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¿Qué es la adolescencia?

Jesús Palacios

1. La adolescencia como fenómeno reciente

¿Es la adolescencia un estadio psicológico necesario? ¿Se trata de un


período natural del desarrollo o es más bien una construcción artificial, un producto
de una determinada organización social y cultural? Tal vez haya lectores a los que
sorprenda que empecemos con estas preguntas nuestro análisis de la Psicología
Evolutiva de los adolescentes, pues quizá consideren que la adolescencia es una
época con un estatus tan específico como el de la infancia, la adultez o la vejez, por
cuyo carácter más o menos natural o artificial no nos preguntamos. ¿Por qué
formular esas preguntas, entonces, en relación con la adolescencia?

Por adolescencia solemos entender la etapa que se extiende, grosso modo,


desde los 12-13 años hasta aproximadamente el final de la segunda década de la
vida. Se trata de una etapa de transición en la que ya no se es niño, pero en la que
aún no se tiene el estatus de adulto. Es lo que Erikson (1968) denominó una
«moratoria social», un compás de espera que la sociedad da a sus miembros
jóvenes mientras se preparan para ejercer los roles adultos.

Sin embargo, la adolescencia tal y como nosotros la conocemos en Occidente


a finales del siglo XX, es, hasta cierto punto, un producto de nuestro siglo. Muchos
chicos y chicas occidentales a los que consideramos adolescentes pueden
caracterizarse por estar aún en el sistema escolar o en algún otro contexto de
aprendizaje profesional o a la busca de un empleo estable; por estar aún
dependiendo de sus padres y viviendo con ellos; por estar realizando la transición de
un sistema de apego en gran parte centrado en la familia, a un sistema de apego
centrado en el grupo de iguales, a un sistema de apego centrado en una persona del
otro sexo; por sentirse miembros de una cultura de edad (la cultura adolescente) que
se caracteriza por tener sus propias modas y hábitos, su propio estilo de vida, sus
propios valores; por tener preocupaciones e inquietudes que no son ya las de la
infancia, pero que todavía no coinciden con las de los adultos. Las anteriores son
algunas de las señas de identidad de los adolescentes occidentales que nosotros
conocemos. Más abajo en este capítulo (y luego en los dos que siguen) aparecerán
nuevos rasgos identificatorios de lo que denominamos adolescencia.

Pero con lo ya mencionado tenemos suficiente para decir que este tipo de
adolescencia que acabamos de describir sumariamente no ha existido siempre, o al
menos no ha existido con los rasgos descritos. Ciertamente, filósofos griegos de la
antigüedad, como luego los pensadores y escritores posteriores, ya habían
identificado unos años de la vida de las personas que se caracterizan porque los que
eran niños empiezan a indisciplinarse, a poner en cuestión la autoridad de los
padres, a tener deseos sexuales, etc. Pero los sujetos a los que estos escritores y
pensadores se referían constituían una muy escasa minoría de la población entre
trece y veinte años. Durante siglos, hasta finales del XIX, los niños se incorporaban
al mundo del trabajo en algún momento entre los siete años y los comienzos de la
pubertad, de la que hablaremos en el apartado siguiente. Pocos eran los que
estudiaban, pocos los que lo hacían por encima de los 10- 12 años, y aquellos que
16 hacían no estaban en general agrupados por niveles de edad diferenciados, ni
permanecían mucho en el sistema educativo. No existía una cultura adolescente, ni
la adolescencia era percibida como un estadio particular del desarrollo.

Por lo que a Occidente concierne, los finales del siglo XIX marcan un punto de
ruptura con la situación que se acaba de describir. La revolución industrial cambia
muchas cosas y lo hace de manera muy notable. Con la industrialización empezó a
hacerse importante la capacitación, la formación, el estudio. Aunque los hijos de
obreros siguieron incorporándose al mundo del trabajo a edades muy tempranas, los
hijos de las clases medias y altas tendieron a permanecer en las escuelas, que
aumentaron en número, desarrollaron programas específicos y más complejos, se
hicieron más exigentes. Al final, los hijos de obreros también se fueron uniendo a ese
estilo de vida, cuando, según avanzaba el siglo, se fue introduciendo en los diversos
países occidentales el concepto de escolaridad obligatoria, que se ha ido alargando
hasta llegar en la actualidad en la mayoría de los países europeos a los dieciséis
años. No son pocos los chicos y chicas que prosiguen luego sus estudios después
de la escolaridad obligatoria, permaneciendo en el sistema escolar unos cuantos
años más.

