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Espejismo

María Tenorio

Caminé hasta la estación Pirámide cuando pasó la lluvia mañanera. Muchos vendedores de
baratijas estaban instalados en los amplios pasillos, cubiertos con propaganda del movimiento
Tecleños de Corazón. En el quiosco del Sin Rival me compré un sorbete de mora y leche en
barquillo; unos pasos más adelante deslicé mi abono mensual y luego esperé en el carril con
dirección al centro de San Salvador. El cronómetro marcaba 2 minutos para el próximo tren.

El vagón al que subí no iba demasiado lleno. Ocupé un asiento junto a un hombre mayor que
llevaba audífonos y una mochila. La señora de enfrente --pelo teñido de remolacha profundo--
pareció confundirme con alguien conocido: “¿Cómo está, comadre Geña?”, me dijo. Negué con
la cabeza y me cubrí tras la sección cultural de El Diario de Hoy que hablaba sobre un proyecto
de grafiteros en el Museo de Arte que se desarrollaría con el apoyo de las Naciones Unidas. A
los pocos segundos el metro arrancó casi sin zamaquearse.

Alcancé a leer una nota de Carmen Molina Tamacas sobre un descubrimiento arqueológico
antes de detenernos en la siguiente parada: “Estamos en estación Gran Vía”, decía la sensual
voz femenina en el altoparlante, “con conexión a Santa Elena y redondel Masferrer en la línea
naranja”. ¿Será la voz de Aída Mancía?, me pregunté. Permanecí sentada leyendo el periódico
mientras unos abandonaban y otros ocupaban el vagón.

La pantalla de TV del vagón atrajo mi atención cuando anunciaba un festival de cortometrajes


producidos con el auspicio del Centro Cultural de España en San Salvador. En los próximos
días se presentarían ahí, en el metro del AMSS, trabajos de Jorge Dalton, el Chino Figueroa,
Arturo Menéndez, Ardhanari Zometa, Franklin Quezada y Tomás Guevara, entre otros.
Recordé la pieza de Ardhanari y María Teresa Cornejo que tanto me gustó el año pasado en el
Premio de Arte Joven, donde presentaban bailarinas vestidas de insectos.

La puerta se cerró frente a mí y seguimos el viaje. “Estación Ceiba de Guadalupe”, informaba la


supuesta Aída Mancía; y unos minutos después “estación Cifco, antigua Feria Internacional”.
Gran debate se montó en Facebook hace unos meses en relación con incluir el alias de Cifco
en el nombre de esta estación del metro, recordé. “Estación Salvador del Mundo”, “estación
Parque Cuscatlán”, “estación Catedral”. “La toallona”, dijo un tipo que había abordado el vagón
en el parque Cuscatlán distrayéndome de la lectura de los clasificados del periódico. En
Mercado Central, la próxima estación, me bajaría del metro.

Salí a la calle cerca del pabellón número 1, el que mejor conozco. Atravesé los puestos que
rodean el mercado, subí las escaleras, pasé por el chorro donde llenan cántaros plásticos con
agua, volví a ver la iglesia del Sagrado Corazón, y entré al pabellón por el lado de las lanas y
los hilos. Ahí me detuve a comprar un par de delantales blancos de algodón: cumplido el primer
objetivo de mi visita al mercado esa mañana.
Caminé hacia los baños, donde hay uno de mujeres y otro mixto; vi a la señora que vende
mangos pelados y pregunté, como siempre, dónde venden animales, pues jamás he logrado
ubicar esa sección. Me indicó una mujer que siguiera por el pasillo de la derecha: “el tufo la va
guiar”, me dijo. Llegué donde había una jaula de tortugas, otra de patitos y varias de periquitos
australianos. Pedí 10 libras del alpiste mixto y pagué con un billete de diez dólares: tenía en
mis manos el segundo ítem que me llevó a mi lugar de compras favorito.

Solo me quedaba pasar a ver si había nuevos vestidos para las barbis de las niñas cerca de las
ventas de quesos. Luego volvería al pabellón 1, saldría del mercado, pasaría rápidamente a dar
una miradita a las novedades de la tienda Morena y, después, de regreso desde Mercado
Central hasta Pirámide.

(Publicado en Talpajocote)

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