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Erick Blandón
Los peregrinos que se dirigían a la ciudad sagrada de Eleusis corrían el peligro de que en el
camino los atrapara un maniático de nombre Procusto, quien, obsesionado por la uniformidad,
los forzaba a acostarse en un camastro para medir su tamaño. Si eran muy pequeños les estiraba
los miembros, si por el contrario eran más grandes se los recortaba. La metáfora del “Lecho de
Procusto” alude a la ansiedad homogeneizadora con que se construyeron las identidades
nacionales en el siglo XIX.
Nadie ignora que en ese siglo se estableció el mestizaje como marca de la identidad
latinoamericana, un concepto con el que se buscaba conciliar todos los componentes sociales,
homogeneizándolos dentro de una Nación con una lengua, una raza y una cultura común. Así, en
Nicaragua el mestizaje ha sido descrito como la fusión del indígena con el español, y aun se
insiste en una identidad nacional fija, pese al reconocimiento de la existencia de otros sujetos
diferentes.
El concepto de nación con el que se define a la unidad territorial regida por un gobierno que
cuenta con el consenso de sus gobernados era casi inexistente en Nicaragua hacia el final de la
primera mitad del siglo XIX. El proyecto de la élite patriarcal nicaragüense de construir un
Estado-nación calcado de los modelos del norte europeo y basado en la economía
agroexportadora, enfrentó diferentes obstáculos, además de la anarquía que reinó por casi
cuarenta años después de alcanzada la Independencia en 1821.
Ángel Rama señalaba que entre los modernistas hubo “simultáneamente participación
generalizada en el foro público, donde además se jugaba con frecuencia el destino personal” (La
ciudad letrada 108). Rubén Darío, desde la adolescencia, estuvo presente en la escena pública
centroamericana, a la que concurrió en busca de mejoría económica y ascenso social. La crítica
literaria que se ha ocupado de él como objeto de discusión para dirimir la génesis del
Modernismo y la pertinencia o no de imputarle un ejercicio exclusivamente esteticista, suele
partir en su análisis de 1888, el año de Azul. Se considera, con razón, que antes de ese periodo
no hay nada novedoso en el niño que comienza a imitar a los poetas neoclásicos de la literatura
castellana.
No obstante, el repaso de sus primeras décimas nos revela el lugar de Darío en el debate que se
genera en torno a la tradición y la modernidad, cuando las fuerzas modernizadoras deciden
expulsar de Nicaragua a los jesuitas en 1881. Es común atribuir esa medida a la oposición de la
Compañía de Jesús a la política secularizadora del gobierno de Joaquín Zavala. Rubén Darío,
como sabemos, arremetió contra los jesuitas como agentes del oscurantismo. El conflicto, visto
desde la perspectiva de los biógrafos del joven Darío, trata de ilustrar la precoz apostasía del
“poeta-niño”, quien deviene radical libre pensador; pero soslaya que en la base, junto a la
determinación del gobierno –muchas veces postergada– de poner fin a la insoportable “Amenaza
Jesuita”, hay una tensión étnica con las llamadas “castas indígenas”.
Tal tensión y sus consecuencias obedecen a la estrategia económica de la élite que aspira a
modernizar el país con vías férreas e introducir nuevos cultivos agrícolas, imponiendo un sistema
laboral basado en el trabajo forzoso de los indios. Se trataba de dar forma a la nación sobre la
imaginada comunidad lingüística y racial, disciplinando a los sujetos incómodos, mediante la
colonización interna emprendida desde el Pacífico sobre el Norte y Centro del país. Para llegar a
ello debió pasarse por el despojo de las tierras pertenecientes a las comunidades indígenas, el
combate sistemático a sus costumbres y representaciones, la destrucción de sus formas de
organización y producción, y la prohibición del uso de otras lenguas diferentes a la castellana. Se
crearon leyes para restringir la propiedad comunal, reglamentar y homogeneizar el sistema de
tenencia de la tierra. La destrucción de las comunidades indígenas se vinculó no sólo a la
necesidad de ocupar sus tierras, sino a la de erradicar las prácticas culturales de los indios,
porque representaban “el atraso” frente a la “civilización”.
La salida de Rubén Darío a la escena pública es paralela al hostigamiento que sufren las
comunidades indígenas del Norte central del país, donde una parte de los jesuitas había radicado
su misión pastoral. Los indígenas se alzaron en defensa de sus derechos comunales y de sus
tradiciones, atacando la ciudad de Matagalpa. Los jesuitas fueron acusados de instigar la
rebelión, y finalmente el gobierno decretó su expulsión del país con el beneplácito del clero
diocesano (Cruz S. 133-4), que aplaudió la medida, igual que los letrados liberales. Los indios
fueron perseguidos y sus jefes ejecutados de manera sumaria. Había triunfado momentáneamente
la civilización sobre la barbarie.
En 1881, Rubén Darío es un adolescente que comienza a forjar su personalidad intelectual, bajo
el influjo de las corrientes liberales de la modernización. Entre las personas con mayor
ascendencia en su formación sobresalen el profesor José Leonard, y los directores de los
periódicos que acogen sus primeros escritos: José Dolores Gámez director de El termómetro, y
los europeos Fabio Carnevalini y Henri Gottel de El Porvenir de Nicaragua, abanderados de la
lucha contra la barbarie, a quienes Darío admirará siempre como agentes del progreso en
Nicaragua. Con catorce años, se da a conocer en los periódicos mediante encendidos artículos y
poemas, en los que no oculta su alineamiento contra la tradición y el oscurantismo. Al alinearse
con los letrados liberales en la controversia en torno a la Compañía de Jesús, Darío apuesta por el
triunfo del progreso en contra del llamado atraso cultural.
