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¿SE NOS ACABAN LOS ANTIBIÓTICOS?

Por Jennen Interlandi

Newsweek, 12 de diciembre del 2010, pp. 28-33.

Casi no hay médicos que recuerden lo que fue la vida antes del advenimiento de los antibióticos,
cuando los hospitales se llenaban de pacientes con infecciones comunes y la amenaza del mortal
estafilococo ensombrecía incluso la intervención quirúrgica más elemental. No obstante,
especialistas en enfermedades infecciosas como Brad Spellberg, de la Escuela de Medicina David
Geffen de UCLA, están estudiando las condiciones de aquellos días debido al creciente temor de
que no son un mero recuerdo histórico. Las naciones ricas dan por hecho el triunfo de la ciencia
sobre las bacterias, pero una creciente población de galenos empieza a topar con infecciones que
sólo pueden controlarse con los antibióticos más poderosos de que dispone la ciencia médica —y
en algunos casos, con ninguno. "Ya empezó", afirma Spellberg, apuntando a los casi 100 mil
fallecimientos anuales provocados por infecciones resistentes a los antibióticos en Estados Unidos.
"Y pronto será una situación muy frecuente". Imagine un mundo en el que los antibióticos son
como medicamentos utilizados en quimioterapia, con efectos colaterales y resultados
imprevisibles en vez de los remedios garantizados a los que nos hemos habituado, y entenderá la
razón de los desvelos de este médico.

En un futuro no lejano, los historiadores médicos comenzarán a debatir si la victoria sobre las
bacterias alguna vez estuvo al alcance de nuestras manos, pero es casi una certeza de que,
transcurridos unos 60 años de la introducción de la penicilina en el mercado, el descubrimiento de
esta sustancia será considerado un breve cese de hostilidades en la guerra entre el hombre y los
agentes infecciosos. Los seres humanos somos animales multicelulares de increíble complejidad y
delicadeza, y vivimos en un mundo donde las bacterias nos superan en número. Se trata de
organismos unicelulares tan primitivos que ni siquiera tienen núcleo y se han adaptado
maravillosamente para —en condiciones adecuadas— multiplicarse en nuestros cuerpos y
consumir nuestra carne, envenenándonos con sus toxinas. Durante unas cuantas décadas,
llevamos las de ganar gracias a los antibióticos, sustancias naturales tan tóxicas para los gérmenes
como éstos lo son para nosotros. Mas nuestra creatividad enfrenta ahora una desesperada
competencia contra la capacidad de reproducción de las bacterias conforme cada vez más cepas
desarrollan propiedades que les ayudan a protegerse de nuestros medicamentos: membranas
celulares que impiden el paso de los antibióticos, minúsculas bombas que los empujan
nuevamente al exterior, reajustes bioquímicos que los vuelven inofensivos. La evolución es un
proceso que ha dominado la tierra durante cientos de millones de años, mientras que la ciencia
biológica moderna apenas tiene una experiencia de siglo y medio. ¿Por cuál apostaría usted?

Nos hemos puesto en desventaja para dicha carrera debido, en parte, al descuido, y en otra buena
medida, como consecuencia de las complejidades políticas y económicas de nuestras políticas
farmacológicas. Hemos malgastado nuestra ventaja abusando de los antibióticos —combinándolos
con alimento para animales o usándolos en enfermedades que no pueden combatir, como la
influenza— y paradójicamente, también los hemos perdido a causa del uso insuficiente. La razón
es que (sobre todo entre individuos pobres y analfabetos) muy a menudo los pacientes suspenden
un régimen de antibióticos tan pronto como se sienten mejor y de esa forma, dejan que sobreviva
una población residual de bacterias resistentes que pueden multiplicarse y diseminarse.

Este problema no tuvo gran importancia durante algún tiempo, porque el descubrimiento de
antibióticos no daba visos de frenar su marcha. A principios de la década de 1940, cuando la
penicilina llegó a las farmacias, la humanidad emprendió una tarea de décadas para reunir todas
las muestras de suelo posibles y estudiarlas en busca de remedios milagrosos potenciales. Los
soldados Aliados recogieron muestras en el frente africano, la National Geographic Society hizo lo
mismo en las cumbres del Himalaya, y los escolares del mundo entero sacaron paladas de tierra de
parques y campos de sembradío. Las compañías farmacéuticas encabezaron el esfuerzo para
reunir esta enorme colección y terminaron por producir alrededor de 200 sustancias nuevas en
apenas 30 años.

