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Rubén Darío como constructo del mestizaje

(Fragmento de conferencia dictada en el Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica –INCH- el


pasado 16 de julio)

Erick Blandón

Vengo a debatir con ustedes, en el sentido de conversar en torno a una puesta


Rubén Darío en común sobre Rubén Darío y los usos que ha hecho de él el discurso del
mestizaje. Más que respuestas traigo algunas preguntas. Se trata de compartir
ciertas inquietudes que desde los estudios culturales me planteo para entender
mejor el complejo tramado cultural nicaragüense. Pienso que, según sean las respuestas que
demos a esos planteamientos, podrían abrirse las salidas de los caminos ciegos, por los que se
resbala nuestra historia, entrampada todavía en las formaciones discursivas del siglo XIX.

Los peregrinos que se dirigían a la ciudad sagrada de Eleusis corrían el peligro de que en el
camino los atrapara un maniático de nombre Procusto, quien, obsesionado por la uniformidad,
los forzaba a acostarse en un camastro para medir su tamaño. Si eran muy pequeños les estiraba
los miembros, si por el contrario eran más grandes se los recortaba. La metáfora del “Lecho de
Procusto” alude a la ansiedad homogeneizadora con que se construyeron las identidades
nacionales en el siglo XIX.

Nadie ignora que en ese siglo se estableció el mestizaje como marca de la identidad
latinoamericana, un concepto con el que se buscaba conciliar todos los componentes sociales,
homogeneizándolos dentro de una Nación con una lengua, una raza y una cultura común. Así, en
Nicaragua el mestizaje ha sido descrito como la fusión del indígena con el español, y aun se
insiste en una identidad nacional fija, pese al reconocimiento de la existencia de otros sujetos
diferentes.

El concepto de nación con el que se define a la unidad territorial regida por un gobierno que
cuenta con el consenso de sus gobernados era casi inexistente en Nicaragua hacia el final de la
primera mitad del siglo XIX. El proyecto de la élite patriarcal nicaragüense de construir un
Estado-nación calcado de los modelos del norte europeo y basado en la economía
agroexportadora, enfrentó diferentes obstáculos, además de la anarquía que reinó por casi
cuarenta años después de alcanzada la Independencia en 1821.

La diversidad étnica y racial separaba y dividía a quienes se consideraban portadores de la


civilización europea, de quienes vivían cómodos con las formas tradicionales de la cultura local.
La formación del Estado-nación pasó por la pretensión patriarcal de “homogenizar a la población
en torno a su propia concepción de los intereses nacionales” (Burns, Patriarcas, 15). ¿Cómo
explicar que una cultura nacional compuesta de diferentes etnias, culturas y lenguas, para no
mencionar otras múltiples diferencias, es homogénea, si no ignorando a las culturas que circulan
dentro del mismo parámetro de la Nación, pero son distintas a la hegemónica? En Nicaragua se
insiste en afirmar que la hegemonía mestiza homogeneíza a todos los nicaragüenses. Así, el
mestizaje funciona como una categoría intuitiva que se debate entre lo que Antonio Cornejo
Polar ha descrito como una ideología salvífica, que elude los espacios conflictivos para
remontarse a uno utópico, en el que el sujeto americano deja de ser indio para convertirse en
español; y una poética que, a partir de la presencia de sujetos embellecidos por la leyenda, trata
de elaborar instrumentos con los cuales estructurar el discurso que apuntala el proyecto nacional
homogéneo.

Ya no es desconocido que el reduccionismo mestizante en nuestra historia se funda en lo que


Jeffrey Gould llama “el mito de la Nicaragua mestiza”, mediante el cual las ideologías
nacionalistas sostienen la homogeneidad racial y cultural del occidente, norte y centro del país, a
partir de la mezcla de sus habitantes originales y los españoles. De acuerdo con esa narrativa, la
desaparición de la población nativa habría permitido el ingreso de Nicaragua a la modernidad
capitalista.

Ángel Rama señalaba que entre los modernistas hubo “simultáneamente participación
generalizada en el foro público, donde además se jugaba con frecuencia el destino personal” (La
ciudad letrada 108). Rubén Darío, desde la adolescencia, estuvo presente en la escena pública
centroamericana, a la que concurrió en busca de mejoría económica y ascenso social. La crítica
literaria que se ha ocupado de él como objeto de discusión para dirimir la génesis del
Modernismo y la pertinencia o no de imputarle un ejercicio exclusivamente esteticista, suele
partir en su análisis de 1888, el año de Azul. Se considera, con razón, que antes de ese periodo
no hay nada novedoso en el niño que comienza a imitar a los poetas neoclásicos de la literatura
castellana.

No obstante, el repaso de sus primeras décimas nos revela el lugar de Darío en el debate que se
genera en torno a la tradición y la modernidad, cuando las fuerzas modernizadoras deciden
expulsar de Nicaragua a los jesuitas en 1881. Es común atribuir esa medida a la oposición de la
Compañía de Jesús a la política secularizadora del gobierno de Joaquín Zavala. Rubén Darío,
como sabemos, arremetió contra los jesuitas como agentes del oscurantismo. El conflicto, visto
desde la perspectiva de los biógrafos del joven Darío, trata de ilustrar la precoz apostasía del
“poeta-niño”, quien deviene radical libre pensador; pero soslaya que en la base, junto a la
determinación del gobierno –muchas veces postergada– de poner fin a la insoportable “Amenaza
Jesuita”, hay una tensión étnica con las llamadas “castas indígenas”.

Tal tensión y sus consecuencias obedecen a la estrategia económica de la élite que aspira a
modernizar el país con vías férreas e introducir nuevos cultivos agrícolas, imponiendo un sistema
laboral basado en el trabajo forzoso de los indios. Se trataba de dar forma a la nación sobre la
imaginada comunidad lingüística y racial, disciplinando a los sujetos incómodos, mediante la
colonización interna emprendida desde el Pacífico sobre el Norte y Centro del país. Para llegar a
ello debió pasarse por el despojo de las tierras pertenecientes a las comunidades indígenas, el
combate sistemático a sus costumbres y representaciones, la destrucción de sus formas de
organización y producción, y la prohibición del uso de otras lenguas diferentes a la castellana. Se
crearon leyes para restringir la propiedad comunal, reglamentar y homogeneizar el sistema de
tenencia de la tierra. La destrucción de las comunidades indígenas se vinculó no sólo a la
necesidad de ocupar sus tierras, sino a la de erradicar las prácticas culturales de los indios,
porque representaban “el atraso” frente a la “civilización”.

La salida de Rubén Darío a la escena pública es paralela al hostigamiento que sufren las
comunidades indígenas del Norte central del país, donde una parte de los jesuitas había radicado
su misión pastoral. Los indígenas se alzaron en defensa de sus derechos comunales y de sus
tradiciones, atacando la ciudad de Matagalpa. Los jesuitas fueron acusados de instigar la
rebelión, y finalmente el gobierno decretó su expulsión del país con el beneplácito del clero
diocesano (Cruz S. 133-4), que aplaudió la medida, igual que los letrados liberales. Los indios
fueron perseguidos y sus jefes ejecutados de manera sumaria. Había triunfado momentáneamente
la civilización sobre la barbarie.

En 1881, Rubén Darío es un adolescente que comienza a forjar su personalidad intelectual, bajo
el influjo de las corrientes liberales de la modernización. Entre las personas con mayor
ascendencia en su formación sobresalen el profesor José Leonard, y los directores de los
periódicos que acogen sus primeros escritos: José Dolores Gámez director de El termómetro, y
los europeos Fabio Carnevalini y Henri Gottel de El Porvenir de Nicaragua, abanderados de la
lucha contra la barbarie, a quienes Darío admirará siempre como agentes del progreso en
Nicaragua. Con catorce años, se da a conocer en los periódicos mediante encendidos artículos y
poemas, en los que no oculta su alineamiento contra la tradición y el oscurantismo. Al alinearse
con los letrados liberales en la controversia en torno a la Compañía de Jesús, Darío apuesta por el
triunfo del progreso en contra del llamado atraso cultural.

La vanguardia letrada y la restauración conservadora

A partir de 1910 la élite conservadora trató de restaurar el pasado colonial y dejar atrás la
llamada “pausa liberal” (Cuadra, Breviario, 47), que dio lugar a la Independencia de España y al
periodo nacionalista-liberal (1893-1910). Tal empeño tuvo su mayor repunte en las décadas de
los años treinta y cuarenta del siglo XX. Los poetas y escritores José Coronel Urtecho, Pablo
Antonio Cuadra, Joaquín Pasos y Alberto Ordóñez Arguello, integrantes del Movimiento de
Vanguardia, fueron –con diferentes matices– los arquitectos del discurso del mestizaje. A ellos
se ha sumado el novelista Sergio Ramírez, para puntualizar la vertiente africana, que Coronel
Urtecho advirtió en el mestizaje colonial.

