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Agustín Adba, Nicolás Downs y Jerónimo Quevedo

Ensayo sobre “El siglo” (de Alain Badiou)

El método que Badiou aconseja para estudiar el siglo XX es el de tomar la producción del siglo de
algunos documentos, algunas huellas que indiquen cómo se pensó el siglo a sí mismo. Respecto al
pensamiento de los nazis, él dice que el hecho de no ponerse a pensar impide también pensar lo que hacían
y, en consecuencia, veda toda política real de prohibición del retorno de ese accionar. Decir que el
nazismo no es un pensamiento (o que la barbarie no piensa) equivale a poner en práctica un procedimiento
de absolución. Lo que debe deshacerse es este procedimiento de absolución, y sólo así podrán construirse
algunas verdades acerca de este aspecto: la lógica de esas verdades supone determinar su sujeto; esto es, la
operación efectiva que pone en juego la negación de tal o cual fragmento de lo real.
A partir de la guerra de 1914-1918 (y luego de dos grandes décadas de invención extraordinaria y
creatividad polimorfa), el siglo se obsesiona con la idea de cambiar al hombre, de crear un hombre nuevo.
Realizar esto último siempre equivale a exigir la destrucción del viejo. Y este proyecto es tan radical que
en su realización ya no importa la singularidad de las vidas humanas: ellas son un mero material. Para
crear un hombre nuevo, es necesario un proyecto político, grandioso, épico, violento. Este siglo es el
advenimiento de otra humanidad, de un cambio radical de lo que es el hombre, y en ese sentido se habrá
mantenido fiel a las extraordinarias rupturas mentales de sus primeros años, con la salvedad de que se va
pasando lentamente del orden del proyecto al orden de los automatismos de la ganancia (desapareciendo,
entonces, el interés por el individuo).
El poema “El siglo”, de Osip Mandelstam y que data de 1923, es fundamental para desarrollar una
noción muy importante del siglo como es el de la bestia. El deber del pensamiento es subjetivar el siglo
como una composición viviente, pero todo el texto muestra que la cuestión de la vida de esa bestia es
incierta. El interrogante que atraviesa el siglo, en relación con la cuestión del hombre nuevo es: ¿qué es la
verdadera vida, qué significa vivir verdaderamente, con una vida adecuada a la intensidad orgánica del
vivir? Esta identificación vital gobierna el movimiento del poema: vamos a pasar de la mirada posada en la
bestia a la mirada de la bestia (es decir, del cara a cara con el siglo al hecho de que éste mira hacia atrás).
Aparece el historicismo propio de toda la modernidad, un historicismo que se instala incluso en el
vitalismo del poema. Vida e Historia son dos nombres de una misma cosa: el movimiento que arrebata de
la muerte y el devenir de la afirmación. Bajo los términos de Vida e Historia no hay sabiduría individual:
el pensamiento siempre se relaciona con mucho más que el individuo. El proyecto del hombre nuevo
impone la idea de que vamos a obligar a la historia, a forzarla. El siglo XX es un siglo voluntarista, y la
historia es una bestia enorme y poderosa, nos supera y, sin embargo, es preciso sostener su mirada de
plomo y obligarla a servirnos.
El problema del poema, que es también el problema del siglo, radica en el lazo entre el vitalismo y el
voluntarismo, entre la evidencia del poderío bestial del tiempo y la norma heroica del cara a cara. Existe
una especie de incompatibilidad entre la ontología de la vida (homogénea, según Badiou, a la ontología de
la historia) y la teoría de la discontinuidad voluntarista: lo que debemos ver es que la imposición de un
heroísmo de la discontinuidad a la continuidad vital se resuelve, políticamente, en la necesidad del terror.
La subjetividad del siglo organiza de manera completamente novedosa la relación entre fin y
comienzo. En el poema de Mandelstam, el siglo es al mismo tiempo prisión y nuevo día, un dinosaurio
condenado o una joven bestia naciente. Por otro lado, al decir que tiene la vértebra quebrada, deja en claro
que la oportunidad del siglo ya había pasado (signo de nostalgia) y que sólo podía emprender una penosa
reparación de su propia impotencia.