Lo que todo lo anterior significa es que en nuestra cultura occidental, la


incorporación de los adolescentes al estatus adulto se ha retrasado notablemente,
formándose como consecuencia un grupo nuevo que, como se ha indicado,
desarrolla además sus propios hábitos y maneras, y que se enfrenta a problemas
peculiares.

Las cosas han sido de otra manera, como hemos visto, en otros momentos
históricos de nuestra cultura, y siguen aún siendo de otra manera en otras cultura
muy diferentes a la nuestra, en las que la incorporación al estatus adulto se da a una
edad temprana, con lo que ello implica de formar una familia, acceder a las
responsabilidades adultas, comportarse como adultos, etc. Así, en sociedades
menos desarrolladas (y mucho más claramente en sociedades primitivas), existen
una serie de ritos asociados a los cambios físicos de la pubertad. Una vez que ha
pasado por esos ritos (a veces con un período de aislamiento de unos cuantos días o
unas cuantas semanas, que se aprovechan además para adoctrinar a los nuevos
adultos en las tradiciones del grupo, técnicas de caza, etc.), el individuo sale
convertido en un adulto. Aquí no se puede hablar de adolescencia con el mismo
sentido con que utilizamos la palabra en nuestra cultura. Como se ve, en estos
pueblos no se cumple ninguna de las que más arriba calificábamos como señas de
identidad de nuestros adolescentes: seguir en el sistema escolar, bajo la
dependencia de los padres, formando un grupo aparte identificable como tal, etc. De
lo anterior se sigue que es preciso hacer una distinción entre dos términos que tienen
un significado y un alcance muy distinto: pubertad y adolescencia. Llamamos
pubertad al conjunto de cambios físicos que a lo largo de la segunda década de la
vida transforman el cuerpo infantil en cuerpo adulto con capacidad para la
reproducción. Llamamos adolescencia a un período psicosociológico que se prolonga
varios años y que se caracteriza por la transición entre la infancia y la adultez. Como
es obvio, la pubertad es un fenómeno universal para todos los miembros de nuestra
especie, como hecho biológico que es y como momento de la mayor importancia en
nuestro calendario madurativo común. La adolescencia, por su parte, es un hecho
psicosociológico no necesariamente universal y que no necesariamente adopta en
todas las culturas el patrón de características que adopta en la nuestra, en la que
además se ha dado una importante variación histórica que a lo largo de nuestro siglo
ha ido configurando la adolescencia que nosotros conocemos.

2. Los cambios físicos de la pubertad y sus consecuencias psicológicas

Salvo los caracteres sexuales primarios (pene en los niños, vagina en las
niñas), los cuerpos infantiles de chicos y chicas son fundamentalmente iguales. Al
final de los procesos de cambio que se dan en la pubertad, los cuerpos masculino y
femenino se diferenciarán enormemente, tanto en lo que se refiere a los caracteres
sexuales primarios citados, cuanto en lo relativo a los caracteres sexuales
secundarios (por ejemplo, vello facial, cambio de voz, ensanchamiento de los
hombros en los chicos; crecimiento del pecho, ensanchamiento de las caderas en las
chicas...). El proceso de transformación física es puesto en marcha por una serie de
mecanismos hormonales que desencadenan un largo proceso de cambios que, como
se ve a continuación, presenta un patrón diferencial para chicos y chicas.

En los chicos, la primera manifestación de los cambios es el comienzo del


crecimiento de los testículos, seguido por un tímido surgimiento del vello público sin
pigmentar, el crecimiento del pene y un primer cambio de voz. El vello comienza
luego a sombrear las axilas y la piel existente entre el labio superior y la base de la
nariz. Más adelante se producen espermatozoides y pueden darse las primeras
emisiones de semen, ya sean inducidas (masturbación) o espontáneas (emisiones
nocturnas). A continuación, el vello púbico se pigmenta y el crecimiento alcanza su
máxima velocidad. El proceso continúa con el crecimiento de pene y testículos,
aumentando luego la producción de espermatozoides. Seguidamente, crece el vello
en las axilas y un poco después la voz cambia de manera más marcada; crece luego
la barba. A partir de ahí, el crecimiento se desacelera.