Sin embargo, a mediados de la década de 1980, la andanada de descubrimientos se interrumpió


casi por completo. "Es como el petróleo", señala Spellberg, autor del libro Rising Plague. "Todavía
hay muchos por descubrir, pero hemos explotado los más fáciles de encontrar y ahora sólo queda
un puñado de rincones donde es posible recoger muestras de tierra y hallar una reserva
abundante". Durante un tiempo, los científicos creyeron que la magia molecular del moderno
diseño farmacológico (pequeñas moléculas, análisis de alto rendimiento y demás técnicas) podría
reforzar nuestro frente en la guerra antibacteriana, del mismo modo que fortaleció nuestros
esfuerzos contra el cáncer. Pero se equivocaban. "Los químicos deben apegarse a una serie de
reglamentos para buscar nuevos fármacos", explica John Rex, director médico de AstraZeneca. "Y
para producir un antibiótico, muchas veces deben violar las reglas, pues esas sustancias son
distintas a cualquier otra porque están diseñadas para matar organismos vivos que ocupan otros
organismos vivos".

Eso no significa que se hayan acabado los


fármacos milagrosos. De hecho, los
oceanógrafos han recolectado cientos de
miles de organismos hasta ahora
desconocidos en apenas un centímetro
cúbico del barro obtenido de lechos
marinos profundos, de manera que los
bacteriófagos (virus que infectan y matan a
las bacterias) siguen siendo una fuente no
explorada de antimicrobianos potenciales, y
las mismas tierras que nos dieron los
primeros antibióticos exitosos aún esperan
su turno para someterse a nuevas
revisiones utilizando tecnologías de punta.
A pesar de ello, los investigadores mejor capacitados para realizar esa revisión abandonaron hace
mucho el campo de los antibióticos. Según la Sociedad de Enfermedades Infecciosas de Estados
Unidos, sólo cinco de las 13 grandes compañías farmacéuticas aún estudian esas sustancias,
porque los fármacos utilizados en el tratamiento del cáncer, la diabetes, las enfermedades
cardiacas y hasta calvicie son mucho más lucrativos. El motivo es que un tratamiento completo
con los antibióticos más costosos (linezolida y daptomicina) dura sólo siete días y puede costar
entre mil y dos mil dólares, en tanto que un tratamiento completo de —por ejemplo— cualquier
medicamento anticanceroso puede durar semanas o meses y cuesta 40 ó 20 veces esa cantidad. Y
por supuesto, los fármacos para padecimientos crónicos que, en general, deben consumirse
durante el resto de la vida, producen utilidades aún más generosas. En otras palabras, no obstante
que las enfermedades infecciosas son infinitamente más comunes que el cáncer o las
enfermedades cardiacas, los antibióticos son mucho menos rentables —especialmente porque los
hemos infravalorado.

"Esperamos que los antibióticos sean no sólo seguros y altamente eficaces, sino también baratos",
apunta Ramanan Laxminarayan, economista especializado en temas médicos de la Universidad de
Princeton. "Los consideramos un derecho divino". Ejemplo: en 2009, varias importantes cadenas
de farmacias comenzaron a regalar antibióticos genéricos para aumentar su clientela.

Aun cuando un antibiótico pueda tener un alto precio, las fuerzas combinadas de la resistencia
medicamentosa y las leyes de patente conspiran en su contra cuando llega al mercado. Para evitar
el desarrollo de resistencia, se insta a los médicos a reservar los antimicrobianos más novedosos y
potentes para casos extremos, y aunque esto protege el valor de la sustancia como opción
terapéutica, también ocasiona que las nuevas sustancias se comercialicen lentamente y su
circulación repunte sólo al caducar la patente, momento en que puede sustituirse fácilmente por
una marca genérica más barata. "Hay grandes desincentivos para producir nuevos fármacos",
asegura Rex, cuya compañía es una de las pocas que aún siguen desarrollando antibióticos
novedosos.

