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“PERSONAL OCUPADO, VUELVA MÁS TARDE”

Mis nuevos compañeros de trabajo no eran exactamente como me los había imaginado. Ni en el
peor de los casos. Pertenecían a un tipo de fauna desconocida para mí, a decir verdad su visión me
hacía cuestionarme la supuesta sabiduría que se le presupone a la madre naturaleza. ¿Cuál sería su
lugar en la escala evolutiva?
—Estarás muy cómodo en la oficina ya lo verás—me decía el supervisor sonriente mientras me
conducía al que iba a ser mi nuevo trabajo.
Me había costado tres años. Tres largos años de cursos absurdos, pero puntuables, de estudio
incansable día y noche y de colocar en la cuerda floja mi feliz matrimonio. Pero al final había
conseguido la plaza. Por fin iba a formar parte del ilustre cuerpo legal del ayuntamiento, el lugar
donde otros licenciados como yo batallaríamos defendiendo los intereses del ente local y haríamos
rodar cabezas. O al menos eso pensaba. Porque la realidad resultó ser algo distinta.
—Este será tu centro de operaciones— Me dijo el supervisor al acercarme a una mesa de madera
aglomerada.
Bueno, no era precisamente cómo yo soñaba que sería la mesa del abogado estrella del
ayuntamiento, pero era un comienzo.
—Te presento a Igor— Me indicó el supervisor señalando a mi compañero de la derecha.
—Hola soy Francisco, el nuevo, pero puedes llamarme Fran— Me presenté cordialmente.
—Grrrr—Gruñó como contestación sin levantar la cabeza de la mesa.
Igor no parecía para nada el abogado-escualo que yo esperaba encontrar allí. Más bien me
recordaba a un erizo de mar. A un ser negro y puntiagudo que no permite que llegues a su interior.
Si es que allí dentro había algo. Era muy peludo, hasta el punto que supuse que por la mañana
decidiría que forma querría darle a los claros de su cara. Se encorvaba sobre sí mismo como
queriendo formar una gruta con su espalda en la que refugiarse. Por un momento tuve la tentación
de cruzar un par de palabras más con el erizo pero tragué algo de saliva y se me pasó.
A mi izquierda se sentaba otro de mis compañeros. Me alivió comprobar que parecía más normal.
Sin embargo me dió la sensación de que ese tipo estaba cansado. Exhausto. No debería tener más de
45 años pero tenía bajo los ojos unas bolsas de expresión de color plomo que parecían tirar de su
cara hacia la mesa. Cuando cruzabas la mirada con él te recordaba a un pobre perro moribundo
pidiendo un limpio sacrificio.
—Soy tu nuevo compañero, Trevor— me dijo levantando la mano derecha que sobresalía de un
desgastado puño de camisa blanco, que pertenecía a una camisa blanca tan fina y usada que
trasparentaba sus ovalados pezones.
—Encantado, mi nombre es Francisco— Añadí yo dándole la mano, y el apretón también lo noté
débil, apagado, como si apretase un cojín del sofá.
Las primeras sensaciones fueron nefastas. El estado de ánimo a esas alturas me había bajado al
estómago y se aferraba a mis intestinos para no continuar precipitándose. Aquella misma mañana
me sentía pletórico, con ganas de comerme el mundo y capaz de defender a Jason (el de la
motosierra) alegando legítima defensa. Mi mujer me anudaba la corbata frente al espejo y veía en su
cara la satisfacción de preparar a su prometedor abogadito para echarse al mar.
—Cariño, intenta ser amable ¿De acuerdo?— Me decía bromeando mientras me apretaba un poco
más la corbata al cuello.
—Que cosas tienes cielo ¿Cuando he dejado de ser encantador?— Le contestaba haciéndole una
exagerada reverencia mostrando mis respetos a mi reina.
Me despidió con un beso en la boca que invitaba a recompensa, en nuestro lenguaje significaba
“Cuando vuelvas tendrás el resto”. Así entre nubes tomé camino de mis obligaciones. Antes de salir
del edificio perdí unos segundos de mi precioso tiempo en contemplar la prueba de que nuestra
relación era real: la placa dorada del buzón con nuestros nombres grabados.
Lamentablemente mi oficina también era real. Avancé dando pasos sordos por sobre la moqueta en
dirección a otro de mis compañeros. Cuanto antes acabaran las presentaciones mejor. Quizá
estuviera rodeado de tipos raros pero yo prevalecería (sobreviviría), había llegado para quedarme,
para defender al ayuntamiento y sacarme con palillos los restos de mis oponentes de entre las
muelas.
—Hola, ¿Qué tal? Soy Fran, el nuevo— Dije con cara de palo repitiendo el mismo ritual anterior.
