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[ E. T. A.

Hoffmann \
El hombre de arena
Nataniel a Lotario

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará
que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan
profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el
rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y
su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con
la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso
se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí,
como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo
hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo
hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida
de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí
como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento
evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor
de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo
escaleras abajo, pero se marchó al instante.

Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia
a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad
y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de
comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón,
se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el
delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.

Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado
en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos,
nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre
fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus
relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo
con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con
láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a
todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve,
exclamaba: «Vamos niños, a la cama... ¡el Hombre de Arena está al llegar...! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía
entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido
me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:

-¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto
tiene?

-No existe tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-. Cuando digo "viene el Hombre de Arena"
quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les
hubiera tirado arena a los ojos.

La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la
existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.

Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada
que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.

-¡Ah mi pequeño Nataniel! -me contestó-, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños
cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego
los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen
picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.

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Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en
el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi
madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El
Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.

Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de
la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena
siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de
mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello
duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido
no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de
preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario
Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo
fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o
escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes
apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en
las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación
para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se
hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después
me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena
de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido,
y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba
la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el
gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.

Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de
Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la
puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el
vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy
despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la
puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban
colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de
forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe
violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el
Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de
Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero
el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un
hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que
brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus
gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y
unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre
con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias
negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles
pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se
desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía
un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos
velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado
cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto
sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya
saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando
nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus
labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves
sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola
palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba
deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante
Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se
tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste
perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de
ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.

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Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el
Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al
nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se
presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.

Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente
castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.

-¡Vamos! ¡al trabajo! -exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.

Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta
de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del
hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad.
Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor
violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído
de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones
ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras,
profundas, horribles.

-¡Ojos, ojos! -gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.

Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.

-¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! -dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me
arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.

-Ahora -exclamó- ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! -Y con sus manos cogió del hogar
un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas,
le imploró:

-¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!

Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.

-Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí,
observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.

Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los
pies de una forma y de otra.

-¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!

Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor;
un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro;
desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.

-¿Está aquí el Hombre de Arena? -balbucí.


-No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.

Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.

¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente
maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas
semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el
primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás
convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío
destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.

Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.

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Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la
mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en
los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de
la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.

-¡Es Coppelius! -dijo mi madre palideciendo.

-Sí, es Coppelius -repitió mi padre con voz entrecortada.

Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:

-¡Padre! ¿es preciso?

-Por última vez -respondió-. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.

Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.

-Ven, Nataniel -me dijo-. Me dejé llevar a mi habitación-. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! -me dijo al
irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba
ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media
noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó,
alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.

-¡Es Coppelius! -grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta
estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:

-¡El señor! El señor!

Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de
rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.

-¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! -grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde,
cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron
durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo
había llevado a la condenación eterna.

La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron
conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar
rastro.

Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius,
comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los
rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme.
Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí -según tengo oído-, por un
mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.

Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro
cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.

Queda con Dios, etcétera.

Clara a Nataniel

Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus
pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario,
la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi
querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna
vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se
derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba

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vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación
eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu
descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y
venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El
fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado,
con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente,
todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos
presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las
cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver.
El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en ustedes, niños,
verdadero horror hacia él.

El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te
dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre
no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente
costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de
sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y
Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos
químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían
tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a
enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces
abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra
como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»

¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de
manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una
simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las
palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente
existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos
a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues
sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si
tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos
nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá
en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia
a la que nos entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos
producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra
alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo
hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más
importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo
bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu
pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas
extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si
cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi
corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar
a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño.
No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme
arena a los ojos.

Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.

Nataniel a Lotario

Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la
haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra
explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que
se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que
brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una
forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de
lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor

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de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen
italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde
hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un
alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un sombrío
soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy
contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un
hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías
imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que
aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento,
observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo
mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta,
magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a
la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y
sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a
meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de
Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta
medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas
cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo
que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso) al leer
su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.

Mil abrazos, etcétera.

Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven
estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños
pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas
parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas.
En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus
sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar
palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones
tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como
con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y
rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del
viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido
esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y
hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo
que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del
joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de
ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué
te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida
singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera
significativa, original. «Érase una vez...» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña
ciudad de S...., vivía...» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias
res: «-¡Váyase al diablo! -exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel
cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola... » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver
algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a
la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí
entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el
esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo
mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera
que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá
creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a
recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.

Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas
que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano
también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte
inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel

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abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y
asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.

Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena
de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.

No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los
arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno
eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena
y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus
ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la
vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
-¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar
de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros
también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante
algunos tonos disonantes?

Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y
una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado,
pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada
transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas
figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible.
Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha;
pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía
con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta
alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había
anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en
que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara,
que tanto lo había contrariado.

Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante
vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros
días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se
comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre
de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben
conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el
arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no
proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.

Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba
que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la
cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:

-Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa,
como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu
pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.

Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por
medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase
indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos
misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo
posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y
empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
-Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café?
Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría
en el fuego y no desayunaríais ninguno.

Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos
agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran
sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto.

7
Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba
de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara
fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de
Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.

La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su
fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un
horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor
le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero
de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se
encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos
saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba
de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de
sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan,
como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de
Clara:

-¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes
gotas de sangre de tu propio corazón... yo tengo mis ojos, ¡mírame!

Nataniel piensa: "Es Clara, y yo soy eternamente suyo". Es como si dominase el círculo de fuego donde se
encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la
muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.

Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y
volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando
terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:

-¿De quién es esa horrible voz?

Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo
de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un
destino fatal que destruiría su amor.

Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque
Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus
sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo
que Clara dijo:

-Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?

Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y
comenzó su lectura.

Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo
modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró
fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos
de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó
desconsolado:

-¡Ah, Clara, Clara! -Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:

-Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!

Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:

-Eres un autómata inanimado y maldito -y se alejó corriendo.

Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:

8
-Nunca me ha amado, pues no me comprende.

Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con
toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que
llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible.
Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el
fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los
de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y
conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído
la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.

Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno
sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín.
Separándolos, exclamó entre sollozos:

-¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en
este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?

Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de
su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma
homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:

-¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano
Lotario?

Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los
tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.

A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un
oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados
hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.

A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror
en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.

¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que
sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del
químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido
entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e
instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se
dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención
observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas.
Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por
extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a
través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija,
invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero
la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en
cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba
escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola.
Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que
le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió
todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:

-No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!

Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa
sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:

-¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos..., bellos ojos!

9
Nataniel, espantado, exclamó:

-¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!... ¡Ojos!...

Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y
gafas que iba dejando sobre la mesa.

-Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! -y, mientras hablaba, seguía sacando más y
más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.

Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y
Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que
disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.

Éste, sobrecogido de terror, gritó:

-¡Detente, hombre maldito! -cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en
el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.

Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:

-¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! -y recogiendo los lentes empezó a sacar del
inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.

En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta
de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en
modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la
mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su
extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y,
para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que
pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani.
Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por
primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos.
Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia
irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más
vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la
belleza celestial de Olimpia...

Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:

-Tre Zechini. Tres ducados.

Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:


-¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! -decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa
sonrisa.

-Sí, sí -respondió Nataniel contrariado-. Adiós, querido amigo.

Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a
carcajadas al bajar la escalera.

-Sin duda -pensó Nataniel- se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen.

Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo
contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así.
«Clara tenía razón -se dijo a sí mismo- al considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es
que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no
encuentro cuál puede ser el motivo.»

10
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún
estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya
no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para
asistir a clase del profesor Spalanzani.

A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a
Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana
mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído
de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada
arbusto y lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo
pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:

-Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y
desesperada?

Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas,
y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas
criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.

Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:

-¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?

Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella
casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al
día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad.
Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había
mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el
corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y
resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció
ricamente vestida, con un gusto exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera
inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de
andar tenía algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le
causaba tanta gente.

El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara
y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una
de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto,
sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!... entonces sintió las miradas anhelantes que ella
le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes
notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del
largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y
exclamó en voz alta:

-¡Olimpia!

Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo
simplemente:

-Bueno, bueno.

El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella..., bailar con ella!», era ahora su máximo
deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?

Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba
el baile, y después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada y él
se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante
le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas.
También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y
cruzó con ella la multitud de invitados.

11
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas
veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con
ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si
Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues
murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas
miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.

Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano
entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría
podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:

-¡Ah..., ah..., ah...!

A lo que Nataniel respondía:

-¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser
se mira...! -y cosas parecidas.

Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:

-¡Ah..., ah...!

El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.

Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del
profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y
estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.

-¡Separarnos, separarnos! -exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó
sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por
primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al
abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.

El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de
sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.

-¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! -murmuraba Nataniel.

Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:

-¡Ah..., ah...,!

-¡Sí, amada estrella de mi amor! -dijo Nataniel-, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!

-¡Ah..., ah...! -replicó Olimpia alejándose.

Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.

-Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija -dijo éste sonriendo-: así que, si le complace conversar con
esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.

Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.

Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había
hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron
especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente
estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel
escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les
demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.

12
-Dime, por favor, amigo -le dijo un día Segismundo-, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú
se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?

Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:

-Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus
clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que
morir a manos del otro.

Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy
difícil juzgar, para luego añadir:

-Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido -no te
enfades, amigo- algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría
parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente
rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación
musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo
cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos
parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.

Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un
esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:

-Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una
personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el
amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe
en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas
palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida
espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en
vano hablar de ello.

-¡Que Dios te proteja, hermano! -dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso-, pero pienso que
vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo... no, no quiero decir nada más.

Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó
de corazón la mano que le tendía.

Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario,
todos habían desaparecido de su memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día
largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual
Olimpia escuchaba con gran atención.

Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías,
visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas,
canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No
cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni
con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos
forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez
más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:

-¡Ah! ¡ah! -y luego- buenas noches, mi amor.

-¡Alma sensible y profunda! -exclamaba Nataniel en su habitación-: ¡Sólo tú me comprendes!

Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban
cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues
Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos
de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en
ayunas) se decía:

13
-¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede
acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?

El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a
éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el
profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.

Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día
siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya
para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de
unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia. Encontró el
anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se
encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos,
crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:

-¡Suelta! ¡Suelta de una vez!

-¡Infame!
-¡Miserable!

-¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!

-¡Yo hice los ojos!

-¡Y yo los engranajes!

-¡Maldito perro relojero!

-¡Largo de aquí, Satanás!

-¡Fuera de aquí, bestia infernal!

Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel,
sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los
hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió
horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes.
Pero al instante Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo
un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques,
que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras
profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.

Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su
lugar había unas negras cavidades: era una muñeca sin vida.

Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la cabeza, en el pecho y en un
brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:

-¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo!
¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito,
¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!

Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente. Spalanzani los recogió
y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:

-¡Huy... Huy...! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera,
gira! ¡Qué divertido...!

14
Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas
personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era
muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:

-Gira, muñequita de madera -pegando puñetazos a su alrededor. Finalmente consiguieron dominarlo entre
varios. Sus palabras seguían oyéndose como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al
manicomio.

Antes de continuar, ¡oh amable lector!, con la historia del desdichado Nataniel, puedo decirte, ya que te
interesarás por el mecánico y fabricante de autómatas Spalanzani, que se restableció completamente de sus
heridas. Se vio obligado a abandonar la universidad porque la historia de Nataniel había producido una gran
sensación y en todas partes se consideró intolerable el hecho de haber presentado en los círculos de té -donde
había tenido cierto éxito- a una muñeca de madera. Los juristas encontraban el engaño tanto más punible
cuanto que se había dirigido contra el público y con tanta astucia que nadie (salvo algunos estudiantes muy
inteligentes) había sospechado nada, aunque ahora todos decían haber concebido sospechas al respecto. Para
algunos, entre ellos un elegante asiduo a las tertulias de té, resultaba sospechoso el que Olimpia estornudase
con más frecuencia que bostezaba, lo cual iba contra todas las reglas. Aquello era debido, según el elegante, al
mecanismo interior que crujía de una manera distinta, etcétera. El profesor de poesía y elocuencia tomó un
poco de rapé y dijo alegremente:

-Honorables damas y caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid del asunto. Todo ha sido una alegoría, una
metáfora continuada. ¿Comprenden? ¡Sapienti sat!

Pero muchas personas honorables no se contentaron con aquella explicación; la historia del autómata los había
impresionado profundamente y se extendió entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras humanas.
Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era una muñeca de madera, obligaban a ésta a
bailar y a cantar sin seguir los compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en la lectura, a jugar con
el perrito... etc., y, sobre todo, a no limitarse a escuchar, sino que también debía hablar, de modo que se
apreciase su sensibilidad y su pensamiento. En algunos casos, los lazos amorosos se estrecharon más; en otros,
esto fue causa de numerosas rupturas.

-Así no podemos seguir, decían todos.

Ahora en los tes se bostezaba de forma increíble y no se estornudaba nunca para evitar sospechas.

Como ya hemos dicho, Spalanzani tuvo que huir para evitar una investigación criminal por haber engañado a
la sociedad con un autómata. Coppola también desapareció.

Nataniel se despertó un día como de un sueño penoso y profundo, abrió los ojos, y un sentimiento de infinito
bienestar y de calor celestial lo invadió. Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna. Clara estaba
inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario.

-¡Por fin, por fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave enfermedad! ¡Otra vez eres mío!

Así hablaba Clara, llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró entre lágrimas:

-¡Clara, mi Clara!

Segismundo, que no había abandonado a su amigo, entró en la habitación. Nataniel le estrechó la mano:

-Hermano, no me has abandonado.

Todo rastro de locura había desaparecido, y muy pronto los cuidados de su madre, de su amada y de los
amigos le devolvieron las fuerzas. La felicidad volvió a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie se
acordaba, acababa de morir y había dejado a la madre en herencia una extensa propiedad cerca de la ciudad.
Toda la familia se proponía ir allí, la madre, Lotario, y Nataniel y Clara, quienes iban a contraer matrimonio.

Nataniel estaba más amable que nunca. Había recobrado la ingenuidad de su niñez y apreciaba el alma pura y
celestial de Clara. Nadie le recordaba el pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando Segismundo fue a
despedirse de él le dijo:

15
-Bien sabe Dios, hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel me ha conducido a tiempo al sendero de
la luz. Ese ángel ha sido Clara.

Segismundo no le permitió seguir hablando, temiendo que se hundiera en dolorosos pensamientos.

Llegó el momento en que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su casa de campo. Durante el día hicieron
compras en el centro de la ciudad. La alta torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre el
mercado.

-¡Vamos a subir a la torre para contemplar las montañas! -dijo Clara.

Dicho y hecho; Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a casa con la criada, y Lotario, que no
tenía ganas de subir tantos escalones, prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos enamorados,
cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre contemplando la espesura de los bosques, detrás de los
cuales se elevaba la cordillera azul, como una ciudad de gigantes.

-¿Ves aquellos arbustos que parecen venir hacia nosotros? -preguntó Clara. Nataniel buscó instintivamente en
su bolsillo y sacó los prismáticos de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de Clara ante él. Su pulso
empezó a latir con violencia en sus venas; pálido como la muerte, miró fijamente a Clara. Sus ojos lanzaban
chispas y empezó a rugir como un animal salvaje; luego empezó a dar saltos mientras decía riéndose a
carcajadas:

-¡Gira muñequita de madera, gira! -y, cogiendo a Clara, quiso precipitarla desde la galería; pero, en su
desesperación, Clara se agarró a la barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los gritos de espanto de
Clara; un terrible presentimiento se apoderó de él y corrió escaleras arriba. La puerta de la segunda escalera
estaba cerrada. Los gritos de Clara aumentaban y, ciego de rabia y de terror, empujó la puerta hasta que cedió.
La voz de Clara se iba debilitando:

-¡Socorro, sálvenme, sálvenme! -su voz moría en el aire.

-¡Ese loco va a matarla! -exclamó Lotario. También la puerta de la galería estaba cerrada. La desesperación le
dio fuerzas y la hizo saltar de sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire a Clara, que aún se
agarraba con una mano a la barandilla. Lotario se apoderó de su hermana con la rapidez de un rayo. Golpeó en
el rostro a Nataniel, obligándolo a soltar la presa. Luego bajó la escalera con su hermana desmayada en los
brazos. Estaba salvada.

Nataniel corría y saltaba alrededor de la galería gritando:

-¡Círculo de fuego, gira, círculo de fuego!

La multitud acudió al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba por su altura el abogado Coppelius, que
acababa de llegar a la ciudad y se encontraba en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la torre para
dominar al insensato, Coppelius dijo riendo: -Sólo hay que esperar, ya bajará solo -y siguió mirando hacia
arriba como los demás. Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia abajo, y distinguiendo a Coppelius
gritó con voz estridente:

-¡Ah, hermosos ojos, hermosos ojos! -y se lanzó al vacío.

Cuando Nataniel quedó tendido y con la cabeza rota sobre las losas de la calle, Coppelius desapareció.

Alguien asegura haber visto años después a Clara, en una región apartada, sentada junto a su dichoso marido
ante una linda casa de campo. Junto a ellos jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo que
Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que correspondía a su dulce y alegre carácter y que
nunca habría disfrutado junto al fogoso y exaltado Nataniel.

16
[ Edgar Allan Poe \

Los crímenes de la calle Morgue

Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de
análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que son siempre, para
el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo
que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos
en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue
satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas,
acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una
penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren
realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente
por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas,
ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de
ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez,
en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un
tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera.
Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes de la inteligencia
reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad
primorosa del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y
variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente -error muy común- por profundo.
La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un descuido, cuyos
resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son solamente variados,
sino complicados, las posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el
jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario, donde los
movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores, y como la
atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue cada una de las partes se logran por una
perspicacia superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se
han reducido a cuatro reinas y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria -
hallándose los jugadores en igualdad de condiciones- puede decidirse en virtud de un movimiento recherche
resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analista
consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de una
ojeada el único medio -a veces, en realidad, absurdamente sencillo- que puede inducirle a error o llevarlo a un
cálculo equivocado.
Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran
inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como
una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad
analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez;
pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en
las que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa perfección en el
juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas
fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del
pensamiento, y son por entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar
distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy
bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo
general, comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo
común, puntos considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan
fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En silencio, realiza una
porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la
extensión de la información obtenido no se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la
observación. Lo importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al
juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas deducciones originadas
al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la compara cuidadosamente
con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia

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calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da
cuenta de cada una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número de
ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado.
En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá hacer la que sigue. Reconoce la carta
jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con
que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea
vista; la cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor, todo
ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado de cosas. Cuando se han
dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde aquel momento
echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas
hacia él.
El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente
ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis. La facultad
constructiva o de combinación con que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos,
equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial,
se ha visto tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la
atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia
mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo.
En realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero
imaginativo nunca deja de ser analítico.
El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una interpretación de
las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C. Auguste
Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia, pero por una serie de
adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a
sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de
sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le
producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin
preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en París éstos son
fáciles de adquirir.
Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha
intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo notable volumen. Nos vimos con
frecuencia. Yo me había interesado vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó
detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí
mismo. Por otra parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente
afán y la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París
me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta
idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase
mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que
los suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo
fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y grotesca casa abandonada hacía ya
mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se
estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del faubourg Saint-Germain.
Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos,
aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos visita alguna. En realidad, el
lugar de nuestro retiro era un secreto guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía
mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter de mi amigo -no sé cómo calificarla de otro modo- consistía en estar enamorado de la
noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas, condescendía yo tranquilamente, y me
entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra
divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente
los macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo
daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños, leíamos,
escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos
entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la conversación del día y rondando por doquier
hasta muy tarde, buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas
innumerables excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.
En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de
que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento particularmente analítico. Por otra parte, parecía
deleitarse intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que

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ello le producía. Se vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en
el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su
íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y abstraídas. Se quedaban sus ojos
sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que
hubiera parecido petulante de no ser por la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo,
viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me
divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.
Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis
observaciones a propósito de este francés no son más que el resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal
vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.
Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de
nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno
pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:
-En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.
-No cabe duda -repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado
en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis
meditaciones.
Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.
-Dupin -dije gravemente-, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy
asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar
que estaba pensando en... ?
Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía realmente en quién
pensaba.
-¿En Chantilly? -preguntó-. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la
apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero
remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jeries en la
tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.
-Dígame usted, por Dios -exclamé-, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en
este caso.
Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.
-Ha sido el vendedor de frutas -contestó mi amigo- quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el
remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jeries et id genus omne.
-¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.
-Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.
Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de
manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C... a la calleja en
que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.
-Se lo explicaré -me dijo-. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en
sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le estoy hablando hasta el de su
rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden
de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de
frutas.
Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido
inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente
es una ocupación llena de interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia
ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese,
pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de
reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:
-Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C... hablábamos de caballos. Éste era el
último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que llevaba una gran banasta sobre
la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar
donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se
torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para
observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a
lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de
necesidad.
»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del
empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que

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llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos
sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían
sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía»,
término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía
usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por
consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice
notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble
griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no
podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he
esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber
seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada
ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al
calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio se escribía
Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación,
tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas:
Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado
usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el
cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me
ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he
interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor
Chantilly en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando
llamaron nuestra atención los siguientes titulares:

EXTRAORDINARIOS CRÍMENES

»Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint-Roch fueron despertados por una serie
de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se
dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija Mademoiselle Camille L'Espanaye. Después de algún tiempo
empleado en infructuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada
con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento
cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al primer rellano de la escalera,
se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la
casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en
absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una
gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por estar cerrada
interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de
horror, sino de asombro.
»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No
quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo.
Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y
abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el
suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata,
tres cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un
rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos
algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba
abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y
otros papeles sin importancia.
»No se encontró rastro alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal cantidad
de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y -horroriza decirlo- se extrajo de ella el
cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta
una altura considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas
escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo
que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas
magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por
estrangulación.

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»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra ningún nuevo
descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado, situado en la parte posterior del
edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se
desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados,
que apenas conservaban apariencia humana.
»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar este horrible
misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE

«Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible affaire (la palabra
affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le da entre nosotros), pero nada ha podido
deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que
se han obtenido:
»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y haber lavado para
ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir en buena armonía y profesarse
mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de
existencia. Supone que Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de
poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para recoger la
ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre alguna.
Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte de la casa.
»Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de Madame L'Espanaye
desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía más de seis años que la muerta
y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había
sido ocupado por un joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era
propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble
de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la edad. El
testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy
retirada, y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la
buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija,
una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.
»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la casa.
Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Raramente estaban abiertos los postigos de
los balcones de la fachada principal. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las
ventanas de la gran sala posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.
»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y dice que halló
ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta,
y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque
era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron
los gritos, pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas
víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El testigo subió
rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas
era áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció
francés el que las había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las
palabras "sacre" y "diable". La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se
trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El testigo
descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.
»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró primeramente en la
casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la
puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora.
Este opina que la voz aguda sea la de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el
italiano. No pudo distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era
un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con frecuencia. Estaba
seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.
»Odenheimer, restaurador. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no hablaba francés, fue
interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el
momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y

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prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las
declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un
hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas
en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al mismo
tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias
veces: "Sacré", "diable", y una sola "Man Dieu".
»Jules Mignaud, banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la rue Deloraie. Es el mayor de los Mignaud.
Madame L'Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta corriente en su casa de banca en la
primavera del año... (ocho años antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna
hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La
cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.
»Adolphe Le Bon, dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de autos, al mediodía,
acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos, distribuidos en dos pequeños
talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L'Espanaye Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana
señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle
apartada, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en
París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces que disputaban. La gruesa era de un
francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré" y "Man
Dieu". Por un momento se produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La
voz aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino
más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.
»Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la
habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba cerrada por dentro cuando
el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna
especie. Al forzar la puerta, no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada
estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se
hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de
la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la parte
delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada.
En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa
sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran
deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas (mansardas). En el techo
se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo
que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del
piso, las afirmaciones de los testigos difieren bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían este
tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.
»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y que es español.
También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera, porque es muy nervioso y temía
los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No
pudo distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma,
pero se basa en la entonación.
»Alberto Montan, confitero, declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces
aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si este individuo reconviniera
a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada.
Supone que esta voz fuera la de un ruso. Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha
hablado nunca con ningún ruso.
»Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto
piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una persona. Cuando hablaron de
"deshollinadores", se refirieron a las escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las
escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay
paso alguno por donde alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de
Mademoiselle L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí
sino con la ayuda de cinco hombres.
»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los cadáveres. Yacían
entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la habitación donde fue encontrada
Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican
suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la
garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una
serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente

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descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el
estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según
Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas
desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y
del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado,
estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible
certificar cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de
hierro -alguna silla-, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados semejantes.
Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado
aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente
separada del cuerpo y, además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un
instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.
»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para
examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.
»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan extraño y tan
complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París, en el caso de que se trate realmente
de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede
asegurarse, pues, que no existe la menor pista.»

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier Saint-Roch;
que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que no se había
obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y
encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.
Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo
deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de haber sido encarcelado
Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.
Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen como
un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el asesino.
-Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de encontrarlo -dijo
Dupin-. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay más método en
sus diligencias que el que las circunstancias sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con
frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur
Jourdain pidiendo su robede-chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes
los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando
resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente
adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con
frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto
tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente claridad; pero
al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser
demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto
a lo que más importa conocer, es invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde
la buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes de
esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir a una
estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que
son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es contemplar la estrella
distintamente, obtener la más exacta apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos
nuestra visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el
primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y debilitamos
el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si le
dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o demasiado directa.
»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de
formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena diversión -a mí me pareció
impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada-, y, por otra parte, Le Bon ha
comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y
lo examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será difícil
conseguir el permiso necesario.
Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas
miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint-Roch. Cuando llegamos a ella, eran ya las
últimas horas de la tarde, porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros

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vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las
ventanas cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había
una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge. Antes de
entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin
examinó durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era
imposible comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después
de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada. Subimos las escaleras, hasta
llegar a la habitación donde había sido encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban
aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo
que se había publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar
los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un
gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó hasta el anochecer, marchándonos
entonces. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.
He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta frase no tiene
equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre los asesinatos.
Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo particular en el lugar del hecho.
En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento sin saber
por qué.
-No, nada de particular -le dije-; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.
-Mucho me temo -me replicó- que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero
dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se ha considerado como
insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus
circunstancias. La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen,
sino la atrocidad con que ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las
voces que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L'Espanaye,
asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las
escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la
mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no
dignas de mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo la
tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común error de
confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha
de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En
investigaciones como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido»
como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de
llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón directa con su aparente falta de solución
en el criterio de la Policía.
Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.
-Estoy esperando ahora -continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra habitación- a un individuo que
aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en cierta medida, complicado en
ella. Es probable que resulte inocente de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no
equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este
individuo aquí en esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es
que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las
circunstancias lo requieren.
Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando como si
monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa entonación empleada
frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban
fijamente hacia la pared.
-La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban -dijo-, oídas por quienes subían las
escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana hubiese matado primeramente a
su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además, la
fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea
arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio.
Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se oyeron
disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado con respecto a estas voces, sino lo que
hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?
Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un
francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como uno de ellos la había
calificado.

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-Esto es evidencia pura -dijo-, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada
característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado usted los testigos estuvieron de
acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su
particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un
francés intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que
no es la de un compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo
lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que «hubiese podido
distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene que fue la de
un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un
intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El
español «está seguro» de que es la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene
ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido
conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de un
italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el español, «seguro de ello por su entonación». Ahora
bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas
inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea familiar!
Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los
asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea posible, quiero ahora
dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»;
otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que
ningún testigo mencionara como inteligibles.
»Ignoro qué impresión -continuó Dupin- puedo haber causado en su entendimiento, pero no dudo en
manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los testimonios conseguidos (la que
se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien puede
dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero
así no queda del todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las
únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré
todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que para mí tiene fuerza bastante para
dar definida forma (determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella habitación.
»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión
utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en
acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas
por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos
materiales. ¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste
habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de evasión.
Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando
menos, en la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas
de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de
las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo
no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas
de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas.
Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su
longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya indicados medios
es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada
principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por
tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones
y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla,
teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas aparentes
«imposibilidades» en realidad no lo son.
»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está completamente
visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada armazón del lecho,
estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro.
Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco
veíase un gran agujero practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al
examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo
para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no se había
efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era preciso probar que todas
aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.

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Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas ventanas.
Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha encontrado,
consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las
ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había
modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el
clavo y traté de levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues,
evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció de que mis
premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas. Una
minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi
descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una persona que
hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no
podía haber sido colocado. Esta conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones.
Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran
iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su
colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné
minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, descubrí y apreté el resorte,
que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el
otro, y aparentemente estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha comprendido bien la
naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he encontrado ni una vez «en
falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto.
Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he
dicho, aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como parecía)
comparado con la consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en
este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto
quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al
parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del
marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su
semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté
suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la
ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo entero.
»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al
bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada deliberadamente, se había
quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del
clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación.
»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo
en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa la cadena de un
pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin
embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros
parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de
Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su
mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las
manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio, más o menos. Cuando
los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la
pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte posterior del edificio;
pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo hecho), no se han dado cuenta de
la dimensión en este sentido, o cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se
convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin
embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la cama, si se
abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies de la cadena del pararrayos. También
estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por
aquella ventana con ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora
abierto el postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde
él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente, caer en la
habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo, desde luego, que
se hallara siempre la ventana abierta.
»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una
empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía

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realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi
sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.
»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi causa» debiera más
bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla exactamente. Esto es
realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito
inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima
voz aguda (o áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que
estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar
al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas personas que se encuentran
algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su
razonamiento.
-Habrá usted visto -dijo- que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle
que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la
habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados,
aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura,
muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones
no eran todo lo que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No se
trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los
objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que
posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o
por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa
blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero,
ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea
desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero
entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y
asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin
despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias son otros tantos motivos de
error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la teoría de
probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables conquistas de la civilización humana deben lo más
glorioso de su saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días
antes hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero, dadas
las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el móvil del hecho, también debemos
imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el
oro y el motivo.
»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la
insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste),
examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y
metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de
asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo
excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos
humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra
parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo
hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si
lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el
hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido arrancados de cuajo. Sabe usted la
fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la
vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían
adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para
arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que tenía
la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja
barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las
magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega
Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores
están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha
caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la
Policía, por la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de
los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser
abiertas.

27
»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden de la
habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa, fuerza sobrehumana,
bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y
una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo
que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha
producido en su imaginación?
Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.
-Un loco ha cometido ese crimen -dije-, algún lunático furioso que se habrá escapado de alguna Maison de
Santé vecina.
-En algunos aspectos -me contestó- no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las
voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una
nación cualquiera, y su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un
loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he
desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?
-Dupin -exclamé, completamente desalentado-, ¡qué cabello más raro! No es un cabello humano.
-Yo no he dicho que lo fuera -me contestó-. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le ruego que
examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil que representa lo que una
parte de los testigos han declarado como cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas
en el cuello de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas
lívidas evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Comprenderá usted -continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos -que este
dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado,
quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar
sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.
Lo intenté en vano.
-Es posible -continuó- que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado
sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí tenemos un tronco cuya
circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a
efectuar la experiencia.
Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.
-Esta -dije- no es la huella de una mano humana.
-Ahora, lea este pasaje de Cuvier -continuó Dupin.
Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de la India Oriental.
Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad
salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de
aquellos asesinatos.
-La descripción de los dedos -dije, cuando hube terminado la lectura- está perfectamente de acuerdo con este
dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se menciona, puede haber dejado
huellas como las que ha dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal
descrito por Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que
tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un
francés.
-Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión
«Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) la identificó como expresión
de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de
este misterio. Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible,
probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Puede
habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas
circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda
suelto el animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a
llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base
para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo hacerlas inteligibles para
la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo,
el francés a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas
de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a
casa.
Me entregó el periódico, y leí:
CAPTURA
En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día... de los corrientes (la mañana
del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario (que se sabe es un marino

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perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar el animal, previa su identificación, pagando
algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número... de la rue... faubourg
Saint-Germain... tercero.

-¿Cómo ha podido usted saber -le pregunté a Dupin- que el individuo de que se trata es marinero y está
enrolado en un navío maltés?
-Yo no lo conozco -repuso Dupin-. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a
juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente, para anudar los cabellos en forma de
esas largas guerres a que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas
personas, y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede
pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones con respecto a
este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío maltés, no habré
perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas
circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso
muy importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe responder
o no al anuncio y reclamar o no al orangután.
Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale mucho dinero, una
verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor
al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del
escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está
despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible
demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además,
me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento.
Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo
sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este
anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»
En este instante oímos pasos en la escalera.
-Esté preparado -me dijo Dupin-. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le
haga una señal.
Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños
de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se precipitó hacia la puerta,
pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con
decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.
-Adelante-dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.
Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de
arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en más de su mitad por las patillas
y el mustachio. Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó,
inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada
levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.
-Siéntese, amigo -dijo Dupin-. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio.
Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad cree usted que tiene?
El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:
-No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?
-¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg,
cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado
para demostrar su propiedad.
-Sin duda alguna, señor.
-Mucho sentiré tener que separarme de él -dijo Dupin.
-No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor -dijo el hombre-. Ni pensarlo. Estoy
dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea razonable.
-Bien -contestó mi amigo-. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo
diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con respecto a los asesinatos de la rue
Morgue.
Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad
se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola, y, sin mostrar
agitación alguna, la dejó sobre la mesa.
La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su
bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor convulsivo y con el rostro de un
cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo corazón.

29
-Amigo mío -dijo Dupin bondadosamente-, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro
propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de caballero y francés, que nuestra
intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue
Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo
comprenderá usted perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información,
medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho usted
que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle de haber
robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de
motivos para hacerlo. Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa.
Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.
Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia de
ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.
-¡Que Dios me ampare! -exclamó después de una breve pausa-. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy
seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y
aunque me cueste la vida le hablaré con franqueza.
En resumen, fue esto lo que nos contó:
Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Indico. Él formaba parte de un grupo que desembarcó en
Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre él y un compañero suyo habían dado captura al
orangután. Su compañero murió, y el animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias
producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su
misma casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó
cuidadosamente, con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con una astilla, a
bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.
Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con algunos
marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto contiguo, donde él creía tenerlo
seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba
todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través
del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy
capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente había
conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un látigo, y recurrió a él también en
aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr
escaleras abajo, y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le
hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así
un buen rato. Se hallaban las calles en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al
descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz
procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia
la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba abierto de
par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta
gimnasia duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo,
que de nuevo quedó abierto.
El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que
podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo hiciera por la cadena, donde
él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir
en el interior de la casa, y esta última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil
trepar por una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se
vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la
habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se
oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame
L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el
cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su
contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo
que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de
su presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.
Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L'Espanaye por los cabellos, que,
en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro imitando los ademanes
de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante
los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos
pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la
cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y

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despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta,
sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho,
sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la
bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo
que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la
angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los
muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven
y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se
lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.
Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la
cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y precipitadamente a su casa, con
el temor de las consecuencias de aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto,
toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía
las escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.
Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena
del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su
dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto
sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue
puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no
podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o
dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él
le correspondían.
-Déjele que diga lo que quiera -me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar-. Déjele que hable. Así
aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle vencido en su propio terreno. No
obstante, el no haber acertado la solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque,
realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero
su ciencia carece de base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por
mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio
particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de talento. Me
refiero a su modo de “nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas.”

31
[ Johann Wolfang Goethe \

Fausto
MEFISTÓFELES
Estos son mis pequeños. Escucha cómo incitan, con sabiduría, al placer y a la acción. Haciéndote salir de la
soledad, donde los sentidos se atrofian y los humores dejan de fluir, quieren atraerte hacia la amplitud del
mundo. Deja ya de avivar el rencor que, como un buitre, te va devorando la vida. La peor de las compañías
te hace sentir que eres un hombre entre los hombres. Pero no se pretende que te sumas en el vulgo. No soy
ninguno de los grandes, pero si quieres caminar junto a mí a través de la vida, con gusto estaré contigo en el
acto. Soy tu compañero y, si te parece bien, seré tu servidor, tu criado.
FAUSTO
¿Y qué habré de cumplir yo a cambio?
MEFISTÓFELES
Tienes todavía un plazo largo para ello.
FAUSTO
No, no. El diablo es egoísta y no hace nada que le sea útil a otro. Expón claramente cuáles son tus
condiciones; un criado así pone la casa en peligro.
MEFISTÓFELES
Quiero ponerme a tu servicio aquí. Cuando des la señal, ni me detendré ni descansaré, pero cuando
volvamos a encontrarnos allí, tú deberás hacer lo mismo conmigo.
FAUSTO
El futuro apenas me inquieta. Si destruyes este mundo y lo conviertes en ruinas, el otro surgirá después. Pero
mis alegrías brotan de esta tierra y este sol ilumina mis dolores. Si he de separarme de ellos con antelación,
entonces que ocurra lo que sea. No quiero oír nada acerca de si en el más allá se amará o se odiará y de si
también en aquellas esferas hay un arriba y un abajo.
MEFISTÓFELES
En ese caso puedes arriesgarte. Únete a mí. Durante estos días verás con placer cuáles son mis artes. Te daré
lo que nunca ha visto hombre alguno.
FAUSTO
¿Qué podrás darme tú, pobre diablo? ¿Alguno de los tuyos ha llegado a comprender alguna vez las altas
aspiraciones del espíritu humano? ¿Qué es lo que ofreces? Alimento que no sacia; oro candente que, como
el mercurio, se escapa de las manos sin descanso; un juego en el que nunca se gana; una muchacha que,
abrazada a mi pecho, ya guiña el ojo y se entiende con el más cercano; el espléndido y divino placer del
honor, que se desvanece como un meteoro. Muéstrame frutos que se pudran antes de nacer y árboles que
verdeen de nuevo cada día.
MEFISTÓFELES
No me asusta semejante encargo; puedo, muy bien, brindarte esos tesoros. Pero, buen amigo, se acerca el
tiempo en el que podremos disfrutar en plena paz de algo bueno.
FAUSTO
Si llega el día en el que pueda tumbarme ociosamente, con toda tranquilidad, me dará igual lo que sea de mí;
si entonces logras engañarme con lisonjas haciendo que me agrade a mí mismo, ese será para mí mi último
día. En eso consistirá mi apuesta.
MEFISTÓFELES
¡La acepto!
FAUSTO
Choquemos esos cinco. Si alguna vez digo ante un instante: «¡Deténte, eres tan bello!», puedes atarme con
cadenas y con gusto me hundiré. Entonces podrán sonar las campanas a difuntos, que seré libre para servirte.
El reloj se habrá parado, las agujas habrán caído y el tiempo habrá terminado para mí.
MEFISTÓFELES
Piénsatelo bien; no lo olvidaré.
FAUSTO
Tienes pleno derecho a ello. No he entrado locamente en la apuesta. Si alguna vez me siento extasiado, seré
esclavo y no preguntaré si tuyo o de otro dueño.
MEFISTÓFELES
Hoy mismo, en el banquete doctoral, cumpliré mi obligación como criado. ¡Sólo una cosa! Por amor a la
vida o a la muerte, te ruego que escribas unas líneas.
FAUSTO
Ah, ¿exiges algo escrito, pedante? ¿No has conocido nunca a un hombre de palabra?, ¿no es bastante que mi
palabra empeñada haya dispuesto para siempre de mis días? Si este mundo que corre en todos sus torrentes

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no me ha detenido, ¿lo hará una promesa? Pero esta locura se ha apoderado de mi corazón, ¿quién se
atreverá a liberarme de ella? ¡Afortunado aquel que lleva la fidelidad en su pecho!, ¡no hay sacrificio que le
pese! Un pergamino escrito y sellado es un fantasma que espanta a todos. La palabra muere en la pluma, y el
papel y la cera son los amos. ¿Qué deseas de mí, espíritu maligno? ¿Bronce, mármol, pergamino o papel?
¿He de escribir con pizarrín, buril o pluma? Te dejo libre la elección.
MEFISTÓFELES
¿Por qué exageras con tanto calor tu charlatanería? Cualquier hojita valdrá. Firmarás con una pequeña gota
de tu sangre.
FAUSTO
Si te hace ilusión, te seguiré en este grotesco juego.
MEFISTÓFELES
La sangre es un líquido muy especial.
FAUSTO
No temas que rompa la alianza. Lo que ahora mismo te prometo es el alcance de toda mi fuerza. Me he
engrandecido tanto que ya sólo pertenezco a tu rango. El gran Espíritu me ha despreciado, ante mí se cierra
la naturaleza. Se ha roto el hilo del pensamiento, hace mucho que me asquean los saberes. ¡Que las pasiones
que arden dentro de mí se hundan en lo profundo de la sensualidad! ¡Que todo milagro me espere dispuesto
tras un velo mágico impenetrable! ¡Lancémonos a la embriaguez del tiempo, a la sucesión de los
acontecimientos! ¡Que se alternen como quieran el dolor y el placer, el logro y la desazón!: solamente sin
descanso se pone el hombre en actividad.
MEFISTÓFELES
No se te impondrá ninguna medida ni se limitarán tus metas. Si te place picotear aquí y allá y atrapar algo al
vuelo, tendrás aquello que te deleite. No seas estúpido y aférrate a mí.
FAUSTO
Ya oíste, no se trata sólo de gozar. Me entrego al vértigo, al placer más doloroso, al amado odio, al fastidio
que reconforta. Mi pecho, que se ha liberado del ansia de saber, jamás se cerrará a ningún dolor. Quiero
disfrutar dentro de mí de lo que ha disfrutado el conjunto de la humanidad. Quiero apresar con mi espíritu lo
más elevado y lo más sumido en la profundidad, amontonar su ventura y su dolor en mi pecho y, de esta
manera, ampliar mi yo y convertirlo en el suyo, y, al final, sucumbir como ella misma.
MEFISTÓFELES
Ah, confía en mí, que llevo mascando hace varios miles de años ese manjar de áspero sabor. No hay nadie,
desde la cuna hasta la tumba, que digiera la vieja levadura. Créeme: esa totalidad sólo fue hecha para un
dios. Él se encuentra en la plena y eterna luz, a nosotros nos confinó en las tinieblas y sólo a vosotros os dio
el día y la noche.
FAUSTO
¡Pero yo lo quiero!
MEFISTÓFELES
¡De acuerdo!, pero hay algo que me da miedo. El tiempo es breve y el arte es largo. Diría que debieras
aprender: asóciate a un poeta que se afane en encontrar ideas y en amontonar sobre tu cabeza de laureado
todas las nobles cualidades: el valor del león, la rapidez del cuervo, la sangre ardiente del italiano y la
tenacidad de los del norte. Déjale que encuentre el secreto de unir magnanimidad y astucia con el cálido
impulso juvenil que te haga enamorar conforme a un plan. Me gustaría conocer a un ser así; le pondría por
nombre microcosmos.
FAUSTO
¿Qué soy, entonces, si no me es posible alcanzar la corona de lo humano, a la que todos los sentidos
tienden?
MEFISTÓFELES
Eres, al fin y al cabo, lo que eres. Aunque te pongas una peluca con miles de rizos, aunque te pongas tacones
de un codo de altura, seguirás siendo lo que eres.
FAUSTO
Siento que he acumulado en vano los tesoros del espíritu humano. Y ahora que me detengo, ninguna fuerza
brota de mi interior; no soy ni un pelo más alto ni me he acercado al infinito.
MEFISTÓFELES
Mi señor, ves las cosas tal como suelen verse. Hay que actuar con mayor sutileza antes de que se nos escape
el gozo de la vida. ¡Qué demonios! Las manos, los pies, la cabeza y hasta el trasero son tuyos, pero ¿no es
por ello menos mío todo lo que disfruto y está rebosante de vida? Si puedo permitirme pagar seis caballos,
¿no hago mías sus fuerzas y, sin dejar de ser un hombre, camino con veinticuatro patas? Así pues, cumple
tus pensamientos y lánzate al mundo. Date cuenta: un tipo que especula es como un animal en una llanura
yerma al que un genio maligno le hace dar vueltas en círculo mientras, a su alrededor, hay bellos prados
verdes.

33
FAUSTO
¿Cómo empezamos?
MEFISTÓFELES
Ahora mismo nos ponemos en marcha. ¿Qué lugar de martirio es este? ¿Qué clase de vida es aburrirse y
aburrir a los muchachos? Deja eso para tu vecino, el señor Wanst. ¿Por qué te empeñas en desgranar la paja?
Lo mejor que podrías conocer no puedes enseñárselo a los muchachos. ¡Ahora mismo oigo a uno en el
pasillo!
FAUSTO
No me es posible verlo.
MEFISTÓFELES
El pobre muchacho espera desde hace mucho tiempo; no puede marcharse desconsolado. Venga, dame la
esclavina y el birrete, este disfraz me ha de sentar bien. (Se viste.) Ahora déjalo todo en manos de mi
ingenio. Sólo necesito un cuarto de hora; entretanto, prepárate para nuestro bello viaje.

34
Honoré de Balzac

Eugenia Grandet

En ciertas ciudades de provincia se encuentran casas cuya vista inspira una melancolía igual a la
que producen los claustros más sombríos, las landas más desoladas o las ruinas más tristes. Y es que
tal vez en eses casas se unen el silencio de los claustros, la aridez de las landas y la osamenta de las
ruinas. La vida y el movimiento permanecen en ellas en un estado tal de tranquilidad que se las
creería inhabitadas si no fuese porque, de pronto se da con la mirada inexpresiva, fría, de una persona
inmóvil cuyo rostro poco menos que monástico se alza sobre el alféizar de la ventana, al ruido de un
paso desconocido. Estos signos de melancolía concurren en la fisonomía de una mansión situada en
Saumur, al extremo de la calle empinada que conduce al castillo, por la parte alta de la ciudad. Dicha
calle, actualmente poco frecuentada, calurosa en verano, fría en invierno, a trechos oscura, llama la
atención por la sonoridad de su tosco empedrado de guijarros, siempre limpio y seco; por su trazado
tortuoso y por la paz de sus casas que forman parte del casco antiguo de la población y dominan las
murallas.
Algunos edificios, a pesar de sus tres siglos de existencia, se aguantan aún sólidamente y
contribuyen, con su aspecto vario y pintoresco, a granjear a esta parte de Saumur el interés de los
anticuarios y de los artistas. No se puede pasar por delante de aquellas casas sin admirar las enormes
vigas que aparecen talladas en formas caprichosas y que adornan la planta baja de la mayoría de ellas
con una especie de bajo relieve. Aquí unos travesaños aparecen cubiertos de pizarra y dibujan líneas
azules sobre las delgadas paredes de una vivienda cubierta por un tejado que ha cedido al peso de los
años, cuyas alfajías podridas se han torcido bajo la acción alternada del sol y de la lluvia. Allá
aparecen unos bastidores de ventana gastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas, apenas
visibles, se nos antojan demasiado ligeras para el tiesto de arcilla parda de que surgen los claveles y
los rosales de una infeliz obrera. Acullá descubrimos unas puertas adornadas con enormes clavos en
que el genio de nuestros antepasados ha trazado ciertos jeroglíficos caseros cuyo significado no se
descubrirá jamás. Ora fue un protestante que le confió su fe, ora un partidario de la Lija que maldijo
el nombre de Enrique IV. Algún burgués se ha entretenido en grabar sobre el clavo las insignias de su
nobleza de campanas, la gloria de su mandato edilicio olvidado para siempre.
En tales huellas está toda la historia de Francia. Junto a la trémula casita de paredes endebles en
que el albañil ha edificado su batidera, se levanta la mansión de un hidalgo de cuyo blasón se ven,
sobre el arco de la puerta, algunos vestigios que han sobrevivido a las diversas revoluciones que
desde 1789 han agitado el país.
La planta baja de tales casas, aunque esté dedicada al comercio, no aloja tiendas ni almacenes; los
amigos de la Edad Media hallarían en ellos el obrador de nuestros padres en toda su ingenua
sencillez. Sus salas bajas, que no tienen escaparate, ni mostrador, ni cristales, son hondas y oscuras y
tan desprovistas de adornos por fuera como por dentro. Su puerta, dividida horizontalmente en dos,
aparece groseramente guarnecida de hierro; por su parte superior se abre hacia adentro; la interior;
provista de una campanilla con muelle, va y viene constantemente. El aire y la luz entran en aquella
especie de húmeda zahúrda ya por lo alto de la puerta, ya por el espacio que queda entre la bóveda, el
techo y el murete de escasa altura en que se empotran unos sólidos postigos retirados por la mañana,
repuestos y mantenidos por la noche con barras de hierro empernadas. El mencionado murete sirve
para presentarlas mercancías del negociante. No hay en su estilo ni asomo de charlatanismo. Según la
índole del comercio, las muestras consisten en dos o tres cubetas llenas de sal y de bacalao, en unos
cuantos paquetes de tela para velamen, cuerdas, latón colgado de las vigas, algunos aros en las
paredes o algunas piezas de paño en los anaqueles. Entrad. Una muchacha limpia, resplandeciente de
juventud, con su manteleta blanca, sus brazos colorados, suelta la calceta que estaba haciendo y llama
a su padre o a su madre que os vende lo que deseáis, flemáticamente, con agrado o con arrogancia,
según su carácter, así valga la cosa dos sueldos como veinte mil francos.
Un negociante en maderas, sentado a su puerta, cuenta las musarañas mientras conversa con su
vecino; aparentemente no tiene más que cuatro míseras tablas para botellas y unos cuantos fajos de
duelas; pero en el puerto, su repleto almacén surte a todos los toneleros de Anjou, prevé al céntimo la
cantidad de mercancía que colocará si las viñas dan buena cosecha; un día de sol le enriquece, una
racha de lluvia le arruina; en una sola mañana las barricas suben once francos o bajan a seis libras.

35
En aquel país, como en Turena, la. vida comercial está supeditada a los cambios atmosféricos.
Viñadores, propietarios madereros, toneleros, posaderos, marineros, todos andan al acecho de un rayo
de sol; al acostarse por la noche tiemblan de miedo imaginándose que al día siguiente se levantarán
para ser testigos de una gran helada; temen la lluvia, el viento, la sequía, y pretenden que agua, calor,
les sean servidos a medida de su deseo. Hay un duelo constante entre el cielo y los intereses terrestres.
Por obra del barómetro las fisonomías pasan de la alegría a la pena, de la preocupación a la confianza.
De cabo a cabo de aquella vía, la calle Mayor de Saumur, circula la frase: "¡Vaya un tiempo de oro!",
repetida de puerta en puerta. También se oye decir: "Está lloviendo luises" y con ello no se hace más
–– que expresar lo que representa un chubasco o un rayo de sol oportunos. Los sábados al mediodía,
cuando llega el buen tiempo, es inútil que vayáis a comprar nada a aquellos honrados industriales. El
que más y el que menos tiene su viña, su cercado y pasa dos días en el campo. Allí, previsto cuanto se
puede prever la compra, la venta y el beneficio, los comerciantes pueden dedicar casi todo el santo
día a jiras y merendonas, a observaciones y comentarios, a un espionaje continuo. No es posible que
un ama de casa compre una perdiz sin que los vecinos pregunten al marido si la vinagreta estaba en su
punto. Muchacha que asoma la cabeza a la ventana, muchacha que ven todos los grupos de
desocupados. Allí las conciencias se destapan y, como aquellas casas impenetrables, negras y
misteriosas, dejan de tener misterios. La vida transcurre casi por entero al aire libre; las familias se
sientan a la puerta de sus viviendas y comen y cenan y discuten. No pasa nadie por la calle sin que sea
examinado de pies a cabeza. Se conserva el estilo de las capitales de provincia en que no asoma
forastero que no se concierte comidilla de los vecinos apostados junto a las puertas.
De ahí nacieron las historias sabrosas, de ahí vino el calificativo de copiosos aplicado a los
habitantes de Angers, que eran maestros en esta clase de bromas urbanas. Los antiguos palacetes de la
ciudad vieja están encaramados en lo alto de la calle en otro tiempo habitada por los hidalgos de la
región. La casa, llena de melancolía, en que sucedieron los hechos de esta historia era precisamente
una de aquellas mansiones, restos venerables de un siglo en que personas y cosas tenían ese carácter
de sencillez que las costumbres francesas van perdiendo de día en día. Después de haber seguido las
revueltas de aquel camino pintoresco, cuyos menores accidentes despiertan recuerdos y cuyo
conjunto tiende a sumir al transeúnte en una especie de ensueño maquinal, se descubre un entrante
asaz sombrío, en medio del cual se esconde la puerta de la casa del señor Grandet, ¡El señor Grandet!
No hay manera de comprender todo el valor de esta expresión provincial sin conocer la biografía del
personaje.
El señor Grandet gozaba en Saumur de una reputación cuyas causas y efectos no serán
comprendidas poco ni mucho por las personas que no hayan vivido en, provincias. El señor Grandet,
que para algunas gentes de su generación cada día más escasas, seguía siendo el tío Grandet, un
maestro tonelero muy acomodado que en 1789 sabía leer, escribir y las cuatro reglas. Cuando la
República Francesa puso en venta en el distrito de Saumur los bienes del clero, el tonelero que tenía
entonces unos cuarenta años, acababa de casarse con la hija de un rico negociante en maderas.
Grandet, provisto de su fortuna reducida a metálico y de la dote de su mujer, en total dos mil luises de
oro, fuese a un distrito, donde; gracias a doscientos dobles luises ofrecidos por su padre al feroz
republicano encargado de vigilar la venta de los bienes nacionales, obtuvo por un mal pedazo de pan,
legalmente ya que no legítimamente, los viñedos más hermosos de la comarca, una antigua abadía y
unas cuantas alquerías. Los habitantes de Saumur eran poco revolucionarios, de modo que, con un
gesto, el tío Grandet sentó plaza de hombre atrevido, de republicano, de patriota, de espíritu abierto a
las ideas nuevas, pero en el fondo no era más que un tonelero que tenía afición a las viñas. Fue
nombrado miembro de la administración del distrito de Saumur, y su influencia pacífica se dejó sentir
así en la política como en el comercio. Políticamente protegió a los ex nobles y se opuso con todas
sus fuerzas a la venta de los bienes de los emigrados; comercialmente, procuró a los republicanos mil
o dos mil pipas de vino blanco que se hizo pagar con unos magníficos prados que habían sido
patrimonio de una comunidad de religiosas y que reservaba para formar un postrer lote. Bajo el Con-
sulado, el bueno de Grandet fue nombrado alcalde, administró cuerdamente, vendimió más
cuerdamente todavía; bajo el Imperio, se convirtió en el señor Grandet.
Napoleón no quería a los republicanos; sustituyó al señor Grandet, que aparentemente al menos
había lucido el gorro frigio, por un gran terrateniente, un hombre con el de, un futuro barón del
Imperio. El señor Grandet se despidió sin la menor amargura de los honores municipales. En interés
de la ciudad, había mandado construir excelentes caminos que conducían hasta sus fincas. Su casa y
sus campos, favorablemente valorados en el catastro, pagaban impuestos muy módicos. Una vez
valorados sus viñedos y sus parras a fuerza de constantes desvelos, se habían puesto a la cabeza de la
agricultura, es decir, que producían vino de la mejor calidad. Hubiera podido pedir la cruz de la
Legión de Honor. El acontecimiento ocurrió en 1806. El señor Grandet, a quien la Providencia quiso

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sin duda consolar de su desgracia administrativa, heredó sucesivamente de la señora de la Gaudiniére,
de la familia Bertellière, madre de la señora Grandet, del viejo señor de la Bertellière, padre ., de la
difunta y, por fin, de la señora Gentillet, abuela materna; tres sucesiones cuya importancia no supo
nadie. La avaricia de aquellos tres viejos era tan vehemente hacía muchísimo tiempo que
almacenaban el dinero por el solo gusto de contemplarlo en secreto. Para el señor de la Bertellière una
inversión de capital no era ni más ni menos que un derroche, pues se le antojaba que las rentas de la
contemplación del oro eran más interesantes que las de la usura. De modo que los vecinos de Saumur.
calcularon el valor de las economías tomando por la renta de los bienes visibles. Entonces obtuvo el
señor Grandet el nuevo título de nobleza que nuestra manía igualitaria no conseguirá borrar nunca: el
título de mayor contribuyente de la comarca. Cultivaba cien fanegas de viña que en los años buenos le
producían cien pipas de vino. Poseía trece alquerías, una antigua abadía en la que, por ahorrar, había
mandado tapiar los ventanajes, las vidrieras, lo que contribuyó a conservarlo; y ciento veintisiete
fanegas de prado donde crecían y engrosaban tres mil álamos plantados en 1793. En fin, suya era
también la casa en que vivía. Esto era la parte aparente de su fortuna. Por lo que toca a sus capitales,
únicamente dos personas podían presumir vagamente su importancia; una era el notario señor
Cruchot, encargado de las inversiones usurarias. del señor Grandet, y otra el señor de Grassins, el
banquero más rico en Saumur, en cuyos beneficios participaba a su conveniencia y secretamente el
acomodado viticultor. Y aunque el viejo Cruchot y el señor de Grassins no carecían de esa profunda
discreción que engendra en provincias la confianza y la fortuna, daban en público tales muestras de
respeto al señor Grandet que los observadores llegaron pronto a tomarlas como indicio de la
importancia alcanzada por los capitales del ex alcalde. Todos en Saumur estaban convencidos de que
el señor Grandet tenia un tesoro particular, un escondrijo repleto de luises y de que se entregaba
nocturnamente a los inefables goces que procura la contemplación de un buen montón de oro. Los
avaros tenían la certidumbre de que se dedicaba a este ejercicio al ver sus ojos en que el metal
amarillo parecía haber dejado alguno de sus reflejos. La mirada del hombre que se habitúa a sacar de
sus capitales un interés desmesurado adquiere inevitablemente, como la del voluptuoso, del jugador o
del cortesano, ciertos dejos indefinibles, ciertos movimientos furtivos, ávidos, misteriosos que no
escapan a sus correligionarios.
Este lenguaje secreto forma en cierto modo la francmasonería de las pasiones. Así es como el señor
Grandet inspiraba la estima respetuosa que merece quien no debe nada a nadie y, que a fuerza de
buen tonelero y no menos buen viticultor, determina, con la precisión de un astrónomo, cuándo hay
que fabricar mil toneles o cuándo bastará con quinientos; quien no falla una sola especulación y tiene
toneles para vender cuando van más caros que el zumo a que se destinan, y puede entrar la vendimia
en su bodega y aguardar el momento de dar sus barricas por doscientos francos cuando los pequeños
propietarios ceden las suyas por cinco luises. Su famosa cosecha de 1811, cuidadosamente reservada,
lentamente vendida, le había valido más de cuarenta mil libras. Financieramente hablando, el señor
Grandet tenía algo del tigre y ––de la boa; sabía tenderse en el suelo, encogerse, observar largo rato
su presa, arrojándosele encima, después abría las fauces de su bolsa, engullía una carga de escudos y
se acostaba tranquilamente, como la serpiente para digerir, impasible, frío, metódico. Se le veía pasar
con un sentimiento de respeto y de terror. ¿Por ventura había alguien en Saumur que no hubiese oído
el cauteloso arañazo de sus garras de acero? A Fulano, el notario Cruchot le había procurado el dinero
necesario para la compra de una hacienda, pero, ¡ay!, al once por ciento; a Zutano, el señor de
Grassins le había descontado unas letras, pero con un espantoso mordisco en concepto de intereses.
Raros eran los días en que el nombre del señor Grandet no se pronunciase ya sea en el mercado, ya en
las veladas y tertulias de la ciudad. Para ciertas personas la fortuna del venerable viticultor era un
motivo de orgullo patriótico. Por eso, más de un comerciante y de un fondista decía a los forasteros
no sin cierta satisfacción:
––Caballero, en nuestra ciudad contamos con dos o tres casas millonarias; pero lo que es al señor
Grandet es tan rico que él mismo no sabe lo que tiene.
En 1816, los más duchos calculadores de Saumur estimaban sus fincas en cuatro millones; pero
como, a partir de 1793, se suponía que había sacado de sus propiedades una renta anual de cien mil
francos, era de presumir que poseía otro tanto en dinero contante y sonante. De modo que cuando,
después de una partida de Boston o de una charla sobre las viñas, se venía a hablar del señor Grandet,
las personas informadas se decían:
––¿El tío Grandet?... El tío Grandet es hombre de cinco o de seis millones de francos.
––Sabe usted más que yo; yo jamás he llegado a averiguar el total ––contestaban el señor Cruchot o
el señor Grassins si, por azar, oían semejante estimación.