Es importante recordar que los constructores del discurso del mestizaje reducen a Nicaragua y
los nicaragüenses al Pacífico, es decir a la franja occidental que se extiende de Chinandega en el
noroeste, a Rivas en el suroeste; región que representa una cuarta parte del territorio nacional.
Esa elaboración, al obviar las hibridaciones de indígenas con descendientes de africanos y
blancos, y postular la desaparición del indio, ignora a los indígenas de Sutiaba y Monimbó, en la
misma región occidental; o los de Matagalpa, Sébaco y Jinotega, en el Centro-Norte, que
conservan sus rasgos étnicos. La región Caribe, al Este, donde sus pobladores pertenecen a
múltiples etnias, hablan diferentes lenguas y practican otras religiones o credos, no forman parte
del imaginario de la nación mestiza, pese a que los cruces raciales de grupos provenientes de
África y Jamaica con los indígenas nativos, dio origen a los indios Mosquitos (Burns, Patriarcas,
49).

La región del Caribe era, para Pablo Antonio Cuadra, un problema irresuelto por la “división
lingüística y cultural” (Aventura 26); y Alberto Ordóñez Arguello consideraba a esas etnias
como “tribus nómadas” de un “lejano litoral Atlántico […] desprendidas del panorama de las dos
grandes civilizaciones y culturas de los aborígenes de Nicaragua” (38). En la década de los años
setenta, Sergio Ramírez, con las herramientas propias de la Sociología de la Dependencia,
criticaba “el arraigo de un modelo de cultura norteamericano en Centroamérica” (Balcanes 91)
que no incorporaba a las minorías étnicas descritas por él como “tribus de subsistencia primitiva
[…] que hablan sus lenguas arcaicas y permanecen paralizadas en el tiempo colonial y viviendo
una condena regresiva” (Balcanes 104).

José Coronel Urtecho explicó al comienzo de los ochenta que para los vanguardistas “el
verdadero camino de Nicaragua era el que los españoles habían fundado y establecido desde la
conquista” (en Tirado, 125). El y sus compañeros pensaban que América Latina y
particularmente Nicaragua, debían volver al “dominio de lo europeo y de lo hispano, de lo
occidental, de lo católico” (Ibíd.). Los vanguardistas, considerándose descendientes de los
conquistadores (Cuadra, Breviario, 69-70), pretendían reconstruir el imperio español. Se
llamaban a si mismos “tradicionalistas”, y reaccionaban en literatura “contra el romanticismo y
más inmediatamente contra su forma decadentista, el modernismo” (Cuadra Breviario, 47).

De manera que impugnaron la impronta decadente de Darío para resaltar lo poco que en su
poesía había de nicaragüense, pero sobre todo, de español, forzando en él una identidad mestiza
de la que nunca se hizo cargo. Buscaban “lo telúrico” como reacción a la ideología liberal, que
enjuiciaban por caduca y extranjerizante. Igual que otros grupos de jóvenes hispanoamericanos –
influidos por el fascismo, el falangismo y el nazismo– fortalecían el sentimiento nacionalista
proclamando el retorno a las raíces hispánicas.

Como hemos dicho, la ansiedad homogeneizadora condujo al silenciamiento de otras culturas y


etnias, diferentes de la mestiza indo-hispana. Esa supuesta homogeneidad mestiza de Nicaragua
no fue discutida hasta casi el final del siglo veinte, cuando en el contexto de la revolución
sandinista cobraron protagonismo trágico las etnias del Caribe, forzando el reconocimiento
constitucional de la multiplicidad cultural, étnica y lingüística del país. Luego, los estudios
culturales, etnográficos y antropológicos han demostrado que las comunidades indígenas del
Norte, Centro y Occidente del país, aun reclaman sus derechos y reivindican su especificidad
étnica. No obstante, en los medios de comunicación a diario se habla de la identidad
nicaragüense como si ésta fuera una construcción uniforme, monolítica, inamovible y perpetua.

Darío en la encrucijada de identidades

Todos sabemos que la valoración que los Modernistas tenían de los nativos no era diferente de la
que difundió Domingo F. Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie. Rubén Darío admiró y
exaltó en dos poemas extensos la obra de Bartolomé Mitre, que como Sarmiento fue presidente
de la Argentina, y creía que las élites educadas hacían la historia y por eso debían imponer su
voluntad sobre las masas ignorantes. Su ideario estaba próximo al de su amigo, el mexicano
Justo Sierra, para quien la educación y la exposición a las formas europeas rescatarían a los
indios y los transformarían en mestizos.

Esa retórica que anima el constructo de una nación homogénea, será el combustible de la élite
letrada –los modernistas incluidos– para hacer invisibles a las comunidades indígenas que se
aferraban a la tierra de la que fueron despojadas en beneficio de inmigrantes europeos. Jorge
Camacho ha discutido el posicionamiento de José Martí con respecto a los indios de Guatemala,
aduciendo que favorecía el despojo de sus tierras, así como el de los naturales de México y la
Argentina. Según Camacho, Martí apoyó las políticas de Justo Rufino Barrios para despojar a
aquellos de sus tierras, en beneficio de los cultivadores europeos del café. También sostiene que
para Martí las mujeres, los indios y los negros “son los sujetos preocupantes de la modernidad
industrial a quienes los gobiernos debían de mantener vigilados y en última instancia transformar
a través de políticas sociales” (433).

En 1891, diez años después del conflicto étnico que provocó la expulsión de los jesuitas, Darío
escribe su célebre poema “Tutecotzimí” (Poesía completa 793-799) en el que de acuerdo con el
crítico José Juan Arrom logra construir una “leyenda ideada, dentro de la mejor tradición
romántica” (975) sobre los pacíficos indios pipiles; pero los sujetos ahí representados pertenecen
a las ruinas del mundo que sucumbió con la Conquista
Luego, en 1892, en su “Estética de los primitivos nicaragüenses”, observando el más estricto
apego a los postulados del Modernismo en boga, exalta la belleza exótica del arte prehispánico
del continente americano, y lo compara con el de las culturas occidentales y orientales,
principalmente con la de Grecia, China y Japón. En un esfuerzo por poner a las antiguas
civilizaciones americanas en un sitial de prestigio cosmopolita, las presenta como posible objeto
de seducción de los poetas parnasianos y simbolistas que admira y sigue.

Más tarde, en 1896, en las “Palabras liminares” de Prosas profanas, refrenda el status
arqueológico de las culturas autóctonas: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas
viejas: en Palenque y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran
Moctezuma de la silla de oro” (Poesía 180). Los indios del presente no pueden ser objeto
estético, resultan innombrables e incómodos para los fines de la modernización. Rubén Darío no
es sólo un producto de la época que se apropió del pensamiento europeo de los iluministas,
románticos y positivistas que exaltaron al hombre en estado natural y reivindicaron la
importancia del pasado pre-hispánico; es por excelencia un constructor de la modernidad
hispanoamericana, y nicaragüense en particular. Él, como los letrados de su época, cree en la
benéfica influencia de la cultura europea, ante la que se espera sucumban el atraso y la
ignorancia de las culturas locales.

Sergio Ramírez señala que en la época republicana Rubén Darío asumió “el doble mestizaje
hispano e indígena” como “el fruto más preciado del encuentro entre el mundo europeo y el
mundo indígena, el mestizo indohispano por antonomasia” (Tambor 15). Ramírez considera que
ni el poema “Raza” (Poesía 370), en el que alude al mestizaje afro indo hispano, ni la pregunta
que se hace en las “Palabras liminares” sobre la posible gota de sangre africana o indígena,
pueden ser considerados “una declaración de principios” (Tambor 20); porque Darío habría sido
influenciado por los intelectuales darwinistas que “siguieron tras la huella de la superioridad
racial blanca, que indefectiblemente llevaba hacia el menosprecio y la descalificación de las
llamadas razas inferiores” (Tambor, Ibíd.).
Ramírez observa que Darío, siendo fiel a los cánones de la identidad hispana, “no era ajeno a la
amnesia que a lo largo de los siglos ha borrado de nuestra memoria histórica el ancestro africano,
ni a los prejuicios que llevaban a despreciar lo africano” (Tambor 24). A juzgar por la respuesta
dolida que dio a Unamuno por el comentario racista de “que a Rubén se le veían las plumas –las
del indio– debajo del sombrero” (citado en Jirón Terán, 245), podría agregarse que la
ascendencia indígena también pudo, a veces, incordiarlo. Ramírez también sugiere que Rubén
Darío no siempre pareció estar seguro de su mestizaje. La duda puede atribuirse al citado
imperativo cultural de ocultar la herencia genética que resultaba problemática al blanqueamiento,
porque Darío no podía ignorar que sus abuelos eran mulatos, y en varias ocasiones se refirió a un
tío abuelo suyo conocido como “el indio Darío”, a quien describe como “un hombre guapo, rubio
y de ojos azules”.