—Pues sí guapa, lo que yo te diga no se como esa fresca es capaz de negar la evidencia, ¡ les vi
juntos entiendes!¡ de la mano!, paseaban como una parejita feliz por el centro de la avenida como si
nada, vamos que desfachatez, en ese momento fue cuando mi Manolo y yo les vimos...— Hablaba
ella como una cotorra por uno de esos micrófonos diminutos que se pegan a la cara y a una oreja.
Como un implante biónico para marujas.
—Hola...—Repetí.
Antes de acabar la frase me hacía señas con la cabeza para darme a entender que ya me había
escuchado y que dejara de interrumpir el asunto de vida o muerte que se traía entre manos.
Más tarde me enteré de que se llamaba Sara y que si alguna vez fue licenciada en derecho se le
había olvidado, lo único que hacía era pasarse el día pegada al teléfono y si llegaba alguna llamada
relacionada con el trabajo se molestaba en cogerla. A veces.
De vuelta a mi escritorio mi ánimo se arrastraba junto a mis pies , cerca de la moqueta. Esperaba ser
un tiburón en mar abierto pero no era más que nemo en una pecera. Así que saqué mi bolígrafo
dorado con un pequeño grabado de un reloj de arena y ataqué a la pila de documentación que me
habían dejado encima. En esa época creía que el trabajo era el mejor remedio para combatir la
depresión.
—Bonito bolígrafo—Me dijo Trevor con esa voz cadente y falta de energia que le caracterizaba. Me
extrañó que no dijera “boli”. Supongo que pensarlo requería también un esfuerzo.
—Sí a mi también me gusta. Fue un regalo de mi padre al licenciarme—Le dije con cierto orgullo.
—Debe sentirse muy orgulloso de ti— Insinuó arrastrando la palabras.
—Me hubiera desheredado en caso contrario, mi padre llegó a ser un reconocido juez— Confesé
sintiendo la alargada sombra de mi progenitor cerniéndose sobre el ayuntamiento.
—¿No quieres conocer a Paco?— Me dijo señalando a un despacho acristalado que se erguía como
una pecera en una esquina de la oficina.
—La verdad es que pensaba que la plantilla la formábamos sólo nosotros cuatro— Le dije fijando la
vista en la pecera.
—Yo de ti no lo demoraría por más tiempo— Me apremió Trevor y por una vez noté algo más que
pereza en su voz, un trazo muy sutil que fluía por debajo, si le conociera un poco más a fondo
afirmaría que se trataba de miedo, pero eramos un par de desconocidos.
Me planté frente a la pecera y cuando me disponía a abrir el pomo de la puerta me encontré con un
cartelito. Una versión adaptada del clásico “no molestar” de los hoteles. Decía “Personal
ocupado,vuelva más tarde”. Y por extraño que pueda sonar me ví obligado a respetar sus palabras.
No porque aquel aviso colgante fuera algún tipo de sortilegio o barrera mágica sino porque algo en
mí, esa vocecilla interior primitiva que te avisa de los peligros, nuestro sentido arácnido de andar
por casa me advirtió y por una vez le hice caso.
“Que tipo más extraño”
Le observé durante unos segundos a través de las ranuras de la clásica cortina de plástico de oficina.
Me sentía como un “charlie” agazapado entre la maleza a la espera de mi enemigo. Allí dentro había
un señor, un sesentón con bigote sentado en su escritorio. Mucha gente cree que los hombres con
bigote transmiten una imagen afable, de “buen hombre”. Toda esa gente debería haber visto a Paco.
Mantenía la vista gacha, concentrado en alguna de las cenefas que dibujaba la madera de la mesa.
Su piel era tostada y de la comisura de los ojos nacían cientos de grietas que se perdían luego por
toda su cara formando surcos. Era como un doble sistema de carreteras radial donde todos los
caminos te conducían a sus ojos. Luego estaba su bigote, blanco nuclear excepto en las puntas en
donde se volvía algo más tostado. Su imagen me rizó los pelos del cogote.
Sólo me atreví a dar dos ligeros golpecitos en la puerta esperando una contestación. Pero la
contestación no llegó. Así que volví a mi escritorio derrotado y con la lejana sensación de haber ido
a recibir la “bronca” del director del colegio y haberme salvado.
—Creo que le he pillado durmiendo— Dije con una media sonrisa a mi compañero.
—No, él nunca duerme— Me contestó Trevor escupiendo miedo en cada una de las sílabas.
Entonces noté la mirada de Paco que se colaba entre las ranuras de plástico hasta llegar a mí. El
“charlie” había sido cazado en su agujero.