Se puede decir que hay dos vínculos posibles entre el siglo XIX y el XX: la finalidad ideal (el siglo
XX es lo real de aquello cuyo imaginario fue el siglo XIX) y la discontinuidad negativa (el siglo XX es
una pesadilla, la barbarie de una civilización hundida).
En el primer caso, el punto clave es que uno se siente inclinado a aceptar cierto horror. Es decir que
hay una exaltación de lo real hasta en su horror. Lacan vio con mucha claridad que la experiencia de lo
real siempre es en parte experiencia del horror. La verdadera cuestión no pasa en modo alguno por lo
imaginario, sino por saber qué cosa hacía las veces de real en esas experimentaciones radicales.
El arte, en el siglo XX, tiene el papel de unir al hombre y el tiempo: no se trata de una unidad masiva

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sino de una fraternidad íntima, una mano que se une a otra. De lograr su cometido, el arte nos protegerá de
tres dramas: el de la pesadez y el encierro, el de la pasividad, de la tristeza humana y el de la traición, la
herida al acecho, el veneno.
Una tesis esencial del cristianismo establecido, el cristianismo convertido en poder de Estado, es que
el mundo nuevo nace bajo el signo del suplicio y la muerte del inocente. La nueva alianza de Dios con los
hombres comienza por la crucifixión. Éste fue siempre uno de los grandes problemas del cristianismo
oficial, pero también fue uno de los problemas de los inicios del siglo XX: la cuestión consiste en saber
cómo compatibilizar las atrocidades del comienzo con la promesa de un hombre nuevo. Frente a este tipo
de problemas, siempre hubo dos orientaciones del pensamiento. Por un lado, apenas terminada la guerra de
1914-1918, la idea dominante era que semejante carnicería sólo podía significar el fin de las guerras y la
paz definitiva. Por el otro, una mala violencia es sucedida por una buena, legitimada por la primera.
El siglo se pensó a sí mismo como fin, agotamiento y decadencia, y como comienzo absoluto. La
relación de estas dos intenciones no es simple, y Deleuze le da a esta relación que no lo es el nombre de
“síntesis disyuntiva”. La violencia se legitima por la creación del hombre nuevo. Este motivo sólo tiene
sentido en el horizonte de la muerte de Dios. El hombre sin Dios debe ser recreado, para reemplazar al
hombre sometido a los dioses. En ese aspecto, el hombre nuevo mantiene unidos los fragmentos de la
síntesis disyuntiva, porque es a la vez un destino, el destino del hombre en la época de la muerte de los
dioses, y una voluntad, la de superar al hombre antiguo.
Lo que revela la historia como destino es, casi siempre, la experiencia de la guerra. Esto lleva al
elemento que, luego de la pasión de lo real, es sin duda la principal caracterización del siglo: que haya sido
el siglo de la guerra, lo cual no quiere decir que está lleno de guerras feroces, sino que ha estado “bajo el
paradigma de la guerra”, es decir que los conceptos fundamentales a través de los cuales el siglo pensó su
estrategia creativa estuvieron subordinados a la semántica de la guerra (la idea predominante es la de la
guerra decisiva, la última guerra).
Una de las obsesiones del siglo ha sido la de obtener lo definitivo. En todos los casos se comprueba
que esta obsesión se alcanza más allá de una destrucción. El hombre nuevo es destrucción del viejo
hombre. La paz perpetua se consigue por destrucción, en la guerra total, de las viejas guerras. En la
destrucción y lo definitivo hay un par fundamental. Y nuevamente es un par no dialéctico, una síntesis
disyuntiva, pues lo definitivo no es el fruto de la destrucción, de modo tal que hay dos tareas bien
diferentes: destruir lo viejo, crear lo nuevo.
