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María Benedicta Daiber

«Voces que llaman»


María Benedicta Daiber

Amó a la Iglesia y se entregó por ella


Emilia García Martín

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«Voces que llaman» constituye el relato que María
Benedicta Daiber hizo de su propia conversión.
«Amó a la Iglesia y se entregó por ella» completa
la historia de su vida, escrita por su continuadora y
colaboradora, Emilia García Martín.

(Texto reducido del libro original)

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Nihil obstat

El Censor Francese de P. Solà, S.J.


Barcelona, 21 de marzo de 1990

Imprímase
Jaume Traserra, Vicario General

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ÍNDICE

PRÓLOGO.........................................................................................................6

PRÓLOGO.........................................................................................................6

VOCES QUE LLAMAN ..................................................................................8

VOCES QUE LLAMAN ..................................................................................8


1. MI CONVERSIÓN.....................................................................................8
2. CONVERSIÓN DE MIS PADRES .........................................................25
3. ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE ...................................34
AMÓ A LA IGLESIA Y SE ENTREGÓ POR ELLA.................................41

AMÓ A LA IGLESIA Y SE ENTREGÓ POR ELLA.................................41


1. NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE (S. MATEO, 4:4)......................41
2. VIAJES FUERA DE CHILE, POR LATINOAMÉRICA .......................50
3. APÓSTOL DE LA BIBLIA EN ESPAÑA ..............................................56
4. EL MOVIMIENTO PRO ECCLESIA SANCTA ...................................80
5. ÚLTIMOS AÑOS DE SU VIDA.............................................................96
TESTAMENTO ESPIRITUAL...................................................................105

TESTAMENTO ESPIRITUAL...................................................................105

CRONOLOGÍA.............................................................................................109

CRONOLOGÍA.............................................................................................109

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PRÓLOGO

No se sabe qué admirar más de María Benedicta, fallecida en


Febrero de 1987, si su sabiduría o su santidad; si su amor a la
Biblia, palabra de Dios, su devoción a la Santísima Virgen, su
conversión, o su amor a la Eucaristía, al sacerdocio y a los
sacerdotes en particular —¡eran tantos los que guiaba con su
santidad y sabiduría!—. Su amor al Santo Padre, sus cinco horas
diarias de oración y su estado permanente en la presencia de Dios,
entre otras virtudes, forman una excepcional santidad que la
capacitó para colaborar muy eficazmente en la fundación y
divulgación del maravilloso «Movimiento Pro Ecclesia Sancta». Es
de admirar también su vivencia y estudio profundo de la Sagrada
Escritura —la leía en hebreo, griego y latín con la misma
familiaridad con que nosotros la leemos en castellano— y conocía
a la perfección los matices intraducibles del hebreo y griego.
Valga solamente para una muestra, lo que ella me decía:
«Fíjese, Padre, me decía, no es lo mismo decir 'Ego vici
mundum' (yo he vencido al mundo) (S. Juan 1: 33) que 'ego
nenikeka ton kosmon' (yo tengo al mundo vencido), con la fuerza
del perfecto griego, que indica una cosa pasada cuyo efecto aún
perdura».
Su amor a LA PALABRA DE DIOS y al «Movimiento Pro
Ecclesia Sancta», hizo que durante los dieciséis últimos años de su
vida recorriera cada verano casi cincuenta conventos de clausura
de toda España. En estas visitas ella exponía a las monjas
magníficas lecciones y meditaciones bíblicas y les urgía a orar por
los sacerdotes. Tuvo razón el hijo de una sobrina suya, al decir que
su tía era la versión femenina de S. Pablo.
«Padre, ya no puedo más», me decía en los últimos años;
pero ella continuó hasta la muerte. Había algo que podía más que
ella misma y este algo era Dios.

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Que ella desde el cielo nos proteja a todos y a tantos millares
de personas que alguna vez fueron sus alumnos y colaboradores
en tantas obras, todas «por una Iglesia santa».
Con gratitud, Federico de Alemani y Ferrer, pbro.

