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MAGDALENA PROUSTIANA

Marina Fernández:

Otra vez. Retorna la época, la Tierra vuelve a girar, pero mi mente huye
en sentido contrario. Pues, ¿qué es la vida, más que un inmenso fractal
cuyas complejas estructuras se repiten sin cesar? Observo la pastilla
efervescente que silba en el vaso con la cantidad exacta de agua; miro
cómo este líquido arranca pedazos de su superficie. Escucho cómo
hierve, como si de una imitación de la descomposición humana post
mortem a pequeña escala se tratase. Mi mirada, gris y febril,
temblorosa, observa el hipnótico ascenso de las burbujas. Tras ella, mi
mente llora, y sus lágrimas arrastran recuerdos de la infancia. La
medicina y la causa eran las mismas que entonces, pero yo no.

¿Qué podría saber una infante alegre, como yo lo fui, de desgracia y


corrupción humana? Lo único que me preocupaba en aquellos días era el
catarro que, como todos los años, llegaba a mi hogar. El sabor de la
medicina era amargo y desagradable. Para mí representaba el invierno.

La imagen de la niña inocente y feliz se disolvió en un remolino de


burbujas. Ya no queda nadie de aquellos inviernos. Aquellos días, hasta
el prospecto de la medicina era una diversión. Siempre había alguien
que leía con voz vacilante las instrucciones en el idioma más difícil de
los que venían en él. Ya nada es como antes. Ahora las mortecinas
palpitaciones del reloj encargado de bombear el tiempo que me queda
de vida y la fría luz eléctrica son mis únicas compañeras, aparte de la
fiel pastilla que aún no acabó de morir en el agua.

Al igual que aquel pequeño disco blanco, una esfera azul mucho más
grande agonizaba bajo la acción de un virus mucho más letal que el mío.
Podía sentirlo. Fuera, las nubes que fueron un día de blanco algodón se
componen ahora de acero y hormigón negro. Tal es su densidad, que
contemplo la posibilidad de que sostengan sobre todos nosotros una
ciudad donde la gente es aún feliz e ignora por completo la desgracia
aguda que perfora nuestro planeta.

En estos momentos, exactamente igual que todos los años, la luz de la


luna, en fusión perfecta con su triste amante, la lluvia, moja mi rostro
enfermo. Sin saber muy bien por qué, había sacado gran parte de mi
cuerpo por la ventana. Muchos metros por debajo de mi tormento, las
carreteras, oscuras arterias envenenadas, vomitaban entre violentas
convulsiones ruido y luces sucias. La contaminación hirió mis pulmones
y el frío resbaló por mi cuello desnudo como la misma mano de la
Muerte. Sentía todos mis virus, parásitos de mi cuerpo, removiéndose en
cada célula. Pensé, ¿para qué vivir, para qué continuar si este mundo se
repite como una onda, cada vez más horrible que la anterior? Volví la
cabeza. En otros tiempos ya me habría tomado aquella “couldina” para
combatir la enfermedad. Haciendo un esfuerzo sobrehumano me aparté
de la ventana y del suicidio, y agarré el vaso. No lo quería. No quería
paliar mi dolor. Lo tiré al fregadero metálico, donde se hizo añicos y
derramó su contenido. Tanto éste como mis recuerdos de infancia se
fueron por el desagüe. Necesitaba sufrir. Sabía que mediante el
sufrimiento podría saber si aún estaba con vida, o si mi alma descendió
hace ya años a la fría tumba con mi nombre impreso que me aguarda
desde que, naciendo, emprendí mi camino hacia ella.

Jorge Novoa:

Cada vez que vuelvo a ese lugar (el parque de mi pueblo),


toda la cabeza me da un giro impresionante, en ella se me
introduce todo lo que pasé junto a esas porterías roñosas que
no tenían redes. Cada segundo, cada instante que lo veo, me
hace llorar por esas horas que me pasé al lado de esos palos
mientras que llovía a cantaros. Gracias a todo esto, ese
parque me enseñó a hacerme mayor, a saber ganar y a saber
perder, a saber respetar, a saber lo que es la vida y lo más
importante: que era solo un juego en el cual yo daba la vida.

Miguel Ortego:

Nouse´s cavity of a Skull

Paisaje oscuro, noche triste,

la lluvia repiquetea

contra los restos del tejado

casi inexistente, derruido,


de aquella casa abandonada.

La sombra de los árboles,

sobre árboles asombrados,

en aquel bosque

deshabitado y triste,

sin nadie que pise sus hojas

caídas por el cruel otoño.

Lo veo desde el cristal

de una nube gris

que flota en el cielo.