Badiou toma luego como base un texto de Bertold Brecht llamado “El proletariado no nació con
chaleco blanco”, en el que aparece la hipótesis de que el siglo de empeña en pensar, bajo el paradigma de
la guerra, el nudo enigmático de la destrucción y el comienzo (ya desarrollado anteriormente). Se constata,
por otro lado, que la gran cultura burguesa ya ha pasado, pero la nueva cultura todavía no está presente.
Entonces, Brecht se pregunta: ¿cuándo llegará por fin lo nuevo?
Respecto a la temática central del texto de Brecht, Badiou destaca que sólo habrá novedad en el
elemento de una destrucción íntegramente consumada. Badiou no dice que la destrucción va a engendrar
por sí misma lo nuevo, sino que dice que ella es el terreno donde lo nuevo puede apoderarse del mundo.
Tratándose de la vieja cultura, lo necesario e imaginable, como espacio de una novedad posible, no es su
debilitamiento sino una descomposición “in situ”. Uno de los síntomas de esta descomposición es la ruina
de la lengua: la capacidad de nombrar las palabras está afectada, y la relación entre ellas y las cosas se ha
relajado.
Brecht deja bien en claro que, signo de la violencia del siglo, el final sólo está verdaderamente
presente cuando nos enfrentamos a la alternativa de matar o ser matados. El asesinato es una suerte de
ícono central, y la unión de éste y el desfallecimiento de la lengua es un emblema del siglo agonizante. El
final, según Brecht, llega cuando las figuras de la opresión ya no necesitan máscaras, pues ya se ha
instaurado la cosa misma. Brecht piensa el teatro como la posibilidad de desenmascarar lo real,
precisamente porque el teatro es, por excelencia, el arte de la máscara, del semblante. En cuanto a la
función de la máscara teatral, se puede decir que ésta simboliza la cuestión que a menudo se designa como
la importancia de la mentira en el siglo.
El siglo XX marca importantes cambios tanto en el arte como en las ideologías anteriormente
instauradas en sociedad. El nuevo siglo despliega el motivo del desconocimiento, idealizando visiblemente
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su materialidad, mostrando un proceso de arte reflexivo, consagrándose a pensar la relación entre violencia
real y semblante, entre rostro y máscara.
Brecht plantea el distanciamiento en el teatro, organizando una conciencia separada de lo real. El
concepto mismo de ideología cristaliza que las representaciones y los discursos deben leerse como
máscaras de un real que ellos disimulan a través de figuras de representación en donde la violencia de las
relaciones sociales está encubierta. El pensador afirma que toda la experiencia humana está atravesada por
la diferencia entre la dominación y la ideología dominante, entre lo real y su semblante.
Lo real nunca es lo suficientemente real para que no se sospeche su condición de semblante. Nada
puede atestiguar que lo real es real, salvo el sistema de ficción en el cual se representará el papel de real.
Todas las categorías subjetivas de la convicción están marcadas por la sospecha de que la supuesta calidad
real de la categoría no es en realidad más que un semblante. Nuestro siglo, arrebatado por la pasión de lo
real, es el siglo de la destrucción.
Se vive con negatividad artística, es el del fin del arte, el fin de la representación, del cuadro. La
cuestión real/semblante no se resolverá mediante una depuración que aísle lo real, sino comprendiendo que
la distancia misma es lo real. El cuadro blanco es la separación minima.
En el siglo XX se percibe que se terminaron los fracasos, que ha llegado la hora de la victoria. Esta
subjetividad triunfante sobrevive a todas las derrotas aparentes, porque no es empírica sino constituyente.
Se utiliza el instrumento de la Victoria con respecto a un enfrentamiento, una guerra final y total.
