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Jesús Palacios
Pero con lo ya mencionado tenemos suficiente para decir que este tipo de
adolescencia que acabamos de describir sumariamente no ha existido siempre, o al
menos no ha existido con los rasgos descritos. Ciertamente, filósofos griegos de la
antigüedad, como luego los pensadores y escritores posteriores, ya habían
identificado unos años de la vida de las personas que se caracterizan porque los que
eran niños empiezan a indisciplinarse, a poner en cuestión la autoridad de los
padres, a tener deseos sexuales, etc. Pero los sujetos a los que estos escritores y
pensadores se referían constituían una muy escasa minoría de la población entre
trece y veinte años. Durante siglos, hasta finales del XIX, los niños se incorporaban
al mundo del trabajo en algún momento entre los siete años y los comienzos de la
pubertad, de la que hablaremos en el apartado siguiente. Pocos eran los que
estudiaban, pocos los que lo hacían por encima de los 10- 12 años, y aquellos que
16 hacían no estaban en general agrupados por niveles de edad diferenciados, ni
permanecían mucho en el sistema educativo. No existía una cultura adolescente, ni
la adolescencia era percibida como un estadio particular del desarrollo.
Por lo que a Occidente concierne, los finales del siglo XIX marcan un punto de
ruptura con la situación que se acaba de describir. La revolución industrial cambia
muchas cosas y lo hace de manera muy notable. Con la industrialización empezó a
hacerse importante la capacitación, la formación, el estudio. Aunque los hijos de
obreros siguieron incorporándose al mundo del trabajo a edades muy tempranas, los
hijos de las clases medias y altas tendieron a permanecer en las escuelas, que
aumentaron en número, desarrollaron programas específicos y más complejos, se
hicieron más exigentes. Al final, los hijos de obreros también se fueron uniendo a ese
estilo de vida, cuando, según avanzaba el siglo, se fue introduciendo en los diversos
países occidentales el concepto de escolaridad obligatoria, que se ha ido alargando
hasta llegar en la actualidad en la mayoría de los países europeos a los dieciséis
años. No son pocos los chicos y chicas que prosiguen luego sus estudios después
de la escolaridad obligatoria, permaneciendo en el sistema escolar unos cuantos
años más.
Las cosas han sido de otra manera, como hemos visto, en otros momentos
históricos de nuestra cultura, y siguen aún siendo de otra manera en otras cultura
muy diferentes a la nuestra, en las que la incorporación al estatus adulto se da a una
edad temprana, con lo que ello implica de formar una familia, acceder a las
responsabilidades adultas, comportarse como adultos, etc. Así, en sociedades
menos desarrolladas (y mucho más claramente en sociedades primitivas), existen
una serie de ritos asociados a los cambios físicos de la pubertad. Una vez que ha
pasado por esos ritos (a veces con un período de aislamiento de unos cuantos días o
unas cuantas semanas, que se aprovechan además para adoctrinar a los nuevos
adultos en las tradiciones del grupo, técnicas de caza, etc.), el individuo sale
convertido en un adulto. Aquí no se puede hablar de adolescencia con el mismo
sentido con que utilizamos la palabra en nuestra cultura. Como se ve, en estos
pueblos no se cumple ninguna de las que más arriba calificábamos como señas de
identidad de nuestros adolescentes: seguir en el sistema escolar, bajo la
dependencia de los padres, formando un grupo aparte identificable como tal, etc. De
lo anterior se sigue que es preciso hacer una distinción entre dos términos que tienen
un significado y un alcance muy distinto: pubertad y adolescencia. Llamamos
pubertad al conjunto de cambios físicos que a lo largo de la segunda década de la
vida transforman el cuerpo infantil en cuerpo adulto con capacidad para la
reproducción. Llamamos adolescencia a un período psicosociológico que se prolonga
varios años y que se caracteriza por la transición entre la infancia y la adultez. Como
es obvio, la pubertad es un fenómeno universal para todos los miembros de nuestra
especie, como hecho biológico que es y como momento de la mayor importancia en
nuestro calendario madurativo común. La adolescencia, por su parte, es un hecho
psicosociológico no necesariamente universal y que no necesariamente adopta en
todas las culturas el patrón de características que adopta en la nuestra, en la que
además se ha dado una importante variación histórica que a lo largo de nuestro siglo
ha ido configurando la adolescencia que nosotros conocemos.