Claro está, ese desaguisado económico es nada comparado con la singular incertidumbre
normativa de los antibióticos. A fin de probar cualquier compuesto para combatir una dolencia,
primero es necesario contar con una buena población de enfermos —cosa singularmente sencilla
en casos de cáncer, enfermedades crónicas o cualquier padecimiento eventualmente mortal,
cuando los candidatos para estudio tienen tiempo de valorar sus opciones terapéuticas. Sin
embargo, la situación de los padecimientos infecciosos es mucho más compleja, sobre todo en
individuos infectados con cepas resistentes. "En esencia, hay que esperar a que ocurra un brote
epidémico", apunta Rex. "Y, como es evidente, no hay manera de saber cuándo o dónde se
presentará". Para probar un compuesto contra el enterococo resistente a vancomicina (ERV;
superpatógeno que infecta los sistemas digestivo y urinario), una compañía farmacéutica tuvo que
operar 54 sitios de pruebas clínicas durante dos años completos. En el primer intento, sólo tres
pacientes participaron en el estudio; llegado el segundo, reunieron sólo 45 individuos a lo largo de
18 meses, gracias a que se presentó un brote en una de las instalaciones de prueba. Según la
agencia estadounidense Centro para Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas
en inglés), este superagente infeccioso infecta, cada año, a un total de 26 mil pacientes
hospitalizados; pero hasta ahora nadie ha encontrado la manera de canalizarlos a un ensayo
clínico.

Cuando, finalmente, los fabricantes de medicamentos consiguen reunir un grupo suficiente de


participantes para un estudio, necesitan comparar el fármaco propuesto contra un medicamento
comprobado y si la sustancia experimental es tan buena o mejor que el tratamiento existente, la
compañía recibe luz verde. Parece fácil, ¿verdad? Pues no lo es. El problema es que muchos
antibióticos fueron probados y aprobados antes que hubiera herramientas de control como la
Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) o los ensayos clínicos
doble ciego con control placebo, cosa que ha puesto en aprietos a clínicos y estadísticos que tratan
de determinar el grado de éxito. "Las pruebas clínicas que han regido la terapia antibiótica desde
hace décadas significan nada para los estadísticos", informa Paul Ambrose, presidente del Instituto
para Farmacodinamia Clínica de Nueva York. "Esto es consecuencia de una profunda crisis en la
FDA, que no sabe cómo medir la eficacia de un fármaco. Y los antibióticos llevan la peor parte
porque, para empezar, [la FDA] no dispone de datos con controles placebo".

Para ejemplificar la situación, tomemos el caso de las infecciones de la piel. El año pasado, la FDA
emitió lineamientos para compañías que buscan desarrollar nuevos antibióticos para tratar estos
padecimientos. ¿Cuál es su definición de "fármaco exitoso"? El que impida la diseminación de
lesiones, aunque no las haga desaparecer. "De modo que si viene a consultarme por lesiones en la
piel, le receto una medicina y las lesiones permanecen sin cambio alguno durante tres días,
podemos afirmar que el tratamiento fue exitoso", explica Ambrose. "¿De dónde sacaron
semejante idea?". Resulta que la FDA ha fundamentado ese reglamento en dos estudios y nada
más: ambos publicados en 1937 y comparando el efecto de los antibióticos contra la terapia con
lámparas ultravioleta. Esta última era tan ineficaz (y las lesiones de piel tan mortíferas, en aquellos
días), que los investigadores se sintieron extasiados al ver que los pacientes no empeoraban y en
consecuencia, proclamaron el éxito de sus antibióticos.

La FDA pasó el último año trabajando con fabricantes potenciales de antibióticos con objeto de
desarrollar parámetros precisos para situaciones como ésa, pero los críticos aseguran que, en ese
lapso, el nivel de incertidumbre sólo aumentó. "Hay soluciones viables, pero necesitamos nuevos
proponentes", agrega Ambrose. "Hasta el momento, todo se resume en uno o dos estadísticos y
un puñado de clínicos enfrascados en discusiones bizantinas sobre unos cuantos puntos". Entre
tanto, a falta de una guía precisa para lograr la aprobación de un antibiótico, las compañías
farmacéuticas se niegan a invertir sus fondos en investigación y desarrollo.

