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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN………………………………………………………………………………….3

CAPÍTULOS

I. DELIMITACIÓN DE TÉRMINOS………………………………………………………….…5

1. El pecado: realidad personal y social……………………………………………………..6

2. El infierno: realidad de sufrimiento……………………………………………………..10

3. Descenso y salvación……………………………………………………………………13

II. FUNDAMENTACIÓN BÍBLICA…………………………………………………………….18

1. Imágenes del infierno en la Escritura…………………………………………………...19

1.1. El infierno en el Antiguo Testamento………………………………………...20

1.2. Concepción del infierno en el Nuevo Testamento……………………………21

2. Bases bíblicas del “descenso de Cristo a los infiernos”…………………………………

23

III. PROFUNDIZACIÓN TEOLÓGICA………………………………………………………..27

1. Breve recorrido histórico………………………………………………………………..28

2. Teología del “descenso de Cristo a los infiernos”………………………………………30

2.1. El muerto, solidario con los muertos…………………………………………30

2.2. La salvación llega a los infiernos……………………………………………..33

IV. APLICACIONES PASTORALES…………………………………………………………..37

1. Los infiernos en América Latina………………………………………………………..39

2. El descenso a los infiernos del cristiano de hoy………………………………………...41

2.1. Identificarse con los pequeños………………………………………………..42


2.2. Anunciar la Buena Nueva…………………………………………………….44

CONCLUSIONES………………………………………………………………………………...48

BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………………….50

2
INTRODUCCIÓN

Una madre de familia declaraba angustiada en un canal de televisión: “mi vida es un infierno”.

Por las imágenes se podía ver la situación de pobreza en la que vivía, el número de hijos que tenía

que alimentar, el poco espacio del que disponía para vivir, y sus esperanzas a punto de terminar.

Ante situaciones como estas cabe hacerse la pregunta: ¿Realmente la vida puede ser un infierno?

¿Lo que llamamos “infierno”, no pertenece al más allá? Así es como pensamos muchas veces,

ignorando la verdadera dimensión de esa palabra. Hasta olvidamos, en ocasiones, que el propio

Jesús descendió a los infiernos. Y no es casualidad decir “olvidamos”, porque de todos los artículos

de fe, aquel que habla del descenso de Cristo a los infiernos es el menos entendido y el menos

predicado.

Esta realidad nos ha impulsado a realizar este trabajo de investigación. A medida que lo

llevábamos adelante fuimos descubriendo toda la riqueza que esconde esta afirmación. Decir que

Jesús bajó a los infiernos es desvelar todo su afán por liberar al hombre de aquello que le puede

estar haciendo vivir verdaderos “infiernos”.

Dado que pretendíamos hacer teología, debimos establecer un contexto. Sabíamos que una de las

características fundamentales de toda reflexión teológica es la importancia que se da al contexto en

el que el teólogo se mueve y a la realidad que se quiere iluminar. Nosotros estamos en América

Latina y a ella nos dirigimos. No hay que ser un experto en sociología para deducir que esta tierra

está marcada por una situación social difícil. Lo de la señora en la televisión es solo un ejemplo de

tantos. Ante esta realidad, nos preguntamos: ¿Cuál es la mejor manera de interpretar el artículo del

credo que habla del “descenso de Cristo a los infiernos” para los pueblos de América Latina, de

3
suerte que ellos perciban toda la fuerza liberadora y esperanzadora que posee? En este trabajo

intentamos dar respuesta a esta pregunta.

Dado que el “descenso de Cristo a los infiernos” necesita tener en cuenta muchas realidades, a fin

de que se pueda captar todo su sentido, hemos querido empezar esta investigación esclareciendo

qué entendemos por pecado, infierno y salvación. Una vez abordadas estas realidades, nos

aventuramos a buscar en los textos bíblicos aquellos indicios que nos hablen de la intención

liberadora de este dogma de fe. Este es el contenido del segundo capítulo. La interpretación

teológica ocupa el tercer capítulo, y, conscientes de que una teología puramente especulativa no es

teología, dedicamos un cuarto capítulo a proponer algunas aplicaciones pastorales de este artículo

de fe.

Ha dicho Hans Kung que ningún Papa se ha atrevido a decir, falible o infaliblemente, lo que

significa este artículo de fe. Sin embargo, la teología ha dado sus interpretaciones y nosotros

mismos proponemos aquí una en la perspectiva especial de los pueblos oprimidos de América

Latina. No pretendemos desvelar todo el misterio que el descenso de Cristo a los infiernos encierra,

pero sí acercar este dogma a la gente, hacerlo más comprensible, de manera que pueda ser captado

en todo su potencial liberador y esperanzador.

Aun cuando esta investigación es cristológica, el lector notará que las líneas que siguen se

mezclan con la escatología y la soteriología. Es inevitable en un trabajo como este. Jesús salva

tanto en este mundo como en el más allá, con la diferencia de que aquí necesita de nuestras manos.

Jesús ha liberado a los hombres del pecado que los mantenía en un infierno, pero necesita hombres

que comuniquen esta Buena Noticia “hasta los confines de la tierra” (Mc 16,15). Hasta en los

lugares donde reina la muerte, los infiernos vitales, Jesús desciende para salvar. Este, querido

lector, ha sido el mayor descubrimiento del presente trabajo. Esperamos que, como a nosotros,

también a los que están viviendo un infierno los llene de esperanza.

4
CAPÍTULO I

DELIMITACIÓN DE TÉRMINOS

La doctrina del “descenso de Cristo a los infiernos” engloba muchas realidades. Además de las

mencionadas en el mismo dogma de fe (descenso, infiernos), también hay que tener en cuenta

aquellas que no aparecen explícitamente, pero que influyen en gran medida en su comprensión.

Nos referimos específicamente a las nociones de pecado y salvación. Sin una correcta comprensión

de estas realidades, difícilmente se podrá determinar cuál es el sentido de la bajada de Cristo a los

infiernos, y mucho menos se percibirá su alcance liberador y esperanzador.

Por esta razón, queremos dedicar este primer capítulo al esclarecimiento de estas realidades

(pecado, infierno, descenso y salvación), antes de profundizar en la teología y la aplicación pastoral

de este artículo de fe. Hay que tener en cuenta que las definiciones o concepciones de estas cuatro

realidades que presentamos a continuación obedecen a una particular manera de verlas, y están

orientadas hacia la interpretación que queremos proponer del “descenso de Cristo a los infiernos”.

5
1.- Pecado: realidad personal y social1

Muchas definiciones han dado los teólogos a lo largo de la historia acerca del pecado. Sin

embargo, todas ellas tienen un punto en común: el pecado es una falta contra Dios y contra el

prójimo. Aun con todos los matices que la teología ha dado a la definición de pecado, hay un punto

central que nunca se ha dejado de lado, y es precisamente el hecho de que el hombre, cuando pone

su vida y su mente en todo aquello que lo aleja de Dios y del prójimo, comete una gran ofensa

contra el amor que Dios le tiene. Según un análisis de Gn 3, este es el pecado por excelencia: la

ingratitud al amor gratuito de Dios. “El hombre debería haber acogido la voz de la vida que le

sostiene e impulsa; pero escucha otra voz de sospecha que le dice: Dios quiere engañarte, vive y

decide por ti mismo”2. Con razón el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que el pecado es

“faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a

ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana.” 3 De esta

definición que nos da el Catecismo podemos extraer algunas ideas principales: el pecado

básicamente es una falta al amor, es personal y tiene una dimensión comunitaria.

En la Biblia queda claro que el pecado es personal, es decir, es una opción libre del hombre. 4 Es

la idea que se desprende, por ejemplo, de Rm 5,12: “por un hombre entró el pecado en el mundo”.

Como el pecado es ofensa al amor de Dios, la relación entre Dios y el hombre es la que se ve

afectada. Siendo esta una relación personal, el pecado es, por esencia, un acto personal. Según San

Agustín, el pecado personal del hombre consiste en “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la

ley eterna”.5 La ley eterna es la ley divina o ley natural que todos los hombres llevan en su corazón,

a través de la cual Dios les habla y les comunica sus designios. El pecado personal es, por tanto,

negarse a escuchar la voz de Dios, negarse a oírle, no creer en él ni en su amor.6 Pero no debemos

1
El tema del pecado ha sido uno de los más trabajados en la historia de la teología. Se podría recurrir a
abundante bibliografía para redactar un tratado acerca del pecado, pero no es este el propósito de la presente
investigación. Lo que exponemos en esta sección es solo la concepción de pecado que manejamos a
propósito del descenso de Cristo a los infiernos.
2
X. Pikaza, Diccionario de la Biblia, historia y palabra, p. 761.
3
Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) nº 1849.
4
Cf. X Pikaza, o.c., p. 761.
5
San Agustín, Faust. 22,27; citado en CEC nº 1849.
6
Cf. L. Lochet, La salvación llega a los infiernos, p. 38.

6
entender el pecado simplemente como una negación a la letra de la ley divina. Muchas veces, y de

esto nos dan testimonio los evangelios, Jesús dejó de lado un precepto legal por hacer el bien al

prójimo7. Más bien, es más propio afirmar que el cumplimiento de la ley es pecado cuando se deja

de lado el espíritu de la ley misma, es decir, el amor a Dios y al prójimo.

(El pecado) procede esencialmente de una perversión del espíritu y del corazón capaz de
pervertir la Ley y el culto. El pecado fundamental, tal como resulta de la enseñanza de los
profetas y de Jesús, es el “endurecimiento del corazón”, la “falta de fe”; es la obstinación a
cerrar el propio corazón a la palabra que Dios dirige a los hombres…8

Como se deduce de esta cita, el pecado no es tanto un rechazo a la ley de Dios en su definición,

sino a la voz de Dios que nos habla mediante esa ley; es rechazo a Dios mismo que quiere entrar en

nuestras vidas, que quiere acercarnos a él y a nuestros hermanos.

La definición de pecado que hemos citado del Catecismo nos hablaba de que el pecado “atenta

contra la solidaridad humana”. Y es que, si el pecado ofende en primer lugar a Dios (pretender ser

como él), el pecado personal también es ofensa contra el prójimo, con quien estamos llamados a

vivir en comunidad (solidaridad) por naturaleza. Dios ha hecho a todos los hombres a su imagen y

semejanza, por tanto, cualquier atentado contra el hombre es un atentando contra Dios; y, al mismo

tiempo, la ofensa directa contra Dios repercute en el prójimo. Ya lo aseguró Jesús durante su vida:

“…cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25,40).

J. Moingt afirma:

(Pecado) es la negativa de hacerse prójimo del otro, a hacerle justicia, a ir en su ayuda o


simplemente prevenirlo, entrar en comunicación con él, comunicarle la salvación, el egoísmo
es lo que hace que cada uno se encierre en sí mismo y cierre sus oídos a las llamadas del otro.
El pecado contra el prójimo es una perversión de la relación humana, que consiste en hacer a
los otros aquello que nosotros no quisiéramos que ellos nos hicieran.9

Fijémonos que el autor de esta cita entiende el pecado como una perversión de la naturaleza

humana, caracterizada por una serie de atentados contra el prójimo, que nos hacen olvidar que

estamos llamados a vivir en unidad. Cuando el hombre se desentiende de Dios, por consecuencia

termina desentendiéndose de los hombres: “¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?” (Gn 4,9).

7
Ver por ejemplo Mc 3,1-6; 7,1-13; Mt 12,1-14.
8
J. Moingt, El hombre que venía de Dios. Vol. II, p. 188.
9
Ibid, p.189.

7
De lo dicho hasta acá podemos deducir la otra cara del pecado. Este no es solo personal, sino que

también repercute en las personas que nos rodean. De esta manera, si el pecado es rechazar a Dios,

la otra dimensión del pecado es el rechazo a aquellos con los que Dios se ha identificado, es decir,

los pobres, los hambrientos, los encarcelados, etc., según la misma cita de Mt 25,31-46. La

repercusión en los demás del pecado personal es lo que la teología llama “pecado social”.

Es claro, pues, que todos los pecados contra Dios contaminan la relación con el prójimo, y, poco

a poco, este pecado se va universalizando. Esto lo notamos claramente en la carta a los Romanos:

“Pablo denuncia el pecado de los paganos (Rm 1,18-32), desvela el pecado de los judíos (Rm 2,1-

28), para manifestar la universalidad de la desobediencia (Rm 3,1-20).” 10 La universalidad del

pecado es la raíz del pecado social, esto es, el pecado tiene evidentes repercusiones sociales

Al pecado social también se le conoce como pecado estructural, término muy usado por Juan

Pablo II11. Se refiere a las estructuras de pecado que dominan al mundo, ya que “por un hombre

entró el pecado en el mundo” (Rm 5,12). Podemos decir que el pecado estructural es el resultado de

una serie de pecados personales previos12; pecados personales que, como hemos visto, afectan no

solo a Dios sino también al prójimo. Cuando el pecado se mete en la sociedad y en sus

instituciones, tanto que es imposible salir de él, entonces tenemos un pecado estructural. Un

ejemplo de ello sería la creación de una serie de leyes que justifican las injusticias y que muy a

menudo encontramos al echar un vistazo a los medios de comunicación.