A partir de 1910 la élite conservadora trató de restaurar el pasado colonial y dejar atrás la
llamada “pausa liberal” (Cuadra, Breviario, 47), que dio lugar a la Independencia de España y al
periodo nacionalista-liberal (1893-1910). Tal empeño tuvo su mayor repunte en las décadas de
los años treinta y cuarenta del siglo XX. Los poetas y escritores José Coronel Urtecho, Pablo
Antonio Cuadra, Joaquín Pasos y Alberto Ordóñez Arguello, integrantes del Movimiento de
Vanguardia, fueron –con diferentes matices– los arquitectos del discurso del mestizaje. A ellos
se ha sumado el novelista Sergio Ramírez, para puntualizar la vertiente africana, que Coronel
Urtecho advirtió en el mestizaje colonial.
Es importante recordar que los constructores del discurso del mestizaje reducen a Nicaragua y
los nicaragüenses al Pacífico, es decir a la franja occidental que se extiende de Chinandega en el
noroeste, a Rivas en el suroeste; región que representa una cuarta parte del territorio nacional.
Esa elaboración, al obviar las hibridaciones de indígenas con descendientes de africanos y
blancos, y postular la desaparición del indio, ignora a los indígenas de Sutiaba y Monimbó, en la
misma región occidental; o los de Matagalpa, Sébaco y Jinotega, en el Centro-Norte, que
conservan sus rasgos étnicos. La región Caribe, al Este, donde sus pobladores pertenecen a
múltiples etnias, hablan diferentes lenguas y practican otras religiones o credos, no forman parte
del imaginario de la nación mestiza, pese a que los cruces raciales de grupos provenientes de
África y Jamaica con los indígenas nativos, dio origen a los indios Mosquitos (Burns, Patriarcas,
49).
La región del Caribe era, para Pablo Antonio Cuadra, un problema irresuelto por la “división
lingüística y cultural” (Aventura 26); y Alberto Ordóñez Arguello consideraba a esas etnias
como “tribus nómadas” de un “lejano litoral Atlántico […] desprendidas del panorama de las dos
grandes civilizaciones y culturas de los aborígenes de Nicaragua” (38). En la década de los años
setenta, Sergio Ramírez, con las herramientas propias de la Sociología de la Dependencia,
criticaba “el arraigo de un modelo de cultura norteamericano en Centroamérica” (Balcanes 91)
que no incorporaba a las minorías étnicas descritas por él como “tribus de subsistencia primitiva
[…] que hablan sus lenguas arcaicas y permanecen paralizadas en el tiempo colonial y viviendo
una condena regresiva” (Balcanes 104).
José Coronel Urtecho explicó al comienzo de los ochenta que para los vanguardistas “el
verdadero camino de Nicaragua era el que los españoles habían fundado y establecido desde la
conquista” (en Tirado, 125). El y sus compañeros pensaban que América Latina y
particularmente Nicaragua, debían volver al “dominio de lo europeo y de lo hispano, de lo
occidental, de lo católico” (Ibíd.). Los vanguardistas, considerándose descendientes de los
conquistadores (Cuadra, Breviario, 69-70), pretendían reconstruir el imperio español. Se
llamaban a si mismos “tradicionalistas”, y reaccionaban en literatura “contra el romanticismo y
más inmediatamente contra su forma decadentista, el modernismo” (Cuadra Breviario, 47).
De manera que impugnaron la impronta decadente de Darío para resaltar lo poco que en su
poesía había de nicaragüense, pero sobre todo, de español, forzando en él una identidad mestiza
de la que nunca se hizo cargo. Buscaban “lo telúrico” como reacción a la ideología liberal, que
enjuiciaban por caduca y extranjerizante. Igual que otros grupos de jóvenes hispanoamericanos –
influidos por el fascismo, el falangismo y el nazismo– fortalecían el sentimiento nacionalista
proclamando el retorno a las raíces hispánicas.
Todos sabemos que la valoración que los Modernistas tenían de los nativos no era diferente de la
que difundió Domingo F. Sarmiento en Facundo, civilización y barbarie. Rubén Darío admiró y
exaltó en dos poemas extensos la obra de Bartolomé Mitre, que como Sarmiento fue presidente
de la Argentina, y creía que las élites educadas hacían la historia y por eso debían imponer su
voluntad sobre las masas ignorantes. Su ideario estaba próximo al de su amigo, el mexicano
Justo Sierra, para quien la educación y la exposición a las formas europeas rescatarían a los
indios y los transformarían en mestizos.
Esa retórica que anima el constructo de una nación homogénea, será el combustible de la élite
letrada –los modernistas incluidos– para hacer invisibles a las comunidades indígenas que se
aferraban a la tierra de la que fueron despojadas en beneficio de inmigrantes europeos. Jorge
Camacho ha discutido el posicionamiento de José Martí con respecto a los indios de Guatemala,
aduciendo que favorecía el despojo de sus tierras, así como el de los naturales de México y la
Argentina. Según Camacho, Martí apoyó las políticas de Justo Rufino Barrios para despojar a
aquellos de sus tierras, en beneficio de los cultivadores europeos del café. También sostiene que
para Martí las mujeres, los indios y los negros “son los sujetos preocupantes de la modernidad
industrial a quienes los gobiernos debían de mantener vigilados y en última instancia transformar
a través de políticas sociales” (433).
En 1891, diez años después del conflicto étnico que provocó la expulsión de los jesuitas, Darío
escribe su célebre poema “Tutecotzimí” (Poesía completa 793-799) en el que de acuerdo con el
crítico José Juan Arrom logra construir una “leyenda ideada, dentro de la mejor tradición
romántica” (975) sobre los pacíficos indios pipiles; pero los sujetos ahí representados pertenecen
a las ruinas del mundo que sucumbió con la Conquista
Luego, en 1892, en su “Estética de los primitivos nicaragüenses”, observando el más estricto
apego a los postulados del Modernismo en boga, exalta la belleza exótica del arte prehispánico
del continente americano, y lo compara con el de las culturas occidentales y orientales,
principalmente con la de Grecia, China y Japón. En un esfuerzo por poner a las antiguas
civilizaciones americanas en un sitial de prestigio cosmopolita, las presenta como posible objeto
de seducción de los poetas parnasianos y simbolistas que admira y sigue.
