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Triunfo Arciniegas
ASALTOS PORTEÑOS
Asaltos porteños 2
superhéroe ni he venido a salvar doncellas, pero pocas cosas pueden cambiarse en la
vida por el espectáculo de un ladrón en el piso y una rubia vestida de negro y cubierta
de lágrimas de agradecimiento. Ah, imaginar no cuesta nada.
El pasado fin de semana asaltaron el local donde acostumbro conectarme para
enviar señales de vida y fotos. Como a las nueve de la noche dos muchachos armados
con revólver entraron al “locutorio”, extraño término para un local donde prestan
servicio de internet y telefonía, y se llevaron más de cinco mil pesos argentinos. El
encargado se les enfrentó pero no pudo detenerlos. Me levanté como un resorte
durante la pelea y todas las cosas se me desparramaron en el piso: monedas, un libro,
el lapicero, mi cuaderno de apuntes y el celular. Trataba de entender la situación. No
sabía quiénes eran los ladrones y quién el encargado. El tiempo se hace lento, como
cuando uno cae de una motocicleta.
Ayer leí en La Nación sobre la muerte de un estudiante de dieciocho años,
Agustín Sartori, en Palermo. La semana pasada fue atropellado por dos asaltantes que
huían en moto luego de robar a tres mujeres. Los amigos de la víctima se reunieron en
el cruce de Luis María Campos con Matienzo, con velas encendidas y carteles de
protesta. Exigen “Justicia para Coco” y “Seguridad para todos los argentinos”. La
misma lluvia de invierno, que antes lavó la sangre en el pavimento, apagó las velas,
echó a perder los carteles y dispersó a los manifestantes una hora después. Los
sospechosos, de veintisiete y veintinueve años, que ya antes han purgado condenas,
se encuentran detenidos, pero podrían quedar en libertad porque la causa judicial es
catalogada como homicidio culposo, un delito excarcelable.
Buenos Aires ya no es como antes, por supuesto. Por sus avenidas siguen
transitando las rubias vestidas de negro y sus tacones todavía lastiman sin piedad las
hojas doradas recién caídas, los edificios mantienen su antiguo esplendor y en los
parques las estatuas aún exhiben su serena belleza, pero me siento como el pistolero
de la película, “solo ante el peligro”. Un chofer admitía, cuando hablábamos de Uribe
y Santos, que Argentina ha retrocedido en seguridad. Ni modo de contradecirle.
Bogotá es peor y me consta, Caracas ya hace parte de los dominios del espanto y en
Ciudad de México hay que andar con cuidado. Conocí al chofer en Palermo, un poco
después de mediodía, en una de mis extenuantes operaciones de búsqueda. El ansia
por ver las fotos de Mapplethorpe me llevó a pie desde Plaza Italia hasta uno de los
famosos lagos, cerca del Planetario. Tomar un taxi no tiene gracia, llego a todas
partes en autobús, en metro o a pie, y de este modo adquiero cierto domino sobre la
Asaltos porteños 3
ciudad de turno. Me acerqué a un puesto de hamburguesas por información y para
aliviar el cansancio y el hambre. El dueño, un gordo amable y ya viejo, me señaló
unos muchachos a cien metros. "Vieron algo", dijo. Y empleó la famosa palabra:
"Choros". Me pidió que me cuidara y mucho más con esta "máquina de retratar". Con
la chaqueta y el morral trato de disimular mi cámara, una Canon de 18 megapixeles
que cuesta un ojo de la cara, pero de todas maneras la gente ve que estoy tomando
fotografías. Si la dejo en el hotel, entonces para qué la traigo en mis viajes. Y si la dejo
en casa, entonces para qué la compré. Y si uso una cámara más barata, una de esas
miniaturas digitales que no le faltan al turista de nuestro tiempo, entonces las fotos
pierden calidad. Y si me la roban o si la extravío o se daña, qué más remedio, consigo
otra. Le pregunté al viejo por el Malba, el famoso museo de arte latinoamericano, y
me señaló un edificio al otro lado de la avenida para que me orientara. Había otro
cliente junto a mí, otro gordo amable y bastante mayor, que se ofreció a acercarme en
su autobús si esperaba que le prepararan el sandwiche. Estiró el brazo hacia el
autobús, vacío. Por supuesto, esperé. Hablamos de Uribe y de Santos, de estos ocho
años de sangre y fuego. Sabe que Colombia ahora es un país más seguro y le gustaría
conocer Cartagena de Indias. Alguna vez fue con su mujer a las cataratas de Iguazú.
Nos detuvimos en el semáforo y, todavía con un trozo de sandwiche en la mano, me
indicó que caminara tres cuadras y estaría en el Malba. Le di las gracias un montón de
veces y me despedí.