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Dos fragmentos de la novela de Geoffrey Fox,

A Gift for the Sultan

© Geoffrey Fox 2010. Traducción por Susana Torre y Geoffrey Fox

Sinopsis: Una novela sobre la resistencia de una gran ciudad, los choques
entre culturas, y la insistencia de algunas mujeres de controlar sus
destinos.

Constantinopla, capital del imperio romano oriental y de la ortodoxia


cristiana, en AD 1402 está asediada por el temible sultán Yildirim —
"Relámpago" — Bayezid. Aprovechando la ausencia del emperador
Manuel II, su sobrino y rival Ioannes pretende rendir la ciudad al sultán,
mediante un tributo que incluye a una princesa, Teodota, hija natural de
Manuel, que aún no ha cumplido 15 años. Pero Bayezid se ha marchado
con su ejército para enfrentar al invasor Timur (Tamerlano), y se
encarga toda la caravana al guerrero turco Arslanshahín, jefe de una
banda de jinetes arqueros, para llevarla al sultán. Así empieza un periplo
insólito de la joven princesa, cristiana y urbana y casi niña, a través de las
montañas de Anatolia en el cuidado de guerreros turcos musulmanes,
más acostumbrados a asaltar ricas caravanas que a defenderlas. El viaje
no es fácil, con tanta carga y terreno difícil, y cuando están a punto de
alcanzar al sultán, descubren que éste ha sido derrotado y apresado por
Timur y casi toda su horda destruida en la gran batalla de Ankara (20 de
julio de 1402). Anatolia está en caos, con los sobrevivientes de la horda de
Bayezid huyendo al oeste y pillando todo lo que pueden. Y el feroz
guerrero Arslanshahín no tiene a quién entregar a la princesa cristiana,
pero sus tradiciones y su juramento al desaparecido sultán no le permiten
abandonarla.

A Gift for the Sultan


http://www.amazon.com/Gift-Sultan-Geoffrey-
Fox/dp/1451582021/ref=sr_1_1?
ie=UTF8&s=books&qid=1287993722&sr=1-1

Capítulo 1.
La simurgh

C uando el sol golpea su nido en el Á rbol de la Vida en el Qaf del


Monte Elburz, la simurgh estira el pescuezo y las alas, echando su
sombra sobre todo el valle, y cuando alza el vuelo, el viento de
sus alas dispersa las semillas de todas las plantas del mundo a los
lugares donde mejor puedan crecer.

Dicen algunos que la simurgh es una enorme ave con cuatro alas,
dientes, y rostro humano, capaz de levantar un elefante en sus garras.
Otros dicen que es en realidad una bandada de aves muy diversas que
vuelan todas juntas, y de ahí viene su nombre “si murgh”, que en farsi, la
lengua de Persia, quiere decir “treinta pá jaros” — “treinta” siendo una
manera de decir “muchos”. En todo caso, el roce de una sola de sus
plumas cura la herida má s grave, y la simurgh puede rescatar y hasta
amamantar a los niñ os extraviados.

Avistada y cantada primero por los videntes y los vates de Irá n, al cabo
de pocas generaciones fue vista y cantada también hasta en las
montañ as de Bactria. Y poco después, la fama de su benevolencia y
poder había llegado a los pastores nó madas turcos en las anchas
estepas má s al este del río Oxus. Y cuando las tribus de los turcos
llamados “oguz” cabalgaron en sus pequeñ os y veloces caballos al
occidente, disparando con sus arcos recurvados y blandiendo sus
filosos yataganes, pillando o destruyendo todo que encontrasen, la
simurgh también les siguió . Cruzó sin dificultad el espacio aéreo má gico
de la víbora voladora Zilant de Kazajstá n y del Roc y el dragó n Dahag de
Persia, se detuvo un tiempo entre los á ngeles mensajeros y el caballo
alado Buraq sobre Al-Yazira y Siria, hasta llegar a los cielos de los
arcá ngeles guerreros Miguel y Gabriel, defensores de la ciudad má s
grande del mundo cristiano.