Una vez establecida la injusticia, se le recubre con ese manto justificador que hemos llamado
ideología y que, arrancando muchas veces de la mentira oficial, llega a configurar toda una
mentalidad, una manera de pensar y de sentir, ofrecida a todos aquellos que ya no son capaces
de llamar al pecado por su nombre, o simplemente de reconocerlo.13

Esta es la característica principal del pecado estructural: el no ser reconocido o, peor aún, ser

recubierto con un manto de verdad o de justicia. Es un pecado que se ha extendido tanto en el

mundo que llega a ser costumbre. El pecado estructural o social hace que se olvide fácilmente a

10
L. Lochet, o.c., p. 48.
11
El término aparece en la Sollicitudo rei socialis, pero también en los documentos de Medellín y Puebla.
12
Cf. J. González Faus, Fe en Dios y construcción de la historia, p. 191.
13
Ibid, p. 191.

8
aquellos que sufren las consecuencias de ese pecado. Siguiendo a J. Moingt podemos describir de

este modo una sociedad en la que la ley sea la del pecado:

El hombre, obligado a luchar para sobrevivir, carente a menudo de lo necesario, encorvado


hacia la tierra para arrancarle lo que necesita para subsistir, viviendo con la angustia del día de
mañana y la proximidad de la muerte, tiende a no vivir más para sí, a mirar al otro como un
posible rival, a regular sus relaciones con él empleando la norma de la utilidad. El egoísmo
vicia radicalmente la relación humana, que se convierte en una falta de interés por el otro –en
una ausencia de mirada y de escucha- capaz de abandonarlo a la muerte e incluso precipitarlo
en ella si eso puede proporcionarle algún provecho.14

Este tipo de sociedad descrita aquí no difiere mucho de esta en la que vivimos. Basta solo leer los

diarios o ver los informativos para darnos cuenta de ello. El pecado se ha instalado en nuestra

sociedad y ello acarrea otra consecuencia: las secuelas del pecado personal no solo repercuten en

detrimento de uno mismo hiriendo la naturaleza del hombre, no solo afectan la relación con el

prójimo condenándolo a vivir en situaciones de injusticia, sino que también influyen en toda la

creación. En efecto, el pecado social se extiende hasta todo el universo, hasta el punto de verse

afectado por las malas decisiones de algunos. Todos los desastres ecológicos surgen básicamente

por no tener en cuenta que el hombre vive en un mundo que, a la vez que es frágil, es compartido

por otros hombres. El afán desordenado de desarrollo y de poder de muchos países ha hecho que se

olvide el principio fundamental de convivencia humana. El pecado aquí, como hemos visto más

arriba, es olvidar que somos llamados a vivir armónicamente: es pecado contra el prójimo, contra

su hábitat, contra la imagen de Dios. No cabe duda, pues, de que el deterioro del medio ambiente,

la destrucción progresiva de la creación, es consecuencia o añadidura del pecado social.

Todo lo dicho hasta aquí nos coloca en una posición clara: el pecado es negación del amor de

Dios por uno mismo, decisión que repercute en los demás y en toda la creación. La aceptación o

rechazo de ese amor llevará consigo la felicidad o la desgracia eternas, el cielo o el infierno.15

2.- El infierno: realidad de sufrimiento

14
J. Moingt, o.c., pp. 191-192.
15
L. Lochet, o.c., p. 39.

9
El fruto del pecado es la muerte (Rm 5,12). Y tradicionalmente se ha identificado el infierno

como el lugar de los muertos que han pecado. Ciertamente esta concepción del infierno tiene raíces

veterotestamentarias, de las que nos ocuparemos más adelante; sin embargo, la concepción que la

mayoría de personas tienen del infierno actualmente, tiene mucho de imaginario popular.

Nuestros pueblos piensan en el infierno como un lugar de grandes calderas, fuegos eternos donde

se cuecen los condenados, personajes con tridentes y cuernos, etc. Esta manera de concebir al

infierno como lugar de condenación y tormentos nace en un tiempo de disputa con el

protestantismo (ss. XVI-XVII). Hablar del infierno con estas imágenes era la manera de amenazar

a los cristianos para que no sucumbieran ante esta “herejía”. Han pasado más de cuatro siglos de

aquella época y aún se siguen escuchando sermones sobre el infierno con estas categorías. Sobre

esta situación, dice J. Moltmann:

Estos son cuentos de hadas para meter miedo a los niños. Pero nosotros somos personas
adultas, cultas y mayores de edad. El meter miedo no sirve. Un infierno del cual se sirviera la
Iglesia para atemorizar no sirve.16

¿Quiere esto decir que el infierno no existe? Definitivamente no; la existencia de una realidad a la

que la teología llama infierno ha sido aceptada por la Iglesia desde siempre 17. Pero, ¿cómo

comprender actualmente el infierno? El primer acercamiento a esta realidad es por deducción

lógica. El pecado es el rechazo libre por parte del hombre al amor de Dios, y si el infierno es el

ambiente donde están todos los pecadores, entonces el infierno debe ser una situación donde el

hombre se ha cerrado a todo tipo de amor.

El pecado es la falta de amor, a Dios y al prójimo, y no hay más vida que en el amor, tal
como lo enseña san Juan siguiendo a Jesús; el amor da la vida, la lleva en él; a la inversa, la
falta de amor da la muerte que lleva en ella.18

Como se puede deducir de la afirmación anterior, vivir sin amor es como estar muerto; es vivir en

el infierno. Esta es una situación trágica para el hombre, pues por vocación está destinado a amar.

16
J. Moltmann, Conversión al futuro, p. 109.
17
Recientemente, en una reunión con los párrocos de la diócesis de Roma el 7de febrero del 2008, el Papa
Benedicto XVI afirmó que “el infierno del que se habla poco en este tiempo existe y es eterno”
18
J. Moingt, o.c., p. 192.

10
El infierno, por tanto, es la negación del hombre a su propia vocación y a su felicidad. Es la

infelicidad total, puesto que, por el contrario, estar con Dios es la felicidad plena.

Trágica no solo para el hombre, que puede frustrar el sentido de su existencia, su propia
salvación, sino para Dios mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde querría salvar
y –en el caso extremo- a tener que juzgar justamente porque solo quería aportar amor. De este
modo el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de Dios aparece como una
derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación.19

Todo lugar donde no se dé cabida al amor puede ser considerado como un infierno de hoy. Y este

infierno puede ser considerado como una derrota de Dios. Es contradictorio, pero la obstinación del

hombre en el pecado, en negarse al amor, puede producir la frustración del plan salvador de Dios.

Imaginemos una situación donde no haya ningún vestigio de amor. Si el amor es el motor que

une a la humanidad, entonces el infierno, como una realidad privada de amor, es la negación total

del prójimo, es la soledad plena. Más allá de los debates teológicos acerca de si el infierno es un

lugar o un estado, cuando nos referimos al infierno como realidad escatológica podemos decir que

“el infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y

definitivamente se aleja de Dios…”20 Pero como hemos visto, las realidades infernales no hay que

buscarlas en la otra dimensión, por eso aquí entendemos el infierno como el estado de aquellos que

se encuentran en situaciones infernales. Esta es una buena imagen del infierno en nuestra

actualidad: el hombre que vive solo, negándose totalmente al amor de Dios y al de los demás

hombres, vive en un infierno. Así pensaba, por ejemplo, el entonces cardenal Ratzinger:

…Si hubiese un abandono tan grande que ningún tú pudiese entrar en contacto con él,
tendríamos la propia y total soledad, el miedo, lo que el teólogo llama “infierno”. Ahora
podemos definir el preciso significado de la palabra: indica la soledad en la que ya no puede
resonar la palabra amor, una soledad que comporta la inseguridad de la existencia.21

Vemos, pues, que hoy los infiernos han cambiado; ahora están más cerca, en uno mismo, en la

sociedad, en la creación entera. Como dice Moltmann: “Después que el más allá se ha oscurecido

hemos convertido el más acá, la vida y esta tierra en un infierno y la hemos empedrado de

19
H. U. Von Balthasar, citado en A. Torres Queiruga, ¿Qué queremos decir cuando decimos “infierno”?,
pp. 35-36.
20
Juan Pablo II, Catequesis pronunciada en 28 de julio de 1999.
21
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 262.

11
infiernos.”22 En nuestra tierra, muy cerca, en nuestra sociedad, se viven verdaderos infiernos:

personas al borde de la depresión, que han perdido completamente la esperanza y ganas de vivir,

pobreza, marginación, esclavitud, contaminación, guerras… Estos son los infiernos de hoy,

situaciones donde está ausente el amor. Para aquellos que se encuentran en estas realidades

infernales la vida no tiene sentido. El “sin-sentido” quizá sea la característica de los infiernos de

hoy. Porque si no hay amor, la vida ya no tiene horizonte, ya no tiene esperanza.

Es cierto que antes se hablaba del infierno como lugar de sufrimientos y de eternos tormentos.

Hoy no podemos seguir con el discurso del fuego abrasador y de personajes con cola y cuernos.

Pero, también hay una realidad que no podemos obviar: ¿Acaso en los infiernos de hoy no hay

sufrimientos y tormentos? Hoy también escuchamos ese “rechinar de dientes”. Lo curioso es que

aquellos que están inmersos en este sufrimiento no lo están solo por su propia acción, sino por las

malas decisiones (pecado social) de otros. Ya no podemos hablar de fuego abrasador, pero sí de

estructuras injustas que muchas veces torturan más que el fuego. Ya no podemos creer en imágenes

diabólicas, pero sí en personajes que hacen de la vida de los demás auténticos infiernos.

Nosotros no solamente somos sus víctimas, sino que avivamos el fuego. Porque nadie nos
garantizará que “el infierno de Auschwitz” ha sido el último infierno sobre la tierra. Nadie
puede asegurar que no va a convertir a su prójimo la vida en un infierno.23

Es increíble, pero la historia nos muestra la capacidad del hombre para producir realidades

infernales, como la que menciona en la cita anterior J. Moltmann. Pero, por más terribles que sean

estas situaciones, siempre el hombre tiene una posibilidad de salir de ellas, no por sus propios

medios, sino porque otro lo rescata. Ese es el “tú” que es capaz de romper la soledad de los

infiernos, capaz de devolver el amor perdido, capaz de devolver el sentido a las vidas de los que

allí se encuentran. Por eso hoy, al hablar de evangelización, hay que tener en cuenta estas

realidades. La salvación de Jesús ha llegado hasta los infiernos, y esa es la razón por la que una

evangelización que no tenga en cuenta estas realidades temporales es una evangelización a medias.

22
J. Moltmann, o.c., 109.
23
Ibid, pp. 110-111.

12
La predicación de la salvación (eso es evangelizar) debe pasar por los infiernos de hoy y

destruirlos, al estilo de Jesús.

3.- Descenso y salvación

En el capítulo correspondiente nos vamos a ocupar de la teología del “descenso de Cristo a los

infiernos” y su talante soteriológico. Ahora, teniendo en cuenta lo que hemos dicho acerca del

pecado y del infierno, vamos a describir lo que entendemos por descenso y salvación en la misma

línea de las propuestas anteriores.24 Definitivamente, ambas realidades están muy ligadas: ¿Para

qué desciende Cristo a los infiernos? Para salvar.

El dogma de fe habla de un “descenso” de Cristo al lugar de la muerte, a los abismos, al infierno.

Tal como hemos entendido la realidad de los “infiernos” aquí, podemos muy bien comprender a

qué se refiere este descenso. Descender a los infiernos de hoy es comprometerse con la situación de

los pobres y marginados, es llegar al nivel de ellos, es sufrir con ellos, acompañarlos en el sin-

sentido de su vida, es sufrir con ellos el pecado y sus consecuencias. Y todo esto tiene un objetivo:

revertir esta situación. Porque no hay que olvidar que la bajada de Cristo al infierno tiene una

dimensión salvadora. Como veremos ampliamente más adelante, Jesús en su descenso al lugar de

los muertos y del pecado, no fue con las manos vacías, sino que llevó consigo la Buena Noticia de

la salvación para los que se encontraban inmersos en esta realidad de sufrimiento. Así dice L.

Lochet: “Cuando proclamamos con toda la Iglesia: “Bajó a los infiernos”, habrá que reconocer

algún día que eso es también una dimensión de la misión de Cristo y un aspecto siempre actual del

misterio de salvación.”25 Según este autor, la bajada de Cristo a los infiernos sigue siendo actual; no

fue solo un acontecimiento ubicado en un solo momento de la historia. El descenso a los infiernos,

que formó parte de la misión de Jesús, como veremos después, se debe actualizar como todo lo que

hizo Jesús durante su vida; es lo que le corresponde a cada cristiano. En otras palabras, existen hoy

24
Como en el caso de lo escrito acerca del pecado y del infierno, no tratamos de elaborar una teología
completa del hecho de la salvación. Solo hacemos algunos aportes que nos ayuden a entender lo que para
nosotros significa el “Descenso de Cristo a los infiernos”.
25
L. Lochet, o.c., p. 17.

13
infiernos a donde descender para salvar. La salvación también se puede predicar hoy en los

infiernos de nuestros días, y para eso hay que ir hasta ellos: hay que descender.