En las chicas, los primeros signos son el redondeamiento de las caderas y el


primer abultamiento del pecho, junto con el comienzo del surgimiento del vello púbico
no pigmentado. Útero, vagina, labios y clítoris aumentan más adelante su tamaño. A
continuación, el vello púbico crece deprisa y pigmentado. Se desarrolla más adelante
el pecho, con pigmentación de areolas y pezones. Seguidamente, comienza a
pigmentarse el vello axilar. Después, la velocidad de crecimiento alcanza su cota
más alta. A continuación se da la menarquía (primera menstruación). Termina luego
de crecer el vello púbico, el pecho adquiere su conformación adulta y el vello axilar
completa su crecimiento. La velocidad del crecimiento se desacelera.
Los procesos descritos se producen de manera relativamente lenta y es digno
de resaltarse que algunas de las manifestaciones del cambio que más evidentes
pueden ser para el observador externo (cambio de voz, vello pigmentado en las
axilas y en la cara, en el caso de los chicos; primera menstruación, desarrollo del
pecho en las chicas), no son sino la parte final de un proceso iniciado bastante
tiempo antes.

No hemos hecho ninguna referencia a las edades en las que estos cambios
ocurren. Por término medio, en los chicos comienzan hacia los 12-13 años y
terminan hacia los 16-18. En las chicas, comienzan por término medio hacia los 10-
11 y acaban hacia los 14-16 años. Por tanto, ellas van por delante en el proceso,
como ya se señaló en el capítulo 2 al hablar del dimorfismo sexual, o diferente curva
de crecimiento en chicos y chicas. Las indicadas son las edades promedio, pero la
variedad que realmente se da es muy amplia, empezando el proceso en algunos
niños a los diez años y terminando en otros a los veinte, y comenzando en algunas
niñas a los nueve, prolongándose en otras hasta los dieciocho. Las diferencias entre
unos sujetos y otros son enormes, siendo perfectamente normales los unos y los
otros. Así, por ejemplo, hay niños en los que el crecimiento del pene ha terminado en
torno a los trece años y medio, mientras que en otros no se completa hasta los
diecisiete; hay niñas que tienen su primera menstruación a los 9-10 años, mientras
que otras no la tienen hasta los dieciséis y medio, aunque la mayoría la tienen en
torno a los 12-13 años. Existiendo, por tanto, una gran heterogeneidad interindividual
en los momentos en que los cambios ocurren, se da, sin embargo, una gran
semejanza en la secuencia con que ocurren, que es la que más arriba se ha descrito.
Así, pues, con independencia de a qué edad se pongan en marcha los cambios o se
terminen, el proceso de crecimiento físico que se da en la pubertad presenta el
mismo perfil en los distintos individuos.

Las causas por las que la maduración ocurre más temprano o más tarde son
diversas. Parece que están implicados aspectos genéticos y aspectos ambientales.
De estos últimos, parece claro que la alimentación juega un papel importante. Como
ya se señaló en el capítulo 2 al hablar de la «tendencia secular del crecimiento», era
los últimos cien años se ha ido produciendo un adelantamiento del proceso que
estamos describiendo, adelantamiento que ya se ha detenido en algunos países. De
todas formas, las diferencias no sólo afectan a una época histórica respecto a otra, o
a una cultura en contraste con otra cultura diferente; en el interior de una misma
sociedad y en el mismo momento histórico se encuentran diferencias entre distintos
grupos, como las que existen, por ejemplo, entre las chicas urbanas y las rurales,
pudiendo tener éstas la menarquía algo más tarde que aquéllas, lo que señala a la
contribución de factores como el ya citado de la alimentación y probablemente
algunos otros como la historia de salud, los hábitos de vida, etc.

Se ha señalado antes que tanto los niños y niñas que maduran precozmente,
como los que son lentos, como los que se aproximan al promedio, son perfectamente
normales desde el punto de vista del proceso del crecimiento. Pero, naturalmente, el
análisis evolutivo que a nosotros nos interesa no se detiene en el plano estrictamente
madurativo, debiendo preguntarnos a continuación por el impacto psicológico que
puede ocasionar el madurar precoz o tardíamente.