Más tarde, en 1896, en las “Palabras liminares” de Prosas profanas, refrenda el status
arqueológico de las culturas autóctonas: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas
viejas: en Palenque y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran
Moctezuma de la silla de oro” (Poesía 180). Los indios del presente no pueden ser objeto
estético, resultan innombrables e incómodos para los fines de la modernización. Rubén Darío no
es sólo un producto de la época que se apropió del pensamiento europeo de los iluministas,
románticos y positivistas que exaltaron al hombre en estado natural y reivindicaron la
importancia del pasado pre-hispánico; es por excelencia un constructor de la modernidad
hispanoamericana, y nicaragüense en particular. Él, como los letrados de su época, cree en la
benéfica influencia de la cultura europea, ante la que se espera sucumban el atraso y la
ignorancia de las culturas locales.
Sergio Ramírez señala que en la época republicana Rubén Darío asumió “el doble mestizaje
hispano e indígena” como “el fruto más preciado del encuentro entre el mundo europeo y el
mundo indígena, el mestizo indohispano por antonomasia” (Tambor 15). Ramírez considera que
ni el poema “Raza” (Poesía 370), en el que alude al mestizaje afro indo hispano, ni la pregunta
que se hace en las “Palabras liminares” sobre la posible gota de sangre africana o indígena,
pueden ser considerados “una declaración de principios” (Tambor 20); porque Darío habría sido
influenciado por los intelectuales darwinistas que “siguieron tras la huella de la superioridad
racial blanca, que indefectiblemente llevaba hacia el menosprecio y la descalificación de las
llamadas razas inferiores” (Tambor, Ibíd.).
Ramírez observa que Darío, siendo fiel a los cánones de la identidad hispana, “no era ajeno a la
amnesia que a lo largo de los siglos ha borrado de nuestra memoria histórica el ancestro africano,
ni a los prejuicios que llevaban a despreciar lo africano” (Tambor 24). A juzgar por la respuesta
dolida que dio a Unamuno por el comentario racista de “que a Rubén se le veían las plumas –las
del indio– debajo del sombrero” (citado en Jirón Terán, 245), podría agregarse que la
ascendencia indígena también pudo, a veces, incordiarlo. Ramírez también sugiere que Rubén
Darío no siempre pareció estar seguro de su mestizaje. La duda puede atribuirse al citado
imperativo cultural de ocultar la herencia genética que resultaba problemática al blanqueamiento,
porque Darío no podía ignorar que sus abuelos eran mulatos, y en varias ocasiones se refirió a un
tío abuelo suyo conocido como “el indio Darío”, a quien describe como “un hombre guapo, rubio
y de ojos azules”.
En 1939, imbuido del Zeigest antimodernista, restaurador de la tradición colonial, que es decir
del Imperio Español, Cuadra hizo un deslinde de Darío antes y después de su llegada a España
como cronista de las derrotas de 1898: “Mientras Rubén Darío fué (sic) un Robinsón literario
aislado por el liberalismo, por el afrancesamiento, por lo antitradicional –¡todo es lo mismo–, su
poesía no tuvo más valor que su gran esfuerzo solitario. Apenas saltó de su torre de marfil, de su
preciosista y cultivada isla y se abrió imperialmente a las rutas hispanas, se convirtió en el genio
continental, en el poeta de América, en el Emperador de las letras castellanas”. (Breviario 136).
Cuadra establece una solución de continuidad entre Darío y los integrantes del Movimiento de
Vanguardia, como descendientes y continuadores de la obra emprendida por los conquistadores
de América: “Apenas llegó a España, sintió renacer en él, en su genialidad robinsónica, el ímpetu
poético del Conquistador” (Ibíd. 137). Sustentando el americanismo de Darío en su
identificación con la España imperial, Pablo Antonio Cuadra, en el fragor de la Guerra Civil
Española, lo acercó a las posiciones de los falangistas José Antonio Primo de Rivera y Eugenio
Vegas Latapie, para alzar su voz contra el comunismo, y en pro del restablecimiento del imperio
de la Hispanidad. Advierte que una hipotética ruptura de la tradición hispánica daría vida a los
sujetos monstruosos que exterminó o disciplinó España en América: “vendría –como ha venido–
la disolución y el caos levantando la masa amorfa sobre la cual operó la conquista es decir, el
indígena, el bárbaro” (Breviario 33).
Con el paso de los años, el pensamiento de Pablo Antonio Cuadra evolucionó hacia un
ecumenismo cristiano y abandonó el falangismo, y en consecuencia su hispanismo
fundamentalista. Desde una nueva perspectiva reformula sus tesis sobre lo indígena y lo hispano
en su “Introducción al pensamiento vivo de Rubén Darío”. Incluso, en su ensayo “Rubén Darío y
la aventura del mestizaje”, hace suya la antes abominada estética decadentista de Darío, que
miraba “la América vieja” como veta de inspiración para poetas decadentistas (“Rubén Darío y
la aventura” 320).
En esta nueva visión, Cuadra destaca los componentes amerindios e hispanos de la obra de
Darío. Ve que el poema “Salutación del optimista” no puede ser mejor ejemplo de su hispanidad,
y que su raigambre indígena queda expresada en “Tutecotzimí”. Reúne referencias dispersas a
los indios en la poesía de Darío con los que pretende demostrar su orgullo de ser mestizo; pero lo
mostrado son alusiones al mundo que sucumbió en la conquista.
Ninguno de los constructores del mestizaje indo-hispano toma en cuenta que ni el mundo
hispánico ni el indígena eran o son homogéneos, que a ambos los definen las hibridaciones y las
heterogeneidades étnicas y culturales. Entonces habría que preguntarse: ¿en cuál español, de los
múltiples que conforman a los sujetos que se definen como tales, se convirtió el indio del
mestizaje utópico de los vanguardistas? La respuesta es obvia: los españoles del discurso del
mestizaje son los conquistadores de la épica que inspiró el sueño del retorno a la España imperial
de las Falanges en los años treinta y cuarenta. Es el español de la intolerancia racial y lingüística
que expulsó a los moros y a los judíos y que impuso el castellano como lengua y el catolicismo
como religión del imperio.
