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No puedo ya mezclarme más tiempo con la gente huida y despeinada, personas que

caminan o sonríen sin que la luz les eleve, gente sin sueños pero bien nutrida, gente del
pueblo, aunque pueblo despoblado.
No puedo ni quiero mezclarme con los paraguas ni con los ladrillos.
No me alivian la sed las pócimas que me ofrecen en frascos con etiquetas llenas de
embustes.
No quiero ni recomiendo a nadie volver al lugar de nacimiento a pasear no sé qué
nostalgias.
No acepto ni imagino que nadie acepte invitaciones a lavar la ropa en el arroyo como si
el arroyo no arrastrase ya de por sí la suciedad de arriba que nos envían los otros o
quizás los dioses.
Tengo, en cambio, el efímero y casi plácido recuerdo de lo que pasará si no hago las
cosas que no quiero hacer como ya hice antes de que el futuro entrara en mis nostalgias,
otra vez las nostalgias.
Adoro, porque son adorables, a los niños delgados o gordos que no cantan ni saltan ni se
envilecen en juegos colectivos.
Pretendo, en mi desvarío, apuntalar el cielo, en mi desvarío, clamar venganza, en mi
desvarío, tragarme los vientos como si fueran emociones. Ya digo, en mi desvarío.
Denuncio, o quizás invento, atropellos o más bien aplastamientos, dirigidos contra
nosotros, los que no nos mezclamos, ni aliviamos nuestra sed, nos negamos a hacer
recomendaciones, rechazamos invitaciones, recordamos, adoramos o pretendemos.
Atropellos o más bien aplastamientos contra nosotros, los que denunciamos, nosotros,
qué les habremos hecho, con la poca fuerza que nos queda, ni fuerza casi para seguir
escribien

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