El siglo ha dictaminado que su ley era lo Dos, el antagonismo, y en ese sentido el fin en la Guerra
Fría, que es la última figura total de lo Dos y es también el final del siglo. Los dos procesos se dictaminan
a partir de un Antagonismo central, dos subjetividades organizadas a escala planetaria en un combate
mortal. A su vez, tenemos dos maneras diferentes de pensar el antagonismo. Esto es la esencia misma del
enfrentamiento entre comunistas y fascistas. Para los comunistas, el enfrentamiento planetario es la lucha
de clases. Para los fascistas son las naciones y la raza. El antagonismo será superado por la victoria de uno
de los campos sobre otro. Podemos decir que el siglo de lo Dos está animado por el deseo radical de lo
Uno. De este modo, los pensamientos antagónicos buscan lograr un pensamiento unificador. Por un lado el
Pensamiento Fascista donde se cree en el hombre nuevo como restitución de un hombre antiguo. La
depuración es en realidad el proceso más o menos violento de retorno de un origen desvanecido. Por lo
tanto la tarea del siglo es la restitución del origen mediante la destrucción de lo inauténtico.
Por otro lado, se encuentra el Pensamiento Marxista, donde el hombre nuevo es una creación real,
algo que jamás existió, porque surge de la destrucción de los antagonismos históricos. Está más allá de las
clases y del estado. El hombre nuevo es entonces una producción.
En nuestro siglo, hemos pensado y transformado la sexualidad humana de tal modo que nos abre otra
promesa de existencia. La singularidad de Freud busca desvincular los efectos de lo sexual de un carácter
puramente cognitivo. El psicoanálisis da a la sexualidad un status y una nobleza que ninguna de las
normas anteriores podía aceptar. Encontramos una búsqueda de alienar pensamiento y sexualidad, y
generar a partir de esto una ruptura.
El siglo antiguo tiene una tesis de la infancia donde el niño no era sino una suerte de intermediario
entre el perro y el adulto, y que para que llegara a la jerarquía de hombre, era preciso adiestrarlo y
castigarlo. Freud toma al niño y por lo tanto a la infancia como el escenario de la constitución del sujeto.
La infancia fija el marco sexual dentro del cual, todo nuestro pensamiento debe mantenerse. Freud explicó
el pensamiento humano a partir de la sexualidad infantil y nos dio los instrumentos para comprender lo
que hay de ficticio, neurótico y desesperante en el universo familiar.
A su vez, combate contra la religión ya que lo que le espanta a la misma es que el sexo puede
imponer una concepción de verdad separada del sentido religioso. La función antirreligiosa del cara a cara
entre el pensamiento y sexo bajo el signo de la verdad consiste en apartar el decir del sexo de las
pretensiones de lo moral.
Anabasear quiere decir embarcarse y volver, esto se relaciona con un siglo que no deja de
preguntarse si es un final o un comienzo. Dos poetas escriben sobre anábasis tratando de captar la
conciencia del siglo y a su vez se contraponen. Saint-John Perse trata el siglo XX dentro de una dimensión
épica del siglo XIX. Violencia, ausencia, enrancia, el poeta captura ese anhelo nihilista pero creador, de un
orden puramente viajero, una fraternidad sin destino, un movimiento puro.
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En contraposición, Paul Celan hace irrupción en lo más crudo y real del siglo. El escritor de familia
judía en su infancia se constituye como nómada y adquiere una multiplicidad lingüística. Cierra el periodo
en donde la poesía tiene la tarea de nombrar el siglo. Después de él ya no hay poemas del siglo.
Entre los dos poetas y las dos anábasis no sólo hay una diferencia de estilos, sino una concepción
misma de lo poético. Celan propone una poesía sin elocuencia diferente a Saint-John Perse. El destino de
la anábasis se apunta a un lugar donde los signos del espacio y el tiempo han quedado abolidos. El siglo
tiene de sí mismo puro movimiento violento de desenlace incierto. El sujeto se representa como una
enrancia y constituye ésta como válida por sí mismo.
El siglo XX busca un orden sin vínculos, un poder colectivo desligado para devolver a la humanidad
su verdadero potencial creativo.
Se mantiene un nosotros que transita libremente con su propia disparidad y no se disuelve. Se pasó
de un nosotros fraternal de la epopeya al nosotros dispar del juntos, sin abandonar jamás la exigencia de
que haya un nosotros.