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VOCES QUE LLAMAN

Por María Benedicta Daiber

1. MI CONVERSIÓN

Mi hogar

En un primer viernes de mes, el 2 de Diciembre de 1904, vine


al mundo en un hogar protestante, más bien dicho, ateo. Fueron
mis padres el médico Dr. Alberto Daiber y doña Hildegarda Heyne,
profesora graduada en Basilea (Suiza). Las familias Daiber y
Heyne eran protestantes desde los tiempos mismos de Lutero. Mi
madre era la segunda esposa de mi padre. Su primera esposa le
dejó un niño de dos años y murió repentinamente. Cuando el niño
tenía siete años se casó mi padre con mi madre. Pasaron siete
años más antes de nacer yo, cuando ya mi madre pensaba que no
iba a tener hijos. Contaba mi padre que su madre hubiera deseado
que él fuera pastor protestante, pero prefirió el estudio de la
medicina; creyente hasta los treinta años, perdió la fe en Dios a esa
edad y llegó al extremo de sostener la teoría de la generación
espontánea. Precisamente por aquella época escribía opúsculos de
divulgación científica sobre esas materias, opúsculos que yo a los
doce años sabía casi de memoria. Además, en una época anterior
a mi nacimiento, mi padre había sido masón durante once años,
pero tuvo el valor de salirse de la masonería y divulgó sus
experiencias en un opúsculo: «Masón durante once años», lo que
le acarreó graves molestias. Fue milagro de Dios que no le
mataran, pero por maquinaciones masónicas perdió su casa y todo
lo que tenía y huyendo con mi madre y mi hermano se marcharon a
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Chile. Por eso yo soy chilena. Mis padres se hallaban ya en Chile, y
con ocasión de un viaje que hicieron a Europa, nací en Stuttgart
(Alemania), donde entonces residía mi abuela materna.
Mi madre, desde muy temprano, había adoptado como
sistema filosófico un panteísmo que se confundía con el ateísmo de
mi padre en el fondo, pero ponía en él la nota de poesía. La gran
cultura de mi madre y su talento poco común sirvieron también a la
difusión de las ideas panteístas, y mientras ella estaba esperando
mi nacimiento, escribió un libro que durante largos años fue para
mí la piedra de escándalo que me alejaba de la Iglesia Católica.
Era una novela, y el protagonista, un religioso que, después de
ásperas luchas, llegó según mi madre al panteísmo, como a la
única concepción filosófica verdadera. Escrita con una convicción
profunda, en un estilo admirable, lleno de poesía, la novela se
titulaba «¿Qué es la verdad?», se difundió rápidamente y llevó el
veneno de la incredulidad a innumerables almas.
Por lo demás, mi hogar hubiera sido un hogar modelo, si en él
hubiera reinado la fe; los sentimientos elevados de mi madre y la
rectitud de mi padre ejercieron en mi alma desde muy temprano su
saludable influencia. Mi madre no quería acercarse a mí sino con
ideas elevadas y sentimientos nobles y cuando experimentaba
alguna contrariedad o molestia, esperaba que renaciera en su
corazón la calma y la paz antes de darme el pecho.
Sin duda, por razones de conveniencia, más que por otro
motivo, un primo mío, pastor protestante, me bautizó según el rito
luterano en Febrero o Marzo de 1905. Este bautismo, que
probablemente fue válido, no dejó, según parece, grandes huellas
en mi vida y a los ocho o diez años era yo, naturalmente, una atea
consumada. Mi padre repetía continuamente en mi presencia «No
hay Dios», Y como yo admiraba el talento de mi padre, aceptaba
sin discusión esta afirmación monstruosa.

Al toque de las campanas

Pero la Providencia Divina velaba por mí. Mi padre creyó


conveniente establecerse de nuevo en Chile por segunda vez en
1909, y después, definitivamente, en 1913. Precisamente ese año
(1913) tuvo lugar el primer toque de la gracia que recuerdo. Un día,
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domingo, me despertaron las campanas de la Iglesia parroquial del
pequeño y pintoresco pueblecito del sur de Chile donde acababa
de establecerse mi padre como médico del hospital. Este
pueblecito era Puerto Octay, a orillas del hermoso lago Llanquíhue.
Ese día, domingo, el sol iluminaba mi cuarto y lo llenaba todo de
luz. Al toque de las campanas me senté en mi camita y junté
instintivamente las manos y, movida por un impulso misterioso y
con la intención clara y precisa de invocar a la Madre de Dios,
repetí tres veces su Nombre dulcísimo: «María... María... María... »
Y largo rato estuve como absorta en algo que entonces no sabía
definir y que hoy llamaría contemplación, penetrada por la inefable
suavidad de ese nombre celestial.
Pero, ¿cómo fue posible que yo invocara a María? Es difícil
explicarlo. Había llegado a saber algo de la Madre de Dios de la
manera siguiente: jugando un día con otras niñitas, una de ellas me
preguntó «¿Qué eres tú, católica o protestante?». Grandemente
sorprendida contesté: «No sé; voy a preguntárselo a mi mamá.»
«Mamá, ¿qué soy, protestante o católica?». Un poco perpleja,
mi madre replicó: «Hum... bueno, di que eres protestante.» «Y
¿cuál es la diferencia?», pregunté. «Es que los católicos adoran a
una tal María, Madre de Jesús». Así llegué a saber que los
católicos rendían culto a María Santísima y la creían Madre de
Dios; pero jamás me parece la hubiera invocado, yo que en nada
creía, si el Señor con su gracia no me hubiera impulsado a ello tan
dulce y fuertemente.
Desde entonces existía en mi alma el amor a María Santísima,
que no tardó en manifestarse, y si mis padres hubieran sido
perspicaces, habrían podido sospechar y predecir mi futura
conversión, y por consiguiente la habrían impedido. Pero el Señor
los cegó en este punto de manera extraña. Como en Puerto Octay
la mayoría de los habitantes eran católicos, oía hablar algunas
veces de la Santísima Virgen. Sabía, que se celebraba con gran
solemnidad la fiesta de la Inmaculada y, desde que lo supe, declaré
a mi madre, que me instruía en todo ella misma para impedir que
fuera a un colegio que no era de su agrado, que yo deseaba tener
asueto el 8 de Diciembre. En Puerto Octay solamente había una
escuelita parroquial a donde iban todos los niños, tanto católicos
como protestantes. Como estudiaba mucho, creyó mi buena madre

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que un día de descanso me vendría bien y accedió a mis ruegos. El
8 de Diciembre es el día tradicional de la primera comunión de los
niños. Yo veía pasar a las niñas vestidas de primera comunión.
Preguntaba: «¿Qué pasa, por qué se visten así?». «Bueno me
contestaban «¡es el día de la Purísima!», «¡Ah, una fiesta en honor
de María, la Madre de Jesús!, quiero celebrarla». Desde entonces,
todos los años celebraba ya la fiesta de la Inmaculada de esta
forma. Pronto supe que había otra gran fiesta en honor de María, la
Asunción, y quise celebrarla de la misma manera. Por fin, agregué
también la de la Purificación.
Además, demostré gran entusiasmo por una estampa de la
Santísima Virgen que había caído juntamente con otras en mis
manos. Estas estampas llegaron a mis manos de la siguiente
forma. Para que no estuviera sola al instruirme mi madre, tomó a
otra niña, un poquito mayor que yo, llamada Matilde, pero que le
llamábamos Tila, y nos instruía a las dos. Tila tampoco era católica,
pero tenía un hermanito que iba a la escuela parroquial y muchos
días volvía el niño con estampas de colores bien chillones, de esas
que les gustan a los niños, y Tila y yo mirábamos y le pedíamos
que nos diera algunas. Él nos daba las estampas que queríamos.
Desde entonces me complacía en hacer capillitas, adornarlas con
las estampas que tenía, hacer un altar y celebrar la primera
comunión de mis muñecas. A nadie le llamó la atención este juego
que se repetía casi a diario: mis padres, gracias a Dios, estaban
ciegos. ¡María, mi dulce María, velaba por mí!