¿Cómo entender la salvación que trae consigo Jesucristo? Dejamos aquí que J. Moingt nos dé una

respuesta: “¿Qué es salvación? La Escritura la define esencialmente como liberación del pecado y,

por vía de consecuencia, de la muerte.”26 Entonces, si como hemos visto, el pecado tiene una

dimensión personal, social y universal, es lógico que la salvación de Cristo, entendida como

destrucción del pecado, siga el mismo sendero.

La fuente de donde brota la salvación es la vida, muerte y resurrección de Cristo: “Hay un doble

aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el

acceso a una nueva vida.”27 La resurrección de Jesús puede concebirse, en este sentido, como la

victoria sobre el infierno, por ser la derrota del pecado y de la muerte. Entendamos aquí, entonces,

que no es solo una derrota a la muerte física; es también una derrota a la muerte en el sentido

espiritual, es decir, al pecado. Esa es la primera dimensión de la salvación: la personal, ya que es la

destrucción de ese pecado que había sumergido al hombre en su propio infierno de una vida sin

sentido y alejada de Dios.

Esa victoria es la cima, la corona de todas las victorias de Dios sobre las impotencias del
hombre. Sin embargo, el significado último de la Resurrección en sí misma no es solo el Cristo
vencedor de la muerte física, sino mucho más el Cristo victorioso de la muerte segunda,
vencedor del pecado con todas sus atroces consecuencias, vencedor del infierno.28

Las páginas del Nuevo Testamento aclaran esta dimensión personal de la salvación. En los

evangelios vemos a un Jesús salvador del hombre: curaciones, milagros, revivificaciones. Estas son

restauraciones del hombre y de su relación con Dios. 29 Además, le devuelven a la persona su lugar

en la sociedad; ese lugar que por causa del pecado, propio o de otros, había perdido. Esta última

idea, nos abre hacia la segunda dimensión de la salvación: la salvación a nivel social.

26
J. Moingt, o.c., p. 187.
27
CEC nº 654.
28
L. Lochet, o.c., p. 66.
29
No olvidemos que según la mentalidad judía, toda enfermedad o posesión tenía como origen un pecado
(Cf. Jn 9,2). Jesús, al sanar no solo restituye la salud física, sino que también renueva la relación con Dios
(Cf. Mc 2,1-12).

14
Así como el pecado se vuelve estructural y alcanza a todos los hombres, de manera que por el

pecado de uno todos los demás seres humanos sufren sus consecuencias, así también la salvación

de Jesucristo alcanza a todos aquellos que padecen las consecuencias del pecado social: “Así pues,

como el delito de uno atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia

de uno procura a todos la justificación que da la vida” (Rm 5,18). De esta manera, la salvación que

Jesús ganó para los hombres, debe hacerse efectiva entre aquellos que viven en situaciones de

pecado social. La Buena Noticia que nosotros hemos recibido debemos, no solo anunciarla, sino

también realizarla; debemos bajar hasta los infiernos sociales para liberar:

Siguiendo a Jesús mismo, el mundo actual descubre una nueva dimensión del misterio de la
salvación: la solidaridad por amor: llegar a ser, bajo el impulso del Espíritu Santo, hombre
entre los hombres, pobre entre los pobres, trabajador entre los trabajadores, emigrante con los
emigrantes. Que la vida de ellos se convierta en nosotros en ofrenda de amor por la salvación
de todos.30

Pero, hay una perspectiva más de la salvación que queremos señalar, y es la que Moltmann llama

“salvación integral”. Por mucho tiempo en la teología se entendió la salvación como “salvación de

las almas” únicamente. Es cierto, la salvación incluye al alma, pero implica también al hombre

entero. Es salvación de todo el hombre y sus estructuras, ya que el hombre no es solo su alma, es

también su cuerpo; cuerpo con el que precisamente se relaciona con el mundo. El hombre está en el

corazón del mundo y la salvación no se le puede otorgar fuera de toda su realidad. El himno de la

carta a los Colosenses (Col 1,12-20) canta la reconciliación de Dios “con todas las cosas” a través

de la acción de Cristo. Debemos, pues, entender también la salvación como la reconciliación de

Dios con “todo cuanto hay en cielo y tierra” (Ef 1,9-10), porque, como vimos, a toda la creación

alcanzó los efectos del pecado. “La solidaridad de los hombres y del universo en el mal no es, en el

designio de Dios, mas que el anverso y la preparación de su solidaridad en la salvación de

Jesucristo.”31

30
Ibid, pp. 130-131. Ver también J. Moingt, o.c., p. 199.
31
Ibid, pp. 124-125.

15
El hombre y el universo están relacionados. El hombre vive en un mundo, viene de él y lo

gobierna. Por eso, el destino del hombre es el destino del mundo, así en el pecado, así en la

salvación. Esa es la idea que se desprende de Rm 8, 19-20:

La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La


creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por aquel que la
sometió, en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios.

A esta liberación del mundo de la que habla la carta a los Romanos, entendida como la

destrucción del pecado que la domina y que entraña la aparición de un “cielo nuevo y una tierra

nueva” (Ap 21,1), se le conoce como “nueva creación”.32 El documento Gaudium et Spes en el nº

39 nos describe la realidad de esta nueva creación:

Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad (Cf. Hch


1,7). Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo,
afeada por el pecado, pasa (Cf. 1 Cor 7,31), pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva
morada y una nueva tierra donde habita la justicia (Cf. 2 Cor 5,2; 2 Pe 3,13), y cuya
bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón
humano (Cf. 1 Cor 2,9; Ap 21,4-5).

Hay, pues, un destino salvífico que espera a toda la creación. Ese destino pasa por lo que los

hombres realicen por la transformación del mundo. Sin embargo, como también nos advierte la

Gaudium et Spes33, no hay que confundir lo que el hombre pueda hacer en este mundo por liberarlo

de los efectos opresores del pecado, y lo que será su liberación plena, que se dará al final de los

tiempos.

Como conclusión de este capítulo podemos decir que, así como el pecado tiene una dimensión

personal y social, que crea en nuestro mundo verdaderos infiernos, así también la salvación

empieza por la liberación personal de ese pecado, pasa por la ruptura de las estructuras de pecado

en la sociedad (injusticia, hambre, explotación, marginación, guerras, pobreza, etc.) y se plenifica

con la liberación total del universo. Esta es la idea de Moltmann:

La pregunta fundamental de la escatología bíblica dice así: ¿cuándo se manifestará Dios en


su divinidad tanto en el cielo como en la tierra? Y la respuesta se halla en la promesa del Dios
que viene: “Toda la tierra está llena de su gloria” (Is 6,3).

32
Cf. J. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana, pp.215-226.
33
Cf. Vaticano II, Gaudium et Spes (GS) nº 39b.

16
Esta glorificación de Dios en el mundo incluye la salvación y la vida eterna de los hombres,
la redención de toda criatura y la paz de la nueva creación.34

Ahora, teniendo en cuenta las descripciones expuestas en este capítulo, ya podemos adentrarnos

en el misterio del “descenso de Cristo a los infiernos”. Empezaremos, a continuación, con la

fundamentación bíblica, en donde ahondaremos más sobre el infierno y el descenso de Cristo a él.

34
J. Moltmann, La venida de Dios. Escatología cristiana, p. 19. Esta hipótesis manejada por Moltmann de
una salvación integral, entendida como salvación del hombre, de la sociedad y de todo el universo, y que
nosotros asumimos, está profundamente trabajada en otras obras del autor. Al respecto ver del mismo autor
Teología de la esperanza y Esperanza y planificación del futuro; ambas obras revisadas para este capítulo
y registradas en la bibliografía final.

17
CAPÍTULO II

FUNDAMENTACIÓN BÍBLICA

Vamos a buscar en la revelación escriturística algunos testimonios que nos ayuden a entender el

misterio del descenso de Cristo a los infiernos teniendo en cuenta lo siguiente: siempre el horizonte

de los datos analizados en esta sección será el mensaje liberador y esperanzador que este dogma de

fe lleva en sí. Por tanto, dejaremos de lado las discusiones exegéticas y escatológicas para

dedicarnos solo al tema que nos interesa.

Aun cuando en el capítulo anterior ya hemos tratado el tema de infierno, ahora vamos a volver

sobre él para estudiar qué concepción se tenía de este “lugar” (?) en el Antiguo y Nuevo

Testamento. Nos parece importante abordar este aspecto ya que en él encontramos los fundamentos

de lo que después en la teología cristiana será la idea de la liberación de los que se encuentran

encerrados en este ámbito de muerte y sufrimiento. En un segundo momento, buscaremos los datos

que nos permitan afirmar que ya en las primeras comunidades cristianas se tenía la idea de un

accionar de Cristo en el periodo comprendido entre su muerte y su resurrección.

18
1.- Imágenes del infierno en la Escritura

Lo primero que hay que decir es que en la Escritura el tema del infierno carece de uniformidad.

Ha habido una evolución en su comprensión. Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo

Testamento, se le aborda desde muchas perspectivas; incluso existen muchos términos para

denominarlo. Aún cuando el más conocido y mencionado en la Escritura es sheol (lugar de los

muertos), en el Nuevo Testamento aparecen otros, como hades (el equivalente griego de sheol,

entendido como mundo subterráneo), gehena (lugar del fuego), abyssos (abismo), katoteros

(inferior), etc.35 Sin embargo, hay un aspecto del infierno que ha permanecido a lo largo de toda la

tradición bíblica e incluso posterior, y es el hecho de que siempre ha tenido una connotación

negativa. En algún momento de la historia se le concibió como lugar de los muertos; en otro, como

lugar donde habitan los impíos; y, en épocas más posteriores, fue concebido como el lugar de

aquellos que no gozan del favor de Dios. Esta multiplicidad de concepciones las señala muy bien

Dolores Aleixandre:

El sheol es el reino de los muertos (…), de donde el hombre no puede salir nunca (Job 7,9).
En él se albergan buenos y malos (1 Sam 28,19). Es una cárcel sin retorno, la tierra de las
tinieblas eternas (Job 10,21), del silencio, del abandono (…), de la soledad, de la incapacidad
de alabar a Dios (Is 38,18; Sal 6,6). Es el reino absoluto de la negatividad, del caos, de la falta
de bien.36

Ahora bien, la originalidad de Jesús frente a estas concepciones negativas del infierno se basa en

que su predicación no es de condenación, sino de salvación: “No he venido para juzgar al mundo,

sino para salvar al mundo” (Jn 12,47). Lo que nos deja una luz para pensar que el infierno, aquella

realidad que siempre fue entendida como un lugar de condenación y sufrimiento, también puede ser

concebida como un lugar de salvación. Vamos a ver estos aspectos más detalladamente.

35
Cf. J. M. Castillo, Dios y nuestra felicidad, p. 164.
36
D. Aleixandre, “Descendió a los infiernos”. El médico debe estar junto a los enfermos, en Revista Sal
Terrae, Artículos difíciles del credo, p.408.

19
1.1. El infierno en el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento, lo más cercano a la idea de infierno, como ya dijimos, es lo que los

israelitas llamaban sheol. Literalmente era el lugar a donde iban los muertos. Esta denominación

provenía de la cosmología tripartita que tenían: la parte superior o bóveda celeste, era el lugar

donde habitaba Dios junto con los astros; la parte intermedia, la tierra propiamente, era el lugar

donde habitaba el hombre y donde ocurrían los fenómenos naturales; el sheol era el lugar que

estaba debajo de la tierra, a donde acudían los muertos. Por eso el sheol era entendido como la

entrada al mundo inferior, a un mundo subterráneo al cual los muertos (o sus espíritus: refaim)

debían descender (Cf. Gn 37,35; 42,38; Nm 16,30.33; 1Re 2,6; Is 14,15). Por esa razón existen

pasajes en los que a los muertos se les denomina “los que bajan a la fosa” (Cf. Sal 28,1; 88,5;

143,7). Podemos extraer de aquí una intención teológica: el sheol es el lugar inferior porque está

opuesto al cielo, lugar donde habita Dios. Los que se encuentran en el sheol están lejos de Dios.

Pero la idea de sheol fue evolucionando según las etapas históricas de Israel. En un primer

momento, en la época patriarcal, “el sheol se concibe (…) como un domicilio común de los

muertos, de todos los muertos, sin que la suerte de justos e impíos sea diversa en él.” 37 Más

adelante, cuando nació la idea de una retribución, la concepción del sheol cambió. En la época de

los profetas aparece por primera vez la idea de que el sheol es un lugar para los impíos. Por

ejemplo, en Is 14,15 se lee respecto del rey de Babilonia: “¡Ya!: al sheol has sido precipitado, a lo

más hondo del pozo”. El rey de Babilonia es considerado un impío a los ojos de Dios, y a su

muerte irá a parar al lugar de los impíos. Pero, al decir el profeta que el rey irá “a lo más hondo del

pozo”, se nos sugiere que estaba naciendo la concepción de que el destino de los que iban a ese

lugar no era el mismo. En Prov 7,27 y 9,18 ya se nota la idea de un sheol con estratos

diferenciados, pero se añade la idea de que “la parte inferior aparece destinada no a los

perseguidores de Israel, sino a los pecadores del pueblo de Israel, adúlteros e insensatos

respectivamente (…), a la vez que indirectamente reserva para el justo una suerte mejor en los

37
C. Pozo, Teología del más allá, p. 205.

20
niveles superiores del sheol”.38 El sheol pasa entonces a ser un lugar diferenciado, aunque el

número de niveles es algo que muchos autores discuten.39

Importante para nuestra intención en este estudio es el dato que aportan los llamados salmos

místicos (15, 48 y 72, según la numeración griega): “El salmista expresa en los tres la esperanza de

que Yahvé lo libere del sheol y lo lleve consigo”.40 Por ejemplo, en el salmo 48 expresa el autor:

“Dios rescatará mi vida, me cobrará de las garras del sheol”. Hay pues una clara conciencia, ya en

esta época, de que no todo en el sheol está perdido. Hay una esperanza para los que se encuentran

allí; una esperanza de liberación por parte de Dios. Así, el infierno, tal como se entendía en el

Antiguo Testamento, pasó de ser un lugar donde habitaban los muertos y pecadores a ser un lugar

donde se tenía la esperanza de un rescate, de una liberación.