A lo largo de los días venideros pude comprobar cual era la dinámica en la oficina. Después de todo
se trataba de un ecosistema frágil pero ordenado. En la base de la pirámide se encontraba Trevor “el
cansado” ,se podría decir que de él se alimentaban todos los demás. Trevor se ocupaba de hacer de
abogado allí dentro , contestaba los escritos, preparaba alegaciones, atendía las llamadas
importantes y ,en general, conocía el procedimiento administrativo. Pero también me di cuenta de
que hacía lo mínimo posible y a la velocidad más lenta posible. Se demoraba en los plazos y en más
de una ocasión se le caducaban como un yogur en la nevera por pura incompetencia, otras veces
respondía a las reclamaciones con plantillas prefijadas del ordenador sin asegurarse de comprobar
las cosas. Pero a pesar de todo hacía su trabajo. Luego teníamos Igor, el pequeño troll era menos
torpe con las tareas físicas: hacía fotocopias , preparaba envíos y recogía otros. Era nuestro pequeño
y arrugado botones. Sara como ya he dicho se dedicaba a filtrar las llamadas, (aunque dejaba morir
muchas otras en la centralita) colaborando con su granito de arena. Entre los tres constituían una
máquina y vieja, que aunque a duras penas y con muchos engranajes desgastados, avanzaba a
trancas y barrancas impidiendo que otros bancos de tiburones-abogado devorasen a mordiscos las
arcas del ayuntamiento.
—¿A qué se dedica Paco?— Verbalicé mi duda en Trevor con quien ya me unía una tímida
confianza.
—Pásame el informe sobre las reclamaciones de marzo.—Me dijo eludiendo el tema.
Esa era la tónica general. La mayor incógnita de todas. ¿Qué pintaba aquel viejo en la oficina?
Llevaba ya un par de semanas trabajando y nunca le había visto fuera de su pecera. O hablando con
alguien. O cogiendo el teléfono. O relacionándose de alguna manera humana con algún otro
congénere. No hacía nada en absoluto, pero a nadie le parecía extraño, más bien lo contrario, le
respetaban incluso por encima del supervisor sin un motivo aparente. Le rendían un extraño tipo de
pleitesía. Si el supervisor colocaba algunas reclamaciones en su mesa Trevor llegaba raudo y se los
quedaba, si alguna llamada se colaba hasta el teléfono de su despacho Sara dejaba cualquier cosa
que estuviera haciendo (o diciendo) y la desviaba hasta su auricular . Igor por su parte se aseguraba
de que dispusiera siempre de un café caliente a primera hora de la mañana y de la tarde.
Cuando me atrevía a insinuarles algo al respecto a mis compañeros me ignoraban o cambiaban de
tema. Si todos nosotros estabamos integrados en el ecosistema ¿Qué papel tendría ese viejo en la
pirámide? La respuesta surgió de la lógica, él debía ser el depredador, el vértice superior del
triángulo por que no podía ser comido por ningún otro.¿Pero cómo lo hacía?
Llegué a insinuarle el problema a mi mujer al llegar a casa.
—Hay un viejo en la oficina que no hace nada, nada en absoluto— Le dije un día por la mañana
desayunando.
—Ya se sabe que los más antiguos se toman ciertos permisos— Me contestaba mientras tecleaba
otro de sus bíblicos mensajes a no-se-sabe-bien-que-amiga.
—Pero cuando digo nada me refiero a cero, apenas pestañea sólo se queda sentado en su despacho
dejando pasar las horas— Insistía yo agarrándome la corbata para evitar mancharla con el plato de
desayuno.-¿Me escuchas?-
—Te dije que te esforzaras por caer bien a la gente—Me contestó ella.
—Si cariño— Me resigné a sabiendas de que aquella era una guerra que debía librar yo sólo.
En el tiempo que siguió, entre expediente y expediente, me concentré en observar a ese hombre. En
analizarle. Cada pocos minutos lanzaba miradas furtivas a su despacho acristalado para tenerle
controlado. Y descubrí algo. Paco se movía. Pero del mismo modo en que lo hace el minutero de un
reloj o una flor de girasol persiguiendo al sol. Era casi imperceptible. A las 9 podía tener las dos
manos sobre la mesa, a las 11 quizá una de ellas estaba sobre su regazo y al final del día ¿Quién
sabe? A lo mejor te lo encontrabas con la silla de costado mirando hacia la pared. Esta revelación
me sorprendió pero dotó de algo de lógica al conjunto. En un ambiente “afuncionariado” como
aquel en donde todo funcionaba a cámara lenta, él representaba el summum de la perfección, el dios
a venerar en nuestro lento templo. Pero nada de eso explicaba el miedo reverencial, la sensación de
amenaza que flotaba en la oficina, y que incluso yo sentía y que de momento me parecía irracional.