La Biblia en mis manos

Tenía doce años más o menos, cuando cayó en mis manos


una Biblia protestante; suavemente María me quiso llevar al amor
de Cristo. Tengo que confesar que literalmente devoré los Santos
Evangelios y por primera vez comprendí el vacío inmenso que deja
en el alma la falta de fe. Acurrucada en un rincón de mi cuarto,
lloraba a mares de pena, porque no podía creer que ese Jesús tan
bueno, tan suave y misericordioso fuera el Hijo de Dios. «¡Si no hay
Dios! —me decía—, pero ¡qué daría por tener fe!» Desde entonces
traté de descubrir la verdad y todavía me veo, en las tardes de
verano, pasearme por el corredor de la casa, contemplando la

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puesta del sol y filosofando acerca de la causa primera y fin último
de cuanto existe. A los doce o trece años me atormentaban ya
estas preguntas: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿por qué
existo? Y la vida me parecía triste, sin sentido, vacía.
Al mismo tiempo, mi madre quiso enseñarme historia
eclesiástica, y yo la escuchaba con avidez. Pero, ¡ay!, era la
historia vista a través del odio a la Iglesia, y bebí a torrentes ese
odio satánico en las enseñanzas de mi madre. Era el odio al Papa,
el odio al Clero, el odio a la Compañía de Jesús. Y sin embargo
más de una vez me declaré a favor de la Iglesia y discutía con mi
madre en una forma original: «Mamá, no me podrás negar que tal
Papa fue hombre de talento. Lo admiro y me entusiasma.» 0 me
animaba a despreciar el protestantismo y a manifestar mi odio por
Lutero. Más de una vez, mi pobre madre, no poco escandalizada
por esa antipatía mía por el protestantismo, quiso convencerme de
su excelencia. Invariablemente era mi respuesta: «El
protestantismo no tiene lógica: los protestantes no están de
acuerdo respecto de lo que creen, y eso es absurdo». Por las
enseñanzas de mi madre, de historia eclesiástica, conocía
perfectamente la división y subdivisión (el protestantismo en
innumerables sectas), debido a que cada secta interpreta la Biblia a
su manera libremente, y el miembro de una secta que no está
conforme con la doctrina de la misma, se independiza a menudo y
forma secta aparte, como sucede aun hoy día. Yo comprendía muy
bien que esta libre interpretación de la Biblia tiene como
consecuencia la más desastrosa confusión Y era imposible para mí
aceptarla. Es demasiado evidente que un libro no se explica por sí
mismo, sino que necesita una autoridad competente que lo
interprete. Yo no podía admitir que esa autoridad fuera, como
pretenden las sectas, el Espíritu Santo, porque tratándose de
doctrinas opuestas y a menudo contradictorias, habría tenido que
admitir que el Espíritu Santo se contradecía a sí mismo. Por
consiguiente, al convertirme a la religión católica, me parecía lógico
y razonable y no me ofreció ninguna dificultad aceptar plenamente
el magisterio de la Iglesia, que es la única que interpreta
auténticamente las Sagradas Escrituras.
Pero el veneno que se me infundía obraba en el fondo de mi
alma y llegué a un odio apasionado, destructor. ¡Quise combatir a
la Iglesia, quise arrebatar a otras almas el tesoro de la fe! Mis
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tentativas, por suerte, fueron infructuosas: María, mi Madre
dulcísima, seguía velando por mí, aunque yo no lo sabía.