1.2. Concepción del infierno en el Nuevo Testamento

Entramos en este apartado a una nueva etapa en la concepción del infierno. Ahora, la referencia

central será la predicación de Jesús sobre este asunto.

Empecemos diciendo, junto con José María Castillo, que “en el N.T. no existe ninguna

descripción, ni especie de geografía del más allá” 41, como sí sucedía en el Antiguo Testamento. Sin

embargo, eso no quiere decir que no se hable de él. En efecto, en los evangelios encontramos

muchas alusiones de Jesús a realidades infernales. Heredero de las tradiciones judías, Jesús tuvo en

su mente el esquema clásico de sheol que manejaba Israel y que ya hemos descrito. No lo

menciona como tal, pero describe las realidades a las que se enfrenta todo aquel que orienta su vida

contra Dios. Así por ejemplo, aparecen frases como “los arrojarán al horno de fuego; allí será el

llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13,42); “gehenna, fuego que no se apaga y donde el gusano no

muere” (Mc 9, 43.48); “apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus

38
Ibid, p. 212.
39
Dolores Aleixandre propone la siguiente división del sheol: “La visión del sheol se complejiza y se divide
en compartimientos especializados: 1) para las almas de los justos; 2) para los pecadores que no han sufrido
en su vida el castigo por sus pecados; 3) para los justos martirizados; 4) para los pecadores ya castigados en
la vida.” Cf. D. Aleixandre, o.c., 409.
40
C. Pozo, o.c., p. 215.
41
J. M. Castillo, o.c., p. 165.

21
ángeles” (Mt 25,41), etc. Queda claro entonces que Jesús concibe la existencia de un lugar especial

para los que viven contrarios al espíritu de la ley y no gozan del favor de Dios. Es un infierno que

claramente tiene características de sufrimiento, dolor y penas eternas.

Cada vez que los evangelios hablan de este infierno, lo hacen con un realismo pretendido…
Alcanza al hombre entero (Mc 9,43-48). Es eterno (Mc 3,29)… Lo que cuenta únicamente para
Jesús es expresar la temible gravedad del juicio de Dios. “Este llanto y rechinar de dientes”
frente a la comunidad de mesa de los paganos con los patriarcas, son la expresión de la
desesperación que se experimenta a causa de la salvación perdida por propia culpa.42

Frente a esta realidad innegable de la existencia de un infierno en la predicación de Jesús, lugar

donde no existe espacio para Dios, debemos también aceptar que existe en las páginas del Nuevo

Testamento, ante todo y sobre todo, un deseo de salvación por parte de Dios para el hombre: “Dios

quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4). Dios quiere apartar al hombre del camino del

mal, quiere rescatar al hombre de aquellas estructuras infernales que le causan sufrimiento. Por

tanto, teniendo en cuenta los datos que nos da el Nuevo Testamento, no podemos negar ninguna de

estas dos realidades: existe el infierno como una situación de tormentos y dolor, pero no es el

querer de Dios que el hombre permanezca en él.

“Las sutilezas al respecto no sirven de nada: el pensamiento de la condenación eterna… tiene


un puesto fijo tanto en la doctrina de Jesús como en los escritos de los apóstoles. Por eso el
dogma, cuando habla de la existencia del infierno y de la eternidad de penas, está sólidamente
fundamentado” (J. Ratzinger). Pero igualmente claro es el testimonio de la Sagrada Escritura:
Dios “no quiere que nadie perezca; sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3,9); “Él
quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4).43

Jesús entendió su vida como Buena Noticia de salvación, por tanto, su descenso a los infiernos

tiene también un carácter salvífico. Vemos, pues, que la intención de aquella bajada a los infiernos

de Jesús fue liberar, devolver la vida.

En realidad, en el NT el descensus es solamente una implicación colateral del misterio de la


muerte y resurrección de Jesús. Pero tiene un significado salvífico concreto y autónomo. El
Jesús que se ha inmerso en la kénosis absoluta de la muerte es el mismo Cristo que,
precisamente a través de su estancia en la muerte junto a los muertos, conduce a los muertos a
la vida.44

42
J. Jeremías, Teología del N.T., Salamanca, Ed. Sígueme, 1977; citado por L. Lochet, o.c., pp. 36-37.
43
Ch. Schonborn, Fundamentos de nuestra fe. El “Credo” en el Catecismo de la Iglesia Católica, p. 106.
44
A. Amato, Jesús el Señor, p. 520.

22
2. Bases bíblicas del “descenso de Cristo a los infiernos”

Se suele decir que el artículo de fe sobre el “descenso de Cristo a los infiernos” no tiene una base

bíblica.45 En efecto, la Escritura, y sobre todo el Nuevo Testamento, es muy escueto al hablar del

momento intermedio entre la muerte y la resurrección de Cristo. Sobre esto, hay que tener en

cuenta que la mayoría de escritos cristianos primitivos tuvieron como finalidad anunciar el

kerigma, la muerte y resurrección de Jesucristo y su oferta salvadora. Como veremos, habrá que

esperar hasta los escritos tardíos para que aparezca algún dato sobre ese instante medio entre la

muerte y la resurrección de Jesús. A pesar de estos límites, nosotros creemos que podemos

encontrar en los datos bíblicos algunos rasgos, no tanto del dogma de fe en sí, sino de su

significado esperanzador y salvador. Estamos de acuerdo con la afirmación de Olegario González

de Cardedal acerca del tema que nos ocupa:

No hay ningún texto del NT que contenga en explicitud literal la afirmación precisa del credo.
Más bien se trata de la confluencia de una serie de ellas de origen diverso, que se han sumado
para dar un contenido teológico al espacio cronológico que va entre su muerte y resurrección.46

Teniendo en cuenta lo que nos apunta este autor, vamos a analizar algunos textos bíblicos que, a

nuestro entender, nos sugieren un tinte solidario y liberador de la bajada de Cristo al lugar de los

muertos.

En el Antiguo Testamento hay una clara idea por parte de los hagiógrafos de que Dios camina

con su pueblo, se mete en su historia y en sus circunstancias, vive con ellos y siente sus dolores, se

identifica con los más desfavorecidos, con aquellos que sufren la injusticia de una sociedad que los

margina. Aparte de esto, queda clara la conciencia del pueblo de que Yahvé es Dios liberador, no

solo de la muerte, sino también del pecado o lo que en ese contexto se entendía sobre las

derivaciones de ese pecado. Por ejemplo, el éxodo es la máxima expresión de aquella liberación de

Dios sobre el sufrimiento del pueblo (sobre el infierno): “He visto la aflicción de mi pueblo en

Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para

librarlo de mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa” (Ex

45
Cf. H. Kung, Credo, p. 101.
46
O. González de Cardedal, Fundamentos de Cristología II, p. 544.

23
3,7-8). También en los cánticos del Siervo de Yahvé del Deutero-Isaías encontramos una

solidaridad por parte del enviado de Yahvé con el pueblo sufriente: “Yo, Yahvé, te he llamado…

para abrir los ojos a los ciegos, para sacar del calabozo al preso, de la cárcel a los que viven en

tinieblas” (Is 42,7). Aun cuando no quede claro si el calabozo o la cárcel que menciona esta cita se

refieren a esos lugares concretos o a la situación que vivía el pueblo de Israel en el exilio, en todo

caso sí podemos darnos cuenta de que son realidades infernales. En el salmo 88 el salmista se

pregunta si “Dios hará maravillas por los muertos” (Sal 88, 7-15). La respuesta la encontramos en

el libro de Jonás: “Desde el seno del abismo grité y tú me escuchaste… pues tú sacaste mi vida de

la tumba” (Jon 2,2.7). Perfectamente se nota en estas citas la idea de una actuación de Dios en el

sheol, lugar de los muertos, y un intento de liberación de él.

En el Nuevo Testamento se empieza vinculando el suceso de la resurrección de Jesús con la

intervención salvífica de Dios sobre las realidades de pecado, sufrimiento y dolor (infiernos, en

otras palabras). Esto se ve en pasajes como los siguientes:

- Mt 12, 40: “…de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres

noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches.” Esta

frase tomada del libro de Jonás parece querer explicar qué pasó con Jesús en el intervalo

transcurrido entre su muerte y su resurrección. Sin embargo, lo único que se puede extraer de ella

es la certeza de la muerte de Jesús: “el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra.”

- Mt 27, 52-53: “Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y,

saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se

aparecieron a muchos.” Tenemos aquí una de las primeras expresiones de fe en la liberación de los

muertos por el descenso de Cristo a los infiernos para “que entren en una ciudad santa”. Además,

se afirma que la liberación fue de los “santos difuntos”, es decir, sujetos que se hallaban en el lugar

de los muertos.

- Hch 2,31: “… (David) vio el futuro y habló de la resurrección de Cristo, que ni fue abandonado

en el Hades ni su carne experimentó la corrupción.” Lo primero que se desprende de esta cita es la

certeza de los primeros cristianos de la realidad de la muerte de Cristo: “ni fue abandonado en el

24
Hades”. Pero inmediatamente se expresa que ese descenso al lugar de los muertos tuvo un límite,

es decir, Jesús no se quedó allí para siempre, y ahora vive: “ni su carne experimentó la corrupción.”

- Ef 4, 8-10: “Subiendo a la altura, llevó cautivos y repartió dones a los hombres. Si subió, ¿no

significa que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que

subió por encima de todos los cielos, para llenar el universo.” Se presenta aquí a un Jesús exaltado,

viviendo en la gloria de Dios, después de haber experimentado la muerte. Pero se añade algo

nuevo: Jesús subió consigo a los que estaban cautivos. Empieza a aparecer una luz soteriológica:

“repartió dones a los hombres”.

- Hb 2, 14-15: “Por tanto, como los hijos comparten la sangre y la carne, así también compartió él

las mismas, para reducir a la impotencia mediante su muerte al que tenía el dominio sobre la

muerte, es decir, al diablo, y liberar a los que, por temor a la muerte, estaban de por vida

sometidos a la esclavitud.” La novedad de este texto es que se afirma que con su muerte y

resurrección Jesús rescató a todos los que estaban bajo el dominio del príncipe de la muerte. La

salvación ofrecida por Jesús llegó a aquellos que estaban en el infierno.

Como hemos visto, todos estos textos subrayan, en primer lugar, la realidad de la muerte de

Cristo como una participación en el destino de todos los muertos, pero con la idea de una victoria

sobre esta muerte. Los autores de estos textos “han escenificado con términos de nuestro mundo

tanto el lugar de estancia de los muertos y la llegada de Cristo a ellos como su apropiación de ese

reino, otorgando la victoria a todos estos seres.”47

Sin embargo, el texto que más elementos tiene para descifrar el misterio del descenso de Cristo a

los infiernos es el de 1 Pe 3, 18-20 y 4,6. Vale la pena leer la cita completa:

Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por
los injustos, muerto en la carne, vivificado por el espíritu. En el espíritu fue también a predicar
a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de
Dios, en los días en que Noé construía el arca, en los que unos pocos, es decir ocho personas,
fueron salvados a través del agua (…). Por eso, hasta a los muertos se les ha anunciado la
Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios.

47
Ibid, pp. 545-546.

25
De este texto se tomó, por muchos años, la base bíblica del artículo de fe que habla del “descenso

de Cristo a los infiernos”. Es una cita que aparece en un libro cristiano tardío (aproximadamente,

año 120 d.C.), cuyo autor ha tenido el suficiente tiempo como para reflexionar más a fondo sobre la

muerte y resurrección de Cristo. Específicamente sobre el texto citado, hay que afirmar que hoy en

día la exégesis realizada sobre esta cita es tan diversa que es muy difícil adivinar su sentido

originario.48 A pesar de ello, algo se puede decir al respecto.

Lo primero que notamos en este texto es que Jesús fue al “lugar” que en el pasado estaba

reservado para los muertos impíos, es decir, al más profundo de los infiernos, hasta el que

denomina el lugar de los “en otro tiempo incrédulos” (v. 3,20a), y que, como hemos visto, era un

ambiente de condenación y sufrimiento. Era un lugar que se encontraba en las profundidades de la

tierra, por eso es lógico pensar aquí en un descenso, aunque sea de manera espacial. Lo que Jesús

lleva con su muerte hasta allí es indudablemente la Buena Noticia de la salvación y de la vida (v.

4,6), expresada por el verbo “predicar” (v. 3,19).