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En cuanto un parisiense hablaba de los Rothschild o del señor Lafitte, los vecinos de Saumur
preguntaban si eran tan ricos como el señor Grandet. Y si el Parisiense, con sonrisa desdeñosa, les
contestaba que sí; meneaban la cabeza con incredulidad y se miraban de reojo. Tamaña fortuna cubría
con manto de oro todas las acciones de aquel hombre.
Si, al principio algunos detalles de su vida dieron pábulo a la burla y a la maledicencia, una y otra
se habían achicado. En sus acciones mas insignificantes el señor Grandet tenía en su favor la
autoridad de la cosa juzgada. Su palabra, sus ademanes, su traje, el guiño de sus ojos tenían fuerza de
ley en toda la comarca, donde el que más y el que menos, después de haberlos estudiado como el
naturalista estudia los efectos del instinto de los animales, se había dado cuenta de la profunda y
silenciosa cordura del más leve de sus movimientos.
"El invierno va a ser crudo ––decían––; el tío Grandet se ha puesto los guantes forrados de lana:
hay que vendimiar." "El tío Grandet compra mucha madera; señal que hogaño tendremos mucho
vino."
El señor Grandet no compraba nunca pan ni carne porque sus colonos le traían cada semana una
buena provisión de capones, pollos, huevos, manteca y trigo. Poseía un molino cuyo arrendatario,
además de pagarle el alquiler, tenía la obligación de ir a recoger cierta cantidad de grano y
devolvérsela hecha harina y salvado. Nanón, su única sirvienta, a pesar de sus años, amasaba todos
los sábados el pan de la casa. El señor Grandet tenía arreglos con sus hortelanos para que le surtiesen
de legumbres. Por lo que toca a la fruta, era tal la cantidad de su cosecha que en buena parte la
mandaba vender en el mercado. La leña que le hacía falta para calentarse, la retiraba de sus setos o de
las vallas, medio podridas, que cercaban sus campos, y sus colonos cuidaban de traérsela a casa, ya
partida, la colocaban en su leñera y se consideraban pagados con sus gracias. No tenía más dispendios
conocidos que el pan bendito, los vestidos de su mujer y de su hija y la limosna que daba por las sillas
en la iglesia; la luz, el sueldo de la vieja Nanón, el remiendo de sus cacerolas; el pago de los
impuestos, las reparaciones de sus edificios, y los gastos de explotación. Tenía seiscientas fanegas de
bosque, recién comprado, y lo hacía custodiar por un guardián vecino al que prometía una propina.
Desde el día que hizo esta compra sólo comía caza. Llanísimos eran sus modales. Hablaba poco. En
general, expresaba sus ideas mediante frases breves y sentenciosas, dichas a media voz. Desde la
Revolución, que fue la época en que empezó a ser un personaje, tartamudeaba fatigosamente en
cuanto le tocaba perorar o sostener una discusión. Aquel balbuceo, la incoherencia de sus palabras, el
flujo de frases en que quedaba ahogado su pensamiento, su aparente falta de lógica, que solían
atribuirse a su rudimentaria educación, en realidad' no eran más que ardides de su malicia, como se
verá en ciertos acontecimientos de esta historia. Por lo demás, le bastaba con cuatro fórmulas
algebraicas para resolver todas las dificultades de la vida y de los negocios: "No se", "No puedo", "No
quiero", "Allá veremos". Jamás decía, sí ni no; jamás escribía una sola línea. Si le dirigían la palabra,
escuchaba fríamente, se .aguantaba la barbilla con la mano derecha, apoyando el codo derecho en el
revés de la mano izquierda y las opiniones que formaba sobre cada asunto eran definitivas. Meditaba
largo rato sobre cada operación. Cuando al cabo de una charla de tanteo, el contrincante descubría sus
baterías suponiéndolo rendido, Grandet contestaba:
––No puedo cerrar tratos sin consultar antes a mi mujer.

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Emile Zola

Germinal
Por en medio del llano, en la oscuridad profundísima de una noche sin estrellas, un hombre
completamente solo seguía a pie la carretera de Marchiennes a Montsou; un trayecto de diez kilómetros, a
través de los campos de remolachas en que abundan aquellas regiones. Tan densa era la oscuridad, que no
podía ver el suelo que pisaba, y no sentía, por lo tanto, la sensación del inmenso horizonte sino por los silbidos
del viento de marzo, ráfagas inmensas que llegaban, como si cruzaran el mar, heladas de haber barrido leguas
y leguas de tierra desprovistas de toda vegetación.

Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando
diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un
paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya
con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las
que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de
obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y
media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras
vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco
las manos.

Se internó en un camino accidentado. El caminante tenía a su derecha una empalizada, una especie de
pared hecha con tablas, que servía de valla a una vía férrea; mientras a su izquierda se levantaba un matorral,
por encima del cual se veía confusa la silueta de un pueblecillo de casitas bajas y tan regulares, que parecían
estar hechas por el mismo molde. Anduvo otros doscientos pasos. Bruscamente, al salir del recodo de un
camino, volvió a ver las luces y las hogueras ante sí, más cerca, pero sin que pudiera todavía comprender cómo
brillaban en el aire, en medio de aquel cielo oscuro, semejantes a lunas veladas por el humo de un incendio.
Pero acababa de llamarle la atención otro espectáculo a raíz del suelo. Era una gran masa, un montón de
construcciones, en el centro de las cuales se erguía la chimenea de una fábrica; algunos destellos de luz salían
de las ennegrecidas ventanas; cinco o seis faroles tristones y sucios se veían en el exterior, colocados en postes
de madera; y de en medio de aquella aparición fantástica envuelta en humo y en la oscuridad, salía un fuerte
ruido: la respiración gigantesca del escape de una máquina de vapor que no se veía.

Entonces el hombre comprendió que aquello era una mina. Pero le dio vergüenza acercarse. ¡Así como
así, no iba a encontrar trabajo! En vez de dirigirse hacia el edificio, decidió acercarse hacia la plataforma,
donde ardían tres hogueras de carbón de piedra, en canastillos de hierro, para alumbrar y calentar a los que
trabajaban. Los obreros empleados en el corte debían de haber trabajado hasta muy tarde, porque aún estaban
sacando tierra y piedra. Desde allí vio a los mineros empujando los trenes, y distinguió sombras vivientes
volcando las carretillas y haciendo montones de hulla alrededor de las hogueras.

-Buenas noches -dijo, acercándose a una de ellas.

El carretero, que era un anciano vestido con un capote de lana morada, y abrigada la cabeza con una
gorra de piel de conejo, estaba en pie, de espaldas a la lumbre, mientras el caballo, un penco tordo, esperaba,
con la inmovilidad de una estatua, a que desocuparan las seis carretillas que arrastraba. El obrero empleado en
esta faena, un mozo pelirrojo, no se daba prisa, tomando con calma la operación de ir aumentando el montón
de hulla.

-Buenas noches -respondió el viejo.

Hubo un momento de silencio. El hombre, al advertir que le miraba con desconfianza, se apresuró a decir
su nombre.

-Me llamo Esteban Lantier y soy maquinista. ¿No habría trabajo por aquí?

Las llamas de la hoguera le iluminaban, y gracias a ellas se veía que representaba veinte o veintiún años
que era moreno, bien parecido y de aspecto fuerte, a pesar de sus facciones delicadas y sus miembros
menudos.
-¿Trabajo para un maquinista? No, no... Ayer mismo se presentaron otros dos. No lo hay.

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Una ráfaga de viento les cortó la palabra. Luego Esteban, señalando el montón sombrío de los edificios
que había al pie de la plataforma, preguntó:

-Es una mina, ¿verdad?

El viejo no pudo contestar. Un violento acceso de tos se lo impidió. Al fin escupió, y su saliva dejó una
mancha negra en el suelo, enrojecido por la brasa.

-Sí, una mina; la Voreux.. ¡Ése es el barrio de los obreros!

Y señalaba, con el brazo extendido, el pueblecillo. Pero las seis carretillas-vagones estaban vacías, y el
viejo hizo crujir la tralla que llevaba en la mano, andando con trabajo a causa de los dolores reumáticos que
atormentaban sus piernas. El caballo echó a andar, arrastrando las carretillas por los rieles, en medio de un
nuevo vendaval que le erizaba las crines.

La Voreux iba saliendo como de un sueño ante la vista de Esteban, que mientras se calentaba en la
hoguera sus ensangrentadas manos, miraba y distinguía cada una de las partes de la mina, el taller de cerner, la
entrada del pozo, la espaciosa estancia para la máquina de extracción y la torrecilla cuadrada de la válvula de
seguridad y de las bombas de trabajo. Aquella mina, abierta en el fondo de un precipicio, con sus
construcciones monótonas de ladrillos, elevando su chimenea de aspecto amenazador, le parecía un animal
extraño, dispuesto a tragarse hombres y más hombres. Mientras la examinaba con la vista, pensaba en sí
mismo, en su vida de vagabundo durante los ocho días que llevaba sin trabajo y buscando inútilmente dónde
colocarse; recordaba lo ocurrido en su taller del ferrocarril, donde había abofeteado a su jefe, siendo despedido
a causa de ello, de allí, y de todas partes después; el sábado había llegado a Marchiennes, donde decían que
había trabajo; pero nada; se había visto obligado a pasar el domingo escondido en la caseta de una cantera, de
donde acababa de expulsarle el vigilante nocturno a las dos de la madrugada. No tenía un céntimo, ni un
pedazo de pan: ¿qué iba a hacer en semejante situación, sin saber en dónde buscar un albergue que le
resguardara del frío?

El obrero que descargaba las carretillas ni siquiera había mirado a Esteban, y ya iba éste a recoger del
suelo el paquetito que llevaba, para continuar su camino, cuando un golpe de tos seco, anunció el regreso del
carretero.

Luego se le vio salir lentamente de la oscuridad, seguido del caballo tordo, que arrastraba otras seis
carretillas cargadas de mineral.

-¿Hay fábricas en Montsou? -le preguntó el joven.

-¡Oh! Fábricas no faltan -respondió-. Tendría que haber visto esto hace cuatro o cinco años. Por todas
partes se trabajaba, hacían falta obreros, jamás se había ganado tanto... Pero ahora... ahora se muere uno de
hambre. Es una desolación; de todos lados despiden trabajadores, y los talleres y las fábricas van cerrándose
unos tras otros... No digo yo que tenga la culpa el Emperador; pero, ¿a qué demonios se va a guerrear en
América? Todo esto sin contar los animales y personas que se están muriendo del cólera.

Entonces los dos continuaron lamentándose con frases entrecortadas y acento de desesperación. Esteban
relataba sus gestiones inútiles desde hacia una semana: ¿tendrían que morirse de hambre? Pronto los caminos
se verían llenos de gente pidiendo limosna.

-Sí -decía el viejo-, y esto acabará mal; porque Dios no tiene el derecho de dejar morir así a sus hijos.
-No todos los días se come carne.
-¡Toma! ¡Si al menos se pudiera comer pan!
-¡Es verdad; si hubiera siempre pan!
-¡Mire! -dijo el carretero, volviéndose hacia el mediodía-; allí está Montsou...

Y con la mano extendida de nuevo, iba señalando en la oscuridad puntos invisibles a medida que los
nombraba: allí, en Montsou, la fábrica de Fauvelle trabajaba todavía, aunque mal; la de Hoton acababa de
disminuir el personal, y solamente las de Dutilleul y Bleuze, que hacen cables para minas, siguen trabajando.
Luego, en un ademán elocuente, señaló al horizonte por la parte Norte: los talleres de construcción de
Someville no han recibido ni la tercera parte de sus pedidos acostumbrados; en las fundiciones de Marchiennes

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se han apagado multitud de hornos, mientras en la fábrica de vidrio de Gagebois hay conatos de huelga, porque
se habla de disminuir los jornales.

-Ya lo sé, ya lo sé -repetía el joven a cada indicación-; ya lo sé; vengo de allí.


-Aquí vamos bien hasta ahora -añadió el carretero-. Estas minas no han disminuido mucho la extracción;
pero, allí enfrente, en La Victoria, ha aflojado mucho el trabajo.

Escupió y volvió a echar a andar detrás de un soñoliento caballo, después de haberlo uncido al tren de
carretillas vacías.

En aquel momento Esteban dominaba toda la región. Las profundas tinieblas no habían desaparecido,
pero la mano del anciano le había hecho ver a través de ellas multitud de miserias, que el joven,
inconscientemente, sentía en aquel instante a su alrededor, rodeándole en la extensión sin limites, por todas
partes. ¿No eran gritos de hambre los que llevaban consigo aquellas ráfagas de viento frío de marzo, a través
de aquellos áridos campos? Y el vendaval continuaba arreciando, y parecía llevar consigo la muerte del
trabajo, una epidemia que había de causar muchas víctimas. Esteban se esforzaba por sondear las tinieblas,
atormentado por el deseo, y a la vez por el temor de ver. Todo continuaba, sin embargo, oculto en el fondo de
las sombras de aquella noche oscura, y no conseguía distinguir sino allá, a lo lejos, los resplandores de las
hogueras de otras minas. Era de una tristeza de incendio, y no se veían más astros en el amenazador horizonte
que estos fuegos nocturnos de las regiones de la hulla y del hierro.

-¿Es usted belga, quizás?-, preguntó a espaldas de Esteban el carretero, que acababa de hacer otro viaje.

Esta vez no llevaba más que tres carretillas, que había tiempo sobrado de descargar, porque acababa de
ocurrir en la mina un accidente, la rotura de un cable del ascensor, que interrumpía el trabajo de extracción
durante media hora. Al pie de la plataforma reinaba entonces el más profundo silencio, pues los obreros habían
interrumpido su tarea, y sólo se oía allá abajo el golpear de los martillos sobre el hierro para reparar la avería.

-No; soy del Midi -respondió el joven.

El que descargaba las carretillas, después de vaciar aquellas tres, se sentó en el suelo a descansar,
contento de que hubiese ocurrido el accidente, pero no por ello más locuaz que antes. Silencioso y arisco,
fijaba en el carretero sus ojos opacos, como extrañado de tanta conversación. Y es que, en efecto, el viejo no
hablaba tanto de ordinario. Evidentemente la fisonomía del desconocido le había sido simpática, o se hallaba
en uno de esos raros momentos de expansión, que a veces hacen hablar a los viejos en voz alta, aunque estén
solos.

-Pues yo soy de Montsou, y me llamo Buenamuerte.


-¿Será un apodo? -preguntó Esteban admirado.

El viejo hizo un movimiento de satisfacción, y señalando la mina, contestó:

-Sí, sí por cierto... Me han sacado de allí dentro, tres veces medio muerto; una vez, con la piel de la
espalda destrozada; otra, de entre los escombros de un hundimiento, y la tercera medio ahogado... Al ver que
no reventaba nunca, me llamaron en broma Buenamuerte.

Y redobló su jovialidad, un chirrido de polea mal engrasada, que acabó degenerando en un violentísimo
acceso de tos. El reflejo del brasero de carbón alumbraba en aquel instante su cabeza enorme, cubierta por
escaso cabello completamente blanco, y su cara achatada, pálida, casi lívida y salpicada de algunas manchas
moradas. Era de baja estatura, tenía un cuello enorme como el de un toro, las pantorrillas salientes, y los
brazos tan largos, que sus manazas caían hasta más abajo de las rodillas. Además, pareciéndose en esto a su
caballo, guardaba tal inmovilidad, a pesar del viento, que cualquiera hubiera creído que era de piedra al ver
que no le hacia mella ni el frío intenso, ni las terribles rachas del vendaval.

Esteban le miraba.

-¿Hace mucho tiempo -le preguntó- que trabaja usted en las minas?

Buenamuerte abrió los brazos, exclamando:

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-¿Mucho tiempo?... ¡Ya lo creo!... Mire, no había cumplido ocho años, cuando bajé por primera vez
precisamente a ésa, a la Voreux; y tengo ahora cincuenta y ocho. Conque, eche un cálculo... Ahí dentro he
hecho de todo: fui aprendiz, después arrastrador, cuando tuve fuerzas para ello; luego, cortador de arcilla
durante dieciocho años; más tarde, a causa de estas pícaras piernas, que se empeñaron en no funcionar como es
debido, me pusieron en la brigada de barrenos; después fui barrendero; me dedicaron también a las
composturas del material, hasta que se vieron precisados a sacarme de abajo, porque el médico decía que me
quedaría allí. Entonces, hace cinco años de esto, me dedicaron a carretero... Conque, ¿qué tal? ¡No es poco
cincuenta años de mina, y de ellos cuarenta abajo, en el fondo!

Y mientras hablaba, algunos pedazos de hulla inflamada que caían del brasero iluminaban de vez en
cuando su pálido semblante con un reflejo sangriento.

-Me dicen que descanse -continuó-. Pero yo no les hago caso; no soy tan idiota como ellos se figuran.
Sea como sea, he de aguantar los dos años que me faltan para llegar a sesenta, a fin de atrapar la pensión de
ciento ochenta francos. Si me despidiese hoy, se apresurarían a concederme la de ciento cincuenta. ¡Si serán
bribones!... Además, estoy todavía fuerte, excepción hecha de las piernas, y eso a causa de tanta agua como me
entró en el pellejo cuando trabajaba en las galerías. Hay días que no puedo mover una pata sin dar gritos.

Otro golpe de tos le interrumpió de nuevo.

-¿Tose por eso también? -dijo Esteban.

Pero el viejo dijo que no con la cabeza, violentamente, y luego, cuando pudo hablar, añadió:

-No, no; es que me resfrié el mes pasado. Nunca había tosido, y ahora no sé cómo librarme de esta
maldita tos... Lo más raro es que escupo, y escupo sin parar..

Volvió, en efecto, a escupir una sustancia negruzca.

-¿Escupe sangre? -dijo Esteban, atreviéndose al cabo a preguntarle.

Buenamuerte se enjugó los labios con el revés de su mano velluda. -El carbón. Tengo en el cuerpo más del
que necesitaría para calentarme hasta que me muera. Y eso que hace cinco años que no bajo a las galerías.
Parece como si lo hubiera tenido almacenado, sin sospecharlo siquiera. ¡Bah! ¡Esto conserva!

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Anton Chéjov
El pabellón número 6

En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de cardos, hortigas y cáñamo silvestre.
Tiene el tejado mohoso, la chimenea semiderrengada, los escalones del porche carcomidos y cubiertos de
abrojos; y del revoque no quedan sino huellas. Su fachada principal da al hospital, y la posterior, al campo, del
que la separa una valla gris, llena de clavos. Los clavos en cuestión están colocados punta arriba; y la valla y el
propio pabellón presentan ese aspecto tan peculiar, triste y abandonado que sólo se encuentra en Rusia en los
edificios de hospitales y cárceles.
Si no temen ustedes que les piquen las ortigas, vengan conmigo por el estrecho sendero que conduce al
pabellón, y veremos lo que sucede dentro de éste. Al abrir la primera puerta, pasamos al zaguán. Junto a la
pared y cerca de la estufa hay montones de objetos: colchones, viejas batas desgarradas, pantalones, camisas a
rayas azules, zapatos viejísimos. Todo ello amontonado, arrugado, revuelto, medio podrido y maloliente.
Tumbado sobre tanto trasto y con la pipa siempre entre los dientes, está el loquero Nikita, viejo soldado
de galones descoloridos, rostro severo y alcohólico, grandes cejas arqueadas, que le dan aspecto de mastín
estepario, y nariz roja. Es de baja estatura, enjuto y huesudo; pero tiene un porte impresionante y unos puños
grandísimos. Pertenece a esa categoría de gente adusta, cumplidora y obtusa que prefiere el orden sobre todas
las cosas y que, por ello, cree en las virtudes del palo. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda, en donde
se tercia; y está convencido de que sin esto no habría orden aquí.
Después entrarán ustedes en una habitación espaciosa, que ocupa el pabellón entero, menos el zaguán.
Las paredes están embadurnadas con pintura de color azul borroso. El techo, ahumado como el de un fogón,
denota que en el invierno se enciende la estufa, despidiendo un humo sofocante. Por su parte interior, las
ventanas están provistas de rejas de hierro. El piso es gris y astilloso. Huele a col agria, a tufo de candil, a
chinches y amoniaco; y esta pestilencia, en el momento de entrar, produce la impresión de que se entra en una
casa de fieras.
Hay en la habitación camas atornilladas al suelo. Sentados o tendidos sobre ellas, se nos presentan
hombres con batas azules y gorros de dormir a la antigua usanza. Son locos.
Cinco locos. Sólo uno es de ascendencia noble; los demás proceden de la pequeña burguesía. El primero
conforme se entra, un meschanin alto, delgado, de bigote rojo y brillante y ojos llorosos, está sentado con la
cabeza apoyada en la mano y la mirada fija en un punto. Se pasa el día y la noche con el semblante triste,
moviendo la cabeza, suspirando y sonriendo amargamente. Rara vez interviene en las conversaciones; y no
suele responder a las preguntas. Come y bebe maquinalmente, cuando se lo dan. A juzgar por su tos
convulsiva y torturante, por su delgadez y por la ligera coloración de su rostro, está en la primera fase de la
tuberculosis.
El siguiente es un viejecillo pequeño, ágil y vivaz, de aguda perilla y pelo azabachado y rizoso, como el
de un negro. Durante el día se pasea de ventana en ventana o se sienta en su cama a la manera turca; y silba sin
cesar, como un jilguero, o canta y ríe quedamente. Su alegría infantil y su viveza de carácter se manifiestan
también de noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para darse golpes de pecho y hurgar en las
cerraduras. Es el judío Moiseika, un tontuelo que perdió el juicio hace veinte años, al quemársele un taller de
sombrerería.
De todos los habitantes del pabellón número seis, es Moiseika el único al que se permite salir del
pabellón e incluso del patio a la calle. Disfruta de este privilegio desde hace tiempo, acaso por su veteranía en
el hospital y por ser un tonto tranquilo e inocente, un payaso de la ciudad, acostumbrada ya a verle en las
calles rodeado de chiquillos y de perros. Con su raído batín, su ridículo gorro, sus zapatillas, y a veces
descalzo y hasta sin pantalón, recorre las calles deteniéndose ante las tiendas y pidiendo una limosna. Aquí le
dan kvas, allí pan, más allá una kopeka. De tal modo, suele regresar al pabellón, harto y rico. Pero todo lo que
trae se lo arrebata Nikita y se queda con ello. Lo registra brutalmente, con celo y enojo, dándoles la vuelta a
los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que jamás volverá a dejar salir al judío y de que el desorden es lo
peor del mundo para él.
Moiseika es servicial; lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos, promete a todos
traerles una kopeka de la calle y hacerles un gorro; y da de comer a su vecino de la izquierda, un paralítico. Y
no obra así por compasión o por consideraciones humanitarias, sino imitando y obedeciendo involuntariamente
a su vecino de la derecha, apellidado Grómov.
Iván Dimítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de familia noble, antiguo empleado de la
Audiencia y secretario provincial, sufre manía persecutoria. Suele estar enroscado en la cama; o recorre el
pabellón de un rincón a otro, con el solo objeto de moverse; y rara vez se sienta. Siempre parece excitado,
nervioso, como esperando no se sabe qué. Al menor ruido en el zaguán o al menor grito en el patio levanta la

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cabeza y aguza el oído, temeroso de que vengan por él. Y en su cara refleja una intranquilidad y un miedo
extremos.
Me gusta su rostro ancho, pomuloso, siempre pálido y demacrado, espejo de un alma atormentada por la
lucha interna y por el miedo permanente. Sus muecas son enfermizas y extrañas; pero los delicados rasgos que
han dejado impresos en su semblante unos sufrimientos profundos y sinceros, son discretos e inteligentes; y
sus ojos tienen un brillo cálido y sano. Me agrada esta persona cortés, servicial y delicada con todos, menos
con Nikita. Si a alguien se le cae un botón o una cuchara, Grómov salta rápidamente de la cama para recoger el
objeto caído. Todas las mañanas da los buenos días a sus compañeros; y al acostarse, les desea que pasen
buena noche.
Aparte del nerviosismo y las muecas, hay otra expresión de su locura; algunas noches se envuelve en su
batín; y, tiritando con todo el cuerpo y castañeteando los dientes, se pone a andar, presuroso, de un rincón a
otro y entre las camas. Diríase que es presa de una fiebre voraz. Por su manera de detenerse repentinamente y
de mirar a los compañeros, se le nota el deseo de decir algo importante; pero, tal vez creyendo que no van a
escucharle o a comprenderle, agita la cabeza y sigue andando. Sin embargo, el ansia de hablar se impone
pronto a las demás consideraciones; y Grómov, dando rienda suelta a la lengua, habla con cálido
apasionamiento. Su discurso es desordenado, febril, semejante al delirio, entrecortado y no siempre
comprensible; pero en sus palabras y en su voz se percibe un matiz extraordinariamente bondadoso. Cuando
habla, se nota en él al loco y al hombre. Es difícil trasplantar al papel sus demenciales discursos. Habla de la
vileza humana, de la violencia que pisotea a la razón, de lo hermosa que será la vida en la tierra con el tiempo,
de los barrotes, que a cada instante le recuerdan la cerrazón y la crueldad de los esbirros. Un caótico y
desordenado popurrí de tópicos que, aunque viejos, no han caducado todavía

II

Hace doce o quince años, en una casa de su propiedad, situada en la calle principal de una ciudad de
Rusia, vivía con su familia el funcionario Grómov, persona seria y acomodada. Tenía dos hijos: Serguei e
Iván. El primero, siendo ya estudiante de cuarto curso, enfermó de tisis galopante y murió muy pronto. Su
muerte marcó el comienzo de una serie de desgracias que cayeron súbitamente sobre la familia. A la semana
de enterrado Serguei, el padre fue procesado por fraude y malversación, falleciendo poco después en la
enfermería de la cárcel, donde contrajo el tifus. La casa y todos los bienes fueron vendidos en almoneda,
quedando Iván y su madre privados de recursos.
En vida de su padre, Iván vivía en Petersburgo, estudiando en la universidad; recibía de casa 60 o 70
rublos mensuales, e ignoraba lo que pudiera ser la necesidad; luego, en cambio, hubo de modificar
radicalmente su vida: de la mañana a la noche tenía que dedicarse a dar clases -muy mal pagadas- o a hacer de
copista, pasando hambre a pesar de todo, pues enviaba la casi totalidad de las ganancias a su madre. Iván
Dimítrich no resistió; desanimado, se quedó como un pajarito y, abandonando los estudios, se marchó a su
casa. De regreso en su ciudad natal, y valiéndose de recomendaciones, obtuvo una plaza de maestro en una
escuela; pero como no congenió con sus colegas, ni tampoco gustó a los alumnos, pronto renunció a su puesto.
Murió la madre, Iván Dimítrich anduvo cosa de medio año cesante, alimentándose tan sólo de pan y agua; y
luego encontró un empleo en la Audiencia que ocupó hasta que fue licenciado por enfermedad.
Nunca, ni aun en sus jóvenes años estudiantiles, dio sensación de salud. Siempre fue pálido, flaco,
resfriadizo; comía poco y dormía mal. Una copa de vino bastaba para darle mareos y enervarle hasta el
histerismo. Aunque buscaba la compañía de la gente, su carácter colérico y sugestionable le impedía intimar
con quienquiera que fuese y tener amigos. Hablaba con desprecio de sus conciudadanos, diciendo que su
grosera ignorancia y su existencia soñolienta y animal le parecían repulsivas. Se expresaba con voz de tenor,
fuerte, apasionadamente, tan pronto indignándose airado como admirándose jubiloso; pero siempre con
sinceridad. Fuese cual fuere la materia de que se hablara con él, todo lo resumía en una conclusión: la vida en
aquella ciudad ahogaba y aburría; la sociedad carecía de intereses vitales y arrastraba una existencia oscura y
absurda, amenizándola con la violencia, la perversión más burda y la hipocresía; los granujas estaban hartos y
vestidos, mientras que los honestos se alimentaban de migajas; hacían falta escuelas, un periódico local
honrado, un teatro, conferencias públicas, cohesión de las fuerzas intelectuales; urgía que la sociedad se
reconociera a sí misma y se horrorizara. En su apreciación de las personas, no utilizaba sino tintas cargadas,
pero sólo blancas y negras, sin matices de otro género. Para él, la humanidad se dividía en honrados y canallas;
no había cualidades intermedias. De las mujeres y del amor hablaba siempre con apasionado entusiasmo,
aunque nunca estuvo enamorado.
Pese a la rigidez de sus juicios y a su nerviosismo, en la ciudad le querían; y a espaldas suyas le
llamaban con el diminutivo de Vania. Su delicadeza innata, su naturaleza servicial, su honradez, su pureza
moral y su levita usada, su aspecto enfermizo y los infortunios de su familia, engendraban un sentimiento

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bueno, cálido y triste. Como, por otra parte, era instruido y leído, la gente lo creía enterado de todo; y por eso
hacía las veces de un manual viviente de consulta.
Leía muchísimo. Sentado en el club, tocándose, nervioso, la barba, hojeaba revistas y libros. Y por la
cara se le notaba que no leía, sino que engullía lo que pasaba ante sus ojos, sin que le diese tiempo a
masticarlo. Cabe suponer que la lectura fuese una de sus costumbres enfermizas, pues se lanzaba con la misma
ansiedad sobre todo lo que se le ponía a mano, aunque fuesen periódicos o calendarios del año anterior.
Cuando estaba en su casa, siempre leía acostado.

III

Una mañana de otoño, Iván Dimítrich, subido el cuello del abrigo y chapoteando con los pies en el
barro, iba por callejuelas y patios a casa de un individuo al que debía cobrarle cierta contribución. Llevaba,
como todas las mañanas, un humor lúgubre. En una calleja se encontró a dos detenidos que, arrastrando
cadenas, marchaban escoltados por una patrulla de cuatro soldados con fusiles. En más de una ocasión, Iván
Dimítrich había visto detenidos, los cuales suscitaban siempre en su alma un sentimiento de piedad y de
desazón. Ahora, en cambio, el encuentro le produjo una impresión muy particular y extraña. Por no se sabe
que razón, pensó que también a él podían encadenarlo y conducirlo por el barro a la cárcel. Cumplido el
servicio, y camino ya de su casa, halló cerca de la oficina de correos a un inspector de policía que le saludó y
le acompañó unos pasos, circunstancia que se le antojó sospechosa. Una vez en su domicilio, se pasó el día sin
que se le fueran de la imaginación los presos y los soldados con fusiles. Una incomprensible inquietud
espiritual le impedía concentrarse y leer. Aquella tarde no encendió la luz; ni durmió por la noche, siempre
atosigado por la idea de que podían detenerlo, encadenarlo y meterlo en prisión. Se sabía inocente de toda
culpa y podía garantizar que jamás mataría, robaría o quemaría nada; pero ¿acaso era tan difícil delinquir
casual e involuntariamente o estaba fuera de lo posible una falsa denuncia o un error judicial? No en vano, un
adagio popular, basado en una experiencia de siglos, decía que nadie asegurase que no iría a la cárcel o a
mendigar. Con el sistema judicial imperante era muy posible un error de los tribunales. Las personas que, en
razón de su cargo, ven a diario sufrimientos ajenos, terminan por insensibilizarse hasta tal extremo, que aun
queriendo, no pueden tratar a sus clientes sino de una manera formalista. En este sentido no se diferencian en
nada del mujik que en un corral mata borregos y becerros sin reparar en la sangre. Bajo el imperio de esta
actitud formalista, de este trato insensible, el juez no necesitaba más que tiempo para privar a un inocente de
sus derechos y de su hacienda y para mandarlo a trabajos forzados. Sólo necesitaba tiempo para observar unas
formalidades por las que le pagaban un sueldo; y luego, adiós: ¡cualquiera iba a buscar justicia y protección en
aquel villorrio sucio, a más de 200 kilómetros del ferrocarril! Por otra parte, ¿no era ridículo pensar en la
justicia cuando toda violencia era acogida por la sociedad como una necesidad razonable y conveniente,
mientras que todo acto de misericordia, por ejemplo, una sentencia absolutoria, suscitaba un estallido de
desaprobación y de sentimientos vengativos?
A la mañana siguiente, Iván Dimítrich se levantó horrorizado, con la frente cubierta de un sudor frío,
seguro ya de que podían arrestarle en cualquier momento. Si los azarosos pensamientos de la víspera no le
abandonaban, era porque algo tenían de ciertos -pensaba él-, pues no se le iban a venir a la cabeza sin ningún
fundamento.
Un guardia municipal pasó muy despacio por delante de la ventana. Por algo sería. Dos desconocidos se
detuvieron frente a la casa y permanecieron callados. ¿Por qué callaban?
Iván Dimítrich atravesó días y noches horribles. Todos los que pasaban junto a la ventana o entraban en
el patio se le antojaban espías y policías. A eso de las doce pasaba en un carruaje el capitán de policía, que iba
desde su hacienda campestre al cuartelillo; pero a Iván Dimítrich le parecía que iba demasiado aprisa y con
una expresión enigmática; de fijo que iba a anunciar que en la ciudad había un criminal muy importante.
Nuestro hombre temblaba cuando sonaba el timbre o llamaban a la puerta; se acongojaba al ver en la casa a
una persona nueva; y al tropezarse con policías o guardias sonreía o se ponía a silbar para parecer indiferente.
No dormía noches enteras esperando que viniesen a detenerle, pero roncaba y jadeaba como en sueños para
que la dueña de la casa creyese que dormía, pues de saberse que estaba en vela, ¡qué prueba contra él!
Demostraríase que no tenía la conciencia tranquila. Los hechos y la lógica le convencían de que tales temores
eran pura alucinación psicopatológica y de que, bien vistas las cosas, nada tenían de horrible la detención o la
cárcel si la conciencia estaba tranquila. Pero cuanto más razonaba discreta y lógicamente, tanto mayor y más
torturante era la desazón espiritual. Aquello hacía recordar la historia del hombre que deseaba hacer un claro
en la selva virgen para vivir y cuanto más trabajaba con el hacha, tanto más crecía el bosque. Por último, Iván
Dimítrich. viendo la inutilidad de los razonamientos, los abandonó totalmente, entregándose por entero a la
desesperación y al miedo.

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Comenzó a eludir la compañía de sus semejantes. La oficina, que antes le desagradaba ya, se le hizo
ahora insoportable. Temía que le tendiesen una trampa; que le pusieran dinero en el bolsillo y después le
acusasen de haber tomado una propina; cometer casualmente en documentos oficiales un error equivalente a
una falsificación, o perder dineros ajenos. Cosa extraña: nunca había sido su pensamiento tan ágil ni su
inventiva tan grande como ahora, en que imaginaba a diario mil motivos distintos para temer seriamente por su
libertad y su honor. En cambio, disminuyó mucho su interés por el mundo exterior, en particular por los libros;
y la memoria comenzó a fallarle.
En primavera, al derretirse la nieve, hallaron en un barranco cercano al cementerio dos cadáveres
semiputrefactos, de una vieja y de un niño, con síntomas de muerte violenta. No se hablaba en la ciudad de
otra cosa que del asesinato y de los asesinos desconocidos. Iván Dimítrich, para que nadie pensase que había
sido él, andaba por las calles sonriendo; y al encontrarse con algún conocido, palidecía, enrojecía y comenzaba
a afirmar que no había crimen más bajo que el asesinato de gente débil e indefensa. Mas esto acabó por
cansarle; y, al cabo de mucho reflexionar, creyó que, en su situación, lo mejor era esconderse en la cueva de la
casa. Permaneció allí un día y una noche. Al segundo día se le hizo irresistible el frío y, esperando a que
oscureciera, volvió a su cuarto ocultándose como un ladrón. Estuvo de pie en medio de la habitación hasta el
amanecer, atento el oído y sin hacer el menor movimiento. Muy temprano, antes de que saliera el sol, vinieron
unos fumistas llamados por la dueña. Iván Dimítrich sabía perfectamente que habían venido para rehacer el
horno de la cocina; pero el miedo le sugirió que eran policías disfrazados de fumistas. Saliendo secretamente,
huyó a la calle horrorizado, sin gorro ni levita. Los perros le perseguían; un mujik gritaba detrás; el viento le
ululaba en los oídos; y el pobre Iván Dimítrich creía que las violencias de todo el mundo se habían unido con
ánimo de darle alcance.
Por fin le detuvieron, le llevaron a su casa y mandaron a la dueña en busca del doctor. El doctor, Andrei
Efímich, de quien hablaremos a su debido tiempo, le recetó compresas frías en la cabeza y unas gotas de laurel
y cerezas, movió tristemente la cabeza y se despidió diciendo a la dueña que no regresaría, pues no se debe
impedir que la gente se vuelva loca. Por carecer de medios para vivir y tratarse, Iván Dimítrich fue enviado al
hospital donde le acomodaron en el pabellón de venéreo. Como no dormía de noche, discutía con el personal y
molestaba a los enfermos, Andrei Efímich dispuso que le trasladaran al pabellón número seis.
Al cabo de un año, todo el mundo se olvidó de Iván Dimítrich; y sus libros, arrumbados por la dueña en
un trineo, bajo un cobertizo, no tardaron en ser pasto de los chiquillos.

IV

Según dijimos, el vecino de la izquierda de Iván Dimítrich es el judío Moiseika; y el de la derecha es un


mujik adiposo, casi redondo, de cara grosera y estúpida; un animal inmóvil, tragón y sucio, que ha perdido
hace tiempo hasta la facultad de pensar y sentir. Exhala siempre un hedor ácido y asfixiante.
Nikita, encargado de la limpieza, le pega horriblemente, volteando el brazo y sin piedad para sus
propios puños. Y lo terrible no es que le pegue, pues uno puede acostumbrarse a verlo, sino que el insensible
animal no conteste siquiera con un sonido, con un ademán, con una expresión de los ojos; se limita a un ligero
movimiento de su cuerpo, semejante a un barril.
El quinto y último habitante del pabellón número seis es un meschanín que prestó servicio en correos
como seleccionador de cartas; un sujeto rubio y enjuto, de rostro bondadoso aunque un tanto maligno. A
juzgar por sus ojos inteligentes y tranquilos, de mirada serena y jovial, le gusta darse tono y tiene un secreto
muy importante y agradable. Guarda bajo la almohada y el colchón algo que no enseña a nadie; pero no lo
hace por miedo a que se lo roben, sino por decoro. A veces se acerca a la ventana, y de espaldas a sus
compañeros, se pone algo en el pecho y lo mira agachando la cabeza. Si uno se llega en ese momento hasta él,
se azora y se arranca del pecho el objeto en cuestión. Pero no es nada difícil adivinar su secreto.
-Felicíteme -suele dirigirse a Iván Dimítrich-. He sido propuesto para la Orden de San Estanislao de
segunda clase, con estrella. La segunda clase con estrella se otorga solamente a extranjeros; pero conmigo
quieren hacer esta excepción -sonríe y se encoge de hombros como con perplejidad-. Le confieso que no lo
esperaba...
-No entiendo una palabra de esas cosas -replica, sombrío, Iván Dimítrich.
-Pero, ¿sabe usted lo que conseguiré tarde o temprano? -continúa el exempleado de correos entornando
picarescamente los ojos-. Obtendré, sin falta, la Estrella Polar sueca. Una condecoración que vale la pena de
gestionarla. Cruz blanca y cinta negra. Resulta muy bonita.
Acaso en ningún sitio será la vida tan monótona como en el pabellón. Por la mañana, los enfermos, a
excepción del paralítico y del mujik gordo, salen al zaguán, se lavan en una tina y se secan con los faldones de
las batas. Después toman en jarros de lata el té que les trae Nikita del pabellón principal. A cada uno le
corresponde un jarro. Al medio día comen sopa de col agria y gachas. Y por la noche cenan gachas de las que

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les quedaron al medio día. Entre comida y comida están tendidos, durmiendo, mirando por la ventana o
andando de un rincón a otro. Así todos los días. Para que la monotonía sea mayor, el antiguo empleado de
correos habla siempre de las mismas condecoraciones.
Los habitantes del pabellón número seis ven a muy poca gente. El doctor no admite ya más alienados; y
hay en este mundo muy pocos aficionados a visitar manicomios. Una vez cada dos meses viene Semión
Lazarich, el barbero. No hablaremos de cómo pela a los locos, de cómo le ayuda Nikita en su labor y de cómo
se alborotan los pacientes al ver aparecer al barbero, borracho y sonriente.
Nadie más visita el pabellón. Los locos están condenados a ver tan sólo a Nikita.
Sin embargo, últimamente ha corrido por el pabellón principal un rumor harto extraño.
¡Han puesto en circulación el rumor de que el médico ha comenzado a visitar el pabellón número seis!

¡Extraño rumor!
El doctor Andrei Efímich Raguin es un hombre notable en su género. Se dice que allá en su juventud
era muy devoto, se preparaba para la carrera eclesiástica; y en 1863, al terminar el bachillerato, tuvo intención
de ingresar en la Academia de Teología; pero su padre, doctor en medicina y cirujano, lo tomó a risa y declaró,
categóricamente, que dejaría de considerarle hijo suyo si se metía a pope. Ignoro hasta qué punto será verdad
todo esto; pero el propio Andrei Efímich reconoció más de una vez que jamás tuvo ninguna vocación por la
medicina o por las ciencias especiales en general.
Fuese como fuese, lo cierto es que terminó sus estudios de medicina y que no se hizo pope. No se
mostraba muy beato, y al principio de su carrera como médico se parecía a un sacerdote tan poco o menos que
ahora.
Tiene un aspecto pesado, torpe, de mujik. Por su cara, su barba, su pelo liso y su cuerpo fornido y basto,
recuerda a un ventero de carretera, harto, inmoderado y brusco. Su cara es rígida, surcada de venillas azules;
sus ojos, pequeños; y su nariz roja. Alto de estatura y ancho de hombros, tiene unos brazos y unas piernas
enormes. Diríase que al que coja con su puño le sacaría el alma del cuerpo. Pero su pisada es suave y sus
andares pausados, cautos. Al encontrarse con alguien en un pasillo estrecho, siempre es el primero en
detenerse para dejar paso, y se excusa con blanda voz de tenor, y no de bajo, como uno espera. Una pequeña
hinchazón le impide usar cuello almidonado, razón por la cual lleva camisa de percal o de lienzo suave. Su
indumentaria no es la de un médico. El mismo traje le dura alrededor de diez años; y la ropa nueva, que
compra en la tienda de algún judío, parece tan vieja y arrugada como la anterior. Vestido con la misma levita
recibe a los enfermos, almuerza y va de visita. Pero no lo hace por tacañería, sino por descuido hacia su
persona.
Cuando Andrei Efímich llegó a la ciudad para tomar posesión de su cargo, el «establecimiento
filantrópico» se hallaba en condiciones horribles. El hedor en los pabellones, en los pasillos y hasta en el patio,
hacían difícil la respiración. Los guardas, las enfermeras y sus hijos, dormían en los mismos pabellones que los
enfermos. Todos se quejaban de que las cucarachas, las chinches y los ratones les hacían la vida imposible. En
la sección de cirugía, la erisipela era cosa permanente. Para todo el hospital había únicamente dos escalpelos y
ningún termómetro. El cuarto de baño servía de almacén de patatas. El inspector, la encargada de la ropa y el
practicante robaban a los enfermos; y se murmuraba que el antiguo médico, el predecesor de Andrei Efímich,
vendía secretamente el alcohol del hospital y había formado un auténtico harén de enfermeras y enfermas. En
la ciudad se conocían estas anormalidades e incluso se las exageraba; pero la actitud de todos era de tolerancia.
Unos las justificaban afirmando que en el hospital ingresaban sólo gente baja y mujiks, los cuales no podían
estar insatisfechos, ya que en sus casas vivían mucho peor. ¡No los iban a alimentar con faisanes! Otros
buscaban el argumento de que a una ciudad, sin la ayuda de la Diputación provincial, le era imposible costear
un buen hospital; y por consiguiente, había que dar gracias a Dios por tener uno, aunque fuera malo. Y la
Diputación no abría ningún establecimiento sanitario en la ciudad ni en sus inmediaciones, alegando que ya
había un hospital.
Después de inspeccionarlo, Andrei Efímich dedujo que aquel establecimiento era inmoral y nocivo en
alto grado para la salud del vecindario. A su entender, lo más inteligente hubiera sido dar libertad a los
enfermos y cerrar el hospital. Mas consideró que para ello no bastaba con su voluntad y que, por otra parte,
sería inútil, pues al desterrar de un lugar la inmundicia física y moral, ésta se trasladaría a otro. En
consecuencia, procedía esperar a que ella, por sí sola, se liquidase. Además, el hecho mismo de que la gente
hubiera abierto un hospital y lo tolerase, significaba que le era necesario; los prejuicios y tantas otras
porquerías e inmundicias de la vida diaria, eran precisos, porque con el correr del tiempo, se convertían en
algo útil, como el estiércol o la tierra negra. No hay en el mundo cosa buena que no provenga de una
inmundicia, pensaba él.

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Al tomar posesión del cargo, Andrei Efímich pareció ser indiferente a las anomalías del hospital.
Limitóse a ordenar a los guardas y a las enfermeras que no pernoctasen en los pabellones; y a colocar dos
armarios con instrumental. El inspector, la encargada de la ropa, el practicante y la erisipela de la sección
quirúrgica permanecieron en sus puestos.
Andrei Efímich ama extraordinariamente la inteligencia y la honradez, pero para organizar a su
alrededor una vida inteligente y honrada le faltan carácter y confianza en sí mismo. No sabe ordenar, prohibir e
insistir. Diríase que ha hecho voto de no levantar nunca la voz ni emplear el modo imperativo. Se le hace
difícil decir «dame» o «tráeme». Cuando tiene gana de comer, deja oír una tosecilla de indecisión y dice a la
cocinera: «Estaría bien tomar un poco de té» o «Me gustaría almorzar». En cambio, se siente sin fuerzas para
decir al inspector que deje de robar, o para despedirlo, o para abolir ese cargo, inútil y parasitario. Cuando le
engañan, o le adulan, o le traen a la firma una cuenta, falsa a todas luces, Andrei Efímich se pone más colorado
que un cangrejo y se siente culpable; pero firma la cuenta. Y si los enfermos se quejan de que pasan hambre o
de malos tratos por parte de las enfermeras, él se desconcierta y masculla con aire de culpabilidad:
-Está bien, está bien, ya me informaré... De seguro que se trata de una mala interpretación.
En los primeros tiempos, Andrei Efímich trabajó con enorme celo. Recibía enfermos desde por la
mañana hasta la hora del almuerzo; practicaba operaciones y hasta asistía a parturientas. Las señoras decían
que adivinaba admirablemente las enfermedades, sobre todo las de mujeres y niños. Pero poco a poco, se fue
aburriendo de todo aquello, con su monotonía y su evidente inutilidad. Hoy recibía treinta enfermos, y al día
siguiente se le presentaban treinta y cinco, a los dos días, cuarenta; y así, sucesivamente, día tras día y año tras
año, sin que en la población descendiese la mortalidad. No había modo humano de atender seriamente a
cuarenta enfermos en el curso de una mañana; por consiguiente, aquello era un engaño. Si en un año había
recibido a doce mil enfermos, quería decirse, hablando lisa y llanamente, que había engañado a doce mil
personas. Tampoco era posible internar a los pacientes graves y tratarlos según las reglas de la ciencia, porque
había reglas y no ciencias; y si, dejando a un lado la filosofía, se atenía a las reglas de un modo formalista,
como los demás médicos, para ello necesitaba, en primer término, limpieza y ventilación, en lugar de suciedad:
alimentación sana y no schi de apestosa col agria; y buenos auxiliares, en vez de ladrones.
Por otra parte, ¿para qué impedir que la gente muriese si la muerte es el fin normal y legítimo de todos y
cada uno? ¿Qué se ganaría con que un mercachifle o un chupatintas viviese cinco o diez años más?
Considerando que el objeto de la medicina consistía en aliviar los sufrimientos, surgía la pregunta: ¿Y para qué
aliviarlos? En primer lugar, se decía que los sufrimientos llevaban al hombre a la perfección; y en segundo, si
la humanidad aprendiese a mitigar sus males con píldoras y gotas abandonaría totalmente la religión y la
filosofía, en las que hasta entonces encontraba, no sólo un escudo contra las calamidades, sino incluso la
felicidad. Pushkin padeció horribles tormentos antes de morir; y el pobre Heine estuvo paralítico varios años.
¿Qué razón había, pues, para que no aguantasen enfermedades un Andrei Efímich o una Matriona Savishna,
cuyas vidas carecían de contenido y resultarían completamente hueras y semejantes a la de la amiba, a no ser
por los sufrimientos?
Abrumado por tales reflexiones, Andrei Efímich se desalentó y dejó de ir al hospital diariamente.

VI

Su existencia transcurre del siguiente modo: se levanta alrededor de las ocho, se viste y se desayuna.
Luego se sienta a leer en su gabinete o se marcha al hospital. Allí encuentra, en el pasillo, a numerosos
enfermos que esperan para la visita. Por su lado pasan, golpeando el suelo de ladrillo con sus botas, guardas y
enfermeras. Deambulan escuálidos enfermos cubiertos con batas. Llevan y traen cadáveres y recipientes de
basura. Lloran niños. Sopla viento en corriente. Andrei Efímich sabe que este ambiente es horrible para los
enfermos con fiebre, los tuberculosos y los impresionables; pero ¿qué se le va a hacer? En el gabinete de visita
le espera el practicante Serguei Sergueich, rechoncho, rasurado, carirredondo, de ademanes suaves y finos, con
traje nuevo y holgado. Antes parece un senador que un practicante. Tiene en la ciudad una enorme clientela,
usa corbata blanca y se cree más competente que el doctor, el cual carece de clientes. En un rincón del
gabinete, dentro de un fanal, hay una imagen iluminada por una gran lámpara; junto a ella, un reclinatorio con
funda blanca; pendientes de las paredes, retratos de obispos, una vista del monasterio de Sviatogorsk y coronas
de florecillas de aciano, ya secas. Serguei Sergueich es muy religioso y amante de la beatitud. La imagen la ha
costeado él. Los domingos, cualquier enfermo a quien él se lo ordene, lee en el gabinete una oración; y acto
seguido el propio Serguei Sergueich recorre los pabellones con el incensario, sahumándolas una por una.
Como los enfermos son muchos y el tiempo escaso, Andrei Efímich se limita a hacerles unas preguntas
y a recetarles cualquier ungüento o aceite de castor. El médico, sentado y con la mejilla apoyada en la mano,
como pensativo, pregunta maquinalmente. Serguei Sergueich, también sentado, se frota las manos; y, de tarde
en tarde, pronuncia unas palabras.
-Padecemos enfermedades y miserias porque no rezamos como es debido a Dios misericordioso -dice.

48
En las horas de visita, Andrei Efímich no practica ninguna operación: hace tiempo que se ha
desacostumbrado; y la sangre le produce una desazón desagradable. Cuando tiene que abrirle a un niño la boca
para verle la garganta y el niño llora y se defiende con las manos, el ruido da vértigo al doctor, y las lágrimas
asoman a sus ojos. En tales casos, se apresura a escribir la receta y apremia a la madre para que se lleve pronto
a la criatura.
Durante la recepción, le fastidian la timidez y la torpeza de los pacientes, la proximidad del santurrón
Serguei Sergueich, los retratos de la pared y hasta sus propias preguntas, que son las mismas desde hace veinte
años largos. Y se marcha, después de recibir a cinco o seis enfermos, dejándole los demás al practicante.
Alegre y satisfecho de pensar que, gracias a Dios, no tiene clientes particulares y nadie va a molestarle,
Andrei Efímich llega a su casa, toma asiento en el gabinete y se pone a leer. Lee mucho, y siempre con sumo
placer. Gasta la mitad del sueldo en literatura: y tres de las seis habitaciones del piso están llenas de revistas y
de libros viejos. Prefiere las obras de historia y de filosofía. En cambio, de su especialidad recibe solamente la
revista Vrach, que siempre comienza a leer por la última página. La lectura se prolonga varias horas, sin
hacérsele aburrida. Andrei Efímich no lee tan rápida y vorazmente como en tiempos lo hiciera Iván Dimítrich,
sino con lentitud e inspiración, deteniéndose en los pasajes que le agradan o que no comprende. Siempre tiene
junto al libro una garrafita de vodka más un pepino en salmuera o una manzana en remojo que, sin plato ni
nada, están sobre el tapete de la mesa. Cada media hora, el médico, sin apartar los ojos del libro, se llena una
copa de vodka, se la bebe y, también sin mirar, coge el pepino y le da un bocado.
A eso de las tres, se llega cuidadosamente hasta la puerta de la cocina, tose y dice:
-Dariushka: me gustaría almorzar...
Después del almuerzo, bastante malo y desaseado, Andrei Efímich recorre, pensativo, sus habitaciones,
con los brazos cruzados. Dan las cuatro, dan las cinco, y él continúa su recorrido y sus meditaciones. Alguna
vez rechina la puerta de la cocina y asoma la cara de Dariushka, roja y soñolienta.
-Andrei Efímich, ¿no es la hora de la cerveza? -pregunta, preocupada, la cocinera.
-No, no es todavía la hora. Esperaré... Esperaré...
Ya anochecido, suele acudir el jefe de correos, Mijaíjl Averiánich, la única persona de la ciudad cuya
compañía no le resulta fastidiosa al médico. Mijaíl Averiánich fue en tiempos un hacendado muy rico, y sirvió
en caballería; pero se arruinó, y la necesidad le obligó, a la vejez, a buscar un trabajo en correos. De aspecto
jovial y lozano, exuberantes patillas grises, finos modales y agradable voz recia, es bondadoso y sensible,
aunque vehemente. Si en la oficina de correos protesta alguien, o no accede a alguna cosa, o simplemente
presenta alguna objeción, Mijaíl Averiánich se pone de color purpúreo, tiembla como un azogado y grita con
voz de trueno: «¡Cállese!», de modo que la oficina impone temor a la gente. Mijaíl Averiánich estima y respeta
a Andrei Efímich, por su educación y su nobleza. A todos los restantes convecinos los trata y considera como a
subordinados.
-¡Aquí me tiene! -exclama al entrar en casa del médico-. Buenas tardes, mi querido amigo. ¿Le molesto,
eh?
-Al contrario, encantado -responde el doctor-. Siempre me alegro de verle.
Los dos amigos se sientan en el diván del gabinete y pasan un momento fumando en silencio.
-Dariushka: no estaría mal un poco de cerveza -dice Andrei Efímich.
Mientras se toman la primera botella, callan también: el médico pensativo; y Mijaíl Averiánich con cara
de alegre animación, como quien tiene algo muy interesante que referir. El doctor es siempre quien inicia la
conversación.
-¡Qué lástima! -pronuncia, lenta y quedamente, moviendo la cabeza y sin mirar a los ojos de su
interlocutor, cosa que nunca hace-. ¡Qué lástima estimado Mijaíl Averiánich, que no haya en toda la ciudad
personas capaces y amantes de sostener una plática interesante e inteligente! Es una gran privación para
nosotros. Ni siquiera los intelectuales están por encima de lo vulgar. Le aseguro que su nivel de desarrollo no
va más allá del de la clase baja.
-Tiene usted plena razón. Completamente cierto.
-Bien sabe usted -prosigue Andrei Efímich, reposadamente-, que en este mundo todo es minúsculo e
intrascendente, salvo las supremas manifestaciones espirituales del entendimiento humano. La razón establece
un límite acusadísimo entre el animal y el hombre; sugiere el origen divino de este último; y, en cierto modo,
hasta le concede una inmortalidad de que carece. De ahí que la razón sea la única fuente posible de placer. No
vemos ni oímos junto a nosotros la razón; quiere decirse que estamos privados de placeres. Cierto que
disponemos de libros, pero éstos son muy distintos que la conversación y el trato. Si me permite usted una
comparación no del todo feliz, yo diría que los libros son la partitura, y la conversación el canto.
-Completamente cierto.
Se produce una pausa. De la cocina sale Dariushka; y con cara de bobo embelesamiento, la barbilla
apoyada en el puño, se detiene a la puerta para escuchar.
-¡Ay! -suspira Mijaíl Averiánich-.¡Vaya usted a pedirle razón a la gente de hoy en día!

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Y refiere cuan interesante, sana y alegre era anteriormente la vida en Rusia; que intelectualidad tan
capaz había, y a que altura colocaba las nociones de honor y amistad. Se prestaba dinero sin pagarés y se
consideraba oprobioso no tender una mano a un compañero necesitado.¡ Y que campañas militares las de
entonces, que aventuras, que escaramuzas, que camaradas, que mujeres! ¡Y que paraje tan maravilloso el
Cáucaso! La mujer del comandante de un batallón, una señora la mar de extraña, se vestía de oficial y se iba
por la noche a las montañas, sin acompañante alguno. Aseguraban por allí que tenía amores con un reyezuelo
montañés.
-¡Reina de los cielos! -suspiraba Dariushka.
-¡Como comíamos! ¡Como bebíamos! ¡Y que liberales éramos!
Andrei Efímich le oye sin enterarse de lo que dice:
-¡Reina de los cielos! -suspiraba Dariushka.
-A menudo, sueño que estoy charlando con personas inteligentes -interrumpe a Mijaíl Averiánich-. Mi
padre me dio una educación esmerada; pero, bajo el influjo de las ideas de los años del sesenta, me obligo a
hacerme médico. Creo que si entonces no le hubiera obedecido, me encontraría ahora en el mismo centro del
movimiento intelectual. De fijo que sería miembro de alguna facultad. Por supuesto, la inteligencia no es
perpetua; por el contrario, es cosa pasajera; pero usted sabe por que le tengo afición. La vida es una trampa
fatidiosa. Cuando un hombre pensante adquiere edad y conciencia, parese sentirse dentro de una trampa sin
salida. Al margen de su voluntad y en virtud de una serie de casualidades, se le ha sacado de la nada a la vida...
¿Para que? Si pretende conocer el sentido y el fin de su existencia, no se lo dicen o le sueltan cuatro absurdos;
llama a su puerta, y no le abren; la muerte le llega también contra su voluntad; y así como en la cárcel los
hombres ligados por el infortunio común experimentan un alivio cuando se juntan, así también en la vida no se
advierte la trampa cuando las personas inclinadas al análisis y a las sintetizaciones se reúnen y pasan el tiempo
intercambiando ideas libres. En este sentido, la razón es un placer insustituible.
-Completamente cierto.
Sin mirar a los ojos de su interlocutor, pausada y serenamente, Andrei Efímich sigue hablando de
hombres inteligentes, y de las conversaciones con ellos, mientras Mijaíl Averiánich le escucha atentamente
muestra su Mijaíl Averiánich le escucha atentamente muestra su conformidad: «Completamente cierto»
-¿Y usted no cree en la inmortalidad del alma? -pregunta, de pronto, el jefe de correos.
-No, estimado Mijaíl Averiánich. No creo ni tengo motivos para creer.
A decir verdad, yo también tengo mis dudas. Y eso que, por otra parte, se me antoja que no he de
morirme nunca. A veces pienso: «¡Eh, viejo zorro; ya es hora de ir al hoyo!» pero una vocecita me dice desde
las profundidades del alma: «No lo creas, no te morirás».
Poco después de las nueve, se marcha Mijaíl Averiánich. Mientras se pone el abrigo en el recibidor, se
lamenta, con un suspiro:
-¡A que parajes tan remotos nos ha empujado el destino! Y lo que más rabia da es que tendremos que
morirnos aquí ¡Oh!