¿Es ése acaso el mestizo nicaragüenses que desciende de las hibridaciones afro descendientes,
indígenas y blancas? El discurso del mestizaje que aun prevalece en Nicaragua proviene de una
matriz excluyente por racista y elitista. Es una construcción que despojó a Rubén Darío de las
múltiples y contradictorias identidades que asumió en vida para erigirlo en símbolo monolítico
de una cultura conservadora de la tradición colonial. Hoy que entendemos que toda identidad es
provisional, contingente, performativa e inestable, urge que democraticemos el debate cultural,
que cuestionemos cuán saludable es para una sociedad que desde el poder de la letra, que casi
siempre acompaña al poder de las armas, se insista en recortar o tirar de las diferencias.
Sólo con el debate y la polémica podremos vernos libres de las acechanzas del fantasma de
Procusto, el maniático de la uniformidad, que empotraba en su lecho a los peregrinos que se
dirigían a la ciudad sagrada de Eleusis.
Mi amistad personal con Rubén Darío data del año 1910. Antes de esa fecha nuestra
relación era epistolar. Su nombre tenía ya los
prestigios de un monarca del verso. Todos
ansiábamos conocerlo. Había anunciado, por cable,
su llegada a la Habana, de paso para México. Para la
juventud literaria de cualquier capital de Hispano-
América, la llegada de Rubén Darío era un
acontecimiento.
El cetro de la lírica de América era en sus manos.
¡Todas las cabezas se inclinaban a su paso! Natural,
pues, que la Habana literaria le rindiera jubilosa, sus
homenajes. La hora de la llegada nos la comunicó
Catalá.
Era de seis a siete de la mañana, hora absurda e
inconcebible para las estrellas y para los poetas. Pero,
ese día, habían estrellas razagadas en el cielo, para
verlo llegar. Y poetas, sin dormir, que esperaban al
poeta príncipe. Esto acontecía en una mañana del
mes de septiembre del año 1910. Ya el poeta está
entre nosotros. En un remolcador lo conducíamos
Catalá, Arturo R. de Carricarte, Bernardo Barros,
Francisco Sierra, Eduardo Sánchez de Fuentes y yo.
No me lo imaginaba tal como apareció ante mí, a pesar de que me era familiar su rostro
por los retratos que publicaban las revistas. El Rubén que ví ante mí era así: pálido,
marfileña la color, alto, grueso, abdomen abacial, ojos chicos y vivos, casi mongólicos,
escrutadores. Sus ojos preguntaban lo que la boca callaba. Manos magníficas, dedos
finos, largos, perfectos; la nariz terriblemente ancha y fea, los labios finos, tenuemente
rosados.
Era un hombre más bien feo, pero no se le veía la fealdad, sin duda, porque la ocultaba
la luz espiritual que emanaba de su personalidad. Se sentía ante él, al minuto, la
impresión de estar delante de un hombre de genio. Algo búdico había en su gesto y en su
rostro.
La presencia del hombre superior se manifestaba en él, no por lo que decía sino por
cómo lo decía o por lo que callaba o por cómo escuchaba a los demás. Nunca he visto a
un hombre que, como Rubén, sin pronunciar una palabra, tomara parte activa en una
conversación hasta el punto de dirigirla y hacerla interesante. Rubén era hombre así:
Gesto lento. Ademán lento. Andar lento. Hablar lento. ¡Majestuosa lentitud de
incensiario ante el altar de un Dios era la suya!
Como el poeta venía de Embajador de su país, a la celebración del Centenario de
México, la primera visita fué hecha a la Secretaría de Estado. Allí lo esperaban la gentil
presencia de Sanguily, de quien escuchó la bienvenida de Cuba. Seguimos a la Legación
de México, y después a la de Santo Domingo, entonces a mi cargo, en donde le ofrecí un
improvisado Champagne de Honor. En la noche hubo el indispensable banquete de
rigor, en el "Hotel Inglaterra".
Entre los oradores de esa noche tengo fijo en la memoria a Max Henríquez Ureña y a
Fernando Sánchez de Fuentes. En la Habana se enteró Darío de que el Gobierno que lo
había nombrado Embajador había sido derrocado y que el nuevo Gobierno lo había
sutituido con otra persona, sin avisarle cuál era su situación. Esta América ¡siempre
igual! La inconsciencia midiendo con una misma vara todas las categorías! Nadie podía,
en su patria, dar la representación que él.
Nadie podía honrar como él a su patria, y, sin embargo, le dejaban abandonado en una
ridícula situación. Y todo porque era amigo personal del Presidente caído! Rubén no
sabía qué cosa hacer! Ponía cables a México, a Nicaragua. Nadie contestaba. Por fin,
decidió seguir viaje, atraído por el deseo de conocer el maravilloso país azteca, en donde
tenía grandes amigos, que no dejarían caer sobre Nicaragua la triste gloria de que su hijo
más ilustre padeciera la afrenta del hambre.
Pero la situación, al llegar a Veracruz, se hizo casi trágica: en la cpaital de México, los
estudiantes complicaron la situación, tomando el nombre del poeta como bandera de
guerra contra los Estados Unidos. Y Rubén no tuvo más remedio que retornar a la
Habana, en el mismo barco que lo había llevado. Sus amigos y el Gobierno mexicano así
lo aconsejaron. Le dieron en la persona del pintor Ramos Martínez un noble emisario
oficial para que lo acompañara a Cuba.
De nuevo el poeta, en la Habana, en el "Hotel Sevilla", instalado en lujoso
"apartamento". El poeta está en desgracia, pero ya está en tierra cubana, en donde toda
esperanza es como más dulce y de más grata realización. La primera tarde de su regreso
de México fuimos a buscarle al "Hotel Sevilla". Eduardo Sánchez de Fuentes y yo, para
dar un paseo en automóvil.
El poeta se preparaba a dar solo este paseo. Pero se alegró de nuestra compañía. Quería
dar muchas vueltas por el Malecón--nos dijo--. Un misterio de amor asomaba en su
sonrisa! Rubén no era hombre de amor. Era hombre tímido, ruboroso, callado, miedoso,
aunque sensual y artista del amor! Pero, de esto a ser hombre de amor hay una gran
diferencia, como que ambas categorías tienen su naturaleza y su tipo que le son
peculiares!