Una poesía

Cuando estalló la guerra en 1914, mi padre quiso volver a


Europa por Italia, país entonces neutral. Dios, que tenía otros
designios, me envió en su infinita misericordia una enfermedad tan
grave, que estuve seis semanas entre la vida y la muerte.
Solamente en Febrero de 1915 comencé a reponerme lentamente,
tan lentamente que el viaje quedó postergado y se renunció a él del
todo, al entrar Italia en la guerra.
Retenido, pues, por la fuerza en Puerto Octay, mi padre entró
en relaciones con los dos Padres Jesuitas que tenían a su cargo la
parroquia. Uno de ellos, antes de entrar en la Compañía, había
sido oficial del ejército alemán. Sacerdote de gran cultura y talento
y de criterio amplio, lleno de un ardiente celo por las almas, se
animó el buen P. Guillermo a tratar con frecuencia e íntimamente a
mi padre. Así llegaron a mis manos los primeros libros católicos y
algunas revistas. Mi padre no se interesó por los libros, y en las
revistas no leía más que las noticias políticas, pero yo, que lo leía
todo, devoré también los libros del Padre Guillermo.
Y he aquí un nuevo toque de la gracia: encontré en una
revista una poesía a María Santísima, la aprendí de memoria y me
repetía incesantemente esos versos que no eran sino un
prolongado y ardiente acto de amor a la Madre de Dios. ¡Yo amaba
a María! Respecto a esa poesía, recuerdo un pequeño incidente
con mi madre. Un día le recité esos versos con entusiasmo, y ella
exclamó: «¡Un día te harás católica!» Yo hice una mueca de
desprecio: «¿Católica? No creo en nada... Sin embargo, mamá, el
día que yo crea en Dios seré católica, porque el protestantismo no
tiene pies ni cabeza.» No recuerdo qué respondía mi madre, pero
no me cabe duda de que a María Santísima debo mi conversión.
Pero el odio a la Iglesia se mezclaba con mi amor a la Virgen
Inmaculada y sobre todo el odio al sacerdote. «El Padre Guillermo,
me decía mi madre, es una excepción, porque antes de ser jesuita
—los jesuitas son los peores de los frailes— fue oficial del ejército.
Los demás son unos hipócritas que explotan al pueblo y no creen
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lo que enseñan, fuera de algún viejo ya casi demente». Cuanto me
decía mi madre era para mí dogma de fe.
Sucedió que un día me ordenaron que fuera a la casa
parroquial a devolver algunas revistas. El Padre Guillermo había
salido y estaba únicamente el Padre M., su superior: un anciano
amable que tenía gran predilección por los niños y se complacía en
repartirles golosinas y frutas. Aquel buen Padre no pudo nunca
retener mi nombre y me llamaba de cualquier manera las pocas
veces que me veía. Cuando nací mis padres me pusieron
Hildegarda, como mi madre. Fue al bautizarme en la Iglesia
Católica cuándo tomé, como no podía ser de otra manera, el
nombre de María. Ese día el P. M. me llamó «Crescencia».
Amable, como de costumbre, con una sonrisa bondadosa, me
preguntó «Crescencia, ¿quieres servirte unas cerezas?»
Horrorizada de tamaña oferta —¡venía de un fraile!— exclamé:
«No, Padre, gracias: tengo mucha prisa, me esperan en otra
parte.» «Pero, chiquilla, no tengo que subir al árbol a cogerlas. Las
tengo aquí muy a mano; aguarda un momento... » «No, Padre, no;
tengo que irme», grité y eché a correr hasta llegar a casa,
sofocada, indignada, a declarar a mi madre: «Prefiero morirme de
hambre, antes que aceptarle nada a un fraile.» ¡Oh, con qué
compasión y ternura infinita me estaría mirando desde los
esplendores de su gloria el sumo y eterno Sacerdote Jesucristo,
que algunos años después iba depositar en mi alma ese profundo
amor sobrenatural al sacerdote, que me llevaría a ofrecer todas mis
oraciones ante todo por la santificación del clero!

Frente a un cuadro

Pero era tiempo de que Jesús me llamara claramente y


comenzara a doblegar mi voluntad rebelde. Una nueva gracia, que
no vacilo en clasificar y calificar de extraordinaria, iba a dejar en mi
vida una huella indeleble. ¡Y fue un acto de odio a Cristo, el que iba
a dar margen esa gracia! Tenía yo aproximadamente quince años y
un día mi padre me llevó consigo al hospital. Era un pequeño
paseo, pues el hospital distaba de casa unos veinte minutos y
había que atravesar todo el pueblecito. Siempre acompañaba yo
con gusto a mi padre, y mientras él visitaba a sus enfermos, me

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quedaba en un saloncito, que las manos de las religiosas habían
arreglado con primor y cuyas ventanas me permitían contemplar el
lago y la cordillera.
Mas naturalmente no habían querido prescindir las religiosas
de un cuadro del Sagrado Corazón del cual mi padre se burlaba
continuamente. Ese cuadro encarnaba para mí, por decirlo así,
todo cuanto odiaba en el catolicismo. Así es que un día me provocó
el cuadro de aquel Corazón que tanto ha amado a los hombres, a
un violento movimiento de ira. Me coloqué frente a él y
amenazándolo con ambas manos, le dije interiormente que le
odiaba, que odiaba a su Iglesia y a sus sacerdotes y por
consiguiente estaba resuelta a hacer todo el mal posible a esa
Iglesia. En ese mismo instante oí (no sé si realmente o si
únicamente resonaron en el fondo de mi alma) estas palabras: «Y
YO TE VENCERE».
Aterrada, toda trémula, presa de espanto, volví las espaldas al
cuadro y por primera vez comprendí que un día, yo, que odiaba
tanto a la Iglesia, sería católica. Experimenté una gran angustia y
un miedo imposible de expresar en palabras. No confesé a nadie lo
sucedido, pero durante meses me negué a acompañar de nuevo a
mi padre al hospital. No quería encontrarme otra vez a solas con
Jesús...
Mis deseos de conocer la religión católica se hicieron
irresistibles; pero si deseaba conocerla, era por odio: hay que
conocer a un enemigo para saberlo combatir, me decía. La ocasión
de satisfacer ese deseo se me presentó de la manera siguiente:
mis padres, pensando en mi porvenir y queriendo asegurarme una
carrera, decidieron enviarme a Santiago para terminar las
humanidades y dar el bachillerato.
En Marzo de 1922, a los diecisiete años, mi padre me dejó en
casa de la señora B., en Santiago, cerca de la Parroquia de San
Saturnino y cerca también del Liceo donde debía terminar mis
estudios. Sin saberlo yo, María Inmaculada me había llevado junto
a sí y preparaba mi conversión.
Era en plena cuaresma, cuando había llegado a la capital y
comencé a meditar cómo podría llevar a la práctica mis deseos de
conocer la religión. Observadora hasta el exceso, traté en primer
lugar de estudiar el ambiente del Liceo; ambiente frívolo y hostil a

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la religión. Quise asistir a la clase de religión de D. Samuel, pero
una de las profesoras, sabiendo que yo no era católica, me lo
impidió. En vista de esto me resolví a escribir a D. Samuel y
averigüe disimuladamente su dirección. Al mismo tiempo manifesté
a una compañera mis deseos de oír Misa, y ella, más amable que
la profesora, prometió llevarme a Misa a San Saturnino, el Domingo
de Pascua.
La señora B., en cambio, era protestante fanática y se
escandalizó al saber que yo no creía en nada. Más aún, resolvió
llevarme el mismo día de Pascua, por la tarde, a la iglesia
protestante. Yo, que quería conocerlo todo, estaba dispuesta a
complacer a la señora B., y experimentaba una gran curiosidad,
porque tampoco conocía el culto protestante. ¿Cuál sería el
resultado de mis observaciones el día de Pascua? Era fácil
preverlo.