Para los turcos oguz que habían abandonado las antiguas tradiciones de
las estepas y ahora observaban el calendario islá mico, era el mes
zilkade del añ o 804 de la hégira. Para los grecoparlantes cristianos
ortodoxos dentro de la gruesas murallas de la ciudad, era junio del añ o
6909 desde que Dios creó el mundo. Para los cristianos latinos venidos
a defender la ciudad o aprovecharse de su turbulencia, era junio del añ o
del Señ or 1402, y la ciudad fundada por Constantino má s de mil cien
añ os atrá s estaba al borde del colapso ante la horda oriental.
Para la simurgh, era siempre Ahora.
Capítulo 3.

La Princesa
23 de junio Anno Domini 1402
(21 Zilkade, 804 Hégira)

L a princesa Teodota Palaiologina subió corriendo los escalones, se


precipitó sobre el rellano y, deteniéndose en el haz de luz que lo
inundaba, giró la cabeza hacia el sol de la mañ ana.
“Vuestra alteza, me dejá is muerta de cansancio”, dijo Olga,
resoplando en la escalera detrá s de ella. “Tened lastima de vuestra
pobre esclava, que os ha cuidado má s que una madre.”
Como hacía cada mañ ana cuando Olga decía casi exactamente lo
mismo en exactamente el mismo lugar, la princesa sacudió la cabeza
con vehemencia y cerró los ojos frente a los rayos del sol que le
calentaban la cara. Pero esta mañ ana no subió los pocos escalones que
quedaban para llegar a la terraza del palacio.
“¡Quieto!” dijo, antes de que Olga pudiera cuestionar este cambio
de rutina.
Buscaba algo en los diseñ os rojos y naranjas al interior de los
pá rpados. Algú n signo, algo que le dijese qué debería hacer. Pero lo
ú nico que veía eran las manchas pú rpuras y amarillas que hacía
aparecer apretujando aú n má s los ojos, empujando las mejillas casi
hasta las cejas. Giró la cabeza un poco hacia la izquierda. Muy despacio,
la giró nuevamente a la derecha. Un pequeñ o ser amarillo brillante,
quizá s un á ngel diminuto, un punto de luz, se burlaba de ella,
bailoteando por delante dondequiera que miraba. El espíritu de luz
permaneció por un momento aú n cuando abrió los ojos para mirar a las
sombras que hacía la escalera de má rmol. Si el á ngel quería decirle algo,
lo hacía de manera esquiva.
“Pues bien,” dijo con un vigoroso suspiro, “veremos qué dicen los
pá jaros,” y brincó de escaló n a escaló n hasta llegar al techo.
Ahí estaba su Edén privado. El portal de má rmol estaba tallado
como una frondosa espesura y al atravesarlo, la joven princesa entraba
en un jardín con plantas de verdad. Las minú sculas palmeras de dá tiles
y las diversas variedades de á rboles en flor estaban há bilmente
dispuestas para que el todo apareciese mucho má s grande que los
cincuenta por setenta pasos que Teodota había contado en el perímetro,
cuyos mosaicos contaban la historia del Jardín del Edén original y la
expulsió n de Adá n y Eva. Incluso el Adá n y la Eva de má rmol tenían el
tamañ o de un niñ o – aunque la enorme erecció n del Adá n que divertía
tanto a Dota y sus esclavas no tenía nada de infantil. Aparte del Adá n de
má rmol, el ú nico hombre permitido allí era el viejo eunuco jardinero,
que se rió descontroladamente el día que Teodota le preguntó si no
sentía envidia de la pequeñ a estatua.
El jardín de Teodota estaba a sesenta escalones arriba de los
otros techos del á rea de las mujeres y era casi tan alto como la terraza
del mismo emperador, donde como ella sabía había un jardín mucho
má s suntuoso. El de ella había sido diseñ ado para una niñ a, pero ya lo
había superado — la pared que lo circundaba ahora le llegaba só lo al
hombro. Aun así, le permitía tanta privacidad como le era necesaria.
Bloqueaba la vista de los soldados apostados sobre los muros de la
Ciudad, así que ella podía subir hasta aquí sin tocado, como había hecho