VII

Una vez que ha despedido al amigo, Andrei Efímich se sienta a la mesa y reanuda su lectura. Ningún
sonido altera el silencio de la noche. El tiempo parece detenerse e inmovilizarse, como el doctor, sobre el
libro; y dijérase que nada existe fuera del libro y de la lámpara con su pantalla verde. El rostro del doctor,
tosco y digno de un mujik, resplandece, poco a poco, en una sonrisa de enternecimiento y de júbilo ante las
realizaciones del cerebro humano. ¡Oh!, ¿por qué no será inmortal el hombre? -piensa-. ¿Para qué existen los
centros y las circunvoluciones cerebrales, para qué la vista, la palabra, el sentimiento y el genio, si todo ello
está condenado a convertirse en polvo y, en fin de cuentas, a enfriarse con la corteza terrestre y a volar
millones de años, sin sentido ni objeto, junto con la tierra, alrededor del sol? Para que se enfríe y luego gire, no
hacía falta sacar de la nada al hombre con su razón excelsa, casi divina, y luego, como por burla, convertirlo en
barro.
¡La transformación de la materia! ¡Qué cobardía consolarse con este sucedáneo de la inmortalidad! Los
procesos inconscientes que se verifican en la naturaleza están, incluso, por debajo de la estulticia humana, ya
que en la estulticia se encierra un algo de conciencia y de voluntad; mientras que en tales procesos no hay
absolutamente nada. Sólo un pusilánime, con más miedo a la muerte que dignidad humana, puede consolarse
pensando que su cuerpo vivirá algún día en una hierba, en una piedra o en un sapo... Ver la inmortalidad en la
transformación de las substancias es tan paradójico como augurar un porvenir magnífico a la funda después
que el rico violín se ha roto y ha quedado inútil.
Cuando el reloj da las horas, Andrei Efímich se recuesta en el respaldo del sillón y cierra los ojos para
meditar un instante. Y, como por casualidad, incitado por los buenos pensamientos que acaba de leer en el
libro, lanza una ojeada a su pasado y a su presente. El pasado es repelente; vale más no pensar en él. Y el

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presente, lo mismo. Andrei Efímich sabe que mientras sus pensamientos giran en torno al sol en compañía de
la Tierra enfriada, a poca distancia de su casa, en el pabellón principal, muchas personas sufren enfermedades
y suciedad física. Acaso haya algún enfermo desvelado, luchando contra los parásitos, contagiándose de
erisipela o quejándose por tener la venda demasiado apretada; acaso otros estén jugando a las cartas con las
enfermeras y bebiendo vodka. Durante el último año fueron engañadas doce mil personas. Igual que hace
veinte años, en los servicios sanitarios imperan el robo, el chismorreo, la murmuración, el compadrazgo, la
charlatanería mas grosera; y el hospital sigue constituyendo un establecimiento inmoral y nocivo, en grado
sumo, para la salud publica. Andrei Efímich sabe que en el pabellón número seis, Nikita vapulea a los
enfermos; y que Moiseika recorre diariamente la ciudad pidiendo limosna.
De otro lado, el doctor sabe perfectamente que durante los últimos veinticinco años se han producido
cambios fabulosos en la medicina. Cuando él estudiaba en la universidad, creía que la medicina iba a correr
pronto la suerte de la alquimia y de la metafísica. Ahora , cuando lee de noche, la medicina le tienta,
suscitando en él sorpresa y entusiasmo. ¡Qué florecimiento tan inesperado, que revolución! Gracias a los
antisépticos se realizan operaciones que el gran Pigorov consideraba imposibles incluso in spe. Simples
médicos provincianos se atreven a efectuar resecciones de la articulación de la rodilla; por cada cien
operaciones de vientre sólo hay un desenlace mortal; y el mal de piedra se considera tal insignificancia, que ni
siquiera se escribe acerca de él. Se cura radicalmente la sífilis. ¿ Y la teoría de la herencia, el hipnotismo, los
descubrimientos de Pasteur y de Koch, la estadística de la higiene y la medicina rural rusa? La psiquiatría, con
su actual clasificación de las enfermedades, los métodos de diagnóstico y tratamiento, todo ello, en
comparación con lo anterior, es un mundo nuevo. A los alienados no se les echa ahora agua en la cabeza ni se
les ponen camisas de fuerza; se les da un trato humano, y según escriben los periódicos, hasta se organizan
para ellos espectáculos y bailes. Andrei Efímich no ignora que, con el criterio y la moral actuales, una infamia
como la del pabellón número seis sólo es posible a 200 kilómetros largos del ferrocarril, en un villorrio donde
el alcalde y todos los consejales son pequeños burgueses semianalfabetos, que tienen al médico por un
sacerdote en el que hay que confiar a pie juntillas, aunque ordene echarle a uno estaño ardiente en la boca; en
cualquier otro lugar, el público y los periódicos hubieran derruido y deshecho esta pequeña Bastilla.
«Bueno, ¿ y qué ? -se pregunta Andrei Efímich abriendo los ojos-. ¿Qué se gana con todo eso?
Antisépticos, Koch, Pasteur; pero la realidad de las cosas ha cambiado bien poco. Las enfermedades y la
mortalidad siguen siendo las mismas. Se organizan bailes y espectáculos para los locos; pero, a pesar de todo,
no los sueltan. Quiere decirse que todo es tontería y vanidad, y que la diferencia entre la mejor clínica de
Viena y mi hospital es nula, en esencia».
Pero la amargura y un sentimiento parecido a la envidia le impiden permanecer indiferente. Quizá todo
ello sea producto de la fatiga. La cabeza, pesada, se le cae sobre el libro. El médico se pone las manos bajo la
cara y piensa:
«Estoy dedicado a una labor perjudicial y me dan mi sueldo personas a quienes engaño. No soy
honrado. Pero, por mí mismo, no represento nada: soy únicamente una partícula de un mal social inevitable:
todos los funcionarios comarcales son dañinos y cobran sin hacer nada... de donde se deduce que no soy yo
sino el tiempo, el culpable de mi deshonestidad... si hubiera nacido doscientos años después sería otra cosa
distinta...»
Al sonar las tres de la madrugada, apaga la lámpara y se dirige al dormitorio. Va sin ganas de dormir.

VIII

Hará cosa de dos años, la Diputación tuvo un rasgo de generosidad y acordó asignar 300 rublos
mensuales como subsidio para reforzar el personal sanitario del hospital de la ciudad, hasta el momento en que
se inaugurase el hospital comarcal; y para ayudar a Andrei Efímich requirió los servicios del médico Evgueni
Fiodorich Jobotov. Se trata de un joven que aún no ha cumplido los treinta, moreno, alto, de anchos pómulos y
pequeños ojillos. Sus padres, con toda seguridad, no eran rusos. Llegó a la ciudad sin un ochavo, con un
maletín y con una mujer joven y fea, a la que da el nombre de cocinera y que tiene un niño de pecho. Evgueni
Fiodorich usa gorra de visera y botas altas; y en invierno lleva pelliza. Se ha hecho íntimo del practicante
Serguei Sergueich y del cajero. Sin que se conozca la razón, tilda de aristócratas a los demás funcionarios,
cuya compañía rehúye. Tiene en su domicilio un solo libro: Novísimas recetas de la clínica de Viena para
1881, libro que lleva consigo siempre que va a visitar a un enfermo. Por las noches juega al billar en el club.
No le gustan las cartas. Y es gran amigo de emplear en la conversación palabras y giros como galimatías,
átame esa mosca por el rabo, no oscurezcas las cosas y otras por el estilo.
Va al hospital dos veces por semana, recorre los pabellones y recibe a los enfermos. La falta absoluta de
antisépticos y la aplicación de ventosas le indignan; pero no se atreve a introducir nuevos procedimientos, para

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no ofender a Andrei Efímich. Considera a éste un viejo farsante, le cree poseedor de una gran riqueza y le
envidia en secreto. De buena gana ocuparía su puesto.

IX

Una noche de fines de marzo, cuando ya no había nieve en el suelo y cantaban los estorninos en el
jardín del hospital, el doctor salió a la puerta a despedir a su amigo, el jefe de correos. Precisamente en aquel
momento entró en el patio el judío Moiseika, que regresaba con su botín. Destocado y con los pies desnudos
metidos en unos chanclos, llevaba una alforja con las limosnas recogidas.
-Dame una kopeka -se dirigió al doctor, tiritando de frío y sonriendo.
Andrei Efímich, incapaz de negar nada, le dio un grivennik.
«¡Qué horror! -pensó mirando aquellos pies desnudos y aquellos tobillos escuálidos y rojos-. ¡Con tanto
barro!».
Y llevado de un sentimiento mezcla de compasión y de repugnancia, le siguió hasta el pabellón,
mirando tan pronto los tobillos como la calva de Moiseika. Al entrar el doctor, Nikita saltó del montón de
cachivaches y se colocó en posición de firmes.
-Hola, Nikita -le dijo el médico en tono dulce no estaría mal darle a este judío unas botas, porque si no,
puede resfriarse.
-A sus órdenes, señor. Se lo comunicaré al inspector.
-Sí, haz el favor. Pídeselo de mi parte. Dile que yo se lo pido.
La puerta de zaguán al pabellón estaba abierta. Iván Dimítrich, acostado en su cama, se incorporó sobre
un codo, puso oído a aquella voz extraña y de pronto notó que era la del doctor. Temblando de cólera, saltó de
la cama y, con el rostro encendido, desorbitados los ojos, corrió al centro del pabellón.
-¡Ha venido el doctor! -gritó; y se echó a reír inesperadamente-. ¡Por fin! ¡Les felicito, señores! ¡El
médico nos honra con su visita! ¡Maldito bicho! -rugió, y con frenesí nunca visto en el pabellón, se puso a
patear el piso-. ¡Hay que matar a esa culebra! ¡No; matarlo sería poco! ¡Habría que ahogarlo en el retrete!
Andrei Efímich, que oyó tales palabras, asomó la cabeza desde el zaguán al pabellón y preguntó con
voz suave:
-¿Por qué?
-¿Que por qué? -vociferó Iván Dimítrich, acercándosele con aire amenazador y tiritando febrilmente
dentro del batín-. ¿Quieres saber por qué? ¡Ladrón! -masculló con repugnancia, poniendo los labios como para
escupirle-. ¡Charlatán! ¡Verdugo!
-Cálmese -respondió Andrei Efímich, sonriendo como quien se disculpa-. Le aseguro que nunca he
robado nada. Y en lo demás, exagera usted, probablemente. Veo que está enfadado conmigo. Haga el favor de
serenarse, si puede, y dígame con tranquilidad: ¿por qué está usted enojado?
-¿Y por qué me tiene usted aquí?
-Pues porque está usted enfermo.
-Sí, lo estoy. Pero decenas de locos, cientos de locos se pasean tranquilamente por la calle porque la
ignorancia de ustedes es incapaz de distinguirlos de los sanos. ¿Por qué razón, estos desdichados y yo debemos
estar aquí encerrados por todos, como conejillos de indias? Usted, el practicante, el inspector y toda su canalla
son infinitamente más bajos, desde el punto de vista moral, que cualquiera de nosotros. ¿Por qué, pues,
debemos permanecer encerrados nosotros y no ustedes? ¿Dónde está la lógica?
-La moral y la lógica no tienen nada que ver con esto. Todo depende de la casualidad. Está encerrado el
que han encerrado; y el que no han encerrado se pasea tan ufano por la calle. Y nada más. En el hecho de que
yo sea médico y usted alienado, no hay ni moral ni lógica, sino una simple casualidad.
-No entiendo ese embrollo -gruñó sordamente Iván Dimítrich y se sentó en su cama.
Moiseika, a quien Nikita no se había atrevido a registrar en presencia del doctor, colocó sobre su lecho
los trozos de pan, los papeles y los huesos recogidos como limosnas; y, todavía temblando de frío, pronunció,
como cantando, unas frases en hebreo. Probablemente, se imaginaba haber abierto una tienda.
-Déjeme marcharme -exigió Iván Dimítrich con voz trémula.
-No puedo.
-¿Por qué? ¿Por qué?
-Porque no depende de mí. Juzgue usted mismo: ¿qué provecho sacará con que yo le suelte? Váyase. Le
detendría la gente o la policía; y volverán a traerle aquí.
-Sí, sí, es verdad -murmuró Iván Dimítrich y se secó la frente-. ¡Es espantoso! Pero ¿qué puedo hacer?
¿Qué voy a hacer?

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La voz de Iván Dimítrich y su joven e inteligente rostro, gesticulante siempre, agradaron a Andrei
Efímich, que se sintió impelido a consolar al loco y a aplacarlo. Sentándose junto a él en la cama, pensó un
instante y dijo:
-¿Qué hacer? ¿Eso pregunta usted? En su situación, lo mejor sería escaparse de aquí. Pero, por
desgracia, resultaría inútil, porque le atraparían. La sociedad es invencible cuando se preserva de delincuentes,
alienados y gente molesta en general. Le queda a usted solamente una solución: tranquilizarse pensando que su
estancia aquí es necesaria.
-Nadie la necesita.
-Si existen las cárceles y los manicomios, alguien debe haber en ellos. Si no es usted, seré yo o un
tercero. En un futuro muy lejano, cuando dejen de existir las cárceles y los manicomios, no habrá rejas ni
batines. Pero esa época tardará.
Iván Dimítrich sonrió burlón.
-Está usted de broma -dijo, entornando los ojos-. Señores como usted o como su ayudante Nikita se
preocupan muy poco del futuro; pero puede tener la seguridad, caballero, de que vendrán mejores tiempos. Yo
me expresaré mal, y usted se reirá de mí; pero brillará la aurora de una nueva vida, triunfará la razón, y habrá
fiesta en nuestra calle. Yo no lo veré, me moriré antes; pero lo verán nuestros descendientes. ¡Les saludo de
todo corazón y me alegro por ellos! ¡Adelante! ¡Que Dios os ayude, amigos!
Iván Dimítrich, fulgurantes los ojos, se levantó; y, extendiendo un brazo hacia la ventana, continuó con
voz trémula:
-¡Desde detrás de estas rejas, yo os bendigo! ¡Viva la razón! ¡Me alegro por vosotros!
-No veo tanto motivo para alegrarse -dijo Andrei Efímich a quien el movimiento de Iván Dimítrich le
había parecido teatral, aunque no dejó de gustarle-. No habrá cárceles ni manicomios, y la razón triunfará,
según ha manifestado usted; pero la esencia de las cosas no cambiará, y las leyes de la naturaleza seguirán
siendo las mismas. La gente enfermará, envejecerá y morirá como hasta ahora. Por muy majestuosa que sea la
aurora que ilumine su vida, en fin de cuentas le meterán en un ataúd y le enterrarán en un hoyo.
-¿Y la inmortalidad?
-¡Bah!
-¿No cree usted en ella? Pues yo creo. No sé si ha sido Dostoievski o Voltaire quien ha dicho que si no
hubiera Dios, lo inventarían los hombres. Y yo estoy profundamente convencido de que si no existe la
inmortalidad la inventará, tarde o temprano, el gran entendimiento humano.
-Bien dicho -replicó Andrei Efímich, sonriendo satisfecho-. Me parece muy bien que crea usted. Con
esa fe puede vivir en el mejor de los mundos hasta un hombre emparedado. ¿Ha hecho usted estudios?
-Sí. Estudié en la universidad; pero no terminé la carrera.
-Es usted persona inteligente y reflexiva; y en cualquier situación puede hallar consuelo en sí mismo.
Un entendimiento libre y profundo que tiende a la interpretación de la vida, y un total desprecio a la estúpida
vanidad del mundo: he aquí dos bienes que mejores no los conoce el hombre. Usted puede poseerlos, aunque
se halle detrás de tres rejas. Diógenes vivía en un barril y era más feliz que todos los reyes de la tierra.
-Ese Diógenes era un animal -masculló, sombrío, Iván Dimítrich-. ¿A qué me viene usted con Diógenes
ni con interpretaciones? -levantóse, indignado-. ¡Yo amo la vida, la amo con pasión! Tengo manía
persecutoria, un temor permanente y torturador; pero hay momentos en que se apodera de mí la sed de vivir, y
entonces temo volverme loco. ¡Tengo un ansia enorme de vivir!
Alterado y nervioso, recorrió el pabellón; y agregó, bajando la voz:
-Cuando sueño me visitan espectros. Se me presentan unos hombres extraños; oigo voces, música; me
parece que estoy paseando por un bosque, por la orilla del mar; y me entra tal ansia de tener preocupaciones y
quehaceres... Dígame, ¿qué hay de nuevo por ahí? ¿Qué hay de nuevo?
-¿Se refiere usted a la ciudad o habla en general?
-Cuénteme primero lo que haya en la ciudad; y luego, en general.
-Pues, ¿qué quiere que le diga? La ciudad sigue siendo fastidiosamente aburrida... No hay a quién decir
una palabra ni de quién oírla. Tampoco hay gente nueva. Aunque, para ser preciso, debo decirle que hace poco
ha venido el joven doctor Jobotov.
-Vino cuando yo estaba todavía en libertad. Será un cínico, ¿no?
-Pues sí. Es hombre de poca cultura. Resulta cosa extraña, ¿sabe? A juzgar por todos los síntomas, en
nuestras capitales no se observa un estancamiento intelectual, antes bien se nota un progreso. Por consiguiente,
debe haber allí personas auténticas; pero, por no se qué razón, siempre nos mandan gente que no vale la pena
de mirarla. ¡Qué ciudad tan desdichada!
-Desdichadísima -suspiró Iván Dimítrich; y sonrió-. ¿Y cómo van las cosas en general? ¿Qué escriben
los periódicos y las revistas?
El pabellón estaba ya oscuro. El doctor se levantó; y se puso a contar lo que se escribía en el extranjero
y en Rusia, y a describir las tendencias ideológicas que se observaban. Iván Dimítrich le oía con atención,

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haciendo preguntas de cuando en cuando; pero de pronto, como si recordase algo horroroso, se agarró la
cabeza con las dos manos y se tendió en la cama, de espaldas al doctor.
-¿Qué le pasa? -inquirió éste.
-No volverá usted a oír una sola palabra mía -respondió, rudamente, el loco-. ¡Déjeme en paz!
-Pero, ¿por qué?
-Le digo que me deje en paz, ¡qué diablo!
Andrei Efímich se encogió de hombros, suspiró y abandonó el pabellón. Al pasar por el zaguán dijo al
guarda:
-Nikita, estaría bien limpiar un poco esto... ¡Hay un olor terrible!
-A sus órdenes, señor.
«¡Qué joven tan agradable! -iba pensando el médico camino de su domicilio-. Desde que vivo aquí creo
que es la primera persona con quien se puede hablar. Sabe razonar y se interesa precisamente por las cosas de
peso.
Mientras leía y, luego, al acostarse, no dejó de pensar en Iván Dimítrich. Y al despertarse a la mañana
siguiente, recordó que la víspera había conocido a un joven inteligente e interesante, decidiendo ir a visitarle
en la primera ocasión.

Iván Dimítrich estaba tendido en la misma posición que el día anterior, con la cabeza entre las manos y
las piernas encogidas. La cara no se le veía.
-Buenas tardes, amigo -le saludó Andrei Efímich entrando-. ¿No duerme usted?
-En primer lugar, yo no soy su amigo -replicó Iván Dimítrich, con la cara hundida en la almohada-. Y
en segundo, es inútil que se empeñe: no me sacará usted una sola palabra.
-Es extraño -murmuró el doctor confundido-. Ayer estábamos charlando tan tranquilamente; y de pronto
se enfadó usted e interrumpió la conversación... Quizá le disgustaría alguna de mis expresiones, o acaso yo
dijera algo contrario a sus ideas...
-¡Como que se cree usted que va a engañarme! -dijo Iván Dimítrich, incorporándose un poco y mirando
al doctor con sorna e inquietud, a un tiempo y con los ojos inyectados en sangre-. Puede marcharse a espiar a
otro lado, pues aquí no tiene nada qué hacer. Ayer mismo me di cuenta de por qué viene.
-Extraña fantasía -sonrió Andrei Efímich-. ¿De modo que usted me cree un espía?
-Si, lo creo... Un espía o un médico encargado de examinarme. Para el caso es lo mismo.
-¡Oh, qué... qué raro es usted! Y dispense la expresión...
El doctor sentóse en un taburete, junto a la cama; y movió la cabeza en son de reproche.
-Bueno -prosiguió-. Admitamos que lleva usted razón; que yo vengo a cazar arteramente sus palabras
para delatarle a la policía; que le detienen y le condenan. ¿Es que, acaso, en el tribunal o en la cárcel va usted a
estar peor que aquí? E incluso si le deportan o le mandan a trabajos forzados, ¿será peor su situación que en
este pabellón? Creo que no será peor. ¿Qué motivo hay, pues, para temer?
A lo que se ve, estas palabras influyeron en el ánimo de Iván Dimítrich, que se sentó, calmado.
Eran más de las cuatro de la tarde, la hora en que Andrei Efímich solía recorrer sus habitaciones y
Dariushka le preguntaba si no había llegado el momento de tomarse la cerveza. El tiempo era claro y apacible.
-Después de almorzar, salí a dar un paseo; y de camino he venido por aquí, como usted ve -continuó-.
Hace un tiempo verdaderamente primaveral.
-¿En qué mes estamos? ¿En marzo? -interesóse Iván Dimítrich.
-Si, a fines de marzo.
-¿Hay mucho barro en la calle?
-No, no mucho. Ya se puede andar por los senderillos del jardín.
-Buena época para darse un paseo en coche por las afueras de la ciudad -dijo Iván Dimítrich,
restregándose los ojos enrojecidos, como si acabara de despertarse-. Darse un paseo por las afueras y después
volver a casa, meterse en el gabinete, cómodo y abrigado, y que un buen médico le cure a uno el dolor de
cabeza... Hace mucho tiempo que no vivo como las personas. ¡Esto da asco! ¡Es insoportable!
Después de la excitación de la víspera, se mostraba fatigado y débil y hablaba como con desgana. Le
temblaban los dedos; y, por su semblante, se notaba que le dolía fuertemente la cabeza.
-Entre un gabinete abrigado y cómodo y este pabellón no hay diferencia alguna -sentenció Andrei
Efímich-. La quietud y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en él mismo.
-¿Qué quiere decir eso?
-Que el hombre corriente busca lo bueno y lo malo fuera de sí mismo, o sea, en un coche o en un
gabinete; mientras que el hombre meditativo lo busca en sí mismo.

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-Váyase a predicar esa filosofía a Grecia, donde hace calor y huele a naranjas, que aquí no va con el
clima. ¿No fue con usted con quien hablé de Diógenes?
-Sí, hablamos ayer.
-Diógenes no necesitaba un gabinete ni un local abrigado; ya sin eso hace bastante calor allí. Con un
tonel para meterse y unas cuantas naranjas y aceitunas que comer, basta y sobra. Pero si Diógenes hubiera
vivido en Rusia, no digo yo en diciembre, sino hasta en mayo, habría pedido habitación. Vamos, si no quería
helarse.
-No. El frío, como todos los dolores, puede no sentirse. Marco Aurelio dijo: «El frío es una noción viva
del dolor; haz un esfuerzo de voluntad para modificar esta noción, recházala, deja de quejarte, y el dolor
desaparecerá». Es una gran verdad. Un sabio o, sencillamente, un pensador, un meditador, se distingue de los
demás en que desprecia el sufrimiento, siempre está satisfecho y de nada se asombra.
-Quiere decirse que yo soy idiota porque sufro, estoy descontento y me asombro de la bajeza humana.
-Hace mal. Reflexione más a menudo; y comprenderá cuán insignificante es todo lo exterior que nos
emociona. Hay que tender a la interpretación de la vida. Ahí reside la verdadera bienaventuranza.
-Interpretación... -Iván Dimítrich frunció el ceño-. Interior... exterior... Perdone usted, pero no
comprendo nada de eso. Sé tan sólo -y se levantó mirando hoscamente al doctor-, sé tan sólo que Dios me ha
hecho de sangre caliente y de nervios... ¡Sí, señor! Y el tejido orgánico, cuando tiene vida, debe reaccionar a
toda excitación. ¡Por eso reacciono yo! Contesto al dolor con gritos y lágrimas: a las infamias, con
indignación; a las inmundicias, con asco. Eso es lo que, a mi juicio, se llama vida. Cuanto más inferior es el
organismo, tanto menos sensible es y tanto menos reacciona a las excitaciones; y, por el contrario, cuanto
mayor es su perfección, tanto mayor es su sensibilidad y tanto más enérgica su reacción ante la realidad.
¿Cómo puede ignorarse esto? ¡Médico, y no sabe cosas tan elementales! Para despreciar el sufrimiento, estar
siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar a la situación de éste -Iván Dimítrich señaló al
mujik gordo y adiposo- o haberse templado en el sufrimiento, hasta el punto de perder toda sensibilidad o,
dicho de otro modo, dejar de vivir. Perdóneme; no soy ni un sabio ni un filósofo -prosiguió Iván Dimítrich
indignado-, y no comprendo nada de esto. No estoy en condiciones de razonar.
-Al contrario. Razona usted admirablemente.
-Los estoicos, de los cuales hace usted una parodia, fueron hombres magníficos; pero su doctrina se
petrificó hace ya dos mil años, y no ha avanzado un solo paso ni lo avanzará, porque no es práctica ni viable.
Ha gozado de algún predicamento entre una minoría, que se pasa la vida estudiando y probando diversas
doctrinas; pero la mayoría no la ha comprendido. Una doctrina que predica la indiferencia hacia la riqueza, las
comodidades de la vida, los sufrimientos y la muerte, resulta absolutamente incomprensible para la inmensa
mayoría; porque esa mayoría jamás ha conocido ni la riqueza ni las comodidades de la vida; y despreciar los
sufrimientos equivaldría, para los más, a despreciar la propia vida, ya que todo el ser del hombre consiste en
sensaciones de hambre, de frío, de ofensas, de pérdidas y de un miedo a la muerte, digno de Hamlet. En esas
sensaciones reside la vida: puede uno cansarse de ella y hasta odiarla; pero nunca despreciarla. Repito que la
doctrina de los estoicos no puede tener ningún porvenir; mientras que, por el contrario, como usted ve, desde
el comienzo del siglo hasta ahora progresan la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la facultad de reaccionar a
las excitaciones...
Iván Dimítrich perdió repentinamente el hilo de sus pensamientos, se detuvo y se secó la frente.
-Quería decir algo importante, pero se me ha ido de la cabeza -lamentóse enfadado-. ¿A qué me estaba
refiriendo? ¡Ah, sí! Un estoico se vendió en esclavitud para redimir a un semejante. ¿Ve usted? Hasta un
estoico reaccionó a la excitación; pues para realizar un acto tan magnánimo como es el del autosacrificio en
favor del prójimo, hace falta un alma compasiva y emocionada. En esta cárcel se me ha olvidado todo lo que
aprendí: de no ser así, recordaría algunas cosas más. ¿Y si hablamos de Cristo? Cristo respondía a la realidad
llorando, sonriendo, apenándose, enfureciéndose. Hasta nostalgia sentía. No afrontaba los sufrimientos con
una sonrisa, ni despreciaba la muerte; por el contrario, oró en el huerto de Getsemaní para no tener que apurar
el cáliz de la amargura...
Iván Dimítrich se rió y volvió a tomar asiento.
-Admitamos que la tranquilidad y la satisfacción del hombre no están fuera de él, sino en su interior
-continuó-. Admitamos que hay que despreciar los sufrimientos y no asombrarse de nada. ¿Con qué
fundamento predica usted todo eso? ¿Es usted un sabio? ¿Un filósofo?
-No; no soy un filósofo: pero eso debe predicarlo cada cual, porque es razonable.
-Lo que quiero saber es por qué se considera usted competente en lo que respecta a la interpretación de
la vida, al desprecio de los sufrimientos, etcétera. ¿Es que usted ha sufrido alguna vez? ¿Tiene alguna noción
del sufrimiento? Permítame una pregunta: ¿le pegaban a usted cuando niño?
-No. Mis padres sentían horror por los castigos corporales.
-Pues mi padre me pegaba sin compasión. Era un funcionario rudo, hemorroidal, de nariz larga y cuello
amarillo. Pero hablemos de usted. En toda su vida, nadie le ha tocado al pelo de la ropa, ni le ha asustado.
Tiene usted la salud de un toro. Creció bajo las alas de su padre; estudió por cuenta de él; e inmediatamente le

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cayó en suerte un puesto bueno. Ha vivido más de veinte años sin pagar casa, con calefacción, con luz, con
sirvienta, con derecho a trabajar lo que quisiera e incluso a no hacer nada. Por naturaleza, es usted perezoso,
vago; y ha procurado organizar su existencia de modo que nadie le moleste ni le haga moverse. Ha puesto
todos los asuntos en manos del practicante y de otros canallas; y usted, mientras tanto, sentado en una
habitación cálida y silenciosa, juntando dinero, leyendo libros, deleitándose en meditaciones sobre estupideces
muy elevadas y (aquí Iván Dimítrich miró la roja nariz del doctor) empinando el codo. Dicho en otras palabras,
no ha visto usted la vida, ni la conoce en absoluto; y de la realidad no tiene sino una noción teórica. Si
desprecia los sufrimientos y de nada se asombra, es por un motivo muy simple: la vanidad de vanidades, lo
externo y lo interno, el desprecio a la vida, a los sufrimientos y a la muerte, la interpretación y la verdadera
bienaventuranza, son mera filosofía más grata para el zángano ruso. Usted ve, por ejemplo, a un mujik
pegándole a su mujer. ¿Para qué inmiscuirse? Que le pegue: al fin y al cabo, los dos se morirán, tarde o
temprano; y, además, el que pega no ofende a su víctima, sino a sí mismo. Emborracharse es estúpido e
indecente; pero igual se muere el que se emborracha que el que no. Llega una mujer con dolor de muelas...
Como el dolor es la idea de que duele y como, por añadidura, no hay modo de evitar las enfermedades en este
mundo, y todos hemos de morir, que se vaya la mujeruca con sus dolores y le deje a usted meditar y beber
vodka. Un joven pide consejo y pregunta qué hacer y cómo vivir. Antes de responder, otro reflexionaría un
poco; pero usted tiene lista la respuesta: «Aspira a lograr la interpretación de la vida y la auténtica
bienaventuranza». ¿Y qué es esa fantástica «bienaventuranza»? Naturalmente, no hay contestación. Aquí nos
tienen recluidos tras unos barrotes; nos obligan a pudrirnos y nos martirizan; pero todo ello es magnífico y
razonable, porque entre este pabellón y un gabinete cómodo y abrigado no existe ninguna diferencia.
Estupenda filosofía: no hay nada que hacer, y la conciencia está tranquila, y uno se siente sabio... Pues no,
señor: eso no es filosofía, ni pensamiento, ni amplitud de miras, sino pereza, artimaña, soñolencia... ¡Sí, señor!
-tornó a enfadarse Iván Dimítrich-. Dice usted que desprecia los sufrimientos; pero ya veríamos los gritos que
daría si le cogieran un dedo con una puerta.
-O quizá no gritara -objetó Andrei Efímich con una sonrisa tímida.
-¡Vaya que sí! O supongamos que se queda usted paralítico o que algún idiota desvergonzado,
aprovechándose de su rango y situación, le insulta públicamente y usted sabe que la ofensa quedará impune.
Entonces comprenderá usted lo que significa pedir a los demás que se contenten con la interpretación de la
vida o con la auténtica bienaventuranza.
-Es original -exclamó Andrei Efímich, riendo de contento y frotándose las manos-. Me causa agradable
sorpresa su tendencia a las sintetizaciones; y creo que la característica que acaba de hacer de mí es
francamente brillante. He de reconocer que la conversación con usted me proporciona un placer enorme.
Bueno, yo le he escuchado ya. Ahora hágame el favor de escucharme a mí...

XI

La conversación duró todavía cosa de una hora; y, al parecer, produjo gran impresión al doctor. A partir
de entonces, comenzó a visitar el pabellón todos los días. Iba por la mañana y después de almorzar; y a
menudo, oscurecía, charlando con Iván Dimítrich. Al principio, éste se mostraba huidizo, sospechando mala
intención; y expresaba su hostilidad francamente: pero pronto se acostumbró al trato con el médico, y cambió
su rudeza por una actitud mezcla de condescendencia y de ironía.
Pronto se propagó en el hospital el rumor de que Andrei Efímich visitaba el pabellón número seis. Ni el
practicante, ni Nikita, ni las enfermeras acertaban a explicarse para qué iba, por qué se pasaba allí horas
enteras, de qué hablaba y por qué no daba recetas. Sus actos parecían extraños. Mijaíl Averiánich no le
encontraba a menudo en su domicilio, cosa que jamás había ocurrido antes; y Dariushka estaba muy
desconcertada, pues el doctor no tomaba ya la cerveza a una hora fija; y hasta llegaba tarde a almorzar algunas
veces.
Un día de fines de junio, el doctor Jobotov vino a ver a Andrei Efímich para un asunto. Como no le
hallara en casa, se fue a buscarlo por el patio, donde alguien le dijo que el viejo médico había entrado en el
pabellón de los locos. Penetrando en él y deteniéndose en el zaguán, Jobotov oyó la siguiente conversación:
-Nunca llegaremos a un acuerdo, y desde luego, no conseguirá usted convertirme a sus creencias -decía
Iván Dimítrich hoscamente-. Usted ignora por completo la realidad: jamás ha sufrido, y como una sanguijuela,
se ha nutrido de los sufrimientos ajenos. Yo, en cambio, he sufrido desde el día de mi nacimiento hasta el de
hoy. Por eso le digo, sin rodeos, que me considero por encima de usted y más competente que usted en todos
los órdenes. Nada tiene que enseñarme.
-No tengo la pretensión de convertirle a mis creencias -pronunció en voz baja Andrei Efímich,
lamentando que no quisieran comprenderlo-. Y no se trata de eso, amigo mío. El quid no está en que usted
haya sufrido y yo no. Los sufrimientos y las alegrías son cosa efímera. Dejémoslos a un lado, y que se vayan
con Dios. El quid está en que usted y yo pensamos. Vemos, el uno en el otro, personas capaces de pensar y de

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razonar; y esto nos hace solidarios, por diversos que sean nuestros criterios. ¡Si supiera usted, amigo mío,
cómo me fastidian la insensatez, la torpeza, la cerrazón generales, y con cuánta alegría charlo con usted todas
las veces! Es usted inteligente, y me deleita su conversación.
Jobotov entreabrió la puerta y miró al pabellón: Iván Dimítrich, con el gorro de dormir, y el doctor
Andrei Efímich estaban sentados juntos en la cama. El loco gesticulaba, temblaba y se arrebujaba febrilmente
en la bata; y el doctor, inmóvil, gacha la cabeza, tenía la cara roja y la expresión abatida y triste. Jobotov se
encogió de hombros, sonrió y miró a Nikita. Nikita se encogió también de hombros.
Al día siguiente, el joven médico acudió al pabellón acompañado del practicante, y los dos se pusieron a
escuchar en el zaguán.
-Parece que nuestro abuelo se ha ido de la cabeza -comentó Jobotov al salir.
-¡Señor, ten piedad de nosotros, pecadores! -suspiró el beato Serguei Sergueich, rodeando
cuidadosamente los charcos, para no ensuciarse las lustrosas botas-. A decir verdad, estimado Evgueni
Fiodorich, hace tiempo que yo lo esperaba.

XII

A partir de entonces, Andrei Efímich comenzó a notar una atmósfera extraña a su alrededor. Los
guardas, las enfermeras y los enfermos, al encontrarse con él, le miraban con aire interrogativo y luego
cuchicheaban entre sí. Masha, la hijita del inspector, con la que siempre le gustaba encontrarse en el jardín del
hospital, escapaba cuando él, sonriente, quería acercársele para acariciarle la cabecita. El jefe de correos,
Mijaíl Averiánich, al oírle, ya no decía «Completamente cierto», sino mascullaba con incomprensible
azoramiento: «Pues sí, sí, sí...» y le miraba triste y compasivamente. Por razones ignoradas, había comenzado
a aconsejar a su amigo que dejase el vodka y la cerveza; pero como era persona delicada, no se lo decía
claramente, sino con rodeos, refiriéndole la historia de un comandante de batallón, excelente sujeto, o del
capellán de un regimiento, magnífica persona, que bebían y enfermaron; pero recobraron totalmente la salud
apenas se quitaron de la bebida. Su colega Jobotov también estuvo a verle dos o tres veces, recomendándole
que dejase de beber, y aconsejándole que tomase bromuro de potasio, sin que Andrei Efímich viese el menor
motivo para ello.
En agosto, Andrei Efímich recibió una carta del alcalde rogándole que fuese a verle, para tratar un
asunto importantísimo. Cuando se presentó en el Ayuntamiento, Andrei Efímich encontró allí al jefe de la
guarnición, al inspector del instituto comarcal, que era concejal, a Jobotov y a un señor grueso y rubio, que le
fue presentado como médico. Este médico de apellido polaco, muy difícil de pronunciar, vivía a cosa de 30
kilómetros de la ciudad, en una granja caballar, y estaba allí de paso, según le dijeron.
-Hay aquí una propuesta que le concierne -dirigióse el concejal a Andrei Efímich, una vez
intercambiados los saludos de rigor y sentados ya todos-. Evgueni Fiodorich dice que la farmacia del hospital
tiene poco sitio en el pabellón principal y que habría que trasladarla a uno de los pequeños. Naturalmente, se
puede trasladar; pero habrá que arreglar el pabellón adonde se la traslade.
-En efecto, la reparación será imprescindible -asintió Andrei Efímich, al cabo de un momento de
reflexión-. Si acondicionamos el pabellón del extremo para farmacia, creo que se necesitarán, como minimum,
500 rublos. Un gasto improductivo.
Se produjo una pausa.
-Ya tuve el honor de informar hace diez años -agregó Andrei Efímich en voz más queda- que este
hospital, en su estado presente, constituye un lujo exagerado para la ciudad. Lo construyeron en la década del
cuarenta, cuando los recursos eran distintos. La ciudad gasta mucho dinero en construcciones innecesarias y en
cargos superfluos. Creo que con igual dinero, y en otras condiciones, podrían sostenerse dos hospitales
ejemplares.
-Bueno; pues vamos a crear otras condiciones -se apresuró a responder el concejal.
-Ya tuve el honor de hacer una propuesta: transfieran ustedes los servicios médicos a la Diputación.
-Sí, sí: transfieran el dinero a la Diputación, y lo robarán todo -rió el doctor rubio.
-Es lo que siempre ocurre -asintió el concejal, sonriéndose a su vez.
Andrei Efímich echó al doctor rubio una mirada desvaída y replicó:
-Hay que ser justos.
Nueva pausa. Sirvieron té. El militar, inexplicablemente confuso, tocó a través de la mesa la mano de
Andrei Efímich y le dijo:
-Nos tiene usted totalmente olvidados, doctor. Claro, que usted es un monje: ni juega a las cartas ni le
gustan las mujeres. Con nosotros se aburriría...
Todos se pusieron a comentar lo tediosa que era la vida en aquella ciudad, para un hombre instruido, ni
teatro, ni música; y en el último baile celebrado en el club, había cerca de veinte damas y solamente dos
caballeros, porque los jóvenes no bailaban, sino que se agolpaban junto al ambigú o jugaban a las cartas.

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Andrei Efímich, reposadamente, sin mirar a nadie, dijo que era una lástima, una verdadera lástima, que la
gente dedicara sus energías, su inteligencia y su corazón a las cartas y al cotilleo; y que no supiera o no
quisiera pasar el tiempo ocupada en una conversación interesante, o en la lectura, o disfrutando de los placeres
del entendimiento. Sólo el entendimiento era interesante y magnífico: lo demás no pasaba de ruin y minúsculo.
Jobotov escuchó atentamente a su colega; y, de pronto, le interrumpió:
-Andrei Efímich, ¿a cómo estamos hoy?
Obtenida la respuesta, Jobotov y el doctor rubio, en tono de examinadores que notan su falta de
habilidad, preguntaron a Andrei Efímich qué día era, cuántos días tenía el año y si era cierto que en el pabellón
número seis habitaba un notable profeta.
Al oír la última pregunta, Andrei Efímich enrojeció y dijo:
-Es un joven alienado; pero muy interesante. Ya no le preguntaron nada más.
A la salida, cuando Andrei Efímich estaba poniéndose el abrigo en el recibidor, se le acercó el militar, le
puso la mano en el hombro y suspiró:
-Ya es hora de que los viejos descansemos.
Una vez en la calle, nuestro hombre comprendió que había sido examinado por una comisión encargada
de dictaminar acerca de sus facultades mentales. Recordó las preguntas que le habían hecho, enrojeció; y, por
primera vez en su vida, le dio lástima la medicina.
«Dios mío -pensó al recordar a los médicos que acababan de observarle-. ¡Pero si no hace ni tres días
que se examinaron de psiquiatría! ¿Cómo son tan ignorantes? ¡Si no tienen ni idea de la materia!»
Y, por primera vez en su vida, se sintió ofendido y enojado.
Aquella misma tarde acudió a visitarle Mijaíl Averiánich. Sin saludar siquiera, el jefe de correos se le
acercó y, cogiéndole las dos manos, le dijo con voz emocionada:
-Querido amigo mío, demuéstreme que cree en mi sincera estima y que me considera amigo suyo...
¡Andrei Efímich! -y, sin dejar hablar al médico, prosiguió cariñoso-: Le tengo verdadero afecto, por su
instrucción y por su nobleza. Escúcheme, querido: las reglas de la ciencia obligan a los doctores a ocultarle la
verdad; pero yo, como militar, tiro por la calle de en medio: ¡Está usted enfermo! Dispense mi franqueza,
querido, pero es la pura verdad de la que se han percatado hace tiempo todos los que le rodean. El doctor
Evgueni Fiodorich acaba de comunicarme que debiera usted descansar y distraerse, en bien de su salud. ¡Es
completamente cierto! ¡Estupendo! Estos días pediré mis vacaciones y me voy a respirar otros aires.
¡Demuéstreme que es amigo mío! ¡Vámonos juntos! ¡Vámonos! ¡Nos sacudiremos los años!
-Yo me siento perfectamente sano -repuso Andrei Efímich después de pensar un breve instante-. No
puedo ir a ninguna parte. Permítame que le demuestre mi amistad de algún otro modo.
Irse no se sabe dónde ni para qué, sin los libros, sin Dariushka, sin cerveza; alterar bruscamente un
régimen de vida establecido hacía más de veinte años... Tal idea se le antojó absurda y fantástica en el primer
momento. Pero luego recordó la reunión del Ayuntamiento y el mal estado de ánimo que se apoderó de él al
volver a su casa. Y la idea de abandonar un poco de tiempo una ciudad donde la gente estúpida le consideraba
loco, le sonrió.
-¿Y a dónde piensa usted ir? -inquirió.
-A Moscú, a San Petersburgo, a Varsovia... En Varsovia pasé los cinco años más felices de mi vida.
¡Qué ciudad más admirable! ¡Venga conmigo, querido!

XIII

Una semana después propusieron a Andrei Efímich que descansase, es decir, que presentara la dimisión,
propuesta que él acogió con entera indiferencia. Y al cabo de otra semana, Mijaíl Averiánich y él iban ya en la
diligencia, camino de la estación del ferrocarril. Los días eran frescos, claros, de cielo azul y horizonte
transparente. Hasta llegar a la estación, recorriendo los 200 kilómetros de distancia, hubieron de pasar dos
noches en el camino. Cuando en las estaciones de postas servían el té en vasos mal lavados o tardaban en
enganchar los caballos, Mijaíl Averiánich se ponía de color púrpura; y, temblando con todo su cuerpo,
vociferaba contra el servicio y gritaba: «¡A callar! ¡No quiero excusas!» Y mientras viajaban en la diligencia
no cesaba un minuto de relatar sus viajes al Cáucaso y al reino de Polonia. ¡Qué aventuras! ¡Qué encuentros!
Hablaba a gritos, poniendo tales ojos de admiración, que pudiera creerse que mentía. Además, lo hacía con la
boca pegada a la cara de Andrei Efímich, respirando junto a su mejilla y riéndosele en el mismo oído, todo lo
cual molestaba al médico y le impedía concentrarse.
Para economizar en el billete de ferrocarril, sacaron tercera clase. Iban en un coche para viajeros no
fumadores. La mitad de los compañeros de departamento era gente aseada. Mijaíl Averiánich no tardó en
trabar conocimiento con todos; y, pasando de un asiento a otro, decía en voz alta que nadie debiera utilizar
aquellos ferrocarriles indignos. ¡Engaño por todas partes! ¡Qué distinto ir a caballo! Después de recorrer 100

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verstas en un día, se sentía uno más fresco y más lozano que nunca. Y la mala cosecha se debía a que habían
secado los pantanos de Pinsk. Se observaba un cuadro general de anormalidades horribles. Hablaba casi a
gritos, sin dejar que los demás intercalasen una palabra. La interminable charla, mezclada con grandes risas y
con ademanes y gestos expresivos, terminó por fatigar a Andrei Efímich. «¿Cuál de nosotros dos será el loco?
-pensaba con fastidio-. ¿Soy, acaso yo, que procuro no molestar para nada a los pasajeros, o este egoísta, que
se cree el más listo y el más interesante de cuantos vamos aquí, y por eso no deja tranquilo a nadie?»
Al llegar a Moscú, Mijaíl Averiánich se puso una guerrera militar sin hombreras y unos pantalones con
franja roja. Para andar por la calle usaba gorra oficial y capote, y los soldados le saludaban al pasar. Al médico
le parecía que aquel hombre se había desprendido de todo lo bueno que tuvieran sus costumbres señoriales de
antaño, quedándose con lo malo. Le gustaba que le sirvieran incluso cuando no era necesario; teniendo los
fósforos sobre la mesa, al alcance de la mano, y viéndolos él, gritaba al camarero que se los diera; en la
habitación del hotel, no se cohibía de andar en ropas menores delante de la camarera; tuteaba a todos los
sirvientes, sin distinción, incluso a los viejos; y si se enfadaba, los llamaba torpes e idiotas. A juicio de Andrei
Efímich, todo esto era señoritil y repugnante.
Ante todo, Mijaíl Averiánich llevó a su amigo a ver la virgen de Iverskaia. Oró fervorosamente, con
genuflexiones hasta el suelo e incluso derramando lágrimas. Al terminar suspiró profundamente y dijo:
-Aunque uno no crea, siempre se queda más tranquilo rezando. Bésela, amigo.
El médico, un tanto confuso, besó la imagen. Mijaíl Averiánich, alargando los labios y moviendo la
cabeza, musitaba una oración mientras las lágrimas acudían de nuevo a sus ojos.
Después estuvieron en el Kremlin, vieron allí el Rey de los Cañones y la Reina de las Campanas,
llegando incluso a tocarlos; admiraron el paisaje que ofrecía el barrio de Zamoskvorechie; y visitaron el
templo del Salvador y el Museo Rumiantsev.
Almorzaron en el restaurante Testov. Mijaíl Averiánich estuvo un buen rato contemplando la carta y
acariciándose al mismo tiempo las patillas; y por último dijo en el tono de un gourmet acostumbrado a sentirse
en tales restaurantes como en su propia casa:
-Vamos a ver qué nos da usted hoy, ángel.

XIV

El doctor iba de acá para allá, miraba, comía, bebía. Pero su única sensación era de fastidio contra
Mijaíl Averiánich. Ansiaba descansar de su amigo, huir de su compañía, ocultarse. Y el amigo se consideraba
obligado a no dejarle solo un instante y a procurarle el mayor número de distracciones. Cuando no tenían nada
que ver, le distraía con su conversación. Andrei Efímich aguantó dos días, pero al tercero declaró al amigo que
se sentía indispuesto y deseaba quedarse en la habitación; a lo que respondió aquél diciendo que, en tal caso,
también él se quedaría: era necesario descansar, pues de otro modo iban a perder hasta el aliento. Andrei
Efímich se tendió en el diván, de cara a la pared; y, apretando los dientes, estuvo oyendo al militar, quien
aseguraba que Francia, más tarde o más temprano, destruiría a Alemania; que en Moscú había muchos
granujas; y que por la figura de un caballo no podían apreciarse sus cualidades. Al doctor comenzaron a
zumbarle los oídos y se le aceleraron las palpitaciones del corazón; pero no se atrevió, por delicadeza, a pedir
al otro que se fuese o se callase. Afortunadamente, Mijaíl Averiánich terminó aburriéndose de estar en la
habitación y se marchó, después de comer, a dar un paseo.
Cuando se vio solo, Andrei Efímich se entregó al descanso. ¡Qué agrado estar inmóvil en el diván y
saberse solo en la habitación! No era posible la dicha completa sin la soledad. El ángel caído debió traicionar a
Dios porque deseaba la soledad, que los ángeles desconocen. El doctor hubiera querido pensar en lo visto y
oído en los últimos días, pero Mijaíl Averiánich no se le iba de la imaginación.
«La cosa es que ha tomado sus vacaciones y se ha venido conmigo por amistad, por generosidad
-pensaba el doctor con enfado-. No hay nada peor que esta especie de tutela amistosa. Parece bueno,
magnánimo y alegre; pero es aburridísimo. Insoportablemente aburrido. Así son los que siempre pronuncian
bellas frases; pero uno se da cuenta de que son unos brutos.»
Al día siguiente, Andrei Efímich pretextó hallarse enfermo y no salió de la habitación. Tendido en el
diván, de cara a la pared, sufría cuando el amigo trataba de distraerle, charlando o descansaba en su ausencia.
Tan pronto se enojaba consigo mismo por haber emprendido el viaje con su amigo, cada día más charlatán y
desenvuelto. Y no lograba pensar en nada serio o elevado.
«Me está castigando la realidad de que hablaba Iván Dimítrich -pensaba, disgustado por su
quisquillosería-. Aunque, por otra parte, todo es pura bobada... Cuando vuelva a casa, las cosas volverán a su
cauce.»
Y en San Petersburgo, igual: días enteros sin salir de la habitación, echado en el diván, del que sólo se
levantaba para beber cerveza.

59
Mijaíl Averiánich se daba prisa para irse a Varsovia.
-Pero, querido, ¿qué tengo yo que hacer allí? -protestaba Andrei Efímich con voz suplicante-. ¡Váyase
solo y permítame que yo me vuelva a casa! ¡Por favor!
-¡De ninguna manera! -exclamaba Mijaíl Averiánich-. ¡Es una ciudad maravillosa! Yo pasé en ella los
cinco años más felices de mi vida.
Como al doctor le faltaba carácter para mantenerse en lo suyo, se fue a Varsovia, aunque a
regañadientes. Tampoco allí salió de la habitación del hotel; también permaneció tendido en el diván; y
también se enojó consigo mismo y con su amigo, a más de con los mozos, que se resistían a comprender el
ruso. Y Mijaíl Averiánich, sano, optimista y alegre como de ordinario, andaba siempre por la ciudad buscando
a sus viejos amigos. Pasó varias noches fuera del hotel. Después de una de estas noches, regresó por la mañana
temprano, en estado de fuerte alteración, rojo y despeinado. Recorrió largo tiempo la pieza yendo de un rincón
a otro, gruñendo para sí; y por último se detuvo y dijo:
-¡El honor ante todo!
Después volvió a andar un poco; y, agarrándose la cabeza con las dos manos, pronunció, trágico:
-¡Sí, el honor ante todo! ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió venir a esta Babilonia! Querido
amigo -dirigiéndose al doctor-, desprécieme usted: he perdido a las cartas. Présteme 500 rublos.
Andrei Efímich contó la suma pedida; y, sin decir palabra, se la dio a su amigo. Éste, rojo todavía de
vergüenza y de cólera, barbotó un juramento tan incoherente como innecesario, encasquetóse la gorra y salió.
Volvió cosa de dos horas más tarde, aquí se desplomó en un sillón; y, suspirando profundamente, dijo:
-¡El honor está a salvo! Vámonos de aquí, amigo mío. No quiero estar ni un minuto más en esta maldita
tierra. ¡Granujas! ¡Espías austriacos!
Cuando los dos regresaron a la ciudad de su residencia, era ya noviembre; y las calles aparecían
cubiertas de nieve. El puesto de Andrei Efímich estaba ya ocupado por Jobotov, que vivía en su viejo
domicilio, esperando a que llegase Andrei Efímich y desalojara el piso cedido por el hospital. La fea mujer a la
que él llamaba «cocinera» habitaba ya en uno de los pabellones.
Corrían por la ciudad nuevos chismes acerca del hospital. Murmurábase que la fea había reñido con el
inspector; y que éste se arrastraba ante ella, pidiéndole perdón.
Andrei Efímich tuvo que buscar nuevo alojamiento el primer día de su regreso.
-Querido amigo -le preguntó tímidamente el jefe de correos-. Perdone si la pregunta es indiscreta: ¿de
qué medios dispone usted?
El médico contó en silencio su dinero y respondió:
-Ochenta y seis rublos.
-No le pregunto lo que lleva encima -murmuró, confuso, Mijaíl Averiánich-. Le pregunto qué recursos
tiene usted, en general.
-Pues eso es lo que le digo: 86 rublos... No dispongo de nada más.
Mijaíl Averiánich consideraba al doctor persona honesta y noble; pero le atribuía un capital de 20 000
rublos como mínimo. Ahora, al enterarse de que era casi un mendigo, sin ningún medio de vida, se echó a
llorar y abrazó a su amigo.
Andrei Efímich se mudó a una casita de tres ventanas, propiedad de una tal Bielova, en la que había tres
habitaciones sin contar la cocina. Dos de ellas las ocupaba el doctor; y en la tercera y en la cocina vivían
Dariushka y la dueña, con sus tres niños. De cuando en cuando, el amante de Bielova venía a pasar la noche
con ella. Era un mujik borracho, que escandalizaba e infundía pánico a Dariushka y a los niños. Cuando
llegaba y, sentado en la cocina, exigía vodka, todos se asustaban; y el doctor, movido a compasión, recogía a
los niños, atemorizados y llorosos, acostándolos en el suelo de una de sus habitaciones, lo que le causaba
honda satisfacción.
Seguía levantándose a las ocho; y, después de desayunar, se sentaba a leer sus viejos libros y revistas,
puesto que carecía de dinero para comprar nuevos. Ya fuese porque los libros eran viejos o por el cambio de
situación, lo cierto es que la lectura, lejos de cautivarle como antes, hasta le fatigaba. Para no caer en la
ociosidad completa, compuso un catálogo detallado de sus libros y pegó a todos unos papelitos en las pastas. Y
esta labor, mecánica y minuciosa, le parecía más amena que la lectura: con su monotonía y minuciosidad,
abstraía su pensamiento de un modo incomprensible, impidiéndole la reflexión y haciendo más corto el
tiempo. Hasta pelar patatas con Dariushka en la cocina o limpiar el alforfón se le hacía más entretenido que
leer. Iba a la iglesia los sábados y los domingos. De pie junto a la pared y con los ojos entornados, oía cantar y
pensaba en su padre, en su madre, en la universidad, en las religiones. Sentíase tranquilo, triste; y al salir de la
iglesia, lamentaba que la misa hubiera terminado tan pronto.
Fue dos veces al hospital para visitar a Iván Dimítrich y charlar con él. Pero en ambas ocasiones, Iván
Dimítrich, muy excitado y furioso, gritó que le dejara en paz, que ya estaba harto de tanto charlar en balde y
que por todos los sufrimientos que atravesaba, sólo pedía a la maldita gente una recompensa: que le encerrasen
solo. ¿Es que le iban a negar incluso aquello? Las dos noches, cuando Andrei Efímich se despidió, deseándole
buenas noches, el loco se enfureció y gritó:

60
-¡Al diablo!
Andrei Efímich no sabía ya si ir a verle por tercera vez. Y la cosa era que sentía deseo de ir.
En otros tiempos, Andrei Efímich, al terminar el almuerzo paseaba por las habitaciones pensando en
cosas elevadas. Ahora, en cambio, se pasaba desde el almuerzo hasta la cena acostado en el diván, de cara al
respaldo, y entregado a pensamientos mezquinos, que no podía apartar de su imaginación. Le dolía que,
habiendo prestado servicio durante más de veinte años, no le hubiesen concedido pensión alguna, ni le
hubieran dado aunque sólo fuese una gratificación. Cierto que no había servido honradamente; mas también
era cierto que las pensiones se otorgaban a todos los empleados, honestos o no. La justicia moderna consistía
en que los rangos, las condecoraciones y los subsidios no se concedían a las prendas o cualidades morales, sino
al servicio en general, cualquiera que fuese. ¿Por qué razón debían hacer una excepción con él? Ya no le
quedaba dinero. Le daba vergüenza pasar junto a la tienda y mirar a la dueña: debía ya 32 rublos de cerveza.
También estaba en deuda con el ama de la casa. Dariushka vendía a hurtadillas los viejos libros y la ropa; y
engañaba a la dueña diciéndole que el doctor iba a recibir pronto mucho dinero.
Andrei Efímich no podía perdonarse haber gastado en el viaje 1 000 rublos, producto de sus ahorros.
¡Qué buen servicio le harían ahora! Le molestaba que la gente no le dejase en paz. Jobotov se creía obligado a
visitar de vez en cuando al colega enfermo. Todo él le resultaba antipático a Andrei Efímich: su cara de
hartazgo, su tono de condescendencia, su trato de «colega» y hasta sus botas altas. Y lo más desagradable era
que se considerase en el deber de cuidar a Andrei Efímich y que pensase que, verdaderamente, lo estaba
curando. A cada visita le traía un frasco de bromuro de potasio y píldoras de ruibarbo.
También Mijaíl Averiánich se creía en la obligación de visitar y distraer al amigo. Siempre entraba en
casa de éste, con afectada desenvoltura, riendo forzadamente y tratando de hacerle creer que tenía un aspecto
magnífico y que, a Dios gracias, su estado iba mejorando; de donde podía deducirse que consideraba
desesperada la situación de su amigo. Como no le había pagado la deuda de Varsovia, y se sentía confuso y
abochornado por ello, trataba de reír con más fuerza y contar las cosas más cómicas. Sus anécdotas y chistes
parecían ahora interminables; y eran un tormento para Andrei Efímich y para él mismo.
En su presencia, Andrei Efímich solía tenderse en el diván, de cara a la pared, y escucharle apretando
los dientes. Iban sedimentándose en su alma capas de hastío; y a cada visita del amigo, el médico notaba que
los sedimentos iban subiendo y llegándole casi a la garganta.
Para ahogar los sentimientos mezquinos, Andrei Efímich se apresuraba a considerar que él mismo y
Jobotov y Mijaíl Averiánich, perecerían tarde o temprano, sin dejar en la naturaleza rastro de su paso.
Suponiendo que dentro de un millón de años pasase junto a la tierra algún espíritu, no vería en ella sino arcilla
y peñas desnudas. Todo, incluso la cultura y las leyes morales, desaparecería; y no crecería ni siquiera la
hierba. ¿Qué importaba la vergüenza ante el tendero, o el miserable Jobotov, o la fatigosa amistad de Mijaíl
Averiánich ? Todo era tontería, nimiedad.
Pero tales razonamientos no servían ya de nada. Apenas se ponía a pensar en lo que sería el globo
terráqueo dentro de un millón de años, detrás de una peña desnuda aparecía Jobotov con sus botas altas o salía
Mijaíl Averiánich con su risa forzada; incluso se oía su voz queda y cohibida: «La deuda de Varsovia se la
pagaré uno de estos días, amigo... Se la pagaré sin falta».

