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El hotel del tiempo

"Ignoro si lo mismo que hay fantasmas de hombres y de mujeres existen fantasmas de casas. Ignoro si
moriré totalmente o si, cuando me hayan destruido hasta el fin, me alzaré de nuevo, transparente, como
los barcos fantasmas de las leyendas. No lo creo."
Manuel Mujica Lainez, La casa, 1954

1.Renmaderación

Hoy he despertado. Me reconozco allá lejano en una fotografía. La miopía de


mis vidrios que alguna vez dieron a ese salitre y que se vieron amenazados por la
arenilla y los acechos del viento en la costa o la hipermetropía de aquellos ojos de buey
atornillados a la madera que han soportado tiempo atrás las presiones de los mares de
varios continentes, no impiden que ahora mire y vea (y me vea) en una fotografía
pegada a la pared del otro lado de la sala. A su costado unos recortes de periódicos, mas
allá planos, hacia mi derecha, como para niños, como un juguete, una maqueta a escala.
Reconozco alguna de mis partes. De otras ya ni me acuerdo. Se confunden mil
recuerdos y mil voces, voces de viento, voces marinas. Se confunden tanto que no se
bien quien he sido, el recuerdo no me lo dice. Sólo sé que hoy he despertado pero
desconozco hace cuantos días que es hoy. En esta sala, donde los visitantes miran,
relojean se ríen y se asombran, no se habla de los días de hoy. En esta habitación donde
he sido arrumbado (o por lo menos algunas de mis partes) el presente existe solo a
cuenta gotas y el futuro es una incógnita. Los que vienen aquí, se jactan de convivir por
un instante con algún pasado. Lo rebuscan entre risas y asombros, hablan de cómo
habrá sido. Se sorprenden de esta puerta casi rota que alguna vez permitió hacer entrar a
caballeros ya muertos a mundos impensados; elaboran carcajadas tímidas y escoltan con
miradas profundas los objetos suntuosos que han vivido en mí. Tanto es que el presente
no existe aquí, que se puede decir que tengo esa sensación de haber entrado en la
eternidad. No me pidan, no puedo explicarlo. Se me presentan entre las fibras leñosas y
circulan por vetas ajadas voces antiguas (de hombres y de mujeres que he querido) que
discuten una tarde de verano acerca de la eternidad. Las frases citadas de libros que no
he leído pero de los cuales conozco su existencia, vuelven a mi como una brisa antigua
que huele a puerto. Ni bien pienso en la eternidad, ni bien me doy cuenta que aqui
dentro el tiempo se ha detenido, pienso en dichas discusiones y me encantaría rebatirlas
con la experiencia de haber vivido. Ay! Pero no. Ya no. Ahora es cuestión de esperar
que los que me visitan apaguen la luz y se vayan por esa puerta a quien sabe que lugar y
hagan silencio. Como dije, el tiempo ya no existe para mí. Aquella foto de allí, que
puedo verla con la luz de ese foco, muestra una enorme torre de cuatro puntas, una torre
central que enhiesta sobre la arena simula un castillo español pequeño. A sus costados
dos alas enormes donde estaban las habitaciones. Ese edificio antiguo estuvo acá,
comenta la niña de pelo rubio. Con una sonrisa, señala con el dedo, mira el mapa a su
costado y luego comienza a leer la historia en el panel. Eventualmente, con su cara rja
de horas de sol, y mira hacia aquí, hacia la puerta. Ve una puerta, claro, y lo dice,
enfática. Mirá fulano una puerta. Me mira, y me sonrojo, pero no se nota, la palidez de
mi pintura verde se mantiene indemne, despintada y rota, me mira pero no me ve. Si me
viera sabría que esa gota de barniz que se escapa muy pero mu lentamente desde la
comisura de la cerradura, no es mas que una lágrima.

Si bien he dicho que perdí la noción del tiempo, tengo la sensación también
desde hace rato (un abrir y cerrar de luces) de que no he dormido en días. Hoy he
despertado después de quien sabe cuanto tiempo y los recuerdos aparecen por mis
ventanas y mis mesas y mis sillas y mis botellas de vino. Se deslizan por mis barandas,
se doblan por mis tejas, sufren las lluvias implacables de las noches y se devoran mis
bombillas eléctricas. Cuando toda esa emoción se cansa, por si sola de darse cuenta que
no alcanza este reciento para ser lo que he sido, entonces ahí, justo ahí, en ese rincón
lúgubre en el cual no vive ningún objeto, allí en la esquinita de este museo donde el sol
ya no abraza y el mar ya no me embebe ni la arena me sepulta, allí sobre la cerámica me
deleitaría de ponerme a llorar un poco por un solo segundo. A veces la muchacha que
trabaja aqui y que nos cuida a nosotros, parecería entender dicha catástrofe y como
leyéndome los pensamientos me ubica por jornadas enteras en dicho lugar predilecto.
Entonces es cuando veo cosas que no había visto por años, y nuevamente la emoción de
los recuerdos huele a tristeza por lo que no vuelve. Y si, esos días no vuelven. Como
cualquier letra de cualquier tango que escuchaba en los años veinte, una de mis tantas
infancias en tierra firme.