El único rincón desocupado

En la mañana de esta fiesta, que será siempre para mí la más


amada, porque señaló para mi alma una verdadera resurrección,
me llevó mi compañera a San Saturnino. Llegamos algo tarde y no
encontramos asiento. ¡Permisión divina! ¡El único rincón
desocupado eran las gradas del altar de María! Era, sin embargo,
imposible ver desde aquel oscuro rinconcito el altar mayor y no
pude darme cuenta del Santo Sacrificio. Pero estaba a los pies de
María, la «Virgen de los rayos», como oí llamar después a esa
imagen, y por primera vez en mi vida me sentí feliz, con una
felicidad celestial, cuya dulzura me hacía desfallecer
deliciosamente. Salí de la iglesia fortalecida, radiante de felicidad,
lo que exasperó a la señora B.
La tarde fue tristísima: una fría reunión en la capilla
protestante, que consistió en algunos cánticos, el Padrenuestro y
una plática hecha sin calor ni convicción. Me di cuenta de la
diferencia y resolví no poner más los pies en una iglesia
protestante.
El domingo siguiente volví a San Saturnino, pero no me
atrevía a apartarme del altar de María. La miraba a la Madre
Inmaculada y le decía que, aunque no creía en Dios, creía en Ella,
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mi Madre. Cuántas veces, sin darme cuenta de la contradicción
singular entre mi afirmación y mi ateísmo, le repetía con
apasionada ternura: «¡Madre, Madre mía!»

Dialogando

Entre tanto, D. Samuel contestó amablemente a mi carta, y me


indicó la casa de una inspectora del Liceo, mi futura madrina para
una primera entrevista. Naturalmente, me presenté el día indicado,
pero llena de desconfianza y resuelta a fingir disposiciones
interiores que no tenía, porque evidentemente no podría confesar
al buen sacerdote mi deseo de conocer la religión para combatirla.
Me preguntó D. Samuel si deseaba hacerme católica. —«No,
señor.» —«Entonces, ¿con qué objeto quiere usted estudiar la
religión católica, señorita?» —«Me interesa conocerla, como me
interesa cualquier sistema filosófico». —«Y si la convenzo,
señorita, ¿se hará usted católica?» —«Es que usted no me va a
convencer, señor.» —«Pero, ¿Si la convenzo?» —«Ya le he dicho
que no me convencerá.» —«Pero, dígame, si yo la convenciera de
que la religión católica es la única verdadera, ¿se haría católica?»
—«Si usted me convenciera realmente, sí, señor».
Quiso el buen sacerdote comenzar por refutarme el protes-
tantismo; pero, con una mueca de profundo desprecio, le manifesté
mi aversión por esa religión «sin pies ni cabeza» y me declaré atea.
—« Pero ¡si no hay ateos!», exclamó D. Samuel. —«¿Que no los
hay?, pues aquí estoy yo para probar lo contrario: soy atea
convencida. ¡Pruébeme la existencia de Dios!», le repliqué. El buen
sacerdote tuvo que resignarse a probarme lo que le pedía y
sucesivamente, en una clase semanal, me expuso los argumentos
más convincentes.
Comenzó el sacerdote por hablar del orden maravilloso que
reina en el universo y de la necesidad de admitir un ser supremo,
autor de ese orden: me habló del encadenamiento de causas y
efectos y cómo es preciso admitir la existencia de un ser, causa
primera de cuanto existe. También me mencionó la existencia de la
ley moral y la creencia universal del género humano. El argumento
decisivo para mí, empleado por D. Samuel y desarrollado después
en forma clara e irrefutable por un profesor del Seminario, que

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continuó las instrucciones y que me impresionó profundamente, fue
el del primer motor inmóvil, expuesto tal vez en una forma original:
todo movimiento, y en general todo cambio —nacer, crecer,
desarrollarse—, que del huevo salga un pollo, de la semilla una
planta, o que un niño crezca y llegue a la edad adulta, que el
ignorante adquiera conocimientos, que el ser humano se
perfeccione moralmente etc., todo esto no es posible sin un factor
exterior que provoque este cambio. Ahora bien, todo cambia en el
universo, luego hay que admitir la existencia de un Ser supremo,
causa primera de todo este movimiento, y que a su vez no esté
sujeto a cambio alguno; un Ser eterno, inmutable, infinito,
perfectísimo, etc. Este argumento me hizo una impresión tan
honda, que andaba por la calle meditándolo continuamente y, ¡cosa
curiosa!, durante más de veinte años de vida espiritual ha sido
fuente de luz para mí, me ha mostrado la grandeza de Dios y mi
propia pequeñez, y me ha enseñado a entregarme de lleno, yo que
soy nada, al Dios infinito que lo es todo.
Todo fue inútil; refuté todos sus argumentos, o, más bien,
puesto que los había irrefutables, me negué a admitirlos. Mayor
éxito tuvo mi futura madrina, que consiguió de D. Samuel un
devocionario para enseñarme las oraciones. Entonces aprendí el
Avemaría, la Salve, el Acordaos, el Bendita sea tu pureza, y la
jaculatoria «Oh María, sin pecado... », y en las tardes, al toque del
Ángelus, hacía mi visita a la Madre de Dios, me arrodillaba ante su
altar y le repetía una y otra vez las oraciones que había aprendido.