Cristo se dirigió a un ámbito sobrehumano, distinto del divino, con el fin de anunciarse a sí
mismo como vencedor definitivo de la muerte y el mal, mediante su muerte y resurrección.
Este es el anuncio de salvación que se proclama no solo para los destinatarios de la carta, ni los
futuros receptores del mensaje, sino también para aquellos rebeldes que en el pasado se
apartaron de Dios (cf. 3,19-20).49

Es claro, pues, que según la cita de la primera carta de Pedro hay un descenso, un viaje al reino

de los muertos por parte de Jesús. Sobre este descenso, Hans Kung dice que “se trata aquí más bien

de la primera parte de la ascensión a los cielos, de las regiones inferiores a las superiores “del

cielo”.50 En otras palabras, Jesús desciende para subir, va a los infiernos para salir de ellos

acompañado de los que los habitaban y “llevarnos a Dios” (verso 3,18), baja para liberar y exaltar:

“Cristo resucitado predicó a los muertos, ante todo a los patriarcas de Israel, para llevárselos con él

al reino de los cielos, al reino de Dios”51 Esta es la base de la reflexión teológica del artículo de fe.

48
Cf. Ibid, p. 545.
49
J. Cervantes, Primera carta de Pedro, en AA.VV., Comentario Bíblico Latinoamericano, p. 1132.
50
H. Kung, o.c., p. 103.
51
Ibid, p. 103.

26
CAPÍTULO III

PROFUNDIZACIÓN TEOLÓGICA

Como hemos visto en el capítulo anterior, aun cuando hemos encontrado datos en el Nuevo

Testamento sobre la percepción que las primeras comunidades cristianas tenían sobre cierta

actividad de Jesús después de su muerte y antes de su resurrección, con todo su matiz soteriológico

y liberador, no por eso podemos negar que existe una sobriedad a la hora de describir y reflexionar

acerca de la instancia de Jesús en los infiernos. Por tanto, sigue siendo para nosotros un silencio

misterioso. Por eso la liturgia, por ejemplo, ha entendido al sábado santo, día en que se recuerda a

Jesús en el sepulcro en espera de la resurrección, como el día del gran silencio. Nosotros en este

capítulo, sin pretender desvelar todo este misterio, ni muchísimo menos, vamos a sistematizar lo

que la teología ha dicho al respecto.

Es necesario, antes de imbuirnos en la reflexión teológica del “descenso de Cristo a los

infiernos”, hacer un breve recorrido histórico acerca de esta formulación de fe, ya que lo que se ha

dicho, y hasta ahora se afirma, sobre el cuarto artículo de fe del Credo, proviene de una elaboración

progresiva que ha dejado marcas en la historia.

27
1.- Breve recorrido histórico

En los orígenes del cristianismo, las reflexiones en torno a Jesús se basaron en los

acontecimientos de su muerte y resurrección. Echando una mirada al libro de Hechos de los

Apóstoles, libro de los orígenes cristianos, veremos que la predicación y reflexión que se hacía

sobre Jesús tenía como base el kerigma, es decir, la salvación que brota del misterio pascual52. Es

lógico, entonces, que durante estos primeros años, no se mencionara nada acerca del “descenso de

Cristo a los infiernos”. Tuvieron que pasar algunos años para que se empezara a reflexionar sobre

este tema. Sin embargo nunca este artículo de fe tuvo la misma importancia que la declaración de

Jesús muerto y resucitado, por eso se añadió tiempo después.

La declaración de que “Jesús descendió a los infiernos” fue incluida en el credo de la Iglesia

recién en el año 359, siempre ligada al hecho de la muerte y resurrección. La formuló por primera

vez el sirio Marcos de Aretusa, en Sirmio. Se dice que fue redactada en presencia del emperador

Constancio como fórmula de unión entre los partidarios de las doctrinas del Concilio de Nicea y los

simpatizantes de Arrio: “Y bajó al infierno y ordenó allí las cosas y a quien viendo los porteros del

infierno se estremecieron, y resucitó de entre los muertos al tercer día.”53

En el año 404 aparece un dato importante. Un pastor llamado Rufino de Aquilea, al comentar la

frase del credo de su Iglesia “Descendit ad infera”, dijo que “este artículo no existe en los credos

de otras Iglesias, y que en el fondo es una manera de afirmar la real muerte y sepultura.” 54 Como se

ve, la primera interpretación que se le dio a esta expresión tiene relación con la muerte de Jesús.

Con el tiempo, este artículo de fe se extendió a todas las demás Iglesias de oriente, en cada una con

sus propias interpretaciones.

A partir de aquí, la fórmula “Cristo descendió a los infiernos” empezó a formar parte de los

credos de muchos concilios. Por ejemplo, el símbolo Pseudoatanasiano (430-500) dice: “… el cual

padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó entre los muertos.” 55

52
Ver por ejemplo Hch 2,22-24; 3,12-16; 13,26-31.
53
O. González de Cardedal, o.c., p. 541.
54
Ibid, p. 541.
55
H. Denzinger – P. Hunermann, El Magisterio de la Iglesia (DS), nº 76.

28
El Concilio IV de Letrán (1215-1216) afirmó: “Él también sufrió y murió en el madero de la cruz

por la salud del género humano, descendió a los infiernos, resucitó de entre los muertos y subió al

cielo.”56 Y el Concilio de Lyon (1271-1276) añade: “…en la humanidad padeció por nosotros y

nuestra salvación con verdadero sufrimiento de su carne, murió y fue sepultado, y descendió a los

infiernos.”57 Queda clara, pues, la conciencia de la Iglesia de vincular el descenso de Cristo a los

infiernos, con su muerte y resurrección.

En la Edad Media se empezó a entender este dogma como “un descenso al lugar de los no

bienaventurados”, en sintonía con la idea que se desprende de la propia predicación de Jesús. Era la

interpretación que se había heredado de las Iglesias de oriente, pero con el añadido de que Jesús

con su bajada a los infiernos, se hacía solidario con aquellos que estaban en él producto del pecado

y compartía sus sufrimientos. La doctrina protestante, de corte psicologista en este tema, aportó lo

suyo:

Los reformadores añadieron a las viejas explicaciones una nueva interpretación psicológica:
“Descendió a los infiernos” quiere decir, para ellos, que, en la cruz, Jesús pasó tormentos
infernales, al experimentar a la hora de la muerte la ira de Dios y la tentación de la
desesperación definitiva.58

El grito de Jesús en la cruz (Cf. Mc 15,34) es el dato en el que los protestantes basan su

afirmación. Muy pronto, sin embargo, en las iglesias de occidente empezó a surgir una nueva

interpretación teológica que entendía el descenso de Cristo a los infiernos, no solo como una

solidaridad de parte de Jesús con los sufrimientos de aquellos que padecían por el pecado, sino

como una bajada triunfal y salvadora.

La Iglesia latina de occidente, sin embargo, pronto le dio otra interpretación. Según ella, el
viaje de Cristo a los infiernos quería decir: viaje triunfante del salvador a través del reino de los
muertos, conquista triunfante del infierno, redención de los justos allí cautivos de la Alianza
antigua empezando por Adán y Eva (…).59

56
DS nº 801.
57
DS nº 852.
58
H. Kung, o.c., p. 102.
59
L. Moltmann, Conversión al futuro, p. 112.

29
Estas interpretaciones teológicas que se han dado a lo largo de la historia sobre el “descenso de

Cristo a los infiernos” están en la base de lo que hoy la Iglesia afirma sobre dicho artículo de fe. De

la mano de teólogos contemporáneos, vamos a analizar cada una de ellas.

2.- Teología del “descenso de Cristo a los infiernos”

Como hemos visto hasta aquí, el dogma del descenso siempre estuvo ligado al de la muerte y la

resurrección de Jesús. Es más, podría ser considerado como un puente entre ambas. Visto desde la

perspectiva de Jesús, el descenso de Cristo a los infiernos constituye la prolongación de la muerte y

sepultura del Señor, y, a la vez, el anticipo de su victoria triunfal sobre el pecado y la muerte.

Ahora, visto desde la perspectiva de aquellos que se hallaban en los infiernos, este artículo se

interpreta como el compartir por parte de Jesús los dolores y sufrimientos que trae consigo el

pecado, y la esperanza de una aniquilación del mismo. Veámoslo más detenidamente.

2.1. El muerto, solidario con los muertos

Ya lo intuía san Pablo cuando escribió a los Filipenses: “Cristo, siendo de condición divina (…)

se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).

Siempre ha existido un énfasis en la Iglesia por afirmar que Jesús, por puro amor a los hombres,

aceptó la muerte producto de una vida ya de por sí entregada a ellos. La muerte de Jesús, el Hijo de

Dios, es una realidad atestiguada históricamente y que ya en este tiempo no tiene lugar a dudas.

Pero, no fue siempre así. Sabemos que cuando la doctrina cristiana se empezó a expandir, tuvo que

hacer frente a los cuestionamientos propios de una inculturación. Sobre la muerte de Cristo, los

cuestionamientos vinieron por parte de aquellos que no concebían que Cristo, el Hijo de Dios,

pudiera morir de una manera tan escandalosa. Para salvar la dificultad, los docetas60 afirmaron que

la muerte de Cristo fue aparente, porque Dios no puede morir. Aún cuando esta herejía de manera

60
El Docetismo, del griego dokein (parecer), fue una herejía que interpretó la encarnación del Verbo como
una mera apariencia. Según ellos, Cristo solo parecía humano. Su cuerpo no sería un cuerpo real sino una
apariencia de cuerpo, por tanto la muerte en la cruz también fue aparente. Ésta creencia brota de la idea
helénica de que Dios no puede morir.

30
organizada solo duró hasta los primeros años del siglo III (aunque hasta hoy encontramos vestigios

de ella entre los fieles), se hizo necesario que la Iglesia aclarara el asunto afirmando que Jesús

murió realmente. Así aparece, por ejemplo, en los credos del los concilios de Nicea y

Constantinopla I. Pero también es la idea central de la primera interpretación que se hizo de la

afirmación “Cristo descendió a los infiernos”. Fue la Iglesia oriental, como hemos visto, la que

introdujo la frase “Descensus ad infera”, es decir, “descenso al mundo subterráneo”, a aquel lugar

donde van los muertos.

Lo primero, pues, que debe quedar claro es que con la doctrina de que Jesús “descendió a los

infiernos” se quiere expresar que Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, experimentó la muerte

como cualquier otro hombre; y como cualquier otro hombre, en la concepción judía, descendió al

reino de la muerte, es decir, el sheol.

Que Cristo haya ido a los infiernos significa, por tanto, que murió realmente y que, según la
opinión más corriente, permaneció entre los muertos. La mención en la confesión de fe de esta
bajada puede ser que no quiera decir nada más que la autenticidad de la condición humana de
Jesús y, por tanto, la verdad de su muerte. Su destino no es diferente al nuestro.61

Obviamente, cuando se formuló este artículo de fe, se seguía creyendo que el lugar de los

muertos quedaba en las profundidades de la tierra, por eso el énfasis en el verbo “descender”. De

esta manera, la Iglesia creyó siempre que aquel que se hizo hombre, descendiendo a la condición

humana, compartió todas las realidades humanas, incluida la muerte, por más absurdo que esto

pueda sonar. Dice Karl Rahner al respecto: “Al morir, él ha compartido con nosotros este absurdo

que llamamos muerte. El no problemático y dividido ha compartido con nosotros el problema

irresoluble de la muerte, ha participado de nuestra última suerte.”62 Así de “absurdo” e

incomprensible es el amor de Dios del que habla el texto del evangelio de Juan: “Tanto amó Dios

al mundo que dio a su Hijo unigénito” (Jn 3,16).

El Catecismo resume esta interpretación de la siguiente manera: “Es el primer sentido que dio la

predicación apostólica al descenso de Jesús a los infiernos; Jesús conoció la muerte como todos los

61
Ch. Duquoc, Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesías, p. 317.
62
K. Rahner, Sentido teológico de la muerte, citado en D. Aleixandre, o.c., p.415.

31
hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos.” 63 Este viaje de Cristo a los infiernos

es, por consiguiente, una prolongación de su pasión, muerte y sepultura; una manera de decir que

Jesús murió como todos los hombres, pero expresada en categorías veterotestamentarias que quizá

hoy nos suenen extrañas.64

Ahora bien, como hemos visto anteriormente, la muerte del hombre es consecuencia directa del

pecado; por tanto, junto con la muerte de Jesús, habría que afirmar también que Jesús con su

descenso a los infiernos se hace solidario incluso con el pecado del hombre y sus efectos:

“‹Padeció, fue crucificado, fue sepultado›: lo que estas expresiones quieren realmente decir que

sucedió fue la entrada de Cristo en el infierno del pecado, del sufrimiento, de la muerte y lo que

excede a eso.”65 Jesús no se contamina con el pecado, pero sufre las consecuencias humanas de él.

Se hace solidario con el sufrimiento del hombre producto del pecado, pero también con el mismo

pecado, o mejor dicho, con la soledad y el dolor que brotan de él. Así, Jesús soportó el

anonadamiento y la bajada al sheol no solo de forma física, sino también espiritual.66 San Pablo

expresa este misterio de manera categórica: “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios

lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor 5,21).