Durante el paseo no hacía sino mirar para los pios altos del Malecón. Su inquietud era
evidente. No me atrevía a ofrecerle mi ayda ante tal misterio. Yo lo trataba con gran
respeto. Mi intimidad con él sobrevino después, y con ella, el carino profundo y el
"tuteo", irremediable en el trópico.
RUBEN DARIO PERIODISTA (Por Guillermo Díaz Plaja)
Rubén Darío 1893.
Todas las preparaciones y todos los retoques no hubieran añadido un ápice más de
beleza a su obra artística. La prueba puede, encontrarse comparando el estilo de sus
cuentos con el de sus crónicas: no existe ninguna diferencia esencial. Sus dotes de
escritor de raza le permitían plegarse a todas las exigencias, sin dejar de acuñar en la
obra su sello de grandeza.
Hay dos facetas en el periodismo de Ruben: la americana y la europea. La heroica y la
señorial. La que forjó periódico y martilleó vivaz sobre el yunque cotidiano, la que
alimentó las prensas de La Verdad de Nicaragua, La Unión de El Salvador (defensor de
la unidad centroamericana, propugnada por Darío en un restallante manifiesto modelo
de prosa periodística y batalladora).
doi: 10.4067/S0718-04622009000200017
GONZALO ROJAS
Poeta chileno (Lebu, 1917), perteneciente a la generación de 1938. Ha sido galardonado,
entre otros, con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 1992, el Premio Nacional
de Literatura de Chile 1992 y el Premio Cervantes 2003.
RESUMEN
Con motivo del centenario del nacimiento de Rubén Darío, el artículo comenta el reciente
homenaje realizado a este autor en Casa de Las Américas (Cuba), con la presencia de
numerosos intelectuales latinoamericanos. En el trabajo se realiza una reseña a un libro de
Darío, Los raros, comentando sus fortalezas y debilidades. En él se sostiene que, pese a la
selección realizada por Darío, el texto es de corte irregular debido a la mezcla de autores
que aparecen. Es un texto que no puede ser criticado negativamente, ya que no intenta
establecer un canon, sino más bien pretende ser una muestra de los gustos personales del
poeta.
Palabras clave: Gonzalo Rojas, modernismo, simbolismo, Rubén Darío, Los raros.
ABSTRACT
This article comments on the recent commemoration by the Casa de Las Américas (Cuba) of
the one-hundred year celebration of the birth of Rubén Darío with the presence of numerous
Latin American Intellectuals. In this work a review of the book Los raros is offered, with
comments on its strengths and weaknesses. It is affirmed that in spite of the selection
carried out by Darío, the quality of the text is uneven due to the mixture of authors that
appear. It is a text that cannot be negatively criticized since it does not attempt to establish
a cannon. On the other hand, it represents a sample of the personal tastes of the poet.
....................................
....R. D.
ANTE los ojos el retrato de Rubén Darío a los 29 años, en el finísimo dibujo de Schiaffino:
cabello oscuro, ondeado, desde la frente abierta; el rostro vivaz, de ángulo todavía juvenil,
que casi vuela; bigotes abundosos al uso, la barbilla en punta; el corbatín que se adivina,
mancha o lazo. Hombros
en cruz. O en guillotina.
Año 96, y esos dos libros que se imprimen veloces, casi simultáneos de tan sucesivos: Los
raros (Talleres de la Vasconia) –claves difusas de lo que llamó su estética acrática– más el
rayo de Prosas profanas, con sus Palabras Liminares y todo (Imprenta de Pablo E. Coni e
hijos), siempre en el mismo Buenos Aires.
Minuto laborioso (y la primera ley, creador: crear) del que crece y crece, seguro.
¿Qué no se ha escrito y se sigue escribiendo, en marea bibliográfica amenazante sobre el
Darío de todas las horas, a propósito de su vida o de su muerte, en las efemérides
espectacular? Ahí está su poesía para que cada lector gane o pierda a su Darío como pueda;
pero ahí va también el oleaje –la resaca– de los grafómanos del modernismo que quieren
descifrarlo todo con unos cuantos datos más y la urdimbre exegética interminable, de
aparato casi siempre abstruso; descontando por cierto a los intérpretes de verdad –la mejor
línea de los jóvenes investigadores chilenos y americanos– que se atreven con lo más hondo
y lo iluminan sin arrogancia.
En el último balance de este centenario, el nicaragüense seguirá siendo lo que es y, una vez
más, la erudición habrá lucido sus plumas. Serán muchos, seremos muchos, sin embargo,
los que –de las academias líbranos, Señor– seguiremos dudando de la eficacia de tanto
proceso y papeleo para probar lo ya probado. Y nos guarden las musas poesías, en el decir
nerudiano, de cualquier intento de tesis, o de cualquiera presunta contribución a la
problemática modernista.
¿A quién confiar entonces la revisión de este pensamiento poético, renovador como ninguno
en su día, más allá de los propios lectores que aún lo sigan descubriendo y redescubriendo;
a quién sino a su Obra que nos harta y nos cautiva; a quién entre tantos oficiantes de las
letras?
¿A los jóvenes y seudojóvenes salvacionistas que van juzgándolo, frívolos: –De salvarse, se
salva por ésta o esta frase? ¿A los perdonavidas del círculo humorístico a quienes Darío
sobrevivirá largamente?
Rubén Darío, en la época de su residencia en Buenos Aires, en 1896. Retrato de Eduardo
Schiaffino.
Algo –y mucho– podrían decirnos los poetas, del hermano mayor, en un limpio testimonio
sobre cómo reciben hoy su Palabra y cómo asumen su legado. Así lo demostró, en enero de
este año, el coro de los concurrentes al Encuentro con Rubén Darío en la Casa de las
Américas. Pero es bien posible que otros repudien el bullicio convencional de estos
cumpleaños a largo plazo, y prefieran oír en silencio al que sigue diciéndoles: Yo soy aquél
que ayer no más decía. O que no alcancen a oírlo, por buena o mala fe, según los casos.