Salvo los caracteres sexuales primarios (pene en los niños, vagina en las
niñas), los cuerpos infantiles de chicos y chicas son fundamentalmente iguales. Al
final de los procesos de cambio que se dan en la pubertad, los cuerpos masculino y
femenino se diferenciarán enormemente, tanto en lo que se refiere a los caracteres
sexuales primarios citados, cuanto en lo relativo a los caracteres sexuales
secundarios (por ejemplo, vello facial, cambio de voz, ensanchamiento de los
hombros en los chicos; crecimiento del pecho, ensanchamiento de las caderas en las
chicas...). El proceso de transformación física es puesto en marcha por una serie de
mecanismos hormonales que desencadenan un largo proceso de cambios que, como
se ve a continuación, presenta un patrón diferencial para chicos y chicas.
No hemos hecho ninguna referencia a las edades en las que estos cambios
ocurren. Por término medio, en los chicos comienzan hacia los 12-13 años y
terminan hacia los 16-18. En las chicas, comienzan por término medio hacia los 10-
11 y acaban hacia los 14-16 años. Por tanto, ellas van por delante en el proceso,
como ya se señaló en el capítulo 2 al hablar del dimorfismo sexual, o diferente curva
de crecimiento en chicos y chicas. Las indicadas son las edades promedio, pero la
variedad que realmente se da es muy amplia, empezando el proceso en algunos
niños a los diez años y terminando en otros a los veinte, y comenzando en algunas
niñas a los nueve, prolongándose en otras hasta los dieciocho. Las diferencias entre
unos sujetos y otros son enormes, siendo perfectamente normales los unos y los
otros. Así, por ejemplo, hay niños en los que el crecimiento del pene ha terminado en
torno a los trece años y medio, mientras que en otros no se completa hasta los
diecisiete; hay niñas que tienen su primera menstruación a los 9-10 años, mientras
que otras no la tienen hasta los dieciséis y medio, aunque la mayoría la tienen en
torno a los 12-13 años. Existiendo, por tanto, una gran heterogeneidad interindividual
en los momentos en que los cambios ocurren, se da, sin embargo, una gran
semejanza en la secuencia con que ocurren, que es la que más arriba se ha descrito.
Así, pues, con independencia de a qué edad se pongan en marcha los cambios o se
terminen, el proceso de crecimiento físico que se da en la pubertad presenta el
mismo perfil en los distintos individuos.
Las causas por las que la maduración ocurre más temprano o más tarde son
diversas. Parece que están implicados aspectos genéticos y aspectos ambientales.
De estos últimos, parece claro que la alimentación juega un papel importante. Como
ya se señaló en el capítulo 2 al hablar de la «tendencia secular del crecimiento», era
los últimos cien años se ha ido produciendo un adelantamiento del proceso que
estamos describiendo, adelantamiento que ya se ha detenido en algunos países. De
todas formas, las diferencias no sólo afectan a una época histórica respecto a otra, o
a una cultura en contraste con otra cultura diferente; en el interior de una misma
sociedad y en el mismo momento histórico se encuentran diferencias entre distintos
grupos, como las que existen, por ejemplo, entre las chicas urbanas y las rurales,
pudiendo tener éstas la menarquía algo más tarde que aquéllas, lo que señala a la
contribución de factores como el ya citado de la alimentación y probablemente
algunos otros como la historia de salud, los hábitos de vida, etc.
Se ha señalado antes que tanto los niños y niñas que maduran precozmente,
como los que son lentos, como los que se aproximan al promedio, son perfectamente
normales desde el punto de vista del proceso del crecimiento. Pero, naturalmente, el
análisis evolutivo que a nosotros nos interesa no se detiene en el plano estrictamente
madurativo, debiendo preguntarnos a continuación por el impacto psicológico que
puede ocasionar el madurar precoz o tardíamente.