La solidaridad que brota del amor es la clave para entender la vida, la pasión, la muerte, el

descenso y la resurrección de Jesús. Sabemos que él, durante toda su vida, fue solidario con el

hombre, sobre todo con los pobres, los principales afectados por el pecado social, y la mayor

prueba de ello fue la cruz. Ahora, su bajada a los infiernos es una confirmación de esa solidaridad.

Jesús baja a los infiernos del hombre, “baja hasta lo más bajo”, a esos infiernos que, como hemos

visto, no son otra cosa que la contaminación de la historia por el pecado. Jesús es solidario con los

pobres y con los que sufren injusticias. No podía ser de otra forma: Jesús siempre fue consecuente.

De ahí su “descenso a los infiernos”.

“Descender a los infiernos” quiere decir (…) que Jesús, por amor, se hizo solidario de todos
los sufrimientos humanos que proceden del pecado, de todos los sufrimientos de los pecadores,

63
CEC nº 632.
64
Cf. T. Schneider, Lo que nosotros creemos. Exposición del símbolo de los apóstoles, p. 247
65
J. Moltmann, Conversión al futuro, p. 112.
66
Cf. L. Lochet, o.c., p. 99.

32
no solo los sufrimientos de la tierra, sino lo que penetran en las tinieblas de los infiernos; no
solo los de los vivos, sino también los de los muertos: no solo los de su tiempo, sino los de
todos los tiempos; no solo los de los justos, sino los de los réprobos.67

Como el pecado contamina la historia y el mundo, es lógico pensar que Jesús no solo se

solidariza con el pecado del hombre, con sus consecuencias sociales (pobrezas, injusticias,

marginaciones, etc.) sino que también hace suyo el dolor de toda la creación:

En su solidaridad con el hombre ha ido hasta el final, hasta la solidaridad con los pecadores,
en solidaridad con los pecadores ha ido hasta el final, llegando hasta el fondo del abismo; en su
solidaridad con su creación ha ido hasta el final, solidarizándose con todos y con todo, desde lo
más alto de los cielos hasta lo más profundo de los infiernos. ¡Qué misterio!68

Ya había dicho Ireneo que “lo que no es asumido no es redimido”. Por tanto, para rescatar al

hombre, el Hijo tuvo que hacerse hombre; para sacar al hombre del infierno Jesús tuvo que

“descender” allí. Por eso, gracias a un admirable designio de amor por parte de Dios, gracias a la

solidaridad de Jesús con el extremo desamparo de los que se encuentran en el infierno, brota una

luz de esperanza. El camino del cristiano debe seguir estos derroteros: descender a los infiernos.

2.2. La salvación llega a los infiernos

Esta frase, “la salvación llega a los infiernos”, que es el título de la obra de Louis Lochet, es la

que mejor describe el significado, complementario al anterior, del artículo de fe “Cristo descendió

a los infiernos.” ¿Para qué bajó Cristo a los infiernos? Para salvar.

Tal como vimos, en la Edad Media la Iglesia latina de occidente le dio otra significación al

artículo del credo. Ellos lo entendían como “Descensus ad inferos” o “bajada a los del mundo

subterráneo”; es decir, que Jesús acude a aquellos que están sumergidos en este mundo de dolor y

sufrimiento para salvar. Es un viaje triunfal y de exaltación, porque es la antesala a la resurrección,

que se irradia a todos los que la esperan con él. Asumido ya que Jesús conoció la muerte, el dato

bíblico nos revela que la muerte no fue su destino final: “no fue abandonado en los infiernos ni su

carne experimentó la corrupción” (Hch 2,31), pues “era imposible que el santo estuviese ahí

67
Ibid, pp. 108-109.
68
Ibid, p. 109.

33
retenido bajo el dominio de la muerte” (Hch 2,24). Jesús, al resucitar de entre los muertos, al salir

del mundo de la desolación, abre el camino de la vida. Desde ese momento, la muerte ya no tiene

poder sobre él ni sobre el mundo. El destino de los que se encuentran en el infierno y con los que

Jesús se solidarizó, debe ser el mismo: él es la primicia, nosotros la cosecha (Cf. 1 Cor 15,20). Al

vincular, pues, el descenso de Cristo a los infiernos con la resurrección adquiere este dogma de fe

su corte salvífico y esperanzador.

Cristo experimenta toda nuestra condición mortal, pero, al volver de los infiernos, abre el
camino de la vida y rompe el destino. La confesión de fe es sencilla. (…) Ya no puede hablarse
de lo irremediable de la muerte, ahora está vivo. La bajada a los infiernos en el credo
apostólico no está separada de la resurrección, sino que subraya por el contrario la verdad de la
vida nueva de Jesús, al subrayar la verdad de su muerte.69

El Catecismo sobre este punto nos da un dato importante: “(Jesús) ha descendido como salvador

proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban allí detenidos.”70 Es la idea que nos

insinuaba la citada carta de Pedro: “hasta a los muertos se ha anunciado la buena nueva” (1 Pe 4,6).

Jesús comunicó la Buena Nueva de la salvación a los que estaban desolados en medio del infierno.

Fue a llevarles una buena noticia: que el pecado ya no tiene dominio sobre ellos, que si están

dispuestos pueden salir de esa situación de sufrimiento y dolor. Toda la vida de Jesús fue un

anuncio salvífico; toda la predicación de Jesús fue una aclamación del triunfo de la vida sobre la

muerte. Eso fue precisamente lo que mandó a comunicar Jesús a sus discípulos: la salvación dada

por él “hasta los confines del mundo” (Cf. Mc 16,15; Hch 1,8). Pues bien, él mismo dio el ejemplo

yendo hasta el confín de la tierra a predicar y dar la salvación: bajó a los infiernos. Fue la última

fase de su misión. Esta es, pues, una invitación a todos los discípulos de Jesús a salvar a los que se

encuentran en ese ambiente de pecado.

Jesús no vino al mundo para condenar a los hombres, sino para curarlos, perdonarlos, darles vida,

salvarlos: “No he venido para juzgar el mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12,47). Va a los

infiernos no para condenar, ni siquiera solo por solidaridad, sino como salvador. Por eso, desde que

Jesús descendió a los infiernos, ese lugar que antes era de dolor y sufrimiento, puede ser ahora un

69
Ch. Duquoc, o.c., p. 317.
70
CEC nº 632.

34
sitio donde resuene una buena noticia. El lugar de la opresión puede ser ahora lugar de liberación,

porque ha sido Jesús quien le dio la vuelta a la moneda. Ese infierno que antes describimos como

ausencia total de amor, de soledad, ha quedado revertido por la presencia salvadora de Jesús.

La frase afirma, pues, que Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, que en su
pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde ya no podemos oír ninguna voz,
está él. El infierno queda así superado, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era el
infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de
la muerte, porque el amor mora en medio de ella.71

Todo este tinte liberador de la bajada de Cristo a los infiernos también sigue el mismo itinerario

salvador que ya antes habíamos tratado inspirados por Moltmann. Si Jesús se solidariza con el

pecado y sus consecuencias en el hombre, en la sociedad y en el mundo, entonces su liberación

debe llegar a todos estos ámbitos. Jesús baja a los abismos para dar un nuevo comienzo a todo: la

humanidad entera, junto con su medio ambiente se ve renovada con la bajada de Cristo a los

infiernos, que va de la mano con la resurrección. En ambos acontecimientos la esperanza cristiana

ve anunciados el futuro de la justicia y la destrucción de las fuerzas del mal, el futuro de la vida y

la destrucción de la muerte, el futuro de la libertad y la destrucción de la opresión, el futuro

verdadero del ser humano y la destrucción de lo inhumano.72

En resumen, bajar a los infiernos, para Jesús, es compartir nuestra indigencia, como la compartió

durante su vida terrena; es abrazar el destino trágico del hombre y acompañarlo hasta lo último.

Una vez ahí, destruye las cadenas que impiden la salida, y tiende la mano al hombre para ayudarlo

a salir de ese lugar de muerte y soledad. Con este dogma se demuestra cuánta es la lejanía de Dios

que produce el pecado, pero al mismo tiempo se atestigua la esperanza de que aún en el más

profundo abandono, Dios está con el hombre. La liturgia del sábado santo expresa este misterio de

una manera muy bella:

Un gran silencio reina hoy sobre la tierra, un gran silencio y una gran soledad. Un silencio
porque el rey duerme. La tierra ha temblado y se ha calmado porque Dios se ha dormido en la
carne y ha ido a despertar a los que dormían hacía siglos… Va a buscar a Adán, nuestro primer
Padre, la oveja perdida. Quiere ir a buscar a todos los que se encuentran en las tinieblas y a la
sombra de la muerte. Va para liberar de sus dolores a Adán encadenado y a Eva, cautiva con él,
El que es al mismo tiempo su Dios y su Hijo… “Yo soy tu Dios y por tu causa he sido hecho tu

71
J. Ratzinger, o.c., p. 262-263.
72
Cf. J. Moltmann, Esperanza y planificación del futuro, p. 443.

35
Hijo. Levántate, tú que dormías porque no te he creado para que permanezcas aquí encadenado
en el infierno. Levántate de entre los muertos, yo soy la vida de los muertos.”73

Sobre el tema del descenso de Cristo a los infiernos hay un punto más que tratar, quizá el más

espinoso de todos, y es acerca de los destinatarios de la salvación ofrecida por Jesús. El tema es

espinoso porque hasta hoy los teólogos no se ponen de acuerdo sobre si la salvación otorgada en

los infiernos es para todos o solo para los justos. La Iglesia oriental, con Orígenes y su idea del

apokatástasis a la cabeza, es mucho más abarcativa que la occidental, que fue la que introdujo la

idea de salvación para los justos. Ciertamente, creemos que no es decisivo tomar posición en este

trabajo, por cuanto el sentido liberacionista y esperanzador del dogma de fe queda resguardado de

esta discusión. Sin embargo, nos parece acertada la posición que toma la Iglesia al respecto: “Jesús

no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (…) ni para destruir el infierno de la

condenación (…), sino para liberar a los justos que le habían precedido.”74 Sobre este tema seguirá

habiendo controversias, como afirma Hans Kung75, pero creemos que lo más importante no está en

las condiciones de la persona para ser salvada. Es cierto que quien se niega a la salvación puede

quedarse en su propio infierno. Pero nosotros queremos poner el énfasis en los efectos salvíficos

del “descenso de Cristo a los infiernos”, al margen de si la persona está en las condiciones de

recibirlos. El cristiano, que quiere ser fiel a Cristo, debe imitar el itinerario de su vida: predicar la

salvación, llevarla hasta los confines de la tierra, hasta aquellos que se encuentran como en un

infierno con la intención de salvarlos. Lo demás lo hace Dios, por caminos que muchas veces no

conocemos. Hemos de tener confianza en que la salvación ofrecida por Jesús ha de llegar a todos

los hombres. La idea es, pues, que nadie se quede en el infierno.

73
Parece que este texto pertenece a Pseudo-Epifanio: Homilía para el Sábado Santo. En la liturgia cristiana se
propone en el Oficio de Lectura del mismo día.
74
CEC nº 633.
75
“El descenso al mundo inferior se puede seguir entendiendo hoy como símbolo de posibilidad de salvación
de la humanidad pre-cristiana, y, por tanto, no cristiana: de la posibilidad de salvación de los hombres
piadosos del Antiguo Testamento, de aquellos a los que no ha llegado el mensaje cristiano, de todos los
muertos, finalmente”. H. Kung, o.c., p. 103.

36
CAPÍTULO IV

APLICACIONES PASTORALES

Toda teología se realiza desde un contexto determinado e intenta iluminar una realidad concreta

desde los criterios evangélicos. Si no es así, se corre el riesgo de que la teología termine siendo una

mera especulación teórica.76

Esto pasa con todas las ramas teológicas, en especial con la cristología. El fin de la cristología no

puede ser una reflexión teórica, sino motivar al seguimiento de Cristo de manera concreta y

comprometida, es decir, histórica. Seguir a Cristo significa imitarle en lo que fue su praxis

histórica77, que, por cierto, tuvo una inclinación salvadora y liberadora, y luego dar testimonio de

él. El seguimiento de Jesús que pretende todo cristiano, por tanto, debe estar marcado por esa

práctica liberadora de Jesús.

También al hacer esta investigación nos ubicamos en un contexto determinado: América Latina,

un contexto que, como veremos a continuación, tiene características especiales que influyen sobre

nosotros al momento de dirigir la mirada a Jesús y, por consiguiente, determinan el tipo de

cristología por aplicar a esta misma realidad: “El teólogo no solo reflexiona dentro de la Iglesia

76
A la aplicación de la reflexión teológica en una realidad concreta y las acciones eclesiales que se derivan de
esta fusión entre teología y realidad, se le llama “teología pastoral”.
77
Cf. CELAM, Documento de Aparecida (DA) nº 131.

37
sino dentro de América Latina. Esto último podría parecer evidente, pero no lo es, pues se trata de

estar en la verdad de América Latina.”78 ¿Cuál es esta verdad latinoamericana en la que se hace

teología? La podemos describir así: “En América Latina no se hace teología después de Auschwitz,

sino durante Auschwitz.”79 Y ya sabemos lo que Auschwitz significa para la humanidad: un

verdadero infierno. Este tipo de infierno, con matices propios en nuestra sociedad, es el que vive

gran parte de la población en América Latina.