XVI

Una vez, Mijaíl Averiánich llegó después del almuerzo, estando Andrei Efímich tendido en el diván. Y
su llegada coincidió con la de Jobotov, que se presentó a la misma hora, con un frasco de bromuro de potasio.
Andrei Efímich se incorporó pesadamente, sentóse; y quedó con ambas manos apoyadas en el diván.
-Hoy, querido amigo -comenzó el jefe de correos-, tiene usted un color mucho más lozano que el de
ayer. ¡Está usted hecho un valiente! ¡De veras que es usted un valiente!
-Ya es hora de ponerse bien, colega, ya es hora -intervino Jobotov bostezando-. De fijo que usted
mismo estará ya harto de este galimatías...
-¡Y se pondrá bueno! -exclamó alegremente Mijaíl Averiánich-. Vivirá cien años todavía. ¡Ni uno
menos!
-Cien, quizá no; pero para veinte le sobra cuerda -habló, consolador Jobotov-. Esto no es nada, colega,
no se amilane... No oscurezca usted las cosas.
-Todavía daremos de que hablar -rió Mijaíl Averiánich a carcajadas; y dio a su amigo unas palmadas en
la rodilla-. ¡Daremos de que hablar! El verano que viene, Dios mediante, nos vamos al Cáucaso y lo
recorremos todo a caballo: ¡hop, hop, hop! Y apenas volvamos del Cáucaso, celebraremos la boda -Mijaíl
Averiánich hizo un guiño malicioso-. ¡Le casaremos a usted, querido amigo! Le casaremos...
Andrei Efímich notó, repentinamente, que el sedimento le llegaba a la garganta. El corazón comenzó a
palpitarle con latido acelerado.

61
-¡Qué bajeza! -exclamó levantándose rápidamente y retirándose a la ventana-. ¿No comprenden ustedes
que es una bajeza lo que dicen?
Quiso luego dulcificar el tono; pero sin poderse contener, en un arranque superior a su voluntad, cerró
los puños y los levantó por encima de su cabeza.
-¡Déjenme tranquilo! & gritó con voz extraña, rojo y tembloroso-. ¡Fuera! ¡Fuera los dos!
Mijaíl Averiánich y Jobotov se levantaron; y le miraron, con perplejidad al principio y con miedo
después.
-¡Fuera los dos! -continuó gritando Andrei Efímich-. ¡Torpes! ¡Estúpidos! ¡No necesito ni tu amistad ni
tus mejunjes, so idiota! ¡Qué bajeza! ¡Qué asco!
Jobotov y el jefe de correos se miraron, aturdidos; retrocedieron hacia la puerta y salieron al zaguán.
Andrei Efímich agarró el frasco de la medicina y se lo tiró. El cristal sonó al romperse en el umbral.
-¡Váyanse al diablo! -les gritó Andrei Efímich, con voz llorosa, saliendo al zaguán-. ¡Al diablo!
Cuando los visitantes se hubieron marchado, el viejo médico, temblando como un palúdico, se tendió en
el diván; y continuó repitiendo largo tiempo:
-¡Torpes! ¡Estúpidos!
Una vez que se calmó, lo primero que le vino a la mente fue que el pobre Mijaíl Averiánich debía estar
horriblemente avergonzado y entristecido; y que todo aquello era espantoso. Jamás le había sucedido nada
semejante. ¿Dónde estaban la discreción y el tacto? ¿Dónde la interpretación de las cosas y la ecuanimidad
filosófica?
Lleno de vergüenza y de enojo contra sí mismo, no pudo dormir en toda la noche. Y por la mañana, a
eso de las diez, encaminóse a la oficina de correos y pidió perdón a Mijaíl Averiánich.
-Olvidemos lo ocurrido -dijo éste, suspirando conmovido, y apretándole la mano-. Al que recuerde lo
viejo se le saltará un ojo. ¡Lubavkin! -gritó de repente con tanta fuerza, que todos los empleados y visitantes se
estremecieron-. ¡A ver, trae una silla! ¡Y tú, espera! -gritó a una mujeruca que a través de la reja le tendía una
carta certificada-. ¿Es que no ves que estoy ocupado? No vamos a recordar lo pasado -prosiguió afectuoso,
dirigiéndose a Andrei Efímich-. Siéntese, por favor, querido.
Durante unos segundos de silencio, se pasó las manos por ambas rodillas y luego dijo:
-Ni por asomo se me ha ocurrido enfadarme con usted. Una enfermedad no es un dulce. Lo comprendo
de sobra. El ataque de ayer nos asustó al doctor y a mí. Estuvimos hablando de usted largo rato. Querido
amigo: ¿qué razón hay para que se resista usted a tomar en serio su enfermedad? ¿Cómo es posible ese
abandono? Perdone la franqueza de un amigo -susurró Mijaíl Averiánich-. Vive usted en las condiciones más
desfavorables: estrechez, suciedad, descuido, falta de medios para tratarse... Querido: el doctor y yo le
pedimos de todo corazón que acepte nuestro consejo. Ingrese en el hospital. Allí tendrá buena alimentación,
cuidados, un tratamiento. Evgueni Fiodorich, aunque hombre de mauvais ton, dicho sea entre nosotros, es
entendido en medicina y podemos confiar en él. Me ha dado palabra de ocuparse de usted.
Andrei Efímich se enterneció, al ver la sincera preocupación y las lágrimas que brillaron en las mejillas
del jefe de correos.
-Respetable Mijaíl Averiánich -murmuró, poniendo la mano en el corazón-. ¡No les crea! ¡Es un
engaño! Mi única enfermedad consiste en que durante veinte años no he encontrado en la ciudad más que una
persona inteligente, y la única que he hallado está loca. No hay dolencia alguna; pero he caído en un círculo
vicioso, del que no se puede salir. Ahora bien: como me da igual, estoy dispuesto a todo.
-Ingrese en el hospital, querido.
-Me es indiferente. En el hospital o en el hoyo.
-Déme su palabra de que va a obedecer en todo a Evgueni Fiodorich.
-Bueno, pues le doy mi palabra. Sin embargo, le repito que he caído en un círculo cerrado. Todo,
incluso la sincera compasión de mis amigos, conduce ahora a mi perdición. Voy a perderme y tengo el valor
de reconocerlo.
-Allí sanará, amigo mío.
-¿Para qué hablar? -se excitó Andrei Efímich-. Rara es la persona que al final de su vida no experimenta
lo que yo ahora. Cuando le digan que está usted enfermo de los riñones o que tiene dilatado el corazón, y que
se ponga en tratamiento, o cuando le declaren loco o delincuente, o sea, cuando la gente pare su atención en
usted, sepa que ha caído en un laberinto del que jamás saldrá. Y si lo intenta, se extraviará más aún. Claudique,
porque ya no habrá fuerza humana que le salve. Así me parece a mí.
Entre tanto, ante la ventanilla iba reuniéndose público. Para no molestar, Andrei Efímich se levantó y se
dispuso a despedirse. Mijaíl Averiánich volvió a pedirle su palabra de honor, y le acompañó hasta la puerta de
la calle.
Aquel mismo día, antes de que anocheciera, se presentó Jobotov en casa de Andrei Efímich. Llevaba
pelliza y botas altas. Como si el día anterior no hubiese ocurrido nada, dijo, desenvuelto:
-Traigo un asunto para usted, colega: ¿aceptaría venir conmigo a una consulta de médicos?

62
Pensando que Jobotov quería distraerle con un paseo, o acaso proporcionarle algún dinero con la
anunciada consulta, Andrei Efímich se puso el abrigo y salió con el colega a la calle. Se alegraba de poder
lavar su culpa de la víspera; y en el fondo de su alma, daba gracias a Jobotov, quien ni siquiera aludió al
incidente y, que, por lo visto, le había perdonado. De una persona tan mal educada era difícil esperar tanta
delicadeza.
-¿Dónde está el enfermo? -inquirió Andrei Efímich.
-En el hospital. Hace tiempo que deseaba mostrárselo. Es un caso interesantísimo.
Entraron en el patio y, dando la vuelta al pabellón principal, se dirigieron al de los alienados. Todo ello,
sin decir palabra, por algún oculto motivo. Cuando pasaron al zaguán, Nikita, siguiendo su costumbre, se
levantó de un salto y se puso firme.
-Hay aquí uno al que se le han apreciado ciertas anormalidades en los pulmones -declaró Jobotov a
media voz, entrando en el pabellón con Andrei Efímich-. Espere un momento, que en seguida vuelvo. Voy por
el estetoscopio.
Y salió.

XVII

Ya oscurecía. Iván Dimítrich estaba tendido en su cama con la cara hundida en la almohada. El
paralítico, sentado e inmóvil, lloriqueaba moviendo los labios. El mujik gordo y el antiguo empleado de
correos dormían. Reinaba el silencio.
Andrei Efímich se puso a esperar, sentado en la cama de Iván Dimítrich. Pero transcurrió media hora, y
en lugar de Jobotov entró Nikita llevando una bata, ropa interior y unos zapatos.
-Ya puede vestirse su señoría -dijo sin alzar la voz-. Esta es su cama -agregó indicando una cama vacía
que, probablemente, llevaba poco tiempo allí-. No se apure. Con ayuda de Dios se pondrá bueno.
Andrei Efímich lo comprendió todo. Sin despegar los labios se dirigió a la cama que le indicara Nikita y
se sentó en ella. Viendo que el loquero esperaba, se desnudó por completo y sintió vergüenza. Después se puso
la ropa del hospital: los calzoncillos eran cortos; el camisón, largo; y la bata apestaba a pescado ahumado.
-Si Dios quiere, sanará usted -repitió Nikita. Y dicho esto, recogió la ropa de Andrei Efímich y salió,
cerrando la puerta.
«Da lo mismo... -pensó Andrei Efímich arrebujándose, cohibido, en el batín y notando que, con su
nueva indumentaria, tenía el aspecto de un presidiario-. Da lo mismo... Igual es un frac que un uniforme o que
esta bata.»
Pero ¿y el reloj?, ¿y el cuaderno de notas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta?, ¿y los cigarrillos?,
¿y a dónde se había llevado Nikita la ropa? De fijo que hasta la muerte no se pondría más un pantalón, un
chaleco ni unas botas. Todo ello se le antojaba extraño y hasta incomprensible. Andrei Efímich seguía
convencido de que entre la casa de Bielova y el pabellón número seis no existía diferencia alguna; y de que, en
el mundo, todo era tontería vanidad de vanidades; pero las manos le temblaban, sentía frío en las piernas y se
horrorizaba al pensar que Iván Dimitrich se levantaría pronto y le vería vestido con aquel batín. Poniéndose en
pie, dio un paseo por el pabellón y tornó a sentarse.
Así permaneció media hora, una hora, terriblemente aburrido. ¿Sería posible vivir allí un día entero, una
semana e incluso años, como aquellos seres? Él había estado sentado; luego se había levantado, dando una
vuelta y sentándose de nuevo; aún podía ir a mirar por la ventana y pasearse una vez más de rincón a rincón;
pero ¿y después?, ¿iba a estarse eternamente allí, como una estatua y cavilando? No, imposible.
Andrei Efímich se acostó; pero se levantó al instante, enjugóse el sudor frío de la frente con la manga; y
notó que toda la cara había comenzado a olerle a pescado ahumado. Confuso, dio otro paseo.
-Aquí hay una confusión -dijo abriendo los brazos con perplejidad-. Hay que aclarar las cosas. Esto es
una equivocación...
En este momento despertó Iván Dimítrich. Sentóse y apoyó la cara en los dos puños. Escupió después,
miro perezosamente al doctor; y, por lo visto, no se percató de pronto de lo que veía; pero luego su rostro
soñoliento se tomó burlón y malévolo.
-¡Ah, de manera que también a usted le han metido aquí, palomo! -exclamó con voz ronca de sueño,
entornando un ojo-. Pues me alegro mucho. Antes le chupaba usted la sangre a los demás, y ahora se han
cambiado las tornas. ¡Estupendo!
-Es una confusión -respondió Andrei Efímich asustado de las palabras de Iván Dimítrich-. Alguna
confusión... -repitió, encogiendo los hombros, como extrañado.
Iván Dimítrich escupió de nuevo y se acostó.
-¡Maldita vida! -refunfuñó-. Y lo más amargo y enojoso es que esta vida no terminará con una
recompensa por los sufrimientos soportados, ni con una apoteosis, como las óperas, sino con la muerte.

63
Vendrán unos mujiks y, agarrando el cadáver de los brazos y las piernas, se lo llevarán al sótano. ¡Brrr! Bueno,
qué le vamos a hacer... En el otro mundo será la nuestra... Desde allí vendré en forma de espectro para asustar
a estos bichos... Haré que les salgan canas.
En esto regresó Moiseika y, al ver al doctor, le tendió la mano:
-Dame una kopeka.

XVIII

Andrei Efímich se acercó a la ventana y miró al campo. El crepúsculo había proyectado ya sus sombras,
y en el horizonte, por la derecha, asomaba la luna, fría y purpúrea. A cosa de 200 metros de la valla del
hospital se alzaba un alto edificio blanco circundado por una muralla de piedra. Era la cárcel.
-¡Ésa es la realidad! -dijo para sí Andrei Efímich, atemorizado.
Infundían temor la luna y la cárcel, los clavos de la valla y la llama lejana de una fábrica. Andrei
Efímich volvió la cara y vio a un hombre con resplandecientes estrellas y condecoraciones en el pecho, que
sonreía y guiñaba un ojo maliciosamente. Y también esto le pareció horrible.
Trató de convencerse a sí mismo de que ni la luna ni la cárcel tenían nada de particular y consideró que
incluso personas en su cabal juicio llevaban condecoraciones y que, con el tiempo, todo perecería y se
convertiría en polvo; pero de pronto se apoderó de él la desesperación; asiéndose a los barrotes con ambas
manos, zarandeó fuertemente la reja. Ésta, sin embargo, era resistente y no cedió.
Después, para disipar un poco sus temores, Andrei Efímich se fue a la cama de Iván Dimítrich y se
sentó en ella.
-Mi ánimo ha decaído, amigo -masculló, temblando y secándose el sudor frío-. Ha decaído.
-Pues consuélese filosofando -respondió, sarcástico, Iván Dimítrich.
-¡ Dios mío, Dios mío!... Sí, Sí... Usted dijo en cierta ocasión que en Rusia no hay filosofía, pero que
filosofa todo el mundo, incluso la morralla. Ahora bien: a nadie perjudica la morralla cuando filosofa -dijo
Andrei Efímich, como con ganas de llorar y de mover a compasión-. ¿A qué viene, querido, esa risa maligna?
¿Y cómo no va a filosofar la morralla si no está satisfecha? Un hombre inteligente, instruido, altivo, libre,
semejanza de Dios, no tiene otro remedio que irse de médico a un villorrio sucio y estúpido, pasándose la vida
entre ventosas, sanguijuelas y sinapismos. ¡Charlatanería, cerrazón, ruindad! ¡Oh Dios mío!
-No dice usted más que sandeces. Si no le gustaba ser médico, podía haberse metido a ministro.
-A nada, a nada. Somos débiles, querido... Yo era impasible; razonaba de la manera más optimista y
cuerda; y ha bastado que la vida me tratase rudamente para hacerme perder el ánimo... para postrarme... Somos
débiles. Somos despreciables... Y usted también lo es, querido. Es usted inteligente, noble; con la leche de su
madre mamó afanes bondadosos, pero apenas penetró en la vida, se fatigó y se enfermó... ¡Somos débiles,
somos débiles!...
-Algo más, aparte del miedo y el enojo, inquietaba a Andrei Efímich desde que oscureció. Era algo
inconcreto. Y por fin se dio cuenta de lo que era: quería beber cerveza y fumar.
-Yo me voy de aquí, querido -dijo al cabo de un instante-. Pediré que den la luz... No puedo seguir así...
Me es imposible...
Andrei Efímich se dirigió a la puerta y la abrió, pero instantáneamente Nikita le cerró el paso:
-¿A dónde va usted? No se puede salir, no se puede. Es hora de dormir.
-Sólo un momento; deseo dar una vuelta por el patio -explicó Andrei Efímich.
-Imposible, imposible. Hay una orden de no dejar salir a nadie. Usted mismo lo sabe.
Nikita cerró la puerta y apretó la espalda contra ella.
-Pero si yo salgo, ¿a quién dañaré con ello? -preguntó Andrei Efímich encogiendo los hombros-. No lo
comprendo. ¡Nikita, debo salir! ¡Lo necesito! -añadió, con voz temblona.
-¡No provoque desórdenes, mire que no está bien! -le aleccionó Nikita.
-¡Valiente diablo! -gruñó Iván Dimítrich, levantándose repentinamente-. ¿Qué derecho tiene éste a no
dejarle salir? ¿Por qué nos tienen encerrados aquí? Me parece que la ley lo dice bien claro: nadie puede ser
privado de su libertad como no sea por los tribunales. ¡Esto es una arbitrariedad! ¡Esto es violencia!
-¡Arbitrariedad, arbitrariedad! -le secundó Andrei Efímich alentado por los gritos de Iván Dimítrich-.
¡Tengo necesidad de salir, y debo salir! ¡Nadie tiene derecho a impedírmelo! ¡Te he dicho que me dejes salir!
-¿Lo oyes, bruto inmundo? -gritó Iván Dimítrich, y se puso a golpear la puerta-. ¡Abre, o echo abajo la
puerta! ¡Asesino!
-¡Abre! ¡Yo lo exijo! -gritó también Andrei Efímich, temblando de arriba abajo.
-Sigue hablando y verás -respondió Nikita desde el otro lado de la puerta-. Sigue hablando.
-Por lo menos, llama a Evgueni Fiodorich. Dile que le ruego que venga... un minuto.
-Mañana vendrá.

64
-No nos soltarán nunca -dijo Iván Dimítrich-. Nos pudriremos aquí. ¡Dios de los cielos! ¿Será posible
que no haya en el otro mundo un infierno y que estos canallas se queden sin ir a él? ¿Dónde está la justicia?
¡Abre, granuja, que me asfixio! gritó, ronco, y se arrojó contra la puerta-. ¡Me romperé la cabeza! ¡Asesinos!
Nikita abrió inopinadamente la puerta, dio un rudo empujón a Andrei Efímich con ambas manos y con
la rodilla, y luego, volteando el brazo, le descargó un puñetazo en plena cara. Andrei Efímich creyó que una
enorme ola salada le había envuelto arrastrándole hasta la cama. Notó en la boca un gusto salobre:
probablemente era sangre de los dientes. Como si tratase de salir de la ola, agitó los brazos y se asió a la cama,
pero en aquel momento sintió que Nikita le asestaba otros dos golpes en la espalda.
Oyó al instante gritos de Iván Dimítrich. También debían estar pegándole.
Después todo quedó en silencio. La difusa luz de la luna penetraba por la reja, proyectando en el suelo
la sombra de una red. Daba miedo. Andrei Efímich, tendido en la cama y contenida la respiración, esperaba
horrorizado nuevos golpes. Diríase que alguien le hubiera clavado una hoz, retorciéndosela varias veces en el
pecho y en el vientre. El dolor le hizo morder la almohada y apretar los dientes. Y de pronto, entre el caos
reinante en su cabeza, se abrió paso una idea horrible, sobrecogedora: aquellos hombres, que ahora semejaban
sombras negras a la luz de la luna, habían padecido el mismo dolor años enteros, día tras día. ¿Cómo había
sido posible que él no lo supiera, ni quisiera saberlo, durante más de veinte años? Él lo ignoraba, desconocía la
existencia de aquel sufrimiento. Por consiguiente, no era culpable. Pero la conciencia, tan incomprensiva y tan
ruda como Nikita, le hizo helarse de la cabeza a los pies. Saltó de la cama, quiso gritar con toda la fuerza de
sus pulmones y correr a matar a Nikita, a Jobotov, al inspector y al practicante, suicidándose luego; mas su
pecho no emitió sonido alguno, y las piernas no le obedecieron. Jadeante y furioso, Andrei Efímich desgarró
sobre su pecho la bata y el camisón, y después de hacerlos jirones, perdió el conocimiento y se desplomó en la
cama.

XIX

A la mañana siguiente le dolía la cabeza, le zumbaban los oídos y se sentía muy decaído. No se
avergonzaba al recordar su debilidad de la víspera. Había sido un pusilánime, tuvo miedo hasta de la luna y
puso de manifiesto sentimientos e ideas que jamás había imaginado tener: por ejemplo, la idea de la
insatisfacción de la morralla filosofante. Pero ahora todo le importaba poco.
No comía, no bebía, yacía inmóvil y callaba.
«Nada me importaba -pensaba cuando le preguntaban algo-. No voy a contestar... Me da igual.»
Después de almorzar llegó Mijaíl Averiánich y le trajo un paquete de té y una libra de mermelada.
También fue a visitarle Dariushka, que permaneció una hora entera de pie junto a la cama, con una expresión
de amargura en el semblante. Acudió, asimismo, el doctor Jobotov, quien trajo el consabido frasco de bromuro
de potasio y ordenó a Nikita que sahumara el pabellón con algo.
Antes de que anocheciera, Andrei Efímich murió de una apoplejía. Al principio notó escalofríos
penetrantes y fuertes náuseas. Parecióle que algo repugnante se le expandía por el cuerpo, hasta los dedos, y
partiendo del estómago en dirección a la cabeza, le inundaba los ojos y los oídos. Una capa verde le veló los
ojos. Andrei Efímich comprendió que había llegado su fin y recordó que Iván Dimítrich, Mijaíl Averiánich y
millones de seres creían en la inmortalidad. ¿Y si, verdaderamente, existía? Pero él no deseaba la inmortalidad;
y pensó en ella un instante tan sólo. Un rebaño de renos, de gracia y belleza excepcionales, cuya descripción
había leído en un libro el día anterior, pasó junto a él; después, una mujeruca le tendió la mano con una carta
certificada... Mijaíl Averiánich pronunció unas palabras. Luego desapareció todo; y Andrei Efímich se durmió
para siempre.
Llegaron unos mujiks, lo asieron de los brazos y de las piernas y se lo llevaron en volandas a la capilla.
Allí estuvo tendido en una mesa, con los ojos abiertos, iluminado por la luna. A la mañana siguiente, Serguei
Sergueich oró muy devotamente ante el crucifijo y cerró los ojos a su antiguo jefe.
El entierro fue un día después. Asistieron solamente Mijaíl Averiánich y Dariushka.

65
[ Rainer María Rilke \
Carta a un joven poeta
Introducción

Era en 1902, a fines de otoño. Estaba yo sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener Neustadt, bajo
unos viejísimos castaños, y leía en un libro. Profundamente sumido en la lectura, noté apenas cómo se llegó
junto a mí Horacek, el sabio y bondadoso capellán de la Academia, el único entre nuestros profesores que no
fuera militar. Me tomó el libro de las manos, contempló la cubierta y movió la cabeza. "¿Poemas de Rainer
María Rilke?", preguntó pensativo. Y, hojeando luego al azar, recorrió algunos versos con la vista, miró
meditabundo a lo lejos, e inclinó por fin la frente, musitando: "Así, pues, el cadete Renato Rilke nos ha salido
poeta..."

De este modo supe yo algo del niño delgado y pulido, entregado por sus padres más de quince años atrás a la
Escuela Militar Elemental de Sankt Poelten, para que algún día llegase a oficial. Horacek había estado de
capellán en aquel establecimiento y aun recordaba muy bien al antiguo alumno. El retrato que de él me hizo
fue el de un joven callado, serio y dotado de altas cualidades, que gustoso manteníase retraído y soportaba con
paciencia la disciplina del internado. Al terminar el cuarto curso, pasó junto con los demás alumnos a la
Escuela Militar Superior de Weisskirchen, en Moravia. Allí, por cierto, echose de ver que su constitución no
era bastante recia, y así sus padres tuvieron que retirarlo del establecimiento, haciéndole proseguir estudios en
Praga, cerca del hogar. De cómo siguió desarrollándose luego el camino externo de su vida, ya nada supo
referirme Horacek.

Por todo ello, será fácil comprender que yo, en aquel mismo instante, decidiera enviar mis ensayos poéticos a
Rainer Maria Rilke y solicitar su dictamen. No cumplidos aún los veinte años, y hallándome apenas en el
umbral de una carrera, que en mi íntimo sentir era del todo contraria a mis inclinaciones, creía que si acaso
podía esperar comprensión de alguien, había de encontrarla en el autor de "Para mi propio festejo". Y sin que
lo hubiese premeditado, tomó cuerpo y juntose a mis versos una carta, en la cual me confiaba tan francamente
al poeta como jamás me confié, ni antes ni después, a ningún otro ser.

Muchas semanas pasaron hasta que llegó la respuesta. La carta, sellada con lacre azul, pesaba mucho en la
mano, y, en el sobre, que llevaba la estampilla de París, veíanse los mismos trazos claros, bellos y seguros, con
que iba escrito el texto, desde la primera línea hasta la última. Iniciada de esta manera mi asidua
correspondencia con Rilke, prosiguió hasta el año 1908, y fue luego enriqueciéndose poco a poco, porque la
vida me desvió hacia unos derroteros de los que precisamente había querido preservarme el cálido, delicado y
conmovedor desvelo del poeta.

Pero esto no tiene importancia. Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del
mundo en que vivió y creó Rainer Maria Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se
formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños. 1

Franz Xaver Kappus, Berlín, junio de 1929

...........................................................................................................................................................................

París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias.
Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos,
porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte,
nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos
equívocos más o menos felices.

66
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer
creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló
palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio,
cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y
recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema:
"Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los
bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus
poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a
Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer
sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía
sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones
rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo
eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede
aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta
descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su
alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le
fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?"
Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al
encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el
edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y
testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer
hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas
demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder
dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de
los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus
anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde
sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños.
Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr
descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno
que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no
dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa
riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella.
Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma,
cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito
de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos
versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se
interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de
engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy
estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades
de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como
suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta.
Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que
pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro
de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser
poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el
intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida
encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo
más de cuanto puedan expresar mis palabras.

67
¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he
querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no
podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera,
esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada
de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este
amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de
expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la
magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado
hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

Rainer Maria Rilke

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[ Marcel Proust \
A la busca del tiempo perdido

Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba de Combray, nunca vi más que esa
especie de sector luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas tinieblas, como esos que el resplandor,
de una bengala o de una proyección eléctrica alumbran y seccionan en un edificio, cuyas restantes partes
siguen sumidas en la oscuridad: en la base, muy amplia; el saloncito, el comedor, el arranque del oscuro paseo
de árboles por donde llegaría el señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el vestíbulo por donde yo
me dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan duro de subir, que ella sola formaba el tronco estrecho de
aquella pirámide irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con puerta vidriera, para que entrara mamá;
todo ello visto siempre a la misma hora, aislado de lo que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en
la oscuridad, como para formar la decoración estrictamente necesaria (igual que esas que se indican al
comienzo de las comedias antiguas para las representaciones de provincias) al drama de desnudarme; como
si Combray consistiera tan sólo en dos pisos unidos por una estrecha escalera, y en una hora única: las siete
de la tarde. A decir verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo preguntara que en Combray había
otras cosas, y que Combray existía a otras horas. Pero como lo que yo habría recordado de eso serían cosas
venidas por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que ella da respecto al pasado no
conservan de él nada, nunca tuve ganas de pensar en todo lo demás de Combray. En realidad, aquello estaba
muerto para mí.
¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible.
En esto entra el azar por mucho, y un segundo azar, el de nuestra muerte, no nos deja muchas veces
que esperemos pacientemente los favores del primero.
Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo
cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros
hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en
posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las
reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra
compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de
nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que
ese objeto material nos daría) que no sospechamos.
Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la muerte, o que no lo
encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del
momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía
frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin
saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman
magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por
el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas
cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago,
con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi
interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del
mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que
estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde
podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del
bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué
significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero;
luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero
no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese
testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a
mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que
tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí
misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para
nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que
ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.

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Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba
lógica, sino la evidencia de su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes
realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera
cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo
más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a
probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra
los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo,
por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa
suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor
reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que
acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la
resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que,
enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente;
apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se
agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el
testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia
particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la
atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé.
Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su
noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa
cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y
que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se
dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su
cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había
visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para
enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la
memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan
grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas o anuladas, habían perdido
la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado
antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más
inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y
aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio
enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba (aunque
todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la
vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a
ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis
padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la
casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me
mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos
cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de
porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar
forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y
cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del
Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus
alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.

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[ James Joyce \

(El texto que viene a continuación constituye un ejemplo de la “corriente de conciencia” puesta en circulación
por Joyce. Pertenece al capítulo tercero de su novela Ulises. En él Stephen va andando hacia Dublín por la
playa de Sandycove. Camina con los ojos cerrados pensando de modo poético, filosófico sobre lo ‘ineluctable
o inevitable varidad de lo visible’, mezclando sus pensamientos con imágenes de la historia cultural y
religiosa. Al abrir los ojos observa dos comadronas que van a pasear por la playa y hace reflexiones sobre su
nacimiento)
Ulises
Ineluctable modalidad de lo visible: al menos eso si no más, pensado con los ojos. Marcas de todas
las cosas estoy aquí para leer, freza marina y ova marina, la marea que se acerca, esa bota
herrumbrosa. Verdemoco, platiazulado, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero
añade: en los cuerpos. Luego se percató de aquesos cuerpos antes que de aquesos coloreados.
¿Cómo? Dándose coscorrones contra ellos, seguro. Tranquilo. Calvo era y millonario, maestro di
color che sanno. Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano, adiáfano. Si puedes meter los cinco
dedos es una cancela, si no una puerta. Cierra los ojos y ve.
Stephen cerró los ojos para oír cómo las botas estrujaban la recrujiente ova y las conchas. Estás
andando sobre esto tranquilamente en cualquier caso. Lo estoy, una zancada cada vez. Un espacio
muy corto de tiempo a través de tiempos muy cortos de espacio. Cinco, seis: el Nacheinander.
Exactamente: y ésa es la ineluctable modalidad de lo audible. Abre los ojos. No. ¡Jesús! ¡Si cayera
por un acantilado que se adentra sobre su base, cayera por el Nebeneinander ineluctablemente! Me
voy acostumbrando bastante bien a la oscuridad. Mi espada de fresno cuelga a mi lado. Bordonea con
ella: ellos lo hacen. Mis dos pies en sus botas en los extremos de sus piernas, nebeneinander. Suena
sólido: forjado por el mazo de Los demiurgos. ¿Acaso voy andando hacia la eternidad por la playa de
Sandymount? Estruja, recruje, rac, ric, rac. Dinero del mar salvaje. Maese Deasy conyóscelos bien.

¿Vendrías a Sandymount,
Madeline la mar?

El ritmo empieza, lo ves. Lo oigo. Tetrámetro acataléctico de yambos marchando. No, al galope:
deline la mar.
Abre los ojos ahora. Lo haré. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo desde entonces? Si abro y me
encuentro para siempre en lo adiáfano negro. ¡Basta! Veré si puedo ver.
Mira ahora. Ahí todo el tiempo sin ti: y siempre estará, por los siglos de los siglos.
Descendieron por las escalinatas de Leahy Terrace prudentemente, Frauenzimmer. y por la
inclinada orilla lánguidamente, sus pies planos hundiéndose en la arena sedimentada. Como yo, como
Algy, descendiendo a nuestra poderosa madre. La número uno balanceaba patosamente su bolso de
matrona, el paraguón de la otra hurgaba en la arena. Del barrio de Liberties, día de paseo. Mrs.
Florence MacCabe, viuda del extinto Patk MacCabe, sinceramente llorado, de Bride Street. Una de su
hermandad me sacó guañiendo a la vida. Creación desde la nada. ¿Qué tiene en el bolso? Un
engendro con el cordón umbilical arrastrando, amorrado en paño bermejo. El cordón de todos enlaza
con el pasado, cable cabitrenzado de toda carne. Por eso los monjes místicos. ¿Querríais ser como
dioses? Miraos vuestro omphalos. ¡Oiga! Aquí Kinch. Póngame con Villaedén. Alef, alfa: cero, cero,
uno.

Una nubecilla

Ocho años atrás había despedido a su amigo en la estación de North Wall diciéndole que fuera con
Dios. Gallaher hizo carrera. Se veía enseguida: por su aire viajero, su traje de tweed bien cortado y su acento
decidido. Pocos tenían su talento y todavía menos eran capaces de permanecer incorruptos ante tanto éxito.
Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigo así.
Desde el almuerzo, Chico Chandler no pensaba más que en su cita con Gallaher, en la invitación de
Gallaher, en la gran urbe londinense donde vivía Gallaher. Le decían Chico Chandler porque, aunque era poco
menos que de mediana estatura, parecía pequeño. Era de manos blancas y cortas, frágil de huesos, de voz
queda y maneras refinadas. Cuidaba con exceso su rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un discreto perfume en

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el pañuelo. La medialuna de sus uñas era perfecta y cuando sonreía dejaba entrever una fila de blancos dientes
de leche.
Sentado a su buró en King's Inns pensaba en los cambios que le habían traído esos ocho años. El
amigo que había conocido con un chambón aspecto de necesitado se había convertido en una rutilante figura
de la prensa británica. Levantaba frecuentemente la vista de su escrito fatigoso para mirar a la calle por la
ventana de la oficina. El resplandor del atardecer de otoño cubría céspedes y aceras; bañaba con un generoso
polvo dorado a las niñeras y a los viejos decrépitos que dormitaban en los bancos; irisaba cada figura móvil:
los niños que corrían gritando por los senderos de grava y todo aquel que atravesaba los jardines. Contemplaba
aquella escena y pensaba en la vida; y (como ocurría siempre que pensaba en la vida) se entristeció. Una suave
melancolía se posesionó de su alma. Sintió cuán inútil era luchar contra la suerte: era ése el peso muerto de
sabiduría que le legó la época.
Recordó los libros de poesía en los anaqueles de su casa. Los había comprado en sus días de soltero y
más de una noche, sentado en el cuarto al fondo del pasillo, se había sentido tentado de tomar uno en sus
manos para leerle algo a su esposa. Pero su timidez lo cohibió siempre: y los libros permanecían en los
anaqueles. A veces se repetía a sí mismo unos cuantos versos, lo que lo consolaba.
Cuando le llegó la hora, se levantó y se despidió cumplidamente de su buró y de sus colegas. Con su
figura pulcra y modesta salió de entre los arcos de King's Inns y caminó rápido Henrietta Street abajo. El
dorado crepúsculo menguaba ya y el aire se hacía cortante. Una horda de chiquillos mugrientos pululaba por
las calles. Corrían o se paraban en medio de la calzada o se encaramaban anhelantes a los quicios de las
puertas o bien se acuclillaban como ratones en cada umbral. Chico Chandler no les dio importancia. Se abrió
paso, diestro, por entre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombra de las estiradas mansiones espectrales donde
había balandronado la antigua nobleza de Dublín. No le llegaba ninguna memoria del pasado porque su mente
rebosaba con la alegría del momento.
Nunca había estado en Corless's, pero conocía la valía de aquel nombre. Sabía que la gente iba allí
después del teatro a comer ostras y a beber licores; y se decía que allí los camareros hablaban francés y
alemán. Pasando rápido por enfrente de noche había visto detenerse los coches a sus puertas y cómo damas
ricamente ataviadas, acompañadas por caballeros, bajaban y entraban a él fugaces, vistiendo trajes
escandalosos y muchas pieles. Llevaban las caras empolvadas y levantaban sus vestidos, cuando tocaban
tierra, como Atalantas alarmadas. Había pasado siempre de largo sin siquiera volverse a mirar. Era hábito suyo
caminar con paso rápido por la calle, aun de día, y siempre que se encontraba en la ciudad tarde en la noche
apretaba el paso, aprensivo y excitado. A veces, sin embargo, cortejaba la causa de sus temores. Escogía las
calles más tortuosas y oscuras y, al adelantar atrevido, el silencio que se esparcía alrededor de sus pasos lo
perturbaba, como lo turbaba toda figura silenciosa y vagabunda; a veces el sonido de una risa baja y fugitiva lo
hacía temblar como una hoja.
Dobló a la derecha hacia Capel Street. ¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense! ¿Quién lo hubiera
pensado ocho años antes? Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora, Chico Chandler era capaz de recordar
muchos indicios de la futura grandeza de su amigo. La gente acostumbraba a decir que Ignatius Gallaher era
alocado. Claro que se reunía en ese entonces con un grupo de amigos algo libertinos, que bebía sin freno y
pedía dinero a diestro y siniestro. Al final, se vio envuelto en cierto asunto turbio, una transacción monetaria:
al menos, ésa era una de las versiones de su fuga. Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempre una cierta...
algo en Ignatius Gallaher que impresionaba a pesar de uno mismo. Aun cuando estaba en un aprieto y le
fallaban los recursos, conservaba su desfachatez. Chico Chandler recordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse
de orgullo un tanto) uno de los dichos de Ignatius Gallaher cuando andaba escaso:
-Ahora un receso, caballeros -solía decir a la ligera-. ¿Dónde está mi gorra de pegar?
Eso retrataba a Ignatius Gallaher por entero, pero, maldita sea, que tenía uno que admirarlo.
Chico Chandler apresuró el paso. Por primera vez en su vida se sintió superior a la gente que pasaba.
Por la primera vez su alma se rebelaba contra la insulsa falta de elegancia de Capel Street. No había duda de
ello: si uno quería tener éxito tenía que largarse. No había nada que hacer en Dublín. Al cruzar el puente de
Grattan miró río abajo, a la parte mala del malecón, y se compadeció de las chozas, tan chatas. Le parecieron
una banda de mendigos acurrucados a orillas del río, sus viejos gabanes cubiertos por el polvo y el hollín,
estupefactos a la vista del crepúsculo y esperando por el primer sereno helado que los obligara a levantarse,
sacudirse y echar a andar. Se preguntó si podría escribir un poema para expresar esta idea. Quizá Gallaher
pudiera colocarlo en un periódico de Londres. ¿Sería capaz de escribir algo original? No sabía qué quería
expresar, pero la idea de haber sido tocado por la gracia de un momento poético le creció dentro como una
esperanza en embrión. Apretó el paso, decidido.
Cada paso lo acercaba más a Londres, alejándolo de su vida sobria y nada artística. Una lucecita
empezaba a parpader en su horizonte mental. No era tan viejo: treinta y dos años. Se podía decir que su
temperamento estaba a punto de madurar. Había tantas impresiones y tantos estados de ánimo que quería
expresar en verso. Los sentía en su interior. Trató de sopesar su alma para saber si era un alma de poeta. La
nota dominante de su temperamento, pensó, era la melancolía, pero una melancolía atemperada por la fe, la

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resignación y una alegría sencilla. Si pudiera expresar esto en un libro quizá la gente le hiciera caso. Nunca
sería popular: lo veía. No podría mover multitudes, pero podría conmover a un pequeño núcleo de almas
afines. Los críticos ingleses, tal vez, lo reconocerían como miembro de la escuela celta, en razón del tono
melancólico de sus poemas; además, que dejaría caer algunas alusiones. Comenzó a inventar las oraciones y
frases que merecerían sus libros. Mr Chandler tiene el don del verso gracioso y fácil... Una anhelante tristeza
invade estos poemas... La nota céltica. Qué pena que su nombre no pareciera más irlandés. Tal vez fuera mejor
colocar su segundo apellido delante del primero: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía: T. Malone
Chandler. Le hablaría a Gallaher de este asunto.
Persiguió sus sueños con tal ardor que pasó la calle de largo y tuvo que regresar. Antes de llegar a
Corless's su agitación anterior empezó a apoderarse de él y se detuvo en la puerta, indeciso. Finalmente, abrió
la puerta y entró.
La luz y el ruido del bar lo clavaron a la entrada por un momento. Miró a su alrededor, pero se le iba
la vista confundido con tantos vasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. El bar parecía estar lleno de gente y
sintió que la gente lo observaba con curiosidad. Miró rápido a izquierda y derecha (frunciendo las cejas
ligeramente para hacer ver que la gestión era seria), pero cuando se le aclaró la vista vio que nadie se había
vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto, estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostrador y con las piernas bien
separadas.
-¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por fin llegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoy bebiendo
whisky: es mucho mejor que al otro lado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de agua mineral? Yo soy lo
mismo. Le echa a perder el gusto...
Vamos, garçon, sé bueno y tráenos dos líneas de whisky de malta... Bien, ¿y cómo te fue desde que te vi la
última vez? ¡Dios mío, qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas que envejezco o qué? Canoso y casi calvo
acá arriba, ¿no?
Ignatius Gallaher se quitó el sombrero y exhibió una cabeza casi pelada al rape. Tenía una cara
pesada, pálida y bien afeitada. Sus ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviaban su palidez enfermiza y
brillaban aún por sobre el naranja vivo de su corbata. Entre estas dos facciones en lucha, sus labios se veían
largos, sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se palpó con dos dedos compasivos el pelo ralo de su
cocorotina. Chico Chandler negó con la cabeza. Ignatius Gallaher se volvió a poner el sombrero.
-El periodismo -dijo- acaba. Hay que andar rápido y sigiloso detrás de la noticia y eso si la
encuentras: y luego que lo que escribes resulte novedoso. Al carajo con las pruebas y el cajista, digo yo, por
unos días. Estoy más que encantado, te lo digo, de volver al terruño. Te hacen mucho bien las vacaciones. Me
siento muchísimo mejor desde que desembarqué en este Dublín sucio y querido... Por fin te veo, Tommy.
¿Agua? Dime cuándo.
Chico Chandler dejó que le aguara bastante su whisky. -No sabes lo que es bueno, mi viejo -dijo
Ignatius Gallaher-. Apuro el mío puro.
-Bebo poco como regla -dijo Chico Chandler, modestamente-. Una media línea o cosa así cuando me
topo con uno del grupo de antes: eso es todo.
-Ah, bueno -dijo Ignatius Gallaher, alegre-, a nuestra salud y por el tiempo viejo y las viejas
amistades. Chocaron los vasos y brindaron.
-Hoy me encontré con parte de la vieja pandilla -dijo Ignatius Gallaher-. Parece que O'Hara anda mal,
¿Qué es lo que le pasa?
-Nada -dijo Chico Chandler-. Se fue a pique.
-Pero Hogan está bien colocado, ¿no es cierto?
-Sí, está en la Comisión Agraria.
-Me lo encontré una noche en Londres y se le veía boyante... ¡Pobre O'Hara! La bebida, supongo.
-Entre otras cosas -dijo Chico Chandler, sucinto. Ignatius Gallaher se rió.
-Tommy -le dijo-, veo que no has cambiado un ápice. Eres el mismo tipo serio que me metías un
editorial el domingo por la mañana si me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. Debías correr un poco de
mundo. Tú no has ido de viaje a ninguna parte, ¿no?
-Estuve en la isla de Man -dijo Chico Chandler. Ignatius Gallaher se rió.
-¡La isla de Man! -dijo-. Ve a Londres o a París. Mejor a París. Te hará mucho bien.
-¿Conoces tú París?
-¡Me parece que sí! La he recorrido un poco.
-¿Y es, realmente, tan bella como dicen? -preguntó Chico Chandler.
Tomó un sorbito de su trago mientras Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.
-¿Bella? -dijo Ignatius Gallaher, haciendo una pausa para sopesar la palabra y paladear la bebida-. No
es tan bella, si supieras. Claro que es bella... Pero es la vida de París lo que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea
como París, tan alegre, tan movida, tan excitante...
Chico Chandler terminó su whisky y, después de un poco de trabajo, consiguió llamar la atención de
un camarero. Ordenó lo mismo otra vez.

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-Estuve en el Molino Rojo -continuó Ignatius Gallaher cuando el camarero se llevó los vasos- y he
estado en todos los cafés bohemios. ¡Son candela! Nada aconsejable para un puritano como tú, Tommy.
Chico Chandler no respondió hasta que el camarero regresó con los dos vasos: entonces chocó el vaso
de su amigo levemente y reciprocó el brindis anterior. Empezaba a sentirse algo chasqueado. El tono de
Gallaher y su manera de expresarse no le gustaban. Había algo vulgar en su amigo que no había notado antes.
Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londres en el ajetreo y la competencia periodística. El viejo encanto
personal se sentía todavía por debajo de sus nuevos modales aparatosos. Y, después de todo, Gallaher había
vivido y visto mundo. Chico Chandler miró a su amigo con envidia.
-Todo es alegría en París -dijo Ignatius Gallaher-. Los franceses creen que hay que gozar la vida. ¿No
crees tú que tienen razón? Si quieres gozar la vida como es, debes ir a París. Y déjame decirte que los
irlandeses les caemos de lo mejor a los franceses. Cuando se enteraban que era de Irlanda, muchacho, me
querían comer.
Chico Chandler bebió cinco o seis sorbos de su vaso.
-Pero, dime -le dijo-, ¿es verdad que París es tan... inmoral como dicen?
Ignatius Gallaher hizo un gesto católico con la mano derecha.
-Todos los lugares son inmorales -dijo-. Claro que hay cosas escabrosas en París. Si te vas a uno de
esos bailes de estudiantes, por ejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando las cocottes se sueltan la melena.
Tú sabes lo que son, supongo.
-He oído hablar de ellas- dijo Chico Chandler.
Ignatius Gallaher bebió de su whisky y meneó la cabeza. -Tú dirás lo que tú quieras, pero no hay
mujer como la parisina. En cuanto a estilo, a soltura.
-Luego es una ciudad inmoral -dijo Chico Chandler, con insistencia tímida-. Quiero decir, comparada
con Londres o con Dublín.
-¡Londres! -dijo Ignatius Gallaher-. Eso es media mitad de una cosa y tres cuartos de la otra.
Pregúntale a Hogan, amigo mío, que le enseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Ya te abrirá él los ojos...
Tommy, viejo, que no es ponche, es whisky: de un solo viaje.
-De veras, no...
-Ah, vamos, que uno más no te va a matar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?
-Bueno... vaya...
-François, repite aquí... ¿Un puro, Tommy?
Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Los dos amigos encendieron sus cigarros y fumaron en silencio
hasta que llegaron los tragos.
-Te voy a dar mi opinión -dijo Ignatius Gallaher, al salir después de un rato de entre las nubes de
humo en que se refugiara-, el mundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! He oído de casos... pero, ¿qué digo?
Conozco casos de... inmoralidad...
Ignatius Gallaher tiró pensativo de su cigarro y luego, con el calmado tono del historiador, procedió a
dibujarle a su amigo el cuadro de la degeneración imperante en el extranjero. Pasó revista a los vicios de
muchas capitales europeas y parecía inclinado a darle el premio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas (ya
que se las contaron amigos), pero de otras sí tenía experiencia personal. No perdonó ni clases ni alcurnia.
Reveló muchos secretos de las órdenes religiosas del continente y describió muchas de las prácticas que
estaban de moda en .la alta sociedad, terminando por contarle, con detalle, la historia de una duquesa inglesa,
cuento que sabía que era verdad. Chico Chandler se quedó pasmado.
-Ah, bien -dijo Ignatius Gallaher-, aquí estamos en el viejo Dublín, donde nadie sabe nada de nada.
-¡Te debe parecer muy aburrido -dijo Chico Chandler-, después de todos esos lugares que conoces!
-Bueno, tú sabes -dijo Ignatius Gallaher-, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es el terruño,
como se dice, ¿no es así? No puedes evitar tenerle cariño. Es muy humano... Pero dime algo de ti. Hogan me
dijo que habías... degustado las delicias del himeneo. Hace dos años, ¿no?
Chico Chandler se ruborizó y sonrió.
-Sí -le dijo-. En mayo pasado hizo dos años.
-Confío en que no sea demasiado tarde para ofrecerte mis mejores deseos -dijo Ignatius Gallaher-. No
sabía tu dirección o lo hubiera hecho entonces.
Extendió una mano, que Chico Chandler estrechó.
-Bueno, Tommy -le dijo-, te deseo, a ti y a los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: quintales de
quintos y que vivas hasta el día que te mate. Estos son los deseos de un viejo y sincero amigo, como tú sabes.
-Yo lo sé -dijo Chico Chandler.
-¿Alguna cría? -dijo Ignatius Gallaher. Chico Chandler se ruborizó otra vez.
-No tenemos más que una -dijo.
-¿Varón o hembra?
-Un varoncito.
Ignatius Gallaher le dio una sonora palmada a su amigo en la espalda.

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-Bravo, Tommy -le dijo-. Nunca lo puse en duda. Chico Chandler sonrió, miró confusamente a su
vaso y se mordió el labio inferior con tres dientes de leche.
-Espero que pases una noche con nosotros -dijo-, antes de que te vayas. A mi esposa le encantaría
conocerte. Podríamos hacer un poco de música y...
-Muchísimas gracias, mi viejo -dijo Ignatius Gallaher-. Lamento que no nos hayamos visto antes.
Pero tengo que irme mañana por la noche.
-¿Tal vez esta noche...?
-Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, ando con otro tipo, bastante listo él, y ya convinimos en ir a
echar una partida de cartas. Si no fuera por eso...
-Ah, en ese caso...
-Pero, ¿quién sabe? -dijo Ignatius Gallaher, considerado-. Tal vez el año que viene me dé un saltico,
ahora que ya rompí el hielo. Vamos a posponer la ocasión.
-Muy bien -dijo Chico Chandler-, la próxima vez que vengas tenemos que pasar la noche juntos.
¿Convenido?
-Convenido, sí -dijo Ignatius Gallaher-. El año que viene si vengo, parole d'honneur.
-Y para dejar zanjado el asunto -dijo Chico Chandler-, vamos a tomar otra.
Ignatius Gallaher sacó un relojón de oro y lo miró.
-¿Va a ser ésa la última? -le dijo-. Porque, tú sabes, tengo una c.t.
-Oh, sí, por supuesto -dijo Chico Chandler.
-Entonces, muy bien -dijo Ignatius Gallaher-, vamos a echarnos otra como de ocandoruis, que quiere
decir un buen whisky en el idioma vernáculo, me parece.
Chico Chandler pidió los tragos. El rubor que le subió a la cara hacía unos momentos, se le había
instalado. Cualquier cosa lo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente, excitado. Los tres vasitos se le habían
ido a la cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confundió las ideas, ya que era delicado y abstemio. La
excitación de ver a Gallaher después de ocho años, de verse con Gallaher en Corless's, rodeados por esa
iluminación y ese ruido, de escuchar los cuentos de Gallaher y de compartir por un momento su vida itinerante
y exitosa, alteró el equilibrio de su naturaleza sensible. Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y la de su
amigo, y le pareció injusto. Gallaher estaba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura. Sabía que podía hacer
cualquier cosa mejor que lo hacía o lo haría nunca su amigo, algo superior al mero periodismo pedestre, con
tal de que le dieran una oportunidad. ¿Qué se interponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Quería
reivindicarse de alguna forma, hacer valer su virilidad. Podía ver lo que había detrás de la negativa de Gallaher
a aceptar su invitación. Gallaher le estaba perdonando la vida con su camaradería, como se la estaba
perdonando a Irlanda con su visita.
El camarero les trajo la bebida. Chico Chandler empujó un vaso hacia su amigo y tomó el otro,
decidido.
-¿Quién sabe? -dijo al levantar el vaso-. Tal vez cuando vengas el año que viene tenga yo el placer de
desear una larga vida feliz al señor y a la señora Gallaher.
Ignatius Gallaher, a punto de beber su trago, le hizo un guiño expresivo por encima del vaso. Cuando
bebió, chasqueó sus labios rotundamente, dejó el vaso y dijo:
-Nada que temer por ese lado, muchacho. Voy a correr mundo y a vivir la vida un poco antes de meter
la cabeza en el saco... si es que lo hago.
-Lo harás un día -dijo Chico Chandler con calma. Ignatius Gallaher enfocó su corbata anaranjada y
sus ojos azul pizarra sobre su amigo.
-¿Tú crees? -le dijo.
-Meterás la cabeza en el saco -repitió Chico Chandler, empecinado-, como todo el mundo, si es que
encuentras mujer.
Había marcado el tono un poco y se dio cuenta de que acababa de traicionarse; pero, aunque el color
le subió a la cara, no desvió los ojos de la insistente mirada de su amigo. Ignatius Gallaher lo observó
por un momento y luego dijo:
-Si ocurre alguna vez puedes apostarte lo que no tienes a que no va a ser con claros de luna y miradas
arrobadas. Pienso casarme por dinero. Tendrá que tener ella su buena cuenta en el banco o de eso nada.
Chico Chandler sacudió la cabeza.
-Pero, vamos, tú -dijo Ignatius Gallaher con vehemencia-, ¿quieres que te diga una cosa? No tengo
más que decir que sí y mañana mismo puedo conseguir las dos cosas. ¿No me quieres creer? Pues lo sé de
buena tinta. Hay cientos, ¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas y de judías podridas de dinero, que lo
que más querrían... Espera un poco, mi amigo,
y verás si no juego mis cartas como es debido. Cuando yo me propongo algo, lo consigo. Espera un poco.
Se echó el vaso a la boca, terminó el trago y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativo al frente, y
dijo, más calmado:
-Pero no tengo prisa. Pueden esperar ellas. No tengo ninguna gana de amarrarme a nadie, tú sabes.

75
Hizo como si tragara y puso mala cara.
-Al final sabe siempre a rancio, en mi opinión -dijo.
Chico Chandler estaba sentado en el cuarto del pasillo con un niño en brazos. Para ahorrar no tenían
criados, pero la hermana menor de Annie, Mónica, venía una hora, más o menos, por la mañana y otra hora
por la noche para ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica se había ido. Eran las nueve menos cuarto. Chico
Chandler regresó tarde para el té y, lo que es más, olvidó traerle a Annie el paquete de azúcar de Bewley's.
Claro que ella se incomodó y le contestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té, pero cuando llegó la hora del
cierre de la tienda de la esquina, decidió ir ella misma por un cuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Le
puso el niño dormido en los brazos con pericia y le dijo:
-Ahí tienes, no lo despiertes.
Sobre la mesa había una lamparita con una pantalla de porcelana blanca y la luz daba sobre una
fotografía enmarcada en cuerno corrugado. Era una foto de Annie. Chico Chandler la miró, deteniéndose en
los delgados labios apretados. Llevaba la blusa de verano azul pálido que le trajo de regalo un sábado. Le
había costado diez chelines con once; ¡pero qué agonía de nervios le costó! Cómo sufrió ese día esperando a
que se vaciara la tienda, de pie frente al mostrador tratando de aparecer calmado mientras la vendedora apilaba
las blusas frente a él, pagando en la caja y olvidándose de coger el penique de vuelto, mandado a buscar por la
cajera, y, finalmente, tratando de ocultar su rubor cuando salía de la tienda examinando el paquete para ver si
estaba bien atado. Cuando le trajo la blusa a Annie lo besó y le dijo que era muy bonita y a la moda; pero
cuando él le dijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijo que era un atraco cobrar diez chelines con diez por
eso. Al principio quería devolverla, pero cuando se la probó quedó encantada, sobre todo con el corte de las
mangas y le dio otro
beso y le dijo que era muy bueno al acordarse de ella.
¡Hum!...
Miró en frío los ojos de la foto y en frío ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eran lindos y la
cara misma era bonita. Pero había algo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan de señorona inconsciente? La
compostura de aquellos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban: no había pasión en ellos, ningún arrebato.
Pensó en lo que dijo Gallaher de las judías ricas. Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos de pasión, de
anhelos voluptuosos... ¿Por qué se había casado con esos ojos de la fotografía?
Se sorprendió haciéndose la pregunta y miró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontró algo mezquino
en el lindo mobiliario que comprara a plazos. Annie fue quien lo escogió y a ella se parecían los muebles. Las
piezas eran tan pretenciosas y lindas como ella. Se le despertó un sordo resentimiento contra su vida. ¿Podría
escapar de la casita? ¿Era demasiado tarde para vivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Podría irse a
Londres? Había que pagar los muebles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro y publicarlo, tal vez eso le
abriría camino.
Un volumen de los poemas de Byron descansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso con la mano
izquierda para no despertar al niño y empezó a leer los primeros poemas del libro.

Quedo el viento y queda la pena vespertina,


Ni el más leve céfiro ronda la enramada,
Cuando vuelvo a ver la tumba de mi Margarita
Y esparzo las flores sobre la tierra amada.

Hizo una pausa. Sintió el ritmo de los versos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melancolía! ¿Podría él
también escribir versos así, expresar la melancolía de su alma en un poema? Había tantas cosas que quería
describir; la sensación de hace unas horas en el puente de Grattan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel
estado de ánimo...
El niño se despertó y empezó a gritar. Dejó la página para tratar de callarlo: pero no se callaba.
Empezó a acunarlo en sus brazos, pero sus aullidos se hicieron más penetrantes. Lo meció más rápido mientras
sus ojos trataban de leer la segunda estrofa:

En esta estrecha celda reposa la arcilla,


Su arcilla que una vez...

Era inútil. No podía leer. No podía hacer nada. El grito del niño le perforaba los tímpanos. ¡Era inútil,
inútil! Estaba condenado a cadena perpetua. Sus brazos temblaron de rabia y de pronto, inclinándose sobre la
cara del niño, le gritó:
-¡Basta!
El niño se calló por un instante, tuvo un espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantó de su silla de
un salto y dio vueltas presurosas por el cuarto cargando al niño en brazos. Sollozaba lastimoso,
desmoreciéndose por cuatro o cinco segundos y luego reventando de nuevo. Las delgadas paredes del cuarto

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hacían eco al ruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba con mayores convulsiones. Miró a la cara contraída y
temblorosa del niño y empezó a alarmarse. Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó el niño al pecho,
asustado. ¡Si se muriera!...
La puerta se abrió de un golpe y una mujer joven entró corriendo, jadeante.
-¿Qué pasó? ¿Qué pasó? -exclamó.
El niño, oyendo la voz de su madre, estalló en paroxismos de llanto.
-No es nada, Annie... nada... Se puso a llorar. Tiró ella los paquetes al piso y le arrancó el niño. -¿Qué
le has hecho? -le gritó, echando chispas.
Chico Chandler sostuvo su mirada por un momento y el corazón se le encogió al ver odio en sus ojos.
Comenzó a tartamudear.
Sin prestarle atención, ella comenzó a caminar por el cuarto, apretando el niño en sus brazos y
murmurando:
-¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Te asustaron, amor?... ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!... ¡Cosita!
¡Corderito divino de mamá!... ¡Vaya, vaya!
Chico Chandler sintió que sus mejillas se ruborizaban de vergüenza y se apartó de la luz. Oyó cómo
los paroxismos del niño menguaban más y más; y lágrimas de culpa le vinieron a los ojos.