Conductas contrastadas

Si D. Samuel no logró convencerme de la existencia de Dios,


obtuvo, sin embargo, un resultado que él no sospechó jamás. Mí
convicción íntima era que los sacerdotes no creían y sólo
explotaban la credulidad del pueblo. Y pude observar que D.
Samuel se sacrificaba por mí, por puro amor a Dios. Apenas
terminado su almuerzo, a veces con una lluvia torrencial, a pie, se
dirigía el buen sacerdote a casa de mi madrina, a pesar del
cansancio que sentía y que yo notaba.
Descubrí, además, que siendo él muy nervioso y que se
impacientaba a menudo, luchaba generosamente consigo mismo

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por vencer este defecto. Lo veía con frecuencia de rodillas en una
iglesia cerca del Liceo, en intensa oración, y todo esto me
impresionaba profundamente.
«Tanta abnegación me decía no puede existir en un alma que
no cree. Este sacerdote vive su fe». Y entonces seguí razonando:
no es cierto que todos los sacerdotes católicos sean unos
hipócritas; mis padres me han engañado en este punto. ¿Acaso no
pueden haberme engañado involuntariamente, por supuesto, en lo
demás? ¿Será la religión católica la verdadera?
Entretanto la señora B. estaba exasperada al verme
simpatizar con la religión católica; me exigió que de un día para
otro abandonara su casa, no me admitía más a la mesa y me hizo
servir la comida en mi cuarto. Dios sabe cómo. No contenta con
eso, declaró que tenía en su poder «cartas que me habían escrito
sacerdotes católicos» y que daría cuenta de todo a mis padres.
Parece que ella me había sustraído la carta de D. Samuel y la
había leído a escondidas. Efectivamente escribió la señora B. a mis
padres acusándome de querer hacerme católica y agregando que
mi conducta en el Liceo era pésima. Dios permitió así que ella
mezclara lo verdadero con lo falso, para que mis padres no
entraran en sospechas, pues un certificado de excelente conducta
que me dieron mis profesores les convenció de que la señora B.
me calumniaba y no dieron importancia a lo que les decía, acerca
de mis deseos de hacerme católica.
En dos días encontré otro alojamiento en casa de la señora
D., que no se metía en asuntos religiosos. Pero la tempestad había
llegado al Liceo, y D. Samuel, por prudencia, se negó a continuar
las lecciones que me hacía. Yo estaba, sin embargo, decidida a
llevar el asunto adelante y por consejo de mi madrina me dirigí a un
profesor del Seminario, de gran talento, que continuó las clases de
religión, durante dos meses más, pero sin poder convencerme
tampoco de la existencia de Dios. Un día, por fin, ya no supe que
replicar a los argumentos de terrible lógica que me exponía el
sacerdote, y él me preguntó si estaba convencida, «Convencida, sí,
pero... no creo.» «La fe replicó es un don de Dios, y yo no puedo
dársela.» «Y si usted no puede darme la fe, ¿con qué objeto —le
dije decepcionada— hablo con usted?» «Usted debe pedir la fe a
Dios en humilde oración.» «¿Cómo pedirla a ese Dios en quien no

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creo?» «No hay más remedio: es preciso pedirla.» Así comencé a
hacer esa súplica original: Dios mío, si acaso existes, dame la fe.

¡Ahí está Dios!

En aquel año de 1922 se debía celebrar en Santiago, en el


mes de Septiembre, el 11 Congreso Eucarístico Nacional, y, si mal
no recuerdo, en el mes de Julio hubo una procesión preparatoria
con el Santísimo Sacramento. Mi madrina que por enferma no
podía seguir la procesión, me llevó a la plaza Brasil, para que viera
pasar a Nuestro Señor. Así vi por primera vez a Jesús Hostia y vi lo
que ven todos, nada más. Pero lo cierto es que al ver la Hostia
Santa, tuve la seguridad absoluta: «Ahí est Dios»; sentí también de
tal manera la presencia de Dios, que arrastré a mi pobre madrina
en pos de Jesús Sacramentado, hasta la iglesia a la cual se dirigía
la procesión. En aquel instante creí en Dios.
Más fuerte aún fue otro toque de la gracia, pues como seguía
repitiendo el «Dios mío, si acaso existes, dame la fe», un día fue tal
la luz que tuve sobre las verdades de nuestra fe, que me quedé
plenamente segura y convencida de que la religión católica es la
única verdadera.
Quedaba sólo un punto oscuro, la infalibilidad del Papa, punto
que, además, en las clases de religión no se me había alcanzado a
explicar; pero esta pequeña duda, que era más bien ignorancia,
jamás me habría impedido dar el paso definitivo.
Yo me di cuenta de que debía hacerme católica, y en la
mañana del 13 de Agosto, radiante de felicidad, me presenté a mi
madrina para declararle que creía y que deseaba hacerme católica,
y esa alma sencilla y buena, pero de poca experiencia en la vida
espiritual, quiso precipitar mi conversión: ¡la fiesta de la Asunción
de María habría sido tan hermosa para ella, si yo hubiera
comulgado a su lado! A toda prisa comenzó mi madrina a
prepararlo todo, y yo consentía en cuanto ella me decía, sin contar
con mi pobre corazón, demasiado amante aún de los míos.
Tenía la fe, es verdad, y me daba cuenta cabal de que debía
hacerme católica; y yo y no otros, me decía: o me hago católica o
me condeno. Durante el año que aún faltaba para el paso decisivo,

20
tuve constantemente esta convicción: estoy jugando con la gracia y
me pongo temerariamente en el peligro de condenación eterna.
Pero ante mis ojos se levantaba, formidable, un gran obstáculo: el
amor a mi familia.