Actualmente se consideran digno de interés tres cuestiones: la relación con el dinero, relación con el
éxito económico y social y la relación con el sexo. Lo moderno es la generalización de las tres cuestiones.
El “querer” actual debe mostrarse circunspecto: no hay que hacer sino dejar hacer. Se distancia de la idea
de “cambiar al mundo de base”; en este caso, se cree que no hay sujetos particulares que sea necesario
mantener, el humano en particular es sacrificable. Badiou plantea siete variaciones de esta concepción:
• La constitución del ser es completamente modificable, la trascendencia del ego son exterioridades
transitorias, o como decía Rimbaud, “yo es otro”. Si es preciso devenir en sujeto es porque el
individuo no lo es desde el principio. El “nosotros” es inmortal en tanto existe según una
ocurrencia eterna
• Actualmente, de los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad lo que cuenta es la libertad
(afectada por el desprecio de las otras dos): libertad de hacer las mismas cosas, de acuerdo a las
mismas reglas
• Badiou plantea que en el siglo se modificó la universalidad subjetiva de los procedimientos de
verdad (invención política, creación artística) por la determinación de grandes colectivos
referenciales: la nación, la raza, el occidente. Lo que se pone en tela de juicio es la necesidad de
crear grandes colectivos para dar nombres o porqué los procesos políticos de emancipación
utilizan nombres de entidades sociales objetivas como proletario, pueblo y nación.
• El siglo propuso una visión del tiempo en relación a los enfrentamientos políticos, y el flujo de
significaciones es enormemente mayor a la escala de una vida humana. Hoy en día ya no se piensa
el tiempo, “pasado mañana es abstracto y antes de ayer, incomprensible. Es preciso modernizarse a
cada minuto, la propaganda dice que no hay tiempo; la voluntad individual o colectiva parecería
no tener influencia ante la ansiedad moderna. Badiou propone no perder de vista la idea fuerte del
siglo que es construir el tiempo en pos de procedimientos de verdad.
• Una manifestación es un cuerpo colectivo que utiliza el espacio público para mostrar su poder. El
colectivo de gente está ahí y debe tomarse en cuenta su existencia. La manifestación debe
comprenderse en el siglo como la posibilidad del cambio. Actualmente la fiesta es algo similar
pero sin ningún tipo de inquietud política, es como una contramanifestación. Según Hegel, la
manifestación es la esencia del ser, pero la actualidad tomó sus formas para el desarrollo de la
fiesta. Sin embargo lo real del siglo fue manifestar, y “lo que no manifiesta no es”.
• Según Badiou, lo real encuentra, se manifiesta, se construye, pero no se representa (la política no
puede representar su legitimidad). Si toda legitimidad es representativa, la legitimidad no es más
que una ficción con respecto a lo real que ella misma reivindica.
• En las manifestaciones existe un “nosotros” y “lo que no es nosotros”. Este conflicto es
fundamental. Hay una necesidad que surge del “nosotros” en pos de conquistar a los indiferentes.
Si “lo que no es nosotros” está formalizado como subjetividad antagónica, la tarea es combatirlo,
con el objetivo de destruir al otro. Quien no está en el partido, está contra él. En el corazón del
siglo se juega la contradicción propiamente dialéctica entre formalización y destrucción.
Tanto para Brecht como para Pessoa, lo real no se separa de la crueldad: comparten una suerte de
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fascinación por lo que tiene la forma del crimen más brutal. “Oda marítima”, en Pessoa y “La medida” de
Brecht son los textos que se toman para llevar a cabo dicha hipótesis. La mayor diferencia entre los dos
autores es que Pessoa lucha contra la simplificación a través de una poética de la complejidad y Brecht
procura trazar en la complejidad los caminos de una simplificación poética activa. Esto hace aun más
sorprendente la convergencia en la temática de la crueldad. En los dos casos hay un establecimiento
textual del lugar de la crueldad (el partido comunista y la colonización portuguesa), la idea cobra cuerpo
en un”nosotros” pero aún así el “yo” asume el riesgo incluso deseando el suplicio. Los dos aceptan la
crueldad como figura de lo real. Brecht teatraliza una decisión abominable. Opone a la sensibilidad de la
victima una lógica estratégica que es el discurso de “nosotros”. El “nosotros” de Pessoa es muy diferente,
su construcción se lleva a cabo con una especie de agotamiento y dilatación del individuo. Un
sometimiento masoquista que va más allá de la servidumbre voluntaria. Tanto Pessoa como Brecht
testimonian a favor de dos figuras fundamentales de la relación “yo-nosotros” en el siglo.
