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"No se pasa de lo posible a lo real

sino de lo imposible a lo verdadero".


Maria Zambrano

El rayo
Por Juan Rincón.
Llueve y Jessica está llorando. O Jessica llora y está
lloviendo. No tuvo tiempo - ni intención- de coger un impermeable. En el suelo
pensó: “Me voy”, y esta vez lo hizo. Se levantó, dio una bofetada a su
corazón y un portazo al que había sido su hogar y se fue. Sola.

Llueve a mares y Jessica - sin paraguas tampoco porque se ha ido de


su lado y esta es la marcha definitiva - se abraza y camina con rapidez, casi
corre, ocupando el centro de la calle y de su vida ; no le importa que el
temporal que arrecia mezcle lágrimas y sangre: sus últimas lágrimas , su
última y definitiva sangre. Por fin se ha ido y eso, - piensa entre temerosa,
confiada y orgullosa- a veces, basta.
Un par de calles más allá un grupo de chicos y chicas, refugiados de la
lluvia en el alero de una cafetería cercana, la ve pasar, la sisea y la invita entre
risas mientras se resisten a que unas gotas acaben con su botellón semanal.
Jessica recuerda que apenas tres o cuatro años atrás, ella andaba inconsciente
en esas movidas sin sospechar ese destino del que hoy se fugaba.
Cae un descomunal rayo solitario y su relámpago formidable ilumina la
calle y espolea el pensamiento de Marta: “Debe haber por lo menos una
posibilidad entre mil millones de que un rayo fulmine a una persona”.

Y su cara, aún dolorida, reprime una sonrisa mientras mira hacia atrás
como buscando la sombra de su verdugo. Unos segundos más tarde, el
padre de todos los truenos desaloja de sus oídos los últimos, esta vez sí, los

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últimos insultos y, de paso, rompe la madrugada desatando una estúpida
orquesta de alarmas.

El taxi apareció más tarde cuando ya se había apagado el estruendo dem


truenos y alarmas y se detuvo junto a ella. Jessica chorreaba tanta agua
como cualquiera de los viejos árboles de la avenida desierta por la que bajaba.

- ¿La llevo a alguna parte?


- No tengo dinero… – dijo y pensó “…ni dónde ir” mientras bajaba la
cabeza para acercarla a la ventanilla que se abría cachazuda.
- ¡Suba de todos modos!
- Gracias pero no sé… - farfulló Jessica mientras, a caballo entre la calle
y el umbral del coche, se sacudía inútilmente el agua de los cabellos y
la ropa.
- Tome – le alcanzó una toalla que olía confortablemente a lavanda y la
acabó de convencer -. Son muchos años de taxi y mi mujer ya me
prepara un neceser para estos días.
- ...
- Menuda suerte la nuestra: usted no tiene dinero y yo no encuentro
a mi cliente. Me llamaron por la emisora para que recogiera un
servicio en la marquesina de dos calles más atrás pero cuando
llegué la acababa de fulminar un rayo, como lo oye. No quiero
temer por usted cuando vea caer otro fusilazo como el de antes.

El número 67 de la licencia llamó su atención. Como si el relámpago aún


rebotara dentro de su cabeza iluminando su memoria, recordó la única
dirección que tenía de su amiga Milagros.

- Puede llevarme a la calle de la Esperanza, 67, si no le importa.


- ¿La Calle Esperanza?¡Eso pilla cerca de mi casa, vamos para allá!
¿Vives..., vive usted por aquí?
- No, no; ya no, se lo aseguro… A veces basta... - y se detuvo
avergonzada.

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Manolo se había quedado adormilado oyendo la
nana del repiqueteo del agua en los cristales del coche. Una vez pasadas las
primeras horas de la noche, las madrugadas de lluvia eran ruinosas para el
taxi. Esa misma mañana había vuelto a ver a aquel grupo bajo los paraguas en
la Plaza del Polvorista, a las doce, como cada viernes ultimo de mes con sus
lacitos y su pancarta y pensó en unirse a ellos, pero no lo hizo. Quizás por ello
no conseguía apartar el rostro de su hija de sus pensamientos. No le había
gustado nada aquel silencio tan inusual en ella durante la comida familiar del
domingo. Tenía algo más que hinchazón en los ojos y no sostuvo su mirada
ni una sola vez, ni quiso quedarse a solas en la cocina chachareando con él y
con su madre como tantos otros fines de semanas. “A veces basta una
palabra...” – recordó arrepentido- “... para hacerla desbordarse”. Una sola
palabra, a veces basta. Manolo no se había atrevido a pronunciarla. Mientras
tanto, el muy cabrón de su marido estuvo toda la tarde con los cuñados
bebiéndose su mejor güisqui y hablando de fútbol.
Se rebulló en el asiento. Sólo la intermitente chicharra de la emisora lo
sacaba de vez en cuando de su negro desasosiego:

- ¿Coche para Plaza de la Noria ? ¿Algún coche para la Plaza de la


Noria?
- 67 en Virgen del Carmen, emisora, ¿cual es la dirección?- respondió
Manolo desperezándose.
- Plaza de la Noria. Marquesina de la línea C-2 junto a La Perla. Entre
por la calle Tórtola o por Constitución que la Avenida del Ejercito
está cortada por inundación.
- Oído, emisora, voy para allá.
- Gracias, 67.