Con respecto a la bajada de Cristo a los infiernos, lo dicho hasta acá debe ser tenido en cuenta. Es

una verdad de fe que no debe quedar en el simple dato, en la simple reflexión o en la simple

contemplación. Así como la muerte y la resurrección de Cristo, su descenso al lugar de la muerte y

del pecado debe también tener repercusiones históricas.

Confesar que Jesús bajó a los infiernos, no es seguir la odisea de su alma con una curiosidad
sobre el más allá, ni es tampoco especular sobre la condición de la almas “muertas”, sino
referir un acontecimiento salvífico, esto es, un acontecimiento que ilumina, también hoy, la
situación del hombre delante de Dios y lo libra de la perdición.80

El dogma del “descenso de Cristo a los infiernos”, como hemos visto en el capítulo anterior,

implica liberación y esperanza de salvación. ¿Puede este ser vivido sin una implicancia histórica

que permita transformar realidades económicas, sociales, políticas, con un sentido liberador?

¿Puede la Iglesia celebrar su alegría en la liturgia si un gran número de personas viven en

situaciones que hemos llamado infiernos? Mientras en nuestra sociedad haya gente que viva en el

sin-sentido de la soledad y la falta de amor, en la pobreza y sufriendo injusticias, marginación y

explotación, es decir, viva en un infierno, la Iglesia no puede celebrar, o, si lo hace, esta realidad

dolorosa debe estar presente en una práctica que sea una verdadera lucha para destruir infiernos

bajando a ellos. No puede haber liturgia cristiana si no va acompañada de salvación y liberación

concretas.

Para comprender mejor cuáles son esos infiernos a los que la Iglesia en América Latina se

enfrenta en su labor evangelizadora, vamos a describirlos a continuación.

78
J. Sobrino, Jesús en América Latina, p. 106.
79
E. Bueno, Los rostros de Cristo, p. 80.
80
Ch. Duquoc, o.c., p. 315.

38
1.- Los infiernos en América Latina

Tal como hemos visto en el primer capítulo, no debemos entender la realidad del infierno como

un lugar donde existen seres con cuernos y tridentes, con personas ahogándose en un mar de fuego

abrasador. Los infiernos, en el aspecto en que queremos enfatizar, no pertenecen solo al más allá,

sino que también están más cerca de nosotros. Es cierto que el infierno sigue siendo hoy un lugar

de sufrimiento y dolor, producto de la condenación que trae el pecado, pero ese supuesto lugar no

hay que buscarlo en las profundidades de la tierra. En nuestra sociedad también se dan estas

realidades dolorosas, también producto del pecado, a veces propio, a veces de terceras personas.

No hay que ir hasta las profundidades para encontrar un infierno; basta abrir los ojos y mirar de

frente a nuestra realidad.

Como hemos visto también, el pecado diseminado por toda la sociedad hace que la configuración

de la misma cambie. Se habla así de estructuras de pecado. Ya no es una sociedad auténtica, sino

que está dominada por el afán de poder, injusticia, explotación, marginación. Una sociedad así

siempre está polarizada: pobres muy pobres por un lado, a costa de ricos muy ricos por otro lado.

Esta es la realidad de América Latina.

Si los pobres son los empobrecidos, los ricos son los empobrecedores; si los pobres son los
desposeídos, los ricos son los poseedores; si los pobres son los oprimidos y reprimidos, los
ricos son los opresores y represores.81

Esta cita complementa lo que acabamos de decir: el pecado de unos repercute en otros. Es el

pecado social, característica del infierno de hoy. Estas situaciones se dan de manera alarmante en

América Latina, como bien lo hace notar el documento de Aparecida:

Los pueblos de America Latina y de El Caribe viven hoy una realidad marcada por grandes
cambios que afectan profundamente sus vidas (…). La novedad de estos cambios trae
consecuencias en todos los ámbitos de la vida social, impactando la cultura, la economía, la
política, la ciencia, la educación (…).82

81
I. Ellacuría, Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Para anunciarlo y realizarlo en la historia, p.
157.
82
DA nnº 33 y 35

39
Toda la sociedad se ve afectada por el pecado, creando verdaderos infiernos sociales que el

mismo documento describe. En ellos se encuentran aquellos indígenas y afroamericanos que no son

tratados con dignidad e igualdad de condiciones; están también las mujeres excluidas, los jóvenes

con poca educación y sin oportunidades de surgir ni trabajar; están los pobres, desempleados,

migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, niños y niñas sometidos a abusos, familias que viven

en el más extremo desamparo; están todos aquellos que sufren enfermedades graves como la

malaria, tuberculosis, SIDA y son excluidos de la convivencia social; están los que son víctimas de

la violencia de todo tipo, llámese terrorista o simplemente inseguridad ciudadana; están todos

aquellos que viven sin ninguna manifestación de amor, cerrados en sí mismos, negándose a la

solidaridad.83 Todas estas personas son los condenados en los infiernos de hoy. Lo lamentable es

que en la mayoría de los casos, estas personas sufren las consecuencias de los errores de terceros.

Son condenados sin culpa. Son los pobres que habitan los infiernos de América Latina.

Resumiendo, podríamos preguntarnos entonces: ¿Quiénes son los pobres, los condenados, los que

habitan en este infierno? Ignacio Ellacuría, sacerdote que vivó por muchos años tratando de paliar

el sufrimiento de estas personas y que murió mártir en El Salvador, responde rotundamente:

Ante todo, los que son “materialmente” pobres. La materialidad de la pobreza es el elemento
real insustituible, y consiste no tanto en carecer incluso de lo indispensable, sino en estar
desposeído dialécticamente de fruto de su trabajo y del trabajo mismo, así como del poder
social y político, por quienes, con ese despojo, se han enriquecido y se han tomado el poder.84

Son, pues, los que no cuentan, los excluidos sociales, los que sobran, los “desechables” para un

mundo que solo se maneja por el pecado. Estos son los infiernos de América Latina; realidades de

dolor y sufrimiento, que están esperando una intervención salvadora que les devuelva la esperanza

a los que se encuentran sumergidos en ellas.

No es fácil transformar esta realidad de muerte y de pecado que impera en la sociedad

latinoamericana. Hace falta la fuerza y la decisión provenientes del mismo Jesucristo:

Cuando Jesús dice: “Yo estaba mirando al Adversario, que caída del cielo como un rayo”
(Lucas 10,18), o “Ahora es la condena de este mundo; ahora el jefe de este mundo va a ser

83
Cf. DA nº 65.
84
I. Ellacuría, o.c., p. 159.

40
expulsado fuera” (Juan 12,31), esto significa que Dios ha quebrado ya la fuerza del mal y ha
comenzado su marcha victoriosa en este mundo. En principio se trata de una oposición
sangrienta que debe costar la vida a muchos enemigos de Dios. “No he venido a traer la paz,
sino la espada” dice Jesús (Mateo 10,34). Y con esto no aludía a una guerra contra los
romanos, sino la violencia con la que Dios mismo había comenzado a realizar su reinado, en la
tierra.85

Esta violencia liberadora se debe a que el amor, por el que Jesús descendió a los infiernos, entra

en contradicción con la cultura dominante de hoy que, como acabamos de describir, está muy

influida por el pecado. Sin embargo, Jesús descendió a los infiernos y los venció. El cristiano que

quiere ser fiel a Cristo debe seguir el mismo rumbo, pues ha de ser otro Cristo.

2.- El descenso a los infiernos del cristiano de hoy

Empecemos este apartado con una sentencia radical de Moltmann: “Si Cristo resucitó realmente

de la muerte y del infierno, esto nos lleva a sublevarnos contra los infiernos de esta tierra y contra

todos aquellos que la encienden.”86 Es decir, mientras exista en nuestra sociedad, en particular en la

latinoamericana, situaciones de pobreza, marginación e injusticia, el cristiano no puede permanecer

tranquilo.

Sabemos que Dios da la vida allí donde aparentemente domina la muerte: es el Dios de los

imposibles.87 Con este presupuesto, todas aquellas estructuras de nuestro mundo en las que se

intenta apagar la vida, tienen una esperanza de la actuación de Dios; actuación que definitivamente

pasa por nuestras manos. Nosotros somos ahora los que debemos reavivar la esperanza de los “sin-

sentidos” de nuestro mundo. ¿Qué hay que hacer? Pues seguir el mismo itinerario de Jesús en su

bajada a los infiernos. En primer lugar, compadecerse y solidarizarse con el sufrimiento de los

condenados en estos infiernos sociales. Y, en segundo lugar, liberarlos de esas ataduras. El

cristiano debe llevar a esos lugares de dolor y desesperanza el mensaje del amor salvífico de Dios 88;
85
AA.VV., Salvador del mundo. Historia y actualidad de Jesucristo Cristología fundamental, p. 47.
86
J. Moltmann, Conversión al futuro, p. 115.
87
Cf. L. Lochet, o.c., pp. 51-66.
88
Lochet cita un párrafo de la Historia de un alma de Santa Teresa de Lisieux: “Una tarde, no sabiendo
cómo decir a Jesús que yo le amaba y cuánto deseaba yo que fuera amado y glorificado en todas partes,
pensaba con dolor que El no podía recibir jamás del infierno un solo acto de amor; dije entonces al Buen
Dios que, por darle contento, yo aceptaría de mil amores verme metida allí para que fuera eternamente amado
en aquel lugar de blasfemias.” Cf. L. Lochet, o.c., pp. 138-139.

41
debe hacer que a esos infiernos llegue el mensaje de salvación. Así se podría interpretar, por

ejemplo, la “comunión de los santos” de la que habla nuestro credo: una comunión física y

espiritual con los que sufren en su alma y en su cuerpo las consecuencias del pecado.

2.1.- Identificarse con los pequeños

Hemos visto en el capítulo anterior que una de las interpretaciones que se dio al artículo referente

a la bajada de Jesús a los infiernos fue la solidaridad de Jesús con las consecuencias del pecado en

el hombre: la muerte en todas sus manifestaciones. Siguiendo el ejemplo de su maestro, el

discípulo de Cristo debe también solidarizarse con los que se encuentran en los infiernos que

hemos descrito en nuestro continente.

La solidaridad de Jesús con los oprimidos y marginados es evidente y total. Durante toda su vida

Jesús mostró una atención especial hacia los pequeños: “En verdad les digo que cuanto hicieron a

uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25,40). Hay, pues, en todo el

evangelio, una identificación de Jesús con los pobres en todas sus formas.

Cuando Jesús habla de “pobres” se está refiriendo a los que no tienen nada: gentes que viven
al límite, los desposeídos de todo, los que están en el otro extremo de la élite de los poderosos.
Sin riqueza, sin poder, sin honor.
No componen una masa anónima. Tienen rostro, aunque casi siempre esté sucio y aparezca
demacrado por la desnutrición y la miseria extrema. De ellos, muchos son mujeres; hay
también niños huérfanos que viven a la sombra de alguna familia. La mayoría son vagabundos
sin techo. No saben lo que es comer carne ni pan de trigo (…).89

Todos estos rasgos coinciden con la situación de los pobres de nuestro continente que, a menudo,

son víctimas del abuso de los que ostentan el poder y el dinero. Jesús vivía como ellos, se hizo

como ellos. Esta solidaridad de Jesús con el sufrimiento del hombre se mostró durante toda su vida,

asumiendo esos mismos sufrimientos humanos, tanto físicos como espirituales. Todos los

sufrimientos que vienen por el pecado los tomó sobre sí y los vivió por pura solidaridad con el

hombre víctima del pecado. La consecuencia de su vida y la mayor manifestación de su amor

solidario fue su muerte en la cruz. Pero la odisea solidaria no quedó allí, sino que continuó después

de su muerte con su descenso a los infiernos y con la salvación que entregó en esa realidad.

89
J. A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica, p. 181.

42
Tal es la paradoja de la salvación: el que es inocente llevó en su carne y en su corazón, en su
alma y en su espíritu, el indecible sufrimiento de los pecadores. Y esto, no en virtud de una
interpretación jurídica que haría cargar al inocente con la pena de los culpables, sino por una
solidaridad de amor que hace que el que ama se identifique por amor con aquel a quien ama,
aunque sea miserable por sus pecados. Tal es la lógica del amor, la revelación del misterio de
Dios.90

Todo cristiano, pues, que se haya tomado el seguimiento de Jesús en serio debe solidarizarse con

el sufrimiento de aquel que está en este infierno. Y solo el amor será la fuerza que movilice una

acción liberadora. Únicamente el amor puede hacer que sintamos el sufrimiento de los hombres en

nuestra carne y en nuestro corazón. Por esta razón, es imprescindible que la Iglesia viva entre los

pobres y haga una opción preferencial por ellos. Solo viviendo entre los pobres, aquellos que en

nuestro continente sufren las consecuencias del pecado social, podrá la Iglesia llevarles a

Jesucristo; podrá llevar una amistad que los dignifique; podrá llevarles un amor que salva.91 Se

aplica aquí el mismo principio de que lo que no es asumido no es redimido: solo asumiendo la

condición de los pobres, de los que sufren, sufriendo con ellos y yendo a sus infiernos, se les puede

liberar y ser instrumentos de la salvación de Dios en Jesucristo. Se trata de devolverles el lugar de

seres humanos dignos que por el pecado de otros les fue quitado.