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Franz Kafka
La Metamorfosis

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso
insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y
oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto
de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal
de sus piernas, se agitaban sin concierto.

-¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto
habitual. Sobre la mesa había desparramado un muestrario de paños -Samsa era viajante de comercio-, y de
la pared colgaba una estampa recientemente recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado.
La estampa mostraba a una mujer tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y
que, muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su antebrazo.
Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas de
lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía.
«Bueno –pensó–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?» Pero no era
posible, pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía
adoptar tal postura. Por más que se esforzara volvía a quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación
numerosas veces; cerró los ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que no cesó hasta
que notó en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.

¡Qué cansada es la profesión que he elegido! –se dijo–. Siempre de viaje. Las preocupaciones son
mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no hablar de las molestias propias de los viajes: estar pendiente
de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente, que nunca
llegan a ser verdaderamente cordiales, y en las que no tienen cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo!
Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda en dirección a la
cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le picaba estaba cubierto de
extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero tuvo que retirarla inmediatamente, pues el
roce le producía escalofríos.

Estoy atontado de tanto madrugar –se dijo–. No duermo lo suficiente. Hay viajantes que viven mucho
mejor. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando
cómodamente sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el acto. Lo cual,
probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me
hubiese marchado. Hubiera ido a ver el director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa,
ésa sobre la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como es sordo, han de
acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza. En cuanto haya reunido la cantidad necesaria
para pagarle la deuda de mis padres –unos cinco o seis años todavía–, me va a oír. Bueno; pero, por ahora,
lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.

¡Dios mío! -exclamó para sí.

Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. En realidad, ya
eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba
puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel
sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo,
debía de haber dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las
siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún empaquetado, y él mismo
no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el
mozo del almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo
era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero
esto, además de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba
empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del Montepío. Se desharía en

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reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con
el dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al
trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta
somnolencia, fuera de lugar después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien, además
de muy hambriento.
Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el momento en que el
despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.
-Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero
mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego
y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una
explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:
-Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.
A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la
madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve diálogo reveló que Gregorio,
contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la
puerta, llamó:
-¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa?
Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz:
-¡Gregorio!
Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba suavemente:
-Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?
-Ya estoy bien –respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y
hablando con gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero
la hermana siguió susurrando:
-Abre, Gregorio, por favor.
Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, por el contrario, de la precaución –
contraída en los viajes– de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa.
Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin que le molestaran y,
sobre todo, desayunar. Sólo después de hecho todo esto pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en
la cama no podía pensar con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago malestar en
la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la cual, una vez levantado, se disipaba
rápidamente; y tenía curiosidad por ver desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto
al cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad profesional del viajante de
comercio.
Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha caería por sí sola. Pero
la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en
brazos y manos; pero, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible
controlarlas. Y el caso es que quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas;
pero, mientras tanto, las demás proseguían su anárquica y penosa agitación.
«No es bueno haraganear en la cama», pensó Gregorio.
Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior –que no había visto
todavía y que, por tanto, no podía imaginar con exactitud– resultó sumamente difícil de mover. Inició la
operación muy lentamente. Hizo acopio de energías y se arrastró hacia delante. Pero calculó mal la
dirección, se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le reveló que la parte
inferior de su cuerpo era quizá, en su nuevo estado, la más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y
volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su anchura
y su peso, el cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero entonces tuvo
miedo de continuar avanzando de aquella forma, porque, si se dejaba caer así, sin duda se haría daño en la
cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Prefería quedarse en la cama.
Pero cuando, después de realizar a la inversa los mismos movimientos, en medio de grandes
esfuerzos y jadeos, se halló de nuevo en la misma posición y volvió a ver sus patas moviéndose
frenéticamente, comprendió que no podía hacer otra cosa, y volvió a pensar que no debía seguir en la cama
y que lo más sensato era arriesgarlo todo, aunque sólo tuviera una mínima posibilidad. Pero en seguida
recordó que meditar serenamente era mejor que tomar decisiones drásticas. Sus ojos se clavaron en la
ventana; pero, por desgracia, la niebla que aquella mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la calle,
pocos ánimos le infundió.
«Las siete ya –pensó al oír el despertador–. ¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!»
Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando lentamente, como si esperase que
el silencio le devolviera a su estado normal.

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Pero, al poco rato, pensó: «Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya
levantado. Además, seguramente vendrá alguien del almacén a preguntar por mí, pues abren antes de las
siete.» Se dispuso a salir de la cama, balanceándose sobre su borde. Dejándose caer de esta forma, la cabeza,
que pensaba mantener firmemente erguida, probablemente no sufriría daño ninguno. La espalda parecía
resistente, y no le pasaría nada al dar con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al
estrépito que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no quedaba más remedio
que correr el riesgo.
Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo método era como un juego,
pues consistía simplemente en balancearse hacia atrás), cuando cayó en cuenta de que todo sería muy
sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada)
bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, sacarle de la cama y,
agachándose luego con la carga, dejar que se estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se
mostrarían útiles. Ahora bien, y prescindiendo del hecho de que las puertas estaban cerradas con llave,
¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no pudo por menos de sonreír.
Había adelantado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que los anteriores, bastaría para
hacerle bascular sobre el borde de la cama. Además pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues
sólo faltaban cinco minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta del piso.
«Debe ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se agitaban cada vez más
rápidamente. Por un momento permaneció todo en silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan
descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, oyó aproximarse a la puerta las fuertes
pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la primera palabra del visitante para
percatarse de quién era. Era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en la cual
la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles sospechas? ¿Es que los empleados eran
todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder
un par de horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en condiciones de
abandonar la cama? ¿Es que no bastaba con mandar a un chico a preguntar (suponiendo que tuviese
fundamento esa manía de averiguar), sino que tenía que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente
familia de que sólo él tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y Gregorio,
excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró violentamente de la cama. Se oyó un golpe
sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que
Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como había temido. Pero no tuvo
cuidado de mantener la cabeza suficientemente erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente
contra la alfombra.
-Algo ha ocurrido ahí dentro –dijo el gerente en la habitación de la izquierda. Gregorio intentó
imaginar que al gerente pudiera sucederle algún día lo mismo que hoy a él, cosa ciertamente posible. Pero el
gerente, como replicando con energía a esta suposición, dio unos cuantos pasos por el cuarto vecino,
haciendo crujir sus zapatos de charol. Desde la habitación contigua de la derecha, la hermana susurró:
-Gregorio, está aquí el gerente del almacén.
-Ya lo sé –contestó Gregorio débilmente, sin atreverse a levantar la voz hasta el punto de hacerse oír
por su hermana.
-Gregorio –dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda–, ha venido el señor
gerente y pregunta por qué no tomaste el primer tren. No sabemos que contestar. Además, desea hablar
personalmente contigo. Con que haz el favor de abrir la puerta. El señor tendrá la bondad de disculpar el
desorden del cuarto.
-¡Buenos días, señor Samsa! –terció entonces amablemente el gerente.
-No se encuentra bien –dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la
puerta–. Está enfermo, créame. ¿Cómo si no, iba a perder el tren? Gregorio no piensa más que en el
almacén. ¡Si casi me molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, ha estado aquí ocho días;
pues bien, ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros alrededor de la mesa lee el periódico
en silencio o estudia itinerarios. Su única distracción es la carpintería. En dos o tres tardes ha tallado un
marquito. Cuando lo vea, se va a asombrar; es precioso. Está colocado en su cuarto; ahora lo verá en cuanto
abra Gregorio. Por otra parte, me alegro de que haya venido usted, pues nosotros no hubiéramos podido
convencer a Gregorio de que abra la puerta. ¡Es tan testarudo! Seguramente no se encuentra bien, aunque
antes dijo lo contrario.
-Voy en seguida –dijo débilmente Gregorio, sin moverse para no perder palabra de la conversación.
-Seguro que es como dice usted señora. –repuso el jefe–. Espero que no sea nada serio. Aunque, por
otra parte, he de decir que nosotros, los comerciantes, tenemos que saber afrontar a menudo ligeras
indisposiciones, anteponiendo a todo los negocios.
-Bueno –preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la puerta–; ¿puede entrar ya el
señor?

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-No –respondió Gregorio.
En la habitación de la izquierda se hizo un apenado silencio, y en la de la derecha comenzó a sollozar
la hermana.
¿Por qué no iba a reunirse con los demás? Claro, acababa de levantarse y ni siquiera habría empezado
a vestirse. Pero ¿por qué lloraba? Acaso porque el hermano no se levantaba, porque no abría la puerta,
porque corría riesgo de perder su empleo, con lo cual el dueño volvería a atormentar a los padres con las
viejas deudas. Pero, por el momento, estas preocupaciones no venían a cuento. Gregorio estaba allí, y no
pensaba ni remotamente en abandonar a los suyos. Yacía sobre la alfombra, y nadie que supiera en qué
estado se encontraba hubiera pensado que podía hacer pasar a su jefe. Pero esta leve descortesía, que más
adelante explicaría satisfactoriamente, no era motivo suficiente para despedirle. Y Gregorio pensó que, de
momento, en vez de molestarle con quejas y sermones era mejor dejarle en paz. Pero la incertidumbre en
que se hallaban con respecto a él era precisamente lo que inquietaba a los otros, disculpando su actitud.
-Señor Samsa –dijo por fin, el gerente con voz engolada–, ¿qué significa esto? Se ha atrincherado
usted en su cuarto y no contesta más que con monosílabos. In quieta usted inútilmente a sus padres y, dicho
sea de paso, falta a su obligación con el almacén de una manera inconcebible. Le hablo en nombre de sus
padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se explique en seguida y con claridad. Estoy
asombrado; yo le tenía a usted por un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. La
verdad es que el señor director me insinuó esta mañana una posible explicación de su ausencia: el cobro que
se le encomendó que hiciese efectivo anoche. Yo dije que respondía personalmente que no había ni que
pensar en tal posibilidad; pero por ahora, ante esta incompresible actitud, no siento ya deseos de seguir
intercediendo por usted. Su posición no es, desde luego, muy sólida. Mi intención era decirle todo esto a
solas; pero como a usted al parecer no le importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de
oírlo sus señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es verdad que no está en la
época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época,
no puede haberla, en que los negocios se paralicen.
-Ya voy –gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás–. Voy
inmediatamente. Una ligera indisposición me retenía en la cama. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento
bien. Ahora mismo me levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero ya estoy
mejor. ¡No entiendo cómo me ha podido ocurrir! Ayer me encontraba perfectamente. Sí, mis padres lo
saben. Mejor dicho, ya ayer percibí los primeros síntomas. ¿Cómo no me lo habrán notado? ¿Por qué no lo
diría yo en el almacén? Pero siempre se cree uno que pondrá bien sin necesidad de quedarse en casa. ¡Por
favor, tenga consideración de mis padres! No hay motivo para los reproches que me acaba de hacer; nunca
me han dicho nada parecido. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he transmitido. Además,
saldré en el tren de las ocho. Con estas dos horas de descanso he recuperado las fuerzas. No se entretenga
usted más. En seguida voy al almacén. Explique allí esto, se lo suplico, y presente mis respetos al director.

Mientras decía atropelladamente todo esto, Gregorio, gracias a la habilidad adquirida en la cama, se
acercó sin dificultad al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él. Quería abrir la puerta, presentarse ante
el gerente, hablar con él. Sentía curiosidad por saber lo que dirían cuando le viesen los que tan
insistentemente le llamaban. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada que temer. Si, por el
contrario, se quedaban tranquilos, tampoco él tenía por que excitarse, y podía, si se daba prisa, estar a las
ocho en la estación. Varias veces resbaló contra las lisas paredes del baúl; pero, al fin logró incorporarse. El
dolor en el abdomen, aunque muy intenso, no le preocupaba. Se dejó caer contra el respaldo de una silla
cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patas. Logró tranquilizarse, y calló para escuchar lo
que decía el gerente.
-¿Han entendido una sola palabra? –preguntó éste a los padres–. ¿No será que se hace el loco?
-¡Por el amor de Dios! –exclamó la madre llorando–. Tal vez se encuentre muy mal y nosotros le
estamos mortificando. –Y seguidamente llamó–: ¡Grete! ¡Grete!
-¿Qué quieres madre? –contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través
de la cual hablaban.
-Tienes que ir en seguida a buscar al médico Gregorio está enfermo. Ve corriendo. ¿Has oído cómo
hablaba?
-Es una voz de animal –dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en comparación con los gritos
de la madre.
-¡Ana! ¡Ana! –llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibidor y dando palmadas–.
Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero.

Se oyó por el recibidor el rumor de las faldas de dos jóvenes que salían corriendo (¿cómo se habría
vestido la hermana?), y el ruido brusco de la puerta del piso abrirse. Pero no se escuchó ningún portazo.

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Debían de haber dejado la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha ocurrido una
desgracia.
Gregorio, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a
él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo
importante era que ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se disponían a acudir
en su ayuda. Se sintió aliviado por la prontitud y energía con que habían tomado las primeras medidas. Se
sintió nuevamente incluido entre los seres humanos, y esperaba tanto del médico como del cerrajero
acciones insólitas y maravillosas.
A fin de poder intervenir lo más claramente posible en las conversaciones decisivas que se
avecinaban, carraspeó ligeramente; lo hizo muy levemente, por temor a que también este ruido sonase a algo
que no fuese una tos humana, pues ya no tenía seguridad de poder apreciarlo. Mientras tanto, en la
habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres, sentados a la mesa con el gerente,
estuvieran hablando en voz baja. Tal vez permanecieran pegados a la puerta, escuchando.
Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí, soltó la silla se dejó caer
contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por la viscosidad de sus patas. Descansó así un momento
del esfuerzo realizado. Luego intentó hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía tener dientes
propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy
fuerte y, gracias a ellas, pudo poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía,
pues un líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo.
-Escuchen –dijo el gerente–; está girando la llave.
Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre, deberían haber gritado:
«¡Adelante, Gregorio!» Sí, deberían haber gritado: «¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!» Imaginando la
ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A medida
que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando,
empujando la llave hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse
le volvió completamente en sí.
«Bueno –se dijo con un suspiro de alivio–; no ha sido necesario que viniera el cerrajero», y dio con la
cabeza en el pestillo para acabar de abrir.
Este modo de abrir la puerta fue la causa de que no le viesen inmediatamente. Gregorio tuvo que girar
lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caer de espaldas. Y aún estaba
ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar otra cosa, cuando oyó una
exclamación del gerente que sonó como el aullido del viento, y le vio, junto a la puerta, taparse la boca con
la mano y retroceder lentamente, como empujado por una fuerza invisible.
La madre –que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí sin arreglar, con el pelo revuelto– miró
a Gregorio, juntando las manos, avanzó liego dos pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus
faldas desplegadas a su alrededor, con la cabeza caída sobre su pecho. El padre amenazó con el puño, con
expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego,
saliendo con paso inseguro al recibidor y, cubriéndose los ojos con las manos, manos rompió a llorar de tal
modo, que el llanto sacudía su robusto pecho.
Gregorio no llegó, pues, a salir de su habitación; permaneció apoyado en la hoja de la puerta,
mostrando sólo la mitad de su cuerpo, con la cabeza ladeada, contemplando a los presentes. La lluvia había
amainado, y al otro lado de la calle se recortaba nítido un trozo de edificio negruzco de enfrente. Era un
hospital, cuya monótona fachada jalonaban numerosas ventanas idénticas. La lluvia caía ahora en goterones
aislados, que se veían llegar claramente al suelo. Sobre la mesa estaban los utensilios del desayuno; para el
padre, era la comida principal del día, que prolongaba con la lectura de varios periódicos. En la pared que
Gregorio tenía enfrente, colgaba un retrato de éste durante su servicio militar, con uniforme de teniente, la
mano en el puño de la espada, sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para su
uniforme y su actitud. Esa habitación daba al recibidor; por la puerta abierta se veía la del piso, también
abierta, el rellano de la escalera y el primer tramo de ésta que conducía a los pisos inferiores,
-Bueno –dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la calma–. Enseguida me
visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejaréis que salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente,
que no soy testarudo y que trabajo con gusto. Viajar es cansado; pero yo no sabría vivir sin viajar. ¿Adónde
va usted? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará todo tal como ha sucedido? Uno puede tener un bajón
momentáneo; pero es precisamente entonces cuando deben acordarse los jefes de lo útil que uno ha sido y
pensar que, una vez superado el contratiempo, trabajará con redobladas energías. Yo, como usted bien sabe,
le estoy muy agradecido al señor director. Por otra parte, tengo que atender a mis padres y a mi hermana. Es
verdad que hoy me encuentro en un apuro. Pero trabajando saldré bien de él. No me ponga las cosas más
difíciles de lo que están. Póngase de mi parte. Ya sé que al viajante no se le quiere. Todos creen que gana el
dinero a espuertas, sin trabajar apenas. No hay ninguna razón para que este prejuicio desaparezca; pero
usted está más enterado de l que son las cosas que el resto del personal, incluso que el propio director, que,

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en su calidad de propietario, se equivoca con frecuencia respecto a un empleado. Usted sabe muy bien que
el viajante, como está fuera del almacén la mayor parte del año, es fácil blanco de habladurías, equívocos y
quejas infundadas, contra las cuales no le es fácil defenderse, ya que la mayoría de las veces no llegan a sus
oídos, y sólo al regresar reventado de un viaje empieza a notar directamente las consecuencias negativas de
una acusación desconocida. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me da usted la razón, por lo
menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media vuelta y le contemplaba
por encima del hombro, con una mueca de repugnancia en el rostro. Mientras Gregorio hablaba, no
permaneció un momento quieto. Se retiró hacia la puerta sin quitarle la vista de encima, muy lentamente,
como si una fuerza misteriosa le retuviese allí. Llegó, por fin, al recibidor y dio los últimos pasos con tal
rapidez que parecía que estuviera pisando brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la
escalera, como si esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.
Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchará de aquel modo, pues si no su
puesto en el almacén estaba seriamente amenazado. No lo veían los padres tan claro como él, porque, con el
transcurso de los años, habían llegado a pensar que la posición de Gregorio en aquella empresa era
inamovible; además, con la inquietud del momento se habían olvidado de toda prudencia. Pero no así
Gregorio, que se daba cuenta de que era indispensable retener al gerente y tranquilizarle. De ello dependía el
porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana! Era muy lista; había llorado
cuando Gregorio yacía aún tranquilamente sobre su espalda. Seguro que el gerente, hombre galante, se
hubiera dejado convencer por la joven. Ella habría cerrado la puerta del piso y le habría tranquilizado en el
recibidor. Pero no estaba su hermana, y Gregorio tenía que arreglárselas solo. Sin reparar en que todavía no
conocía sus nuevas facultades de movimiento, y que lo más probable era que no lograse entender, abandonó
la hoja de la puerta en que se apoyaba y se deslizó por el hueco formado al abrirse la otra con intención de
avanzar hacia el gerente, que seguía cómicamente agarrado a la barandilla del rellano. Pero inmediatamente
cayó al suelo, intentando con grandes esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas,
profiriendo un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un verdadero
bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían perfectamente. Con alegría, vio que empezaban a
llevarle adonde deseaba ir, dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido. Pero en el
momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente, balanceándose a ras de tierra, no lejos y enfrente
de su madre, ésta, pese a su desvanecimiento previo, dio de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo
los brazos con las manos abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba la cabeza como
para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir esta impresión, se desplomó hacia atrás
cayendo sobre la mesa, y, ajena al hecho de que estaba aún puesta, quedó sentado en ella, sin darse cuenta
de que a su lado el café salía de la cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra.
-¡Madre! ¡Madre! –gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento se olvidó del gerente; y
no pudo evita, ante el café vertido, abrir y cerrar repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre,
gritando de nuevo y huyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro. Pero
Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estaba en la escalera y, con la barbilla
apoyada sobre la baranda, dirigía una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle
alcance, pero él debió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones y desapareció,
profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera. Para colmo de males, la huida del jefe pareció
trastornar por completo al padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en lugar
de correr tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese Gregorio, empuño con la diestra el
bastón del gerente –que éste no había recogido, como tampoco su sombrero y su gabán, olvidados en una
silla– y, armándose con la otra mano de un gran periódico que había sobre la mesa, se dispuso, dando
fuertes patadas en el suelo, esgrimiendo papel y bastón, a hacer retroceder a Gregorio hasta el interior de su
cuarto. De nada le sirvieron a éste sus súplicas, que no fueron entendidas; y aunque inclinó sumiso la
cabeza, sólo consiguió excitar aún más a su padre. La madre, a pesar del mal tiempo, había abierto una
ventana y, violentamente inclinada hacia fuera, se cubría el rostro con las manos. Entre el aire de la calle y
el de la escalera se estableció una fuerte corriente; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa se
agitaron los periódicos, y algunas hojas sueltas se agitaron por el suelo. El padre, inflexible, resoplaba
violentamente, intentando hacer retroceder a Gregorio. Pero éste carecía aún de práctica en la marcha hacia
atrás, y la cosa iba muy despacio. ¡Si al menos hubiera podido moverse! En un santiamén se hubiese
encontrado en su cuarto. Pero temía, con su lentitud en girar, impacientar a su padre, cuyo bastón podía
deslomarle o abrirle la cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues advirtió
contrariado que, caminado hacia atrás, no podía controlar la dirección. Así que, sin dejar de mirar
angustiosamente a su padre, empezó a girar lo más rápidamente que pudo, es decir, con extraordinaria
lentitud. El padre debió percatarse de su buena voluntad, pues dejó de hostigarle, dirigiendo incluso de lejos,
con la punta del bastón, el movimiento giratorio. ¡Si al menos hubiese dejado de resopla! Esto era lo que

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más alteraba a Gregorio. Cuando ya iba a terminar el giro, aquel resoplido le hizo equivocarse, obligándole
a retroceder poco a poco. Por fin logró quedarse frente a la puerta. Pero entonces recordó que su cuerpo era
demasiado ancho para poder pasar sin más. Al padre, en medio de su excitación, no se le ocurrió abrir la
otra hoja para dejar espacio suficiente. Estaba obsesionado con la idea de que Gregorio había de meterse
cuanto antes en su habitación. Tampoco hubiera permitido los lentos preparativos que Gregorio necesitaba
para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no hubiese problema alguno azuzaba a
Gregorio con furia creciente. Gregorio oía tras de sí una voz que parecía imposible que fuese la de un padre.
Se incrustó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado y quedó atravesado en el umbral, lacerándose
el costado. En la puerta aparecieron unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, sin posibilidad
de hacer el menor movimiento.

Las patitas de uno de los lados colgaban en el aire, mientras que las del otro quedaban dolorosamente
oprimidas contra el suelo... En esto, el padre le dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó
dentro del cuarto, sangrando copiosamente. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió a la calma.
Hasta la noche no despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a un desmayo. No habría tardado
mucho en despabilarse por sí solo, pues ya había descansado bastante, pero le pareció que le despertaban
unos pasos furtivos y el ruido de la puerta del recibidor, que alguien cerraba suavemente. El reflejo del
tranvía proyectaba franjas de luz en el techo de la habitación y la parte superior de los muebles; pero de
abajo, donde estaba Gregorio, reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus antenas,
que en ese momento le mostraron su utilidad, se deslizó hacia la puerta para ver lo que había ocurrido. En su
costado izquierdo había una larga y repugnante llaga. Renqueaba alternativamente sobre cada una de sus dos
hileras de patas, una de las cuales herida en el accidente de la mañana –sorprendentemente, las demás
habían quedado ilesas–, se arrastraba sin vida.
Al llegar a la puerta, comprendió que lo que le había atraído era el olor de algo comestible. Encontró
una cazoleta llena de leche con azúcar, en la que flotaban trocitos de pan. Estuvo a punto de reír de gozo,
pues tenía aún más hambre que por la mañana. Hundió la cabeza en la leche casi hasta los ojos; pero
enseguida la retiró contrariado, pues no sólo la herida de su costado izquierdo le hacía dificultosa la
operación (para comer tenía que mover todo el cuerpo), sino que, además, la leche, que hasta entonces había
sido su bebida predilecta –por eso, sin duda, la había puesto allí su hermana–, no le gustó nada. Se apartó
casi con repugnancia de la cazoleta y se arrastró de nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de
la puerta vio que la luz estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía al padre
leer en voz alta a la madre y la hermana el diario de la tarde. No se oía el menor ruido. Quizá esta
costumbre, de la que siempre le hablaba la hermana en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estaba
silencioso, pese a que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan tranquila lleva mi
familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en las sombras, se sintió orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y a su hermana tan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto
pensó con terror que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a terminar... Para no
abandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en movimiento y comenzó a arrastrarse por la
habitación.
Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra vez la otra: alguien quería
entrar. Gregorio, en vista de ello, se colocó contra la puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia el
interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar quién era. Pero la puerta no volvió a abrirse, y
esperó en vano. Esa mañana, cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que él
había abierto una puerta y que la otra había sido también abierta, sin duda, durante el día, ya no venía nadie,
y las llaves habían sido puestas en la parte exterior de las cerraduras.
Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregorio comprendió que sus
padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no
entraría seguramente nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar, sin temor a ser importunado,
en su futuro. Pero aquella habitación fría y de techo alto, en donde había de permanecer echado de bruces.
Le dio miedo; no entendía por qué, pues era la suya, la habitación en que vivía desde hacía cinco años...
Bruscamente, y no sin algo de vergüenza, se metió debajo del sofá, en donde, a pesar de sentirse algo
estrujado, por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy bien, lamentando únicamente no
poder introducirse allí por completo a causa de su excesiva corpulencia.
Así permaneció toda la noche, sumido en un duermevela del que le despertaba con sobresalto el
hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy concretas, pero cuya conclusión era siempre la
necesidad de tener calma y paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese cargo de la
situación y no sufriera más de lo necesario.
Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión de poner en práctica sus
resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la puerta que daba al recibidor y le buscó ansiosamente
con la mirada. Al principio no le vio; pero al descubrirle debajo del sofá –¡en algún sitio había de estar! ¡No

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iba a haber volado!– se asustó tanto que, compulsivamente, volvió a cerrar la puerta. Pero inmediatamente
se arrepintió de su reacción, pues volvió abrir y entró de puntillas, como si fuese la habitación de un
enfermo grave o un extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fuera del sofá, la observaba. ¿Se daría
cuenta de que no había probado la leche y, comprendiendo que no había sido por falta de hambre, le traería
alimentos más adecuados? Pero si no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que pedírselo, pese a
que sentía enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese algo bueno de comer. Pero
su hermana, asombrada, advirtió inmediatamente que la cazoleta estaba intacta; únicamente se había vertido
un poco de leche. La recogió, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver lo que la bondad de
su hermana le reservaba. A fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de alimentos y los
extendió sobre un periódico viejo: legumbres de días atrás, medio podridas ya; huesos de la cena de la
víspera, rodeados de blanca salsa cuajada; pasas y almendras; un trozo de queso que dos días antes Gregorio
había descartado como incomible; un mendrugo de pan duro; otro untado con mantequilla, y otro con
mantequilla y sal. Volvió a traer la cazoleta, que por lo visto quedaba destinada a Gregorio, pero ahora llena
de agua. Y por delicadeza (pues sabía que Gregorio no comería estando ella presente) se retiró cuanto antes
y echó la llave, sin duda para que Gregorio comprendiese que nadie le iba a importunar. Al ir Gregorio a
comer, sus antenas fueron sacudidas por una especie de vibración. Pero por otra parte, sus heridas debían de
haberse curado ya, pues no sintió ninguna molestia, cosa que le sorprendió bastante, pues recordó que hacia
más de un mes se había cortado un dedo con un cuchillo y que el día anterior todavía le dolía. «¿Tendré
menos sensibilidad que antes?», pensó, mientras probaba golosamente el queso, que fue lo que más le atrajo.
Con gran avidez y llorando de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa. En cambio,
los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le resultaba desagradable, hasta el punto de que apartó
de ellos las cosas que quería comer.
Hacía un buen rato que había terminado y permanecido estirado perezosamente en el mismo sitio,
cuando la hermana, sin duda para darle tiempo a retirarse, empezó a girar lentamente la llave. A pesar de
estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de nuevo debajo del sofá. Para permanecer
allí, aunque sólo fue el breve tiempo que su hermana estuvo en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran
esfuerzo de voluntad, pues, a consecuencia de la abundante comida, su cuerpo se había abultado lo
suficiente como para que apenas pudiera respirar en aquel reducido espacio. Un tanto sofocado, contempló
con los ojos desorbitados cómo su hermana, ajena a lo que le sucedía barría no sólo los restos de la comida,
sino también los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen aprovecharse. Y vio
también cómo lo tiraba todo a un cubo, que cerró con una tapa de madera. Apenas se hubo marchado su
hermana con el cubo, Gregorio salió de su escondrijo, se estiró y respiró profundamente.
De esta manera recibió Gregorio, día tras día, su comida: una vez por la mañana temprano, antes de
que se levantaran sus padres y la criada, y otra después del almuerzo, mientras los padres dormían la siesta y
la criada salía a algún recado al que la mandaba la hermana. Sin duda sus padres tampoco querían que
Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y
era mejor que sólo tuvieran noticias de ellas a través de la hermana. Tal vez también quería ésta ahorrarles
un sufrimiento extra.
Gregorio no pudo averiguar con qué disculpas habían despedido la primera mañana al médico y al
cerrajero. Como nadie le entendía, nadie pensaba, ni siquiera su hermana, que él pudiese entender a los
demás. Tenía, pues, que contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir y lamentarse.
Más adelante, cuando ella se hubo acostumbrado un poco a la nueva situación (desde luego no se podía
esperar que se acostumbrase por completo), Gregorio empezó a notar en ella ciertos indicios de amabilidad.
«Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregorio había apurado la comida; mientras que en el caso
contrario, cada vez más frecuente, solía decir apenada: «Vaya, hoy lo ha dejado todo.»
Aunque Gregorio no podía obtener directamente ninguna noticia, siempre estaba atento a lo que
sucedía en las habitaciones contiguas, y en cuanto oía voces, corría hacia la puerta correspondiente y se
pegaba a ella. Al principio todas las conversaciones se referían a él, aunque no claramente. Durante dos
días, en todas las comidas se discutió lo que correspondía hacer en lo sucesivo. También fuera de las
comidas se hablaba de lo mismo; ninguno de los miembros de la familia quería quedarse solo en casa, y
como tampoco querían dejarla abandonada, siempre había por lo menos dos personas. Ya el primer día, la
criada –de la que no sabían hasta que punto estaba enterada de lo ocurrido– le había rogado a la madre que
la despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, dando las gracias efusivamente y sin
que nadie se lo pidiese, juró solemnemente que no contaría nada a nadie.
La hermana tuvo que ayudar a cocinar a la madre, cosa que, en realidad, no le daba mucho trabajo,
pues casi no comían. Gregorio los oía continuamente animarse en vano unos a otros a comer, siendo un
«gracias, ya he comido bastante», u otra frase por el estilo, la respuesta invariable a estos requerimientos.
Tampoco bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la hermana al padre si quería cerveza, ofreciéndose a
ir a buscarla. Callaba el padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la portera. Pero el padre
respondía finalmente con una negativa tajante, y no se hablaba más del asunto.

85
Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situación económica de la familia y sus
perspectivas futuras. De vez en cuando se levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales –
salvada de la quiebra cinco años antes– algún documento o libro de notas. Se oía el chasquido de la
complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de que el padre hubiese sacado lo que buscaba.
Estas explicaciones constituyeron la primera noticia agradable que escuchó Gregorio desde su encierro.
Siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente nada del antiguo negocio. El padre nunca
le había dado a entender que fuera de otro modo, aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había
preguntado nada al respecto. Por aquel entonces, Gregorio sólo se había preocupado de hacer lo posible para
que su familia olvidara cuanto antes el revés financiero que los había hundido en la más completa
desesperación. Por eso había comenzado a trabajar con tal ahínco, convirtiéndose en poco tiempo, de simple
dependiente, en todo un viajante de comercio, con grandes posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos
profesionales se concretaban en sustanciosas comisiones entregadas a la familia ante el asombro y alegría de
todos. Habían sido días felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual esplendor, pese a que
Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para llevar por sí solo el peso de toda la casa. La
costumbre, tanto en la familia, que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en éste, que lo entregaba
con gusto, hizo que la sorpresa y alegría iniciales no volvieran a producirse con la misma intensidad. Sólo la
hermana permaneció siempre estrechamente unida a Gregorio, y como, contrariamente a éste, era muy
aficionada a la música y tocaba el violín con gran entusiasmo, Gregorio confiaba en poder mandarla al año
siguiente al conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, y a los que ya encontraría modo de hacer
frente. Durante las breves estancias de Gregorio junto a los suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con
frecuencia en las charlas con la hermana, pero siempre como un hermoso sueño, en cuya realización no se
podía ni soñar. Los padres no veían con agrado estos ingenuos proyectos; pero para Gregorio era un asunto
muy serio, y tenía decidido anunciarlo solemnemente la noche de Navidad.
Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente mientras, pegado a la puerta,
escuchaba lo que hablaban en la habitación contigua. De cuando en cuando, la fatiga le impedía seguir
escuchando, y dejaba caer cansado la cabeza sobre la puerta. Pero en seguida volvía a levantarla, pues
incluso el levísimo ruido debido a este movimiento suyo, era oído por su familia, que enmudecía en el acto.
-¿Qué estará haciendo ahora? –decía al poco el padre, si duda mirando hacia la puerta.
Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida.
Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción –el padre se extendía en sus explicaciones, pues
hacia tiempo que no se había ocupado de aquellos asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos– que,
a pesar de la desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a poco había ido
aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos. Además, el dinero que entregaba Gregorio
todos los meses, quedándose para él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había
ido formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la cabeza, satisfecho de que
existieran estas inesperadas reservas. Cierto que con ese dinero sobrante podía haber pagado poco a poco la
deuda que su padre tenía con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal como estaban las
cosas, era mejor así.
Ahora bien, ese dinero era del todo insuficiente para permitir a la familia vivir de él; todo lo más
bastaría para uno o dos años, pero no para más tiempo. Por tanto, era un capital que no se debía tocar, pues
convenía conservarlo para caso de necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Pero el padre,
aunque estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años sin trabajar; por tanto no se podía contar con
él: en los últimos cinco años, los primeros de descanso en su vida laboriosa, aunque fracasada, había
engordado mucho y se había vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de asma,
que se fatigaba con sólo andar un poco por casa y continuamente tenía que tumbarse en el sofá, con la
ventana abierta de par en par, porque le daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una
niña de diecisiete años, y cuya envidiable existencia había consistido, hasta el momento, en ocuparse de sí
misma, dormir cuanto quería, ayudar en las tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre
todo, tocar el violín?
Cada vez que la conversación derivaba hacia la necesidad de ganar dinero, Gregorio se apartaba de la
puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza, se metía bajo el fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí
toda la noche en vela, arañando el cuero hora tras hora. A veces llevaba a cabo el extraordinario esfuerzo de
empujar el sillón hasta la ventana y, agarrándose al alféizar, permanecía de pie en el asiento y apoyado en la
ventana, sumido en sus recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquella ventana.
Poco a poco empezó a ver con menos claridad. Ya no distinguía el hospital de enfrente, cuya vista
tanto le desagradaba; y de no haber sabido que vivía en una calle en plena ciudad, aunque tranquila, hubiera
podido creer que su ventana daba a un desierto, en el cual se confundían el cielo y la tierra, igualmente
grises.

86
Sólo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba junto a la ventana. Y ya, al
arreglar la habitación, aproximaba ella misma el sillón. Más aún: dejaba abiertos los primeros dobles
cristales.
Si al menos hubiera podido Gregorio hablar con su hermana; de haberle podido dar las gracia por
cuanto hacía por él, le hubieran resultado más leves las molestias que ocasionaba, y que de este modo tanto
le hacían sufrir. Sin duda, su hermana hacía lo posible para atenuar lo doloroso de la situación, y, a medida
que transcurría el tiempo, iba consiguiéndolo mejor, como es natural. Pero también Gregorio, a medida que
pasaban los días, tenía más clara la situación.
Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto entraba en la habitación, y sin
cerrar siquiera previamente las puertas, como antes, para ocultar a todos la vista del cuarto, iba corriendo
hacia la ventana y la abría bruscamente, como si estuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando el frío era
intenso, permanecía allí un rato respirando ansiosamente. Este ajetreo asustaba a Gregorio dos veces al día;
aunque convencido de que ella le hubiera evitado esas molestias, de haber podido permanecer en la
habitación con las ventanas cerradas, Gregorio se quedaba temblando debajo del sofá todo el tiempo que
duraba la visita.
Un día –ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, así que no tenía por qué sorprenderse
del aspecto de Gregorio– su hermana entró algo más temprano que de costumbre y se lo encontró mirando
inmóvil por la ventana. No le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase, pues tal como estaba
le impedía abrir la ventana. Pero no sólo no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta rápidamente: quien
la hubiera visto reaccionar de esa forma hubiera creído que Gregorio se disponía a atacarla. Gregorio se
metió inmediatamente debajo del sofá; pero hasta el mediodía no volvió su hermana, más intranquila que de
costumbre. Este incidente le hizo comprender que su vista seguía resultándole insoportable ala hermana, que
sólo gracias a un esfuerzo de voluntad evitaba echar a correr al divisar la pequeña parte del cuerpo que
sobresalía por debajo del sofá. Con objeto de ahorrarle por completo su visión, llevó un día sobre su espalda
–trabajó para el cual precisó de cuatro horas– una sábana hasta el sofá, y la puso de modo que le tapara por
completo y que su hermana no pudiese verle por mucho que se agachase.
De no haberle parecido oportuno tal medida, ella misma hubiera quitado la sábana, pues fácil era
comprender que, para Gregorio, el aislarse no era nada agradable. Pero su hermana dejó la sábana tal como
estaba, y Gregorio, al levantar sigilosamente con la cabeza la punta de ésta, para ver como era acogida la
nueva disposición, creyó adivinar en la joven una mirada de gratitud.
Durante las dos primeras semanas, sus padres no se decidieron a entrar a verle. A menudo los oyó
alabar la actitud de la hermana, cuando hasta entonces solían, por el contrario, considerarla poco menos que
una inútil. Los padres solían esperar ante la habitación de Gregorio mientras la hermana la arreglaba, y en
cuanto salía se hacían contar como estaba el cuarto, qué había comido Gregorio, cuál había sido su actitud y
si daba señales de mejoría.
La madre había querido visitar a Gregorio enseguida, pero el padre y la hermana la habían hecho
desistir con argumentos que Gregorio escuchó con la mayor atención y aprobó por entero. Más adelante
tuvieron que impedírselo por la fuerza, y cuando exclamaba: «¡Dejadme entrar a ver a Gregorio! ¡Pobre hijo
mío! ¿No comprendéis que necesito verle?», Gregorio pensaba que tal vez fuera mejor que su madre
entrase, no todos lo días, pero sí, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la
hermana, quien, pese a su indudable valor, al fin y al cabo no era más que una niña, que quizá sólo por
juvenil inconsciencia había podido asumir tan penosa tarea.
No tardó en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día, por consideración a sus
padres, no se asomaba a la ventana, y en los dos metros cuadrados de suelo libre de su habitación casi no
podía moverse. Descansar tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida pronto dejó de causarle
placer, y para distraerse empezó a trepar zigzagueando por las paredes y el techo. En el techo era donde más
a gusto se encontraba: aquello era mucho mejor que estar echado en el suelo; respiraba mejor, y se
estremecía con una suave vibración. Un día Gregorio, casi feliz y despreocupado, se desprendió del techo,
con gran sorpresa suya, y se estrelló contra el suelo. Pero su cuerpo se había vuelto más resistente y, pese a
la fuerza del golpe, no se lastimó.
Su hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio –tal vez dejase al trepar
un leve rastro de baba–, y quiso hacer todo lo posible para facilitarle su actividad, quitando los muebles que
le estorbaban, sobre todo el baúl y el escritorio. No podía hacerlo sola y tampoco se atrevía a pedir ayuda al
padre; con la criada no podía contar, pues la buena mujer, de unos sesenta años, aunque se había mostrado
muy animosa desde la despedida de su antecesora, había rogado que le dejaran tener siempre cerrada la
puerta de la cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, la única posibilidad era pedir ayuda a la
madre en ausencia del padre.
La madre acudió eufórica, pero se quedó muda al llegar a la puerta. La hermana comprobó que todo
estuviera en orden, y sólo entonces hizo pasar a la madre. Gregorio había bajado la sábana más que de

87
costumbre, de modo que formara abundantes pliegues y pareciera que estaba allí por causalidad. En esta
ocasión no atisbó por debajo; renunció a ver a su madre, feliz de que por fin hubiese entrado a su habitación.
-Pasa, no se le ve –dijo la hermana, que seguramente llevaba a la madre de la mano.
Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la hermana, animosa como
siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que tenía miedo
de que se fatigara excesivamente.
Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl donde estaba, en primer lugar
porque era muy pesado y no acabarían antes del regreso del padre; además, estando en medio de la
habitación el baúl le cortaría el paso a Gregorio; por último, tal vez a Gregorio no le agradara que se
retirasen los muebles, sino todo lo contrario. La vista de las paredes desnudas la deprimía. ¿Por qué no había
de sentir Gregorio lo mismo, acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No se sentiría
como abandonado en la habitación vacía?
-Al quitar los muebles –continuó en voz muy baja, casi en un susurro, como si quisiese evitar a
Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba, hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida
de que no entendía las palabras–, ¿no parecería que renunciábamos a toda esperanza de mejoría, y que lo
abandonábamos sin más a sus suerte? Yo creo que lo mejor sería dejar el cuarto igual que antes, para que
Gregorio, cuando vuelva a ser uno de nosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar más
fácilmente este paréntesis.
Al oír estas palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de toda relación humana directa,
unida a la monotonía de su nueva vida, debía de haber trastornado su mente en aquellos dos meses, pues de
otro modo no podía explicarse su deseo de que vaciaran la habitación.
¿Acaso quería realmente que se convirtiese aquella confortable habitación, con sus muebles
familiares, en un desierto en el cual hubiera podido, es verdad, trepar en todas las direcciones sin obstáculos,
pero donde en poco tiempo hubiera olvidado por completo su pasada condición humana?
De hecho, ya estaba a punto de olvidarla, y únicamente la voz de su madre, que no oía hacía tiempo,
le había hecho reaccionar. No, no había que quitar nada; todo tenía que quedar como antes; no podía
prescindir de la benéfica influencia que los muebles ejercían sobre él, aunque coartaran su libertad de
movimientos, lo cual, en todo caso, antes que un perjuicio, debía considerarlo una ventaja.
Desgraciadamente, su hermana no era de esta opinión, y como se había acostumbrado –no sin
motivo– a considerarse la experta de la familia en lo que a Gregorio se refería, rebatió los argumentos de su
madre y declaró que no sólo debían sacar de la habitación el baúl y el escritorio, como al principio habían
pensado, sino también todos los demás muebles, con excepción del indispensable sofá.
Su actitud no era fruto de la mera testarudez juvenil ni de la en sí misma, tan repentinamente
adquirida en los últimos tiempos: había observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para
arrastrarse y trepar, no utilizaba los muebles en lo más mínimo. Tal vez, con el entusiasmo propio de su
edad y deseosa de mostrarse útil, también deseaba inconscientemente que la situación de Gregorio se
volviera aún más drástica, a fin de poder hacer por él más de lo que hacía. Pues en un cuarto en el cual
Gregorio se hallase completamente solo entre las paredes desnudas, seguramente no se atrevería a entrar
nadie excepto Grete.
No logró, pues, la madre hacerla cambiar de idea, y como en aquel cuarto sentía una gran desazón,
tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con todas sus fuerzas, a sacar el baúl. Gregorio podía prescindir
de él, si no había más remedio; pero el escritorio tenía que quedarse allí. Apenas hubieran abandonado el
cuarto las dos mujeres, jadeando y arrastrando el baúl trabajosamente, saco Gregorio la cabeza de debajo del
sofá para estudiar la forma de intervenir con la mayor delicadeza y el máximo de precauciones. Por
desgracia su madre fue la primera en volver, mientras Grete, en la habitación de al lado, seguía forcejeando
con el baúl, aunque sin lograr cambiarlo de sitio. La madre no estaba acostumbrada a la vista de Gregorio y
la impresión podía ser muy fuerte, por lo que éste, asustado, retrocedió rápidamente hasta el otro extremo
del sofá; pero no pudo evitar que la sábana que le ocultaba se moviese ligeramente, lo cual bastó para llamar
la atención de la madre. Ésta se detuvo bruscamente, quedó un instante indecisa y volvió junto a Grete.
Aunque Gregorio se decía que no iba a ocurrir nada del otro mundo, y que sólo unos muebles serían
cambiados de sitio, aquel ajetreo de las mujeres y el ruido de los muebles al ser arrastrados le causaron una
gran desazón. Encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra el suelo, se
confesó a sí mismo que no podría soportarlo mucho tiempo.
Estaban vaciando su cuarto, quitándole cuanto amaba: se habían llevado el baúl en el que guardaba la
sierra y las demás herramientas, y ahora estaban moviendo el escritorio, sólidamente asentado en el suelo,
en el cual, cuando estudiaba la carrera de comercio e incluso cuando iba a la escuela, había hecho sus
ejercicios. No tenía un minuto que perder para neutralizar las buenas intenciones de su madre y su hermana,
cuya existencia, por lo demás, casi había olvidado, pues, rendidas de cansancio, trabajaban en silencio y
sólo se oía el rumor de sus pasos cansinos.

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Mientras las dos mujeres, en la habitación contigua, se recostaban un momento en el escritorio para
tomar aliento, Gregorio salió de repente de su escondrijo, cambiando de trayectoria hasta cuatro veces: no
sabía por dónde empezar. En esto, le llamó la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de la mujer
envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí y se agarró al cristal, cuyo frío contacto calmó el ardor
de su vientre. Al menos esta estampa, que su cuerpo cubría ahora por completo, no se la quitarían. Volvió la
cabeza hacia la puerta del comedor, para ver a las mujeres cuando entrasen.
Éstas casi no se concedieron descanso, pues enseguida estuvieron allí de nuevo; Grete rodeaba a la
madre con el brazo, casi sosteniéndola.
-¿Qué nos llevamos ahora? –preguntó Grete mirando a su alrededor.
En esto, su mirada se cruzó con la de Gregorio, pegado a la pared. Grete logró dominarse únicamente
a causa de la presencia de la madre; se inclinó hacia ésta, para impedir que viera a Gregorio, y, aturdida y
temblorosa, dijo:
-Ven, vamos un momento al comedor.
Para Gregorio, las intenciones de Grete estaban claras: quería poner a salvo a la madre, y después
echarle de la pared. ¡Que lo intentase si se atrevía! Él continuaba agarrado a su estampa, y no cedería.
Prefería saltarle a Grete a la cara.
Pero las palabras de Grete sólo habían logrado inquietar a la madre. Ésta se echó a un lado, vio
aquella enorme mancha oscura sobre la empapelada pared y, antes de poder darse siquiera cuenta de que
aquello era Gregorio, gritó con voz aguda:
-¡Dios mío! ¡Dios mío!
Se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, como si sus fuerzas la abandonasen, quedando
allí sin movimiento.
Y se desmayó.
-Gregorio –exclamó la hermana con el puño en alto y la mirada de reprobación.
Era la primera vez que le hablaba directamente después de la metamorfosis. Grete fue a la habitación
contigua, en busca de algo que dar a la madre para reanimarla.
Gregorio hubiera querido ayudarla –para salvar el cuadro había tiempo–, pero estaba pegado al
cristal, y tuvo que desprenderse de él de un brusco tirón. Luego corrió a la habitación contigua, como si aún
pudiese, igual que antes, dar algún consejo a su hermana. Pero tuvo que contentarse con permanecer quieto
detrás de ella.
Grete estaba rebuscando entre diversos frascos; al volverse, se asustó, dejó caer al suelo la botellita,
que se rompió, y un fragmento hirió a Gregorio en la cara, salpicándosela de un líquido corrosivo. Grete, sin
detenerse, cogió tantos frascos como pudo y entró en el cuarto de Gregorio, cerrando tras de sí la puerta con
el pie. Gregorio se encontró, pues, completamente separado de la madre, la cual, por culpa suya, se hallaba
tal vez en peligro de muerte. No podía entrar sin echar de allí a su hermana, cuya presencia junto a la madre
era necesaria; por tanto, no tenía más remedio que esperar.
Alterado por el remordimiento y la inquietud, comenzó a trepar por las paredes, los muebles y el
techo hasta que se sintió mareado y se dejó caer con desesperación encima de la mesa.
Pasó un rato. Gregorio yacía extenuado; en la casa reinaba el silencio, lo cual era tal vez buena señal.
Llamaron. La criada estaba, como siempre, en la cocina, y Grete tuvo que salir a abrir. Era el padre.
-¿Qué ha pasado?
Éstas fueron sus primeras palabras. La expresión de Grete se lo había revelado todo. Grete ocultó su
cara en el pecho del padre, y dijo ahogadamente:
-Madre se ha desmayado, pero ya está mejor. Gregorio se ha escapado.
-Lo sabía –dijo el padre–. Os lo advertí; pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso.
Gregorio comprendió que el padre había malinterpretado el comentario de Grete y seguramente creía
que el había hecho algo malo. Por tanto, debía apaciguar a su padre, pues no tenía tiempo ni forma de
aclararle lo ocurrido. Se lanzó hacia la puerta de su habitación, aplastándose contra ella, para que su padre,
en cuanto entrase, comprendiese que tenía intención de regresar inmediatamente a su cuarto, y no hacía falta
empujarlo hacia dentro, sino que bastaba con abrirle la puerta para que entrase en el acto.
Pero el padre no estaba en condiciones de captar estas sutilezas.
-¡Ah! –exclamó con un tono a la vez furioso y amenazador. Gregorio apartó la cabeza de la puerta y
la dirigió hacia su padre. En los últimos tiempos ocupado por completo en perfeccionar su técnica de trepar
por las paredes, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía en la casa; por tanto, debía haber
imaginado que iba a encontrar las cosas muy cambiadas.
Sin embargo, ¿era aquél realmente su padre? ¿Era el mismo hombre que, antes, cuando Gregorio iba
a salir en viaje de negocios, permanecía fatigado en la cama? ¿Era el mismo hombre que, al regresar a la
casa, se encontraba en batín, hundido en su butaca, y que, sin fuerzas para levantarse, se limitaba a levantar
los brazos en señal de alegría? ¿ Era el mismo hombre que, en los raros paseos en común, algunos domingos
u otros días festivos, entre Gregorio y la madre, cuyo paso lento se volvía aún más pausado, avanzaba

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envuelto en su viejo gabán, apoyándose cuidadosamente en el bastón, y que solía pararse cada vez que
quería decir algo, obligando a los demás a detenerse a su alrededor?
Ahora, sin embargo, aparecía firme y erguido, con un severo uniforme azul con botones dorados,
como el que suelen llevar los ordenanzas de los Bancos. Del rígido cuello alto sobresalía la papada; bajo las
pobladas cejas, los ojos negros destellaban con una mirada vivaz y alerta, y el cabello blanco, hasta entonces
siempre en desorden, estaba reluciente y peinado con una raya impecable.
Tiró sobre el sofá la gorra, que llevaba una insignia dorada –probablemente la de algún Banco– y,
dando un rodeo, fue hacia Gregorio con expresión hostil, con las manos en los bolsillos del pantalón y los
largos faldones de su uniforme de levita recogidos hacia atrás. El padre no sabía lo que iba a hacer; al
caminar levantaba los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó asombrado del enorme tamaño de sus
suelas. Sin embargo, no se revolvió, pues ya sabía, desde el primer día de su vida, que cabía esperar de su
padre el máximo rigor con respecto a él. Echó a correr delante de su padre, deteniéndose cuando éste lo
hacía y corriendo de nuevo en cuanto le veía hacer un movimiento.
Dieron veces la vuelta a la habitación, sin que pasara nada y sin que esto, debido a las dilatadas
pausas, tuviese siquiera el aspecto de una persecución. Gregorio optó por permanecer en el suelo: temía que
su padre interpretase su huida por las paredes o por el techo como un gesto malévolo.
Gregorio no tardó en comprender que aquella situación no podía prolongarse, pues mientras su padre
daba un paso él tenía que llevar a cabo un sinfín de movimientos, y ya empezaba a jadear. Aunque lo cierto
era que tampoco en su estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones.
Se estremeció, intentando hacer acopio de energías para emprender nuevamente la huida. Apenas si
podía tener los ojos abiertos; estaba tan aturdido que no pensaba más que en seguir corriendo, olvidando la
posibilidad de trepar por las paredes; aunque lo cierto era que estaban atestadas de muebles tallados de
peligrosos ángulos y picos. De pronto, algo diestramente lanzado cayó a su lado y rodó ante él; era una
manzana, a la que inmediatamente siguió otra. Gregorio, atemorizado, no se movió; era inútil que siguiera
corriendo, puesto que su padre le estaba bombardeando. Se había llenado los bolsillos con las manzanas del
frutero que estaba sobre el aparador, y se las lanzaba una tras otra, aunque sin acertarle por el momento.
Las rojas manzanas rodaban por el suelo como electrizadas, tropezando unas con otras. Una de ellas,
lanzada con mayor precisión, rozó la espalda de Gregorio, pero no le hizo daño. En cambio, la siguiente le
dio de lleno. Gregorio intentó correr, como si pudiese liberarse del insoportable dolor cambiando de sitio;
pero era como si le hubieran clavado donde estaba, y quedó allí indefenso, sin noción de cuanto sucedía a su
alrededor.
Con el último resto de conciencia vio abrirse bruscamente la puerta de su habitación y a su madre
corriendo en camisa –pues Grete la había desnudado para hacerla volver en sí– delante de la hermana, que
gritaba; luego vio a la madre lanzándose hacia el padre, perdiendo en el camino una tras otra de sus
desabrochadas, para por fin llegar a trompicones junto a su marido y abrazarse a él...
Y Gregorio, con la vista ya nublada, oyó por último cómo su madre, echando los brazos al cuello del
padre, le suplicaba que no matase a su hijo.
Aquella grave herida, que tardó más de un mes en curar –nadie se atrevió a quitarle la manzana, que
quedó, pues, incrustada en su carne como testimonio ostensible de lo ocurrido–, pareció recordar, incluso al
padre, que Gregorio, pese a su aspecto repulsivo actual, era un miembro de la familia, a quien no se debía
tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, con la máxima consideración, y que era un elemental deber
de familia sobreponerse a la repugnancia y resignarse.
Aun cuando a causa de su herida se había mermado, acaso para siempre, su capacidad de
movimiento; aun cuando precisaba ahora, como un viejo tullido, varios e interminables minutos para cruzar
su habitación y no podía ni soñar en volver a trepar por las paredes, Gregorio tuvo, en aquel empeoramiento
de su estado, una compensación que le pareció suficiente: por la tarde, la puerta del comedor, en la que tenía
puestos fijos los ojos desde hacía una o dos horas antes, se abría, y él, echado en su cuarto a oscuras,
invisible para los demás, podía observar a su familia en torno a la mesa iluminada y oír sus conversaciones
con la aprobación general. Claro que dichas conversaciones no eran, ni mucho menos, las animadas charlas
de otros tiempos, que Gregorio añoraba –durante sus viajes– en los cuartuchos de la fondas, al dejarse caer
exhausto sobre las húmedas sábanas de una cama extraña. Ahora, las veladas eran casi siempre monótonas y
tristes. Poco después de cenar, el padre se dormía en su sillón, y la madre y la hermana se hacían mutuas
señas de silencio. La madre, inclinada muy cerca de la luz, cosía lencería para una tienda, y la hermana, que
se había colocado de dependienta, estudiaba por las noches estenografía y francés, con miras a conseguir un
puesto mejor que el actual. De vez en cuando, el padre despertaba y, como si no se diese cuenta de haber
dormido, la decía a la madre: «¡No haces más que coser!» Y volvía a dormirse en seguida, mientras la
madre y la hermana, rendidas de cansancio, cambiaban una sonrisa.
El padre se negaba obstinadamente a quitarse, ni siquiera en casa, su uniforme de ordenanza. Y
mientras el batín, ya inútil, colgaba de la percha, dormitaba totalmente uniformado, como si quisiera estar
siempre preparado y esperase oír incluso en la casa la orden de algunos de sus jefes. De este modo el

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uniforme, que ya al principio no era nuevo, se fue ajando rápidamente, a pesar de los cuidados de la madre y
la hermana. Gregorio a menudo se pasaba horas enteras contemplando aquel traje lustroso, lleno de
manchas, pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual su padre dormía incómodo pero
tranquilo.
A las diez, la madre intentaba despertar al padre para convencerle de que se acostara y durmiera
como es debido, cosa que él tanto necesitaba, puesto que entraba a trabajar a las seis. Pero el padre, con la
obstinación que le caracterizaba desde que era ordenanza, insistía en permanecer más tiempo en la mesa,
pese a que se dormía invariablemente y al gran trabajo que costaba hacerle cambiar el sillón por la cama.
Sordo a los argumentos de la madre y la hermana, seguía allí con los ojos cerrados dando cabezadas. La
madre le tiraba de la manga, diciéndole al oído palabras cariñosas; la hermana interrumpía su tarea para
ayudarla. Pero no servía de nada, pues el padre se hundía aún más en su sillón y no abría los ojos hasta que
las dos mujeres le asían por debajo de los brazos. Entonces las miraba a una tras otra, y solía exclamar:
-¡Vaya vida! ¿Ni siquiera los últimos años voy a poder estar tranquilo?
Y penosamente, como si llevara una pesada carga, se ponía de pie, apoyándose en la madre y la
hermana, se dejaba acompañar hasta la puerta, les indicaba con un gesto que ya no las necesitaba, y seguía
solo su camino, mientras las dos mujeres dejaban sus tareas e iban tras él para continuar ayudándole.
¿Quién, en aquella familia agotada por el trabajo, hubiera podido dedicar a Gregorio más tiempo que
el estrictamente necesario? El nivel de la vida doméstica se redujo cada vez más. Se despidió a la criada y se
contrató, para que ayudara en los trabajos más duros, a una asistenta corpulenta y huesuda, de cabellos
blancos, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde, y la madre tuvo que añadir a su nada
desdeñable labor de costura las demás tareas de la casa. Incluso tuvieron que vender varias joyas de la
familia, que en otros tiempos habían llevado orgullosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones.
Gregorio se enteró de ello por los comentarios acerca del resultado de la venta en una de las conversaciones
nocturnas de la familia. Pero el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar
aquel piso, demasiado grande en las actuales circunstancias, ya que no había forma de trasladar a Gregorio.
Sin embargo, éste se daba cuenta de que no era él el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le
podría transportar fácilmente en un cajón con agujeros para respirar. La verdadera razón por la que no se
mudaban, era porque ello les hubiera obligado a asumir plenamente el hacho de que habían sido alcanzados
por una desgracia inaudita, sin precedentes en el círculo de sus parientes y conocidos.
El infortunio se cebaba en ellos: el padre tenía que ir a buscar el desayuno del humilde empleado de
Banco, la madre cosía ropas de extraños, sujeta a los caprichos de los clientes. La familia estaba llegando al
límite de sus fuerzas. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida de su espalda cuando la madre y la
hermana, después de acostar al padre, volvían al comedor y dejaban sus respectivas tareas para sentarse muy
juntas, casi mejilla con mejilla. La madre señalaba hacia la habitación d Gregorio y decía:
-Grete, cierra esa puerta.
Y Gregorio quedaba de nuevo sumido en la oscuridad, mientras en la habitación contigua las dos
mujeres lloraban en silencio o se quedaban mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos.
Gregorio casi nunca dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba que iba abrirse la puerta de su
cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como antes, de los asuntos de la familia. Volvió acordarse, tras
largo tiempo, del director y el gerente del almacén, el dependiente y el aprendiz, aquel ordenanza tan
robusto, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de una fonda provinciana... También
le asaltó el recuerdo dulce y pasajero de una cajera de una sombrerería, a quien había cortejado
formalmente, aunque sin empeño suficiente...
Todas estas personas se mezclaban en su mente con otras extrañas hace tiempo olvidadas; pero
ninguna podía ayudarle, ni a él ni a los suyos. Eran inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba apartar
su recuerdo. Luego, dejaba también de preocuparse por su familia, y sólo sentía hacia ella la irritación
producida por la poca atención que le prestaban. No había nada que le apeteciera realmente, sin embargo,
hacía planes para llegar hasta la despensa y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que le pertenecía por
derecho propio. La hermana no se preocupaba ya de buscar alimentos a su gusto; antes de irse a trabajar, por
la mañana y por la tarde, empujaba con el pie cualquier cosa dentro del cuarto, y luego, al regresar, sin mirar
si Gregorio sólo había probado la comida –lo cual era lo más frecuente– o si ni siquiera al había tocado,
recogía los restos con la escoba. El arreglo de la habitación, que siempre tenía lugar de noche, era
igualmente apresurado. Las paredes estaban cubiertas de suciedad, y el polvo y los desperdicios se
amontonaban en los rincones.
En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba precisamente en el rincón en que
había más suciedad. Pero ahora podía haber permanecido allí semanas enteras sin que ella se hubiese
aplicado más, pues veía la porquería tan bien como él, pero al parecer estaba decidida a dejarla. Con una
susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se había extendido a toda la familia, no admitía que
ninguna otra persona se ocupase del arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el
cuarto de Gregorio, tarea para la que tuvo que emplear varios cubos de agua, mientras Gregorio yacía

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amargado e inmóvil debajo del sofá, molesto por la humedad. Pero en cuanto noto la hermana, al regresar
por la tarde, el cambio operado en la habitación, se sintió terriblemente ofendida, irrumpió en el comedor y,
sin escuchar las explicaciones de la madre, rompió a llorar con tal violencia y desconsuelo que los padres se
asustaron. El padre, a la derecha de la madre, le reprochó el no haber cedido por entero a la hermana el
cuidado de la habitación de Gregorio; la hermana, a la izquierda, dijo que ya no le sería posible encargarse
de aquella limpieza. La madre quería llevarse el dormitorio al padre, que no acababa de calmarse: la
hermana, sacudida por los sollozos, daba puñetazos en la mesa, y Gregorio silbaba de rabia, porque nadie se
había acordado de cerrar la puerta para ahorrarle aquel espectáculo.
Pro si la hermana, extenuada por el trabajo, estaba cansada de cuidar a Gregorio, no tenía por qué
reemplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué sentirse abandonado: para eso estaba la asistenta. Aquella
viuda entrada en años, a quien su huesuda constitución debía de haber permitido resistir las mayores
amarguras a lo largo de su vida, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión. Sin que ello pudiera achacarse
a la curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de Gregorio, que en su sorpresa, y aunque nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado para otro; sin embargo, la mujer permaneció inmutable, con las
manos cruzadas sobre el vientre.
Desde entonces, cada mañana y cada tarde entreabría furtivamente la puerta para contemplar a
Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: «¡Ven aquí,
bicharraco!».
Gregorio no respondía a estas llamadas: permanecía inmóvil, como si ni siquiera se hubiese abierto la
puerta. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se ordenase a la sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en vez de
dedicarse a importunarle inútilmente!
Una mañana temprano –mientras una lluvia que parecía anunciar la inminente primavera azotaba
furiosamente los cristales– la asistenta le incordió como de costumbre, y Gregorio se irritó de tal manera que
se volvió contra ella, lenta y débilmente, pero en disposición de atacar. Sin embargo, en vez de asustarse, la
mujer alzó en alto una silla que estaba junto a la puerta, y esperó con la boca abierta de par en par,
mostrando a las claras su propósito de no cerrarla hasta no haber desgarrado sobre la espalda de Gregorio la
silla que blandía.
-No vienes, ¿eh? –dijo al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el
rincón.
Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que le ponían, tomaba algún bocado, lo
guardaba en la boca durante horas, y casi siempre acababa escupiéndolo. Al principio, pensó que su desgana
era efecto de la melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero se acostumbró muy pronto al
aspecto de ésta. Habían adoptado la costumbre de meter allí las cosas que estorbaban en otra parte, que por
cierto eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Eran tres
señores muy formales –los tres llevaban barba, según comprobó Gregorio una vez por la rendija de la
puerta– y cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no sólo en su habitación, sino en toda la casa, y
muy especialmente en la cocina. No soportaban los trastos inútiles, y mucho menos la suciedad.
Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía innecesario algunos
muebles imposibles de vender, pero que la familia tampoco quería tirar. Y todas esas cosas habían ido a
parar al cuarto de Gregorio, junto con el recogedor de la ceniza y el cubo de la basura. Lo que de momento
no había de ser utilizado, la asistenta lo tiraba rápidamente al cuarto de Gregorio, quien, por fortuna, la
mayoría de las veces, sólo veía el objeto en cuestión y la mano que lo sujetaba. Quizá tuviese intención la
asistenta de volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo, o pensara tirarlas todas de una vez;
pero el hecho es que permanecían allí donde habían sido dejadas, a menos que Gregorio se revolviese contra
algún trasto y lo desplazara, impulsado a ello porque el objeto en cuestión no le dejaba ya sitio libre para
arrastrarse o por pura rabia, aunque después de tales traslados quedaba horriblemente triste y fatigado, sin
ganas de moverse durante horas enteras.
A veces los huéspedes cenaban en casa, en el comedor, con lo cual la puerta que daba a la habitación
de Gregorio permanecía cerrada también algunas noches; pero a Gregorio esto le importaba ya muy poco,
pues incluso algunas noches en que la puerta estaba abierta, no había aprovechado la ocasión, sino que se
había retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su cuarto.
Un día la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y así siguió cuando los
huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se sentaron a la mesa, en los sitios antaño ocupados
por el padre, la madre y Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron los cubiertos. Acto seguido llagó
la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba otra fuente llena de patatas.
Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes de humeante comida, como si quisiesen probarla antes
de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en medio y parecía llevar la voz cantante, cortó un pedazo
de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar que estaba suficientemente tierna y que no era
necesario devolverla a la cocina. Mostró su aprobación, y la madre y la hermana, que habían observado
expectantes la operación, respiraron aliviadas y sonrieron.