Las vanguardias del siglo XX no vacilan en sacrificar la imagen para que lo real aparezca por fin del
gesto artístico; tanto la destrucción de la imagen como la sustracción de ella son características del siglo.
Un arte del enrarecimiento, de efectos sutiles y perdurables.
Es conveniente, para Badiou, aclarar qué son las vanguardias, termino que hoy parece obsoleto. La
vanguardia busca romper con los esquemas formales anteriores (semejanza, lo representativo, lo narrativo,
lo natural) quebrar los esquemas clásicos de lo bello. Las vanguardias no son sólo escuelas estéticas: se
convierten en fenómenos sociales, referencias de opinión, contra las cuales se desarrollan violentas
polémicas. La importancia radical de las vanguardias es que conciben al arte como un presente no
modificable. No hay pasado ni posteridad sino una lucha a muerte durante el hoy y sólo el hoy, y como el
presente está bajo la amenaza constante del pasado, es necesario imponerlo mediante la intervención
provocada por el grupo. Según el grupo, el arte no ha sido decidido por el pasado, el pasado lo ha
impedido, el artista declara la violencia del presente. Como contrapunto, las vanguardias se basan en los
manifiestos. Estos funcionan como anuncios, programas. Lo curioso es que no son del orden de la urgencia
del presente, de lo real. Se trata de una finalidad, como por ejemplo: “el arte será convulsivo o no será”. La
cuestión está en ver cual es el punto de equilibrio entre la presión de lo real, del presente y lo que
programa el anuncio, la declaración de intenciones. La hipótesis es que el manifiesto sirve de refugio a
algo distinto de lo que nombra y anuncia. Es una invención retórica que sirve tanto en el arte como en el
amor. “Yo te amo hoy pero digo que te amaré siempre”: el “te amare siempre” es una figura retórica muy
útil para la conservación de los poderes activos del lazo sexual.
Las vanguardias envolvieron el presente real en un futuro ficticio. Todo esto apunta a dedicar las
energías al presente, aún cuando la subjetivación de éste enligue a veces en la retórica de la esperanza.
Sólo la constatación de una fabricación del presente convoca a la gente a las políticas de emancipación o al
arte contemporáneo. Y aún en el futurismo, pese a su nombre, era una fabricación del presente.
La tesis fundamental sobre el lazo que une al arte con la política es la de un valor de influencia
política del propio arte. Política, según Badiou, es el nombre común para aludir a un tipo de ruptura
reconocible. Sin embargo tal palabra siempre remite a poder, estado y los términos “rebelión”
“revolución” se comparten entre el arte y la política. El problema aparece cuando la vocación política del
arte remite en sometimiento oportunista al estado o al partido.
Por otro lado, refiriéndonos al infinito romántico y al carácter de obra como tal, el arte planteó que lo
importante era el acto y el gesto, y no el producto. Surge así la discusión sobre la inutilidad de las obras, si
la importancia está en el acto y la imposibilidad del desprendimiento del ideal romanticista del arte.
Significa proponer un primer arte ateo, un arte materialista. El romanticismo propone decir que el arte es
precisamente la llegada de esa infinidad al cuerpo finito de la obra. Para romper con eso se debe encontrar
otra articulación entre lo finito y lo infinito. Lo infinito podría ser la resultante de un azar escénico. En un
plano ideal, la obra de arte del siglo XX es la visibilidad del acto. La formalización es el gran poder
unificador de las tentativas del siglo, singularidad sólo activable por el influjo real de un acto.

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