal, Memorial del convento, La balsa de piedra,
Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo, Ensayo
sobre la ceguera y Todos los nombres, afirme que la literatura no
sirve para nada?

–Para nada –confirmó Saramago. Y agregó–: Tome usted las obras


literarias más notables, las de Occidente si quiere, que son las más
cercanas a nosotros; tome las que mejor hayan puesto el dedo en la
llaga de la miseria humana, las que con mayor alarma y agudeza
hayan advertido acerca del peligro que representa para el mundo
nuestra especie; tome usted, por ejemplo, las tragedias de Sófocles,
la Comedia de Dante, El Quijote, los dramas y tragedias de
Shakespeare, las novelas de Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Musil,
Camus, Sartre, las que quiera, y estará de acuerdo conmigo en que
ninguna de esas obras –ni todas ellas en conjunto- han logrado
cambiar un ápice la historia de la barbarie humana.

–Muy bien, señor Saramago –aceptó el periodista-. Demos por


cierto lo que afirma. Entonces, dígame ¿para qué escribe?

–Ese es otro cuento –dijo Saramago-. Si bien es cierto que la


literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, y
en ese sentido no abrigo ninguna esperanza con respecto a ella, a
mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor
vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para
querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y
envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los
humanos.

Cuanta razón tiene Saramago. Convengamos con él en que la


literatura no sirve para cambiar el mundo, pero sí para querer más a
los perros y para ser personas más benignas y decentes.

Pero un momento. Si alguien me preguntara para qué sirven los


juguetes, con la venia de Perogrullo y del Chavo del ocho,
contestaría que para jugar. O para “juegar”, como dice el Chavo. Sé
que la risa y la burla ante semejante respuesta –verdad que por
sabida, es de necios e imbéciles decirla- poco a poco se iría
desdibujando en una sonrisa de aprobación e, incluso, en un gesto
de adhesión, si el preguntón entendiera que jugar, además de hacer
funcionar un juguete, significa también desbaratarlo, no sólo para
observar cómo nos divierte, sino también –y lo que es mejor- para
rehacerlo y, si tenemos suerte y nos interesa, para construir uno
nuevo a nuestra imagen y semejanza.

Recuerdo la severidad con que se nos castigaba en la niñez a mi


hermano y a mí, por el atrevimiento de desarmar los juguetes: un
carrito de cuerda con cabeza y trompa de elefante; un avión de
cenefas rojas y amarillas en el fuselaje y flores en las alas, y un tren
de hojalata cuyo silbido se perdía en territorios ignotos, debajo de

2
las camas. Pero también recuerdo las sonrisas de aprobación de
nuestros padres y abuelos cuando las piezas de esos objetos
descompuestos –y otras que diseñaba nuestro ingenio infantil- nos
servían para impulsar un tren nuevo con las hélices del avión en
ruinas, y para construir un pequeño barco que navegaba en la
alberca movido con la cuerda del carrito desbaratado.

Qué maravilla. No sé por qué después de semejante epifanía, mi


hermano y yo abandonamos nuestros sueños de ingenieros y
resultamos jugando con las palabras. Tal vez porque la literatura es
una especie de ingeniería verbal que permite a quien la ejerce con
pasión de adolescente enamorado y espíritu de hechicero, construir
esas máquinas milagrosas que son los poemas, esos artilugios de
magia en que se erigen los cuentos, los ingenios de precisión con
que nos asombran ensayos y tratados, y esos mundos dentro de
mundos –prodigios de la imaginación- que constituyen las novelas.

Qué maravilla. Hace poco, ya adulto mayor, como graciosa o


socarronamente nos llaman a los viejos; hecho y derecho y de pelo
en pecho, como describe Sancho a Dulcinea, y más o menos
“cucho”, como deben verme hoy mis jóvenes alumnos –aunque por
fortuna niño del alma todavía-, Lewis Thomas, un escritor
neoyorquino e investigador en patología, me sorprendió con el
portento de la palabra maravilla. En un delicioso ensayo en el que
propone –como reemplazo de las antiguas- siete nuevas maravillas
para el mundo moderno, a saber: uno, el planeta Tierra, por haber
favorecido la aparición del ser humano, capaz a la vez del más alto
altruismo y de las acciones más atroces y viles; dos, una bacteria
capaz de sobrevivir a altísimas temperaturas en las que ninguna
otra forma de vida sería posible; tres, el oncideres, una especie de
escarabajo cuya hembra diseca mediante un corte circular la rama
en la que pone los huevos; cuatro, el llamado virus raspador
compuesto al parecer de pura proteína que, sin embargo se replica
sin necesidad del DNA; cinco, la célula receptora del olfato por la
sofisticación de las funciones que cumple; seis, la termita por su
capacidad y eficiencia en el trabajo colectivo; y siete, el niño por la
adquisición portentosa del leguaje durante su infancia; en ese
ensayo –repito- Thomas nos dice que las palabras maravilloso y
milagroso provienen “de una antigua raíz indoeuropea que
significaba simplemente reír o sonreír. Hay que sonreír con
admiración en la presencia de algo maravilloso (por cierto,