—Déjame a mí , yo me encargo— Le dije a Igor quitándole el café humeante de las manos—Yo se
lo llevaré.— Él contestó con algún tipo de gruñido gutural que yo interpreté como un “vale”.
Acto seguido fui hasta el lavabo y vertí en el retrete todo el contenido de la taza.
“Veamos que pasa” me decía intrigado. “Veamos que pasa cuando las normas de este ecosistema se
infringen”.
Pero no pasó nada. Nada de nada. El día transcurrió con total normalidad y a las cinco recogí los
bártulos volviendo desilusionado a mi humilde hogar.
Al día siguiente me desperté con la extraña sensación de no haber dormido a penas, o de haberlo
hecho mientras mi cuerpo metabolizaba litros de alcochol cuando lo último que había bebido la
noche anterior era un vaso de agua. Me arrastré hasta el lavabo en donde me aseé, estaba a punto de
afeitarme completamente pero decidí dejarme los cuatro pelos que despuntaban en el bigote como
signo de rebeldía. “Quizá ha llegado el momento del relevo en el vértice de la oficina” me decía
para motivarme.
En la oficina además de mi incipiente bigotillo de cantinflas habían otras novedades. La mesa de
Igor había desaparecido, su lugar era ocupado ahora por un marchito ficus con varias hojas
verde-marronosas.
—¿Dónde esta Igor?—Le pregunté a Trevor en cuanto me senté.
Él me miró con un gesto extrañado y volvió a hundir su cabeza entre los papeles. Pero no estaba
dispuesto a permitir más desplantes en la oficina.
— ¿No me has escuchado o es que tus oídos todavía no han transmitido mi pregunta a tu cerebro?—
Le dije dentelleando cual tiburón ante carnaza.
—No sé de que me estás hablando— Me dijo sin levantar la mirada.
—¡No me tomes el pelo!— Le grité agarrándole de la solapa y a punto de estrangularle.
Entonces vi en sus ojos que me decía la verdad, que estaba siendo sincero y que probablemente
nunca había escuchado hablar de ningún Igor . A menos que fuera jorobado y participase en alguna
serie televisiva. Lo intenté también con Sara pero con idéntico resultado. De repente Igor no sólo se
había esfumado sino que nadie tenía ni la mas pajolera idea de quien era . Me miraban
preguntandose si me habría tomado mi comprimido de “ciprexa” si les insinuaba que un tal Igor
había trabajado en la oficina. En su lugar habían dejado aquel ficus, como él algo marchito y de
hojas arrugadas. Una coincidencia irónica. Pero no era lo mismo.
Lo que no había cambiado era la dinámica de la oficina. El señor Paco continuaba recibiendo su
dosis de café humeante pero de las manos manicuradas de Sara quien tenía ahora el doble de
trabajo.
Igor había desaparecido completamente. En realidad era más que eso, más bien como si lo hubieran
tachado con una enorme escobilla de tipex y hubieran escrito la palabra “Ficus” encima. Llegados a
ese punto pensé que me estaba volviendo loco, majareta del todo. Pero decidí aguantar porque algo
por encima del miedo, quizá mi espiritu “escualo” debilitado por la oficina seguía latiendo en mi
interior y me impulsaba a llegar al fondo de aquello. Y en el fondo veía la figura de un afable
hombre con bigote.
¿Qué pasaría si se volvían a infringir las normas?
Aprovechando una de las escasas treguas que se permitía Sara, que tenía lugar cuando debía aligerar
fluidos, me acerqué disimuladamente a su centralita de llamadas y desconecté el cable de teléfono
de Paco. Ahora debería molestarse él mismo en contestar porque nadie más lo haría.
Avanzando como un niño travieso que esconde un tirachinas en la espalda me acerqué hasta mi
compañero Trevor.
—¿Cómo lo llevas?—Le dije en tono amistoso.
—Muuchoo trabajo— Me contestó provocando que las silabas arasen el aire lentamente.
—Creo que ya me siento capaz de “atacar” a las reclamaciones administrativas— Le dije usando la
jerga del mundillo.
Él alzó los ojos por entre la montaña de documentos de su escritorio haciendo un esfuerzo enorme.
Titánico. Me pareció un pobre Atlas sosteniendo el mundo sobre sus espaldas.
—¿Estas seguro?—Me contestó algo escéptico, pero dejó escapar un brillo de esperanza en su
mirada.
—Yo estoy seguro de mis capacidades, ¿Lo estás tú?— Le contesté cambiando de estrategia.
—Vale, me parece bien— Dijo cediéndome el mundo muerto y enmoquetado que soportaba en la
chepa. Lo que trevor no sabía es que yo iba a dejar caer ese mundo a las profundidades, no iba a
tensar ni uno sólo de mis músculos para evitarlo, el mundo se iba a precipitar en el olvido y si se
hacía añicos al caer...mejor. Era lo que más deseaba en el mundo.