Para entender el impacto que la maduración precoz o tardía puede tener sobre
chicos y chicas, es preciso resaltar el hecho de que probablemente la de la
adolescencia es una de las etapas de la vida en que más atento se está al propio
cuerpo, a sus características y desarrollo, a sus semejanzas y diferencias respecto al
cuerpo de los demás. Eso ocurre así en nuestra cultura (parece que no se trata de un
fenómeno universal), en la que además existen una serie de estereotipos de belleza
respecto a los cuales se va a valorar el adolescente, que se sentirá tanto más
confortable con su propio cuerpo cuanto más se conforme con esos estereotipos, y
tanto más incómodo cuanto más se aleje de ellos, o cuanto más se aleje de lo que es
lo habitual en su contexto.

Parece que los efectos de la maduración precoz o tardía tienden a ser


diferentes en los chicos y en las chicas. En el caso de los chicos, la maduración
precoz es frecuentemente bien recibida por aquel a quien afecta, pues le distingue de
los demás por su fuerza, por su capacidad atlética, por su superioridad física,
aspectos todos ellos valorados por los adolescentes varones. El chico que madura
más tarde que el promedio puede sentirse más inseguro, más inadecuado. Para
unos y otros se dan efectos en el área de la socialización que pueden ser de una
cierta importancia: tal vez el adolescente que ha madurado precozmente se vea
presionado a comportarse de acuerdo con criterios que se relacionan más con su
madurez física que con su madurez psicológica, lo que puede significar tensión para
el chico y sentimientos de incompetencia. En el caso del chico que madura
lentamente, puede ocurrir lo contrario: se espera de él un comportamiento más
infantil que aquel que realmente es capaz de producir de acuerdo con su madurez
psicológica, lo que puede ocasionar tensiones con los adultos.

En el caso de las chicas, la maduración temprana no parece ser tan


bienvenida por quien la padece, que puede incluso tratar de ocultar sus signos
externos más visibles, tener miedo a llamar excesivamente la atención, a crecer
demasiado o a engordar más de la cuenta. Como consecuencia de su aspecto físico,
las chicas que maduran precozmente pueden verse presionadas por chicos mayores
que ellas para establecer un tipo de relaciones para las que aún no están
capacitadas. La chica que madura tardíamente tal vez tenga, en este sentido, menos
problemas, pues dada la diferencia de edad que se da en la maduración de chicas y
chicos a favor de las primeras, la chica que madura tardíamente lo hace a la misma
edad que los chicos promedio. Las diferencias a las que acabamos de referimos
entre los chicos y las chicas que maduran temprana y tardíamente se basan en datos
de investigación y son además razonables. No obstante, se deben añadir dos
precauciones fundamentales. La primera de ellas se refiere al hecho de que la
investigación en este terreno no es excesiva y no carece de problemas
metodológicos (por ejemplo, llegar a un acuerdo respecto al momento en que se
considera que un chico está en la cúspide de los cambios puberales), existiendo
además frecuentes desacuerdos entre distintos investigadores. La segunda se refiere
al hecho de que aunque las diferencias asociadas a la precocidad o demora de la
maduración existen, y aunque el momento de la maduración sea de gran importancia
para el adolescente que en ella está metido de lleno, es discutible que los efectos de
esas diferencias sean importantes a largo plazo. Más bien al contrario, parece que el
momento en que ocurren los cambios de la pubertad es sólo de relativa importancia
cuando se mira en la perspectiva del desarrollo posterior. La forma en que los
adolescentes viven su adolescencia y realizan la transición a la vida adulta parece
afectada por un conjunto de factores entre los que destacan la historia evolutiva
previa a la adolescencia, las relaciones con los adultos y los iguales significativos, el
éxito o el fracaso académico. El momento de la maduración tiene su lugar entre
estos factores, pero probablemente no el más importante ni el de más impacto.

Lo importante no parece ser tanto el momento en que se produce la


maduración, cuanto la constelación de variables en las que el momento de la
maduración se inserta. Por poner dos ejemplos simples, no es lo mismo una
maduración física precoz en un chico o una chica con un desarrollo cognitivo y social
aún infantiles, que en un chico o una chica con un desarrollo más avanzado en esos
aspectos; no es lo mismo enfrentarse a las incertidumbres de los cambios físicos con
un sentimiento básico de confianza en uno mismo y en el entorno social significativo,
que con sentimientos negativos respecto a uno mismo o a los padres, hermanos y
amigos.