El Zeigest que impulsa al discurso del mestizaje indo-hispano


El más persistente formulador del discurso del mestizaje indo-hispano de Nicaragua, Pablo
Antonio Cuadra afirmaba que “en medio de los contrarios aplausos, Rubén recorre –en alta y
unitaria ruta– todos los caminos de la genealogía hispanoamericana, para expresar como un
clásico, la viva voz de su raza, el bullente mundo de su cultura, agónica entonces y todavía entre
las dos tentaciones de nuestra alma mestiza: la aventura y el orden” (“Introducción” 10).

En 1939, imbuido del Zeigest antimodernista, restaurador de la tradición colonial, que es decir
del Imperio Español, Cuadra hizo un deslinde de Darío antes y después de su llegada a España
como cronista de las derrotas de 1898: “Mientras Rubén Darío fué (sic) un Robinsón literario
aislado por el liberalismo, por el afrancesamiento, por lo antitradicional –¡todo es lo mismo–, su
poesía no tuvo más valor que su gran esfuerzo solitario. Apenas saltó de su torre de marfil, de su
preciosista y cultivada isla y se abrió imperialmente a las rutas hispanas, se convirtió en el genio
continental, en el poeta de América, en el Emperador de las letras castellanas”. (Breviario 136).

Cuadra establece una solución de continuidad entre Darío y los integrantes del Movimiento de
Vanguardia, como descendientes y continuadores de la obra emprendida por los conquistadores
de América: “Apenas llegó a España, sintió renacer en él, en su genialidad robinsónica, el ímpetu
poético del Conquistador” (Ibíd. 137). Sustentando el americanismo de Darío en su
identificación con la España imperial, Pablo Antonio Cuadra, en el fragor de la Guerra Civil
Española, lo acercó a las posiciones de los falangistas José Antonio Primo de Rivera y Eugenio
Vegas Latapie, para alzar su voz contra el comunismo, y en pro del restablecimiento del imperio
de la Hispanidad. Advierte que una hipotética ruptura de la tradición hispánica daría vida a los
sujetos monstruosos que exterminó o disciplinó España en América: “vendría –como ha venido–
la disolución y el caos levantando la masa amorfa sobre la cual operó la conquista es decir, el
indígena, el bárbaro” (Breviario 33).
Con el paso de los años, el pensamiento de Pablo Antonio Cuadra evolucionó hacia un
ecumenismo cristiano y abandonó el falangismo, y en consecuencia su hispanismo
fundamentalista. Desde una nueva perspectiva reformula sus tesis sobre lo indígena y lo hispano
en su “Introducción al pensamiento vivo de Rubén Darío”. Incluso, en su ensayo “Rubén Darío y
la aventura del mestizaje”, hace suya la antes abominada estética decadentista de Darío, que
miraba “la América vieja” como veta de inspiración para poetas decadentistas (“Rubén Darío y
la aventura” 320).

En esta nueva visión, Cuadra destaca los componentes amerindios e hispanos de la obra de
Darío. Ve que el poema “Salutación del optimista” no puede ser mejor ejemplo de su hispanidad,
y que su raigambre indígena queda expresada en “Tutecotzimí”. Reúne referencias dispersas a
los indios en la poesía de Darío con los que pretende demostrar su orgullo de ser mestizo; pero lo
mostrado son alusiones al mundo que sucumbió en la conquista.

En conclusión, los constructores de la identidad mestiza erigieron al mayor valor de la cultura


letrada nicaragüense en paradigma de un constructo que se erigió excluyendo lo tildado de
salvaje, bárbaro, insurrecto, inculto e ingobernable, además de económicamente desigual. Los
indios de que habla el discurso del mestizaje no son los que integran “la masa amorfa sobre la
cual operó la conquista es decir, el indígena, el bárbaro” (Cuadra Breviario 33), sino los
embellecidos por la leyenda precolombina, que devinieron subtexto en las crónicas de Indias.

Ninguno de los constructores del mestizaje indo-hispano toma en cuenta que ni el mundo
hispánico ni el indígena eran o son homogéneos, que a ambos los definen las hibridaciones y las
heterogeneidades étnicas y culturales. Entonces habría que preguntarse: ¿en cuál español, de los
múltiples que conforman a los sujetos que se definen como tales, se convirtió el indio del
mestizaje utópico de los vanguardistas? La respuesta es obvia: los españoles del discurso del
mestizaje son los conquistadores de la épica que inspiró el sueño del retorno a la España imperial
de las Falanges en los años treinta y cuarenta. Es el español de la intolerancia racial y lingüística
que expulsó a los moros y a los judíos y que impuso el castellano como lengua y el catolicismo
como religión del imperio.

¿Es ése acaso el mestizo nicaragüenses que desciende de las hibridaciones afro descendientes,
indígenas y blancas? El discurso del mestizaje que aun prevalece en Nicaragua proviene de una
matriz excluyente por racista y elitista. Es una construcción que despojó a Rubén Darío de las
múltiples y contradictorias identidades que asumió en vida para erigirlo en símbolo monolítico
de una cultura conservadora de la tradición colonial. Hoy que entendemos que toda identidad es
provisional, contingente, performativa e inestable, urge que democraticemos el debate cultural,
que cuestionemos cuán saludable es para una sociedad que desde el poder de la letra, que casi
siempre acompaña al poder de las armas, se insista en recortar o tirar de las diferencias.

Sólo con el debate y la polémica podremos vernos libres de las acechanzas del fantasma de
Procusto, el maniático de la uniformidad, que empotraba en su lecho a los peregrinos que se
dirigían a la ciudad sagrada de Eleusis.

COMO ERA RUBEN DARIO


 (Por Osvaldo Bazil)
 