Así que ese día se infringieron dos normas del frágil ecosistema. La primera fue que Paco se vería
obligado a contestar sus propias llamadas y la segunda es que los expedientes que le entregaba el
supervisor, las reclamaciones administrativas, debería resolverlas él mismo con su puño y letra
porque yo había engañado al perezoso Atlas.
El resto del día lo pasé meditando. Pensando en cuales serían las consecuencias de mis actos y si
estaba haciendo lo correcto. Desatendí deliberadamente el trabajo, las reclamaciones legales me
parecían grises y carentes de emoción, sobretodo comparadas con la visión de ese viejo de bigote
blanco inmóvil en su pecera. Mi bolígrafo dorado languidecía en el bolsillo de la camisa. Cada vez
perdía más tiempo observándole. Él continuaba con sus movimientos de oso-perezoso del todo
aleatorios. Otras veces sentía el impulso de entrar en su despacho y gritarle a la cara:
¡Quien coño eres!?
“Personal ocupado, vuelva más tarde”
Pero el cartelito continuaba en su sitio.
Cansado de tanto ajetreo mental recogí mis cosas antes de tiempo decidido a tomarme el resto del
día libre. Abrí la puerta de casa entre el tintineo habitual de las llaves.
—Hola cariño— Me dijo mi mujer quien estaba intentando abrir por el otro lado.
—Hola cielo , no seas tan impaciente estaba a punto de entrar—Le dije bromeando por la
coincidencia mientras le besaba en la boca.
Entonces noté el sabor del carmín.
—¿Dónde vas tan arreglada?—
—Había quedado con unas amigas— Dijo con un punto de nerviosismo en su voz— ¿Cómo has
llegado tan pronto? No me has avisado— Continuó mientras me acariciaba el brazo.
—No soy un veterano pero me he tomado un permiso.— Le dije sonriente mientras la volvía a besar
provocándome a mí mismo un extraño cosquilleo con mi bigote. Aprovechamos la tarde para ir a
ver una película en el cine. En realidad la vio mi mujer porque aunque mis en mis ojos se reflejaban
las escenas del film éstas no llegaban a mi cerebro demasiado ocupado con otra cosa:
¿Qué pasaría mañana?

De nuevo me desperté con la sensación de que me habían metido un hierro oxidado en la cabeza
mientras dormía. Me palpé pero mi cuero cabelludo continuaba intacto.
Antes de entrar en la oficina tomé aire al otro lado de la puerta. Me preparé mentalmente para
cualquier posibilidad. Estaba dispuesto a encontrarme con un jardín botánico si hacía falta. Sin
pensarlo dos veces me lancé al interior. Pero para mi sorpresa mis compañeros continuaban allí, esta
vez nadie había desaparecido. Regresé a mi pequeño “centro de operaciones” algo decepcionado y
volví a cavilar. “Quizá ese tal Igor nunca existió realmente y todo había sido fruto de mi
imaginación, de los nervios por empezar en un nuevo trabajo”. Pero por otro lado estaba
convencido de haber hablado, bueno más bien interactuado con él de alguna forma. Contemplé el
lugar que había ocupado: las hojas del ficus se balanceaban de forma enigmática sin darme
respuestas.
—Tienes mucho trabajo atrasado— Me dijo el compañero con su parsimonia habitual.
—Ya lo sé , ya lo sé ,después de comer me pondré con ello en serio, no me agobies Trevor— Le
dije consciente de que cada vez desatendía más mis obligaciones. El pobre tiburón se estaba
quedando sin dientes.
—¿Trevor?— Dijo sorprendido— ¿Quién es Trevor?— Insistió echándome una mirada cómo si me
hubiera vuelto loco.
Le miré fijamente. Sin contestarle me levanté de la silla de oficina y le agarré la cara con las dos
manos. ¡Aquel tipo no era Trevor! Quizá alguien que se le parecía mucho la verdad, y con una voz
parecida también pero a la vez alguien completamente diferente. Como la versión americana de una
peli japonesa.
—¿Qué haces chalado?—Me gritó Trevor-impostor dejándose ir de mis manos.
Sin perder tiempo me acerqué a Sara para observarla. Planté mi bigote semi-poblado frente a ella y
de nuevo constaté el horror. La operadora era una especie de imitación taiwanesa de la original.
También hablaba como una cotorra. También tenía la nariz larga pero ahora estaba encorvada hacia
abajo como la de una bruja.
—¿Quién? ¿Quién eres tu?— Pensé en voz alta mientras retrocedía unos pasos de puro miedo.
