Vivimos en una Sociedad en la que la protección hacia los
niños es un asunto que está presente tanto en las leyes y códigos de conducta como en la boca de los políticos, de los responsables de las fuerzas de seguridad, de los profesionales de la enseñanza o de la medicina y en definitiva, de todos aquellos que tienen algo que aportar al especial cuidado que merecen los más pequeños por su vulnerabilidad ante las posibles agresiones, físicas o psíquicas, de las que puedan ser víctimas.
Esa es la teoría. Hermosa, moderna, efectiva en apariencia
y cómo no, suficiente para alimentar la autocomplacencia de quienes tienen la obligación de velar por el amparo que a estos seres se les ha de dispensar. La práctica, sin embargo, no resulta tan idílica, y la realidad nos trae cada día ejemplos de cómo sus ojos infantiles son testigos de la violencia, del abuso, de la explotación y hasta del asesinato. Y no sólo por parte de individuos cuya brutalidad se ejerce al margen de la ley, sino – y eso es lo más terrible – practicada de forma lícita y con la connivencia de buena parte del poder, de los medios de comunicación y de numerosos ciudadanos.
Así es, los niños crecen familiarizándose con el sufrimiento
y con la muerte continua de millones de animales provocada por el ser humano de millones de animales, y el que sea un hecho repetitivo, aceptado por la sociedad, autorizado y generalmente, no aborrecido de forma explícita por sus padres, por sus profesores o por los referentes infantiles del momento, implica que una acción perversa como lo es el infligir padecimiento o arrebatar una vida, lo asuman los más jóvenes como una necesidad, diversión o incluso como un acto educativo, negando con ello el reconocimiento de los derechos fundamentales de esas criaturas sometidas por el hombre y arrogándose, por lo tanto, la capacidad de imitar a su vez las conductas que vieron en sus mayores. La violencia forma parte, incomprensiblemente, del modelo de aprendizaje existente en el Siglo XXI.
Cada vez que un niño acude a una corrida, a un encierro, a
un espectáculo con vaquillas o con toros embolados, lanceados o ensogados, a una cacería, a un circo con animales o a un zoológico, estamos inculcándole un especismo que le hará pensar que la pretendida supremacía del ser humano es una bula para dañar o matar a los miembros de otras especies; le estamos endureciendo para aniquilar en él cualquier atisbo de piedad futura hacia esas criaturas; le estamos adoctrinando para que crea que causar dolor, encerrar o matar no es un acto malo en si mismo, sino que depende de la racionalidad de la víctima. Y al final, como ocurre siempre, la interpretación subjetiva de las enseñanzas hará que algunos marquen el límite de esa violencia que les hemos hecho concebir como buena en los animales no humanos, mientras que otros, darán un paso más y la ejercerán también contra sus semejantes. Los anales del crimen son abundantes en casos que demuestran como este salto es una realidad frecuente. Algunos estados han tomado ya medidas. España no lo ha hecho.
¿Protección de los menores? Pura hipocresía. No sólo
estamos instalando en sus conciencias infantiles el germen de la crueldad para con otros seres, sino que además somos responsables de que todos los años, varios niños mueran o resulten gravemente heridos en el transcurso de estas demostraciones de ferocidad hacia los animales. Los encierros y la caza ostentan el despreciable primer puesto en esta sangría de menores, y cada cierto tiempo hemos de saber cómo muchachas y muchachos que apenas comienzan a vivir, son atravesados por pitones o reventadas sus entrañas de un disparo, y todo porque sus padres quisieron hacerles partícipes de un episodio de violencia con animales, mientras los políticos consienten y se curan en salud declarando el profundo pesar que les aqueja por lo que siempre denominan: “un fatal accidente”.
Pero no es un accidente. Es la consecuencia lógica de unas
prácticas en las que lo único cierto, es que el padecimiento y la muerte son los principales protagonistas. Las del animal siempre, las de los niños en ocasiones. Sin embargo, y aunque físicamente los más pequeños salgan indemnes de tales muestras de brutalidad, el daño causado a sus mentes moldeables es muchas veces irreversible, y el que hará posible que este siniestro bucle, transmitido de padres a hijos, se repita una y otra vez.
Exigimos el fin de semejante aberración. No queremos que
nuestros hijos sean testigos indiferentes ni cómplices de lo que más allá de los eufemismos implantados en la conciencia social, no dejan de ser asesinatos. La protección que ignora esos resquicios por los que penetra el sufrimiento ajeno para salir convertido en indiferencia y hasta en sadismo hacia terceros constituye una farsa sangrante, un bálsamo inútil para quienes nos negamos a ser engañados y por eso, reclamamos a los políticos una gestión eficaz y sin dobleces en la defensa de los menores ante cualquier forma de violencia, al tiempo que lanzamos un grito a la sociedad para que despierte de esta sinrazón y se niegue a seguir siendo secuaz de tal degradación en la educación de nuestros hijos.
Bienvenidos todos a este II Boulevard Animalista, una
edición para la que el lema que se ha escogido es “Protejamos a los menores de la violencia”. Bienvenidos y gracias por estar aquí, porque son vuestra presencia y vuestra voz, las que al fin lograrán acabar con el maltrato legal de animales humanos y no humanos.