Mi amistad personal con Rubén Darío data del año 1910. Antes de esa fecha nuestra
relación era epistolar. Su nombre tenía ya los
prestigios de un monarca del verso. Todos
ansiábamos conocerlo. Había anunciado, por cable,
su llegada a la Habana, de paso para México. Para la
juventud literaria de cualquier capital de Hispano-
América, la llegada de Rubén Darío era un
acontecimiento.
El cetro de la lírica de América era en sus manos.
¡Todas las cabezas se inclinaban a su paso! Natural,
pues, que la Habana literaria le rindiera jubilosa, sus
homenajes. La hora de la llegada nos la comunicó
Catalá.
Era de seis a siete de la mañana, hora absurda e
inconcebible para las estrellas y para los poetas. Pero,
ese día, habían estrellas razagadas en el cielo, para
verlo llegar. Y poetas, sin dormir, que esperaban al
poeta príncipe. Esto acontecía en una mañana del
mes de septiembre del año 1910. Ya el poeta está
entre nosotros. En un remolcador lo conducíamos
Catalá, Arturo R. de Carricarte, Bernardo Barros,
Francisco Sierra, Eduardo Sánchez de Fuentes y yo.
No me lo imaginaba tal como apareció ante mí, a pesar de que me era familiar su rostro
por los retratos que publicaban las revistas. El Rubén que ví ante mí era así: pálido,
marfileña la color, alto, grueso, abdomen abacial, ojos chicos y vivos, casi mongólicos,
escrutadores. Sus ojos preguntaban lo que la boca callaba. Manos magníficas, dedos
finos, largos, perfectos; la nariz terriblemente ancha y fea, los labios finos, tenuemente
rosados.
Era un hombre más bien feo, pero no se le veía la fealdad, sin duda, porque la ocultaba
la luz espiritual que emanaba de su personalidad. Se sentía ante él, al minuto, la
impresión de estar delante de un hombre de genio. Algo búdico había en su gesto y en su
rostro.
La presencia del hombre superior se manifestaba en él, no por lo que decía sino por
cómo lo decía o por lo que callaba o por cómo escuchaba a los demás. Nunca he visto a
un hombre que, como Rubén, sin pronunciar una palabra, tomara parte activa en una
conversación hasta el punto de dirigirla y hacerla interesante. Rubén era hombre así:
Gesto lento. Ademán lento. Andar lento. Hablar lento. ¡Majestuosa lentitud de
incensiario ante el altar de un Dios era la suya!
Como el poeta venía de Embajador de su país, a la celebración del Centenario de
México, la primera visita fué hecha a la Secretaría de Estado. Allí lo esperaban la gentil
presencia de Sanguily, de quien escuchó la bienvenida de Cuba. Seguimos a la Legación
de México, y después a la de Santo Domingo, entonces a mi cargo, en donde le ofrecí un
improvisado Champagne de Honor. En la noche hubo el indispensable banquete de
rigor, en el "Hotel Inglaterra".
Entre los oradores de esa noche tengo fijo en la memoria a Max Henríquez Ureña y a
Fernando Sánchez de Fuentes. En la Habana se enteró Darío de que el Gobierno que lo
había nombrado Embajador había sido derrocado y que el nuevo Gobierno lo había
sutituido con otra persona, sin avisarle cuál era su situación. Esta América ¡siempre
igual! La inconsciencia midiendo con una misma vara todas las categorías! Nadie podía,
en su patria, dar la representación que él.
Nadie podía honrar como él a su patria, y, sin embargo, le dejaban abandonado en una
ridícula situación. Y todo porque era amigo personal del Presidente caído! Rubén no
sabía qué cosa hacer! Ponía cables a México, a Nicaragua. Nadie contestaba. Por fin,
decidió seguir viaje, atraído por el deseo de conocer el maravilloso país azteca, en donde
tenía grandes amigos, que no dejarían caer sobre Nicaragua la triste gloria de que su hijo
más ilustre padeciera la afrenta del hambre.
Pero la situación, al llegar a Veracruz, se hizo casi trágica: en la cpaital de México, los
estudiantes complicaron la situación, tomando el nombre del poeta como bandera de
guerra contra los Estados Unidos. Y Rubén no tuvo más remedio que retornar a la
Habana, en el mismo barco que lo había llevado. Sus amigos y el Gobierno mexicano así
lo aconsejaron. Le dieron en la persona del pintor Ramos Martínez un noble emisario
oficial para que lo acompañara a Cuba.
De nuevo el poeta, en la Habana, en el "Hotel Sevilla", instalado en lujoso
"apartamento". El poeta está en desgracia, pero ya está en tierra cubana, en donde toda
esperanza es como más dulce y de más grata realización. La primera tarde de su regreso
de México fuimos a buscarle al "Hotel Sevilla". Eduardo Sánchez de Fuentes y yo, para
dar un paseo en automóvil.
El poeta se preparaba a dar solo este paseo. Pero se alegró de nuestra compañía. Quería
dar muchas vueltas por el Malecón--nos dijo--. Un misterio de amor asomaba en su
sonrisa! Rubén no era hombre de amor. Era hombre tímido, ruboroso, callado, miedoso,
aunque sensual y artista del amor! Pero, de esto a ser hombre de amor hay una gran
diferencia, como que ambas categorías tienen su naturaleza y su tipo que le son
peculiares!
Durante el paseo no hacía sino mirar para los pios altos del Malecón. Su inquietud era
evidente. No me atrevía a ofrecerle mi ayda ante tal misterio. Yo lo trataba con gran
respeto. Mi intimidad con él sobrevino después, y con ella, el carino profundo y el
"tuteo", irremediable en el trópico.
 
RUBEN DARIO PERIODISTA (Por Guillermo Díaz Plaja)
Rubén Darío 1893.

La vida literaria de Rubén Darío está estrechamente vinculada,


desde sus princios, al periodismo. En la prensa diaria o periódica
ven la luz no sólo numerosas composiciones en prosa, sino
también la mayoría de sus poemas.
Armando Donoso (1) ha escrito, refiriéndose a este aspecto:
<<Gran croazón e inteligencia privilegia, la necesidad del tirano
mendrugo le obligó a di idar su talento en la obra volandera e
insubstancial del periódico que muere con la hoja cotidiana.>>
No estoy conforme con esta opinión.

Cierto que la hoja cotidiana tiene decretada una muerte pronta


ero esto no es bastante para alterar su valor. La producción
literaria puede surgir con la misma limpidez en el periódico y en
el libro. Pero yo creo que es preciso establecer diferencias entre el
periodista y el escritor. No me asalta una preocupación jerárquica. Creo que una de las
obsesiones de nuestro tiempo consiste en eliminar jerarquías para crear diversidades.

Un escritor no es ni más ni menos que un periodista. Es otra cosa.Hablo así, frente al


panorama general de la literatura y de la Prensa. Y pienso que las excepciones
confirman la regla. He aquí esta gloriosa excepción: Rubén Darío.En Rubén Darío el
periodista y el escritor -- por dichosa ventura -- coinciden. Y teóricamente, el poeta hace
acto de fe en este criterio. El caso de Darío, repito, es excepcional.
No prueba nada.

Es grato oír de sus labios esta utopía dicha con palabras


inolvidables: <<Ya he dicho en otra ocasión -- afirma en un
comentario sobre Mariano de Cávia -- mi pensar respecto a eso del
periodismo. HOY Y SIEMPRE, UN PERIODISTA Y UN ESCRITOR
SE HAN DE CONFUNDIR. La mayor parte de los fragmentarios
son periodistas. ¡Y tantos y otros! Séneca es un periodista.
Montaigne y De Maistre son periodistas en el amplio sentido de la
palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida han sido
periodistas.>> Creo, pues, que es falsa la opinión de los que afirman
que si las crónicas escritas por Rubén bajo el imperativo de la
actualidad y de la prisa hubieran sido redactadas en plena calma, su calidad literaria
hubiera sido. Mucho mayor. No. El temperamento de Darío es esencialmente
periodístico.

Todas las preparaciones y todos los retoques no hubieran añadido un ápice más de
beleza a su obra artística. La prueba puede, encontrarse comparando el estilo de sus
cuentos con el de sus crónicas: no existe ninguna diferencia esencial. Sus dotes de
escritor de raza le permitían plegarse a todas las exigencias, sin dejar de acuñar en la
obra su sello de grandeza.
Hay dos facetas en el periodismo de Ruben: la americana y la europea. La heroica y la
señorial. La que forjó periódico y martilleó vivaz sobre el yunque cotidiano, la que
alimentó las prensas de La Verdad de Nicaragua, La Unión de El Salvador (defensor de
la unidad centroamericana, propugnada por Darío en un restallante manifiesto modelo
de prosa periodística y batalladora).

El Correo de la tarde de Guatemala y La Epoca de Chile. Y, por otra parte, la faceta


aristocrática del periodismo de Rubén, cuando, en posesión de un prestigio universal, La
Nación, el formidable rotativo bonaerense, le encargó la corresponsalía europea con
horarios principescos. De esta segunda parte de su labor baste decrir que la mayoría de
los libros en prosa de Darío son recopilaciones de crónicas literarias publicadas en La
Nación de Buenos Aires.

Finalmente es preciso anotar otro aspecto periodístico de Rubén: en el acoso -- triunfal


-- de su vida cuando fué nombrado director de Mundial y Elegancias, dos magazines de
lengua española publicadas en París, verdaderos alardes de riqueza tipográfica y de
calidad intelectual.

Los funerales del poeta


Rubén Darío en su lecho de muerte
El 7 de febrero las ondas eléctricas a través de los hilos
telegráficos y del cable submarino han llevado la noticia de
la muerte de Rubén Darío a todos los confines de
Nicaragua, a todos los gobiernos de América, de España,
Francia y Portugal.
Los mensajes de pésame retornan de todas direcciones
hasta sumar el número de mil quinientos. Uno de ellos, el
más breve, el más elocuente, el que concentra el duelo del
alma hispánica, es el de La Nación, de Buenos Aires, que
sólo dice <<Dolor>>.
Los poderes públicos de la nación acuerdan honores
oficiales solemne; sin embargo, el Ejecutivo, mostrándose acaso por primera vez muy
respetuoso de la ley, y lo que es más raro aún, de una ordenanza militar, acuerda
honores de ministro de la Guerra, no de presidente, en tanto que el obispo de León,
comprensivo de que el país está ante un duelo único, que sólo la esperanza de una gloria
igual futura pueda permitir que el caso se repita, acuerda hacerle honores del príncipe.
Las municipalidades, clubes sociales, institutos culturales, asociaciones obreras y
profesionales, levantan actas expresivas del duelo que a todos embarga.
León se convierte en el punto de confluencia de las romerías de todas las ciudades de la
República. Diríase que la nación entera se vuelca en la vieja ciudad.
El cadáver ha sido embalsamado cuidadosamente para hacerle numerosos homenajes
que las instituciones preparan y que un Comité especial coordina. De la casa mortuoria
es llevado al edificio de la Municipalidad y de allí a la Universidad, donde su suceden
una serie de veladas fúnebres. En ellas los trabajadores del verso y de la prosa leen las
flores de duelo arrancadas a su inspiración. El cadáver permanece en capilla ardiente
custodiado por individuos del ejército que se alternan con estudiantes. Su cabeza está
coronada de laurel y la faz sellada por la muerte, por la enemiga que fue el terror de su
vida.
El día 12, seis después que expiró, a las ocho de la mañana, se le lleva a la catedral para
recibir los imponentes honores acordados por la Iglesia, y los cuales tienen lugar ante
una asistencia jamás vista en la gran basílica. El obispo Pereyra y Castellón y su clero no
han omitido detalles para que el acto resulte a la altura de sus deseos y de los
merecimientos del ilustre muerto. El discurso del prelado es correcto y elocuente, los
períodos vuelan por las amplias naves como cadencias musicales.
Ese día los trenes han llegado a León congestionados de gente y con muchos vagones
extra agregados; la ciudad es una Meca en el aniversario de Mahoma. Masaya envía un
tren cargado de flores. Los hoteles, pensiones y casas particulares están colmados y
muchísimas personas tienen que regresar el mismo día, porque no hay más alojamiento.