Aquella noche

Aquella noche del 13 al 14 de Agosto me acosté con el rosario


en las manos, tranquila y feliz, porque había encontrado la fe. A las
pocas horas desperté, presa de angustia indecible; pensé en mis
padres, recordé sus ideas hostiles a la Iglesia, se me presentó el
profundo dolor que les causaría mi conversión y cómo
interiormente me separaba de ellos. Por otra parte, Dios me atraía,
y se libró en mi alma, aquella noche, una lucha formidable que
terminó al amanecer con la derrota de Dios. Resolví no hacerme
católica y se lo comuniqué a mi madrina, que tuvo que resignarse a
no verme comulgar a su lado el día de la Asunción, y solamente
sabía atribuir al demonio lo que había pasado en mi alma.
Naturalmente, quise justificar mi conducta y me parecía muy
incómodo tener fe; por lo tanto, traté de perderla. Y busqué toda
clase de libros que atacaban a la Iglesia para destruir esa fe que
Dios me había dado. A toda costa quise volver al panteísmo, pero
cuando creía haberlo logrado en ciertos momentos, siempre de
nuevo renacía en mi alma atormentada la fe católica.
Más o menos seis semanas duraron las tentativas por perder
la fe; después de haber devorado aquellos libros impíos, que yo
misma refutaba con suma facilidad, dejé de luchar en contra de
Dios, y me entregué‚ a mis angustias íntimas, que se debían al
temor de contrariar a mis padres. Eran semanas y meses de
indecible sufrimiento, en que mi solo consuelo era pasar largas
horas de silenciosa adoración a los pies de Jesús Sacramentado,
oír todas las Misas que podía, e ir de vez en cuando al Convento
de los Padres Capuchinos, porque allí un Padre anciano y
venerable trataba con bondad paternal de sostenerme en mis
luchas, y consolarme. Así terminó aquel año de 1922, y en Enero
de 1923, agotada y enferma física y moralmente, volví a Puerto
Opta a pasar las vacaciones.

21
El único tesoro

Unos de los sufrimientos más duros para mi alma en aquellas


vacaciones fue la privación de la Santa Misa. Los dos últimos
meses, en Santiago, había asistido a ella casi diariamente y los
domingos, por lo general, oía dos o más misas. En ella encontraba
luz, consuelo, fuerza y paz. Pero una vez en casa de mis padres,
tuve que resignarme a estar privada de lo que ya entonces era para
mí el único tesoro. Una sola vez les arranqué el permiso de oír
Misa, el domingo de Quincuagésima. Pero «pueblo chico, infierno
grande», la gente que sabía que no era católica, observó con
espanto que yo sabía perfectamente seguir la Santa Misa, y
comenzaron los comentarios: «¿La hijita del doctor se habrá hecho
católica? Parece que ya lo fuera... No, sino que piensa bautizarse...
» Naturalmente, llegaron estos comentarios a oídos de mi padre,
que afortunadamente no los tomó en cuenta, pero yo no me atrevía
a repetir la tentativa.
Todas las tardes, desde mi cuarto, hacía en espíritu una visita
a Jesús Sacramentado y miraba por la ventana la torre de la iglesia
parroquial. A veces, sin golpear, entraba mi madre y yo casi no
sabía cómo disimular que había estado de rodillas en intensa
oración. Mi madre, naturalmente, entró en sospechas, pero prefirió
callar para no alarmar a mi padre. Yo sufría terriblemente y me
sentía sin fuerzas para seguir viviendo en medio de tantas
angustias, de modo que comencé‚ a pedir al Señor me diera la paz
interior, aunque comprendía muy bien que sin una gracia especial
de Dios no podría encontrarla antes de hacerme católica.
Sin embargo, bien veía el Señor que yo había llegado
realmente al límite de mis fuerzas, y tuvo compasión de mí. Una
paz inefable, llena de consuelo sensible y de inmensa dulzura
comenzó a invadir mi alma, y bajo su benéfica influencia recobré
poco a poco mis fuerzas físicas. Me sentía revivir.
Llena de dulce paz, abandoné en Marzo de 1923 el pintoresco
pueblecito de Puerto Octay y volví a Santiago, acompañada de mi
padre, que había resuelto establecerse allí. Mi madre debía
seguirnos algunas semanas después. Nueva dificultad: estando
con mi padre, ¿cómo oír Misa? Pero me valía de toda clase de
estratagemas y pretextos y no falté ningún domingo.

22
¡Qué momentos de dulzura celestial experimentaba mi alma
durante el Santo Sacrificio! Y como mi alma había encontrado la
paz, fui de nuevo ingrata a mi Dios, porque precisamente lo que
buscaba en la religión era la paz y la había encontrado sin hacerme
católica. Entonces, ¿con qué objeto daría yo el paso decisivo?