hoy, y, como hacia calor, sin molestarse en poner una bata de seda
sobre su camisó n.
“El sol os hará bien, podéis creerme en esto”, dijo Olga.
Pero Teodota no prestó atenció n a la extrañ a sintaxis de su
esclava. Estaba escudriñ ando el cielo.
“Me dijo en un sueñ o que estaría aquí,” dijo.
“Para la fiesta de San Juan Bautista, lo sé. Pero quizá s fue un falso
sueñ o, que apareció porque queríais tanto que fuese verdad.”
“Pero lo vi, Olga. Me sonrió , y estiró dos dedos para bendecirme.”
“Pues algo lo ha demorado, entonces. Es la voluntad de Dios.”
Aquí arriba, donde nadie podía verlas, la esclava se tomaba
algunas libertades. Sin esperar orden alguna, se sentó en un banco
marmó reo bajo la cadera de Eva.
Todavía era temprano, apenas después de los maitines, y el cielo
de levante era má s dorado que azul. Teodota se sentó junto a Olga y
continuó mirando hacia el cielo.
El complejo palacial de Blaquernas ocupaba una cuñ a en la
esquina noroeste de la gran Ciudad, donde la muralla occidental se
empalmaba con la que bordeaba el Cuerno de Oro. Desde allí se oían las
voces de las mujeres y del chapoteo de la ropa en los lavaderos de las
terrazas cercanas má s bajos. Una tropilla de caballos llenaba de
estrépito el patio de abajo. De lejos, en la direcció n de los muelles,
llegaban llamadas y gritos de algunos hombres, posiblemente
estibadores, cuyas palabras no se podían distinguir. Teodota suprimió
estas distracciones para enfocarse en su bú squeda de pá jaros en el
cielo. Esperaba ver alciones, o quizá s una alondra. Mirando có mo
volaban y las vueltas que daban, se podría discernir el futuro. Los
pá jaros má s grandes, como las á guilas marinas o los pelícanos, eran aú n
mejores, signos má s enfá ticos de la voluntad de Dios, pero eran má s
raros. Sin embargo ahora veía un pá jaro enorme, el má s grande que
había visto nunca, ¿o era quizá s una bandada grande y densa que
proyectaba su sombra sobre todo el jardín? Para la princesa, só lo podía
ser el Arcá ngel Miguel con sus enormes alas, convocado por la pureza
de su fe virginal, para confortarla. Entonces, como un signo aú n má s
seguro, vio una forma grisá cea separarse de esa masa etérea, como si
fuese un mensajero del sagrado arcá ngel.
“Olga, mira!” dijo, repentinamente emocionada, má s de lo que
había estado por mucho tiempo. Dios le había hecho un guiñ o. O por lo
menos, le había enviado una señ al.
“Ahí esta otra vez. Mira!”
“¿Qué?”
“¡Allí!”
Teodota señ aló .
“Es el á ngel. Ha tomado la forma de un pá jaro. Mira, es el mismo,
estoy segura. ¿Te acuerdas? ¿El día de la fiesta de San Juan Bautista? El
halcó n blanco y gris. Mira có mo se acerca.”
“Si, lo es. Un halcó n. ¿De quien podría ser? Su primo el Regente
no es cetrero. Y los turcos saben que ya no queda nada para cazar aquí
en la ciudad.”
“¡No! No es de los turcos, y menos de mi primo. Es un á ngel, mi
madre, o un á ngel de mi madre, con un mensaje sobre mi padre. Ella
quiere que yo sepa que el ya está regresando.”
“O, así lo espero, niñ a,” dijo Olga. “Necesitamos que vuestro
padre el emperador esté ahora con nosotros.”
Teodota saltó sobre el banco y extendió su brazo, como había
visto hacer a su padre, pero sin el guante protector contra las garras.
Pero como eran garras de á ngel, no podían hacerle dañ o. Cerró los ojos,
mantuvo la espalda recta, dejó su brazo estirado para que el ave lo
cogiera, su mano derecha apretando el dorado crucifijo que colgaba de
su dorado cinturó n, sus cabellos dorados hacia atrá s brillando en el sol
del Señ or, y esperó el milagro.
Pero el halcó n no bajó para agarrarle el brazo. Perpleja, Teodota
abrió los ojos y parpadeó . El ave continuó su amplio círculo sobre las