Noté hormigas recorriéndome la palma de las manos, y un fuerte mareo que empezaba en mi
estómago. Me apoyé con un brazo en el canto de mi mesa para no desplomarme en el suelo. El
sentido común se resentía, alguien lo había reiniciado presionando directamente al botón de
“power”.
Cogí la chaqueta y eché a correr en dirección a mi casa. Al único búnquer de seguridad que me
quedaba.
El portal estaba abierto así que me deslicé hasta la puerta de mi piso e inserté la llave en la
cerradura con las ansias del fugitivo que siente el aliento de un batallón de zombies tras de sí.
Necesitaba un poco de cordura. Explicaría todo aquello a mi mujer, cuando le expusiera todos los
detalles con pelos y señales no tendría más remedio que creerme. Uno de mis compañeros había
desaparecido y probablemente estuviera muerto, o secuestrado en alguna parte. O ambas. Y el
responsable era el señor del bigote, esa pequeña gárgola espeluznante que gobernaba en mi oficina.
Estaba convencido de que mi mujer lo entendería, me apoyaría y una vez denunciado todo lo
ocurrido a la policía el asunto se solucionaría.
—Malditas llaves— Grité al verme incapaz de abrir la puerta. Los nervios me jugaban una mala
pasada así que llame al timbre para que mi mujer abriera al inútil de su marido.
Ding-Dong
Sabía que tenía que estar en casa a esa hora.
Ding-Dong
“Abreme por favor.” Pensaba en un ataque de nervios.
Ding-Dong
Ding-Dong
Ding-Dong
—¡Ya está bien! no queremos publicidad— La escuché decir al otro lado de la puerta. Mi
subconsciente comenzó a procesar la palabra “queremos”.
—Soy yo, dejate de bromas, esto es muy importante— Le grité enfadado.
Ella abrió entonces, dejando la puerta asegurada con la cadena de hierro.
—¿Cómo dices?—Me contestó muy sorprendida.
—Ya está bien de hacer el idiota cariño, ábreme , de verdad que no es el momento— Le supliqué al
otro lado. La broma de la cadena me estaba pareciendo excesiva.
—Dile a ese chalado que deje de pegar gritos— Dijo una voz masculina que provenía del salón. Eso
me enfureció me sacó de mis casillas, hizo que todas las pistas que se me habían ido presentando
ante mis narices y que había dejado pasar encajaran como un puzzle ante mis ojos.
—¿Quién es ese hombre? ¿Se puede saber con quién te acuestas?— Le grité dejándome llevar por
la furia del cornudo.
—Con mi marido— Me respondió ella y de un portazo acabó la conversación.
Continué golpeando a la puerta unos segundos y al final aquella voz masculina amenazó con llamar
a la policía. Derrotado avancé para comprobar algo de vital importancia. Algo que determinaría si
me estaba volviendo loco o todo aquello no era más que una broma de mal gusto. Volví al portal,
me asomé a los buzones hasta encontrar el mio y contemplé la plaquita.
Efectivamente, me había vuelto loco. Loco de remate.
Mi nombre había desaparecido de la placa dorada.

Vagué durante horas por las calles. Eso es lo que hacen los vagabundos, también los de traje y
corbata, lo que te define como tal no es tu vestimenta sino el hecho de que no tienes un lugar en
donde caerte muerto. O mejor dicho, tu lugar en donde caerte muerto. El tiburón andaba a la deriva
en mar abierto. Desdentado y desorientado no tardaría mucho en ser pasto de otros depredadores.
Agotado me dejé caer y me senté en el suelo con la cabeza entre las piernas.
No era capaz de encontrar una explicación racional. Era como si mi vida hubiera desaparecido,
como si alguien hubiera pasado una goma de borrar sobre mi biografía escrita a lápiz.
—Grrrr de grrrrr— Me dijo una voz desde arriba.
—Grrrrr de Grrrrrr— Volví a escuchar y pude traducirlo como un “apártese de ahí”.
Era un empleado de la limpieza del ayuntamiento quien a golpes de escoba me invitaba a
levantarme. Al parecer mi culo estaba ensuciando la calle.
—No me vuelvas a tocar con esa mierda— Le dije con el tono frío de un pistolero.
—Grrrr, grrr— Me contestó.
Yo recordaba esos gruñidos. ¡Claro que sí ! Eran los sonidos guturales que utilizaba como idioma
mi difunto compañero de trabajo. Le miré a la cara, no había duda era él , no había hecho más que
cambiar el traje de oferta por un mono verde fluorescente.
—¡Igor!—Exclamé al tiempo que lo abrazaba.
—Grrr—Gritó él zafándose de mis brazos violentamente. Olvidaba que no estaba muy habituado al
contacto humano.