3
admiración viene también de esa raíz, junto con mirror, que en
inglés quiere decir espejo).”1

Como ven, ya estamos jugando con las palabras, lo cual es un buen


comienzo. Les sugiero que, en compañía del mismo Lewis Thomas,
juguemos ahora con la palabra inmundo. Si consultamos el
diccionario veremos que inmundo significa puerco, sucio,
asqueroso, nauseabundo, repugnante, cochambroso, mugriento.
También, impuro, vicioso, impúdico y deshonesto. Como lo anterior
puede resultar desagradable –sobre todo aquí, en la sesión
inaugural de este Tercer Congreso de Literatura Infantil y Juvenil-,
les propongo que a inmundo le quitemos el in, para que nos quede
la palabra mundo.2 Qué milagro. Qué maravilla. Sonreímos de
admiración al descubrir que originariamente mundo significó limpio,
pulcro, aseado, neto, depurado, claro, terso, diáfano, intacto y
acendrado, pero también fruncimos el ceño al reconocer que el
hombre está haciendo del mundo una inmundicia.

¿Otro juego? Pero éste para las niñas y profesoras. ¿De dónde
proviene la palabra cosmos? Si encuentran dificultad en
contestarme, les daré una pista: la palabra cosmética. Shampoos,
cremas, lociones y perfumes; limpiadores, tonificantes, mascarillas,
jabones, tinturas –¿se me olvida algo? Sí-, fijadores, sombras,
bases, delineadores de ojos y de labios, polvos compactos,
pestañina, lápices labiales, brillos, correctores, bálsamos, esmaltes
y quitaesmaltes, hacen parte del cosmos de la cosmética, de ese
mundo tan próximo a la estética que tiene que ver con el adorno,
con el arte de componer y hermosear. Qué maravilla. De nuevo
sonreímos con admiración al comprender que el cosmos, es decir el
mundo, además del de limpio y pulcro, tiene implícito el significado
de belleza, orden, equilibrio y armonía, pero nuestra sonrisa se
desdibuja y desbarata al constatar en qué desorden lo tenemos.

Leemos y escribimos con la conciencia de que la literatura no habrá


de cambiar el mundo, pero sí a nosotros mismos, en la medida en
que nos haga más amables y comprensivos, mejores personas,
seres humanos tolerantes, capaces de aceptar a los demás en sus
irrenunciables diferencias.

1
THOMAS, Lewis. “Siete maravillas”. En: GARDNER, Martin. Los grandes ensayos de la
ciencia. México: Nueva imagen, 1999. Pág. 391.
2
Ibid. Pág. 396.

4
Leer para escribir quiere decir que asumimos los textos como
juguetes para divertirnos, es cierto, pero también para desarmarlos
y aprender cómo los construyen sus autores, de manera que, con
su ejemplo, podamos componer los nuestros.

Leer para escribir significa que, ante el portento de los libros,


sonreímos maravillados, para que después se maravillen nuestros
lectores, y sonrían también con los textos que escribamos a fuerza
de trabajo y a costa de nuestras lágrimas y sudores.

Leer para escribir significa –por lo que a mí concierne- que durante


muchos años he tenido que pasar “las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio”3 no sólo para construir mi
mundo interior –no sabría decirles si rico o pobre, armónico o
deforme, en todo caso honesto-, lo que ha implicado pelear a veces
con palabras e ideas, y jugar casi siempre y divertirme con ellas,
sino también para lograr cierta habilidad y cierto conocimiento del
oficio –digamos que cierta destreza artesanal- de los que fui
consciente cuando pude por fin, hace mucho tiempo, escribir este
poema:

Nada sabes, mi niño, del modelo


que los nombres proponen. Nada sabes
del viaje riguroso de las aves
cuando su canto intentas, y su vuelo.

Nada sabes del mundo paralelo


y, sin embargo, intuyes bien las claves;
con alas de papel haces tus naves
y con la luna llena un caramelo.

Buques que vuelan, lunas de confite,


mi niño hecho de juegos hasta el punto
que nada digo en serio si te nombro,

pues las letras contemplas y el convite,


el orden y el desorden, todo junto,
con redondez insólita de asombro.4
3
DE CERVANTES SAAVEDRA, Miguel. El ingenioso hidalgo don Quijote de la mancha. En:
Obras completas. Barcelona: Editorial Juventud, 1964. Pág. 435.
4
ÁNGEL MARCEL. Obra poética. Colección Tréboles. Bogotá: Fondo de publicaciones del
Gimnasio Moderno. 1997. Pág. 30.

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