3. Adolescencia, ¿tormenta y drama?

Desde que a principios de nuestro siglo, G. Stanley Hall (1904) publicará dos
gruesos volúmenes sobre la adolescencia, ha existido la tendencia a considerar esta
época de la vida como un período de «tormenta y drama», de acuerdo con la
contraseña del movimiento romántico de la literatura alemana del siglo XVIII. Se
supone, de acuerdo con este punto de vista, que la adolescencia es una época de
turbulencias, de cambios dramáticos, de tensiones y sufrimientos psicológicos
abundantes. Hasta cierto punto, esa visión de la adolescencia como época
tormentosa encontró refuerzo en vanas formulaciones psicoanalíticas que situaban
después de la fase de latencia un período de especial tensión, con la reactivación de
conflictos que habían estado dormidos y su estallido en un contexto más complejo y
problemático que el de la infancia.

No es éste, sin embargo, el único punto de vista que existe sobre la


adolescencia y su carácter más o menos turbulento. El mayor contraste con las
teorías de la tormenta y el drama lo ofrecen las que procede en de la antropología
cultural. Hace ya muchos años que la antropóloga Margaret Mead realizó
observaciones en Samoa, en Oceanía (Mead, 1928). Estudió allí el fenómeno de la
adolescencia y sus conclusiones pueden resumiese fácilmente: los chicos y chicas
de Samoa que atraviesan los cambios fisiológicos que llevan de la infancia a la
madurez, no presentan ningún signo de tensión especial, de turbulencias o de
dificultades. Por el contrario, parece que en la Samoa que Mead observó, todo
llevaba a realizar una transición fácil y sin problemas: los chicos y chicas habían ido
ya siendo introducidos en la vida de los adultos y sus responsabilidades, aunque de
manera gradual y adecuada a sus posibilidades; los conflictos se discutían y
resolvían abiertamente; existían formas socialmente establecidas de hacer frente a
las tensiones interpersonales, etc. La adolescencia era en aquella Samoa una
agradable época de la vida.

Como ocurre frecuentemente en Psicología, nos encontramos ante dos


descripciones del mismo hecho que a primera vista parecen simplemente
incompatibles: una que habla de tensiones y dramas como elemento caracterizador
de la adolescencia, la otra que enfatiza el carácter culturalmente determinado de la
forma en que se vive este período de la vida humana.

En la estela de las aportaciones de la antropología cultural, ha habido en los


últimos años una cierta tendencia a adoptar la posición opuesta a la convencional,
que consistía en considerar la adolescencia como una época particularmente
agitada. Así, se ha llegado a afirmar que la adolescencia es sólo un producto cultural,
y que su carácter más o menos suave o agitado es sólo una de las consecuencias de
las experiencias que cada cultura aporta a sus miembros jóvenes. Se ha llegado a
afirmar que la adolescencia no es fundamentalmente una época de tensiones. Pero
junto a esta visión de color de rosa de la adolescencia, existen algunos datos que,
son incuestionables y que tienen que ver con abandonos escolares, suicidios o
tentativas de suicidio, embarazos precoces indeseados, dificultades importantes de
ajuste en la familia, etc.

Probablemente haya algo de verdad en las dos versiones extremas, y


probablemente la mayor parte de los adolescentes se sitúan en algún punto
intermedio entre el rosa y el negro. Puede ocurrir, por ejemplo, que quienes afirman
que la adolescencia no es una época de particulares tensiones y quienes hablan de
la adolescencia como época particularmente conflictiva, estén sencillamente
hablando de dos tipos de adolescentes distintos, los dos reales: unos para los que la
adolescencia constituye una transición más de las que se realizan en la vida, otros
para los que es una época de especiales dificultades y de ajustes particularmente
dolorosos. Distintos adolescentes tienen historias evolutivas previas muy diferentes y
experiencias muy distintas en la adolescencia. Incluso las mismas experiencias
pueden tener significados muy distintos. Así, para algunos adolescentes sacarse el
carnet de conducir significa poder llevar en coche a sus amigos y amigas, ir de un
sitio a otro, presumir... Para otros adolescentes, tener el carnet de conducir significa
poder acceder a un puesto de trabajo para el que es requisito necesario. No se
pretende decir con esto que el primero tiene una adolescencia tranquila y el segundo
la tiene turbulenta, pues bien pudiera ocurrir lo contrario. Lo que se quiere decir es
que probablemente es mejor hablar de adolescentes (de distintos tipos de
adolescentes) que de adolescencia, y que cualquier fenómeno que se considere
debe evaluarse en la perspectiva de la historia evolutiva del sujeto y de sus
características de conjunto.