Desdeña la elección de sus modelos franceses, que no fueron los mejores según dice, y
aprovecha la detracción contra Darío para extenderla, español desmesurado, sobre la
escuela de París del otro siglo, con la exclusión necesaria de Baudelaire, Rimbaud y
Mallarmé. La contradicción va con Cernuda en esta objeción a la influencia gala desde el
momento que él mismo, según sus propias palabras vertidas en otro ensayo, descubrió el
espíritu moderno merced al impacto del surrealismo francés, latente desde entonces.
Tememos, la verdad, que con sus rechazos esté respirando por varias heridas al mismo
tiempo como les ha ocurrido a tantos peninsulares que no terminan de entender dos cosas:
que esta literatura de fundación como llama Octavio Paz a las letras de América, está
transida por la onda del espíritu de Francia; y que, aun en el filo de ese peligro que es
nuestra no-tradición o como quieran llamarla (en cuanto no somos ni aborígenes ni
europeos del todo), nos autentifica el ancestro precolombino que suena y resuena desde
Darío hasta la Mistral, Huidobro, Vallejo, Neruda y muchos más acá.
Lo cierto es que Cernuda es una lástima en su frase: “Darío, como sus antepasados remotos
ante los primeros españoles, estaba presto a entregar su oro nativo a cambio de cualquier
baratija brillante que le entregaran”.
A continuación el sevillano hace suya la sentencia de C.M. Bowra: “Aún siendo apóstol
ferviente de los simbolistas, es posible dudar que comprendiese su propósito esencial”; pero
que corre bastante más lejos cuando niega que “Darío fuera un poeta simbolista, ni
tampoco que el modernismo fuera movimiento poético equivalente al simbolismo francés.
En cambio, tanto Darío como el modernismo son afines a lo parnasiano”. Temeraria y
polémica proposición pretende disminuir a todas luces no sólo la vigencia sino la originalidad
de esta poesía.
Por contrapunto, Borges –que no se casa con nadie– afirma en su estudio sobre Leopoldo
Lugones, al reexaminar el modernismo: “Dos poetas norteamericanos, Edgar Allan Poe y
Walt Whitman, habían influido esencialmente, por su teoría y por su obra, en la literatura
francesa; Rubén Darío, hombre de Hispanoamérica, recoge este influjo a través de la
escuela simbolista, y lo lleva a España”. “En este último país no es un forastero; se ha
incorporado a la tradición nacional, y se habla de él como de Garcilaso o de Góngora”.
También dijo una vez Unamuno que a Rubén se le veían las plumas –las del indio– debajo
del sombrero; pero, exigido por Darío, terminó explicándole eso de las plumas en carta del
26 de septiembre de 1907: “–Le diré que en usted prefiero lo nativo, lo de abolengo, lo que
de un modo u otro puede ahijarse con viejos orígenes indígenas, a lo que haya podido
tomar de esa Francia que me es tan poco simpática, y aun de esta mi querida España”.
Menos irónico, llegó a decir después su reverencia “ante el indio que temblaba con todo su
ser como el follaje de un árbol azotado por el cierzo, ante el misterio”.
Así el vaivén de las adhesiones y rechazos, pero, como la poesía se defiende sola y se
explica desde su propio juego, dejemos que suba o que baje, o se retire como las mareas
para volver a la vivacidad de su equilibrio. Acordes con el principio de que hay que
defenderse del culto a los hombres, por muy grandes que aparenten ser, dejemos en paz a
Rubén Darío. Ya su vida fue una tumba sin sosiego, como diría Palinurus; y suficientes
vueltas se estará dando donde esté; tantas o más que antes de venir a nacer en Metapa
(Chocoyos) ese dieciocho de enero del otro ’67.
Acaso por eso también, situados en el filo de sus treinta años, queramos indagar desde Los
raros algo sobre su responsabilidad estética –con la embriaguez ditirámbica y todo– que lo
llevó a renovar y a innovar como sabemos; y que algunos descalifican como vorágine de
instinto y confusión.
El examen del checo Lumir Civrny situó al poeta en el juego de las ideologías de su tiempo,
pero salvó –claro está–, el principio de que, en sus mejores momentos, la creación dariana
ganó lo perdurable; mientras Enrique Lihn llegó a pensar que Darío es poeta de segundo
orden. El mexicano Carlos Pellicer saltó a la defensa, y en lo más alto de la discusión pudo
apreciarse que el mito-Darío fue humanizado, en un pro y un contra del mejor nivel.
Voces sobresalientes en América como los argentinos Julio Cortázar (que actuó por
presencia), Leopoldo Marechal, Manuel Agustín Aguirre, Noé Jitrik, Víctor García Robles,
David Viñas, Héctor Cattolica, Fernández Moreno, Francisco Urondo; los peruanos Mario
Vargas Llosa, José Miguel Oviedo, Alejandro Romualdo, Germán Belli, César Calvo; los
mexicanos José Emilio Pacheco, Marco Antonio Montes de Oca, Emmanuel Carballo, Carlos
Pellicer, Juan Bañuelos; las uruguayas Ida Vitale, Idea Vilariño y el certero Mario Benedetti;
los cubanos Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández,
Eliseo Diego, Luis Suardíaz, Nancy Morejón, Fayad Jamis; el haitiano René Depestre; el
ecuatoriano Ulises Estrella; los chilenos Lihn y Teillier, y otros más, intervinieron con sus
respectivas destrezas en el oficio poético. En el de las ideas estrictamente críticas brillaron
con luz propia Fernández Retamar, animador del certamen, Manuel Pedro González de
múltiple información; Angel Rama que leyó sus estimables Opciones de Darío; y
singularísimamente el poeta y crítico italiano Gianni Toti, con su entrada anti-ideológica y
estilística en Darío. Afirmó que el poeta está vigente aún “en las violencias estilísticas, en
las violencias lingüísticas, en las estructuras de los nuevos organismos poéticos”; con lo que
señaló, según Rama, la función revolucionaria que por sí tiene la gran literatura, al margen
de sus contenidos políticos circunstanciales.
