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P ORFIRIO BARBA JACOB: ÁNGEL Y DEMONIO

“De simas no sondeadas,


subía a las estrellas”

¿Quién fue, realmente, este hombre extraño que se hizo llamar


por tantos nombres, que escribió con tan insólita desesperación
y que ahora es considerado como uno de los líricos más eminentes
de la lengua española? Desde el momento de su muerte,
críticos incisivos y comentaristas ligeros, exegetas profundos y
hermeneutas de la lírica se han prodigado en ditirambos y, en la
mayoría de las veces, la emoción panegírica ha ahogado la justipreciación
equilibrada.

No quiero intentar un ensayo biográfico del poeta, porque


esta labor, dada la poli patética existencia que arrastró por todas
las tierras de América, sería penoso esfuerzo para allegar datos
y para construirlos cronológicamente, hasta encontrar el retrato
fiel del caballero y el bohemio, del artista y el vagabundo, del
hombre de sociedad y del visitante de los paraísos artificiales,
pues todo lo fue, en mezcla increíble y dinámica. En Guatemala
y México –acaso los lugares en donde discurrió la parte más
creadora de su proceloso devenir vital– conversé largamente con
gentes que estuvieron muy cercanas de su cariño y de su trajinar
cotidiano. Rafael Arévalo Martínez –el mismo que sobre él escribiera
ese libro luminoso y arcano que se llama “El Hombre que
parecía un Caballo”–; Paco Méndez –quien hacía sus primeras
letras en “El Imparcial” de Guatemala, cuando Barba Jacob era
jefe de redacción–; Carlos Wild Ospina –su amigo y discípulo en
Guatemala y México, uno de los primeros estilistas de América,
fallecido en 1959–; José Pagés Llergo –compañero de redacción
del poeta en el “Universal” de la capital mexicana, hace treinta
y cinco años–; en fin, gentes que lo conocieron en la dimensión
íntima, que alternaron con él tanto en la rutinaria faena como
en las noches borrascosas, encendidas de versos y amparadas por
las llamas rutilantes de los alcoholes.

Todos vieron en él distintas personas, como es lógico. Pero


nadie vio mediocridad. Para todos fue un espectáculo intenso de
vitalidad y de inteligencia, de inquietud y de poderosas intuiciones.
“A nadie llegué a amar tanto en mi vida, como no fuera a mi
esposa”, afirmó el viejo Rafael Arévalo Martínez, cuya diáfana
vida a nadie podrá permitir el equívoco de considerar ese amor
otra cosa que el producto de la admiración y las afinidades espirituales.
“América no vuelve a producir una inteligencia tan vigorosa
y tan capaz de penetrar al conocimiento de los fenómenos más
disímiles”, afirmó por su parte, David Vela –director del diario
“El Imparcial”– y un hombre de estudio bastante conocido en
Centro América.

Indudablemente, Barba Jacob fue deslumbrante. Los que le


conocieron le admiraron, bien por su penetración intelectual,
bien por la inigualable habilidad para recitar sus versos, bien por
la belleza de sus estrofas, bien por la seducción arrebatadora de
su conversación ductilísima. Nadie estuvo más lejos de la mediocridad.
“Fue grande en sus abismos”, dice él mismo, en uno de sus
poemas más bien logrados. Munificente, millonario, limosnero,
intelectual, borracho, en todos sus aspectos, en todas las aristas
de esa personalidad polifacética, tuvo siempre la grandeza del
talento y el dinamismo de las intuiciones geniales.

Ejemplo, el más papable y más conocido literalmente, de este


deslumbramiento que irradiaba el poeta, lo tenemos en el testimonio
escrito por Rafael Arévalo Martínez, “El Hombre que
parecía un Caballo”, libro encandilado, visión supraterrena, mística,
de ese hombre mágico, enfocado en una dimensión suprahumana.