Don Esteban mira una mañana al horizonte. Recién llegado, busca entre la
inmensidad del paisaje un atisbo se sombra que le robe ese solazo que le quema las
sienes. Se lo contaría a sus hijos algún verano, en mi salón comedor, pensando en voz
alta y rememorando casi al borde de la ficción la historia de ese lugar al contar su
historia.

Les hablaría allí, a los suyos, de su propio padre que en el siglo anterior había
comprado tierras a un pariente lejano del mismísimo Rosas. Les diría con la verborragia
que por esos días lo caracterizaban que por los tiempos en los que se compró la
propiedad, el vendedor ya no ostentaba el apellido de los dueños originales de esas
tierras, familia que terminó en el exilio. Esos niños no entenderían, pero de todos
modos, el se jactaría de que estaban pisando un suelo que alguna vez fue de la familia
de Rosas.
Escondería su miedo bajo la arena, y no les hablaría de el y en su lugar los
convencería de que todo estaba planeado desde un principio. Nunca les confesaría que
el verdadero motor, la maquinaria marítima que movía sus jugadas, no era mas que el
miedo a defraudar a su propio padre, Don Esteban.

En ese salón comedor suntuoso donde personalidades de la política y del arte


nacional se daban cita con el fin de evadirse de otros balnearios mas poblados en
verano, Don Esteban pasaría algunas tardes descascarando anécdotas entremezcladas
con mates y vinos.
Así confesaría que para acceder a los campos que su padre había comprado se
debía atravesar aquel río, y que instaló un puente con este fin. Les contaría de la primera
estancia, de la segunda y así, hasta luego llevarlos de visita por la que ahora si era suya,
a unas leguas de allí. Porque si bien siempre lo sentí mi dueño, casi como algo afectivo,
y casi como un amigo que visitaba el hotel quizás por nostalgia, él nunca fue mi
verdadero propietario, ni siquiera en los papeles. Sólo compró unas maderas halladas en
una goleta con el que a veces sueño; que quedó varada en la costa a kilómetros de donde
yo he nacido. Y tiempo después esas maderas, fueron traídas aquí, y luego, allí
comienza mi historia. Por eso quizás Don Esteban me tiene tanto cariño y me visita y
me admira.

A veces sueño con esa goleta como si yo mismo lo hubiera sido. Una tarde
escuché en uno de los cuartos, hace añares su nombre. Un caballero la nombraba,
entonces supe que tuve otra vida. Lo supe porque la he soñado, a ella, a la goleta, y a
esa vida. Ese caballero solamente le puso nombre y apellido. Pero yo, esta madera ahora
muerta y renacida siempre supo que su primer vida estuvo en el mar. Como los peces
que salen del agua, los batracios cantores que se asientan en tierra. Alguna vez viví en el
mar y tuve nombre y fui codiciada, hasta que entré en desuso, y fui desmantelada por
inutil. Seguro que fue así, pues los días en que el hotel dejó de serlo, tuve la sensación
de que eso ya lo había vivido.
Desde esos días se me ocurrió pensar en las reencarnaciones, en las
reenmaderaciones y en las distintas vidas. Quizás parte de mí en otra vida haya sido
parte de una estancia, o quizás parte de una barca.
Pero también a veces me gusta pensar que tuve otros dueños ademas de los que
sé por nombre y apellido, que he tenido. Otros dueños he tenido aún antes de ser el que
he sido. Por ejemplo aquellos dueños antiguos de las tierras que han hecho y deshecho
en papeles y que nunca me han mirado mas que en la lejanía de la cartografía mal hecha
y para quienes las tierras donde he nacido y muerto no han sido mas que un bien de
intercambio; un negocio. Por mucho tiempo estuve entonces en los pensamientos de
grandes nombres que se imaginaron milímetro a milímetro, las ganancias por legua,
trazandome sólo en el territorio de sus bolsillos abultados. Según he oído, he
pertenecido a algún Rozas alguna vez, ya no esta construcción de madera que ahora
monologa sino mas bien mis pies de arena que han besado el suelo y el mar.
Pero he tenido otros propietarios antes, que me han puesto nombres que la misma arena
o la sangre en ella ha borrado y que han sido llevados por el mar. No recuerdo sus
nombres, fueron muchos. No construían ninguna edificación que durara; iban y venían
ellas y ellos. Ellos han vivido en mi y mis alrededores por milenios. Se dice que a unas
leguas de donde me sepultaron, aún quedan restos antiquísimos, huellas mordidas por el
mar que los guardó por milenios, de los padres de los padres de aquellos hombres que
por primera vez me han mirado como su hogar(1).