Vigencia por vigencia, este examen in vivo, y en momentos despiadado, exigió un recuento
crítico de las actualísimas familias poéticas en América. Cada poeta leyó sus propios textos,
bastantes disparejos, por lo demás, y pudo verse claro gran parte del proceso lírico de hoy
como curiosa refracción del homenaje.
Hallazgo y pérdida del poeta inevitable. Dispersión, confusión, retórica, abundancia: lo que
se quiera; pero, digan lo que digan, en el principio fue Darío. Darío y más Darío. ¿Qué les
dirá el bicentenario a los que vienen?
Volvamos a Los raros –pieza escrita por partes o artículos fragmentarios desde los 26 años,
y dada a luz orgánica a los 29– que por cierto está lejos de ser una obra maestra como
formulación teórica. Ni es el vademécum que hicieron suyo los aprendices del modernismo.
Se trata simplemente de múltiples artículos publicados en La Nación de Buenos Aires y
entre los que el poeta espigó cabalísticamente veintiuno.
Intensidad, brevedad, rareza; parecía que estos ensayos dedicados a Angel Estrada y
Miguel Escalada fueran la esencia de un programa poético bien discutible. “Crisis de
refinamiento”, advierte Francisco Contreras “–Escritores que entonces me parecieron raros
o fuera de lo común”, ajusta por su parte el poeta en la Autobiografía. Pero la explicación es
insuficiente para el vocablo “raro” de tan caudaloso sentido.
El temible Paul Groussac le sale al camino con artículos ásperos, denunciando su faena
como innecesaria y estéril: “–Es muy difícil y aventurado mostrarse afirmativo y preciso
tratándose de un escritor tan complejo y lector tan esparcido como el señor Darío”. Darío
responde como sabe responder con Los colores del estandarte: –La sonoridad oratoria, los
cobres castellanos, sus fogosidades, ¿por qué no podrían adquirir las notas intermediarias y
revestir las ideas indecisas (subrayamos nosotros) en que el alma tiende a manifestarse con
mayor frecuencia? Luego, ambos idiomas, (el castellano y el francés) están, por así decirlo,
construidos con el mismo material. En cuanto a las formas, en ambos puede haber idénticos
artífices. La evolución que pudiera llevar al castellano a ese renacimiento habría de
verificarse en América puesto que España está amurallada de tradición, cercada y erizada
de españolismo. Hasta ahí Darío.
Reconocemos que Los raros no es su único libro de ideas críticas. Después vinieron
Opiniones, donde desplaza su visión más o menos hermética hacia “los grandes humanos”
y, por lo visto, se humaniza; y todavía Letras y Todo al vuelo, de 1906, 1910 y 1912,
respectivamente. Ninguno, sin embargo, con la dinámica arbitraria y el desenfado, a veces
vaticinante, del primero.
El título mismo es equívoco. Los raros, ¿qué significa raro, para el joven Darío? ¿Cuándo lo
pensó como designio genérico de su colección de artículos? ¿Raro como dimensión estética,
y esteticista, o como dimensión ética; o como dimensión existencial?
Desde luego llama la atención que en esta única caracterización del concepto deba valerse
de una cita para intentar esclarecer su sentido.
Raro quiere decir en esas líneas elegido, extraño, decadente, extravagante, enajenado.
Parece que en ella se postulara esa conciencia anárquica tan exaltada por los poetas del
ciclo simbolista en el que se cumple una idea muy debatida: el intelectual intenta asumir
sobre sí mismo la realidad para responder de ella y, al hacerlo, demuestra que asumirla es
tener horror de ella, según propone Gorz.
Raro parece decir también ese querer lo imposible hasta el límite, esa aceptación de ser
odiado antes que ser normal. ¿Se amarra esto con la idea de extrañeza en el abismo en
cuanto sólo en el abismo existe todavía la esperanza de ver lo nuevo? No olvidemos que
Darío, como tantos creadores genuinos del XIX daba su alma por eso: lo nuevo.
Todo lo cual va a parar, sin duda, a la estética baudeleriana, la del estremecimiento nuevo,
que se atreve a fondo con la realidad:
¿Lo entendería de ese modo Rubén o lo atisbaría con su estupenda capacidad para
adivinarlo todo? Lugones perfiló a ese raro que hubo en Darío, al celebrarlo como el último
libertador de América: “Ser diferente de todos los hombres, ser distinto, ser desigual. En
esto consiste todo el fenómeno de la
vida”.
Porque no iba a encarcelarse en la tiranía etimológica de rarus, que nos da “ralo”, “claro”,
“preclaro”; o en eso de “pájaro raro” que le dirían a él mismo tantas veces. No. La palabra –
o la categoría de raridad o rareza– andaba en el aire de su día. Así lo aclara en la segunda
edición con el prólogo de París en enero de 1905: “Todo lo contenido en este libro fue
escrito hace doce años en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno
desarrollo”. Alusión directa de su brevísimo tránsito de dos meses por París donde echa la
red a cuantos libros y publicaciones simbolistas va descubriendo, antes de instalarse en el
93 en Buenos Aires. Lee y relee sin gran discriminación la ola que asciende en revistas como
Le Symboliste, Le Décadent, Hommes D´Aujourd´Hui, La Revue Independante, La Plume, el
Mercure de France, y, libro tras libro presuroso, no llega a distinguir la jerarquía de los
mejores; pero reconoce más y más su filiación en el simbolismo.
¿Hasta dónde influyó Verlaine con Los poetas malditos (1884), en Los raros? Armados
ambos en el juego de las afinidades electivas, no configuran otro planteo estético que ese
aire libre, de preferencias y desdenes, como hicieron tan a menudo los poetas cada vez que
hablaron sobre poesía. Valgan, entre múltiples ejemplos, los casos próximos de un Valéry
defendiendo la poesía pura y un Neruda postulando la poesía impura. Aunque Darío repudia
el manifiesto por mucho que “voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo
sonoro, y envidia subterránea”, se lo pidieran.