Para entender el impacto que la maduración precoz o tardía puede tener sobre
chicos y chicas, es preciso resaltar el hecho de que probablemente la de la
adolescencia es una de las etapas de la vida en que más atento se está al propio
cuerpo, a sus características y desarrollo, a sus semejanzas y diferencias respecto al
cuerpo de los demás. Eso ocurre así en nuestra cultura (parece que no se trata de un
fenómeno universal), en la que además existen una serie de estereotipos de belleza
respecto a los cuales se va a valorar el adolescente, que se sentirá tanto más
confortable con su propio cuerpo cuanto más se conforme con esos estereotipos, y
tanto más incómodo cuanto más se aleje de ellos, o cuanto más se aleje de lo que es
lo habitual en su contexto.
Desde que a principios de nuestro siglo, G. Stanley Hall (1904) publicará dos
gruesos volúmenes sobre la adolescencia, ha existido la tendencia a considerar esta
época de la vida como un período de «tormenta y drama», de acuerdo con la
contraseña del movimiento romántico de la literatura alemana del siglo XVIII. Se
supone, de acuerdo con este punto de vista, que la adolescencia es una época de
turbulencias, de cambios dramáticos, de tensiones y sufrimientos psicológicos
abundantes. Hasta cierto punto, esa visión de la adolescencia como época
tormentosa encontró refuerzo en vanas formulaciones psicoanalíticas que situaban
después de la fase de latencia un período de especial tensión, con la reactivación de
conflictos que habían estado dormidos y su estallido en un contexto más complejo y
problemático que el de la infancia.
Desde esta óptica, probablemente hay adolescentes para los que esta época
de la vida es especialmente tormentosa y otros para los que es más fácil, aun no
estando exenta de problemas. De hecho, algunos antropólogos que con
posterioridad a Margaret Mead hicieron observaciones en Samoa, encontraron más
conflictos (de agresión, sexuales, de competición ... ) de los que ella observó. En
conjunto, parece sin embargo que, con las evidencias de que disponemos, se puede
afirmar que el adolescente turbulento, atormentado y problemático existe, pero que
no es el tipo de adolescente predominante, encontrándose en este grupo menos de
un 11 por 100 de los adolescentes jóvenes. Se afirma que en torno al 57 por 100 de
los adolescentes jóvenes tienen una transición positiva y saludable, mientras que en
torno al 32 por 100 de los adolescentes jóvenes presentan dificultades intermitentes
y situacionales (Petersen, 1988). Las dificultades existen, en consecuencia, como
uno de los elementos integrantes del cuadro de la adolescencia, pero su importancia
no debe quizá ser ni tan enfatizada como se hacía en las viejas teorías de la
tormenta y el drama, ni tan infraestimada como tal vez creíamos cuando
pensábamos que la adolescencia era una época como las demás, sin particulares
problemas propios. Como otras etapas del desarrollo la adolescencia plantea
problemas específicos. Tal vez, como ha sugerido Coleman (1974, 1980) con su
«teoría focal», esos problemas no se presentan todos a la vez, sino de manera
sucesiva, lo que permite al adolescente irlos abordando de forma secuencial, al
menos en la mayor parte de los casos.