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La familia comía en la cocina. El padre, antes de dirigirse hacia ésta, entró en el comedor, hizo una
reverencia y, con la gorra en la mano, se acercó a la mesa. Os huéspedes musitaron algo. Después, ya solos,
comieron casi en silencio.
A Gregorio le resultaba extraño oír, entre los diversos ruidos de la comida, el de los dientes al
masticar, como si quisiesen demostrarle que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa
mandíbula de nada sirve sin ellos. «Qué hambre tengo –pensó Gregorio, preocupado–. Pero no son éstas las
cosas que me apetecen... ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras, muriéndome de hambre!»
Aquella noche –Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel tiempo– oyó tocar en la
cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El que estaba en medio había sacado un periódico y dado
una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados en sus asientos. Al oír el violín,
se levantaron y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibidor, junto a la cual permanecieron inmóviles,
apretados uno contra otro. Debieron de oírles desde la cocina, pues el padre preguntó:
-¿A los señores les molesta la música? De ser así, puede cesar al momento.
-Todo lo contrario –aseguró el señor de más autoridad–. ¿No querría la señorita tocar aquí? Sería
mucho más cómodo y agradable.
-¡Claro no faltaba más! –contestó el padre, como si fuese él mismo el violinista.
Los huéspedes volvieron al comedor y esperaron. Muy pronto llegó el padre con el atril, luego la
madre con las partituras y, por fin, la hermana con el violín. Grete lo dispuso todo para comenzar a tocar.
Mientras, los padres, que nunca habían tenido habitaciones alquiladas y extremaban la cortesía para con los
huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propios sillones. El padre quedó apoyado en la puerta, con la
mano derecha metida entre los botones de la librea cerrada; uno de los huéspedes le ofreció un sillón a la
madre, y ésta se sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento de donde aquel señor lo había
colocado casualmente.
La hermana comenzó a tocar, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio , seguían todos los
movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música, se atrevió a avanzar un poco y se encontró con
la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa consideración que tenía para con los demás en los
últimos tiempos; sin embargo, esa consideración había sido antes su mayor orgullo. Por otra parte, ahora
más que nunca tenía motivo para ocultarse, pues, debido al estado de su habitación, cualquier movimiento
que hacía levantaba nubes de polvo a su alrededor, y él mismo estaba cubierto de polvo y llevaba pegados,
en el dorso y en los costados, hilachos, pelos y restos de comida. Su indiferencia hacia todos era mucho
mayor que cuando podía, echado sobre la espalda, restregarse contra la alfombra. A pesar del estado en que
se hallaba, no se avergonzaba lo más mínimo de arrastrarse por el inmaculado suelo del comedor.
Aunque lo cierto era que nadie se fijaba en él. La familia estaba completamente absorta por el violín,
y los huéspedes, que al principio se habían colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, cerca del
atril para poder ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana, no tardaron en retirarse hacia la
ventana, en donde permanecían cuchicheando con la cabeza inclinada, observados por el padre, a quien esta
actitud contrariaba visiblemente, pues parecía indicar a las claras que sus esperanzas de escuchar buena
música habían sido defraudadas y empezaban a cansarse, y que sólo por cortesía seguían allí. Especialmente
el modo en que echaban por la boca o la nariz el humo de sus cigarros, delataban gran nerviosidad.
Sin embargo, ¡que bien tocaba Grete! Con el rostro ladeado seguía el pentagrama atenta y
tristemente. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, ansioso de
encontrar con su mirada la de su hermana.
¿Sería una fiera, que la música le emocionaba de aquel modo?
Era como si ante él se abriese un camino que había de conducirle hasta un alimento desconocido,
ardientemente anhelado. Estaba decidido a llegar hasta su hermana, a tirarle de la falda y hacerle
comprender que había de ir a su cuarto con el violín, porque nadie apreciaba su música como él. No la
dejaría marcharse mientras él viviese. Por primera vez iba a servirle de algo su espantosa forma.
Quería poder estar a un tiempo en todas las puertas, dispuesto a saltar sobre los que pretendiesen
atacarle. Pero era preciso que su hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era
preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le contaría al oído que había
tenido el firme propósito de enviarla al conservatorio y que, de no haber sobrevenido la desgracia, durante
las pasadas Navidades –pues las Navidades ya habían pasado, ¿no?– se lo hubiera dicho a los padres, sin
aceptar ninguna objeción. Y al oír esta confidencia, la hermana, conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se
alzaría hasta sus hombros y la besaría en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo.
-Señor Samsa –dijo de pronto al padre el señor que parecía la voz cantante. Y sin más palabras señaló
con el índice a Gregorio, que iba avanzando lentamente. El violín enmudeció al instante, y el señor sonrió a
sus amigos, meneando la cabeza, y volvió a mirar a Gregorio.
Al padre le pareció más urgente echar de allí a Gregorio, tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se
mostraron ni muchos menos intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el
violín. Se precipitó hacia ellos y, extendiendo los brazos, intentó empujarlos hacia su habitación a la vez que

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les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su contrariedad, aunque no
era posible saber si se debía a la actitud del padre o al hecho de descubrir que habían convivido sin saberlo
con un ser de aquella índole.
Pidieron explicaciones al padre, alzaron los brazos al cielo, se mesaron las barbas nerviosamente y no
retrocedieron sino muy despacio hacia su habitación.
Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión causada por tan brusca interrupción.
Permaneció un instante con los brazos caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija
en la partitura, como si todavía estuviera tocando. Y de pronto estalló: soltó el instrumento en el regazo de
su madre, que seguía sentada en su sillón, respirando con gran dificultad, y corrió al cuarto contiguo, al que
los huéspedes, empujados por el padre, se iban acercando ya más rápidamente. Con gran destreza manipuló
mantas y almohadas, y antes de que los huéspedes entrasen en su habitación, ya había terminado de
arreglarles las camas y se había escabullido.
El padre estaba tan fuera de sí que olvidaba hasta el más elemental respeto debido a los huéspedes, y
los seguía empujando frenéticamente. Ya en el umbral, el que parecía llevar la voz cantante dio una patada
en el suelo, y le detuvo diciendo enérgicamente:
-Participo a ustedes –alzó la mano al decir esto y buscó con la mirada también a la madre y a la
hermana– que, en vista de las repugnantes circunstancias que en esta casa concurren –y al llegar aquí
escupió con fuerza en el suelo–, en este mismo momento me despido. Por supuesto no voy a pagar lo más
mínimo por los días que aquí he vivido; al contrario, me pensaré si he de pedirles una indemnización, la
cual, desde luego, sería muy fácil de justificar.
Calló y miró a su alrededor, como esperando algo. Y, efectivamente, sus dos amigos se solidarizaron
en el acto diciendo:
-También nosotros nos despedimos.
Tras lo cual, el primero en hablar agarró el picaporte y cerró la puerta de un golpe.
El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, fue hasta su sillón y se dejó caer en él. Parecía
disponerse a echar su sueñecillo de todas las noches, pero la profunda inclinación de su cabeza, caída como
sin vida, demostraba que no dormía.
Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido callado, inmóvil en el mismo sitio en que lo
habían sorprendido los huéspedes. La decepción por el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad
producida por el hambre, le hacían imposible el menor movimiento. No sin razón, temía que se
desencadenara de un momento a otro una reacción general contra él, y esperaba. No siquiera se sobresaltó
con el ruido del violín, que cayó del regazo de la madre a causa del temblor de sus manos.
-Queridos padres –dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo sobre la
mesa–, esto no puede seguir así. Si vosotros no lo queréis ver, yo sí. Ante este monstruo, no quiero ni
siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, sólo diré que hemos de librarnos de él. Hemos
hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y soportarlo, y no creo que nadie pueda hacernos el
menor reproche.
-Tienes toda la razón –dijo el padre.
La madre, que aún no podía respirar bien, comenzó a toser ahogadamente, con la mano en el pecho y
los ojos extraviados como una loca.
La hermana corrió hacia ella y le sostuvo la cabeza.
Al padre, las palabras de la hermana parecían haberle movido a reflexión. Se había incorporado en el
sillón, jugaba con su gorra de ordenanza por entre los platos de la cena de los huéspedes y de vez en cuando
dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito.
-Hay que deshacerse de él –repitió, por último, la hermana al padre, pues la madre, con su tos, no
podía oír nada–. Esto acabará matándonos a los dos. Cuando hay que trabajar como nosotros trabajamos, no
se puede soportar, encima, una tortura como ésta. Yo tampoco puedo más.
Y se puso a llorar de tal forma que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la madre, se las limpió
mecánicamente con la mano.
-Hija mía –dijo el padre con compasión y sorprendente lucidez–. ¿Qué podemos hacer?
La hermana se encogió de hombros, expresando así la perplejidad que se había apoderado de ella
mientras lloraba, en contraste con su anterior determinación.
-Si al menos nos comprendiese –dijo el padre en tono medio interrogativo.
Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando con ello que no había ni
que pensar en tal posibilidad.
-Si al menos nos comprendiese –insistió el padre, cerrando los ojos, como para dar a entender que él
también estaba convencido de que era imposible–, tal vez pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en
estas condiciones...
-Tiene que irse –dijo la hermana–. No hay más remedio, padre. Basta que procures desechar la idea
de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra

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desgracia. ¿Cómo puede ser Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que unos seres
humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por su propia iniciativa. Habríamos perdido
al hermano, pero podríamos seguir viviendo,, y su recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras
que así, este animal nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere apoderarse de toda la casa y
dejarnos en la calle. ¡Mira, padre –gritó de pronto–, ya empieza otra vez!
Y con un terror que a Gregorio le pareció incomprensible, la hermana se apartó el sillón, como si
prefiriese abandonar a la madre que permanecer cerca de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre;
éste, excitado a su vez por la actitud de su hija, se puso en pie, extendiendo los brazos ante Grete con gesto
protector.
Gregorio no quería asustar a nadie, y mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era
empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto era lo que había impresionado a los demás, pues,
a causa de su deplorable estado, para realizar aquel difícil movimiento tenía que ayudarse con la cabeza,
apoyándola en el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor. Al parecer, su familia había captado su buena
intención; sólo había sido un susto momentáneo.
Ahora todos le miraban tristes y pensativos. La madre estaba en su sillón, con las piernas muy juntas
extendidas ante sí y los ojos entrecerrados de cansancio. La hermana estaba sentada junto al padre y rodeaba
con su brazo el cuello de éste.
«Tal vez ya pueda moverme», pensó Gregorio, iniciando de nuevo sus penosos esfuerzos. No podía
contener sus resoplidos, y de vez en cuando tenía que parase a descansar. Pero nadie le metía prisa; le
dejaban actuar tranquilamente. Cuando hubo dado la vuelta, inició el regreso en línea recta. Le asombró la
gran distancia que le separaba de su habitación; no lograba comprender cómo, dada su debilidad, había
podido, momentos antes, recorrer ese mismo trecho sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo
más rápidamente posible, apenas se percató de que nadie le azuzaba con palabras o gritos.
Al llegar al umbral, volvió a cabeza, aunque sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y
vio que nada había cambiado. Únicamente su hermana se había puesto en pie.
Su última mirada había sido para su madre, que se había quedado dormida.
Apenas dentro de su habitación, oyó cerrarse rápidamente la puerta y echar la llave. El brusco ruido
le asustó de tal modo que se le doblaron las patas. La hermana era quien tan prontamente había actuado.
Había permanecido en pie esperando el momento de correr a encerrarlo. Gregorio no la había oído
acercarse.
¡Por fin! –exclamó ella haciendo girar la llave en la cerradura.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio mirando a su alrededor en la oscuridad.
Pronto comprendió que no podía moverse absoluto. Esto no le asombró: al contrario, no le parecía
natural haber podido avanzar, como había hecho hasta entonces, con aquellas patitas tan endebles. Por lo
demás, se sentía relativamente a gusto. Si bien le dolía todo el cuerpo, le parecía que el dolor se iba
atenuando poco a poco, y pensaba que, por último, cesaría. Apenas si notaba ya la manzana podrida que
tenía en la espalda y la infección blanqueada por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos.
Estaba, si cabe, aun más convencido que su hermana de que tenía que desaparecer.
Permaneció en un estado de apacible meditación e insensibilidad hasta que el reloj de la iglesia dio
las tres de la madrugada. Todavía pudo vislumbrar el alba que despuntaba tras los cristales. Luego, a pesar
suyo, dejó caer la cabeza y de su hocico surgió débilmente su último suspiro.
A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta –daba tales portazos que en cuanto llega era
imposible seguir durmiendo, a pesar de lo mucho que se le había rogado que no hiciera tanto ruido– para
hacer su breve visita de costumbre a Gregorio, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso que
permanecía así, inmóvil, con toda intención, para hacerse el indiferente, pues le consideraba plenamente
dotado de raciocinio. Casualmente llevaba en la mano el deshollinador, y le hizo cosquillas desde la puerta.
Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarle, y sólo después de que le hubo
empujado sin encontrar ninguna resistencia se dio cuenta de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y
dejó escapar un silbido de sorpresa. Acto seguido, abrió bruscamente la puerta del dormitorio de los padres
y gritó en la oscuridad:
-¡Ha estirado la pata!
El señor y la señora Samsa se incorporaron en la cama. Les costó bastante sobreponerse al susto, y
tardaron en comprender lo que les anunciaba la asistenta. Pero en cuanto se hubieron hecho cargo de la
situación, bajaron de la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa se echó
la colcha por los hombros; la señora Samsa sólo llevaba el camisón, y así entraron en la habitación de
Gregorio.
Mientras, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía la hermana desde la llegada
de los huéspedes. Grete estaba completamente vestida, como si no hubiese dormida en toda la noche, cosa
que parecía confirmar la palidez de su rostro.

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-¿Muerto? –preguntó la señora Samsa, mirando interrogativamente a la asistenta, no obstante poder
comprobarlo por sí misma, e incluso verlo sin necesidad de comprobación alguna.
-Así es –contestó la asistenta, empujando un buen trecho con el escobón el cadáver de Gregorio,
como para comprobar la veracidad de sus palabras.
La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.
-Bueno –dijo el señor Samsa–, demos gracias a Dios.
Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron.
Grete no apartaba la vista del cadáver:
-Qué delgado está –dijo–. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempre dejaba la comida intacta.
El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. De esto sólo se daban
cuenta ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas. Nadie apartaba la vista de él.
-Grete, ven un momento con nosotros –dijo la Señora Samsa, sonriendo melancólicamente.
Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al dormitorio.
La asistenta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy temprano, pero el aire
no era del todo frío. Estaban a finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los habían
olvidado.
-¿Y el desayuno? –le preguntó a la asistenta, de mal humor, el que parecía llevar la voz cantante.
Pero la asistenta, poniéndose el índice ante los labios, les invitó silenciosamente, con grandes
aspavientos, a entrar en la habitación de Gregorio.
Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno al cadáver de Gregorio,
con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos de sus raídos chaqués.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa, vestido con su librea, llevando
del brazo a su mujer y del otro a su hija. Los tres tenían aspecto de haber llorado un poco, y Grete ocultaba
de vez en cuando el rostro contra el brazo del padre.
-Salgan inmediatamente de mi casa –dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las
mujeres.
-¿Qué pretende usted decir con esto? –le preguntó el que llevaba la voz cantante, algo desconcertado
y sonriendo con timidez.
Los otros dos tenían las manos cruzadas a la espalda, y se las frotaban como si esperasen gozosos una
disputa cuyo resultado les sería favorable.
-Pretendo decir exactamente lo que he dicho –contestó el señor Samsa, avanzando con las dos
mujeres en una sola línea hacia el huésped.
Éste permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo, como si estuviera
ordenando sus pensamientos.
-En este caso, nos vamos –dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si una fuerza repentina le
impulsase a pedirle autorización incluso para esto.
El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces, breve y afirmativamente, la
cabeza.
Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos al recibidor. Sus dos compañeros habían
dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los talones, como si temiesen que el señor Samsa llegase
antes al recibidor y se interpusiese entre ellos y su guía.
Una vez en el recibidor, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones del
paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa.
Con desconfianza injustificada, el señor Samsa y las dos mujeres salieron al rellano y, asomados
sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores, lentamente pero sin pausas, descendían la larga
escalera, desapareciendo al llegar a la vuelta que daba ésta en cada piso, y reapareciendo unos segundos
después.
A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la familia Samsa, y al cruzarse
con ellos el repartidor de la carnicería, que sostenía su cesto sobre la cabeza, el señor Samsa y las mujeres
abandonaron la barandilla y, aliviados, entraron de nuevo en la casa.
Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien merecida una tregua en su
trabajo, sino que les era indispensable. Se sentaron, pues, a la mesa y escribieron sendas cartas
disculpándose: el señor Samsa, a su superior; la señora Samsa , al dueño de la tienda, y Grete, a su jefe.
Mientras escribían, entró la asistenta a decir que se iba, pues ya había terminado su trabajo de la
mañana. Los tres siguieron escribiendo sin prestarle atención y se limitaron a hacer un signo afirmativo con
la cabeza. Pero al ver que no se marchaba alzaron los ojos con irritación.
-¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía sonriente en el umbral, como si tuviese que comunicar una feliz noticia,
pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido convenientemente interrogada. La

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tiesa pluma de su sombrero, que molestaba al señor Samsa desde que aquella mujer había entrado a su
servicio, se bamboleaba en todas direcciones.
-Bueno, ¿qué desea? –preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la
asistenta.
-Pues –contestó ésta, y la risa no la dejaba seguir–, pues que no tienen que preocuparse de cómo
quitar de en medio eso de ahí al lado. Ya será todo arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para seguir escribiendo, y el
señor Samsa, notando que la asistenta se disponía a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo
con energía la mano hacia ella.
La asistenta, al ver que no le dejaban contar lo que traía preparado, se fue bruscamente.
-¡Buenos días! –dijo visiblemente ofendida.
Dio medio vuelta con gran irritación y abandonó la casa dando un portazo terrible.
-Esta misma tarde la despido –dijo el señor Samsa.
Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la asistenta parecía haber vuelto a turbar
aquella tranquilidad que acababan apenas de recobrar.
La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual permanecieron
abrazadas. El señor Samsa hizo girar su sillón en aquella dirección, y estuvo observándolas un momento
tranquilamente. Luego dijo:
-Vamos, vamos. Olvidad de una vez las cosas pasadas. Tened también un poco de consideración
conmigo.
Las dos mujeres le obedecieron al instante, corrieron hacia él, le abrazaron y terminaron de escribir.
Luego, salieron los tres juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y tomaron el tranvía
para ir a respirar el aire puro de las afueras. El tranvía, en el cual eran los únicos viajeros, estaba inundado
por la cálida luz del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del
provenir, y concluyeron que, bien mirado, no era nada negro, pues sus respectivos empleos –sobre los cuales
todavía no habían hablado claramente– eran muy buenos y, sobre todo, prometían mejorar en un futuro
próximo.
Lo mejor que de momento podían hacer era cambiarse de casa. Les convenía una casa más pequeña y
más barata y, sobre todo, mejor situada y más cómoda que la actual, que había sido elegida por Gregorio.
Mientras charlaban, el señor y la señora Samsa se dieron cuenta casi a la vez de que su hija, pese a
que con tantas preocupaciones había perdido el color en los últimos tiempos, se había desarrollado y
convertido en una linda joven llena de vida. Sin palabras, entendiéndose con la mirada, se dijeron uno a otro
que ya iba siendo hora de encontrarle un buen marido.
Y cuando, al llegar al final del trayecto, la hija se levantó la primera e irguió sus formas juveniles,
pareció corroborar los nuevos proyecto y las sanas intenciones de los padres.

* * *

97
\ Ernest Hemingway \

El viejo y el mar

Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez.
En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber
pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salado, lo
cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que
cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su
bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al
mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del
benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas
pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa
la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente.
Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
–Santiago –le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote–. Yo podría volver
con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
–No –dijo el viejo–. Tu sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
–Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos
los días durante tres semanas.
–Lo recuerdo –dijo el viejo–. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
–Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.
–Lo sé –dijo el viejo–. Es completamente normal.
–Papá no tiene mucha fe.
–No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
–Si –dijo el muchacho–. ¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza?
Luego llevaremos las cosas a casa.
–¿Por que no? –dijo el viejo–. Entre pescadores.
Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero el no se molestaba. Otros, entre
los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente
y a las hondonadas donde se habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los
pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban
tendidas sobre dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde
esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los
habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea;
les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
Cuando el viento soplaba del Este el hedor se extendía a través del puerto, procedente de la fabrica de
tiburones; pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto al Norte y luego había
dejado de soplar. Era agradable estar allí, al sol en la Terraza.
–Santiago –dijo el muchacho.
–Que –dijo el viejo–. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.
–¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
–No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.
–Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría servirlo de alguna manera.
–Me has pagado una cerveza –dijo el viejo–. Ya eres un hombre.
–¿Qué edad tenía cuando me llevo por primera vez en un bote?
–Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de
destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
–Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo
que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se
estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a
sangre que me envolvía.
–¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
–Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.

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El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.
–Si fueras hijo mío me arriesgaría a llevarte, dijo. Pero tú eres de tu padre y de tu madre y trabajas en un bote
que tiene suerte.
–¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde conseguir cuatro carnadas.
–Tengo las mías que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.
–Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
–Uno –dijo el viejo. Su fe y su esperanzar no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse
como cuando se levanta la brisa.
–Dos –dijo el muchacho.
–Dos –acepto el viejo–. ¿No los has robado?
–Lo hubiera hecho –dijo el muchacho– pero estos los compré.
–Gracias –dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuando había alcanzado la humildad. Pero
sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba perdida del orgullo
verdadero.
–Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día –dijo.
–¿Adónde piensa ir? –Le pregunto el muchacho.
–Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes de que sea de día.
–Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar –dijo el muchacho–. Si usted engancha algo realmente
grande podremos ayudarle.
–A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos.
–No –dijo el muchacho–; pero yo veré algo que el no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que
salga siguiendo a los dorados.
–¿Tan mala tiene la vista?
–Está casi ciego.
–Es extraño –dijo el viejo– Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos.
–Pero usted ha ido a la pesca de tortuga durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.
–Yo soy un viejo extraño
–Pero ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?
–Creo que sí. Y hay muchos trucos.
–Vamos a llevar las cosas a casa –dijo el muchacho–. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas.
Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargo la caja de madera de
los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las camadas
estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote.
Nadie sería capaz de robarle nada al viejo, pero era mejor llevar a casa la vela y los sedales gruesos puesto que
el rocío los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba
que el arpón y el bichero eran tentaciones y que no había por que dejarlos en el
bote.
Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó
el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El
mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta estaba hecha de las recias pencas de la palma
real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con
carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una
imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su
esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la
pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del
rincón, bajo su camisa limpia.
–¿Qué tiene para comer? –pregunto el muchacho.
–Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
–No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?
–No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
–¿Puedo llevarme la atarraya?
–Desde luego.
–No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido.
Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el
muchacho lo sabía igualmente.
–El ochenta y cinco es un numero de suerte –dijo el viejo–. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que,
en canal, pesara más de mil libras?
–Voy a coger la atarraya y salir a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?
–Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos de béisbol.

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El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo
de la cama.
–Perico me lo dio en la bodega –explico.
–Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardare las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana
nos la repartiremos. Cuando vuelva me contara lo del béisbol.
–Los Yankees no pueden perder.
–Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.
–Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.
–Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland..
–Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Sox de Chicago.
–Usted estudia eso y me lo cuenta cuando
–¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminan en un ochenta y cinco? Mañana hace
el día ochenta y cinco.
–Podemos hacerlo –dijo el muchacho–. Pero ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete?
–No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?
–Puedo pedirlo.
–Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podrá prestárnoslos?
–Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.
–Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.
–Abríguese, viejo –dijo el muchacho–. Recuerde que estamos en septiembre.
–El mes en que vienen los grandes peces –dijo el viejo–. En mayo cualquiera es pescador.
–Ahora voy por las sardinas –dijo el muchacho.
Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió
la frazada del viejo de la cama y se la echo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía
poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el
viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces,
que era como la vela y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin
embargo muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el
peso de sus brazos lo sujetaban allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo.
El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.
–Despierte, viejo –dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrío.
–¿Qué traes?–pregunto.
–La comida –dijo el muchacho–. Vamos a comer.
–No tengo mucha hambre.
–Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
–Habrá que hacerlo –dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar
la frazada.
–No se quite la frazada –dijo el muchacho–. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.
–Entonces vive mucho tiempo y cuídate –dijo el viejo–. ¿Qué vamos a comer?
–Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno
envuelto en una servilleta de papel.
–¿Quién te ha hado esto?
–Martín. El dueño.
–Tengo que darle las gracias.
–Ya yo se las he dado –dijo el muchacho– No tiene que dárselas usted.
–Le daré la ventrecha de un gran pescado –dijo el viejo–. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
–Creo que sí.
–Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
–Mando dos cervezas.
–Me gusta más la cerveza en lata.
–Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.
–Muy amable de tu parte –dijo el viejo–. ¿Comemos?
–Es lo que yo proponía –le dijo el muchacho–. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.
–Ya estoy listo –dijo el viejo–. Solo necesitaba tiempo para lavarme.
¿Dónde se lavaba?, pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo.
“Debí de haberle traído agua pensó el muchacho; y jabón y una buena toalla. ¿Por que seré tan
desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un jacket para el invierno y alguna clase de zapatos y
otra frazada.”

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–Tu asado es excelente –dijo el viejo.
–Háblame de béisbol –le pidió el muchacho.–
–En la liga americana, como te dije, los Yankees –dijo el viejo muy contento.
–Hoy perdieron –le dijo el muchacho.
–Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.
–Tienen otros hombres en el equipo.
–Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que
quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso
en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.
–Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
–¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para
proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.
–Lo sé. Fue un gran error. Pudiera haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría por toda la vida.
–Me hubiera gustado llevar a pescar al gran Di Maggio –dijo el viejo–. Dicen que su padre era pescador. Quizá
fuese tan pobre como nosotros y comprendiese.
–El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugo en las grandes ligas cuando tenía mi edad.
–Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al Africa y he visto leones en
las playas al atardecer.
–Lo sé. Usted me lo ha dicho.
–¿Hablamos de Africa o de béisbol?
–Mejor de béisbol –dijo el muchacho– Háblame del gran John J. McGraw.
–A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y bocón y difícil cuando estaba
bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos
constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
–Era un gran manager –dijo el muchacho–. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente el mejor
manager, Luque o Mike González?
–Creo que son iguales.
–El mejor pescador es usted.
–No. Conozco otros mejores.
–Que va –dijo el muchacho–. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted
ninguno.
–Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal.
–No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice.
–Quizá no este tan fuerte como creo –dijo el viejo–. Pero conozco muchos trucos y tengo voluntad.
–Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré otra vez las cosas a la Terraza.
–Entonces buenas noches. Te despertare por la mañana.
–Usted es mi despertador –dijo el muchacho–.
–La edad es mi despertador –dijo el viejo–. ¿Por que los viejos se despertaran tan temprano? ¿Será para tener
un día más largo?
–No lo sé –dijo el muchacho–. Lo único que se es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde.
–Lo recuerdo –dijo el viejo–. Te despertare temprano.
–No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior.
–Comprendo.
–Que duerma bien, viejo.
El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa y el viejo se quitó los pantalones y se fue a la cama a
oscuras. Enrollo los pantalones para hacer una almohada, poniendo el periódico dentro de ellos, se envolvió en
la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama.
Se quedó dormido enseguida y soñó con Africa, en la época en que era muchacho y con las largas playas
doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes
montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido
de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y
estopa de la cubierta mientras dormía y sentía el olor de Africa que la brisa de tierra traía por la mañana.
Generalmente, cuando olía la brisa de tierra despertaba y se vestía y se iba a despertar al muchacho. Pero esta
noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño y
siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar y luego soñaba con los
diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias.
No soñaba ya con tormentas ni con mujeres ni con grandes acontecimientos ni con grandes peces ni con peleas
ni competencias de fuerza ni con su esposa. Solo soñaba ya con lugares y con los leones en la playa. Jugaban
como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el
muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba sus pantalones y se

101
los ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba de frío de la
mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando.
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entro
descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto y el viejo podía verlo claramente a la
luz de la luna moribunda. Le cogió suavemente un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió
y lo miro. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió sus pantalones de la silla junto a la
cama y, sentándose en ella, se los puso. El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el
viejo le echo el brazo sobre los hombros y dijo:
–Lo siento.
–Que va –dijo el muchacho–. Es lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y todo a lo largo del camino, en la oscuridad, se veían
hombres descalzos portando los mástiles de sus botes. Cuando llegaron a la choza del viejo el muchacho cogió
los rollos de sedal de la cesta, el arpón y el bichero y el viejo llevo el mástil con la vela arrollada al hombro.
–¿Quiere usted café? –pregunto el muchacho.
–Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.
Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.
–¿Qué tal ha dormido, viejo? –pregunto el muchacho.
Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
–Muy bien, Manolín –dijo el viejo. Hoy me siento confiado.
–Lo mismo yo –dijo el muchacho–. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El
dueño trae el mismo nuestro aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
–Somos diferentes –dijo el viejo–. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.
–Lo sé –dijo el muchacho–. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.
Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que tomaría en todo el día y sabía que debía tomarlo. Hacía
mucho tiempo que le mortificaba comer y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del
bote y eso era lo único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de vuelta con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico y bajaron por la
vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron
al agua.
–Buena suerte, viejo.
–Buena suerte –dijo el viejo.
Ajusto las amarras de los remos a los toletes y echándose adelante contra los remos empezó a remar, saliendo
del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar y el viejo sentía sumergirse las
palas de los remos y empujar aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.
A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los
remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto y cada uno se dirigió hacia aquella parte
del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejo atrás el olor
a tierra y entro remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua
mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman el gran hoyo porque se producía
una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces debido al remolino que
hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de
camarones y peces de carnada y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos y de noche se
levantaron a la superficie donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.
En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y mientras remaba oía el tembloroso rumor de los peces
voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una
gran atracción por los peces voladores que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las
aves, especialmente las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y
buscando y casi nunca encontraban, y pensó: las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de
rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por que habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas
de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se
encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan, picando y cazando con sus tristes vocecillas son
demasiado delicados para la mar.
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan
mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que
usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón
se cotizaban altos, empleaban el articulo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como un
contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al genero
femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque
no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

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Remaba firme y seguidamente y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de
velocidad y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que
la corriente hiciera un tercio de su trabajo y cuando empezó a clarear vio que se hallaba ya más lejos de lo que
había esperado estar a esa hora.
“Durante una semana, –pensó–, he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá
donde están las manchas de bonitos y albarcas y acaso haya un pez grande con ellos.”
Antes de que se hiciera realmente de día había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un
cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo a sesenta y cinco y el tercero y el cuarto
descendían allá hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas. Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta
o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte
saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido
empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente: No había ninguna parte del
anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.
El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como
plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en
buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz
grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la
varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto,
de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los
sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la
costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua;
luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño;
y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la
tiniebla del agua. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente
hubiera un cebo esperando exactamente donde él quería que estuviera por cualquier pez que pasara por allí.
Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores
creían que estaban a cien.
“Pero –pensó el viejo– yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero ¿quien
sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando
venga la suerte, estaré dispuesto.”
El sol estaba ahora a dos horas de altura y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres
botes a la vista y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla.
“Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente –pensó–. Sin embargo, todavía están fuertes. Al
atardecer puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es
doloroso.”
Justamente entonces vio una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el
cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió
girando nuevamente.
–Ha cogido algo –dijo en voz alta el viejo–. No sólo está mirando.
Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuro y mantuvo los
sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía
estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y volvió a girar sus alas inmóviles. Luego picó de súbito y el viejo vio una
partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.
–Dorados –dijo en voz alta el viejo–. Dorados grandes.
Montó los remos y saco un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño
mediano y lo cebo con una de las sardinas. Lo soltó por sobre la borda y luego lo amarró a una argolla a popa.
Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de
largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua.
Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo y luego salió agitándolas fiera y
fútilmente siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado
grande siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían,
corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. Es un gran bando de dorados, pensó.
Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene
chance. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van demasiado velozmente.
El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez y los inútiles movimientos del ave.
“Esa mancha de peces se me ha escapado –pensó–. Se están alejando demasiado rápidamente, y van

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demasiado lejos. Pero acaso coja alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi
pescado grande tiene que estar en alguna parte.”
Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas y la costa era solo una larga línea verde con las
lomas azulgrís detrás de ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al
bajar la vista vio el cernido color rojo del plancton en el agua oscura y la extraña luz que ahora daba el sol.
Examinó sus sedales y los vio descender rectamente hacia abajo y perderse de vista; y se sintió feliz viendo
tanto plancton porque eso significaba que había peces.
La extraña luz que el sol hacía en el agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen tiempo, y lo
mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la
superficie del agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol y la
violada, redondeada, iridiscente, gelatinosa y violada vejiga de una medusa flotando a corta distancia del bote.
Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por
espacio de una yarda.
–Agua mala –dijo el hombre. Puta.
Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces
que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja
en su movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre no, y cuando algunos de los
filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba por
levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos como los que producen el guao y la
hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar y el viejo gozaba viendo cómo se las
comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos de
modo que, con su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El
viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una
tormenta, y oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.
Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad y su gran valor y sentía un
amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas, amarillosas en su carapacho, extrañas en sus
copulaciones, y comiendo muy contentas las aguas malas con sus ojos cerrados.
No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos años en barcos
tortugueros. Les tenía lástima; lástima hasta a los grandes “baúles” que eran tan largos como el bote y pesaban
una tonelada. Por lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue
latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensó:
“También yo tengo un corazón así y mis pies y mis manos son como los suyos”.
Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en septiembre
y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.
También tomaba diariamente una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del tanque que había en la
barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo
quisieran. La mayoría de los pescadores detestaba su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas en que
se levantaban y era muy bueno contra todos los catarros y gripes y era bueno para sus ojos.
Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el aire.
–Ha encontrado peces –dijo en voz alta.
Ningún pez volador rompía la superficie y no había desparrame de peces de carnada. Pero mientras miraba el
anciano, un pequeño bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El bonito emitió unos
destellos de plata al sol y después que hubo vuelto al agua, otro y otro más se levantaron y estaban brincando
en todas las direcciones, batiendo el agua y dando largos saltos detrás de sus presas, cercándolas,
espantándolas.
“Si no van demasiado rápidos los alcanzaré” pensó el viejo, y vio la mancha batiendo el agua, de modo que era
blanca de espuma, y ahora el ave picaba y buceaba en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el
pánico.
–El ave es una gran ayuda –dijo el viejo. Justamente entonces el sedal de popa se tensó bajo su pie, en el punto
donde había guardado un rollo de sedal, y soltó los remos y tanteó el sedal para ver qué fuerza tenían los
tirones del pequeño bonito; y sujetando firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El retemblor iba en aumento
según tiraba y pudo ver en el agua el negro–azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la
borda y echarlo en el bote. Quedo tendido a popa, al sol, compacto y en forma de bala, sus grandes ojos sin
inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón del bote con los
rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la cabeza para que no siguiera sufriendo y le dio
una patada. El cuerpo del pez temblaba todavía a la sombra de popa.
–Bonito –dijo en voz alta–. Hará una linda carnada. Debe de pesar diez libras.
No recordaba cuánto tiempo hacía que había empezado a hablar solo en voz alta cuando no tenía a nadie con
quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al

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timón de las chalupas y los tortugueros cantaba también. Probablemente había empezado a hablar en voz alta
cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho pescaban juntos, generalmente
hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se
consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar y el viejo siempre lo había considerado así y lo
respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien
pudiera mortificar.
–Si los otros me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco –dijo en voz alta–. Pero, puesto que no estoy
loco no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del
béisbol
“Esta no es hora de pensar en el béisbol, –pensó–. Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que
he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha –pensó–. Solo he cogido un bonito extraviado
de los que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la
superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo que yo no
conozco?”
Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas como si
estuvieran coronadas de nieve y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy
oscuro y la luz hacía prismas en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por el alto
sol y el viejo solo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad y
en la que sus largos sedales descendían verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie y solo distinguían entre ellos por sus
nombres propios cuando venían a cambiarlos por carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol
calentaba fuerte y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría por la espalda
mientras remaba.
“Pudiera dejarme ir a la deriva –pensó–, y dormir y echar un lazo al dedo gordo del pie para despertar si pican.
Pero hoy hace ochenta y cinco días y tengo que aprovechar el tiempo.”
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas verdes se sumergía vivamente.
–Sí –dijo–. Sí –y monto los remos sin golpear el bote.
Cogió el sedal y lo sujetó suavemente en el índice y el pulgar de la derecha. No sintió tensión ni peso y
aguanto ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido ni fuerte, y el viejo se
dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas más abajo una aguja estaba comiendo las sardinas que
cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza
del pequeño bonito.
El viejo sujeto delicada y blandamente el sedal y con la mano izquierda lo soltó del palito verde. Ahora podía
dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.
“A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme –pensó el viejo–
Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas, están de lo más frescas; y tu, ahí, a seiscientos pies en el agua fría
y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comértelas.”
Sentía el leve y delicado tirar y luego un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido
más difícil de arrancar del anzuelo. Luego nada.
–Vamos, ven –dijo el viejo en voz alta–. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son
sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez
pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.
–Lo cogerá –dijo el viejo en voz alta–. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
–No puede haberse ido –dijo–. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que haya
sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y se sintió feliz.
–No fue más que una vuelta –dijo–. Lo cogerá.
Era feliz sintiendo tirar suavemente y luego tuvo sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso
del pez y dejo que el sedal se deslizara abajo, abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva.
Según descendía, deslizándose suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía sentir el gran peso,
aunque la presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
–¡Que pez! –dijo–. Lo lleva atravesado en la boca y se está yendo con él.
“Luego virara y se lo tragará” pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno dice una buena cosa
posiblemente no sucede. Sabía que éste era un pez enorme y se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el
bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía
todavía. Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar
por un momento y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.
–Lo ha cogido –dijo–. Ahora dejaré que se lo coma a gusto.

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Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto
de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos
de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.
–Come un poquito más –dijo–. Come bien.
“Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate – pensó–. Sube sin cuidado y
déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo?
¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?”
–¡Ahora! –dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de
nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose lentamente y el viejo no podía levantarlo una
pulgada. Su sedal era fuerte, era cordel catalán y nuevo, de este año; hecho para peces pesados, y lo sujetó
contra su espalda hasta que estaba tan tirante que soltaba gotas de agua. Luego empezó a hacer un lento sonido
de siseo en el agua.
El viejo seguía sujetándolo, afincándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse
lentamente hacia el noroeste.
El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban
todavía en el agua, pero no había nada que hacer.
–Ojalá estuviera aquí el muchacho –dijo en voz alta–. Voy a remolque de un pez grande y yo soy la bita de
remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle
sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir
hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas. Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en
el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.
“Esto lo matará –pensó el viejo–. Alguna vez tendrá que parar.” Pero cuatro horas después el pez seguía
tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a
la espalda.
–Eran las doce del día cuando lo enganché –dijo–. Y todavía no lo he visto una sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de paja en la cabeza antes de enganchar el pez; ahora el sombrero le
cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y, cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por
debajo de la proa y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa.
Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga y trató de no pensar: sólo aguantar.
Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. “Eso no importa –pensó–. Siempre podré
orientarme por el resplandor de La Habana.
Todavía quedan dos horas de sol y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la
luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres y me siento fuerte. Él es quien
tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así, tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca
fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez, para
saber con quién tengo que vérmelas.”
El pez no varió su curso ni dirección en toda la noche; al menos hasta donde el hombre podía juzgar guiado
por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y
sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol.
Después de la puesta del sol se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con
cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal y el hombre había
encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura que casi le resultaba
confortable. La postura era, en realidad, tan solo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi
confortable.
“No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo –pensó–. Al menos mientras siga este juego.”
Una vez se enderezó y orinó por sobre la borda y miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como
una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más
lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar
arrastrándolo hacia el este. “Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este”,
pensó.
Pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más. “Me pregunto
quién habrá ganado hoy en las grandes ligas – pensó–. Sería maravilloso tener un radio para enterarse. –Luego
pensó–: Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez.” Luego dijo en voz alta:
–Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.
“Nadie debiera estar solo en su vejez –pensó–. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito
antes de que se eche a perder a fin de conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas tendrás que
comerlo por la mañana. Recuerda”, se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la
diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.

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–Son buena gente –dijo–. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces
voladores.
Entonces empezó a sentir lastima por el gran pez que había enganchado. “Es maravilloso y extraño, y quién
sabe que edad tendrá –pensó–. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño.
Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera
acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y sepa que ésta es la manera de
pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero ¡qué
pez más grande! Y que bien lo pagarán en el mercado si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho y
tira como un macho y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará,
como yo, en la desesperación.”
Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba
siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada
y llena de pánico que no tardo en agotarla. Durante todo ese tiempo el macho permaneció con ella, cruzando el
sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el
sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la
había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero
borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos;
y luego, cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo el macho había permanecido junto al bote.
Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto
al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul–
rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo
color. Era hermoso, recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.
“Es lo más triste que he visto jamás en ellos –pensó–. El muchacho había sentido también tristeza, y le
pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente.”
–Ojalá estuviera aquí el muchacho –dijo en voz alta y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y
sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía
dónde: adonde el pez hubiese elegido.
“Por mi tracción ha tenido que tomar una decisión”, pensó el viejo.
“Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y
traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo.
Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a
mí.”
“Tal vez yo no debiera ser pescador –pensó–. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar sin falta comerme
el bonito tan pronto como sea de día.”
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el palito se rompía y que el sedal
empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y,
echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la
madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los
rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos
mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado,
y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.
“Tan pronto como sea de día –pensó–, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y
enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel Catalán y los anzuelos y
alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera
soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador, o
un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él demasiado pronto.”
En voz alta dijo:
–Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.
“Pero el muchacho no está contigo”, pensó.
“No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último
sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.”
Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una
herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a su
barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyo contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente
el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en estos, tanteo con cuidado la
tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.
“Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso –pensó–. El alambre debe de haber resbalado sobre la
comba de su lomo. Con seguridad, su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede
seguir tirando eternamente de este bote, por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado
y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir.”

107
–Pez –dijo dulcemente en voz alta–, seguiré hasta la muerte.
“Y él seguirá también conmigo, me figuro”, pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a
esta hora próxima al amanecer, hacía frío y se apretó contra la madera en busca de calor. “Voy a aguantar tanto
como él”, pensó. Y con la primera luz el sedal se extendió a lo lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía
sin cesar y cuando se levantó el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.
–Se ha dirigido hacia el norte –dijo el viejo. “La corriente nos habrá desviado mucho al este –pensó–. Ojalá
virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando.”
Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Solo había
una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba,
necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.
–Dios quiera que suba –dijo el viejo–. Tengo suficiente sedal para manejarlo.
“Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie –pensó–. Ahora que es de día,
conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a
morir a las profundidades.”
Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado
el pez y, al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía
aumentarla. “Tengo que tener cuidado de no sacudirlo –pensó–. Cada sacudida ensancha la herida que hace el
anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo
que mirarlo de frente.”
Había algas amarillas en el sedal pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote,
y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo –el sargazo– las que habían producido tanta
fosforescencia de noche. –Pez –dijo–, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de
que termine este día.
“Ojalá”, pensó.
Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo
sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado.
El pájaro llegó hasta la popa del bote y descanso allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse
en el sedal, donde estaba más cómodo.
–¿Qué edad tienes? –preguntó el viejo al pájaro–. ¿Es este tu primer viaje? El pájaro lo miro al oírlo hablar.
Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus
delicadas patas.
–Estás firme –le dijo el viejo–. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan
cansado. ¿A que vienen los pájaros?
“Los gavilanes –pensó– salen al mar a esperarlos.” Pero no le dijo nada de esto al pajarito que de todos modos
no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.
–Descansa, pajarito, descansa –dijo–. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.
–Quédate en mi casa si quieres, pajarito –dijo–. Siento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave
brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa y hubiera caído por la
borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó
cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.
–Algo la ha lastimado –dijo en voz alta y tiró del sedal para ver si podía virar el pez. Pero cuando llegaba a su
máxima tensión sujeto firme y se echó para atrás para tomar contrapeso.
–Ahora lo estás sintiendo, pez –dijo–. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.
Miro en derredor a ver si veía el pájaro porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había
ido.
“No te has quedado mucho tiempo –pensó el viejo–. Pero adonde vas a ser más difícil, hasta que llegues a la
costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O
quizás sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me
comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen.”
–Ojalá estuviera aquí el muchacho y tuviese un poco de sal –dijo en voz alta. Pasando la presión del sedal al
hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado lavó la mano en el mar y la mantuvo allí, sumergida, por más
de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela y el continuo movimiento del agua contra su
mano al moverse el bote.
–Ahora va mucho más lentamente –dijo.
Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita
sacudida del pez y se levantó y se afianzó y levantó la mano contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que
había cortado su carne.

108
Pero era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus
manos y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.
–Ahora –dijo cuando su mano se hubo secado– tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el
bichero y comérmelo aquí tranquilamente.
Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los
rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo
saco el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado
y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras
en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo
arrancado seis tiras les tendió en la madera de la popa, limpio su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del
bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.
–No creo que pueda comerme uno entero –dijo, y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la firme tensión del
sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.
–¿Qué clase de mano es esta? –dijo–. Puedes coger calambre, si quieres.
Puedes convertirte en una garra. De nada te va a servir.
“Vamos –pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal–. Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es
culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el
bonito.”
Cogió un pedazo y se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era desagradable.
“Mastícalo bien –pensó–, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal.”
–¿Cómo te sientes, mano? –preguntó a la que tenía calambre, y que estaba casi rígida como un cadáver–.
Ahora comeré un poco para ti.
Comió la otra parte del pedazo que había cortado en dos. La masticó con cuidado y luego escupió el pellejo.
–¿Cómo va eso, mano? ¿O es demasiado pronto para saberlo?
Cogió otro pedazo entero y lo masticó.
“Es un pez fuerte y de calidad –pensó–. Tuve suerte de engancharlo a él, en vez de un dorado. El dorado es
demasiado dulce. Este no es nada dulce y guarda toda la fuerza.”
“Sin embargo, hay que ser prácticos –pensó–. Otra cosa no tiene sentido. Ojalá tuviera un poco de sal. Y no sé
si el sol secará o pudrirá lo que me queda. Por tanto será mejor que me lo coma todo aunque no tengo hambre.
El pez sigue tirando firme y tranquilamente. Me comeré todo el bonito y entonces estaré preparado.”
–Ten paciencia, mano –dijo–. Esto lo hago por ti.
“Me gustaría dar de comer al pez –pensó–. Es mi hermano. Pero tengo que matarlo y cobrar fuerzas para
hacerlo.” Lenta y deliberadamente se comió todas las tiras en forma de cuña del pescado.
Se enderezó, limpiándose la mano en el pantalón.
–Ahora –dijo–, mano, puedes soltar el sedal. Yo sujetaré el pez con el brazo hasta que se te pase esa bobería.
Puso su pie izquierdo sobre el pesado sedal que había aguantado la mano izquierda y se echó hacia atrás para
llevar con la espalda la presión.
–Dios quiera que se me quite el calambre –dijo–. Porque no sé qué hará el pez.
“Pero parece tranquilo –pensó–, y sigue su plan. Pero ¿cuál será su plan? ¿Y cuál es el mío? El mío tendré que
improvisarlo de acuerdo con el suyo porque es muy grande. Si brinca podré matarlo. Pero no acaba de salir de
allá abajo. Entonces, seguiré con él allá abajo.”
Se frotó la mano que tenía calambre contra el pantalón y trató de obligar los dedos. Pero éstos se resistían a
abrirse. “Puede que se abra con el sol –pensó–. Puede que se abra cuando el fuerte bonito crudo haya sido
digerido. Si la necesito, la abriré cueste lo que cueste. Pero no quiero abrirla ahora por la fuerza. Que se abra
por sí misma y que vuelva por su voluntad. Después de todo abusé mucho de ella de noche cuando era
necesario soltar y unir los varios sedales.”
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua
profunda y oscura, en el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban
acumulando ahora para la brisa y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra
el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de
que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los mares de
súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo
de los ciclones es el mejor tiempo del año.
“Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no
saben reconocerlas –pensó–. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay
ciclón a la vista.”
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se
veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.
–Brisa ligera –dijo–. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.

109
Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a poco.
“Detesto el calambre, pensó. Es una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea
producida por envenenamiento de ptomaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno,
especialmente cuando está solo.”
“Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo –pensó–. Pero ya se
soltará.”
Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo
cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el sedal y golpear fuerte con la mano izquierda contra
el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.
–Está subiendo –dijo–. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuadamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el
pez. Surgió interminablemente y manaba agua por sus costados. Brillaba al sol y su cabeza y lomo eran de un
púrpura oscuro y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color azul rojizo. Su espada era
tan larga como un palo de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El pez apareció sobre el agua en
toda su longitud y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de
guadaña de su cola sumergiéndose y el sedal comenzó a correr velozmente.
–Es dos pies más largo que el bote –dijo el viejo.
El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con
ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con
una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
“Es un gran pez y tengo que convencerlo –pensó–. No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni
de lo que podría hacer si rompiera a correr. Si yo fuera él echaría ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo
se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos, aunque son más
nobles y más hábiles.”
El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras y había cogido
dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al más
grande pez que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba
todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
“Pero ya se soltará –pensó–. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano
derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el
calambre.” El pez había aminorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
“Me pregunto por qué habrá salido a la superficie –pensó el viejo–. Brincó para mostrarme lo grande que era.
Ahora ya lo sé –pensó–. Me gustaría demostrarle que clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con
calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez –pensó– con todo lo
que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.”
Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando
sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el
viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.
–Malas noticias para ti, pez –dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros.
Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.
–No soy religioso –dijo–. Pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez y prometo hacer
una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.
Comenzó a decir sus oraciones mecánicamente. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración,
pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. Las avemarías son más fáciles de decir
que los padrenuestros, pensó.
–Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y
bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en
la hora de nuestra muerte. Amén.
Luego añadió:
–Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.
Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la
madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.
El sol calentaba fuera ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa.
–Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa –dijo–. Si el pez decide quedarse otra noche necesitaré
comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si
lo como bastante fresco no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no
tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Tengo que
ahorrar ahora toda mi fuerza. ¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan grande!
–Sin embargo lo matare –dijo–. Con toda su gloria y su grandeza.
“Aunque es injusto –pensó–. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar.”