Leamos algunos apartes:


En el momento en que nos presentaron, estaba en un extremo
de la habitación, con la cabeza ladeada, como acostumbraban
estar los caballos, y con aire de no fijarse en lo que pasaba
a su alrededor. Tenía los miembros duros, largos y enjutos,
extrañamente recogidos, tal como los de uno de los protagonistas
de una ilustración inglesa del libro de Gulliver. Pero mi
impresión de que aquel hombre se asemejaba por misterioso
modo a un caballo no fue obtenida entonces sino de una manera
subconsciente.

En esa misma prístina escena de nuestra presentación, empezó


el señor de Aretal a desprenderse, para obsequiarnos,
de los traslúcidos collares de ópalos, de amatistas, de esmeraldas
y de carbunclos que constituían su íntimo tesoro. En
un principio de deslumbramiento, yo me tendí todo, yo me
extendí todo, como una gran sábana blanca, para hacer mayor
mi superficie de contacto con el generoso donante. Las
antenas de mi alma se dilataban, lo palpaban y volvían trémulas
y conmovidas y regocijadas a darme la buena nueva:

“ E ste es el hombre que esperabas; este es el hombre por el que


te asomabas a todas las almas desconocidas, porque ya tu
intuición te había afirmado que un día serías enriquecido por
el advenimiento de un ser único”.

Y cuando se levantó para marcharse, lo seguí aherrojado y


preso como el cordero que la zagala ató con lazos de rosas.
Ya en el cuarto de la habitación de mi nuevo amigo, éste, apenas
transpuestos los umbrales que le daban paso a un medio
propicio y habitual, se encendió todo él, se volvió deslumbrante
y escénico como el caballo de un emperador en una
parada militar.

¡He aquí la más arrebatadora expresión de un deslumbramiento


casi religioso!

Alberto Velásquez –el admirable poeta banquero guatemalteco,


que fue su gran amigo– me decía por su parte: “Barba Jacob
fue el hombre más elegante y refinado que he conocido. Al llegar
a una ciudad, lo primero que averiguaba era la dirección del mejor
sastre y la del mejor maitre de cuisine, como correspondía a un
dandy de permanente e impecable flor en el ojal y a un gastrónomo
de hondos conocimientos en el arte del buen comer”.

¿Qué más testimonios de sus amigos íntimos en las épocas


centroamericanas? Acaso el más hondo y completo es el aportado
por don Julián de Marchena, cultísimo bibliotecario de San
José de Costa Rica, hombre de libros y de poetas, de escritores y
de diario trajinar con las labores de la pluma.

“Cuando conocí a Barba –explica– se acababa de fundar en


México el diario El Tiempo, por ahí en los alrededores de 1923,
bajo la dirección de Jesús Rávago. El objeto del periódico era
combatir la candidatura del general Plutarco Elías Calle, en aquel
entonces Ministro y candidato oficial a la presidencia. El editorialista
del periódico era Barba Jacob. ¡Qué carga de dinamita la
que explotaba diariamente desde esas columnas polémicas, llenas
de furia apocalíptica! Era un panfletario genial. Un día, en
el patio de la redacción de El Tiempo, me dijo: “Antes de 24 horas
habré salido de México. Esta gente no aguanta mis editoriales.
Están asustados, como niños de teta en presencia del Coco. La
policía debe estar aguardándome a la puerta...”

“Y así era. “Tiene que abandonar el país, inmediatamente”,


le dijeron. Tuvo qué hacerlo. Se vino a Honduras y posteriormente,
rayó otra vez el mapa suramericano, en su primer viaje
de regreso a Colombia”.
[…]

NUESTRA TORCIDA POSICIÓN INTELECTUAL


Falsedad Creadora

Nuestro país tiene espiritualmente una configuración de


concha marina, orientada hacia los ritmos que vienen allende
el océano. La concepción de la cultura es, directamente, la acumulación
de informaciones librescas del extranjero. Y nuestros
hombres de pensamiento argumentan: “El influjo extranjero no
es malo. Por el contrario, es absolutamente indispensable. Ningún
pueblo de la tierra puede pensar en construir nada efectivo
en el terreno espiritual si no se nutre en las fuentes eternas de la
cultura de Occidente, durante los últimos tiempos representada
tan admirablemente por Francia”.