Pero viajo en el tiempo y me olvido de lo que realmente he sido y por lo cual se


me recuerda, me guardo los recuerdos de otros y otras en mi haber como míos, y vivo la
vida de los otros. Yo no he sido la tierra que he pisado ni en la que me dieron vida.
Compartí con ella todo, hombro a hombro, talón a talón, pero yo no he sido ella, ella
contará si se anima su propia historia, cuando como yo renazca. Divago en el tiempo y
quiero olvidarme de que he sido aquello por lo que se me recuerda, he sido el nombre
que me han dado, he sido las funciones que he cumplido, he sido el abrigo que he dado,
he sido la sombra para las damas soleadas, he sido el alero del cielo para la lluvia de los
hombres, he sido el refugio de amores de verano, nada creció en mí más que historias y
conspiraciones, canciones de amor y juergas pasajeras. No he sido nunca la tierra que he
pisado, he sido simplemente un hotel de playa.

El primer propietario que recuerdo su nombre (porque lo he escuchado muchas


veces y me lo han leído de folletos) fue don Emiliano Baldez. He escuchado de él, y
como muchas de las creaciones de mis pensamientos he creído que lo he conocido de
otra vida. Pero no fue así, el no me conoció a mi sino a la tierra que arrendaba. Así
pasaron otros dueños esporádicos, Pedro (a quien tampoco conocí y pisó esta tierra poco
tiempo); Esteban y su padre, de quienes esbocé anécdotas y finalmente Antonio. Si
tengo sueños de esa madre que he perdido, como una mezcla de goleta venida a menos
y de estancia derrumbada y pienso que ella ha sido como mi madre o mi abuela,
entonces mi padre, ese que me dio vida, no fue otro que Don Antonio.

II

Los días viejos se entremezclan con las imagenes que alcanzo a distinguir.
Ahora estoy quieto. Esta puerta que soy yo y que revive un rato al ser mirada por los
que curiosos por la sala pasan en busca de sabe quien que pedacito suyo. Este retazo de
ventana (que también soy yo) se ilumina desde la quietud de este encierro para creer
que alguien (tal vez esa dama o ese niño con el chupetín) es capaz de mirar a traves
suyo, y contemplar lo que se ha mirado. Y así podría seguir. Porque todos los objetos de
esta sala que me pertenecieron alguna vez, vibran un poquito cada vez que algun
visitante los admira. He escuchado entre sueños, que en otros museos los visitantes
buscan otro tipo de objetos para admirar. Aquí lo único que se vé es el fruto de un
desguace. Aquí lo único que se oye es la eternidad hecha astillas. Pero ya no me
pregunto más que los trae hasta aquí. Espero no hacerlo más. Prefiero convencerme de
que si me visitan, tendrán sus razones. Tal vez algún día las entienda. Pero no hoy. Ya
he pasado por esto. Mis habitaciones enteras sufrían el desconcierto de no entender por
que esos pasajeros pasaban esas noches de verano bajo mi regazo. Con el tiempo, lo fui
entendiendo. Ahora ya lo he olvidado. Eso ha quedado sepultado al sacar mis maderas
de la arena, al derruir mis cimientos, al extraer la última de las maderas henchidas
clavadas a la tierra. He dejado de ser quien era, ya no sé albergar ni cobijar pasajeros
como lo he hecho. Ahora me conformo con el recuerdo de los que me han habitado cada
vez que me sacan del sueño eterno de mares escondidos y me visitan y se preguntan
¿Quien he sido?

Los pasajeros iban llegando, tímidos algunos. Vociferantes otros. Verano a


verano. Entraban y salían, iban y venían. Con el correr de los años (que eran años de
tres meses) me fui acostumbrando a que ninguno de ellos se quedaba eternamente.
Serían, como se dice ahora, habitantes histéricos. Ya no de esa histeria propia del
nerviosismo o de la insania, sino mas bien (y alejada de todo eso) una histeria que tiene
que ver con el ir y venir. De hecho esos pasajeros buscaban la paz. Pero no todos la
encontraban, claro.

Pero ahora es tarde para recordar. Ahora la paz es eterna y por lo menos hasta el
próximo desguace, tengo tiempo para revivir fragmentos. Revivirlos como en esos
filmes que algunas veces pasa en este museo. Donde se muestran imágenes perdidas en
el tiempo, donde locutores con voz de pito impostan una época que ya no es. Donde se
me ve vivo y erguido, con el semblante por lo alto, a veces de perfil otras de frente,
frente al mar ininmutable. Donde hablan de mi y donde cuentan mi historia. Por un
segundo me creo (cuando veo esos filmes) que yo he sido eso. Pero no. Al rato me
convenzo de que aquello que cuentan es lo que ellos creen, pero no lo que yo fui. Yo no
deseo revivir un recuerdo ajeno. Yo no quiero recordar mi propia vida. Yo quiero
revivirla. Aunque sea desde este rincón oscuro que ahora soy, un hotel del tiempo.

Hablando de pasajeros que buscaban la paz y nunca la han encontrado, uff.


Centenares de nombres viene a mí. Pero no quiero apabullar a nadie. Sólo quiero ser lo
que he sido y tal vez las historias me ayuden a serlo. Tal vez el lector distraído se haga
pasajero por un rato y hasta navegue tal vez si su imaginación se lo permite. Ahora es
tarde. Vienen a cerrarme. En otro momento quizás los que me habitaron hablarán por
mis maderas muertas y saldrán de esas fotos mudas para dar lugar a esa paz que nunca
encontraron en mí.

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