Y parece que todos los demás están en la misma postura. En 2009, el Instituto Nacional de Alergias
y Enfermedades Infecciosas desembolsó 94 millones de dólares para investigar el tratamiento
contra agentes bioterroristas potenciales, aunque en extremo raros (como ántrax y peste), en
tanto que dedicó sólo 16 millones de dólares al desarrollo de nuevos fármacos para combatir
patógenos con resistencia medicamentosa; por su parte, el Proyecto Bioshield, organismo
instituido luego de los ataques con ántrax en 2001, fomentó incontables investigaciones sobre los
agentes bioterroristas más preocupantes. Con la promesa de adquirir cualquier producto exitoso,
el gobierno federal estadounidense ha propiciado que las sustancias para tratar ántrax, plaga y
ébola alcancen un alto grado de rentabilidad potencial, no obstante la rareza de esas condiciones;
sin embargo, la legislación no ofrece garantías semejantes para antibióticos destinados a tratar
enfermedades infecciosas resistentes que son muchísimo más comunes. Ahora bien, más o menos
por la misma época se lanzó un proyecto análogo para combatir la resistencia microbiana, pero
sus críticos afirman que la financiación es tan absurdamente reducida que no se ha implementado
debidamente.

Parece que, al fin, los políticos están tomando cartas para resolver el conflicto.

Un anteproyecto que circula actualmente en el Congreso, la Ley para Generar Incentivos


Antibióticos Inmediatos, podría dar a ciertos antibióticos una protección de cinco años contra la
competencia genérica, amén de otras propuestas que ofrecen exenciones fiscales, protección para
responsabilidad legal y las mismas garantías de adquisición gubernamental que tanto éxito
tuvieran para precipitar la investigación en bioterrorismo.

Claro está —señalan los críticos— que los incentivos de mercado no sustituyen al uso prudente de
los medicamentos existentes. "Es como decir: 'Estamos quedándonos sin petróleo porque no
hemos sabido conservarlo y la única solución es buscar más petróleo", ironiza Laxminarayan. "Si
seguimos desarrollando nuevas sustancias y después abusamos de ellas, nunca resolveremos el
conflicto". El remedio, en su opinión, es hablar del tema de los antibióticos con el mismo
vocabulario que hemos usado para hablar de otros recursos naturales no renovables —es decir,
conservación y uso sustentable.

Semejante actitud conllevaría un cambio paradigmático. CDC calcula que casi 50 por ciento de las
prescripciones de antibióticos son innecesarias, pues los médicos suelen indicar esas sustancias
como medida precautoria para prevenir infecciones que todavía no ocurren o para tranquilizar a
los pacientes que temen enfermar durante un viaje; y tratándose de individuos infectados, la
estrategia es apenas más sofisticada. Casi todos los métodos diagnósticos son anteriores al
advenimiento de la penicilina —dicho de otra manera, son lentos, engorrosos y poco fiables, de
suerte que los médicos no pueden tener la certeza del tipo de bicho que infectó al paciente o
cuáles fármacos pueden atacarlo. Por ello, en vez de perder tiempo y dinero tratando de
responder esas interrogantes fundamentales, optan por recetar un par de antibióticos
simultáneamente y rezar por dar en el clavo. Esta estrategia resulta más económica y ofrece
resultados a corto plazo, mas también contribuye al abuso y por consiguiente, fomenta el
desarrollo y la diseminación de la resistencia medicamentosa.

Sin duda, el futuro será distinto. Los antibióticos costarán más, producirán menos beneficios y los
pacientes accederán a ellos con menos facilidad que hasta ahora. Se acabarán los remedios
rápidos, las muestras gratuitas y las recetas de "por si acaso". Sin embargo, si actuamos con
rapidez (y con un poco de suerte) será posible seguir viviendo en un mundo defendido con
antibióticos.

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