Esto es indudable. Pero lo que no se puede es tomar el todo


por las partes. No se puede confundir el acopio de informaciones
sobre el pensamiento humano con la tarea constructora de
operar, en la medida de las posibilidades, sobre la realidad que
nos circunda. Es muy fácil caer en el exceso –en que incurren
la mayoría de los escritores, pintores, músicos colombianos– de
menospreciar las expresiones de la propia verdad y vivir la vida
importada que viene en los libros, las estampas, las sinfonías y
las películas foráneas.

En este sentido, debemos reconocer que nuestro país –la capital


en mayor modo– es una ínsula. Aislada casi por completo
de los fenómenos protuberantes que encarnan nuestra realidad
actual. Con un poderoso complejo de inferioridad que nos cierra
los ojos ante la belleza de lo autóctono. Ínsula, atenta apenas a
los sones que encuadran otra realidad, tan diferente y apartada,
que el puente de unión resulta inimaginable. La vida, a través de
lo que los turistas traen en sus maletas europeizantes, resulta
absoluta, diametralmente opuesta a la que alienta en estas regiones
vírgenes, sometidas a procesos muy distanciados dentro
de la evolución humana.

Aparece tan absurdo el apegarse exclusivamente al estudio


y exaltación de lo propio –con prescindencia de las experiencias
que han informado el florecimiento de la cultura en las etapas
históricas– como vivir esas etapas pretéritas, sin atención a los
fenómenos que nos circundan y que nos hablan otro lenguaje y
nos llenan de muy otras sugerencias espirituales.

Lo que es un hecho indubitable es que la realidad americana,


colombiana, está por descubrir. La mayoría de los panoramas
físicos, humanos, sociales, de nuestro continente están inéditos.
Apenas –en el mejor de los casos– han impresionado la retina
ávida de un curioso viajero del arte.

Las portentosas realidades de la selva amazónica –apenas presentidas,


mejor que estudiadas por Rivera–; las soledades místicas
y arenosas de la Guajira –apenas intuidas por un poeta–; las
tremendas vertientes de nuestros grandes ríos vertebrales, con
su elemento humano sui-generis, sus violencias y sus sismos humanos;
las inediteces de Urabá o la armonía paradisíaca de San
Andrés y Providencia, son motivos de creación inimitables.

En la sola Antioquia, la región baja del Nechí y el Cauca posee


geológicamente un aspecto de la mayor imponencia. Ríos gigan-
tescos, de cursos irregulares, habitados por caimanes, serpientes
y toda clase de peces que centellean a los rayos solares como una
exposición zoológica.

Las vertientes, en su mayoría, no han sido holladas y ofrecen


la elemental fiereza con que fueron sacadas de la nada. Árboles
robustos, malezas enmarañadas como crucigramas de la naturaleza,
sombrías grutas húmedas por el tránsito vermiforme de
los ofidios, playas donde bostezan los saurios y el calor gesta la
vida de millones de insectos. Por sobre esta región puede viajarse
largamente en avión, encima de selva virgen, de montañas intocadas,
de retorcidos árboles que cobijan alimañas y fieras. Los
hombres que habitan esta región, resto de los trabajadores que
acompañaron a las casas extranjeras que explotan las minas de
oro, son recios y elementales, adaptados al calor de la canícula
y plenos de fuerza pasional como el trópico que los rodea. Sus
dolores, afanes y alegrías serían motivos para pintar, en cuentos
y novelas, una verdadera geografía humana, plena de jugos y de
vitalidad restallante.

Con tal material físico y anímico, qué de bellezas no fabricarían


los grandes novelistas franceses, que ahora son admirados
ciegamente por nuestros hombres de letras y que –por desgracia
para ellos– no pueden hacer otra cosa que reflejar –después del
caos bélico– una realidad dolorosa, producto de los desbarajustes
morales y de las bancarrotas afectivas que han creado las hecatombes
militares.