110
–Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño –dijo–. Ahora es la hora de demostrarlo.
El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez
era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado.
“Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones –pensó– . ¿Por qué, de lo que queda,
serán los leones lo principal? No pienses, viejo –se dijo–. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en
nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.”
Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía
ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la
espalda le era leve y llevadero.
Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente
más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el pez
había virado al nordeste.
Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales
desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. “Me pregunto cómo podrá ver a esa
profundidad –pensó–. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad.
En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa, pero casi como los gatos.”
El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de calambre la mano izquierda y
empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el
escozor del sedal.
–Si no estás cansado, pez –dijo en voz alta–, debes de ser muy extraño.
Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las
Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de New York estaban jugando su encuentro contra los Tigres de
Detroit.
“Éste es el segundo día en que no me entero del resultado de los juegos – pensó–. Pero debo tener confianza y
debo ser digno del gran Di Maggio que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de
hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan
dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni
la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no
es gran cosa junto a las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la
tiniebla del mar.”
–Salvo que vengan los tiburones –dijo en voz alta–. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí.
“¿Crees tu que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo? –pensó–. Estoy
seguro de que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería
demasiado la espuela de hueso?”
–No sé –dijo en voz alta–. Nunca he tenido una espuela de hueso.
El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de
Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles.
Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos
verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron
muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de querosene, y él miraba al brazo y la mano
de negro y a la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que
los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus
antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar.
Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los
pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía
oscilar las lámparas. Los logros siguieron subiendo y bajando toda la noche, y al negro le daban ron y le
encendían cigarrillos en la boca. Luego, después del ron, el negro hacía un tremendo esfuerzo y una vez había
tenido al viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago El Campeón, cerca de tres pulgadas fuera de la
vertical. Pero el viejo había levantado de nuevo la mano y la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad
de que tenía derrotado al negro, que era un hombre magnífico y un gran
atleta. Y al venir el día, cuando los apostadores estaban pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo
su esfuerzo y forzado la mano del negro hacia abajo, más y más, hasta hacerle tocar la madera. La competencia
había empezado el domingo por la mañana y terminado el lunes por la mañana. Muchos de los apostadores
habían pedido un empate porque tenían que irse a trabajar a los muelles, a cargar sacos de azúcar, o a la
Havana Coal Company. De no ser por eso todo el mundo hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la
había terminado de todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar. Después de esto, y por
mucho tiempo, todo el mundo le había llamado El Campeón y había habido un encuentro de desquite en la
primavera. Pero no se
había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente, puesto que en el primer match había roto la
confianza del negro de Cienfuegos. Después había pulseado unas cuantas veces más y luego había dejado de

111
hacerlo. Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de veras, pero pensó que perjudicaba su mano
derecha para pescar. Algunas veces había practicado con la izquierda. Pero su mano izquierda había sido
siempre una traidora y no hacía lo que le pedía, y no confiaba en ella.
“El sol la tostará bien ahora –pensó–. No debe volver a agarrotárseme, salvo que haga demasiado frío de
noche. Me pregunto qué me traerá esta noche.”
Un aeroplano pasó por encima en su viaje hacia Miami y el viejo vio como su sombra espantaba a las manchas
de peces voladores.
–Con tantos peces voladores, debe de haber dorados –dijo, y se echó hacia atrás contra el sedal para ver si era
posible ganar alguna ventana sobre su pez. Pero no: el sedal permaneció en esa tensión, temblor y rezumar de
agua que precede a la rotura. El bote avanzaba lentamente y el viejo siguió con la mirada al aeroplano hasta
que lo perdió de vista.
“Debe de ser muy extraño ir en un aeroplano –pensó–. Me pregunto cómo lucirá el mar desde esa altura. Si no
volaran demasiado alto podrían ver los peces. Me gustaría volar muy lentamente a doscientas brazas de altura
y ver los peces desde arriba. En los barcos tortugueros yo iba en las crucetas de los masteleros y aun a esa
altura veía muchos. Desde allí los dorados lucen más verdes y se puede ver sus franjas y sus manchas
violáceas y se ve todo el banco buceando. ¿Por qué todos los peces voladores de la corriente oscura tienen
lomos violáceos y generalmente franjas o manchas del mismo color? El dorado parece verde, desde luego,
porque es realmente dorado. Pero cuando viene a comer, realmente hambriento, aparecen franjas de color
violáceo en sus costados, como en las agujas. ¿Será la cólera o la mayor velocidad lo que las hace salir?”
Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a una gran isla de sargazo que se alzaba y bajaba y
balanceaba con el leve oleaje, como si el océano estuviera haciendo el amor con alguna cosa, bajo una manta
amarilla un dorado se prendió en su sedal pequeño. El viejo lo vio primero cuando brincó al aire, oro
verdadero a los últimos rayos del sol, doblándose y debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y otra vez,
en las acrobáticas salidas que le dictaba su miedo. El hombre volvió como pudo a la popa y agachándose y
sujetando el sedal grande con la mano y el brazo derechos, tiró del dorado con su mano izquierda, plantando su
descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal que iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando cortes y
zambullidas, el viejo se inclinó sobre la popa y levantó el bruñido pez de oro de pintas violáceas por sobre la
popa. Sus mandíbulas actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el anzuelo y batió el fondo del
bote con su largo cuerpo plano, su cola y su cabeza hasta que el viejo le pegó en la brillante cabeza dorada.
Entonces se estremeció y se quedo quieto.
El viejo desenganchó el pez, volvió a cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al agua. Después volvió
lentamente a la proa. Se lavó la mano izquierda y se la secó en el pantalón. Luego pasó el grueso sedal de la
mano derecha a la mano izquierda y lavó la mano derecha en el mar mientras clavaba la mirada en el sol que
se hundía en el océano, y en el sesgo del sedal grande.
–No ha cambiado en absoluto –dijo. Pero observando el movimiento de agua contra su mano notó que era
perceptiblemente más lento.
–Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y colocarlos de través detrás de la popa: eso retardará de noche
su velocidad –dijo–. Si el pez se defiende bien de noche, yo también.
“Sería mejor limpiar el dorado un poco después para que la sangre se quedara en la carne –pensó–. Puedo
hacer eso un poco más tarde y amarrar los remos para hacer un remolque al mismo tiempo. Será mejor dejar
tranquilo al pez por ahora y no perturbarlo demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es un momento
difícil para todos los peces.”
Dejó secar su mano en el aire, luego cogió el sedal con ella y se acomodo lo mejor posible y se dejó tirar
adelante contra la madera para que el bote aguantara la presión tanto o más que él.
“Estoy aprendiendo a hacerlo –pensó–. Por lo menos esta parte. Y luego, recuerda que el pez no ha comido
desde que cogió la carnada y que es enorme y necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero.
Mañana me comeré el dorado. Quizá me coma un poco cuando lo limpie. Será más difícil de comer que el
bonito. Pero después de todo nada es fácil.”
–¿Cómo te sientes, pez? –preguntó en voz alta–. Yo me siento bien y mi mano izquierda va mejor y tengo
comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez.
No se sentía realmente bien, porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el dolor
y pasado a un entumecimiento que le parecía sospechoso. “Pero he pasado cosas peores –pensó–. Mi mano
sólo está un poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además
ahora te llevo ventaja en la cuestión del sustento.”
Ahora era de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó
contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía
el nombre de Venus, pero la vio y sabía que pronto estarían todas a la vista y que tendría consigo todas sus
amigas lejanas.
–El pez también es mi amigo –dijo en voz alta–. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo
que matarlo. Me alegro que no tengamos que tratar de matar las estrellas.

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“Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar la luna –pensó–. La luna se escapa. Pero ¡imagínate
que tuviera uno que tratar diariamente de matar el sol! Nacimos con suerte”, pensó.
Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un
instante. “Podría alimentar a mucha gente –pensó–. Pero ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no.
No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad.”
“No comprendo estas cosas –pensó–. Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar el sol o la luna o las
estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos.”
“Ahora –pensó– tengo que pensar en el remolque para demorar la velocidad. Tiene sus peligros y sus méritos.
Pudiera perder tanto sedal que pierda el pez si hace un esfuerzo y si el remolque de remos está en su lugar y el
bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto
que el pez tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía. Pase lo que pase tengo que limpiar el dorado
a fin de que no se eche a perder y comer una parte de él para estar fuerte.”
“Ahora descansaré una hora más y veré si continúa firme y sin alteración antes de volver a la popa y hacer el
trabajo y tomar una decisión. En tanto veré como se porta y si presenta algún cambio. Los remos son un buen
truco, pero ha llegado el momento de actuar sobre seguro. Todavía es mucho pez y he visto que el anzuelo
estaba en el canto de su boca y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El castigo del anzuelo no es
nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende lo es todo. Descansa ahora,
viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu turno.”
Descansó durante lo que creyó serían dos horas. La luna no se levantaba ahora hasta tarde y no tenía modo de
calcular el tiempo. Y no descansaba realmente, salvo por comparación. Todavía llevaba con los hombros la
presión del sedal, pero puso la mano izquierda en la regala de proa y fue confiando cada vez más resistencia al
propio bote.
“Que simple sería si pudiera amarrar el sedal –pensó–. Pero con una brusca sacudida podría romperlo. Tengo
que amortiguar la tensión del sedal con mi cuerpo y estar dispuesto en todo momento a soltar sedal con ambas
manos.”
–Pero todavía no has dormido, viejo –dijo en voz alta–. Ha pasado medio día y una noche y ahora otro día y no
has dormido. Tienes que idear algo para poder dormir un poco si el pez sigue tirando tranquila y seguidamente.
Si no duermes, pudiera nublársete la cabeza.
“Ahora tengo la cabeza despejada –pensó–. Demasiado despejada. Estoy tan claro como las estrellas, que son
mis hermanas. Con todo, debo dormir. Ellas duermen, y la luna y el sol también duermen, y hasta el océano
duerme a veces, en ciertos días, cuando no hay corriente y se produce una calma chicha.”
“Pero recuerda dormir –pensó–. Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y seguro de atender a los
sedales. Ahora vuelve allá y prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en forma de remolque
y dormirse.”
“Podría pasarme sin dormir –se dijo–. Pero sería demasiado peligroso.”
Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a gatas, con manos y rodillas, cuidando de no sacudir el sedal
del pez. “Éste pudiera estar ya medio dormido – pensó–. Pero no quiero que descanse. Debe seguir tirando
hasta que muera.”
De vuelta en la popa se volvió de modo que su mano izquierda aguantaba la tensión del sedal a través de sus
hombros y sacó el cuchillo de la funda con la mano derecha.
Ahora las estrellas estaban brillantes y vio claramente el dorado y le clavó el cuchillo en la cabeza y lo sacó de
debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el pescado y lo abrió rápidamente desde la cola hasta la punta de
su mandíbula inferior. Luego soltó el cuchillo y lo destripó con la mano derecha, limpiándolo completamente y
arrancándole de cuajo las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano y la abrió. Dentro había dos
peces voladores. Estaban frescos y duros y los puso uno junto al otro y arrojó las tripas a las aguas por sobre la
popa. Se hundieron dejando una estela de fosforescencia en el agua. El dorado estaba ahora frío y era de un
leproso blanco–gris a la luz de las estrellas y el viejo le arrancó el pellejo de un costado mientras sujetaba su
cabeza con el pie derecho. Luego lo viró y peló la otra parte y con el cuchillo levantó la carne de cada costado
desde la cabeza a la cola.
Soltó el resto por sobre la borda y miró a ver si se producía algún remolino en el agua. Pero solo se percibía la
luz de su lento descenso. Se volvió entonces y puso los dos peces voladores dentro de los filetes de pescado y,
volviendo el cuchillo a la funda, regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por la presión del sedal
que corría sobre ella mientras él avanzaba con el pescado en la mano derecha.
De vuelta en la proa puso los dos filetes de pescado en la madera y los peces voladores junto a ellos. Después
de esto afirmó el sedal a través de sus hombros y en un lugar distinto y lo sujetó de nuevo con la mano
izquierda apoyada en la regala. Luego se inclinó sobre la borda y lavó los peces voladores en el agua notando
la velocidad del agua contra su mano. Su mano estaba fosforescente por haber pelado el pescado y observó el
flujo del agua contra ella. El flujo era menos fuerte y al frotar el canto de su mano contra la tablazón del bote
salieron flotando partículas de fósforo y derivaron lentamente hacia popa.

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–Se está cansando o descansando –dijo el viejo–. Ahora déjame comer este dorado y tomar algún descanso y
dormir un poco.
Bajo las estrellas en la noche, que se iba tornando cada vez más fría, se comió la mitad de uno de los filetes de
dorado y uno de los peces voladores limpio de tripa y sin cabeza.
–Que excelente pescado es el dorado para comerlo cocinado –dijo–. Y qué pescado más malo es crudo. Jamás
volveré a salir en un bote sin sal o limones.
“Si hubiera tenido cerebro habría echado agua sobre la proa todo el día. Al secarse habría hecho sal –pensó–.
Pero el hecho es que no enganché el dorado hasta cerca de la puesta del sol. Sin embargo, fue una falta de
previsión. Pero lo he masticado bien y no siento náuseas.”
El cielo se estaba nublando sobre el este y una tras otra las estrellas que conocía fueron desapareciendo. Ahora
parecía como si estuvieran entrando en un gran desfiladero de nubes y el viento había amainado.
–Dentro de tres o cuatro días habrá mal tiempo –dijo–. Pero no esta noche ni mañana. Apareja ahora para
dormir un poco, viejo, mientras el pez está tranquilo y sigue tirando seguido.
Sujetó firmemente el sedal en su mano derecha, luego empujó su muslo contra su mano derecha mientras
echaba todo el peso contra la madera de la proa. Luego pasó el sedal un poco más abajo, en los hombros, y lo
aguantó con la mano izquierda en forma de soporte.
“Mi mano derecha puede sujetarlo mientras tenga soporte –pensó–. Si se afloja en el sueño, mi mano izquierda
me despertará cuando el sedal empiece a correr.
Es duro para la mano derecha. Pero está acostumbrada al castigo. Aun cuando solo duerma veinte minutos o
una hora me hará bien.” Se inclinó adelante, afianzándose contra el sedal con todo su cuerpo, echando todo su
peso sobre la mano derecha, y se quedó dormido. No soñó con los leones marinos. Soñó con una vasta mancha
de marsopas que se extendía por espacio de ocho a diez millas. Y esto era en la época de su apareamiento y
brincaban muy alto en el aire y volvían al mismo hoyo que habían abierto en el agua al brincar fuera de ella.
Luego soñó que estaba en el pueblo, en su cama, y soplaba un norte y hacía mucho frío y su mano derecha
estaba dormida porque su cabeza había descansado sobre ella en vez de hacerlo sobre una almohada.
Después empezó a soñar con la larga playa amarilla y vio el primero de los leones que descendían a ella al
anochecer. Y luego vinieron los otros leones. Y él apoyó la barbilla sobre la madera de la proa del barco que
allí estaba fondeado sintiendo la vespertina brisa de tierra y esperando a ver si venían más leones. Y era feliz.
La luna se había levantado hacía mucho tiempo, pero él seguía durmiendo y el pez seguía tirando
seguidamente del bote y éste entraba en un túnel de nubes. Lo despertó la sacudida de su puño derecho contra
su cara y el escozor del sedal pasando por su mano derecha. No tenía sensación en su mano izquierda, pero
frenó todo lo que pudo con la derecha y el sedal seguía corriendo precipitadamente. Por fin su mano izquierda
halló el sedal y el viejo se echó hacia atrás contra el sedal y ahora le quemaba la espalda y la mano izquierda y
su mano izquierda estaba aguantando toda la tracción y se estaba desollando malamente.
Volvió la vista a los rollos de sedal y vio que se estaban desenrollando suavemente. Justamente entonces el pez
irrumpió en la superficie haciendo un gran desgarrón en el océano y cayendo pesadamente luego. Luego
volvió a irrumpir, brincando una y otra vez, y el bote iba velozmente aunque el sedal seguía corriendo y el
viejo estaba llevando la tensión hasta su máximo de resistencia, repetidamente, una y otra vez. El pez había
tirado de él contra la proa y su cara estaba contra la tajada suelta de dorado y no podía moverse.
“Esto es lo que esperábamos –pensó–. Así, pues, vamos a aguantarlo.”
“Que tenga que pagar por el sedal –pensó–. Que tenga que pagarlo bien.”
No podía ver los brincos del pez sobre el agua: solo sentía la rotura del océano y el pesado golpe contra el agua
al caer.
La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca había ignorado que esto sucediera y trató de mantener
el roce sobre sus partes callosas y no dejar escapar el sedal a la palma y evitar que le desollara los dedos.
“Si el muchacho estuviera aquí mojaría los rollos de sedal –pensó–. Sí. Si el muchacho estuviera aquí. Si el
muchacho estuviera aquí.”
El sedal se iba más y más, pero ahora más lentamente, y el viejo estaba obligando al pez a ganar con trabajo
cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza de la madera y la sacó de la tajada de pescado que su mejilla
había aplastado. Luego se puso de rodillas y seguidamente se puso lentamente de pie.
Estaba cediendo sedal, pero más lentamente cada vez. Logró volver adonde podía sentir con el pie los rollos de
sedal que no veía. Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el pez tenía que vencer la fricción de todo aquel
nuevo sedal a través del agua.
“Sí –pensó–. Y ahora ha salido más de una docena de veces fuera del agua y ha llenado de aire las bolsas a lo
largo del lomo y no puede descender a morir a las profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto
empezará a dar vueltas. Entonces tendré que empezar a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho brincar tan
de repente fuera del agua. ¿Habrá sido el hambre, llevándolo a la desesperación, o habrá sido algo que lo
asusto en la noche? Quizás haya tenido miedo de repente. Pero era un pez tranquilo, tan fuerte, y parecía tan
valeroso y confiado... Es extraño.”

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–Mejor que tú mismo no tengas miedo y que tengas confianza, viejo –dijo–. Lo estás sujetando de nuevo, pero
no puedes recoger sedal. Pronto tendrá que empezar a girar en derredor.
El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y con sus hombros, y se inclinó y cogió agua en el hueco
de la mano derecha para quitarse de la cara la carne aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas y
vomitara y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo limpiado la cara, lavó la mano derecha en el agua por sobre la
borda y luego la dejó en el agua salada mientras percibía la aparición de la primera luz que precede a la salida
del sol.
“Va casi derecho al este –pensó–. Eso quiere decir que está cansado y que sigue la corriente. Pronto tendrá que
girar. Entonces empezará nuestro verdadero trabajo.”
Después de considerar que su mano derecha llevaba suficiente tiempo en el agua la sacó y la miró.
–No está mal –dijo–. Para un hombre el dolor no importa.
Sujetó el sedal con cuidado, de forma que no se ajustara a ninguna de las recientes rozaduras, y lo corrió de
modo que pudiera poner su mano izquierda en el mar por sobre el otro costado del bote.
–Lo has hecho bastante bien y no en balde –dijo a su mano izquierda–. Pero hubo un momento en que no podía
encontrarte.
“¿Por que no habré nacido con dos buenas manos? –pensó–. Quizá yo haya tenido la culpa, por no entrenar
ésta debidamente. Pero bien sabe Dios que ha tenido bastantes ocasiones de aprender. No lo ha hecho tan mal
esta noche, después de todo, y solo ha sufrido calambre una vez. Si le vuelve a dar, deja que el sedal le
arranque la piel.
Cuando le pareció que se le estaba nublando un poco la cabeza, pensó que debía comer un poco más de
dorado. “Pero no puedo –se dijo–. Es mejor tener la mente un poco nublada que perder fuerzas por la náusea.
Y yo sé que no podré guardar la carne si me la como después de haberme embarrado la cara con ella.
La dejaré para un caso de apuro hasta que se ponga mala. Pero es demasiado tarde para tratar de ganar fuerzas
por medio de la alimentación. Eres estúpido –se dijo–. Cómete el otro pez volador.”
Estaba allí, limpio y liso, y lo recogió con la mano izquierda y se lo comió, masticando cuidadosamente los
huesos, comiéndoselo todo, hasta la cola.
“Era más alimenticio que casi cualquier otro pez”, pensó. “Por lo menos el tipo de fuerza que necesito. Ahora
he hecho lo que podía –pensó–. Que empiece a trazar círculos y venga la pelea.”
El sol estaba saliendo por tercera vez desde que se había hecho a la mar, cuando el pez empezó a dar vueltas.
El viejo no podía ver por el sesgo del sedal que el pez estaba girando. Era demasiado pronto para eso. Sentía
simplemente un débil aflojamiento de la presión del sedal y comenzó a tirar de él suavemente con la mano
derecha. Se tensó, como siempre, pero justamente cuando llegó al punto en que se hubiera roto, el sedal
empezó a ceder. El viejo sacó con cuidado la cabeza y los hombros de debajo del sedal y empezó a recogerlo
suave y seguidamente. Usó las dos manos sucesivamente, balanceándose y tratando de efectuar la tracción lo
más posible con el cuerpo y con las piernas. Sus viejas piernas y hombros giraban con ese movimiento de
contoneo a que le obligaba la tracción.
–Es un ancho círculo –dijo–. Pero está girando.
Luego el sedal cesó de ceder y el viejo lo sujetó hasta que vio que empezaba a soltar las gotas al sol. Luego
empezó a correr y el viejo se arrodilló y lo dejó ir nuevamente, a regañadientes, al agua oscura.
–Ahora está haciendo la parte más lejana del círculo –dijo–. “Debo aguantar todo lo posible –pensó–. La
tirantez acortará su círculo cada vez más. Es posible que lo vea dentro de una hora. Ahora debo convencerlo y
luego debo matarlo.” Pero el pez seguía girando lentamente y el viejo estaba empapado en sudor y fatigado
hasta la medula dos horas después. Pero los círculos eran mucho más cortos y por la forma en que el sedal se
sesgaba podía apreciar que el pez había ido subiendo mientras giraba.
Durante una hora el viejo había estado viendo puntos negros ante los ojos y el sudor salaba sus ojos y salaba la
herida que tenía en su ceja y en su frente. No temía a los puntos negros. Eran normales a la tensión a que
estaba tirando del sedal. Dos veces, sin embargo, había sentido vahídos y mareos, y eso le preocupaba.
–No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como éste –dijo–. Ahora que lo estoy acercando tan
lindamente, Dios me ayude a resistir. Rezaré cien padrenuestros y cien avemarías. Pero no puedo rezarlos
ahora. “Considéralos rezados –pensó–. Los rezaré más tarde.”
Justamente entonces sintió de súbito una serie de tirones y sacudidas en el sedal que sujetaba con ambas
manos. Era una sensación viva, dura y pesada.
“Está golpeando el alambre con su pico –pensó–. Tenía que suceder. Tenía que hacer eso. Sin embargo, puede
que lo haga brincar fuera del agua, y yo preferiría que ahora siguiera dando vueltas.” Los brincos fuera del
agua le eran necesarios para tomar aire. Pero después de eso, cada uno puede ensanchar la herida del anzuelo,
y pudiera llegar a soltar el anzuelo.
–No brinques, pez –dijo–. No brinques.
El pez golpeó el alambre varias veces más, y cada vez que sacudía la cabeza el viejo cedía un poco más de
sedal.

115
“Tengo que evitar que aumente su dolor –pensó–. El mío no importa. Yo puedo controlarlo. Pero su dolor
pudiera exasperarlo.”
Después de un rato el pez dejó de golpear el alambre y empezó a girar de nuevo lentamente. Ahora el viejo
estaba ganando sedal gradualmente. Pero de nuevo sintió un vahído. Cogió un poco de agua del mar con la
mano izquierda y se mojó la cabeza. Luego cogió más agua y se frotó la parte de atrás del cuello.
–No tengo calambres –dijo–. El pez estará pronto arriba y tengo que resistir. Tienes que resistir. De eso, ni
hablar.
Se arrodilló contra la proa y, por un momento, deslizó de nuevo el sedal sobre su espalda. “Ahora descansaré
mientras él sale a trazar su círculo, y luego, cuando venga, me pondré de pie y lo trabajare”, decidió.
Era una gran tentación descansar en la proa y dejar que el pez trazara un círculo por sí mismo sin recoger sedal
alguno. Pero cuando la tirantez indicó que el pez había virado para venir hacia el bote, el viejo se puso de pie y
empezó a tirar en ese movimiento giratorio y de contoneo, hasta recoger todo el sedal ganado al pez.
“Jamás me he sentido tan cansado –pensó–, y ahora se está levantando la brisa. Pero eso me ayudará a llevarlo
a tierra. Lo necesito mucho.”
–Descansaré en la próxima vuelta que salga a dar –dijo–. Me siento mucho mejor. Luego, en dos o tres vueltas
más, lo tendré en mi poder.
Su sombrero de paja estaba allá en la parte de atrás de la cabeza. El viejo sintió girar de nuevo el pez, y un
fuerte tirón del sedal lo hundió contra la proa. “Pez, ahora tú estás trabajando –pensó–. A la vuelta te pescaré.”
El mar estaba bastante más agitado. Pero era una brisa de buen tiempo y el viejo la necesitaba para volver a
tierra.
–Pondré, simplemente, proa al sur y al oeste –dijo–. Un hombre no se pierde nunca en el mar. Y la isla es
larga.
Fue en la tercera vuelta cuando primero vio el pez. Lo vio primero como una sombra oscura que tardó tanto
tiempo en pasar bajo el bote que el viejo no podía creer su longitud.
–No –dijo–. No puede ser tan grande.
Pero era tan grande, y al cabo de su vuelta salió a la superficie sólo a treinta yardas de distancia y el hombre
vio su cola fuera del agua. Era más alta que una gran hoja de guadaña y de un color azuloso rojizo muy pálido
sobre la oscura agua azul. Volvió a hundirse y mientras el pez nadaba justamente bajo la superficie el viejo
pudo ver su enorme bulto y las franjas purpurinas que lo ceñían.
Su aleta dorsal estaba aplanada y sus enormes pectorales desplegadas a todo lo que daban.
En ese círculo pudo el viejo ver el ojo del pez y las dos rémoras grises que nadaban en torno a él. A veces se
adherían a él. A veces salían disparadas. A veces nadaban tranquilamente a su sombra. Cada una tenía más de
tres pies de largo, y cuando nadaban rápidamente meneaban todo su cuerpo como anguilas.
El viejo estaba ahora sudando, pero por algo más que por el sol. En cada vuelta que daba plácida y
tranquilamente el pez, el viejo iba ganando sedal y estaba seguro de que en dos vueltas más tendría ocasión de
clavarle el arpón.
“Pero tengo que acercarlo, acercarlo, acercarlo –pensó–. No debo apuntar a la cabeza. Tengo que metérselo en
el corazón.”
–Calma y fuerza, viejo –dijo.
En la vuelta siguiente el lomo del pez salió del agua, pero estaba demasiado lejos del bote. En la vuelta
siguiente estaba todavía demasiado lejos, pero sobresalía más del agua y el viejo estaba seguro de que
cobrando un poco más de sedal habría podido arrimarlo al bote.
Había preparado su arpón mucho antes y su rollo de cabo ligero estaba en una cesta redonda, y el extremo
estaba amarrado a la bita en la proa.
Ahora el pez se estaba acercando, bello y tranquilo, a la mirada y sin mover más que su gran cola. El viejo tiró
de él todo lo que pudo para acercarlo más. Por un instante el pez se viró un poco sobre un costado. Luego se
enderezó y emprendió otra vuelta.
–Lo moví –dijo el viejo–. Esta vez lo moví.
Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era capaz al gran pez. “Lo he
movido –pensó–. Quizás esta vez pueda virarlo. Tirad, manos –pensó–. Aguantad firmes, piernas. No me
falles, cabeza. No me falles. Nunca te has dejado llevar. Esta vez voy a virarlo.”
Pero cuando puso en ello todo su esfuerzo empezando a bastante distancia antes de que el pez se pusiera a lo
largo del bote y tirando con todas sus fuerzas, el pez se viró en parte y luego se enderezó y se alejó nadando.
–Pez –dijo el viejo–. Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que matarme también a mí?
“De ese modo no se consigue nada”, pensó. Su boca estaba demasiado seca para hablar, pero ahora no podía
alcanzar el agua. “Esta vez tengo que arrimarlo – pensó–. No estoy para muchas vueltas más. Si, cómo no –se
dijo a sí mismo–. Estás para eso y mucho más.”
En la siguiente vuelta estuvo a punto de vencerlo. Pero de nuevo el pez se enderezó y salió nadando
lentamente.

116
“Me estás matando, pez –pensó el viejo–. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más
grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién
mate a quién.”
“Ahora se está confundiendo la mente –pensó–. Tienes que mantener tu cabeza despejada. Mantén tu cabeza
despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un pez”, pensó.
–Despéjate, cabeza –dijo en una voz que apenas podía oír–. Despéjate. Dos veces más ocurrió lo mismo en las
vueltas.
“No sé –pensó el viejo. Cada vez se había sentido a punto de desfallecer–. No sé. Pero probaré otra vez.”
Probó una vez más y se sintió desfallecer cuando viró el pez. El pez se enderezó y salió nadando de nuevo
lentamente, meneando en el aire su gran cola. “Probaré de nuevo”, prometió el viejo, aunque sus manos
estaban ahora pulposas y sólo podía ver bien a intervalos.
Probó de nuevo y fue lo mismo. “Vaya –pensó, y se sintió desfallecer antes de
empezar–. Voy a probar otra vez.”
Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido hacía mucho tiempo y lo
enfrentó a la agonía del pez. Y este se viró sobre su costado y nadó suavemente de costado, tocando casi con el
pico la tablazón del bote y empezó a pasarlo: largo, espeso, ancho, plateado y listado de púrpura e interminable
en el agua.
El viejo soltó el sedal y puso su pie sobre él y levantó el arpón tan alto como pudo y lo lanzó hacia abajo con
toda su fuerza, y más fuerza que acababa de crear, al costado del pez, justamente detrás de la gran aleta
pectoral que se elevaba en el aire, a la altura del pecho de un hombre. Sintió que el hierro penetraba en el pez y
se inclinó sobre él y lo forzó a penetrar más, y luego le echó encima todo su peso.
Luego, el pez cobró vida, con la muerte en la entraña, y se levantó del agua, mostrando toda su gran longitud y
anchura y todo su poder y su belleza. Pareció flotar en el aire sobre el viejo que estaba en el bote. Luego cayó
en el agua con un estampido que arrojó un reguero de agua sobre el viejo y sobre todo el bote. El viejo se
sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien. Pero soltó el sedal del arpón y lo dejo correr lentamente
entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver, vio que el pez estaba de espalda, con su plateado vientre
hacia arriba. El mango del arpón se proyectaba en ángulo desde el hombro del pez y el mar se estaba tiñendo
de la sangre roja de su corazón. Primero era oscura como un bajío en el agua azul que tenía más de una milla
de profundidad. Luego se distendió como una nube. El pez era plateado y estaba quieto y flotaba movido por
las olas.
El viejo miró con atención en el intervalo de vista que tenía. Luego dio dos vueltas con el sedal del arpón a la
bita de la proa y se sujetó la cabeza con las manos.
–Tengo que mantener clara la mente –dijo contra la madera de la proa–. Soy un hombre viejo y cansado. Pero
he matado a este pez que es mi hermano y ahora tengo que terminar la faena.
“Ahora tengo que preparar los lazos y la cuerda para amarrarlo al costado – pensó–. Aun cuando fuéramos dos
y anegáramos el bote para cargar el pez y achicáramos luego el bote no podría jamás con él. Tengo que
prepararlo todo y luego arrimarlo y amarrarlo bien y encajar el mástil y largar vela de regreso.”
Empezó a tirar del pez para ponerlo a lo largo del costado, de modo que pudiera pasar un sedal por sus agallas,
sacarlo por la boca y amarrar su cabeza al costado de proa. “Quiero verlo –pensó–, y tocarlo, y palparlo. Creo
que sentí el contacto con su corazón –pensó–. Cuando empujé el mango del arpón la segunda vez. Acercarlo
ahora y amarrarlo, y echarle el lazo a la cola y otro por el centro, y ligarlo al bote.”
–Ponte a trabajar, viejo –dijo. Tomó un trago muy pequeño de agua–. Hay mucha faena que hacer ahora que la
pelea ha terminado.
Alzó la vista al cielo y luego la tendió hacia su pez. Miró al sol con detenimiento.
“No debe ser mucho más de mediodía –pensó–. Y la brisa se está levantando. Los sedales no significan nada
ya. El muchacho y yo los empalmaremos cuando lleguemos a casa.”
–Vamos pescado, ven acá –dijo. Pero el pez no venía. Seguía allí, flotando en el mar, y el viejo llevó el bote
hasta él.
Cuando estuvo a su nivel y tuvo la cabeza del pez contra la proa no pudo creer que fuera tan grande. Pero soltó
de la bita la soga del arpón, la pasó por las agallas del pez y la sacó por sus mandíbulas. Dio una vuelta con
ella a la espalda y luego la pasó a través de la otra agalla. Dio otra vuelta al pico y anudó la doble cuerda y la
sujetó a la bita de proa. Cortó entonces el cabo y se fue a popa a enlazar la cola. El pez se había vuelto
plateado (originalmente era violáceo y plateado) y las franjas eran del mismo color violáceo pálido de su cola.
Eran más anchas que la mano de un hombre con los dedos abiertos y los ojos del pez parecían tan neutros
como los espejos de un periscopio o un santo en una procesión.
–Era la única manera de matarlo –dijo el viejo. Se estaba sintiendo mejor desde que había tomado el buche de
agua y sabía que no desfallecería y su cabeza estaba despejada. “Tal como está, pesa mil quinientas libras –
pensó–. Quizá más.
¿Si quedaran en limpio dos tercios de eso, a treinta centavos la libra?”

117
–Para eso necesito un lápiz –dijo–. Mi cabeza no está tan clara como para eso. Pero creo que el gran Di
Maggio se hubiera sentido hoy orgulloso de mí. Yo no tenía espuelas de hueso. Pero las manos y la espalda
duelen de veras.
“Me pregunto que sería una espuela de hueso –pensó–. Puede que las tengamos sin saberlo.”
Sujetó el pez a la proa y a la popa y al banco del medio. Era tan grande, que era como amarrar un bote mucho
más grande al costado del suyo. Cortó un trozo de sedal y amarró la mandíbula inferior del pez contra su pico,
a fin de que no se abriera su boca y que pudieran navegar lo más desembarazadamente posible. Luego encajó
el mástil en la carlinga, y con el palo que era su bichero y el botalón aparejados, la remendada vela cogió
viento, el bote empezó a moverse y, medio tendido en la popa, el viejo puso proa al sudoeste.
No necesitaba brújula para saber dónde estaba el sudoeste. No tenía más que sentir la brisa y el tiro de la vela.
“Será mejor que eche un sedal con una cuchara al agua y trate de coger algo para comer y mojarlo con agua.”
Pero no encontró ninguna cuchara y sus sardinas estaban podridas. Así que enganchó un parche de algas
marinas con el bichero y lo sacudió y los pequeños camarones que había en él cayeron en el fondo del bote.
Había más de una docena de ellos y brincaban y pataleaban como pulgas de playa. El viejo les arrancó las
cabezas con el índice y el pulgar y se los comió, masticando las cortezas y las colas. Eran muy pequeñitos,
pero él sabía que eran alimenticios y no tenían mal sabor.
El viejo tenía todavía dos tragos de agua en la botella y se tomó la mitad de uno después de haber comido los
camarones. El bote navegaba bien, considerando los inconvenientes, y el viejo gobernaba con la caña del
timón bajo el brazo. Podía ver el pez y no tenía más que mirar a sus manos y sentir el contacto de su espalda
con la popa para saber que esto había sucedido realmente y que no era un sueño.
Una vez, cuando se sentía mal, hacia el final de la pelea, había pensado que quizá fuera un sueño. Luego,
cuando vio había visto saltar el pez del agua y permanecer inmóvil contra el cielo antes de caer, tuvo la
seguridad de que era algo grandemente extraño y no podía creerlo. Luego empezó a ver mal. Ahora, sin
embargo, había vuelto a ver como siempre.
Ahora sabía que el pez iba ahí y que sus manos y su espalda no eran un sueño.
“Las manos curan rápidamente –pensó–. Las he desangrado, pero el agua salada las curará. El agua oscura del
golfo verdadero es la mejor cura que existe. Lo único que tengo que hacer es conservar la claridad mental. Las
manos han hecho su faena y navegamos bien. Con su boca cerrada y su cola vertical navegamos como
hermanos. –Luego su cabeza empezó a nublarse un poco y pensó–: ¿,Me llevará él a mí o lo llevaré yo a él? Si
yo lo llevara a él a remolque no habría duda. Tampoco si el pez fuera en el bote ya sin ninguna dignidad.” Pero
navegaban juntos, ligados costado con costado, y el viejo pensó: “Deja que él me lleve si quiere. Yo sólo soy
mejor que él por mis artes y él no ha querido hacerme daño.”
Navegaban bien y el viejo empapó las manos en el agua salada y trató de mantener la mente clara. Había altos
cúmulos y suficientes cirros sobre ellos: por eso sabía que la brisa duraría toda la noche. El viejo miraba al pez
constantemente para cerciorarse de que era cierto. Pasó una hora antes de que le acometiera el primer tiburón.
El tiburón no era un accidente. Había surgido de la profundidad cuando la nube oscura de la sangre se había
formado y dispersado en el mar a una milla de profundidad. Había surgido tan rápidamente y tan sin cuidado
que rompió la superficie del agua azul y apareció al sol. Luego se hundió de nuevo en el mar y captó el rastro y
empezó a nadar siguiendo el curso del bote y el pez.
A veces perdía el rastro. Pero lo captaba de nuevo, aunque sólo fuera por asomo, y se precipitaba rápida y
fieramente en su persecución. Era un tiburón Mako muy grande, hecho para nadar tan rápidamente como el
más rápido pez en el mar y todo en él era hermoso, menos sus mandíbulas.
Su lomo era tan azul como el de un pez espada y su vientre era plateado y su piel era suave y hermosa. Estaba
hecho como un pez espada, salvo por sus enormes mandíbulas, que iban herméticamente cerradas mientras
nadaba, justamente bajo la superficie, su aleta dorsal cortando el agua sin oscilar. Dentro del cerrado doble
labio de sus mandíbulas, sus ocho filas de dientes se inclinaban hacia dentro. No era los ordinarios dientes
piramidales de la mayoría de los tiburones. Tenían la forma de los dedos de un hombre cuando se crispaban
como garras. Eran casi tan largos como los dedos del viejo y tenían filos como de navajas por ambos lados.
Éste era un pez hecho para alimentarse de todos los peces del mar que fueran tan rápidos y fuertes y bien
armados que no tuvieran otro enemigo. Ahora, al percibir el aroma más fresco, su azul aleta dorsal cortaba el
agua más velozmente.
Cuando el viejo lo vio venir, se dio cuenta de que era un tiburón que no tenía ningún miedo y que haría
exactamente lo que quisiera. Preparó el arpón y sujetó el cabo mientras veía venir el tiburón. El cabo era corto,
pues le faltaba el trozo que él había cortado para amarrar el pez.
El viejo tenía ahora la cabeza despejada y en buen estado y estaba lleno de decisión, pero no abrigaba mucha
esperanza. “Era demasiado bueno para que durara”, pensó. Echó una mirada al gran pez mientras veía
acercarse el tiburón. “Tal parece un sueño –pensó–. No puedo impedir que me ataque, pero acaso pueda
arponearlo. –Dentuso –pensó–. ¡Maldita sea tu madre!”
El tiburón se acercó velozmente por la popa y cuando atacó al pez el viejo vio su boca abierta, sus extraños
ojos y el tajante chasquido de los dientes al entrarle a la carne justamente sobre la cola. La cabeza del tiburón

118
estaba fuera del agua y su lomo venía asomando y el viejo podía oír el ruido que hacía al desgarrar la piel y la
carne del gran pez cuando clavó el arpón en la cabeza del tiburón en el punto donde la línea de entrecejo se
cruzaba con la que corría rectamente hacia atrás partiendo del hocico. No había tales líneas: solamente la
pesada y recortada cabeza azul y los grandes ojos y las mandíbulas que chasqueaban, acometían y se lo
tragaban todo. Pero allí era donde estaba el cerebro y allí fue donde le pegó el viejo. Le pegó con sus manos
pulposas y ensangrentadas, empujando el arpón con toda su fuerza. Le pegó sin esperanza, pero con resolución
y furia.
El tiburón se volcó y el viejo vio que no había vida en sus ojos; luego el tiburón volvió a volcarse, se envolvió
en dos lazos de cuerda. El viejo se dio cuenta de que estaba muerto, pero el tiburón no quería aceptarlo. Luego,
de lomo, batiendo el agua con la cola y chasqueando las mandíbulas, el tiburón surcó el agua como una lancha
de motor. El agua era blanca en el punto donde batía su cola y las tres cuartas partes de su cuerpo sobresalían
del agua cuando el cabo se puso en tensión, retembló y luego se rompió. El tiburón se quedó un rato
tranquilamente en la superficie y el viejo se paró a mirarlo. Luego el tiburón empezó a hundirse lentamente.
–Se llevó unas cuarenta libras –dijo el viejo en voz alta. “Se llevó también mi arpón y todo el cabo –pensó– y
ahora mi pez sangra y vendrán otros tiburones.”
No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado fue como si lo
hubiera sido él mismo.
“Pero he matado el tiburón que atacó a mi pez –pensó–. Y era el dentuso más grande que había visto jamás. Y
bien sabe Dios que yo he visto dentusos grandes.”
“Era demasiado bueno para durar –pensó–. Ahora pienso que ojalá hubiera sido un sueño y que jamás hubiera
pescado el pez y que me hallara solo en la cama sobre los periódicos.”
–Pero el hombre no está hecho para la derrota –dijo–. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.
“Pero siento haber matado al pez –pensó–. Ahora llega el mal momento y ni siquiera tengo el arpón. El
dentuso es cruel y capaz y fuerte e inteligente. Pero yo fui más inteligente que él. Quizá no –pensó–. Acaso
estuviera solamente mejor armado.”
–No pienses, viejo –dijo en voz alta–. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga.
“Pero tengo que pensar –pensó–. Porque es lo único que me queda. Eso y el béisbol. Me pregunto qué le
habría parecido al gran Di Maggio la forma en que le di en el cerebro. No fue gran cosa –pensó–. Cualquier
hombre habría podido hacerlo. Pero ¿cree usted que mis manos hayan sido un inconveniente tan grande como
las espuelas de hueso? No puedo saberlo. Jamás he tenido nada malo en el talón, salvo aquella vez en que la
raya me lo pinchó cuando la pise nadando y me paralizó la parte inferior de la pierna causando un dolor
insoportable.”
–Piensa en algo alegre, viejo –dijo–. Ahora cada minuto que pasa estás más cerca de la orilla. Tras haber
perdido cuarenta libras navegaba más y más ligero.
Conocía perfectamente lo que pudiera suceder cuando llegara a la parte interior de la corriente. Pero ahora no
había nada que hacer.
–Sí, cómo no –dijo en voz alta–. Puedo amarrar el cuchillo al cabo de uno de los remos.
Lo hizo así con la caña del timón bajo el brazo y la escota de la vela bajo el pie.
–Vaya –dijo–. Soy un viejo. Pero no estoy desarmado.
Ahora la brisa era fresca y navegaban bien. Vigilaba sólo la parte delantera del pez y empezó a recobrar parte
de su esperanza.
“Es idiota no abrigar esperanzas –pensó–. Además, creo que es un pecado. No pienses en el pecado –pensó–.
Hay bastantes problemas ahora sin el pecado. Además, yo no entiendo eso.”
“No lo entiendo y no estoy seguro de creer en el pecado. Quizás haya sido un pecado matar al pez. Supongo
que sí, aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado. No pienses en el
pecado. Es demasiado tarde para eso y hay gente a la que se paga por hacerlo. Deja que ellos piensen en el
pecado. Tú naciste para ser pescador y el pez nació para ser pez. San Pablo era pescador, lo mismo que el
padre del gran Di Maggio.”
Pero le gustaba pensar en todas las cosas en que se hallaba envuelto, y puesto que no había nada que leer y no
tenía un receptor de radio pensaba mucho y seguía pensando acerca del pecado. “No has matado el pez
únicamente para vivir y vender para comer –pensó–. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. Lo
amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Si lo amas, no es pecado matarlo. ¿O será más que pecado?”
–Piensas demasiado, viejo –dijo en voz alta. “Pero te gustó matar al dentuso –pensó–. Vive de los peces vivos,
como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones.
Es hermoso y noble y no conoce el miedo.”
–Lo maté en defensa propia –dijo el viejo en voz alta–. Y lo maté bien. “Además –pensó–, todo mata a lo
demás en cierto modo. El pescar me mata a mí exactamente igual que me da la vida. El muchacho sostiene mi
vida –pensó–. No debo hacerme demasiadas ilusiones.”
Se inclinó sobre la borda y arrancó un pedazo de la carne del pez donde lo había desgarrado el tiburón. La
masticó y notó su buena calidad y su buen sabor. Era firme y jugosa como carne de res, pero no era roja. No

119
tenía nervios y él sabía que en el mercado se pagaría al más alto precio. Pero no había manera de impedir que
su aroma se extendiera por el agua y el viejo sabía que se acercaban muy malos momentos.
La brisa era firme. Había retrocedido un poco hacia el nordeste y el viejo sabía que eso significaba que no
decaería. El viejo miró adelante, pero no se veía ninguna vela ni el casco ni el humo de ningún barco. Solo los
peces voladores que se levantaban de su proa abriéndose hacia los lados y los parches amarillos de los
sargazos. Ni siquiera se veía un pájaro.
Había navegado durante dos horas, descansando en la popa y a veces masticando un pedazo de carne de la
aguja, tratando de reposar para estar fuerte, cuando vio el primero de los dos tiburones.
–¡Ay! –dijo en voz alta.
No hay equivalente para esta exclamación. Quizás sea tan sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre,
involuntariamente, sintiendo los clavos atravesar sus manos y penetrar en la madera.
–Galanos –dijo en voz alta.
Había visto ahora la segunda aleta que venía detrás de la primera y los había identificado como los tiburones
de hocico en forma de pala por la parda aleta triangular y los amplios movimientos de cola. Habían captado el
rastro y estaban excitados y en la estupidez de su voracidad estaban perdiendo y recobrando el aroma. Pero se
acercaban sin cesar.
El viejo amarró la escota y trancó la caña. Luego cogió el remo al que había ligado el cuchillo. Lo levantó lo
más suavemente posible porque sus manos se rebelaron contra el dolor. Luego las abrió y cerró suavemente
para despegarlas del remo. Las cerró con firmeza para que ahora aguantaran el dolor y no cedieran y clavó la
vista en los tiburones que se acercaban. Podía ver sus anchas y aplastadas cabezas de punta de pala y sus
anchas aletas pectorales de blanca punta. Eran unos tiburones odiosos, malolientes, comedores de carroñas, así
como asesinos, y cuando tenían hambre eran capaces de morder un remo o un
timón de barco. Eran esos tiburones los que cercenaban las patas de las tortugas cuando éstas nadaban
dormidas en la superficie, y atacaban a un hombre en el agua si tenían hambre aun cuando el hombre no
llevara encima sangre ni mucosidad de pez.
–¡Ay! –dijo el viejo–. Galanos. ¡Vengan, galanos!
Vinieron. Pero no vinieron como había venido el Mako. Uno viró y se perdió de vista, abajo, y por la sacudida
del bote el viejo sintió que el tiburón acometía al pez y le daba tirones. El otro miró al viejo con sus hendidos
ojos amarillos y luego vino rápidamente con su medio círculo de mandíbula abierto para acometer al pez
donde había sido ya mordido. Luego apareció claramente la línea en la cima de su cabeza parda y más atrás
donde el cerebro se unía a la espina dorsal y el viejo clavó el cuchillo que había amarrado al remo en la
articulación. Lo retiró, lo clavó de nuevo en los amarillos ojos felinos del tiburón. El tiburón soltó el pez y se
deslizó hacia abajo tragando lo que había cogido mientras moría.
El bote retemblaba todavía por los estragos que el otro tiburón estaba causando al pez y el viejo arrió la escota
para que el bote virara en redondo y sacara de debajo al tiburón. Cuando vio al tiburón, se inclinó sobre la
borda y le dio de cuchilladas. Sólo encontró carne y la piel estaba endurecida y apenas pudo hacer penetrar el
cuchillo. El golpe lastimó no sólo sus manos, sino también su hombro. Pero el tiburón subió rápido, sacando la
cabeza, y el viejo le dio en el centro mismo de aquella cabeza plana al tiempo que el hocico salía del agua y se
pegaba al pez. El viejo retiró la hoja y acuchilló de nuevo al tiburón exactamente en el mismo lugar. Todavía
siguió pegado al pez que había enganchado con sus mandíbulas, y el viejo lo acuchilló en el ojo izquierdo. El
tiburón seguía prendido del pez.
–¿No? –dijo el viejo, y le clavó la hoja entre las vértebras y el cerebro. Ahora fue un golpe fácil y el viejo
sintió romperse el cartílago. El viejo invirtió el remo y metió la pala entre las mandíbulas del tiburón para
forzarlo a soltar. Hizo girar la pala, y al soltar el tiburón, dijo:
–Vamos, galano. Baja, déjate ir hasta una milla de profundidad. Ve a ver a tu amigo. O quizá sea tu madre.
El viejo limpió la hoja de su cuchillo y soltó el remo. Luego cogió la escota y la vela se llenó de aire y el viejo
puso el bote en su derrota.
–Deben de haberse llevado un cuarto del pez y de la mejor carne –dijo en voz alta–. Ojalá fuera un sueño y que
jamás lo hubiera pescado. Lo siento, pez. Todo se ha echado a perder.
Se detuvo y ahora no quiso mirar al pez. Desangrando y a flor de agua parecía del color de la parte de atrás de
los espejos, y todavía se veían sus franjas.
–No debí haberme alejado tanto de la costa, pez –dijo–. Ni por ti ni por mí. Lo siento, pez.
“Ahora –se dijo–, mira la ligadura del cuchillo a ver si ha sido cortada. Luego pon tu mano en buen estado,
porque todavía no se ha acabado esto.”
–Ojalá hubiera traído una piedra para afilar el cuchillo –dijo el viejo después de haber examinado la ligadura
en el cabo del remo–. Debí haber traído una piedra. “Debiste haber traído muchas cosas –pensó–. Pero no las
has traído, viejo. Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo
que hay.”
–Me estás dando muchos buenos consejos –dijo en voz alta–. Estoy cansado de eso.
Sujetó la caña bajo el brazo y metió las dos manos en el agua mientras el bote seguía avanzando.

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–Dios sabe cuánto se habrá llevado ese último –dijo–. Pero ahora pesa mucho menos.
No quería pensar en la mutilada parte inferior del pez. Sabía que cada uno de los tirones del tiburón había
significado carne arrancada y que el pez dejaba ahora para todos los tiburones un rastro tan ancho como una
carretera a través del océano.
“Era un pez capaz de mantener un hombre todo el invierno –pensó–. No pienses en eso. Descansa simplemente
y trata de poner tus manos en orden para defender lo que queda. El olor a sangre de mis manos no significa
nada, ahora que existe todo ese rastro en el agua. Además no sangran mucho. No hay ninguna herida de
cuidado. La sangría puede impedir que le dé calambre a la izquierda.”
“¿En qué puedo pensar ahora? –pensó–. En nada. No debo pensar en nada y esperar a los siguientes. Ojalá
hubiera sido realmente un sueño –pensó–. Pero ¿quién sabe? Hubiera podido salir bien.”
El siguiente tiburón que apareció venía solo y era otro hocico de pala. Vino como un puerco a la artesa: si
hubiera un puerco con una boca tan grande que cupiera en ella la cabeza de un hombre. El viejo dejó que
atacara al pez. Luego le clavó el cuchillo del remo en el cerebro. Pero el tiburón brincó hacia atrás mientras
rolaba y la hoja del cuchillo se rompió.
El viejo se puso al timón. Ni siquiera quiso ver cómo el tiburón se hundía lentamente en el agua, apareciendo
primero en todo su tamaño; luego pequeño; luego diminuto. Eso le había fascinado siempre. Pero ahora ni
siquiera miró.
–Ahora me queda el bichero –dijo–. Pero no servirá de nada. Tengo los dos remos y la caña del timón y la
porra.
“Ahora me han derrotado –pensó–. Soy demasiado viejo para matar los tiburones a garrotazos. Pero lo
intentaré mientras tenga los remos y la porra y la caña.”
Puso de nuevo sus manos en el agua para empaparlas. La tarde estaba avanzando y todavía no veía más que el
mar y el cielo. Había más viento en el cielo que antes y esperaba ver pronto tierra.
–Estás cansado, viejo –dijo–. Estás cansado por dentro.
Los tiburones no le atacaron hasta justamente antes de la puesta del sol. El viejo vio venir las pardas aletas a lo
largo de la ancha estela que el pez debía de trazar en el agua. No venían siquiera siguiendo el rastro. Se
dirigían derecho al bote, nadando a la par.
Trancó la caña, amarró la escota y cogió la porra que tenía bajo la popa. Era un mango de remo roto,
serruchado a una longitud de dos pies y medio. Sólo podía usarlo eficazmente con una mano, debido a la
forma de la empuñadura, y lo cogió firmemente con la derecha, flexionando la mano mientras veía venir los
tiburones. Ambos eran galanos.
“Debo dejar que el primero agarre bien para pegarle en la punta del hocico o en medio de la cabeza”, pensó.
Los tiburones se acercaron juntos y cuando vio al más cercano abrir las mandíbulas y clavarlas en el plateado
costado del pez, levantó el palo y lo dejo caer con gran fuerza y violencia sobre la ancha cabezota del tiburón.
Sintió la elástica solidez de la cabeza al caer el palo sobre ella. Pero sintió también la rigidez del hueso y otra
vez pegó duramente al tiburón sobre la punta del hocico al tiempo que se deslizaba hacia abajo separándose
del pez.
El otro tiburón había estado entrando y saliendo y ahora volvía con las mandíbulas abiertas. El viejo podía ver
pedazos de carne del pez cayendo, blancas, de los cantos de sus mandíbulas cuando acometió al pez y cerró las
mandíbulas. Le pegó con el palo y dio sólo en la cabeza y el tiburón lo miró y arrancó la carne. El viejo le
pegó de nuevo con el palo al tiempo que se deslizaba alejándose para tragar y sólo dio en la sólida y densa
elasticidad.
–Vamos, galano –dijo el viejo–. Vuelve otra vez.
El tiburón volvió con furia y el viejo le pegó en el instante en que cerraba sus mandíbulas. Le pegó
sólidamente y de tan alto como había podido levantar el palo. Esta vez sintió el hueso, en la base del cráneo, y
le pegó de nuevo en el mismo sitio mientras el tiburón arrancaba flojamente la carne y se deslizaba hacia
abajo, separándose del pez.
El viejo esperó a que subiera de nuevo, pero no apareció ninguno de ellos. Luego vio uno en la superficie
nadando en círculos. No vio la aleta del otro.
“No podía esperar matarlo –pensó–. Pudiera haberlo hecho en mis buenos tiempos. Pero los he magullado bien
a los dos y se deben de sentir bastante mal. Si hubiera podido usar un bate con las dos manos habría podido
matar el primero, seguramente. Aun ahora”, pensó.
No quería mirar al pez. Sabía que la mitad de él había sido destruida. El sol se había puesto mientras el viejo
peleaba con los tiburones.
–Pronto será de noche –dijo–. Entonces podré acaso ver el resplandor de La Habana. Si me hallo demasiado
lejos al este, veré las luces de una de las nuevas playas.
“Ahora no puedo estar demasiado lejos –pensó–. Espero que nadie se haya alarmado. Sólo el muchacho
pudiera preocuparse, desde luego. Pero estoy seguro de que habrá tenido confianza. Muchos de los pescadores
más viejos estarán preocupados. Y muchos otros también –pensó–. Vivo en un buen pueblo.”
Ya no le podía hablar al pez, porque éste estaba demasiado destrozado. Entonces se le ocurrió una cosa.

121
–Medio pez –dijo–. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos hemos arruinado los dos. Pero
hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu
vida, viejo pez? Por algo debes de tener esa espada en la cabeza.
Le gustaba pensar en el pez y en lo que podría hacerle a un tiburón si estuviera nadando libremente. “Debí de
haberle cortado la espada para combatir con ella a los tiburones”, pensó. Pero no tenía un hacha, y después se
quedó sin cuchillo. “Pero si lo hubiera hecho y ligado la espada al cabo de un remo, ¡qué arma! Entonces los
habríamos podido combatir juntos. ¿Qué vas a hacer ahora si vienen de noche? ¿Qué puedes hacer?”
–Pelear contra ellos –dijo–. Pelearé contra ellos hasta la muerte.
Pero ahora en la oscuridad y sin que apareciera ningún resplandor y sin luces y sólo el viento y sólo el firme
tiro de la vela sintió que quizá estaba ya muerto. Juntó las manos y percibió la sensación de las palmas. No
estaban muertas y él podía causar el dolor de la vida sin más que abrirlas y cerrarlas. Se echó hacia atrás contra
la popa y sabía que no estaba muerto. Sus hombros se lo decían.
“Tengo que decir todas esas oraciones que prometí si pescaba el pez –pensó–. Pero estoy demasiado cansado
para rezarlas ahora. Mejor que coja el saco y me lo eche sobre los hombros.”
Se echó sobre la popa y siguió gobernando y mirando a ver si aparecía el resplandor en el cielo. “Tengo la
mitad del pez –pensó–. Quizá tenga la suerte de llegar a tierra con la mitad delantera. Debiera quedarme
alguna suerte. No –dijo–. Has violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa.”
–No seas idiota –dijo en voz alta–. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía puedes tener mucha suerte.
–Me gustaría comprar alguna si la vendieran en alguna parte. “¿Con qué habría de comprarla? –se preguntó–.
¿Podría comprarla con un arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas?”
–Pudiera ser –dijo–. Has tratado de comprarla con ochenta y cuatro días en el mar. Y casi estuvieron a punto
de vendértela.
“No debo pensar en tonterías –pensó–. La suerte es una cosa que viene en muchas formas, y ¿quién puede
reconocerla? Sin embargo, yo tomaría alguna en cualquier forma y pagaría lo que pidieran. Mucho me gustaría
ver el resplandor de las luces –pensó–. Me gustarían muchas cosas. Pero eso es lo que ahora deseo.”
Trató de ponerse más cómodo para gobernar el bote y por su dolor se dio cuenta de que no estaba muerto.
Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles
únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego se las veía firmes a través del mar que ahora
estaba picado debido a la brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto
llegaría al borde de la corriente.
“Ahora he terminado –pensó–. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero ¿qué puede hacer un hombre contra
ellos en la oscuridad y sin un arma?”
Ahora estaba rígido y dolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de
la noche. “Ojalá no tenga que volver a pelear – pensó–. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear.”
Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en
manada y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el
pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez
que debajo agarraban a su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír y sintió que
algo agarraba la porra y se la arrebataba. Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con
ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno
tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se
volvían para regresar nuevamente.
Finalmente vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que había terminado. Tiró un
golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del
pez, que no cedía. Tiro uno o dos golpes más. Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto.
Lo sintió penetrar y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue el
último de la manada que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.
Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un
momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante. Escupió en el mar y dijo:
–Cómanse eso, galanos. Y sueñen con que han matado a un hombre.
Ahora sabía que estaba firmemente derrotado y sin remedio y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña
encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.
Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora livianamente y no tenía
pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo y gobernó el bote para llegar a
puerto lo mejor y más inteligentemente posible. De noche los tiburones atacan las carroñas como pudiera uno
recoger migajas de una mesa. El viejo no les hacía caso. No hacía caso de nada, salvo del gobierno del bote.
Sólo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran peso amarrado al
costado.
“Un buen bote –pensó–. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la caña. Y ésta es fácil de sustituir.”

122
Podía percibir que ahora estaba dentro de la corriente y veía las luces de las colonias de la playa y a lo largo de
la orilla. Sabía ahora dónde estaba y que llegaría sin ninguna dificultad.
“El viento es nuestro amigo, de todos modos –pensó–. Luego añadió: A veces. Y el gran mar con nuestros
amigos y enemigos. Y la cama –pensó–. La cama es mi amiga. La cama y nada más –pensó–. La cama será
una gran cosa. No es tan mala la derrota –pensó–. Jamás pensé que fuera tan fácil. ¿Y qué es lo que te ha
derrotado, viejo?”, pensó.
–Nada –dijo en voz alta–. Me alejé demasiado.
Cuando entró en el puertecito las luces de la Terraza estaban apagadas y se dio cuenta de que todo el mundo
estaba acostado. La brisa se había ido levantando gradualmente y ahora soplaba con fuerza. Sin embargo,
había tranquilidad en el puerto y puso proa hacia la playita de grava bajo las rocas. No había nadie que pudiera
ayudarle, de modo que adentró el bote todo lo posible en la playa. Luego se bajó y lo amarró a una roca.
Quitó el mástil de la carlinga y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al hombro y empezó a subir. Fue
entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y al
reflejo de la luz de la calle vio la gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea
desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente pico y toda la desnudez entre los
extremos.
Empezó a subir nuevamente y en la cima cayó y permaneció algún tiempo tendido, con el mástil atravesado
sobre su hombro. Trató de levantarse. Pero era demasiado difícil y permaneció allí sentado con el mástil al
hombro, mirando al camino. Un gato pasó indiferente por el otro lado y el viejo lo siguió con la mirada. Luego
siguió mirando simplemente al camino.
Finalmente soltó el mástil y se puso de pie. Recogió el mástil y se lo echó al hombro y partió camino arriba.
Tuvo que sentarse cinco veces antes de llegar a su cabaña.
Dentro de la choza inclinó el mástil contra la pared. En la oscuridad halló una botella de agua y tomó un trago.
Luego se acostó en la cama. Se echó la frazada sobre los hombros y luego sobre la espalda y las piernas y
durmió boca abajo sobre los periódicos, con los brazos por fuera, a lo largo del cuerpo, y las palmas hacia
arriba.
Estaba dormido cuando el muchacho asomó a la puerta por la mañana. El viento soplaba tan fuerte, que los
botes del alto no se harían a la mar y el muchacho había dormido hasta tarde. Luego vino a la choza del viejo
como había hecho todas las mañanas. El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó
a llorar. Salió muy calladamente a buscar un poco de café y no dejó de llorar en todo el camino.
Muchos pescadores estaban en torno al bote mirando a lo que traía amarrado al costado, y uno estaba metido
en el agua, con los pantalones remangados, midiendo el esqueleto con un tramo de sedal.
El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí y uno de los pescadores cuidaba el bote en su lugar.
–¿Cómo está el viejo? –gritó uno de los pescadores.
–Durmiendo –respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran llorar–. Que nadie lo moleste.
–Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola –gritó el pescador que lo estaba midiendo.
–Lo creo –dijo el muchacho.
Entró en la Terraza y pidió una lata de café.
–Caliente y con bastante leche y azúcar.
–¿Algo más?
–No. Después veré qué puede comer.
–¡Ése si que era un pez! –dijo el propietario–. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes
cogieron ayer eran buenos.
–¡Al diablo con ellos! –dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.
–¿Quieres un trago de algo? –preguntó el dueño,
–No –dijo el muchacho–. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo enseguida
–Dile que lo siento mucho.
–Gracias –dijo el muchacho.
El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez
pareció que iba a despertarse. Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho había ido al otro
lado del camino a buscar leña para calentar el café.
Finalmente el viejo despertó.
–No se levante –dijo el muchacho–. Tómese esto –le echó un poco de café en un vaso.
El viejo cogió el vaso y bebió el café.
–Me derrotaron, Manolín –dijo–. Me derrotaron de verdad.
–No. Él no. Él no lo derrotó.
–No. Verdaderamente. Fue después.
–Perico está cuidando del bote y del aparejo. ¿Qué va a hacer con la cabeza?
–Que Perico la corte para usarla en las nasas.
–¿Y la espada?