El féretro vuele a la Universidad, y allí se dispone, conforme al programa previamente


organizado, la gigantesca procesión para conducir los restos a su último destino el día
13. Es domingo, y como en aquel que él cantó, el sol fulgura bañando con sus oros la
ciudad colonial. En compacta y unitaria confusión están allí todas las clases sociales:
obreros y universitarios, señoras del alto mundo y honradas trabajadoras, intelectuales e
iletrados, todos conjurados por el mismo dolor, todo como partícipes de la misma gloria,
están allí para rendir el último tributo a quien se las dio con el prestigio de su nombre y
la calidad suprema de su arte. Presiden el desfile los representantes de los Poderes del
Estado, de la Universidad, de los países hermanos, y luego las asociaciones profesionales
y culturales.
Siete disparos de cañón marcan la señal de la partida. Las campanas hacen oír en coro
sus toques lastimeros, y empieza el desfile. El cadáver es llevado con el rostro
descubierto y coronado de laurel, viste un peplo gris y es conducido en unas andas
adornadas de blanco y azul, bajo un magnífico palio de flecos colgantes. A ambos lados
teorías de canéforas con sus albos trajes y sus cestillas colmadas de flores van
arrojádolas al ritmo de la marcha. El desfile sigue el curso de la procesión del domingo
de Ramos, y al pasar bajo un arco levantado cerca de su casa, se abre una granada de
cuyo seno caen flores y versos, exactamente como en aquel domingo de Ramos de su
infancia, en que sus versos cayeron al pasar el Jesús triunfal y fueron arrebatados por la
multitud.
Santiago Argüello lee el último discurso. El suyo, igual que los demás que han sido
dichos durante la semana luctuosa, es un poema en prosa sin ningún juicio valorativo;
pero sonoro, orquestal, con hipérboles que dicta la imaginación ajena al sentimiento
verdadero.
Ya la noche ha tendido sus negras cortinas cuando el imponente cortejo llega a los
umbrales de la puerta mayor de la catedral, y se dirige por la nave central hacia la
columna en que se destaca la estatua del apóstol San Pablo. A sus pies se ha abierto la
sepultura que recoge los restos del poeta que fuera el verbo de su raza y uno de los
genios suñeros en la evolución de su cultura. Sobre su tumba, símbolo de la ciudad
natal, descansa un león tutelar, como vigilando el cumplimiento del voto formulado por
uno de sus hermanos en la lira, Antonio Machado.

· Nadie esta lira toque si no es el mismo Apolo,


· Nadie esta flauta suene si no es el mismo Pan.
Atene
a (Concepción)
On-line version ISSN 0718-0462
Atenea (Concepc.)  no.500 Concepción  2009

doi: 10.4067/S0718-04622009000200017 

Atenea N° 500- II Sem. 2009: 193-205

500 NÚMEROS DE REVISTA ATENEA

DARÍO Y MÁS DARÍO POR GONZALO ROJAS*

DARÍO AND MORE DARÍO BY GONZALO ROJAS

GONZALO ROJAS
Poeta chileno (Lebu, 1917), perteneciente a la generación de 1938. Ha sido galardonado,
entre otros, con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 1992, el Premio Nacional
de Literatura de Chile 1992 y el Premio Cervantes 2003.

RESUMEN

Con motivo del centenario del nacimiento de Rubén Darío, el artículo comenta el reciente
homenaje realizado a este autor en Casa de Las Américas (Cuba), con la presencia de
numerosos intelectuales latinoamericanos. En el trabajo se realiza una reseña a un libro de
Darío, Los raros, comentando sus fortalezas y debilidades. En él se sostiene que, pese a la
selección realizada por Darío, el texto es de corte irregular debido a la mezcla de autores
que aparecen. Es un texto que no puede ser criticado negativamente, ya que no intenta
establecer un canon, sino más bien pretende ser una muestra de los gustos personales del
poeta.

Palabras clave: Gonzalo Rojas, modernismo, simbolismo, Rubén Darío, Los raros.
ABSTRACT

This article comments on the recent commemoration by the Casa de Las Américas (Cuba) of
the one-hundred year celebration of the birth of Rubén Darío with the presence of numerous
Latin American Intellectuals. In this work a review of the book Los raros is offered, with
comments on its strengths and weaknesses. It is affirmed that in spite of the selection
carried out by Darío, the quality of the text is uneven due to the mixture of authors that
appear. It is a text that cannot be negatively criticized since it does not attempt to establish
a cannon. On the other hand, it represents a sample of the personal tastes of the poet.

Keywords: Gonzalo Rojas, modernismo, symbolism, Rubén Darío, Los raros.

Yo fui llevado a Egipto. La


cadena
tuve al pescuezo. Fui
comido un día
por los perros. Mi nombre,
Rufo Galo.
Eso fue todo.

....................................
....R. D.

ANTE los ojos el retrato de Rubén Darío a los 29 años, en el finísimo dibujo de Schiaffino:
cabello oscuro, ondeado, desde la frente abierta; el rostro vivaz, de ángulo todavía juvenil,
que casi vuela; bigotes abundosos al uso, la barbilla en punta; el corbatín que se adivina,
mancha o lazo. Hombros
en cruz. O en guillotina.

Año 96, y esos dos libros que se imprimen veloces, casi simultáneos de tan sucesivos: Los
raros (Talleres de la Vasconia) –claves difusas de lo que llamó su estética acrática– más el
rayo de Prosas profanas, con sus Palabras Liminares y todo (Imprenta de Pablo E. Coni e
hijos), siempre en el mismo Buenos Aires.

Minuto laborioso (y la primera ley, creador: crear) del que crece y crece, seguro.
¿Qué no se ha escrito y se sigue escribiendo, en marea bibliográfica amenazante sobre el
Darío de todas las horas, a propósito de su vida o de su muerte, en las efemérides
espectacular? Ahí está su poesía para que cada lector gane o pierda a su Darío como pueda;
pero ahí va también el oleaje –la resaca– de los grafómanos del modernismo que quieren
descifrarlo todo con unos cuantos datos más y la urdimbre exegética interminable, de
aparato casi siempre abstruso; descontando por cierto a los intérpretes de verdad –la mejor
línea de los jóvenes investigadores chilenos y americanos– que se atreven con lo más hondo
y lo iluminan sin arrogancia.

En el último balance de este centenario, el nicaragüense seguirá siendo lo que es y, una vez
más, la erudición habrá lucido sus plumas. Serán muchos, seremos muchos, sin embargo,
los que –de las academias líbranos, Señor– seguiremos dudando de la eficacia de tanto
proceso y papeleo para probar lo ya probado. Y nos guarden las musas poesías, en el decir
nerudiano, de cualquier intento de tesis, o de cualquiera presunta contribución a la
problemática modernista.

¿A quién confiar entonces la revisión de este pensamiento poético, renovador como ninguno
en su día, más allá de los propios lectores que aún lo sigan descubriendo y redescubriendo;
a quién sino a su Obra que nos harta y nos cautiva; a quién entre tantos oficiantes de las
letras?

¿A los jóvenes y seudojóvenes salvacionistas que van juzgándolo, frívolos: –De salvarse, se
salva por ésta o esta frase? ¿A los perdonavidas del círculo humorístico a quienes Darío
sobrevivirá largamente?
Rubén Darío, en la época de su residencia en Buenos Aires, en 1896. Retrato de Eduardo
Schiaffino.