—Hace mucho tiempo que no te vemos por el despacho, podrías haber avisado, por lo menos
podrías haber tenido el detalle de dejarnos una nota de despedida (o de suicidio)— Le dije
notablemente emocionado.
—Grrr,grrr— Me respondió, dándome a entender que no no me conocía de nada y que dejara de
molestarle porque por si no me había dado cuenta tenía un palo entre las manos.
—Cómo no me vas a conocer, yo era el novato, el nuevo fichaje del ayuntamiento, nos sentabamos
uno al lado del otro—
—Grr,grrr— Insistió diciéndome que el había trabajado toda la vida en los servicios de limpieza
locales y que no sabía de que demonios le hablaba.
—¿Barrendero?—Dije sorprendido—De eso nada, tu eres un abogado como yo, un licenciado en
derecho por lo menos—
—Grrr,grrrr,grrrrrrrr— Gruñó haciéndome saber que había dado en el clavo con lo del derecho pero
que al final no llegó a matricularse en la universidad porque su tutor del instituto le convenció de lo
contrario.
Igor no me estaba mintiendo. Era imposible que una persona como él interpretase a ese nivel para
gastarme una broma. Digamos que era imposible para él interpretar, precisemos que era imposible
para él gastar bromas. Luego no estaba muerto, ni había desaparecido a cambio de un suculento
rescate, ahora era un basurero, seguía siendo un empleado del ayuntamiento pero no en el despacho.
Había cambiado de familia pero no de especie.
De repente una luz se me encendió.
—Y ¿Cómo era ese tutor tuyo?— Pregunté arriegandome a que el nuevo Igor me mandara a hacer
gárgaras.
—Grrr— Fue conciso: “un cabrón con bigote”.
¿Pero realmente era posible? ¿Era posible que Paco hubiera hecho todos aquellos “cambios”? Y de
ser así ¿Cómo cojones lo había conseguido? Si ese tipo se pasaba el santo día sentado inmóvil en el
despacho acristalado, apenas era capaz de moverse, mucho menos de urdir una trama tan peliculera
como aquella. Y de haber tenido los medios, ni siquiera con ellos era suficiente, la realidad había
cambiado no era algo que pudiera comprarse, no podía pujarse por ebay por un presente
alternativo(al menos de momento). La única explicación posible era que Paco hubiera viajado al
pasado para alterar el rumbo de los acontecimientos. Pero eso era una locura, algo por lo que te
encerrarían y tirarían tu llave al Tártaro.
—Paco ha cambiado el pasado— Me dije en voz alta para evitar acabar con un sombrero de papel
en la cabeza y con una mano bajo el sobaco.
Volví en busca de respuestas. Llegué a la oficina dando aviso al de seguridad que estaría hasta tarde
“muy liado” .Me senté en mi silla de oficina apoyando los codos en mi “centro de operaciones”.
“Personal ocupado, vuelva más tarde”
Esa rata saldría tarde o temprano de su agujero.
Me coloqué en su misma posición: con las manos entrelazadas y la cabeza gacha. Él me miraba a
través de las rendijas de la cortina y yo le miraba a él. Saltaban chispas. Pasamos en esa posición
mucho tiempo. Segundos que me parecieron minutos, minutos que me parecieron horas y horas que
se me antojaron a siglos. Pero si algo me sobraba en esos momentos era tiempo. Tiempo y paciencia
para arrancarle pelo a pelo el mostacho en cuanto abriera la puerta del despacho. Tan sólo unas
semanas atrás esa situación de inactividad me hubiera hecho comerme las uñas hasta los muñones,
pero ahora era diferente. Sin darme cuenta había ido sublimando la esencia de aquella oficina, podía
dejar pasar el tiempo como arena entre los dedos sin preocuparme, estar durante horas mirando a las
musarañas sin importarme que los expedientes se “amontañasen” sobre mi escritorio. Había subido
sin darme cuenta varios peldaños en aquel pequeño hábitat. Me había integrado. La metamorfosis
del escualo había dado como resultado a otro ser mucho más pequeño incapaz de devorar grandes
presas, pero que pasa del todo inadvertido para sobrevivir: a un funcionario.
No sabría decir cuando. Pero algo en la oficina empezó a cambiar. La cabeza se me llenó de nuevo
de la extraña somnolencia. De pronto todo viajaba a más velocidad que yo. Miré a Paco, a su
alrededor el aire parecía ser más espeso, se movía en torno suyo como el calor del pavimento de la
carretera a las dos de la tarde en pleno mes de agosto. Su figura no era más que una imagen borrosa
a kilómetros de distancia. Los parpados me pesaban una tonelada cada uno y pensé que estaba
sufriendo una bajada de presión y que me desplomaría sobre la mesa de un momento a otro.