Y a un lateral del bosque,

donde los árboles dan paso

a un recóndito jardín abandonado,

comido por las malas hierbas,

y donde los árboles ansiosos de libertad

se escapan de los senderos

para colonizar nuevas tierras,

es allí donde aquel hombre reposa.

Pero ya no es un hombre, no.

Aquella fantasía se desvaneció bajo la lluvia.

Ahora es un amasijo de huesos que escribe

en un papel sus sentimientos,

encomendando a un folio mojado su alma,


mientras este se deshace bajo la sombra

de frías gotas de lluvia,

que no dan tregua a lo seco,

que no dan tregua a lo muerto.

Por supuesto,

no piensa que sus letras sirvan de algo.

Pero esto no le importa, él solo escribe

para liberar esa presión en el pecho,

que nunca desaparece pero sí remite,

que algunos llaman amor, otros calamidad.

Yo lo llamo lluvia.

Y esa lluvia solo llega a donde todo cae

en el olvido del sufrimiento, en su alma…

El papel ya se deshizo,

y solo queda el recuerdo de sus letras

en una mente ya cansada de vivir su muerte,

cráneo blanco que se recosta contra la corteza

de aquel sauce llorón que le sirve de almohada,

que es el compañero de su tristeza,

que jamás le abandonará porque está anclado,

que está para siempre enraizado,

en la tierra ya mojada de ti,

bebiendo de la humedad que dejas al pasar,

pero necesitándote más y más…


Y la calavera deja caer un tupido velo,

ya no la triste lluvia,

sobre sus cuencas vacías,

para no retirarlo ya más,

para no verse morir del frío,

que le produce la lluvia.

Para no darse cuenta

de que te echa de menos,

teniéndote humedeciendo cada hueso,

de su maltrecho esqueleto,

que no es capaz de sentir salvo humedad

y fría lluvia empapándole.

Para no darse cuenta de que estás ahí,

en su interior siempre,

hasta que el sol te seque,

en alguna tarde de verano,

en la que alguien descubrirá su cadáver,

y pensará en aquel pobre hombre,

que tuvo que morir,

sin saber que eso era lo que aquel esqueleto

más ansiaba en la vida.

La muerte.
Diego García:

Cera y cristales.
Ceniza blanca, mirada cristalina y ese aroma tuyo.

Viniste inmersa en el paisaje;

Tan bella como siempre,

Con tu carita de buena y tus tonterías,

Con tus piernas pálidas y manos frías,

Con tus mentiras e ironías,

Con esa fragancia, que no sé por qué pero tanto odiaba

Y esa voz tan frágil con la que en ocasiones me resucitabas.

En tu ausencia, durante esas innumerables noches vacías,

Por ese miedo a caer solo,

Embellecía el momento; dejaba que hablase la radio,

Que el olor del asfalto mojado

Embriagase mi olfato,

Que las hojas me mecieran, reprimidas, sin tacto.

Que tus dagas y cuchillos me atravesaran,

Que tus labios me cortaran y tus piernas dieses

De sí ese movimiento que onírico ya, me hacia

Viajar por tu piel dejando uno y cada uno de mis sentidos

Escarchados en tu superficie viva y ensangrentada por todos

Los corazones que murieron y quedaron atrapados en ti.

Aún recuerdo la última noche, te di mi alma

Sucia y empañada por las hostias de la vida y por la más fuerte, tú.

Por ti, por ti; mil veces te lo dije, mil veces

Mil putas veces te besé y tela dije.


Mil veces restregué mi mano por ti,

Por tu corazón de cera,

Por tu carita de niña buena,

Por tus piernas pálidas y manos frías.

No entiendo por qué fuiste tan especial;

Ahora me hundo, me ahogo, si me ahogo,

En mi lágrimas negras y ese Jack Daniels

De la sucia cocina, inexistente como yo.

Inexistente como tú, como tu sofocado aliento.

Mientras me asomo al balcón,

Segundos antes de dar mi última nota,

De tocar mi última cuerda,

De exhalar el último hipotético beso,

De ver el ultimo cuello volar y escuchar a la vieja del

Segundo chillar a sus nietos con asco,

El olor del asfalto mojado vuelve a embriagarme

Y a recordarte y sin más, me suelto

Y lo último que veo es el viento y la ciudad, más bella e iluminada que nunca.

Javier Vila:

Cada vez que paso por un puerto me transporta a la infancia, el


sonido de las gaviotas, la brisa del mar y el olor a sal me recuerdan
aquellos días de verano que pasaba con mi abuelo y que tanto nos
divertíamos sentados a la orilla del mar.
Lamentablemente todo acabo el trágico día que su corazón dejo de
latir.

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