Desde esta óptica, probablemente hay adolescentes para los que esta época
de la vida es especialmente tormentosa y otros para los que es más fácil, aun no
estando exenta de problemas. De hecho, algunos antropólogos que con
posterioridad a Margaret Mead hicieron observaciones en Samoa, encontraron más
conflictos (de agresión, sexuales, de competición ... ) de los que ella observó. En
conjunto, parece sin embargo que, con las evidencias de que disponemos, se puede
afirmar que el adolescente turbulento, atormentado y problemático existe, pero que
no es el tipo de adolescente predominante, encontrándose en este grupo menos de
un 11 por 100 de los adolescentes jóvenes. Se afirma que en torno al 57 por 100 de
los adolescentes jóvenes tienen una transición positiva y saludable, mientras que en
torno al 32 por 100 de los adolescentes jóvenes presentan dificultades intermitentes
y situacionales (Petersen, 1988). Las dificultades existen, en consecuencia, como
uno de los elementos integrantes del cuadro de la adolescencia, pero su importancia
no debe quizá ser ni tan enfatizada como se hacía en las viejas teorías de la
tormenta y el drama, ni tan infraestimada como tal vez creíamos cuando
pensábamos que la adolescencia era una época como las demás, sin particulares
problemas propios. Como otras etapas del desarrollo la adolescencia plantea
problemas específicos. Tal vez, como ha sugerido Coleman (1974, 1980) con su
«teoría focal», esos problemas no se presentan todos a la vez, sino de manera
sucesiva, lo que permite al adolescente irlos abordando de forma secuencial, al
menos en la mayor parte de los casos.

En todo caso, conviene resaltar que la forma en que las cosas se plantean
para muchos adolescentes en nuestro medio cultural, contribuye poco a realizar una
cómoda transición de la adolescencia a la edad adulta. La incorporación de los
adolescentes al estatus adulto se retrasa cada vez más, de tal modo que cada vez
con más frecuencia nos encontramos con personas que son física y
psicológicamente adultas, pero que sin embargo siguen siendo socialmente no
adultas: continúan bajo la dependencia de sus padres, no se incorporan al mundo del
trabajo, no pueden formar una unidad familiar propia, etc., no porque no deseen
independizarse, trabajar o mantener una relación estable e independiente con una
persona del otro sexo, sino porque las condiciones sociales de dificultad para
acceder al mundo laboral, prolongación de la escolaridad, coste de la vida, etc.,
hacen imposible materializar esos deseos. Sin lugar a dudas, esta artificial
prolongación de un estatus social infantil (dependencia de los padres, asistencia
prolongada a centros educativos, etc.), ayuda poco a los adolescentes, que tienen
como una de sus metas fundamentales el desarrollo de una nueva identidad, como
luego se ve en el capítulo 22. Nueva identidad que no se logra si no es, en gran
parte, desempeñando nuevos roles y adquiriendo el estatuto social de sujeto adulto.

Un último aspecto debe ser añadido en el análisis del carácter más o menos
conflictivo de la adolescencia. Se habla frecuentemente de los problemas de los
adolescentes como si sólo en ellos radicaran las fuentes de tensión. Nada más lejos
de la realidad, sin embargo. Bien puede ocurrir, por ejemplo, que los padres de un
sujeto adolescente cualquiera estén atravesando por las crisis de la mitad de la vida
de las que se hablará en el capítulo 24, con lo que ellos mismos están haciendo
frente a conflictos, a redefiniciones de su identidad personal, relacional, profesional,
etc. Estos conflictos que los padres pueden estar atravesando, bien pueden
repercutir en la forma en que se relacionan con sus hijos, en su mayor o menor
disponibilidad y accesibilidad, en su mayor o menor rigidez o flexibilidad. Por otro
lado, puede que el adolescente hipotético del que hablamos esté cursando estudios
secundarios, frecuentemente mal definido, poco motivantes, sin una clara utilidad
para el ejercicio de las profesiones que a nuestro sujeto pueden interesar, etc.