123
–Puedes guardártela si la quieres.
–Sí, la quiero –dijo el muchacho–. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.
–¿Me han estado buscando?
–Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.
–El mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver –dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener
alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar–. Te he echado de menos –dijo–.
¿Qué han pescado?
–Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.
–Muy bueno.
–Ahora pescaremos juntos otra vez.
–No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.
–Al diablo con la suerte –dijo el muchacho–. Yo llevaré la suerte conmigo.
–¿Qué va a decir tu familia?
–No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender.
–Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes hacer la hoja de una hoja de
muelle de un viejo Ford. Podemos afilarla en Guanabacoa. Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa.
Mi cuchillo se rompió.
–Conseguiré otro cuchillo y mandaré afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de brisa fuerte nos quedan?
–Tal vez tres. Tal vez más.
–Lo tendré todo en orden –dijo el muchacho–. Cúrese las manos, viejo.
–Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se había roto en mi pecho.
–Cúrese también eso –dijo el muchacho–. Acuéstese, viejo, y le traeré su camisa limpia. Y algo de comer.
–Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente –dijo el viejo.
–Tiene que ponerse bien pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido
mucho?
–Bastante –dijo el viejo.
–Le traeré la comida y los periódicos –dijo el muchacho–. Descanse bien, viejo. Le traeré medicina de la
farmacia para las manos.
–No olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya.
–No. Se lo diré.
Al atravesar la puerta y descender por el camino tallado por el uso en la roca de coral iba llorando nuevamente.
Esa tarde había una partida de turistas en la Terraza, y mirando hacia abajo, al agua, entre las latas de cerveza
vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y
balanceaba con la marea mientras el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del
puerto.
–¿Qué es eso? –preguntó la mujer al camarero, y señaló al largo espinazo del gran pez, que ahora no era más
que basura esperando a que se la llevara la marea.
–Tiburón –dijo el camarero. Un tiburón.
Quería explicarle lo que había sucedido.
–No sabía que los tiburones tuvieran colas tan hermosas, tan bellamente formadas.
–Ni yo tampoco –dijo el hombre que la acompañaba.
Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el
muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.

124
[ William Faulkner \

Sartoris

La guerra fue también un regalo celestial para Jeb Stuart, y poco después, recortados contra la turbia y
sangrienta mediocridad de las campañas en el norte de Virginia, él a los treinta años y Bayard Sartoris a los
veintitrés, se destacaron brevemente como dos estrellas llameantes, engalanadas con el laurel de la Fama y
el mirto y las rosas de la Muerte, imprevisibles y repentinos como meteoros en el agitado cielo militar del
general Pope, arrojando sobre él, como un manto no solicitado, la notoriedad que su talento de soldado nunca
le hubiera conseguido. Y siempre por pura diversión: ni Jeb Stuart ni Bayard Sartoris, como sus acciones
demostraron claramente, tenían convicciones políticas de ningún tipo.
La tía Jenny contó la historia por primera vez poco después de su llegada. Estaban en Navidades, reunidos
ante un fuego de buena madera en la biblioteca reconstruida: la tía Jenny, de rostro triste y expresión decidi-
da, John Sartoris, barbado y con perfil de halcón, sus tres hijos y un huésped: el ingeniero escocés que John
Sartoris había conocido en Méjico el año cuarenta y cinco y que le estaba ayudando a construir el ferrocarril.
El trabajo en la vía férrea se había suspendido con motivo de las fiestas y John Sartoris y el ingeniero
regresaron aquel día al atardecer desde el sitio en las colinas del norte hasta donde habían llegado con la vía,
y estaban sentados junto al fuego después de cenar. El sol se había puesto entre esplendores escarlatas,
helando el aire y dejándolo tan quebradizo como un cristal fino, cuando entró Joby en la habitación cón una
brazada de leña. Puso otro tronco en el fuego, y en el aire seco las llamas crepitaron y los leños crujieron,
despidiendo brasas agonizantes por toda la chimenea.
-¡Navidad! -exclamó Joby con la reposada y sencilla satisfacción propia de su raza, mientras con el cañón
de una escopeta yanqui que estaba en la esquina de la chimenea hurgaba entre los troncos incandescentes
hasta que las chispas subieron en espiral por el hueco de la chimenea como fantásticos velos dorados.
-¿Habéis oído, niños?
La hija mayor de Jolm Sartoris tenía veintidós años e iba a casarse en junio; Bayard tenía veinte y la
hermana más pequeña diecisiete; de manera que la tía Jenny, a pesar de su ya larga viudez, no era más que
otra niña para Joby. El negro volvió a dejar el cañón de la escopeta en su sitio y prendió una larga astilla de
pino en el hogar para encender las velas. Pero la tía Jenny lo detuvo con un gesto y él se marchó en seguida:
una figura sin prestancia, agachada y gris por la edad, con una vieja librea demasiado grande para él; y tía
Jenny, hablando siempre de Jeb Stuart como Míster Stuart, contó su historia.
Tenía que ver con una tarde de abril y con café. O más bien con su falta. El destacamento de Stuart estaba
reunido en la perfumada oscuridad bajo una luna nueva, hablando de mujeres y de placeres muertos y
pensando en el hogar. No lejos los caballos se movían en la oscuridad produciendo sonidos intranquilos y los
fuegos de la acampada quedaban reducidos a puntos incandescentes semejantes a luciérnagas agotadas; en
algún sitio que no estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos el ordenanza del General tocaba en la
guitarra acordes sueltos que permanecían largo tiempo suspendidos en el aire. Se alimentaban así con la
intensidad de la primavera y la tristeza inmemorial de la juventud, olvidados de fatiga y gloria, recordando en
cambio otras veladas de Virginia con violines sobre los innumerables candelabros y ritmos graves y frágiles
aprendidos entre risas despreocupadas, al tiempo que pensaban ¿Cuándo volverán a existir? ¿Iré yo a
alguno? hasta hundirse a fuerza de hablar en un estado de desesperada nostalgia en el que las frases se
hacían cada vez más cortas y cada vez menos frecuentes. Entonces eL General se animó y los hizo volver a
la realidad hablándoles de café o más bien de su falta.
Esta conversación sobre el café desembocó poco después en una expedición nocturna, primero por
carreteras y luego por bosques tan negros como el alquitrán, donde los caballos avanzaban al paso y los
jinetes montaban con un sable o un mosquetón a manera de escudo, para evitar que ramas invisibles los
arrebataran de la silla; así siguieron hasta que el bosque se aclaró con las primeras sombras del amanecer.
Para entonces el grupo de veinte estaba ya muy dentro de las líneas federales. Al hacerse realidad la aurora,
los jinetes renunciaron a ocultarse y avanzaron al galope -desbaratando asombradas patrullas que regresaban
plácidamente a sus campamentos o grupos de fajina que se ponían en marcha con picos, palas y hachas en el
dorado amanecer- hasta prorrumpir gritando en la loma donde el general Pope y su estado mayor
desayunaban al fresco.
Dos hombres capturaron a un obeso comandante, y otros persiguieron brevemente a los oficiales que
buscaron refugio en el bosque, pero la mayoría corrió hacia la tienda-almacén del general Pope y reaparecie-
ron en seguida, después de devastarla como si por ella hubiera pasado un ciclón, acarreando provisiones
diversas. Stuart y los tres oficiales que lo acompañaban detuvieron sus briosas monturas junto a la mesa y
uno de ellos se agachó para alcanzar una enorme cafetera ennegrecida y ofrecérsela al General. Mientras el
enemigo gritaba y disparaba sus mosquetones entre los árboles, ellos brindaban con café hirviendo, sin leche
y sin azúcar, como si fuera el más exquisito de los licores.
-A la salud del general Pope -dijo Stuart, haciendo una inclinación desde su silla de montar al oficial
capturado Después de beber ofreció la cafetera al comandante.
-Beberé, señor -replicó el otro-, agradeciendo a Dios que el General esté aquí para responder en persona.

125
-Ya me pareció notar que se marchaba con cierta precipitación -dijo Stuart-. ¿Algún compromiso previo,
quizás?
-Sí, señor. Con el general Halleck -confirmó el comandante con sequedad-o Siento que sea él nuestro
adversari en lugar de Lee. -También lo siento yo, caballero -replicó Stuart-. A mí me gusta hacer la guerra
contra el general Pope.
Las cornetas chillaban entre los árboles, unas cerca y otras más lejos, transmitiendo la alarma entre las
brigadas repartidas por el bosque, mientras los tambores redoblaban desesperadamene y hasta los oídos de
los su distas desde los diseminados puestos de avanzada llegaban descargas de fusilería o disparos aislados
como secos chasquidos de un abanico al abrirse, porque el nombre de «Stuart», al correr de destacamento en
destacamento, había poblado de fantasmas grises los tranquilos bosques florecidos.
Stuart se dio la vuelta sobre la silla y sus hombres se acercaron, inmovilizando sus caballos con la mirada
fija en él, haciendo de sus rostros enjutos y tensos, espejos que reflejaban la llama inextinguible que consumía
a su jefe. Luego, desde la derecha les alcanzó algo que parecía una descarga organizada y que arrancó la
cafetera de manos de Bayard Sartoris, además de cercenar hojas y rebotar con fiereza entre las moteadas
ramas por encima de sus cabezas.
-Haga el favor de montarse -dijo Stuart al oficial capturado, yaunque el tono era exquisitamente cortés no
había ya el menor asomo de ligereza-. Capitán Wyatt, su caballo es el más robusto: ¿tendría usted
inconveniente ... ?
El capitán dejó libre un estribo y ayudó al prisionero a encaramarse tras él.
-¡En marcha! -dijo el General, y giró picando espuelas a su bayo.
Con la atronadora coordinación de un único centauro, los veinte jinetes abandonaron el otero y se
internaron en el bosque precisamente por el sitio de donde había salido la descarga, antes de que los
escopeteros tuvieran tiempo para cargar de nuevo sus armas. Formas diminutas vestidas de azul se
dispersaron precipitadamente por delante y por detrás mientras ellos se adentraban entre los árboles donde
las balas zumbaban como abejas enfurecidas. Stuart llevaba en la mano su sombrero empenachado y sus
largos rízos leonados, agitándose al ritmo de la marcha, parecían llamas de valor, ardiendo con el esplendor
salvaje y autodestructor de su audacia.
Detrás y a un lado de ellos los mosquetones seguían apareciendo inesperadamente para disparar contra
los fantasmas que cruzaban el bosque como relámpagos; y de brigada en brigada las cornetas repetían
estridentes sus inoportunas alarmas. Stuart torció gradualmente hacia la izquierda, dejando todo el alboroto a
sus espaldas. Al clarear el bosque galoparon formando una columna. El prisionero rebotaba
desacompasadamente sobre el caballo del capitán Wyatt, y el General frenó el suyo para ponerse a la altura
del brioso corcel negro que galopaba animosamente bajo su doble carga.
-Siento mucho las molestias que le estoy causando, señor -empezó diciendo con su exquisita cortesía-o Si
quisiera usted indicamos la posición aproximada de la estacada que quede más a mano, con mucho gusto
capturaría una montura para usted.
-Gracias, General -replicó el prisionero-, pero a los comandantes se les reemplaza mucho más fácilmente
que a los caballos. No le causaré ninguna molestia.
-Como usted prefiera -contestó Stuart fríamente.
El General picó espuelas para situarse otra vez a la cabeza de la columna. Galopaban ya siguiendo el
rastro casi perdido de un antiguo camino que serpenteaba entre masas de maleza primaveral, y lo fueron
siguiendo a buen paso hasta desembocar súbitamente en un claro. Ante ellos un escuadrón de caballería
yanqui, inmovilizado por el asombro, detuvo sus caballos e inmediatamente se precipitaron hacia ellos a
mayor velocidad.
Sin disminuir la marcha Stuart dio media vuelta y él y sus hombres volvieron a ocultarse en el bosque.
Balas de pistola pasaron rozándoles la cabeza y el seco sonido de los disparos por encima del convergente
tableteo de los cascos resultaba tan trivial como chasquidos de ramas quebradas. Stuart se salió del camino,
lanzándose sin vacilación entre la maleza. Los jinetes federales los siguieron gritando y Stuart hizo describir a
su grupo una curva muy cerrada, para detenerse jadeantes al abrigo de un bosquecillo muy denso. En seguida
oyeron cómo sus perseguidores pasaban de largo.
Los hombres de Stuart regresaron al camino y volvieron sobre sus pasos, silenciosos y alertas. A su
izquierda el ruido de los perseguidores se fue alejando hasta desaparecer en la distancia. Entonces galoparon
de nuevo. Al espesarse el bosque se vieron obligados a avanzar al trote y finalmente pusieron sus monturas al
paso. Aunque no se oían más disparos y también habían callado las cornetas, dentro del silencio, por encima
del rápido y entrecortado respirar de los caballos y del latido de sus propios corazones retumbando dentro de
sus oídos, persistía un algo innominado: una tensión que se extendía como una neblina entre los árboles,
aunque los pájaros siguieran saltando de rama en rama, desconociendo su presencia o ignorándola
simplemente, llenando de un algo portentoso los bosques empapados de rocío matutino.
Al divisar un resplandor blanco entre los árboles fronteros, Stuart alzó la mano y los jinetes detuvieron la
marcha, observándole tranquilos y conteniendo la respiración para escuchar mejor. El General avanzó de
nuevo, se internó entre la maleza hasta llegar a otro claro y los demás le siguieron: ante ellos se alzaba la
loma con la abandonada mesa del desayuno y el almacén saqueado. Atravesaron el claro al trote y
permanecieron inmóviles junto a la mesa mientras el General escribía algo apresuradamente sobre un trozo
de papel. El claro soñaba tranquilo, sin sombra alguna de amenaza, bajo un día que se anunciaba soleado;
embalsada en él yacía una paz profunda y duradera como un vino dorado; sin embargo, bajo aquella soledad
y permeándola, seguía acechando un algo portentoso, que esperaba innominado, paciente, cerniéndose

126
siniestro.
-Su espada, señor -ordenó Stuart.
El prisionero se despojó del arma, el General la recogió y con ella clavó la nota sobre la mesa. El mensaje
decía lo siguiente: «Saludos del general Stuart al general Pope, con el pesar de no haber podido verlo.
Repetirá la visita mañana».
Stuart tomó otra vez las riendas . -¡En marcha! -dijo.
Descendieron la loma, cruzaron el claro vacío y con un galope corto volvieron al camino que habían
atravesado al amanecer: el camino que les devolvía a sus líneas. Stuart regresó junto a su cautivo y al brioso
caballo negro con la doble carga.
-Si nos orienta usted hacia la estacada más próxima le proporcionaré una montura adecuada -ofreció de
nuevo.
-¿Pondrá en peligro el general Stuart, jefe de la caballería y mano derecha del general Lee, su seguridad y
la de sus hombres, así como su propia causa, para proporcionar una comodidad pasajera a un prisionero de
poca importancia? Eso no es valor: es la temeridad de un muchacho despreocupado y testarudo. En un radio
de dos millas hay cerca de quince mil hombres; aunque sólo sean yanquis, ni siquiera el general Stuart puede
vencerlos solo.
-No lo haría por el prisionero -respondió Stuart, altanero-, sino por el oficial que sufre los avatares de la
guerra. Cualquier caballero haría lo mismo.
-Los caballeros no tienen nada que hacer en esta guerra -replicó el’ comandante-o Aquí no hay sitio para
ellos. Son un anacronismo, como las anchoas. y añadió en seguida, burlonamente:
-El general Stuart no se ha llevado cautivas a nuestras anchoas. ¿Tiene quizá intención de mandar a Lee
en persona a por ellas?
-Anchoas -repitió Bayard Sartoris que galopaba a poca distancia, e inmediatamente dio la vuelta a su
caballo. Stuart lo llamó a gritos, pero él alzó una mano temeraria y testaruda y se alejó como un relámpago; y
mientras el General se disponía a girar también para seguirlo, un centinela yanqui disparó su mosquetón
desde el borde del camino y echó a correr por el bosque, dando la alarma. Inmediatamente se oyeron otras
detonaciones por los alrededores y desde el bosque, a la derecha, llegaron los ruidos de un considerable
contingente de hombres que se ponía precipitadamente en movimiento. Tras ellos, en dirección a la loma,
cayó una descarga cerrada. Un tercer oficial picó espuelas para sujetar la montura de.Stuart por la brida.
-Señor -exclamó-; ¿qué va usted a hacer?
Stuart encabritó al caballo mientras se oía tras ellos otra descarga que se fue extinguiendo en disparos
aislados y que vino a caer en un área muy precisa. También el ruido de la derecha crecía, aproximándose. -
Déjame ir, AlIan -dijo Stuart-. Es mi amigo.
Pero el otro siguió agarrado a la brida.
-Es demasiado tarde -explicó-. A Sartoris lo matarán; a usted lo capturarían.
-Siga adelante, señor, se lo ruego -añadió el prisionero-; ¿Qué es un hombre, frente a una fe renovada en
la humanidad?
-¡Piense en Lee, General, por el amor de Dios! -imploró su ayudante-o ¡En marcha! -gritó a la tropa,
picando espuelas a su caballo y arrastrando el del General hacia adelante al advertir que un destacamento de
caballería federal salía del bosque detrás de ellos.
Y así fue -terminó tía Jenny- cómo Míster Stuart siguió adelante y Bayard regresó en busca de las
anchoas, con todo el ejército de Pope disparando contra él. Cabalgó gritando «¡Yaaaiiiiih, yaaaiiiiih, venid a
por mí, muchachos!» hasta llegara la loma; luego saltó por encima de la mesa del desayuno y entró sin
desmontar en el destrozado almacén del General. Allí, un cocinero que se había escondido entre la confusión
de sacos y cajones, sacó un brazo y disparó contra Bayard por la espalda con una pistola de cañón corto.

Stuart se abrió camino luchando y regresó a su campamento sin perder más que dos hombres. Siempre
hablaba bien de Bayard. Decía que era un buen oficial y un jinete sin par, aunque demasiado temerario.

Durante algún tiempo permanecieron callados, iluminados por el fuego. Las llamas saltaban y estallaban en
el hogar y las chispas se alzaban en penachos turbulentos chimenea arriba, y la breve carrera de Bayard
Sartoris atravesó como una estrella fugaz la oscura explanada de sus respectivos recuerdos y sufrimientos,
iluminándola con el súbito resplandor de un silencioso fuego de artificio y dejando una especie de brillo
después de extinguirse. El ingeniero escocés, que había escuchado en silencio, tardó un buen rato en hablar.
-Cuando Bayard volvió al campamento enemigo, no estaba seguro
de que hubiera anchoas, ¿verdad?
-El mayor yanqui dijo que estaban allí -replicó tía Jenny.
-Sí, claro.
Pero el escocés siguió meditando sobre el asunto.

- Y ... ¿Mr. Stuart regresó al día siguiente, como decía en la nota?


-Regresó aquella misma tarde -explicó tía Jenny-, en busca de
Bayard.
Cenizas rosadas tan suaves como plumas revoloteaban por el hogar hasta caer y diluirse en grises sutiles.
John Sartoris se inclinó hacia el fuego y atizó los leños incandescentes con el cañón del fusil yanqui. -Creo
que nunca ha habido en el mundo otro ejército como aquél

127
-dijo.
-Sí -reconoció tía Jenny-. Y Bayard era el más loco de todos.
-Sí -admitió sobriamente John’Sartoris-. Bayard era un caso aparte.
El escocés habló de nuevo.
-Ese Míster Stuart, que llamó temerario a su hermano, ¿quién era?
-Era Jeb Stuart, el general de caballería -contestó tía Jenny.

Luego siguió cavilando durante un rato junto al fuego; su pálido rostro, de indómita altivez, se dejó ganar
momentáneamente por una reposada ternura.

-Tenía un extraño sentido del humor -dijo-o Nada le pareció nunca tan divertido como la imagen del general
Pope en camisa de dormir.
Después se sumió otra vez en algún ensueño más allá de la rosada for-
taleza de cenizas.
-Pobre hombre -dijo. Luego añadió suavemente:

-Una vez bailé un vals con él en Baltimore en el año cincuenta y ocho. y su voz resultaba tan orgullosa y
sosegada como banderas sobre el polvo.

Pero la puerta estaba cerrada, y la poca luz que se filtraba por las vidrieras de colores tenía la riqueza
solemne de un tapiz antiguo. A la izquierda quedaba el cuarto de su nieto, el cuarto donde, el pasado octubre,
habían muerto su mujer y su hijo. Permaneció junto a la puerta durante un momento y luego la abrió
suavemente. Las persianas estaban cerradas y la habitación, vacía; y él se quedó un rato en el quicio,
rodeado de oscuridad. Después cerró dando un portazo y echó a andar haciendo retumbar la casa bajo sus
pasos con la insensibilidad para los ruidos característica de los sordos. Al entrar en su alcoba dio otro violento
portazo, ya que era aquélla su manera habitual de cerrar las puertas.

Después de sentarse se quitó los zapatos: el calzado que dos veces al año le hacía a la medida una firma
de Saint Louis. Luego se levantó y se llegó hasta la ventana sólo con los calcetines puestos. En el patio de
atrás su yegua, ya ensillada, estaba atada a una morera y un muchacho negro, tan flaco como un galgo y de
movimientos igualmente fluidos, haraganeaba a su lado, disfrutando de la forzosa inmovilidad de la espera.
Procedente de la cocina, aunque invisible desde su ventana, la inacabable salmodia de Elnora menguaba y
crecía en la pereza de la tarde sin que Bayard pudiera oírla.

El anciano cruzó la habitación para abrir el armario y sacar de él un par de botas de montar llenas de
cicatrices y manchas. Después de ponérselas a empellones sacó un cigarro de la caja que había en la mesilla
junto a la enorme cama de nogal, y permaneció durante algún tiempo con el puro entre los dientes sin
acordarse de encenderlo. A través de la tela del bolsillo su mano tocó la pipa; la sacó para mirarla de nuevo, y
le pareció oír aún al viejo Falls, recordando a voz en grito:

-El Coronel estaba sentado en una silla, descalzo, con los pies sobre la barandilla del porche, y fumaba en
esta misma pipa que ahora tienes en la mano. Louvinia, sentada en un escalón, pelaba en un cuenco
guisantes para la cena. Te aseguro que a nadie le parecía mal un plato de guisantes en aquellos días. Y tú
estabas recostado contra una columna. No había nadie más, excepto tu tía, la que vivió aquí antes de que
llegara Miss Jenny. El Coronel había enviado a las dos chicas a Memphis a casa de tu abuelo la primera vez
que fue a Virginia con aquel regimiento que se dio la vuelta y le quitó el mando mediante una votación.
Votaron contra él porque tu padre no estaba dispuesto a confraternizar con el primer ratero que aparecía
llevando un fusil de desecho y diciendo que era soldado. Tú estabas todavía creciendo, si no recuerdo mal.
¿Cuántos años tenías entonces, Bayard?
-Catorce.
-¿Cómo dices?
-Catorce. ¿Es que tengo que repetirlo cada vez que me cuentas esa
maldita historia?

-Estabais todos sentados cuando entraron los yanquis y se acercaron al trote por la avenida.

»A Louvinia se le cayó el cuenco de los guisantes y dio un chillido, pero el Coronel le dijo que se callara y
fuera corriendo a por sus botas ya por sus pistolas y las tuviera preparadas en la puerta trasera; y tú saliste
como un rayo camino del establo para ensillar el semental. Y cuando los otros se pararon delante de la casa,
justo en el sitio donde está ahora el arriate, no quedaba en el porche más que el Coronel, tan repanchigado
como si nunca hubiera oído hablar de los yanquis.

»Ellos se quedaron allí sin desmontar, preguntándose unos a otros si aquélla era o no la casa; mientras, el
Coronel seguía con los pies en la barandilla, mirándolos tan boquiabierto como un palurdo. El oficial yanqui le
dijo a uno de sus hombres que fuera hasta el establo y viera si había algún caballo. Después se volvió hacia el
Coronel: “Oye, Johnny, ¿dónde vive John Sartoris, el rebelde?” “Vive un poco más allá carretera abajo -

128
contestó el Coronel sin pestañear siquiera-o Cosa de dos millas. Pero

129
EL PRINCIPITO
A. De Saint - Exupéry

A Leon Werth:

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta
persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de
entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia,
donde pasa hambre y frío. Verdaderamente necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo
dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor. Todos los mayores han sido primero niños.
(Pero pocos lo recuerdan). Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A LEON WERTH
CUANDO ERA NIÑO

Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias vividas", una
magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera.
En el libro se afirmaba: "La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede moverse
y duerme durante los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz de
colores mi primer dibujo. Mi dibujo número 1 era de esta manera:

Enseñé mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.
—¿por qué habría de asustar un sombrero?— me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé
entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran comprender. Siempre estas
personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo número 2 era así:

Las personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y
poner más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta manera a la edad de seis años
abandoné una magnífica carrera de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos número
1 y número 2. Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los
niños tener que darles una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio y aprendía pilotear aviones. He volado un poco por todo el mundo y la
geografía, en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente la China de
Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas
mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre ellas.
Cuando me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi
dibujo número 1 que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E
invariablemente me contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la
selva virgen y de las estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política y de
corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan razonable.

II

130
Viví así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve una avería en el
desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero
alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues
apenas tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.
Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano. Imagínense, pues, mi sorpresa cuando
al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
— ¡Por favor... píntame un cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un
extraordinario muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer
de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa. Las
personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a
dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.

Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba a
unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me parecía ni
perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño
perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, por fin,
articular palabra, le dije:
— Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:
—¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me
pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una
hoja de papel y una pluma fuente. Recordé que yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y
gramática y le dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
—¡No importa —me respondió—, píntame un cordero!
Como nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de
realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa
mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.

Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:

—¡No! Este está ya muy enfermo. Haz otro.


Volví a dibujar.

131
Mi amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un cordero, es un carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.

—Este es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.


Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar a desmontar el motor, garrapateé rápidamente este dibujo, se lo
enseñé, y le agregué:

—Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se
iluminó:
—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero?
—¿Por qué?
—Porque en mi tierra es todo tan pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…
Y así fue como conocí al principito.

III

Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás
parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando
distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado
para mí) me preguntó:
—¿Qué cosa es esa? —Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo! ¿Has caído del cielo? —Sí —le dije modestamente. —¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en
serio. Y añadió:
—Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
—¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
—Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la
contemplación de su tesoro.
Imagínense cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo
más:
—¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me respondió:

132
—Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa. —Sin duda. Y si eres bueno te
daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
—¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! —Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
—¿Y dónde quieres que vaya? —No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con gravedad:
—¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
—Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.

IV

De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una
casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter,
Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que
es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas,
le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este
asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de
Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así. Felizmente
para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a
la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje
muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por
consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo
amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su voz?
¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene?
¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" Solamente con estos detalles creen conocerle. Si
les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas
y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa
que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito
encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores
se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el
principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así.
No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría
gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:
"Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un
amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya
seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo.
Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas
mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es
muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la
de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más
parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En
las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es demasiado
pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras
mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que
perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo,
desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas
mayores. He debido envejecer.

133
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al
azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el principito me preguntó:
—¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
—Sí, es cierto.
—¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el principito
añadió:
—Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y
que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
—Habría que poner los elefantes unos sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
—Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
—Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de
inteligencia para comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por
consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas
son invisibles; duermen en el secreto de la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de
despertarse. Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita
inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se
trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el
planeta del principito había semillas terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está
infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde;
cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs son
numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de
arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar
los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es
un trabajo muy fastidioso pero muy fácil".
Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la
tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no hay inconveniente
en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una
catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el
peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse en un
asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!"
Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo,
es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la
pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como
el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando
dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.

VI

¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única
distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…
—Tendremos que esperar…
—¿Esperar qué?
—Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
—Siempre me creo que estoy en mi tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el
sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol, pero
desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la
silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…

134
—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
—El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.

VII

Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del principito.
Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente meditado en silencio:
—Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
—Un cordero se come todo lo que encuentra.
—¿Y también las flores que tienen espinas?
—Sí; también las flores que tienen espinas.
—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado apretado del
motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera agotando mi
provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado por la
resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:
—Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
—¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus
espinas…
No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me resiste un poco
más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis pensamientos:
—¿Tú crees que las flores…?
—¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas serias.
Me miró estupefacto.
—¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy
feo.
—¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:
—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
—Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una
estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el día se lo pasa
repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!"… Al parecer esto le llena de orgullo.
Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!
—¿Un qué?
—Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
—Hace millones de años que las flores tiene espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar
de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las flores pierden el tiempo
fabricando unas espinas que no les sirven para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las
flores? ¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una flor
única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un
corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después continuó:
—Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las
mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la
come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno, la sed y
la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien consolar! Lo tomé en
mis brazos y lo mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal para tu cordero

135
y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente
confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!

VIII

Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy
simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían
entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla
llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita
tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de
crecer y comenzó a echar su flor. El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le
convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su
belleza al abrigo de su envoltura verde. Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno
a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su
belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una
mañana, precisamente al salir el sol se mostró espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
—¡Ah, perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad? —respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó
exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
—Me parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro
espinas, dijo al principito:
—¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
—No hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los tigres no comen hierba.
—Yo nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó el principito—. Esta flor es demasiado
complicada…"
—Por la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde
yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos.
Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para
atraerse la simpatía del principito.
—¿Y el biombo?
—Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había
tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca hay que hacer caso a las flores, basta con
mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella historia de garra
y tigres que tanto me molestó, hubiera debido enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e
iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias!
¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla".

IX

Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La
mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los
cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas. Tenía, además, un
volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe lo que puede
ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones

136
volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de
deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a
volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente dulces. Y cuando
regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.
—Adiós —le dijo a la flor. Esta no respondió.
—Adiós —repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
—He sido una tonta —le dijo al fin la flor—. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo
esta tranquila mansedumbre.
—Sí, yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú
has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
—Y los animales...
—Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas.
Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:
—Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa...

Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse
al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy
sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah, —exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
—Aproxímate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El
principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de armiño.
Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he hecho un viaje muy largo y apenas he
dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos
son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!
—Me da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito enrojeciendo.
—¡Hum, hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada.
Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el
general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar
aquel rey.
—Señor —le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —volvió a preguntar el principito.
—Sobre todo eso. . . —respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.

137
—¿Y las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente! —le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese
podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas
de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta
abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o
de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de
él?
—La culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se
apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo
tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.
—¿Entonces mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había
formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las
condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo será eso?
—¡Ejem, ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario—, ¡ejem, ejem! será
hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
—Ya no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito—, no te vayas y te hago
ministro.
—¿Ministro de qué?
—¡De... de justicia!
—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa.
Y como no hay sitio para una carroza...
—¡Oh! Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del
planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo,
que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
—¡Ejem, ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la
noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu
justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
—A mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—. Creo que me voy a marchar.
—No —dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
—Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría
ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.
—¡Te nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para sí mismo durante el viaje.

XI

El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:


—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a visitarme! —Gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores.
—¡Buenos días! —dijo el principito—. ¡Qué sombrero tan raro tiene!
—Es para saludar a los que me aclaman —respondió el vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa nadie por
aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó sin comprender el principito.
—Golpea tus manos una contra otra —le aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le saludó modestamente levantando el sombrero.

138
"Esto parece más divertido que la visita al rey", se dijo para sí el principito, que continuó aplaudiendo mientras
el vanidoso volvía a saludarle quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se cansó con la monotonía de aquel juego.
—¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga? —preguntó el principito.
Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.
—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más
inteligente del planeta.
—¡Si tú estás solo en tu planeta!
—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras!
—¡Bueno! Te admiro —dijo el principito encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las personas mayores son muy extrañas", se decía para sí el principito durante su viaje.

XII

El tercer planeta estaba habitado por un bebedor. Fue una visita muy corta, pues hundió al principito en una
gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías
y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo! —respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para olvidar.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la cabeza.
—¿Vergüenza de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en el silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas", seguía diciéndose para sí el principito
durante su viaje.

XIII

El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan abstraído que ni siquiera
levantó la cabeza a la llegada del principito.
—¡Buenos días! —le dijo éste—. Su cigarro se ha apagado.
—Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós. Veintidós y
seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf! Esto suma quinientos un
millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
—¿Quinientos millones de qué?
—¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre serio
y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...
—¿Quinientos millones de qué? —volvió a preguntar el principito, que nunca en su vida había renunciado a
una pregunta una vez que la había formulado.
El hombre de negocios levantó la cabeza:
—Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera,
hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable
y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años.
Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la
tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.
—Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.
—¿Moscas?
—¡No, cositas que brillan!
—¿Abejas?

139
—No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo
de desvariar!
—¡Ah! ¿Estrellas?
—Eso es. Estrellas.
—¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
—Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto.
—¿Y qué haces con esas estrellas? —¿Que qué hago con ellas?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Que las estrellas son tuyas?
—Sí.
—Yo he visto un rey que...
—Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.
—¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y de qué te sirve ser rico?
—Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.
"Este, se dijo a sí mismo el principito, razona poco más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió preguntando:
—¿Y cómo es posible poseer estrellas?
—¿De quién son las estrellas? —contestó punzante el hombre de negocios.
—No sé. . . De nadie.
—Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.
—¿Y eso basta?
—Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla
que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede
aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.
—Eso es verdad —dijo el principito— ¿y qué haces con ellas?
—Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez —contestó el hombre de negocios—. Es algo
difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!
El principito no quedó del todo satisfecho.
—Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y
llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!
—Pero puedo colocarlas en un banco.
—¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese
papel.
—¿Y eso es todo?
—¡Es suficiente!
"Es divertido", pensó el principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".
El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas
las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues,
para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas...
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
"Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez durante el viaje.

XIV

El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en él un farol y el farolero
que lo habitaba. El principito no lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y
sin población un farol y un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de
negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera
nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy
bonita y por ser bonita es verdaderamente útil".
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?

140
—Es la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches! Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.
—No hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna es la consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo terrible. En otros tiempos era razonable; apagaba el farol por la mañana y lo encendía por
la tarde. Tenía el resto del día para reposar y el resto de la noche para dormir.
—¿Y luego cambiaron la consigna?
—Ese es el drama, que la consigna no ha cambiado —dijo el farolero—. El planeta gira cada vez más de prisa
de año en año y la consigna sigue siendo la misma.
—¿Y entonces? —dijo el principito.
—Como el planeta da ahora una vuelta completa cada minuto, yo no tengo un segundo de reposo. Enciendo y
apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de divertido —dijo el farolero—. Hace ya un mes que tú y yo estamos hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero que tan fielmente cumplía la consigna. Recordó las puestas de sol
que en otro tiempo iba a buscar arrastrando su silla. Quiso ayudarle a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que descanses cuando quieras...
—Yo quiero descansar siempre —dijo el farolero.
Se puede ser a la vez fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en tres zancadas. No tienes que hacer más que caminar
muy lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás... y el día durará tanto
tiempo cuanto quieras.
—Con eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—, lo que a mí me gusta en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el principito.
—No, no es una suerte —replicó el farolero—. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se iba diciendo para sí: "Este sería despreciado por los otros, por el
rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único que no me parece
ridículo, quizás porque se ocupa de otra cosa y no de sí mismo. Lanzó un suspiro de pena y continuó
diciéndose:
"Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no hay lugar para
dos..."
Lo que el principito no se atrevía a confesarse, era que la causa por la cual lamentaba no quedarse en este
bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol que podría disfrutar cada veinticuatro
horas.

XV

El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un anciano que escribía grandes libros.
—¡Anda, un explorador! —exclamó cuando divisó al principito.
Este se sentó sobre la mesa y reposó un poco. ¡Había viajado ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan grande? —preguntó a su vez el principito—. ¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe donde están los mares, los ríos, las ciudades, las montañas y los desiertos.
—Eso es muy interesante —dijo el principito—. ¡Y es un verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca había visto un planeta tan majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.

141
—¡Ah! (El principito se sintió decepcionado). ¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo exploradores que me informen. El
geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los océanos y los
desiertos; es demasiado importante para deambular por ahí. Se queda en su despacho y allí recibe a los
exploradores. Les interroga y toma nota de sus informes. Si los informes de alguno de ellos le parecen
interesantes, manda hacer una investigación sobre la moralidad del explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera sería una catástrofe para los libros de geografía. Y también lo sería un
explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos montañas donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el principito—, que sería un mal explorador.
—Es posible. Cuando se está convencido de que la moralidad del explorador es buena, se hace una
investigación sobre su descubrimiento.
—¿ Se va a ver?
—No, eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador que suministre pruebas. Por ejemplo, si se trata
del descubrimiento de una gran montaña, se le pide que traiga grandes piedras.
Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero... ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz. Los relatos de los exploradores se escriben primero con lápiz.
Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo es muy pequeño. Tengo tres volcanes, dos en
actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe...
—No, nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
—¿Qué significa "efímera"?
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más preciados e interesantes; nunca pasan de moda. Es
muy raro que una montaña cambie de sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos escribimos sobre
cosas eternas.
—Pero los volcanes extinguidos pueden despertarse —interrumpió el principito—. ¿Qué significa "efímera"?
—Que los volcanes estén o no en actividad es igual para nosotros. Lo interesante es la montaña que nunca
cambia.
—Pero, ¿qué significa "efímera"? —repitió el principito que en su vida había renunciado a una pregunta una
vez formulada.
—Significa que está amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra el
mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!". Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero
bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y el principito partió pensando en su flor.

XVI

El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.


¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes
negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos,
trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.

142
Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad
había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y
dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los
de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelandia y de Australia. Encendían sus
faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez
se perdían entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India, después los de África y Europa y
finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en
escena. Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del polo norte y su colega del único farol del polo sur, llevaban una vida
de ociosidad y descanso. No trabajaban más que dos veces al año.

XVII

Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto al hablar de los
faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen. Los hombres
ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie
y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte millas de largo por veinte de
ancho. La humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan mucho sitio. Se
creen importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya que adoran las
cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía miedo de haberse
equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió en la arena.
—¡Buenas noches! —dijo el principito.
—¡Buenas noches! —dijo la serpiente.
—¿Sobre qué planeta he caído? —preguntó el principito.
—Sobre la Tierra, en África —respondió la serpiente.
—¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
—Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy grande —dijo la serpiente.
El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.
—Yo me pregunto —dijo— si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya.
Mira mi planeta; está precisamente encima de nosotros... Pero... ¡qué lejos está!
—Es muy bella —dijo la serpiente—. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?
—Tengo problemas con una flor —dijo el principito.
—¡Ah!
Y se callaron.
—¿Dónde están los hombres? —prosiguió por fin el principito. Se está un poco solo en el desierto...
—También se está solo donde los hombres —afirmó la serpiente.
El principito la miró largo rato y le dijo: —Eres un bicho raro, delgado como un dedo...
—Pero soy más poderoso que el dedo de un rey —le interrumpió la serpiente.
El principito sonrió:
—No me pareces muy poderoso... ni siquiera tienes patas... ni tan siquiera puedes viajar...
—Puedo llevarte más lejos que un navío —dijo la serpiente.
Se enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de oro.
—Al que yo toco, le hago volver a la tierra de donde salió. Pero tú eres puro y vienes de una estrella...
El principito no respondió.
—Me das lástima, tan débil sobre esta tierra de granito. Si algún día echas mucho de menos tu planeta, puedo
ayudarte. Puedo...
—¡Oh! —dijo el principito—. Te he comprendido. Pero ¿por qué hablas con enigmas?
—Yo los resuelvo todos —dijo la serpiente.
Y se callaron.

XVIII

El principito atravesó el desierto en el que sólo encontró una flor de tres pétalos, una flor de nada.
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —dijo la flor.

143
—¿Dónde están los hombres? —preguntó cortésmente el principito.
La flor, un día, había visto pasar una caravana.
—¿Los hombres? No existen más que seis o siete, me parece. Los he visto hace ya años y nunca se sabe dónde
encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces. Esto les molesta.
—Adiós —dijo el principito.
—Adiós —dijo la flor.

XIX

El principito escaló hasta la cima de una alta montaña. Las únicas montañas que él había conocido eran los tres
volcanes que le llegaban a la rodilla. El volcán extinguido lo utilizaba como taburete. "Desde una montaña tan
alta como ésta, se había dicho, podré ver todo el planeta y a todos los hombres..." Pero no alcanzó a ver más
que algunas puntas de rocas.
—¡Buenos días! —exclamó el principito al acaso.
—¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días! —respondió el eco.
—¿Quién eres tú? —preguntó el principito.
—¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... —contestó el eco.
—Sed mis amigos, estoy solo —dijo el principito.
—Estoy solo... estoy solo... estoy solo... —repitió el eco.
"¡Qué planeta más raro! —pensó entonces el principito—, es seco, puntiagudo y salado. Y los hombres
carecen de imaginación; no hacen más que repetir lo que se les dice... En mi tierra tenía una flor: hablaba
siempre la primera... "

XX

Pero sucedió que el principito, habiendo atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente un camino. Y
los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.
—¡Buenos días! —dijo.
Era un jardín cuajado de rosas.
—¡Buenos días! —dijeran las rosas.
El principito las miró. ¡Todas se parecían tanto a su flor!
—¿Quiénes son ustedes? —les preguntó estupefacto.
—Somos las rosas —respondieron éstas.
—¡Ah! —exclamó el principito.
Y se sintió muy desgraciado. Su flor le había dicho que era la única de su especie en todo el universo. ¡Y ahora
tenía ante sus ojos más de cinco mil todas semejantes, en un solo jardín!
Si ella viese todo esto, se decía el principito, se sentiría vejada, tosería muchísimo y simularía morir para
escapar al ridículo. Y yo tendría que fingirle cuidados, pues sería capaz de dejarse morir verdaderamente para
humillarme a mí también... "
Y luego continuó diciéndose: "Me creía rico con una flor única y resulta que no tengo más que una rosa
ordinaria. Eso y mis tres volcanes que apenas me llegan a la rodilla y uno de los cuales acaso esté extinguido
para siempre. Realmente no soy un gran príncipe... " Y echándose sobre la hierba, el principito lloró.

XXI

Entonces apareció el zorro:


—¡Buenos días! —dijo el zorro.
—¡Buenos días! —respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.
—Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz.
—¿Quién eres tú? —preguntó el principito—. ¡Qué bonito eres!
—Soy un zorro —dijo el zorro.
—Ven a jugar conmigo —le propuso el principito—, ¡estoy tan triste!
—No puedo jugar contigo —dijo el zorro—, no estoy domesticado.
—¡Ah, perdón! —dijo el principito.

144
Pero después de una breve reflexión, añadió:
—¿Qué significa "domesticar"?
—Tú no eres de aquí —dijo el zorro— ¿qué buscas?
—Busco a los hombres —le respondió el principito—. ¿Qué significa "domesticar"?
—Los hombres —dijo el zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas. Es
lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
—No —dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? —volvió a preguntar el principito.
—Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa "crear vínculos... "
—¿Crear vínculos?
—Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros
cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que
un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el
uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
—Comienzo a comprender —dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...
—Es posible —concedió el zorro—, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
—¡Oh, no es en la Tierra! —exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
—¿En otro planeta?
—Sí.
—¿Hay cazadores en ese planeta?
—No.
—¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
—No.
—Nada es perfecto —suspiró el zorro.
Y después volviendo a su idea:
—Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y
todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena
de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo
la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los
campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me
recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me
domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
—Por favor... domestícame —le dijo.
—Bien quisiera —le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y conocer
muchas cosas.
—Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de
conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los
hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!
—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito.
—Debes tener mucha paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el
suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero
cada día podrás sentarte un poco más cerca...
El principito volvió al día siguiente.
—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la
tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro
me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora, nunca
sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.
—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro día y
que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan con las
muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo hasta la viña. Si
los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:
—¡Ah! —dijo el zorro—, lloraré.
—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te
domestique...
—Ciertamente —dijo el zorro.
—¡Y vas a llorar!, —dijo él principito.
—¡Seguro!

145
—No ganas nada.
—Gano —dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo.
Y luego añadió:
—Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme adiós y yo te
regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
—No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie.
Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y
ahora es único en el mundo.
Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:
—Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer
indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas,
porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos
(salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces
hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.
Y volvió con el zorro.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver
bien; lo esencial es invisible para los ojos.
—Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.
—Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
—Es el tiempo que yo he perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.
—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para
siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa...
—Yo soy responsable de mi rosa... —repitió el principito a fin de recordarlo.

XXII

—¡Buenos días! —dijo el principito.


—¡Buenos días! —respondió el guardavía.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó el principito.
—Formo con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha, ya a la
izquierda.
Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.
—Tienen mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué buscan?
—Ni siquiera el conductor de la locomotora lo sabe —dijo el guardavía.
Un segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.
—¿Ya vuelve? —preguntó el principito.
—No son los mismos —contestó el guardavía—. Es un cambio.
—¿No se sentían contentos donde estaban?
—Nunca se siente uno contento donde está —respondió el guardavía.
Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.
—¿Van persiguiendo a los primeros viajeros? —preguntó el principito.
—No persiguen absolutamente nada —le dijo el guardavía—; duermen o bostezan allí dentro. Únicamente los
niños aplastan su nariz contra los vidrios.
—Únicamente los niños saben lo que buscan —dijo el principito. Pierden el tiempo con una muñeca de trapo
que viene a ser lo más importante para ellos y si se la quitan, lloran...
—¡Qué suerte tienen! —dijo el guardavía.

XXIII

—¡Buenos días! —dijo el principito.


—¡Buenos días! —respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten
ganas de beber.
—¿Por qué vendes eso? —preguntó el principito.

146
—Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta
y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Lo que cada uno quiere... "
"Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos —pensó el principito— caminaría suavemente hacia una
fuente..."

XXIV

Era el octavo día de mi avería en el desierto y había escuchado la historia del comerciante bebiendo la última
gota de mi provisión de agua.
—¡Ah —le dije al principito—, son muy bonitos tus cuentos, pero yo no he reparado mi avión, no tengo nada
para beber y sería muy feliz si pudiera irme muy tranquilo en busca de una fuente!
—Mi amigo el zorro..., me dijo...
—No se trata ahora del zorro, muchachito...
—¿Por qué?
—Porque nos vamos a morir de sed...
No comprendió mi razonamiento y replicó:
—Es bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy contento de haber tenido un amigo
zorro.
"Es incapaz de medir el peligro —me dije — Nunca tiene hambre ni sed y un poco de sol le basta..."
El principito me miró y respondió a mi pensamiento:
—Tengo sed también... vamos a buscar un pozo...
Tuve un gesto de cansancio; es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto. Sin embargo,
nos pusimos en marcha.
Después de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía
como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de fiebre. Las palabras del principito danzaban en mi
mente.
—¿Tienes sed, tú también? —le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta, diciéndome simplemente:
—El agua puede ser buena también para el corazón...
No comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había que interrogarlo.
El principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y después de un silencio me dijo:
—Las estrellas son hermosas, por una flor que no se ve...
Respondí "seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena formaba bajo la luna.
—El desierto es bello —añadió el principito.
Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin
embargo, algo resplandece en el silencio...
—Lo que más embellece al desierto —dijo el principito— es el pozo que oculta en algún sitio...
Me quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era niño
vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda que nadie supo
jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro. Mi casa ocultaba un
secreto en el fondo de su corazón...
—Sí —le dije al principito— ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es
invisible.
—Me gusta —dijo el principito— que estés de acuerdo con mi zorro.
Como el principito se dormía, lo tomé en mis brazos y me puse nuevamente en camino. Me sentía emocionado
llevando aquel frágil tesoro, y me parecía que nada más frágil había sobre la Tierra. Miraba a la luz de la luna
aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados, los cabellos agitados por el viento y me decía: "lo que veo es sólo
la corteza; lo más importante es invisible... "
Como sus labios entreabiertos esbozaron una sonrisa, me dije: "Lo que más me emociona de este principito
dormido es su fidelidad a una flor, es la imagen de la rosa que resplandece en él como la llama de una lámpara,
incluso cuando duerme... " Y lo sentí más frágil aún. Pensaba que a las lámparas hay que protegerlas: una
racha de viento puede apagarlas...
Continué caminando y al rayar el alba descubrí el pozo.

147
XXV

—Los hombres —dijo el principito— se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren. . .
Entonces se agitan y dan vueltas...
Y añadió:
—¡No vale la pena!...
El pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos pozos son simples
agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no
había ningún pueblo y me parecía estar soñando.
—¡Es extraño! —le dije al principito—. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda...
Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el viento ha
dormido mucho.
—¿Oyes? —dijo el principito—. Hemos despertado al pozo y canta.
No quería que el principito hiciera el menor esfuerzo y le dije:
—Déjame a mí, es demasiado pesado para ti.
Lentamente subí el cubo hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el canto de la
roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.
—Tengo sed de esta agua —dijo el principito—, dame de beber...
¡Comprendí entonces lo que él había buscado!
Levanté el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta.
Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la
roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño, las luces del
árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi
regalo de Navidad.
—Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que
buscan.
—No lo encuentran nunca —le respondí. —Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa
o en un poco de agua...
—Sin duda, respondí. Y el principito añadió:
—Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.
Yo había bebido y me encontraba bien. La arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta sentirme
dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?
—Es necesario que cumplas tu promesa —dijo dulcemente el principito que nuevamente se había sentado
junto a mí.
—¿Qué promesa?
—Ya sabes... el bozal para mi cordero... soy responsable de mi flor.
Saqué del bolsillo mis esbozos de dibujo. El principito los miró y dijo riendo:
—Tus baobabs parecen repollos...
—¡Oh! ¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis baobabs!
—Tu zorro tiene orejas que parecen cuernos; son demasiado largas.
Y volvió a reír.
—Eres injusto, muchachito; yo no sabía dibujar más que boas cerradas y boas abiertas.
—¡Oh, todo se arreglará! —dijo el principito—. Los niños entienden.
Bosquejé, pues, un bozal y se lo alargué con el corazón oprimido:
—Tú tienes proyectos que yo ignoro...
Pero no me respondió.
—¿Sabes? —me dijo—. Mañana hace un año de mi caída en la Tierra...
Y después de un silencio, añadió:
—Caí muy cerca de aquí...
El principito se sonrojó y nuevamente, sin comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.
Sin embargo, se me ocurrió preguntar:
—Entonces no te encontré por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos lugares, a mil millas de
distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?
El principito enrojeció nuevamente.
Y añadí vacilante.
—¿Quizás por el aniversario?
El principito se ruborizó una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una
respuesta afirmativa.
—¡Ah! —le dije— tengo miedo.
Pero él me respondió:

148
—Tú debes trabajar ahora; vuelve, pues, junto a tu máquina, que yo te espero aquí. Vuelve mañana por la
tarde.
Pero yo no estaba tranquilo y me acordaba del zorro. Si se deja uno domesticar, se expone a llorar un poco...

XXVI

Al lado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedras. Cuando volví de mi trabajo al día siguiente por
la tarde, vi desde lejos al principito sentado en lo alto con las piernas colgando. Lo oí que hablaba.
—¿No te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!
Alguien le respondió sin duda, porque él replicó:
—¡Sí, sí; es el día, pero no es este el lugar!
Proseguí mi marcha hacia el muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin embargo, el principito replicó de nuevo.
—¡Claro! Ya verás dónde comienza mi huella en la arena. No tienes más que esperarme, que allí estaré yo esta
noche.
Yo estaba a veinte metros y continuaba sin distinguir nada.
El principito, después de un silencio, dijo aún:
—¿Tienes un buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?
Me detuve con el corazón oprimido, siempre sin comprender.
—¡Ahora vete —dijo el principito—, quiero volver a bajarme!
Dirigí la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una serpiente de esas amarillas que
matan a una persona en menos de treinta segundos, se erguía en dirección al principito. Echando mano al
bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente
por la arena como un surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un
ligero ruido metálico.
Llegué junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que estaba blanco como la nieve.
—¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?
Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de beber, sin atreverme a hacerle pregunta
alguna. Me miró gravemente rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón, como el de un
pajarillo que muere a tiros de carabina.
—Me alegra —dijo el principito— que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así podrás volver a tu
tierra...
—¿Cómo lo sabes?
Precisamente venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había logrado terminar mi trabajo.
No respondió a mi pregunta, sino que añadió:
—También yo vuelvo hoy a mi planeta...
Luego, con melancolía:
—Es mucho más lejos... y más difícil...
Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito entre mis
brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció que descendía en picada hacia un abismo sin
que fuera posible hacer nada para retenerlo.
Su mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.
—Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.
Y sonreía melancólicamente.
Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:
—Has tenido miedo, muchachito...
Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:
—Esta noche voy a tener más miedo...
Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable. Comprendí que no podía soportar la idea de
no volver a oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente en el desierto.
—Muchachito, quiero oír otra vez tu risa...
Pero él me dijo:
—Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima del lugar donde caí el año pasado...
—¿No es cierto —le interrumpí— que toda esta historia de serpientes, de citas y de estrellas es tan sólo una
pesadilla?
Pero el principito no respondió a mi pregunta y dijo:
—Lo más importante nunca se ve...
—Indudablemente...

149
—Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una estrella, es muy dulce mirar al cielo por la
noche. Todas las estrellas han florecido.
—Es indudable...
—Es como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la cuerda, era como una música ¿te
acuerdas? ¡Qué buena era!
—Sí, cierto...
—Por la noche mirarás las estrellas; mi casa es demasiado pequeña para que yo pueda señalarte dónde se
encuentra. Así es mejor; mi estrella será para ti una cualquiera de ellas. Te gustará entonces mirar todas las
estrellas. Todas ellas serán tus amigas. Y además, te haré un regalo...
Y rió una vez más.
—¡Ah, muchachito, muchachito, cómo me gusta oír tu risa!
—Mi regalo será ése precisamente, será como el agua...
—¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las estrellas son guías; para otros sólo son
pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero
todas esas estrellas se callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido...
—¿Qué quieres decir? —Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que en una de aquellas estrellas estoy
yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen. ¡Tú sólo tendrás estrellas que saben reír!
Y rió nuevamente.
—Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento de haberme conocido. Serás mi
amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus amigos
quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás: "Las estrellas me hacen reír siempre".
Ellos te creerán loco. Y yo te habré jugado una mala pasada...
Y se rió otra vez.
—Será como si en vez de estrellas, te hubiese dado multitud de cascabelitos que saben reír...
Una vez más dejó oír su risa y luego se puso serio.
—Esta noche ¿sabes? no vengas...
—No te dejaré.
—Pareceré enfermo... Parecerá un poco que me muero... es así. ¡No vale la pena que vengas a ver eso...!
—No te dejaré.
Pero estaba preocupado.
—Te digo esto por la serpiente; no debe morderte. Las serpientes son malas. A veces muerden por gusto...
—He dicho que no te dejaré.
Pero algo lo tranquilizó.
—Bien es verdad que no tienen veneno para la segunda mordedura...
Aquella noche no lo vi ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba con paso rápido y decidido y me dijo
solamente:
—¡Ah, estás ahí!
Me cogió de la mano y todavía se atormentó:
—Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad.
Yo me callaba.
—¿Comprendes? Es demasiado lejos y no puedo llevar este cuerpo que pesa demasiado.
Seguí callado.
—Será como una corteza vieja que se abandona. No son nada tristes las viejas cortezas...
Yo me callaba. El principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un esfuerzo y dijo:
—Será agradable ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán pozos con roldana herrumbrosa. Todas
las estrellas me darán de beber.
Yo me callaba.
—¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cascabeles y yo quinientos millones de fuentes...
El principito se calló también; estaba llorando.
—Es allí; déjame ir solo.
Se sentó porque tenía miedo. Dijo aún:
—¿Sabes?... mi flor... soy responsable... ¡y ella es tan débil y tan inocente! Sólo tiene cuatro espinas para
defenderse contra todo el mundo...
Me senté, ya no podía mantenerme en pie.
—Ahí está... eso es todo...
Vaciló todavía un instante, luego se levantó y dio un paso. Yo no pude moverme.
Un relámpago amarillo centelleó en su tobillo. Quedó un instante inmóvil, sin exhalar un grito. Luego cayó
lentamente como cae un árbol, sin hacer el menor ruido a causa de la arena.

150
XXVII

Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los compañeros que me vuelven a ver se
alegran de encontrarme vivo. Estaba triste, pero yo les decía: "Es el cansancio".
Al correr del tiempo me he consolado un poco, pero no completamente. Sé que ha vuelto a su planeta, pues al
amanecer no encontré su cuerpo, que no era en realidad tan pesado... Y me gusta por la noche escuchar a las
estrellas, que suenan como quinientos millones de cascabeles...
Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se me olvidó añadirle la correa de
cuero; no habrá podido atárselo al cordero. Entonces me pregunto:
"¿Qué habrá sucedido en su planeta? Quizás el cordero se ha comido la flor..."
A veces me digo: "¡Seguro que no! El principito cubre la flor con su fanal todas las noches y vigila a su
cordero". Entonces me siento dichoso y todas las estrellas ríen dulcemente.
Pero otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche ha olvidado poner el
fanal o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la noche...". Y entonces los cascabeles se convierten en
lágrimas...
Y ahí está el gran misterio. Para ustedes que quieren al principito, lo mismo que para mí, nada en el universo
habrá cambiado si en cualquier parte, quien sabe dónde, un cordero desconocido se ha comido o no se ha
comido una rosa...
Pero miren al cielo y pregúntense: el cordero ¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia...
¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente importante!
Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el mismo paisaje de la página anterior
que he dibujado una vez más para que lo vean bien. Fue aquí donde el principito apareció sobre la Tierra,
desapareciendo luego.
Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si
por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la
estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus
preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha
regresado. ¡No me dejen tan triste!

FIN

151

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