colinas al oeste de las murallas de la ciudad.
“Madre, ¿no vienes? Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga?”
El halcó n dirigió su mirada, o mejor dicho, la obligó a mirar algo
que ella había estado evitando. La alta torre del emperador siempre le
había bloqueado la vista hacía el suroeste. Pero así, alzada en este
banco, podía ver arriba del borde, y tenía una vista sin obstá culos hacia
el oeste y noroeste. Ahora veía unas cosas raras, negras y puntiagudas
que no deberían estar allí.
“Olga!” gritó y saltó del banco, corriendo entre Adá n y Eva y las
plantas hasta llegar al parapeto occidental. De allí podía ver las cosas
negras en las lejanas cumbres, pero la gran muralla de la ciudad le
tapaba lo que yacía debajo.
“Olga, á lzame,” ordenó .
“Alteza. No está is vestida.”
“¡Puf! ¿Quién me va a ver?”
“Pues, la tropa. Uno de los soldados puede darse vuelta. No
tenéis nada sobre la cabeza.”
Dota temblaba de emoció n, y sin pensar en lo que hacía, cogió el
pequeñ o turbante de Olga y se lo puso para tapar su tocado imperial.
“Ya está . Ahora si me ven, creerá n que soy otra esclava.”
“¡Princesa!”
“Bú scame ese taburete.”
Lo que vio casi la hizo desmayarse. Era el mal que siempre había
sabido que estaba allí, pero nunca antes se había atrevido encarar. En
las colinas frente a las murallas de la ciudad había un montó n de
tiendas de campañ a altas, algunas de colores brillantes pero la mayoría
del mismo color de la tierra en derredor. Pabellones rojos y amarillos
ondeaban sobre algunas de ellas. Tales pabellones, le habían dicho, eran
símbolos de los “gazis”, palabra de los turcos que denominaban los
servidores má s feroces del diablo que ellos llamaban “Mahomet”.
También habían otras tiendas, má s bajas y anchas, negras, que tenían
que ser de los caballeros serbios que, aunque cristianos como Teodota,
se habían aliado a los turcos. Se veían varios hombres en su ropaje
bá rbaro, algunos sentados, otros caminando, algunos cuidando los
animales.
Así era el campamento del asedio, donde posaba por el momento
lo que los turcos llamaban el ordu, la horda. Un organismo infernal y
pululante, sin raíces en ninguna parte y sin murallas para
circunscribirlo, un enjambre informe que ya se había tragado casi todas
las demá s ciudades del imperio y ahora se disponía a roer la misma
Ciudad Madre. La horda era la Anti-Ciudad, el hogar movible del Anti-
Cristo que se hacía llamar “sultá n”, que era como los turcos decían
Sataná s.
La Anti-Ciudad tenía senderos de barro en lugar de bulevares de
adoquines, precarias tiendas de fieltro en lugar de palacios e iglesias de
piedra y má rmol, y grotescos andamios cubiertos de pieles que
imitaban y se mofaban de las nobles torres de las murallas de la ciudad.
Ahora entendió qué eran esos andamios cubiertos de pieles. Recordaba
ver otros parecidos hacía añ os. Se habían acercado a las murallas,
lloviendo fuego y flechas sobre los defensores cristianos y, cuando
llegaron a las murallas, arrojaron sobre ellas guerreros endemoniados
que gritaban mientras blandían sus hachas .
Eso lo había visto Teodota cuando era pequeñ a, hace ocho o
nueve añ os, antes de que su padre hubiese partido de la ciudad. Ocurrió
tan sú bitamente que el soldado que tenía que protegerla había caído de
un dardo de ballesta. Dota recordaba gritar por su madre, pero su
madre ya estaba en el Paraíso y la pequeñ a Dota se encontraba en las
murallas temblorosas entre un caos de llamas, peñ ones cayéndose y el
corre corre de hombres en todas direcciones. Repentinamente unos
brazos firmes la habían levantado, y una joven que no conocía corrió
con ella en brazos, bajando a saltos la escalera de la muralla y