Bien puede ocurrir, por tanto, que el adolescente que se enfrenta con
conflictos lo haga en un contexto familiar y extrafamiliar en que los conflictos ajenos
al adolescente -pero que repercuten sobre él- son frecuentes. Padres y profesores
acusan frecuentemente a los adolescentes de no saber lo que quieren. Cierto es que
los adolescentes estarían muchas veces en su derecho si replicaran a padres y
educadores que no saben qué ofrecerles.

En medio de estos problemas y conflictos, la mayoría de los adolescentes


realizan una adaptación razonablemente buena y transitan de un estadio evolutivo a
otro con tensiones y conflictos a los que pueden hacer frente y que la gran mayoría
resolverán de manera generalmente satisfactoria.

4. ¿Continuidad o discontinuidad?

Nos hemos referido a unas teorías que resaltan sobre todo el carácter
problemático de la adolescencia y a otras que, por el contrario, resaltan su carácter
tranquilo y sin sobresaltos. Hay más teorías psicológicas que se refieren a la
adolescencia y que nos interesan ahora en la discusión de hasta qué punto lo que
ocurre en ella es una ruptura o una continuidad con el pasado. Como nuestra lectora
y nuestro lector pueden esperar, disponemos de teorías que resaltan la
discontinuidad y de otras que resaltan la continuidad.

Entre las primeras, las que resaltan la discontinuidad, podemos citar a todas
las teorías que defienden la existencia de estadios de desarrollo. Por definición,
estadio significa cambio cualitativo, transformación. Así ocurre, por ejemplo, en el
caso de la teoría psicoanalítica a que nos hemos referido un poco más arriba: se
pasa del estadio de latencia al estadio genital, reestructurándose la personalidad
alrededor de los nuevos conflictos, los nuevos intereses y las nuevas relaciones. Otro
tanto ocurre en la teoría de Piaget, de la que se habla en el capítulo siguiente. De
acuerdo con Piaget, la adolescencia marca el acceso al pensamiento formal, una
nueva forma o estilo de pensamiento que se caracteriza por hacer extensiva al
dominio de las ideas, principios y proposiciones abstractas la lógica que el niño ya
había desarrollado para dar razón de los hechos y acontecimientos concretos y
observables. De nuevo, lo que aquí se defiende es una reestructuración de las
capacidades cognitivas del adolescente, reestructuración que, una vez producida,
supone un salto cualitativo -y, por tanto, una cierta discontinuidad-con respecto al
nivel previo de las operaciones concretas que se describió en el capítulo 16.

Otras teorías han resaltado, por el contrario, el carácter continuo del


desarrollo, sin postular la existencia de transformaciones cualitativas como las que
acabamos de comentar. Tal es el caso, por ejemplo, de los autores que se sitúan en
la perspectiva del aprendizaje social, de los que Bandura es uno de los más
destacados. Resaltan estos autores el papel de los aprendizajes que la persona hace
en el contexto social y se preguntan por el grado en que los aprendizajes infantiles
preparan al individuo para los ajustes a los que se verá obligado en la adolescencia.
Aquellos niños que hayan hecho el aprendizaje de la independencia, de la autonomía
y la iniciativa, de la expresión de sus deseos y necesidades, estarán tal vez más
preparados para responder a las demandas de esas conductas que se les van a ir
planteando de manera creciente a partir de la adolescencia. Por el contrario, aquellos
que hayan aprendido sobre todo la dependencia, la inhibición de la propia
personalidad, el sometimiento a lo impuesto, tendrán más dificultades en la medida
en que su entorno les exija ahora comportarse de manera diferente. El argumento
central aquí, por tanto, es que lo que nos encontramos en la adolescencia es
simplemente el producto de toda la historia evolutiva previa, y que no se dan rupturas
con el pasado ni transformaciones cualitativas.

