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El sueño de Pablo

Patricia Méndez Gatica


Chilena

Muy alto para sus diez años de edad, Pablo es el


tercero entre seis hermanos. José, Octavio, Antonio,
Juan y Manuel, constituyen, con sus padres, una
numerosa familia. Su padre, hombre rudo, de carácter
muy fuerte, gobierna a sus hijos con mano dura. Es un
carpintero, formado entre las durezas de la vida, los
rigores de la pobreza y el trabajo despiadado de la
vida campesina.
Su madre, mujer humilde, sumisa y sencilla, cuida
la prole con esmero y mucho trabajo. Debió ser
hermosa cuando joven, algunos rasgos aún persisten
en su rostro, aún cuando la falta de cuidados ha
dejado una profunda huella en su aspecto. La espalda
encorvada antes de tiempo por el maltrato de la vida,
le adjudican más años de los que realmente tiene.
Todos van a la escuela, limpios y ordenados,
excepto el más pequeño que se queda en casa con la
madre. Apenas llegan del colegio, su padre los envía a
trabajar. “La vida está difícil, dice él, y el trabajo es la
mejor escuela para que sean hombres de verdad”
Cargados con sus cajas aislantes llenas de paletas de
helados, recorren los lugares más concurridos de
Temuco: el terminal de buses rurales en la feria Pinto y
la estación de trenes, ofreciendo su mercadería a los
transeúntes. Muchos se conmueven al ver a los más
pequeños trabajando a su corta edad.
Pablo se esmera en vender sus helados, siempre
es el primero en terminar y corre a la fábrica en busca
de una nueva carga que no tarda en negociar. Por esta
cualidad de esforzado en su trabajo, tiene consigo los
favores de su padre que siempre lo destaca entre el
resto de sus hijos poniéndolo como ejemplo.
Terminada tal labor, cuando ya atardece, recién
pueden ir a disfrutar de un poco de diversión. Corren
atropellándose hasta Los Boldos a orillas del rio
Cautín, cerca de la casa. Se zambullen con deleite en
las frescas aguas que los reciben refrescando sus
infantiles cuerpos. Olvidados del trabajo sólo se
dedican a disfrutar de la experiencia de la natación.
- ¡Antonio mira como me zambullo! - Grita Pablo
- Eso no es nada ¡Veamos si puedes hacer esto! - Y
Antonio demuestra sus dotes de nadador consumado.
Se sumerge por largos minutos en el agua y sale
varios metros más allá.
Es agradable contemplar la bella escena. Es
conmovedora la alegría de los hermanos que
comparten felices estos breves momentos de
esparcimiento. Breves, porque pronto anochece y
deben volver a casa. Momentos después, rendidos
duermen profundamente en sus camas. Lo hacen de
dos en dos en cada cama, casi hacinados en el
pequeño cuarto. Cuando todos en casa están
dormidos, Pablo, sin hacer ruido, se sienta en el borde
de la cama que comparte con Octavio. A la luz de la
luna que débilmente ilumina a través de la ventana,
saca de su escondite en el muro, detrás del cajón que
hace las veces de velador, una pequeña caja de
madera. Ese es su secreto, allí guarda su tesoro,
muchos billetes asombrosamente nuevos y
pulcramente doblados.
Cada vez que él trabaja, en la fábrica de helados
le regalan dos o tres, al contrario de sus hermanos, él
no los come y los vende. Y va guardando el producto
de su venta en esa caja en completo secreto, pues
tiene miedo de que su padre no le parezca bien y lo
despoje. Elige los billetes más nuevos y los ordena con
sumo cuidado, los está reuniendo con un solo
propósito, comprarse el reloj más lindo que ha visto en
su vida, muy dorado con el fondo naranja y los
números negros. Todos los días pasa a contemplarlo
en la vitrina de una relojería. Lo mira por largo tiempo
imaginando que algún día podrá ser suyo. Cuenta su
tesoro y aún le falta más de la mitad del dinero, pero
poco a poco se acerca a la meta.
Al día siguiente llega a casa, y siente que algo
ocurre, sensación que se evidencia cuando su padre
manda a trabajar a sus hermanos y a él le pide que se
quede. La mamá circula por la cocina sin levantar la
mirada del suelo. Su padre lo llama a su cuarto. Le
cuesta acostumbrarse a la escasa luz de la habitación.
Cuando lo logra, con espanto ve su tesoro
desparramado sobre la cama. Palidece y empieza a
transpirar helado, no entiende por qué está pasando
esto. Su padre con un trozo de cuero trenzado en una
mano, lo mira con ira encendida en sus ojos
penetrantes;
- ¿De dónde sacaste esto? ¿Has estado robando a tu
propio padre?
El no puede responder enmudecido por el miedo.
- Y yo que te consideraba un ejemplo para tus
hermanos. ¡Mal hijo, ladrón!
Y alzando el azote de cuero lo deja caer sobre el
delgado cuerpo de Pablo que no puede contener las
lágrimas que saltan de sus ojos aterrados. Una y otra
vez su cuerpo recibe el injusto castigo. Su padre ciego
de ira no se detiene a pensar en lo irracional de su
conducta. Pablo no siente tanto el dolor de los golpes
como el que le produce la inevitable pérdida de su
tesoro: Ve con desconsuelo que nunca tendrá su reloj.
Despierta adolorido. Su madre amorosa y
compasivamente le atiende las heridas, pero las que
tiene en el corazón… esas tardarán en sanar.

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