Algo –y mucho– podrían decirnos los poetas, del hermano mayor, en un limpio testimonio
sobre cómo reciben hoy su Palabra y cómo asumen su legado. Así lo demostró, en enero de
este año, el coro de los concurrentes al Encuentro con Rubén Darío en la Casa de las
Américas. Pero es bien posible que otros repudien el bullicio convencional de estos
cumpleaños a largo plazo, y prefieran oír en silencio al que sigue diciéndoles: Yo soy aquél
que ayer no más decía. O que no alcancen a oírlo, por buena o mala fe, según los casos.

No le es propicio el día, aunque casi todo empieza en él.

Conocidísimo es el ensayo del antidariano Luis Cernuda (Experimento en Rubén Darío,


1959), al fondo glosa entera del examen que Sir C.M. Bowra dedicara a nuestro poeta en
Inspiration and Poetry, 1955. Ya antes el mismo Cernuda en sus Estudios de poesía
española contemporánea (Guadarrama, Madrid, 1957) negaba y renegaba el influjo de
Darío sobre la poética hispánica y levantaba contra él los nombres de Manuel Reina, Ricardo
Gil y Salvador Rueda, exigiendo el reconocimiento equívoco de que en realidad hubiera
habido dos modernismos; uno español y otro americano (sic).
Así el poeta de La realidad y el deseo, en onda muy diferente a la de su creación por demás
indiscutible, se obsede una y otra vez con eso de que Rubén Darío reina, pero no gobierna;
y afirma literalmente que “su influencia en España está liquidada hace muchos años y,
aunque con saldo largamente a su favor, no es ya efectiva”.

Desdeña la elección de sus modelos franceses, que no fueron los mejores según dice, y
aprovecha la detracción contra Darío para extenderla, español desmesurado, sobre la
escuela de París del otro siglo, con la exclusión necesaria de Baudelaire, Rimbaud y
Mallarmé. La contradicción va con Cernuda en esta objeción a la influencia gala desde el
momento que él mismo, según sus propias palabras vertidas en otro ensayo, descubrió el
espíritu moderno merced al impacto del surrealismo francés, latente desde entonces.

Tememos, la verdad, que con sus rechazos esté respirando por varias heridas al mismo
tiempo como les ha ocurrido a tantos peninsulares que no terminan de entender dos cosas:
que esta literatura de fundación como llama Octavio Paz a las letras de América, está
transida por la onda del espíritu de Francia; y que, aun en el filo de ese peligro que es
nuestra no-tradición o como quieran llamarla (en cuanto no somos ni aborígenes ni
europeos del todo), nos autentifica el ancestro precolombino que suena y resuena desde
Darío hasta la Mistral, Huidobro, Vallejo, Neruda y muchos más acá.

Lo cierto es que Cernuda es una lástima en su frase: “Darío, como sus antepasados remotos
ante los primeros españoles, estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier
baratija brillante que le entregaran”.

La baratija es, en el caso, la poética parnasiana y simbolista.

A continuación el sevillano hace suya la sentencia de C.M. Bowra: “Aún siendo apóstol
ferviente de los simbolistas, es posible dudar que comprendiese su propósito esencial”; pero
que corre bastante más lejos cuando niega que “Darío fuera un poeta simbolista, ni
tampoco que el modernismo fuera movimiento poético equivalente al simbolismo francés.
En cambio, tanto Darío como el modernismo son afines a lo parnasiano”. Temeraria y
polémica proposición pretende disminuir a todas luces no sólo la vigencia sino la originalidad
de esta poesía.

Por contrapunto, Borges –que no se casa con nadie– afirma en su estudio sobre Leopoldo
Lugones, al reexaminar el modernismo: “Dos poetas norteamericanos, Edgar Allan Poe y
Walt Whitman, habían influido esencialmente, por su teoría y por su obra, en la literatura
francesa; Rubén Darío, hombre de Hispanoamérica, recoge este influjo a través de la
escuela simbolista, y lo lleva a España”. “En este último país no es un forastero; se ha
incorporado a la tradición nacional, y se habla de él como de Garcilaso o de Góngora”.

También dijo una vez Unamuno que a Rubén se le veían las plumas –las del indio– debajo
del sombrero; pero, exigido por Darío, terminó explicándole eso de las plumas en carta del
26 de septiembre de 1907: “–Le diré que en usted prefiero lo nativo, lo de abolengo, lo que
de un modo u otro puede ahijarse con viejos orígenes indígenas, a lo que haya podido
tomar de esa Francia que me es tan poco simpática, y aun de esta mi querida España”.
Menos irónico, llegó a decir después su reverencia “ante el indio que temblaba con todo su
ser como el follaje de un árbol azotado por el cierzo, ante el misterio”.

Lorca, en cambio, se enciende de otro modo al celebrar, en la presentación de nuestro


Neruda, “el tono descarado del gran idioma español de los americanos, tan ligado con la
fuente de nuestros clásicos” y, al exaltar, en primer término, “la prodigiosa voz del siempre
maestro Rubén Darío”.

Vallejo, en las antípodas de Cernuda, dirá lo suyo: “–Toda la producción hispanoamericana,


salvo Rubén Darío el cósmico, se diferencia poco o casi nada de la producción
exclusivamente española”. Y nuestro Vicente Huidobro: “–Estos señores que se creen
representar a la España moderna, han tomado la moda de reírse de Darío, como si en
castellano, desde Góngora hasta nosotros, hubiera otro poeta fuera de Rubén Darío. Los
que conocemos los fundamentos del arte y la poesía modernos; los que podemos contarnos
entre sus progenitores, como Picasso, Juan Gris y yo, sabemos lo que significa el poeta y
por eso hablamos de él en otra forma. Los falsos modernos naturalmente lo denigran. Pobre
Rubén: puedes dormir tranquilo. Cuando todos hayan desaparecido, aún tu nombre seguirá
escrito entre dos estrellas”.

Así el vaivén de las adhesiones y rechazos, pero, como la poesía se defiende sola y se
explica desde su propio juego, dejemos que suba o que baje, o se retire como las mareas
para volver a la vivacidad de su equilibrio. Acordes con el principio de que hay que
defenderse del culto a los hombres, por muy grandes que aparenten ser, dejemos en paz a
Rubén Darío. Ya su vida fue una tumba sin sosiego, como diría Palinurus; y suficientes
vueltas se estará dando donde esté; tantas o más que antes de venir a nacer en Metapa
(Chocoyos) ese dieciocho de enero del otro ’67.

Empezamos observando un retrato de su juventud –Mi juventud: ¿fue juventud la mía?–


como queriendo verlo ahí, en un momento de destello dual: Prosas profanas y Los raros;
verlo y descubrirlo sin erudición ni hermenéutica, en el desenfado de la lectura abierta, de
poeta a poeta. Acaso por eso mismo prefiramos, entre tantos estudios excelentes, ese de
Octavio Paz en El caracol y la sirena publicado en la Revista de la Universidad de México en
diciembre de 1964.

Acaso por eso también, situados en el filo de sus treinta años, queramos indagar desde Los
raros algo sobre su responsabilidad estética –con la embriaguez ditirámbica y todo– que lo
llevó a renovar y a innovar como sabemos; y que algunos descalifican como vorágine de
instinto y confusión.

–¿Retórica, abundancia, hipertrofia verbalista? Cuidémonos de lanzar la primera piedra


desde este día nuestro de tantas y tantas retóricas de la antirretórica. Porque hay la retórica
de los llamados poemas de experiencias, la retórica intimista, la retórica hermética, la
retórica seudopolítica y la seudorreligiosa; la retórica del humor con todas sus trampas. Que
lo diga el mejor surrealismo, enemigo implacable de la ciénaga literaria, y víctima suya.

No es raro, entonces, que de las polémicas y tan recientes sesiones de Varadero,


auspiciadas, como dijimos, por la Casa de las Américas, saliera un Darío vivo, fresco y
controvertible, como si el centenario no lo hubiera envejecido sino más bien despertado.

El examen del checo Lumir Civrny situó al poeta en el juego de las ideologías de su tiempo,
pero salvó –claro está–, el principio de que, en sus mejores momentos, la creación dariana
ganó lo perdurable; mientras Enrique Lihn llegó a pensar que Darío es poeta de segundo
orden. El mexicano Carlos Pellicer saltó a la defensa, y en lo más alto de la discusión pudo
apreciarse que el mito-Darío fue humanizado, en un pro y un contra del mejor nivel.