La angustia del sartrismo –correspondiente a una dolorosa


etapa espiritual del pueblo francés, destruído en sus soportes
más íntimos por la guerra– no debe ser para nosotros sino un
motivo de una dolorosa admiración lejana.
[…]

INDOAMÉRICA ES LA ESPERANZA
Frente a la situación caótica de la literatura europea, América
Latina es la esperanza. Su literatura es de grito, de anunciación.
Lejos de las complicaciones metafísicas, apartada de la influencia
directa de las guerras, pero abocada a una realidad que por
muchos aspectos es más violenta, toda se convulsiona en un
movimiento gestatorio. No es por ello una literatura social, si
queremos entender ese término, torcidamente, como pregón o
combate de banderías políticas.

Es social por cuanto refleja la angustia de los distintos pueblos


que, en medio de una naturaleza primitiva, se debaten en
los problemas elementales de las tiranías, los privilegios, la ex
plotación de todos por unos cuantos, los obstáculos para la solución
de los imperativos iniciales de albergue, comida y amor.
América es fundamentalmente la expresión de una raza nueva.
El continente es una prodigiosa multiplicidad de potencialidades
naturales. Selvas, bosques, marañas del trópico, poblados
por hombres indios, negros y mestizos, en un aluvión de sangres
dispares, que todavía se hallan en la probeta gestatoria.

No se han precipitado aún los componentes para la formación


de la raza amazónica, única, adaptada al trópico y enriquecida
por la variedad de orígenes que viajan en su ancestro. Una raza
que apunta con sus apetitos y sus fuerzas telúricas, amasadas en
el largo y lento caldear de la “Vorágine”. Una raza sufrida, explotada,
“descubierta”, sometida a los abusos de los imperialismos,
de los caciquismos, de las tiranías de tipo patriarcal. Llena
de ansias de libertad. Recia, en su estampa de bronce naciente.

Todos los personajes de Rómulo Gallegos son indios, negros


o mestizos. El blanco aparece apenas para contrarrestar y hacer
relieve. Pero se le nota lejano y desadaptado. Es el extranjero. El
hombre de Europa, que llegó sobre el lomo de la codicia y la gula
inconfesables.

Los grandes novelistas de América Hispana han sido fieles a


su paisaje humano y geográfico. Han captado el choque con una
realidad llena de poderío, así como el advenimiento del hombre
nuevo, que domeñará la naturaleza salvaje e impondrá una gran
civilización y una honda cultura, como en el sueño bolivariano.
“De todos los países de la tierra –auguraba Bolívar, en la ‘Carta de
Jamaica’– vendrán al continente Americano a beber cultura”.
Y los novelistas nuestros han gritado, frente a su paisaje de
selvas y a su raza mulata, las verdades nuevas de una realidad
nueva.

Aquí salta un interrogante persistente: ¿debe ser nuestra literatura


costumbrista? Algunos han afirmado que el único camino
para llegar a lo universal es el local y esta paradoja debe
aplicarse a la obra de arte, que nunca será grande si no parte del
detalle circunstancial para llegar a lo íntimo humano. Afirman,
igualmente, que todo lo que sea profundamente fiel a la verdad
del hombre y de la geografía, es, por la analogía que existe en lo
viviente, eterno y grande.

Me parece que la discusión –que a veces ha servido para tormentosas


sesiones en las academias y para polémicas interminables
en libros y periódicos– descansa sólo en una definición
parcial de lo que debe ser el elemento autóctono en la creación
de arte.

Si se trata de la “moda”, de artificio arbitrario impuesto por


el prejuicio en una sociedad y en un momento determinado de
su desarrollo, es comprensible que lo autóctono carece de perennidad
y grandeza. Hay quienes creen que costumbrismo es escribir
sobre lo típico superficial, lo pintoresco y llamativo, o hacer
diálogos en jerga provinciana. Es cosa bien distinta a la fidelidad
que el escritor debe sostener con su ambiente y su raza.
El retrato de aquella reacción elemental, íntima, propio de
una sociedad en su contacto con el medio exterior, habremos de
admitir que –por obra y gracia unidad y eternidad de lo arcaico,
profundo humano– sea un camino para llegar a lo más universal
y general.

