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“¿Merecerá ser criticada bajo ningún concepto una profesión para

la que no puede ser capaz sino el que está dotado de memoria, de


penetración, de grandeza de alma, de afabilidad, y que es amigo y,
en cierto modo, aliado de la verdad, de la justicia, de la fortaleza y
de la templanza?”
La República, Platón
La audiencia

L as autoridades habían decidido realizar la audiencia pública


en la Plaza de los Héroes. La inusual disposición se trasmitía desde
hacía un par de días por los medios de comunicación y gentes de todos
los rincones del territorio nacional y hasta del exterior ocupaban desde
la víspera cada metro cuadrado de la plaza, ansiosos por presenciar un
proceso nunca antes visto para un delito fuera de código.
La sala de justicia se instaló en un entarimado, bajo las im-
ponentes estatuas de los héroes. Hasta los más pazguatos se per-
cataban del alegórico proscenio. Diecinueve sillones se alineaban
frente a una larga mesa de madera. A la derecha del palco estaría
el fiscal general. A la izquierda, el reo. Abajo y en el centro, los
secretarios. El estrado en cuestión se hallaba separado del resto del
ágora por un cerco formado con tubulares de aluminio y gruesos
cordones rojos. Los periodistas gozaban de una ubicación privi-
legiada, gracias al interés del gobierno en cubrir cada detalle del
juicio. No cabía una aguja en ninguna parte, pues hasta las ramas
de los árboles servían como anfiteatros para niños y jóvenes. El
silencio resultaba lo más impresionante. El público, excitado, se
mantenía a la expectativa.
A las nueve en punto de la mañana, escoltados por guardias
armados hasta las gorras, los diecinueve magistrados de la Supre-
ma Corte de Justicia, vestidos con negras togas, desfilaron rígida-
mente por el corredor más ancho que se abría entre dos jardines

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y tomaron asiento en el palco principal. Tres secretarios hicieron
su entrada portando abultados maletines. El fiscal general avanzó,
detrás de su barriga, mirando por el rabillo del ojo hacia el público.
Finalmente, de un vehículo blindado descendió una mujer vestida
de negro. El rostro sin maquillaje, el cabello largo suelto, la mirada
altiva. Caminaba erguida y despacio, flanqueada por cuatro guar-
dias que cerraban fila a su espalda. El magistrado presidente de la
sala, sentado en medio de sus colegas, se inclinó hacia el micrófo-
no, y con voz fuerte y áspera anunció el comienzo del acto.
–A partir de este momento, se da inicio a la audiencia oral
y pública en el juicio número 13.071 incoado por la República en
contra de la ciudadana Marcela Grau.
Hizo una breve pausa antes de imponer a la acusada de sus
derechos constitucionales y de las generales de ley para asumir su
propia defensa, tal como ella lo solicitara en la audiencia prelimi-
nar. Cumplida esta formalidad, cedió la palabra al fiscal general.
Entre un incesante manoseo de papeles y la perturbación que le
causaba el vuelo de una mariposa alrededor de la calva, éste ex-
puso con vehemencia los fundamentos de hecho y de derecho que
motivaban su acusación. Casi una hora empleó el representante del
Ministerio Público en presentar los cargos, tiempo durante el cual
se defendió como pudo del fastidioso lepidóptero. Cuando conclu-
yó su argumentación, los togados del proscenio, tal si estuviesen
sincronizados por un extraño mecanismo, miraron simultáneamen-
te a la acusada. El magistrado presidente, haciendo un gesto con la
mano extendida palma arriba, le informó que disponía de todo el
tiempo necesario para exponer sus alegatos.
Marcela Grau devolvió la mirada a cada uno de los jueces.
Después clavó sus ojos en los del fiscal general y todos pudieron
ver la sonrisa que dibujaron sus labios. Lentamente, su cabeza hizo
un giro de noventa grados hacia el público, fijó la mirada en un
punto preciso y, esta vez, nadie se percató de la suavidad con que
se mordió el labio inferior. Descruzó las piernas, se inclinó un poco
hacia delante y con voz grave y pastosa empezó su apología.

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–Podría alegar en mi descargo que lo hice en un estado de
trastorno mental transitorio o, mejor aún, en legítima defensa, pero
no me interesa recurrir a estos atenuantes. Si el sistema garantizase
los derechos de los ciudadanos, ustedes no gozarían hoy de este es-
pectáculo. Pura teoría. El sistema no hizo nada antes, ni hace nada
ahora, pero quiere cobrarme sus deudas, hacerme pagar su morosa
inepcia sólo porque decidí ajustarle cuentas.
–Señora Grau –dijo el fiscal, abrumado por la introducción–,
en esta Corte lo que nos interesa son los hechos.
–Sí, señor, pero los hechos tienen una razón de ser y, sin em-
bargo, nadie, absolutamente nadie conoce el punto de partida de
este hecho que, dicho sea de paso, no es aislado ni nuevo, apenas
es uno más de una serie infinita. Es un acontecimiento sucesivo,
costumbrista, ambiental. Puedo demostrarles –afirmó Marcela di-
rigiéndose al público– que ni siquiera es un hecho, sino una conse-
cuencia lógica y perfecta del inmenso karma que macula al sistema
y lo tiene convertido en un ventilador.
–¿Está usted esquivando la pregunta?
–No, señor. Estoy advirtiendo que, si de lo que se trata es
de agotar a la gente, no existe un instrumento para medir el sufri-
miento. Cuando un pueblo padece los rigores del cinismo avieso,
el resentimiento socava la paciencia y genera reacciones: unos se
arrinconan en la resignación, otros se vuelven díscolos y desatan
pasiones; pero todos esperan que alguien remueva el avispero. Así
que bien visto, mi delito, ese crimen feroz del que me acusan, fue
un favor que le hice a mi país, al continente y al mundo. Exacta-
mente en ese orden.
–Usted tiene que ceñirse a los cargos que se le imputan, se-
ñora –insistió el fiscal evidentemente irritado.
–Usted y esta Corte tendrán los hechos, pero creo que tengo
derecho a defenderme en mis propios términos, de modo que co-
menzaré por el principio.

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