En todo caso, conviene resaltar que la forma en que las cosas se plantean
para muchos adolescentes en nuestro medio cultural, contribuye poco a realizar una
cómoda transición de la adolescencia a la edad adulta. La incorporación de los
adolescentes al estatus adulto se retrasa cada vez más, de tal modo que cada vez
con más frecuencia nos encontramos con personas que son física y
psicológicamente adultas, pero que sin embargo siguen siendo socialmente no
adultas: continúan bajo la dependencia de sus padres, no se incorporan al mundo del
trabajo, no pueden formar una unidad familiar propia, etc., no porque no deseen
independizarse, trabajar o mantener una relación estable e independiente con una
persona del otro sexo, sino porque las condiciones sociales de dificultad para
acceder al mundo laboral, prolongación de la escolaridad, coste de la vida, etc.,
hacen imposible materializar esos deseos. Sin lugar a dudas, esta artificial
prolongación de un estatus social infantil (dependencia de los padres, asistencia
prolongada a centros educativos, etc.), ayuda poco a los adolescentes, que tienen
como una de sus metas fundamentales el desarrollo de una nueva identidad, como
luego se ve en el capítulo 22. Nueva identidad que no se logra si no es, en gran
parte, desempeñando nuevos roles y adquiriendo el estatuto social de sujeto adulto.
Un último aspecto debe ser añadido en el análisis del carácter más o menos
conflictivo de la adolescencia. Se habla frecuentemente de los problemas de los
adolescentes como si sólo en ellos radicaran las fuentes de tensión. Nada más lejos
de la realidad, sin embargo. Bien puede ocurrir, por ejemplo, que los padres de un
sujeto adolescente cualquiera estén atravesando por las crisis de la mitad de la vida
de las que se hablará en el capítulo 24, con lo que ellos mismos están haciendo
frente a conflictos, a redefiniciones de su identidad personal, relacional, profesional,
etc. Estos conflictos que los padres pueden estar atravesando, bien pueden
repercutir en la forma en que se relacionan con sus hijos, en su mayor o menor
disponibilidad y accesibilidad, en su mayor o menor rigidez o flexibilidad. Por otro
lado, puede que el adolescente hipotético del que hablamos esté cursando estudios
secundarios, frecuentemente mal definido, poco motivantes, sin una clara utilidad
para el ejercicio de las profesiones que a nuestro sujeto pueden interesar, etc.
Bien puede ocurrir, por tanto, que el adolescente que se enfrenta con
conflictos lo haga en un contexto familiar y extrafamiliar en que los conflictos ajenos
al adolescente -pero que repercuten sobre él- son frecuentes. Padres y profesores
acusan frecuentemente a los adolescentes de no saber lo que quieren. Cierto es que
los adolescentes estarían muchas veces en su derecho si replicaran a padres y
educadores que no saben qué ofrecerles.
4. ¿Continuidad o discontinuidad?
Nos hemos referido a unas teorías que resaltan sobre todo el carácter
problemático de la adolescencia y a otras que, por el contrario, resaltan su carácter
tranquilo y sin sobresaltos. Hay más teorías psicológicas que se refieren a la
adolescencia y que nos interesan ahora en la discusión de hasta qué punto lo que
ocurre en ella es una ruptura o una continuidad con el pasado. Como nuestra lectora
y nuestro lector pueden esperar, disponemos de teorías que resaltan la
discontinuidad y de otras que resaltan la continuidad.
Entre las primeras, las que resaltan la discontinuidad, podemos citar a todas
las teorías que defienden la existencia de estadios de desarrollo. Por definición,
estadio significa cambio cualitativo, transformación. Así ocurre, por ejemplo, en el
caso de la teoría psicoanalítica a que nos hemos referido un poco más arriba: se
pasa del estadio de latencia al estadio genital, reestructurándose la personalidad
alrededor de los nuevos conflictos, los nuevos intereses y las nuevas relaciones. Otro
tanto ocurre en la teoría de Piaget, de la que se habla en el capítulo siguiente. De
acuerdo con Piaget, la adolescencia marca el acceso al pensamiento formal, una
nueva forma o estilo de pensamiento que se caracteriza por hacer extensiva al
dominio de las ideas, principios y proposiciones abstractas la lógica que el niño ya
había desarrollado para dar razón de los hechos y acontecimientos concretos y
observables. De nuevo, lo que aquí se defiende es una reestructuración de las
capacidades cognitivas del adolescente, reestructuración que, una vez producida,
supone un salto cualitativo -y, por tanto, una cierta discontinuidad-con respecto al
nivel previo de las operaciones concretas que se describió en el capítulo 16.