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Algún Día Tendrás la Razón

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Si vives cada día como si fuera el último, algún
día ciertamente tendrás la razón”. Era junio de
2005 en la ceremonia de graduación de la
universidad de Stanford, y el orador principal,
Steve Jobs, el genio fundador de Apple,
empezaba –recordando una cita que impresionó
su adolescencia– el tercer tema de su discurso: la
muerte.

Hace pocos días, este mes de enero, Jobs tomó


una licencia médica que lo alejaba parcialmente
de Apple. Es la tercera en diez años, y como se
sabe que las dos anteriores fueron por razones
graves (cáncer al páncreas, trasplante de hígado), la ansiedad entre los
accionistas de Apple ensombreció las espectaculares cifras de crecimiento de
la compañía que otrora fuera el símbolo de la singularidad creativa, la minoría
estética, la rebeldía informática. Pero hoy Apple es la empresa que impera en
el ámbito de la tecnología luego que el año pasado destronara a Microsoft en
valor de mercado.

En 2005, Apple ya había convertido hace tiempo la rebeldía en éxito y riqueza,


y Steve Jobs tenía una presencia emblemática en casi todos los temas de la
mitología estadounidense de surgimiento de la desventaja al triunfo. El
comienzo en el garaje; el exilio; el retorno y el triunfo; el gran producto: en la
carrera de Steve Jobs se tocaba casi todas las bases de la imaginación mítica
estadounidense: el joven pobre con un sueño, el inventor, el pionero, el
comeback kid, el triunfador.

Era el orador ideal para el discurso de graduación en una de las universidades


más prestigiosas (y ciertamente no de las más baratas) del mundo ese junio de
2005. El discurso, sin embargo, tuvo mucho de inesperado.

Jobs empezó diciéndoles a los jóvenes graduados que él jamás se graduó.


Que, de hecho, abandonó la universidad a la que sus padres adoptivos, de la
clase trabajadora, lo enviaron invirtiendo todos sus ahorros, a los pocos meses
de haber ingresado.

“Abandonar la universidad fue una de las mejores decisiones que tomé”, dijo
Jobs a una audiencia en ese momento silenciosa. No le encontró utilidad a un
programa de estudios cuyo costo empobrecía a sus padres. Sin embargo,
persistió algunos meses como alumno libre tomando cursos sobre temas que le
fascinaban, aunque parecieran inútiles, como uno de caligrafía, que lo adentró
en una “sutileza artística que la ciencia no puede capturar”.
Eso le costó. Contó a los estudiantes cómo tuvo que dormir en el piso,
recolectar y vender botellas vacías de Coca Cola para comer. Y cómo cruzaba
caminando la ciudad una vez por semana para tener una cena respetable en el
local de los Hare Krishna.

Nada de lo hecho entonces parecía tener valor práctico, relató Jobs, excepto
como una suerte de trocha precaria hacia el fracaso. Pero, años después, al
diseñar la primera Macintosh, “todo lo aprendido regresó”. La clase de
caligrafía inspiró la tipografía de la Mac, que luego se generalizó gracias a la
copia de Windows. “Si no hubiera abandonado los estudios, no hubiera caído
nunca en esa maravillosa clase de caligrafía”, dijo Jobs.

Tal el poder de la caligrafía. Me hizo recordar una película china, “Héroes”, en


la que el maestro y los aprendices de una escuela de caligrafía siguen
practicando su arte con devota disciplina mientras llueven las flechas del
enemigo que asedia el lugar.

Jobs habló luego sobre el terrible golpe que fue inicialmente para él ser
expulsado, a los treinta años, de la compañía que había creado (junto con
Steve Wozniak) y convertido en diez años de dos jóvenes en un garaje a una
empresa de, entonces, 4 mil empleados y dos mil millones de dólares de valor.

Pero, como “amaba lo que hacía”, decidió empezar de nuevo y “el peso del
éxito fue reemplazado por la levedad de ser de nuevo un principiante”. Fue, dijo
Jobs, “lo mejor que me pudo pasar”.

Y ese camino de retorno y de vindicación se hizo posible porque “la única


manera de estar verdaderamente satisfecho es si haces lo que crees que es un
gran trabajo y la única forma de realizar un gran trabajo es amar lo que haces”.

En la última parte de ese extraordinario discurso, Jobs habló a los estudiantes


sobre la muerte. A aquellos cientos de rostros jóvenes y sonrientes les recordó
que ellos también van a morir y que recordarlo es “la mejor manera de evitar la
trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay
motivo para no seguir (lo que indica) tu corazón”.

“Saber que voy a morir pronto ha sido lo más importante para ayudarme a
tomar las grandes decisiones en la vida, porque casi todo –expectativas,
orgullo, miedo de la vergüenza o el fracaso– se cae ante la faz de la muerte y
solo permanece lo verdaderamente importante”.

Jobs acababa de ver la muerte a una distancia de lectura. Poco antes le habían
diagnosticado cáncer al páncreas, cuya letalidad casi no tiene excepciones. Su
caso fue, al final, una de ellas.

Aunque, dijo Jobs, “nadie quiere morir, ni siquiera la gente que desea ir al
cielo”, la certeza de la muerte debe llevar a la autenticidad: “Su tiempo (de vida)
es limitado, no lo desperdicien entonces en vivir una vida ajena. … no permitan
que la voz de otros ahogue su propia voz, su corazón, su intuición”.
La exhortación final de ese extraordinario discurso fue tomada de una arenga
impresa en la contratapa de una publicación histórica en la contracultura (o
cultura alternativa) de los años 60, el “Whole Earth Catalog”: Stay hungry, stay
foolish.

Mantente hambriento, mantente insensato.

Así que ya saben. Si de los estudios de billonarios hablamos, George Soros


estudió Filosofía; Steve Jobs estudió caligrafía, no usa focus groups y aconseja
prepararse para la vida pensando en la muerte y mantenerse hambriento e
insensato para lograr la realización y, quizá, la opulencia.

¿Cuándo fue la última vez que escucharon eso en un curso de gerencia? Estoy
seguro que nunca. La creatividad no se expresa en Excel.

Si se examina las vidas de algunos de los grandes inventores e innovadores,


hay notables factores en común. Uno es, por supuesto, que surgen con mucha
mayor frecuencia en sociedades que fomentan el esfuerzo industrioso a la vez
que respetan la individualidad y, por ende, la libertad. Por eso, pese a sus
excesos y falta de disciplina, Estados Unidos lleva ventaja a culturas más
estructuradas: muy pocas otras sociedades ofrecen la oportunidad y el estímulo
a la inventiva, la iniciativa individual. En medio de sus crisis actuales, hay
cientos o miles de garajes, donde otros tantos jóvenes o quienes ya no lo son,
desarrollan proyectos, inventos y sueñan con superar a Jobs, superar a Gates.

Hay otro factor frecuente en los creadores: una herida primaria, un dolor
recóndito en almas sensibles que una vida cuadrada y previsible jamás curará.
Así, la desventaja, el contraste, incluso el trauma son a veces el impulso que
lleva a lanzarse a esfuerzos ambiciosos, con el acicate del hambre que
conocen bien desde los artistas hasta los boxeadores, para lograr la
trascendencia que realice la creación y alivie u olvide el dolor.

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