Si confesamos, pues, el descenso de Cristo a los infiernos, debemos también volvernos hacia esos

infiernos de nuestra sociedad. Si Cristo liberó a los que se hallaban en ellos, nosotros también

debemos comprometernos con el cambio de estructuras que causan la pobreza, la marginación, la

opresión. Dios quiere liberar al hombre, pero como siempre ha sido a lo largo de la historia, lo hace

a través de la acción libre y transformadora del mismo hombre. Evidentemente, en el combate

contra las fuerzas del infierno social se necesitan acciones concretas y reales, porque así son de

reales las consecuencias del pecado en nuestro continente. Combatir, entonces, la marginación,

destruir los infiernos, exige poner en cuestión y transformar todas estas estructuras de pecado. A

esto invita la Gaudium et Spes, es decir, a la construcción de un mundo nuevo gracias al trabajo del

hombre, dejando siempre el perfeccionamiento de todo a Dios.92

90
L. Lochet, o.c., p. 94.
91
Ibid, p. 132.
92
Cf. GS nº 39.

43
2.2.- Anunciar la Buena Nueva

Según la reflexión teológica que hemos venido haciendo, Jesús bajó a los infiernos para anunciar

allí la Buena Nueva de la salvación: la muerte ha sido vencida, el pecado ha sido aniquilado, los

infiernos han sido destruidos, el Reino de Dios ha llegado. El cristiano, de por sí, es también un

anunciador de buenas noticias. Siguiendo el ejemplo de Jesucristo, debe llevar ese mensaje de

salvación hacia aquellos que necesitan saberlo y experimentarlo, es decir, a los que viven en los

infiernos que hemos descrito. Ellos también deben saber y experimentar que el Reino de Dios les

pertenece, que su lugar no es el infierno, que existe un mundo de justicia y compasión

esperándoles, donde los que están arriba sean los últimos y ellos, los pobres, los primeros 93. El

documento Evangelii Nuntiandi, del Papa Pablo VI, habla así de la evangelización:

Pueblos (del Tercer mundo) empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha
por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres,
enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones
internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de
neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia,
repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre
los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar
testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización.94

Fue una voz profética la del Papa Pablo VI. El anuncio de la Buena Nueva debe contemplar

aquellas estructuras donde reina el pecado; y no solo eso, sino que también debe hacer lo posible

para transformarlas, porque, como ya hemos visto, la salvación implica cambio de estructuras. Ya

en nuestro tiempo, el documento de Aparecida expresa esta realidad de la siguiente manera:

“Asumiendo con fuerza esta opción por los pobres, ponemos de manifiesto que todo proceso

evangelizador implica la promoción humana y la auténtica liberación…” 95 Así pues, en nuestro

tiempo y en nuestro continente, toda evangelización debe estar a favor de la vida y debe

promoverla, y, por consiguiente, debe estar en contra de los mecanismos de muerte y de pecado. En

93
Cf. J. A. Pagola, o.c., p. 179.
94
Pablo VI, Evangelii Nuntiandi (EN), nº 30.
95
DA nº 399.

44
otras palabras, tal como lo hizo Jesús, la evangelización del cristiano de hoy debe destruir infiernos.

Faltar a esto, sería no ser fiel al Maestro.

Toda evangelización que no denuncie la injusticia histórica de esta situación y no se


constituya, a partir de su propia instancia de fe, en potencial de movilización popular,
liberación de los oprimidos y celebración de las luchas, difícilmente escarpará de la acusación
de complicidad con el orden impuesto por la dominación y la infidelidad al sueño de Jesús.96

El sueño de Jesús fue el Reino, es decir, ver este mundo liberado del pecado y de sus

repercusiones sociales; en otras palabras, ver el Reino de Dios aquí y ahora sabiendo que la

plenitud llegará al final de los tiempos. El primer paso para cumplir este sueño lo dio él mismo,

liberando al hombre del pecado y de la muerte que lo habían arrojado al infierno. Ahora son sus

discípulos los encargados de hacer que el de Jesús sea un sueño cumplido.

La palabra clave para entender históricamente y desde nuestro contexto latinoamericano el

“descenso de Cristo a los infiernos” es liberación. Esa salvación que es el contenido de la

evangelización, en America Latina se llama “liberación”. El cristianismo de por sí es liberador,

porque liberadora fue la vida de Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido

para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación de los

cautivos, la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos…” (Lc 4, 18); liberadora también fue su

muerte, su descenso a los infiernos y su resurrección. Es una liberación cuya iniciativa,

ciertamente, está en Dios y es para todos los hombres, pero que pasa por la acción histórica de los

hombres a favor de los oprimidos:

El evangelio considera la liberación del hombre un proyecto escatológico cuya realización


pasa por la resurrección de la carne, mientras que una opción liberadora apuesta decididamente
por la liberación histórica. El evangelio considera como destinatarios del anuncio de liberación
a todos los hombres, mientras que una opción liberadora discrimina a unos de otros: persigue la
liberación de los oprimidos, no de los opresores.97

96
L. Boff, La nueva evangelización. Perspectiva de los oprimidos, p. 85.
97
G. Girardi, La túnica rasgada. La identidad cristiana, hoy, entre liberación y restauración, pp. 347-
348.

45
Entendamos, pues, que la liberación cristiana, aquella que brota de la vida de Cristo, pero en

especial de su misterio pascual, incluido su descenso a los infiernos, consiste en hacer que la fe en

él sea motor de liberación y factor de crítica del orden imperante, que en América Latina es

inhumano98: una fe que actúe en el amor, como dice San Pablo (Cf. Gál 5,6). Por eso, mientras

existan en nuestro continente estructuras injustas, nuestra evangelización no habrá terminado, el

Reino de Dios no habrá llegado: “Nunca, ni en Galilea ni en parte alguna, se construirá la vida tal

como la quiere Dios si no es liberando a estos hombres y mujeres del hambre, la miseria y la

humillación.”99 El descenso de Cristo a los infiernos obliga, pues, a los cristianos a tener una

opción liberadora: liberadora de las estructuras de pecado, liberadora de los signos de muerte en

nuestra sociedad, liberadora de la creación entera, liberadora de los infiernos. Todo esto exige una

praxis que vaya más allá de la evangelización catequética y doctrinal. Se necesita, más bien, una

evangelización que se mezcle con lo político-social, con lo humano y comunitario.

En esta tarea y con creatividad pastoral, se deben diseñar acciones concretas que tengan
incidencia en los Estados para la aprobación de políticas sociales y económicas que atiendan a
las variadas necesidades de la población y que conduzcan hacia un desarrollo sostenible. Con la
ayuda de distintas instancias y organizaciones, la Iglesia puede hacer una permanente lectura
cristiana y una aproximación pastoral a la realidad de nuestro continente, aprovechando el rico
patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia.100

La liberación cristiana, pues, es netamente histórica. Ya que Jesús salió de los infiernos y liberó

al hombre, la manifestación histórica de esa liberación debe darse en el mismo nivel que se había

dado el pecado, esto es: liberación del hombre, de manera personal, de esa alienación del egoísmo

que lo encierra en sí mismo y lo aísla de la sociedad, deviniendo todo esto en situaciones de

injusticia y opresión; liberación de las ataduras de la muerte en todas sus manifestaciones, enlazada

con la victoria de la resurrección que otorga esperanza a los que se encuentran sumergidos en ella

(Cf. 1 Cor 15,20-23); liberación de todo el mundo y de la historia, puesto que el hombre no se

desvincula de su realidad.

98
Cf. L. Boff, o.c., pp. 79-80.
99
J. A. Pagola, o.c., p. 187.
100
DA nº 403.

46
Hay una cosa más para tener en cuenta. El cristiano con su propio esfuerzo liberador puede ir

transformando el mundo, pero el advenimiento del Reino de Dios es ante todo un don. La

liberación total, la derrota de la muerte y la desaparición para siempre de los infiernos se dará al

final de los tiempos.

La promesa (de liberación) asume, aunque supera, en su despliegue dinámico de realización,


todo lo que los seres humanos, impulsados en la historia por el Espíritu derramado en sus
corazones, hayan realizado o intentado realizar.101

Siguiendo esta cita podemos decir que si la esperanza en la liberación la dejamos simplemente

para la escatología, para el momento de la consumación final, estaremos dejando nuestra historia y

nuestra sociedad completamente abandonadas a la posibilidad de esa liberación. Una concepción

desencarnada de estos artículos de fe, es lo que ha llevado a mucha gente a desentenderse de sus

compromisos con la transformación del mundo y la lucha por la justicia.

Por el contrario, sabemos que la misión de la Iglesia es la construcción del Reino. Este reino que

anunció e inauguró Jesús tiene características especiales: “Los ciegos ven, los cojos andan, los

leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena

Nueva.” (Lc 7, 22); es decir, es un Reino donde no existe el pecado, donde el hombre es libre,

donde la justicia y el derecho son el pan de cada día. Todo esto se contrapone a la realidad que

vemos en Latinoamérica. Si el Reino de Dios se opone rotundamente al infierno, eso quiere decir

que, mientras haya este tipo de infiernos en este lado del mundo, América Latina no podrá

parecerse a ese Reino querido por Jesús. Es nuestra misión destruir los infiernos, liberar a los que

se encuentran en ellos. Solo así estaremos cumpliendo con fidelidad nuestra misión de

constructores de “cielos nuevos y tierra nueva” (Ap 21,1).

101
J. Lois, Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, p. 155.

47
CONCLUSIONES

El artículo de fe que habla del “descenso de Cristo a los infiernos” es uno de los menos

entendidos por el común de los cristianos. Sin embargo, encierra en sí una gran carga liberadora

que, entendida correctamente, puede llenar de esperanza a aquellas personas que viven en

situaciones de opresión y miseria, y encender el coraje evangélico a los discípulos de Jesús.

Precisamente, la situación en la que viven muchas personas en América Latina, situación de

injusticia, desamparo y opresión, hace que sea necesario, y hasta imperativo, reflexionar sobre este

artículo del credo con la finalidad de proporcionar la esperanza en una pronta liberación de esas

estructuras.

1.- En primer lugar, hay que tener en cuenta que la situación en la que viven muchos hombres y

mujeres en América Latina, y que se describen en el documento de Aparecida nº 65, es producto

del pecado: “...pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra (…). Millones

de personas y familias que viven en la miseria e incluso pasan hambre…” El pecado, que empieza

siendo un rechazo personal al amor de Dios, termina extendiéndose a toda la sociedad, creando lo

que Juan Pablo II ha llamado “estructuras de pecado”. Las personas que viven en un ambiente así,

rodeadas de miseria, pobreza, marginación y explotación, producto de ese pecado que se ha hecho

social, viven en auténticos infiernos. Estos son los infiernos de hoy. Por tanto, es válido pensar que

la situación en la que viven muchas personas en América latina es una realidad infernal.

2.- La salvación que otorgó Jesucristo, por su muerte y resurrección, es precisamente la liberación

de estas estructuras de pecado. En su misterio pascual, dentro del cual tenemos su descenso a los

infiernos, Jesús venció a la muerte y liberó a los hombres de las ataduras del pecado. El misterio

del descenso de Cristo a los infiernos tiene, pues, este tinte liberador. ¿Para qué Jesús descendió a

los infiernos? Para salvar.

3.- La Escritura nos proporciona datos importantes para entender el descenso de Cristo a los

infiernos. Sabemos que para los israelitas el lugar de los muertos o sheol fue concebido a lo largo

48
de su historia como un lugar con estratos diferenciados en el que los impíos ocupaban la parte

inferior (Cf. Prov 7,27; 9,18), pero en el que existía la esperanza de una liberación por parte de

Dios (Cf. Sal 48). En el Nuevo testamento, Jesús asume esta concepción del “más allá”. Él concibe

la existencia de un lugar especial para los que han vivido contrarios al amor de Dios y del prójimo.

Sin embargo, la intención de Jesús no es condenar, sino salvar (Cf. Jn 12, 47).

4.- Aun cuando no exista un texto bíblico que trate directamente el tema de descenso de Cristo a los

infiernos, el pasaje de 1 Pe 3,18-20; 4,6 nos sugiere una cierta actividad de Jesús durante el periodo

comprendido entre su muerte y resurrección. En este texto se nos dice que Jesús pasó por el lugar

de los muertos (infierno) y llevó hasta allí la Buena Nueva de la salvación. Esta bajada a los

infiernos que nos sugiere el texto es la anticipación de la victoria liberadora de la resurrección.

5.- La teología del “descenso de Cristo a los infiernos” toma, entonces, dos caminos. El primero

entiende este artículo de fe como la constatación de que Jesús murió verdaderamente (Cf. CEC

632); es decir, se inclina por la solidaridad del Hijo de Dios con el hombre que sufre las

consecuencias del pecado: Jesús asume los sufrimientos del hombre. La segunda interpretación,

afirma que Jesús desciende a los infiernos para salvar, destruir al pecado y a la muerte, y liberar a

los que se encuentran cautivos en ellos: la salvación llega a los infiernos.

6.- Estas interpretaciones teológicas deben ser en América Latina motivadoras de una

evangelización que trate de destruir los infiernos sociales que existen. Debe ser una evangelización

liberadora de las estructuras de muerte, porque así de liberadora fue la vida de Jesús, su pasión, su

bajada a los infiernos y su resurrección.

49
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