Voces sobresalientes en América como los argentinos Julio Cortázar (que actuó por
presencia), Leopoldo Marechal, Manuel Agustín Aguirre, Noé Jitrik, Víctor García Robles,
David Viñas, Héctor Cattolica, Fernández Moreno, Francisco Urondo; los peruanos Mario
Vargas Llosa, José Miguel Oviedo, Alejandro Romualdo, Germán Belli, César Calvo; los
mexicanos José Emilio Pacheco, Marco Antonio Montes de Oca, Emmanuel Carballo, Carlos
Pellicer, Juan Bañuelos; las uruguayas Ida Vitale, Idea Vilariño y el certero Mario Benedetti;
los cubanos Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández,
Eliseo Diego, Luis Suardíaz, Nancy Morejón, Fayad Jamis; el haitiano René Depestre; el
ecuatoriano Ulises Estrella; los chilenos Lihn y Teillier, y otros más, intervinieron con sus
respectivas destrezas en el oficio poético. En el de las ideas estrictamente críticas brillaron
con luz propia Fernández Retamar, animador del certamen, Manuel Pedro González de
múltiple información; Angel Rama que leyó sus estimables Opciones de Darío; y
singularísimamente el poeta y crítico italiano Gianni Toti, con su entrada anti-ideológica y
estilística en Darío. Afirmó que el poeta está vigente aún “en las violencias estilísticas, en
las violencias lingüísticas, en las estructuras de los nuevos organismos poéticos”; con lo que
señaló, según Rama, la función revolucionaria que por sí tiene la gran literatura, al margen
de sus contenidos políticos circunstanciales.

Vigencia por vigencia, este examen in vivo, y en momentos despiadado, exigió un recuento
crítico de las actualísimas familias poéticas en América. Cada poeta leyó sus propios textos,
bastantes disparejos, por lo demás, y pudo verse claro gran parte del proceso lírico de hoy
como curiosa refracción del homenaje.

Hallazgo y pérdida del poeta inevitable. Dispersión, confusión, retórica, abundancia: lo que
se quiera; pero, digan lo que digan, en el principio fue Darío. Darío y más Darío. ¿Qué les
dirá el bicentenario a los que vienen?

Volvamos a Los raros –pieza escrita por partes o artículos fragmentarios desde los 26 años,
y dada a luz orgánica a los 29– que por cierto está lejos de ser una obra maestra como
formulación teórica. Ni es el vademécum que hicieron suyo los aprendices del modernismo.
Se trata simplemente de múltiples artículos publicados en La Nación de Buenos Aires y
entre los que el poeta espigó cabalísticamente veintiuno.

Intensidad, brevedad, rareza; parecía que estos ensayos dedicados a Angel Estrada y
Miguel Escalada fueran la esencia de un programa poético bien discutible. “Crisis de
refinamiento”, advierte Francisco Contreras “–Escritores que entonces me parecieron raros
o fuera de lo común”, ajusta por su parte el poeta en la Autobiografía. Pero la explicación es
insuficiente para el vocablo “raro” de tan caudaloso sentido.

El temible Paul Groussac le sale al camino con artículos ásperos, denunciando su faena
como innecesaria y estéril: “–Es muy difícil y aventurado mostrarse afirmativo y preciso
tratándose de un escritor tan complejo y lector tan esparcido como el señor Darío”. Darío
responde como sabe responder con Los colores del estandarte: –La sonoridad oratoria, los
cobres castellanos, sus fogosidades, ¿por qué no podrían adquirir las notas intermediarias y
revestir las ideas indecisas (subrayamos nosotros) en que el alma tiende a manifestarse con
mayor frecuencia? Luego, ambos idiomas, (el castellano y el francés) están, por así decirlo,
construidos con el mismo material. En cuanto a las formas, en ambos puede haber idénticos
artífices. La evolución que pudiera llevar al castellano a ese renacimiento habría de
verificarse en América puesto que España está amurallada de tradición, cercada y erizada
de españolismo. Hasta ahí Darío.

Reconocemos que Los raros no es su único libro de ideas críticas. Después vinieron
Opiniones, donde desplaza su visión más o menos hermética hacia “los grandes humanos”
y, por lo visto, se humaniza; y todavía Letras y Todo al vuelo, de 1906, 1910 y 1912,
respectivamente. Ninguno, sin embargo, con la dinámica arbitraria y el desenfado, a veces
vaticinante, del primero.

El título mismo es equívoco. Los raros, ¿qué significa raro, para el joven Darío? ¿Cuándo lo
pensó como designio genérico de su colección de artículos? ¿Raro como dimensión estética,
y esteticista, o como dimensión ética; o como dimensión existencial?

Oigámoslo hacer suyo el juicio de un crítico italiano, Picca, en su conferencia sobre el


portugués Eugenio de Castro: “Ciertamente la poesía de Eugenio de Castro es poesía
aristocrática, es poesía decadente y por lo tanto no puede gustar sino a un público restricto
y selecto que, en los refinamientos de las ideas y de las sensaciones, en la variedad sabia y
musical de los ritmos, halla una singular voluptuosidad del espíritu. (En sus cantos) está
contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas
de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.

Desde luego llama la atención que en esta única caracterización del concepto deba valerse
de una cita para intentar esclarecer su sentido.

Raro quiere decir en esas líneas elegido, extraño, decadente, extravagante, enajenado.
Parece que en ella se postulara esa conciencia anárquica tan exaltada por los poetas del
ciclo simbolista en el que se cumple una idea muy debatida: el intelectual intenta asumir
sobre sí mismo la realidad para responder de ella y, al hacerlo, demuestra que asumirla es
tener horror de ella, según propone Gorz.

Raro parece decir también ese querer lo imposible hasta el límite, esa aceptación de ser
odiado antes que ser normal. ¿Se amarra esto con la idea de extrañeza en el abismo en
cuanto sólo en el abismo existe todavía la esperanza de ver lo nuevo? No olvidemos que
Darío, como tantos creadores genuinos del XIX daba su alma por eso: lo nuevo.

Todo lo cual va a parar, sin duda, a la estética baudeleriana, la del estremecimiento nuevo,
que se atreve a fondo con la realidad:

Porque de cada cosa arranqué la quintaesencia


tú me has dado tu barro, y yo he fabricado el oro.

Así lo bello se torna agresivo –sazonado de rareza– y la pareja raro-nuevo se multiplica


(desde niño viví el horror de la vida y el éxtasis de la vida, al mismo tiempo: Baudelaire) en
un nuevo pathos: lo moderno. (Hay que ser absolutamente moderno: Rimbaud). Moderno
naturalmente es aquí muchas cosas: sorpresa, disonancia, hermeticidad, absurdidad,
videncia.

¿Lo entendería de ese modo Rubén o lo atisbaría con su estupenda capacidad para
adivinarlo todo? Lugones perfiló a ese raro que hubo en Darío, al celebrarlo como el último
libertador de América: “Ser diferente de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En
esto consiste todo el fenómeno de la
vida”.

Porque no iba a encarcelarse en la tiranía etimológica de rarus, que nos da “ralo”, “claro”,
“preclaro”; o en eso de “pájaro raro” que le dirían a él mismo tantas veces. No. La palabra –
o la categoría de raridad o rareza– andaba en el aire de su día. Así lo aclara en la segunda
edición con el prólogo de París en enero de 1905: “Todo lo contenido en este libro fue
escrito hace doce años en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno
desarrollo”. Alusión directa de su brevísimo tránsito de dos meses por París donde echa la
red a cuantos libros y publicaciones simbolistas va descubriendo, antes de instalarse en el
93 en Buenos Aires. Lee y relee sin gran discriminación la ola que asciende en revistas como
Le Symboliste, Le Décadent, Hommes D´Aujourd´Hui, La Revue Independante, La Plume, el
Mercure de France, y, libro tras libro presuroso, no llega a distinguir la jerarquía de los
mejores; pero reconoce más y más su filiación en el simbolismo.

¿Hasta dónde influyó Verlaine con Los poetas malditos (1884), en Los raros? Armados
ambos en el juego de las afinidades electivas, no configuran otro planteo estético que ese
aire libre, de preferencias y desdenes, como hicieron tan a menudo los poetas cada vez que
hablaron sobre poesía. Valgan, entre múltiples ejemplos, los casos próximos de un Valéry
defendiendo la poesía pura y un Neruda postulando la poesía impura. Aunque Darío repudia
el manifiesto por mucho que “voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo
sonoro, y envidia subterránea”, se lo pidieran.

Mi poesía es mía y en mí viene a ser el lema de su estética libérrima o acrática, muy cerca
de lo que dijera un día su “padre y maestro mágico”: –¿El simbolismo? Ni sé que será. Tal
vez una palabra alemana ¿no? ¿Qué podrá significar? Cuando sufro, cuando gozo, o cuando
lloro, sé bien que no se trata de símbolos. En fin; todas esas distinciones son germanerías,
y yo soy francés.