—Acercate “escualo”— Me dijo Paco.
Quizá había sido durante un parpadeo. O a lo mejor aún mantenía los ojos abiertos. Pero en un
instante la puerta se había abierto sola y ahora él me esperaba con una sonrisa en los labios. La
bruma se había esfumado.
Llegué hasta su despacho sintiéndome como un hereje que profana un templo sagrado. Ël me indicó
con una señal que tomara asiento. Le obedecí.
—Supongo que te preguntarás qué es lo que está pasando— Me dijo sonriendo por debajo de su
mostacho. Un buen hombre sonriente, un buen hombre con bigote.
—Cada minuto del día y de la noche—
—No te preocupes he venido para ayudarte— Me dijo sonriendo de nuevo para mostrarme una fila
de dientes blancos, unos colmillos blancos y ordenados.
—¿Ayudarme? ¿Cómo exactamente? ¿Asegurándote de que mi mujer no me reconozca y esté
casada con otro tío?,¿ haciendo desaparecer a mis compañeros de trabajo?¿ O conduciéndome al
borde de la esquizofrenia?— Le dije a gritos provocando un ligero baibén de los pelos de su
mostacho.
—Cambiando las cosas, asegurándome de que no seas un fracasado para el resto de tu vida— Me
dijo mientras jugueteaba con un bolígrafo dorado.¡Con mi bolígrafo dorado!
—¿Cómo me lo has quitado? Devuélvemelo es un regalo de mi padre—
—¿Te refieres al juez?—afirmó mientras señalaba al bolsillo de mi camisa.
Seguí la dirección de su dedo y ví que apuntaba al bolígrafo dorado. Al que yo guardaba
enganchado al lado del corazón. A uno exactamente igual al que él sostenía entre los dedos.
—¿Cómo?...—Dije yo perplejo.
—Son el mismo bolígrafo— Me dijo extendiéndome el suyo.
Yo los puse uno junto al otro. Lo que me decía era verdad, tenían las mismas marcas, el mismo tono
, el mismo grabado de un reloj de arena en un extremo.
—Esto no es más que un truco—
—¿Aún no lo entiendes?— me dijo acariciándose el bigote.
—¿Entender el qué?— Dijo yo atusándome el mío.

Nose si fue ese mismo gesto repitiéndose en dos personas como una coreografía, o el darme cuenta
de que teníamos el mismo color de ojos, o que conociera el nombre de mi difunto padre, o que
fueramos dos gotas de agua. No sabría decir que motivo fue el que me impulsó a pensarlo.
—Somos la misma persona— Me dijo en el tóno complice que sólo puedes compartir contigo
mismo.
Eso es, lo que yo me temía.
—Vengo del futuro para evitar que cometas más estupideces, estoy seguro de que tu también veías
que tu matrimonio tenía los días contados y que este trabajo es un callejón sin salida— me dijo con
voz solemne.
—¿Quién eres tú para decidir sobre mi futuro?—Dije y al formularlo me sonó estúpido— Pero
¿Cómo es posible, cómo?—
—Escúchame, todos nosotros tenemos este poder latente, yo sólo te he enseñado a utilizarlo, a lo
largo de estas semanas te he preparado para que puedas usar nuestro don— me dijo levantando el
bolígrafo a la altura de mis ojos.
Yo agarré el bolígrafo y cerré los ojos. Si me relajaba lo suficiente volvía de nuevo esa sensación de
lentitud, de brumas de alcohol en el aire, de melaza desplazándose sobre una tostada.
—¡Eso es! Es muy sencillo— Me felicitó mi versión futura.— Mi trabajo aquí ya ha terminado,
debo regresar— Me dijo Paco mientras me estrechaba la mano.
En ese momento el universo se plegó sobre sí mismo. Cientos de supernovas estallaron en el
pequeño despacho acristalado. Noté que algún extraño agujero de gusano me absorvía para
transportarme a algún momento del mesozoico justo bajo la pata de un gran saurio que me
aplastaría. Recordé que había visto en alguna pelicula que un yo del futuro nunca debería tocarse
con un yo del pasado so pena de destruir el universo tal y como lo conocemos.
Desperté con la cabeza apoyada sobre el escritorio de Paco senior. De nuevo me había perdido el
capítulo de bricomanía en el que recomendaban utilizar mi cabeza para fijar alcayatas. Sin embargo
arrugaba un papel plastificado en mi mano derecha. Lo estiré sobre la mesa aplanando con la palma
de las manos sus arrugas. El papel estaba hecho para ser colgado del pomo de una puerta y decía lo
siguiente:
“Personal ocupado, vuelva más tarde”

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