Es costumbrista verdadero el que sabe escuchar el alma de sus


semejantes y expresar su íntima verdad. El hombre, en el fondo,
es idéntico, en cualquier período de la historia y en cualquier
punto de la tierra.

Lo importante es atender a lo que tiene de humano, sin dejarse


ofuscar por las apariencias. Es preciso reflejarlo en su
ambiente, con las características impuestas por su cultura, su civilización,
sus costumbres, su geografía, sin prescindir del poderoso
fondo de sus grandes pasiones, sus necesidades elementales, sus
dolores y su asombro ante el milagro incomprensible del mundo
circundante.

Pese a lo que han hecho sus grandes novelistas, está mucho


por hacer en América. Estos tienen –cada día con mayor fuerza–
la obligación de presentar el resultado de sus viajes por el
barro americano y por el alma simple de sus hombres.
Su importancia es de campana o clarín. Su grito resuena
–como lo demuestran las más genuinas creaciones continentales–
a lo largo de las generaciones, al igual que llamadas al orden,
que imperativos de urgentes cambios en la estructura de los organismos
sociales integrantes del mosaico, pleno de innumerables
posibilidades, que es América.

Juan Marinello decía que “La Vorágine” vale más que mil
manifiestos políticos. Y así es porque su pregón va dirigido al
hombre del trópico y es una alerta ante los peligros de la naturaleza
que puede devorarle y ante los explotadores que también lo
devoran. “El Señor Presidente”, del guatemalteco Miguel Ángel
de Asturias, representa el aviso de un profeta sobre los peligros
de las tiranías, que por su parte destruyen tanto o más que la
naturaleza, la entidad vital de los pueblos criollos.
La verdadera, escasa y noble literatura que se ha hecho a lo
largo de América tiene ese sentido mesiánico, proféticos, anunciativo.
Es un grito de pueblos que buscan su camino, entre
escollos de toda índole, mientras se sacuden en los dolores del
alumbramiento.

Desde las advertencias tremendas de “Viñas de la Ira”, de John


Steinbeck –una de las excepciones luminosas en el panorama de
Norteamérica novelística– el pueblo se retuerce de dolor, de incomprensión
y de anhelos de grandeza en “Raza de Bronce”, de
Alcides Arguedas –precursor, si se quiere, de la novela indigenista,
de contenido humano social– pasando por “Los de Abajo”,
del mexicano Azuela, “Huasipungo”, del ecuatoriano Jorge Icaza
y “El Mundo es Ancho y Ajeno”, del peruano Ciro Alegría.
[…]

FERNANDO GONZÁLEZ: UN HOMBRE QUE SE DESNUDA

El maestro González es una personalidad polipatética, rica y


extraordinaria. Intentar aprehenderlo en la endeblez de un somero
estudio es, cuando menos, necedad. Multiforme y contradictorio,
místico y mundano, lírico y escéptico, el hombre que
talvez signifique la mayor inteligencia colombiana, se escapa de
entre las manos, desconcertándonos a todo momento.

En filosofía ha sido tanto hijo de Nietzsche o de Spinoza


como de Rousseau o de los jesuitas. En política ha sido conservador,
liberal, comunista, socialista y nuevamente conservador.

En literatura –poseedor de uno de los más bellos estilos en que


pueda escribirse el idioma castellano– ha fluctuado entre el poeta
de las descripciones panteístas de la naturaleza y del alma, y el
panfletario del más nervudo esguince corrosivo. En su libro “El
Remordimiento” afirma que éste es el mayor timón para empujar
relativamente al hombre y que quien carece de remordimientos
es un ser inane y vacío, porque está estancado.