Definitivamente fue Edgar Poe, ángel mayor de la poética moderna, quien propuso primero
la vecindad de belleza y rareza, al insistir (El principio poético) en la lucidez y el oficio como
determinante del ámbito irracional de toda posible belleza: “la fosforescencia de la
podredumbre y el olor de la tormenta”, como dijera Baudelaire. Pero fue este último quien
llevó dicho principio a un fundamento moral cuando exigió una relación estricta e inevitable
entre autor y obra.

El axioma baudeleriano: lo bello siempre es raro es, entonces, la exaltación de la rareza a


primerísima categoría y viene a ser el aire del tiempo o, si se prefiere, la estética antifilistea
que Darío hace suya, con su fuerte intuición. Así raro es pariente próximo de “maldito” y del
“otro” tan hondamente encarnado por Baudelaire (Tengo un alma tan singular que no me
reconozco a mí mismo); y por Rimbaud (Yo es Otro).

Lo imperdonable es que haya excluido justamente a éstos dos últimos de los 21 de su


predilección. Por lo menos a Baudelaire lo va nombrando con frecuencia a lo largo de esas
páginas, pero a Rimbaud lo desconoce literalmente: En cuanto a Rimbaud, a quien un
talento tan claro como el de Jorge Vanor coloca entre los genios –tan orate como él, aunque
menos confuso… (sic).

Claro es que en el prólogo de la edición del año 1905 –después de afirmar que se le debe el
conocimiento del simbolismo en América, y que fue enjuiciado por sus versos juveniles con
la inevitable palabra “decadente”– admite que hay en estas páginas mucho entusiasmo,
admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención, terminando por confesar que
al acercarse a sus ídolos de entonces ha reconocido más de un engaño en su manera de
percibir.

¿Cuáles fueron los ídolos de entonces? Por de pronto muchos entre tan pocos, aunque éstos
últimos de máxima significación. Verlaine llegó en su libro a sólo seis “malditos” con su
propia inclusión: Corbière, Rimbaud in extenso, Mallarmé, Marcelina Desbordes-Valmore,
Villiers de L´Isle Adam y (él mismo en su anagrama), el Pauvre Lelian. (No ofende la
omisión de Baudelaire por los diversos estudios que Verlaine le dedicara aparte).

Darío, en cambio, acumula nombres disímiles: genios, ingenios y nada. ¿Qué tienen que ver
Edgar Allan Poe, Lautréamont o Ibsen –visionarios y creadores– con Madame Rachilde,
Moréas el griego y su romanismo frustrado tan lejos del simbolismo; con el suntuoso y
parnasiano Leconte de Lisle y su imperio de veinte años; con el aristofanesco Laurent
Tailhade (más que un raro, un rarísimo o poetísimo según Darío), que no pasa de un gran
virtuosismo; con el naturalista y enfático Richepin; o con voces tan inciertas como la de
Edouard Dubus, la del belga Hannon y sus versos de toilette; la del napoleónico D’Esparbés,
o la del fragilísimo Augusto de Armas?

Aunque aceptamos al poeta de su vida, Villiers de L´Isle Adam con su traje de Hamlet:
¿dónde están Saint Paul Roux y Jules Laforgue, por ejemplo?

Y en otro plano, ¿qué tiene que ver la figura grandiosa de León Bloy, despertador de
conciencias, con el psiquiatra de afición literaria Max Nordau, o con el periodista Paul Adam?

¿Tiene derecho a llamar raro al gran Martí, y en qué sentido? ¿A Martí, que afrontó la
realidad sin horror alguno –en el Antipolo exacto del “raro” enajenado– identificando
pensamiento y acción hasta el martirio: “–De América soy hijo; a ella me debo”? El cubano
sabía de sobra que la rebelión del solitario es otro modo de alienación.

Por difuso y contradictorio que sea el libro de crónicas juveniles, se acusa aquí, en este
arbitrario preferir y desdeñar, una tonalidad dispersa, concesiva y convencional que
lamentablemente persiste en Opiniones, Letras, y Todo al vuelo, mencionados arriba.

Hasta qué punto esta volatilidad de su juicio crítico obedece a una formación anárquica o a
una incapacidad de rigor, es cosa de discutir más lejos. Parece que esa erupción de
extravagancia de que habla Rémy de Gourmont lo afectó fuertemente.

Si en el mismo París un Mallarmé era acusado de sensacionalista y un Lautréamont era


literalmente ignorado, es explicable que el cronista poético de Buenos Aires se dejara llevar
por la buena intención.

Verlaine lo limita a cada instante, pero Poe y Lautréamont lo convierten en un adelantado


del momento mayor de la poesía actual; Ibsen lo defiende con su trágica intensidad, y Martí
volvería a decirle: “¡Hijo!”, como en el minuto de su encuentro junto al Hudson en 1893.

En cuanto al vargasvilismo de esa prosa, hacemos nuestra la conjetura de Octavio Paz


cuando alude al artificio y afectación de Prosas profanas: ¿se ha reparado en el tono a un
tiempo exquisito y directo de la frase, sabia mezcla de erudición y conversación?

Entendamos claro el recuento de los 21 en Los raros como una suma de estímulos literarios
que operaron en él y nada más.

Si incidentalmente, al exaltar el prerrafaelismo, menciona a Dante Gabriello Rossetti, y no a


otros, aceptamos que acaso sólo aquél estuviera en su tonalidad afectiva.

No lo midamos con la vara de lo que hoy prevalece, ni le pidamos la coherencia teórica que
desde luego no tuvo y parece no haberle importado gran cosa.
Nunca sería el poeta del ensayo que fue un Valéry, un T.S. Eliot o, más cerca de nosotros,
un André Breton en Cabezas de tormenta, por ejemplo donde se da la línea estricta, y sin
embargo sinuosa, que pasa por las más altas cumbres del humor negro: Swift, Forneret,
Lautréamont, Jarry, Kafka, Roussel, Brisset, Duchamp; estrellas sin edad del surrealismo,
ese surrealismo que nos ha marcado, si no a todos, a tantos (Pero Breton vivió
poéticamente su laberinto teórico –no soy el hombre de la adhesión total– y se atrevió a
pedir, en la esperanza interminable de durar, el ocultamiento profundo del surrealismo).

No exigirle, pues, a Darío sino esos leves proyectos de programas que nos diera y que sólo
quisieron decirnos libertad. En efecto, lo que él hizo fue abrirnos más que las ventanas las
puertas y el techo de la casa: –Qué queréis: yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó
nacer.

Cuando murió el dieciséis, el planeta empezaba a dar sus vueltas a una velocidad nunca
soñada, y los poetas mismos saltaron fuera de su sueño. Justo el año dieciséis Vicente
Huidobro –en ese juego oscuro de pasarse la centella– publicó en Buenos Aires otras claves
para esta poesía de fundación:

–que el verso sea como una llave


que abra mil puertas–

en su primer viaje a París. No fue el único, por supuesto, en la germinación increíble. Ahí la
Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.

Seducidos por la eterna juventud, y el “non omnis moriar” siempre a cuestas, nada empieza
ni termina con nosotros nos diría acaso Darío si viniera. Y no me juzguen por lo que no hice
sino por lo que hice.

No pasarnos de listos en esto de enterrar o desenterrar a los antepasados, porque de


repente el muerto empieza a hablar.

Hijos de la vanguardia que de un momento a otro se ha convertido en retaguardia –todos


los ismos tienen ya su historia–; apetentes de una modernidad que no cesa desde Rimbaud,
adoramos el designio de jóvenes más allá de la cuenta; y qué viejos nos parecen el
modernismo y el postmodernismo; hasta llegar a usarlos como insultos.

Darío tuvo conciencia plena de que él no era el modernismo, y que la obra (mi poesía es
mía en mí) no es escuela o intención sino palabra viva.

¿Qué fue de tanto futurismo, de tanto dadaísmo, de tanto imagismo, de tanto


expresionismo, de tanto creacionismo, de tanto surrealismo; de tanto beat y tanto angry?

Nunca habrá un Juicio Final para los poetas.

Por eso esta mirada al rostro del Darío de los treinta años no propone ni acepta conclusión.

Ni por un momento quisimos confundir su discutible adhesión a muchos de esos que él


llamó Los raros con el genuino pensamiento poético que surge de su Obra (totalidad y
transfiguración), en la que no quisimos entrar deliberadamente con ningún propósito
estilístico o estructural.
Preferimos detenernos apenas en un momento sintomático de su juventud; es decir, de su
elección y de su búsqueda, con esta imagen movida del poeta.

Acusarlo, procesarlo, y hasta condenarlo, parece cosa fácil; pero la balanza es difícil, porque
de un lado está Darío y del otro lado también está Darío.

*
En Atenea, año XLIV, tomo CLXV, Nos 415-416, enero/junio de 1967.

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