llevá ndola a la seguridad del interior del palacio. Esa joven había sido
Olga, que desde entonces, por orden del Basileo su padre, era esclava
personal de Teodota.
Ahora las torcidas torres de madera y pieles estaban quietas y
retiradas fuera del alcance de los arqueros de la ciudad, en una de esas
calmas extrañ as que habían ocurrido a veces durante el largo sitio. Y
entre ellas había unas grandes má quinas como aves gigantes, pero con
cabezas muy gordas al final de sus cortos cuellos. Los destructores de
ciudades. Cuando esas cabezas gordas caían a tierra, las colas subirían
arrojando misiles a las murallas. Trébuchets era lo que los francos los
llamaban, pero “destructores de ciudades”—helepoleis en la lengua de
Teodota– mejor describía sus efectos. Só lo mirarlos le tensaba el
estó mago.
Levantó la mirada para ver el halcó n, apenas un punto negro
ahora, que volaba sobre Galata un poco al norte, al otro lado del Cuerno
de Oro. Allá vio otros destructores de ciudades posados en la cumbre.
¿Cuá l entonces era el mensaje del pá jaro? ¿De desesperació n? Teodota
agarró má s fuerte la cruz suspendida de su cintura, y para controlar el
temblor de su boca empezó a recitar una oració n.
El punto negro que era el halcó n desapareció en el resplandor
del enorme sol divino. Teodota dio la media vuelta en el taburete, con
una mano sobre el parapeto detrá s, para mirar hacia la muralla
occidental. Desvió la cabeza un poco para no mirar directamente al Este,
el Este contradictorio, donde el Sol nacía cada mañ ana pero también de
donde habían llegado las hordas bá rbaras que amenazaba con tragarse
la Ciudad. Entonces vio, saliendo del borde derecho del círculo
enceguecedor del sol, un puntito oscuro que tenía que ser el mismo
halcó n. Le había mostrado primero el peligro y ahora apuntaba a la
solució n; le dirigía la mirada al domo de la Sagrada Sabiduría, la Hagia
Sofía, el espacio má s preciado por Dios en esta, su Ciudad má s sagrada.
“Allí está las respuesta entonces,” dijo para sí misma.
Cuando volvió para saltar del taburete, vio a un hombre alto y
corpulento en la terraza vecina del emperador. Su barba negra era
espesa y larga, y el turbante que vestía era anchísimo como usaba
solamente los turcos de mayor categoría.
Teodota quedó paralizada.
Por un lado estaba Dios, cuya criatura alada le apuntaba a su
gran iglesia. Del otro lado, este representante de Sataná s. Aquí mismo,
en Blaquernas, en la misma terraza del emperador. Esta presencia
enemiga nunca pudiera haberse dado si el padre de Teodota, el
verdadero emperador, estuviera aquí todavía. Era otra señ al. Lo divino,
cuando miraba hacia el este, y ahora esta corrupció n de la má s sagrada
de las ciudades cuando miraba al oeste. Quedó mirando al alto demonio
gordo en el turbante impío. El hombre le sonrió . ¡Qué horror!
Todavía parada en el taburete, cerró los ojos y giró la cara hacia
el cielo, rogando a Dios que le mandase la fuerza para hacer su voluntad
divina. Sintió una brisa en el pelo, como si el ala de un á ngel se hubiese
movido—y entonces se dio cuenta de que el humilde y pequeñ o
turbante de Olga se le había caído de la cabeza, y estaba descubierta.
Descubierta y con nada má s que su blanca bata interior de lino. Ahora sí
sabía có mo se sentía una má rtir, casi desnuda delante del mal pero
arropada por la luz de Dios. Absorbiendo en sí la fuerza de Dios, abrió
los ojos de nuevo.
El lacayo de Sataná s ya no estaba. Pero su apariencia había sido
una advertencia. Teodota tendría que darse prisa para llegar a la gran
iglesia. Para ver a su madre, que en su mente se había fundido con Santa
Sofía, protectora de la ciudad.

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