A nadie mejor que al maestro González pueden aplicarse las


palabras de Hoffdin sobre el filósofo de Engadina: “Si Nietzsche
ocupa un lugar en la historia de la filosofía, no es en razón del
método científico de tratar los problemas, sino en razón de la
manera apasionada, del patetismo, con frecuencia genial, con
que los puntos de vista contradictorios luchan en él y aparecen,
por consiguiente, clara y muy distintamente opuestos”.

Fernando González nos decía que la cultura es el desarrollo


de las fuerzas íntimas latentes, de las posibilidades creadoras que
cada hombre es. Nos explicaba que la personalidad no es más
que el desenvolvimiento de esas potencias interiores, el parte de
las cosas que dentro del espíritu tienen vitalidad y existencia
activa.

En “Viaje a Pie” afirma, después de envidiar largo rato las potentes


barbas de Rasputín: “Absolutamente sinceros: este es el
primer mandamiento. Pensamos que no debíamos hacer sino lo
que saliera de nuestro carácter, y nuestra energía es pobre y no
puede formar un borbollón y dar nobleza y elegancia a un apéndice
corporal. Las barbas embarazaban nuestro espíritu y para
éste no debe ser una traba lo exterior. Siempre hay qué estar cómodos
dentro de la carne y de las ropas; no se deben sentir ajenas.
¿Cuándo un feo, según las leyes de la estética, es bello según la
vida? Cuando la fealdad es cómoda casa del espíritu; cuando la
fealdad no es postiza; cuando las desarmonías y desproporciones
son producidas por el borbotar de la energía. El problema está en
que el espíritu, el soplo divino que Dios infundió al muñeco de
barro, llene la carne y la ropa como la brisa marina hincha las
velas”. Y más adelante: “El secreto de la elegancia, el secreto de
lo que hace siglos buscan los psicólogos, o sea, de la personalidad
magnética, consiste en ser natural; en que el espíritu esté a sus
anchas en la carne, el vestido y el ambiente”.

Así ha intentado vivir él mismo. Con sorprendente naturalidad,


con sincero desnudismo, sin poses, sin caretas, desligado de
consideraciones ajenas y prejuicios. Por eso, por la sinceridad con
que se ha buscado en sus libros –y con que ha buscado la verdad
colombiana– Fernando González ha escrito los mejores apuntes,
en veces geniales, sobre la psicología antioqueña y sobre los problemas
sociológicos del hombre de América.

Ha chocado contra todos, es claro. Ha vivido en franca lucha


contra las incomprensiones, los prejuicios estúpidos, los vicios
de sus conciudadanos. Ha sido, como él mismo se clarifica, “un
hombre a la enemiga”. Pero en su actitud no hay “pose”, no hay
el deseo de llamar la atención o de que la fama recompense las
luchas. Todo en él es espontáneo, descomplicado. La excesiva
modestia que posee no es un gesto histriónico y estudiado. Es la
sencillez con que opina de sus libros, de sus maravillosos libros:
“No valen nada, Alberto. Son puras tonterías, pendejadas”. Y lo
afirma como una verdad simple e incontrovertible.

Este filósofo de rostro rubicundo e infantil, de mirada clara y


asombrada, de cabellos blancos y escasos, de andar elástico,
busca, ante todo, ser igual a sí mismo. Vive buscando a América, en
su entraña, mientras aparta el tremendo fárrago de su poderosa
erudición universal. “Yo no he hecho más en la vida que intentar
quitarme lo que los santos padres jesuitas –sus profesores– me
echaron encima”. Por ello es capaz de escribir que, más que los
centenares de obras observadas en los museos europeos, lo conmovió
hasta las lágrimas una hojita de propaganda, que representaba
a Ponce de León en busca de la fuente de la juventud.