Estamos de nuevo ante dos puntos de vista aparentemente irreconciliables. La


discontinuidad es predominante para los unos; la continuidad lo es para los otros. Es
probable que, como en la problemática que se discutía más arriba, estas dos
posiciones tengan algo de razón. Hay probablemente elementos nuevos en el
desarrollo, nuevas capacidades que antes no existían y que surgen ahora como
consecuencia de la maduración, de los nuevos intereses y motivaciones, de los
nuevos contextos en que se produce el desarrollo, de los aprendizajes, etc. Pero
esos elementos nuevos no se insertan en el vacío, no crecen sobre la nada, sino
sobre el sustrato de toda una historia evolutiva previa que determina cómo, se vive lo
que se vive, cómo se aprende lo que se aprende, cómo se desarrolla lo que se
desarrolla.

Por todo ello, más que hablar de continuidad o discontinuidad en términos


absolutos, se puede utilizar el término algo más relativo de transformación para
referirse a lo que ocurre en esta etapa de la vida humana. El concepto de
transformación permite mantener simultáneamente la idea de una cierta estabilidad,
de una cierta continuidad con el pasado, y de una cierta novedad, de un cierto
cambio. Los procesos psicológicos de la adolescencia no son una mera extensión
hacia arriba de los de la infancia. Pero tampoco son una novedad absoluta, una
creación ex novo.

En cierto sentido, lo que le ocurre al adolescente no difiere radicalmente de lo


que ocurre en otras etapas de transición en la vida humana. El bebé que pasa de la
dependencia a la independencia, de los brazos de los demás a sus piernas; el niño,
preescolar que es llevado por primera vez a un contexto extrafamiliar en el que se va
a enfrentar con realidades muy diferentes a las que estaba acostumbrado en su
casa; la niña que pasa de la clase de preescolar a la escolaridad obligatoria, o de un
ciclo de la enseñanza a otro que funciona de manera muy diferente; la mujer que se
incorpora al mundo del trabajo y al mismo tiempo se enfrenta a las tareas de su
nuevo rol como esposa y luego como madre; el hombre mayor que se jubila y que
más tarde pierde a su esposa. Todas las indicadas son ejemplos de transiciones
evolutivas importantes en la vida de las personas, transiciones que implican nuevos
ajustes, adaptaciones a demandas que antes no existían y para las que no siempre
se ha podido realizar una adecuada preparación. ¿Difiere mucho la adolescencia de
cualquiera de estas otras transiciones?

Se trata de una pregunta difícil de responder. Probablemente, como más


arriba se indicaba, sea poco útil pensar en el problema en términos de la
adolescencia, y sea más fácil referirse a él en términos de diferentes tipos de
adolescentes. A algunos se les pueden plantear muy pronto demandas muy
diferentes a aquellas para las que su historia evolutiva previa o sus competencias
actuales les han preparado (piénsese, por ejemplo, en quienes se tienen que
incorporar precozmente al mundo del trabajo, o en los adolescentes que se
convierten inopinadamente en padres). Para otros, la transición puede ser más lenta
y puede darles lugar a una transformación más gradual y paulatina. Para la mayor
parte, tal vez se pueda decir que se trata de una transición que encierra una clara
complejidad por varias razones: de un lado, por la acumulación que se produce de
nuevas demandas en lo cognitivo, lo social, lo intrapersonal, lo sexual, etc.; de otro
lado, por la tensión que supone prolongar mucho más allá de su estado natural un
estatus social más parecido al infantil que al adulto, cuando ya de hecho se está en
condiciones de ser adulto. En este sentido, es cierto que la de la adolescencia es una
transición del tipo de otras que se producen a lo largo del ciclo vital, pero también lo
es que es una de las transiciones que -al menos para algunos adolescentes- se
realizan con menor soporte social, o por decirlo de otra forma, con mayores
contradicciones sociales proyectándose sobre el individuo en transición.

En cualquiera de los casos, se realice de una u otra forma, la de la


adolescencia es una transición de incuestionable importancia en la vida de las
personas, pero es también una transición entre otras, no es la única ni la última.
Como ocurre en las demás transiciones, habrá elementos del pasado que se
mantengan y elementos nuevos que aparecerán o se habrán de construir. El balance
que en cada caso se dé entre lo que es nuevo y lo que permanece, entre lo que
asegura la continuidad del mismo ser psicológico y social, y lo que posibilita su
desarrollo y transformación nos informará de en qué medida para cada sujeto
concreto se puede hablar con más propiedad de continuidad o discontinuidad en la
adolescencia.

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