Mi poesía es mía y en mí viene a ser el lema de su estética libérrima o acrática, muy cerca
de lo que dijera un día su “padre y maestro mágico”: –¿El simbolismo? Ni sé que será. Tal
vez una palabra alemana ¿no? ¿Qué podrá significar? Cuando sufro, cuando gozo, o cuando
lloro, sé bien que no se trata de símbolos. En fin; todas esas distinciones son germanerías,
y yo soy francés.
Definitivamente fue Edgar Poe, ángel mayor de la poética moderna, quien propuso primero
la vecindad de belleza y rareza, al insistir (El principio poético) en la lucidez y el oficio como
determinante del ámbito irracional de toda posible belleza: “la fosforescencia de la
podredumbre y el olor de la tormenta”, como dijera Baudelaire. Pero fue este último quien
llevó dicho principio a un fundamento moral cuando exigió una relación estricta e inevitable
entre autor y obra.
Claro es que en el prólogo de la edición del año 1905 –después de afirmar que se le debe el
conocimiento del simbolismo en América, y que fue enjuiciado por sus versos juveniles con
la inevitable palabra “decadente”– admite que hay en estas páginas mucho entusiasmo,
admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención, terminando por confesar que
al acercarse a sus ídolos de entonces ha reconocido más de un engaño en su manera de
percibir.
¿Cuáles fueron los ídolos de entonces? Por de pronto muchos entre tan pocos, aunque éstos
últimos de máxima significación. Verlaine llegó en su libro a sólo seis “malditos” con su
propia inclusión: Corbière, Rimbaud in extenso, Mallarmé, Marcelina Desbordes-Valmore,
Villiers de L´Isle Adam y (él mismo en su anagrama), el Pauvre Lelian. (No ofende la
omisión de Baudelaire por los diversos estudios que Verlaine le dedicara aparte).
Darío, en cambio, acumula nombres disímiles: genios, ingenios y nada. ¿Qué tienen que ver
Edgar Allan Poe, Lautréamont o Ibsen –visionarios y creadores– con Madame Rachilde,
Moréas el griego y su romanismo frustrado tan lejos del simbolismo; con el suntuoso y
parnasiano Leconte de Lisle y su imperio de veinte años; con el aristofanesco Laurent
Tailhade (más que un raro, un rarísimo o poetísimo según Darío), que no pasa de un gran
virtuosismo; con el naturalista y enfático Richepin; o con voces tan inciertas como la de
Edouard Dubus, la del belga Hannon y sus versos de toilette; la del napoleónico D’Esparbés,
o la del fragilísimo Augusto de Armas?
Aunque aceptamos al poeta de su vida, Villiers de L´Isle Adam con su traje de Hamlet:
¿dónde están Saint Paul Roux y Jules Laforgue, por ejemplo?
Y en otro plano, ¿qué tiene que ver la figura grandiosa de León Bloy, despertador de
conciencias, con el psiquiatra de afición literaria Max Nordau, o con el periodista Paul Adam?
¿Tiene derecho a llamar raro al gran Martí, y en qué sentido? ¿A Martí, que afrontó la
realidad sin horror alguno –en el Antipolo exacto del “raro” enajenado– identificando
pensamiento y acción hasta el martirio: “–De América soy hijo; a ella me debo”? El cubano
sabía de sobra que la rebelión del solitario es otro modo de alienación.
Por difuso y contradictorio que sea el libro de crónicas juveniles, se acusa aquí, en este
arbitrario preferir y desdeñar, una tonalidad dispersa, concesiva y convencional que
lamentablemente persiste en Opiniones, Letras, y Todo al vuelo, mencionados arriba.
Hasta qué punto esta volatilidad de su juicio crítico obedece a una formación anárquica o a
una incapacidad de rigor, es cosa de discutir más lejos. Parece que esa erupción de
extravagancia de que habla Rémy de Gourmont lo afectó fuertemente.
Entendamos claro el recuento de los 21 en Los raros como una suma de estímulos literarios
que operaron en él y nada más.
No lo midamos con la vara de lo que hoy prevalece, ni le pidamos la coherencia teórica que
desde luego no tuvo y parece no haberle importado gran cosa.
Nunca sería el poeta del ensayo que fue un Valéry, un T.S. Eliot o, más cerca de nosotros,
un André Breton en Cabezas de tormenta, por ejemplo donde se da la línea estricta, y sin
embargo sinuosa, que pasa por las más altas cumbres del humor negro: Swift, Forneret,
Lautréamont, Jarry, Kafka, Roussel, Brisset, Duchamp; estrellas sin edad del surrealismo,
ese surrealismo que nos ha marcado, si no a todos, a tantos (Pero Breton vivió
poéticamente su laberinto teórico –no soy el hombre de la adhesión total– y se atrevió a
pedir, en la esperanza interminable de durar, el ocultamiento profundo del surrealismo).
No exigirle, pues, a Darío sino esos leves proyectos de programas que nos diera y que sólo
quisieron decirnos libertad. En efecto, lo que él hizo fue abrirnos más que las ventanas las
puertas y el techo de la casa: –Qué queréis: yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó
nacer.
Cuando murió el dieciséis, el planeta empezaba a dar sus vueltas a una velocidad nunca
soñada, y los poetas mismos saltaron fuera de su sueño. Justo el año dieciséis Vicente
Huidobro –en ese juego oscuro de pasarse la centella– publicó en Buenos Aires otras claves
para esta poesía de fundación:
en su primer viaje a París. No fue el único, por supuesto, en la germinación increíble. Ahí la
Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.
Seducidos por la eterna juventud, y el “non omnis moriar” siempre a cuestas, nada empieza
ni termina con nosotros nos diría acaso Darío si viniera. Y no me juzguen por lo que no hice
sino por lo que hice.
Darío tuvo conciencia plena de que él no era el modernismo, y que la obra (mi poesía es
mía en mí) no es escuela o intención sino palabra viva.
Por eso esta mirada al rostro del Darío de los treinta años no propone ni acepta conclusión.
Acusarlo, procesarlo, y hasta condenarlo, parece cosa fácil; pero la balanza es difícil, porque
de un lado está Darío y del otro lado también está Darío.
*
En Atenea, año XLIV, tomo CLXV, Nos 415-416, enero/junio de 1967.