“ ¿Será que yo también estoy buscando la fuente de la juventud


perpetua?”, se pregunta.
[…]
EL ARTE POPULAR DE COSTA RICA

[…]
Concho Vindas es un hombre pequeño, moreno, descuidado
un poco en el vestir, que luce sobre la frente y centro de la cabeza
un mechón intensamente blanco entre sus cabellos intensamente
negros y de cuyo brazo pende, casi siempre, un negro
paraguas funeral.

Es la expresión más autentica del arte popular costarricense


y el depositario de sus manifestaciones folklóricas. Desde 1923,
en aquella época ayudado por Timoleón Garro, emprendió una
campaña radial y prensística de difusión de todos los valores
autóctonos de su país. A veces se desempeña solo en la radio,
imitando a cinco o seis personajes diferentes y presentando una
obra teatral improvisada, sin libretos, sin apuntes, simplemente
lo que va resultando a lo largo del diálogo.

Estos diálogos son campesinos y Vindas apenas tiene qué recordar


innumerables discusiones familiares, regateos en las tiendas
o chismorreos de comadres para dar en la radio la imagen de
su pueblo.

En Costa Rica se le dice “concho” al campesino. De ahí el


nombre que adoptó Evangelista Fonseca Rivas. El apellido es el
más popular y agreste de todos los de aquí. En los programas
perifoneados actúa la familia Vindas, compuesta de los padres,
una hija y un hijo bobo –Toyo, diminutivo de Custodio–. El éxito
alcanzado por tales dramatizaciones se debe a la ductilidad, la
agilidad admirables del carácter de nuestro hombre, al deseo que
siente la gente de verse retratada en lo que tiene de más típico y
característico y, por último, a la utilización de chistes y gracejos
populares, magistralmente llevados al micrófono. Tomemos un
ejemplo de este último: Papá Vindas envía a Toyo por una yegua,
a casa del vecino. Este sospecha que acaso el bobo no tiene
autorización de su padre y actúa por capricho en su petición del
animal. Le pregunta, entonces:

–¿Bueno, “guaro”, no trajiste papel?


–¡Je Je! –contesta el bobo– ¡Caso me la voy a llevar envuelta!...

Concho Vindas, aunque representante del pueblo, no es un


ignorante. Es bachiller y realizó algunos años de estudios profesionales.
Ha viajado por todo Centroamérica y algunos países
del Sur.

Estuvo en Colombia y habla maravillas de la impresión que


le produjo Bogotá. En Guatemala –cosa curiosa– fue profesor...
de ¡geografía!

–Los días más amargos los pasé en el hospital, operado del


estómago. En tres largos meses no pude probar gota de licor...
salvo el alcohol que se pegaba al termómetro. Cuando me tomaban
la temperatura, dos veces al día... pues eran dos traguitos
que empujaba en el día. ¡Qué suplicio cuando la enfermera
sacudía el termómetro antes de metérmelo en la boca! “¡Por la
Virgen, señorita, no me lo sacuda!”, le gritaba, entonces, presa de
desesperación. No fue eso todo. Un día los empleados del hospital,
encargados de sacar los muertos, se equivocaron de pieza y
entraron en la mía. Yo estaba dormido y desperté con una formidable
sacudida que me pegaron en los pies, listos para meterme
en el cajón. Casi me mata el susto. Apenas alcancé a decirles, con
voz temblorosa:

–¡Todavía no! ¡Si me hacen el favor de esperarse un poquito...!


Y sigue contando:

También he hecho campañas políticas. Actuaba en una campaña


electoral, a favor de la candidatura de Cortés, en 1935. Uno
de mis antiguos peones en la finca, Marcos Picao, se había hecho
rico. Pero lo que no sabía yo era que también se había hecho
furibundo comunista. Vi mi oportunidad. Entré a saludarlo y, de
un tirón, le hablé dos horas sobre la conveniencia de elevar a la
primera magistratura a mi candidato. El viejo me dejó hablar, sin
mover una pestaña. Cuando terminé, pausadamente, preguntó:

–Oiga, mi don Evangelista, ¿no es cierto que a usté le pagan


por eso?
No volví hablar.
[…]

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