Arrancó calculando la ruta alternativa. Fuera redoblaba la tormenta y el


limpiaparabrisas apenas daba abasto para proporcionarle mínimos huecos de
visibilidad. Aún faltaban un par de calles para su destino cuando vio

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desplomarse el descomunal rayo hasta el suelo. Asustado, detuvo el coche a
la derecha, junto a un grupo de juerguistas adolescentes al que el
sobrecogedor campeón de los relámpagos parecía haber quitado las ganas de
marcha y se disolvía en distintas direcciones. Mientras, sonaba la gran traca
retrasada y, como si de un eco urbano se tratara, las alarmas de todos los
comercios de la cercana plaza cacareaban intempestivas. “¿Qué probabilidad
habrá de que un rayo fulmine a una persona?” se preguntó. Tras unos
segundos en los que pareció aplacarse un poco la furia de los elementos volvió
a poner el coche en marcha sonriendo ante la perspectiva de un yerno a la
barbacoa.
Cuando llegó junto a la marquesina chamuscada aún humeaban los afiches
publicitarios calcinados y presos entre los cristales. Su aspecto ennegrecido
indicaba a las claras cuál había sido la otra punta, el destino de la brutal
flecha eléctrica que había visto caer unos minutos atrás. La lluvia había
apagado el fuego antes de que se corriera a la furgoneta cercana. Se acercó a
la parada pero le cortó el paso una zanja llena de agua y basuras y decidió
volver a esperar al coche. Tocó el claxon un par de veces y llamó de nuevo a la
emisora. Nada. “¡Me voy a casa!”, se dijo. “Igual Lucía ha llamado a su
madre esta noche”. A lo lejos, entre la cascada de agua, vio una figura de chica
joven. Era menudita y tenía el pelo largo, como su hija Lucía.

Abrió el frigorífico sin prisas y sacó una lata de


cerveza. Aún le dolía la mano de la última bofetada, la que la tiró al suelo, y
estaba seguro que allí seguiría, llorando y pidiendo perdón, cuando él
volviera: ¡Había pasado tantas veces! Ella terminaría entendiendo… y
obedeciendo.

Por eso, quizás, cuando el portazo hizo temblar la casa tardó en


reaccionar y en pensar en salir en su busca. Iría a por ella y la traería de vuelta
aunque fuera por los pelos. Pero estaba lloviendo y recordó que tenía el coche
en el taller - ¡La muy lerda me lo ha estropeado; si es que no sabe…!” –. La
rabia le nublaba los razonamientos claros y hasta pasados unos minutos no
acertó a sacar el teléfono móvil y marcar:

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- ¿Puerto Taxi? Envíeme un coche a la marquesina del C-2 en la
Plaza de La Noria, junto a “La Perla”. Lo más deprisa que pueda.
- Un momento, por favor, no se retire

Mientras el operador de la emisora lanzaba su reclamo por las ondas salió


de la casa, bajó las escaleras, atravesó a oscuras el portal del bloque y salvó
corriendo la distancia que separaba el portal de la parada de autobús, con el
móvil pegado a la oreja y resbalando a cada poco en la acera.

- ¿Oiga, Noria? - recibió poco después la respuesta- Va para allá el 67.

Jadeando y aterido, se dejó caer contra el poste metálico que mostraba los
itinerarios. Estaba empapado, enfadado y… con chinelas de cuero. “¡Que me
parta un rayo si no le rompo la…” pensaba enfurecido mirándose los pies
mojados. En ese mismo instante, arriba, muy arriba, el bisturí de una centella
justiciera que buscaba el camino de la tierra rasgó el lienzo negro del cielo.
Apenas un segundo después, Iván sintió como la descarga eléctrica le
reventaba los ojos y el corazón. Ya era difunto cuando rodó por la zanja aneja
y se hundió en su agua cenagosa, bajo un nenufario de bolsas y restos de
basura. El trueno más feroz de la noche se superpuso al rumor con el que el
cenagal se tragó su cadáver. Sólo las babuchas volvieron, segundos después,
a la superficie y quedaron flotando bocabajo como parte del collage de la
inmundicia entre mondas de naranja y cartones de leche. En los alrededores
no se encendió ninguna luz, ni paró ningún coche. Siguió lloviendo y tronando
como si nadie – o todo el mundo - supiera que, en realidad, la posibilidad de
que un rayo fulmine a una persona solamente es de una entre tres millones.
Pero, a veces, basta.

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