Una frase

Para encontrar algún pretexto que justificara mi actitud,


alegaba la infalibilidad del Papa, único dogma del cual no estaba
convencida. Es un error común entre los protestantes y que
aprendí de mi madre imaginarse que infalible significa a un tiempo
el no estar sujeto a ningún error y ser impecable. Generalmente
objeta el protestante al católico que le habla de la infalibilidad del
Papa, que ha habido Papas malos, y yo también hice esa objeción.
Me imaginé que la infalibilidad consiste en que cada palabra del
Papa era inspirada por el Espíritu Santo, y no estaba dispuesta a
admitir esto.
Pero fácilmente me resolvieron esta dificultad mis amigas y el
sacerdote que después había de bautizarme. ¡Yo había creído que
cada palabra salida de boca del Romano Pontífice debía aceptarse
como infalible! Una vez que se me explicó el verdadero sentido del
dogma —y que la infalibilidad no es ni la inspiración, ni la
impecabilidad, y que el Papa solamente es infalible, o sea que Dios
lo preserva de todo error, cuando como Doctor de la Iglesia
universal expone las verdades reveladas—, lo acepté sin la menor
dificultad y se desvanecieron todas mi dificultades.
Pero no quería dar el paso definitivo; no tenía valor de pasar
por encima de mis padres, a quienes amaba aún más que a Dios.
Y entonces por primera vez, aquel Padre capuchino anciano y
venerable, que siempre había tenido conmigo una paciencia sin
límites y una bondad inagotable, me dijo estas palabras: «Hijita,
ahora estás jugando con la gracia. ¡Acuérdate que la gracia pasa y
no vuelve más!» Esta frase me aterró, porque comprendía
demasiado bien su significado, Y resolví por fin decir abiertamente
a mi madre que quería hacerme católica.

23
Fue un día, domingo, del mes de Julio, al volver de Misa,
cuando tuve el valor de presentarme a mi madre para decirle:
«Mama, acabo de tomar una resolución irrevocable: me haré
católica» La escena no puede describirse con palabras.
Mi pobre madre, tan suave y amable de costumbre, lanzó un
grito: «¿Tú, católica? ¡Primero muerta que católica!» Y gemía y
lloraba que partía el alma. «He perdido a mi hija, mi única hija; me
espera una vejez sin consuelo. ¡Degenerada, reniegas de tu raza y
de la tradición de tu familia! Por lo menos espera hasta la muerte
de tu padre; porque si él llega a saberlo, será su muerte, ¿Quieres
asesinar a tu padre? ¡Jamás te daré permiso para hacerte católica,
mientras él viva!»
Pocas veces en mi vida he experimentado un desgarramiento
interior semejante al que sentí entonces. Pero al mismo tiempo
experimenté cómo la gracia me sostenía poderosamente y me
mantuve firme e inflexible. Durante seis semanas traté
repetidamente de arrancar a mi madre su consentimiento, y, como
siempre se repetían de nuevo las mismas escenas dolorosas y no
podía tampoco hablarle a mi padre, resolví dar el paso decisivo sin
esperar más tiempo. Y así dije a mi madre: «Aunque sea sin tu
consentimiento, un día saldré protestante de casa y volveré
católica.» Me dirigí entonces al señor Rector de la Universidad
Católica y le pedí hacer los trámites necesarios en el Arzobispado
para que pudieran bautizarme bajo condición el 8 de Septiembre,
fecha que yo misma fijé parla mi bautismo por ser fiesta de la
Santísima Virgen, que, además, aquel año, por feliz coincidencia,
era sábado.

«Me he hecho católica»

Llegó por fin ese día tan deseado, y a las cuatro de la tarde,
en la iglesia de las Carmelitas —el antiguo «Carmen de San
José‚», que después fue demolido— me bautizó el Sr. Rector.
Terminada la ceremonia, entonaron las Carmelitas el «Magnificat».
Con santa impaciencia, exigí que mi primera comunión tuviera
lugar al día siguiente, aunque el Sr. Rector quiso fijarla para la
fiesta del Dulce Nombre de María. «Me he hecho católica para
comulgar», le dije, y el sacerdote accedió a mis ruegos. Al día

24
siguiente hice, pues, mi primera comunión en la capilla de la
Universidad Católica. Sin embargo, aunque yo tenía una
tranquilidad profunda, esa tranquilidad que se siente cuando se
cumple la voluntad de Dios, ni el día de mi bautismo, ni el de mi
primera comunión, tuve consuelos sensibles. Solamente al
comulgar por segunda vez, el día del Dulce Nombre de María,
experimenté en toda su extensión la dicha inmensa de ser católica,
y ese sentimiento de gozo y felicidad duró semanas y meses.
El día de mi primera comunión, por primera vez en mi vida, no
tomé desayuno con mis padres, y esto bastó para excitar las
sospechas de mi madre. Entonces el ayuno eucarístico, como
recordarán, obligaba desde las doce de la noche anterior. Aquella
mañana me serví el desayuno con mis padres y, mirando el reloj,
dije a mi padre: «papá, mira que tarde es, aun he de arreglar mi
habitación y me esperan mis amigas. ¿Puedo llevarme a mi
habitación el desayuno?» «Si, hijita», dijo mi padre. Para disimular
había organizado con mis amigas un paseo. Subí a mi habitación,
tiré el café por la ventana, metí el pan en el armario y salí
corriendo.
Al volver a casa, ella me salió al encuentro y sin rodeos me
preguntó: «¿Qué has hecho?» «Me he hecho católica», respondí
con firmeza. Y se renovaron las escenas de los meses pasados...
Pero, ¿qué me importaba ya todo esto, cuando nadie podría ya
arrebatarme la felicidad de ser católica? Nadie en adelante podría
impedir que comulgara. Simplemente vi delante de mí una tarea,
una misión: la de lograr que también mis padres participaran de mi
dicha y se hicieran católicos.

2. CONVERSIÓN DE MIS PADRES

Mi madre

Si mi felicidad de ser católica era inmensa, algo sin embargo


le faltaba: el que mis padres la compartieran conmigo. Llena de
confianza en Dios, comencé mi apostolado con mi madre, porque

25
me parecía más fácil conquistarla primero, ya que mi padre
ignoraba aún mi conversión. Pero, ¡cuán equivocados los cálculos
humanos! Todas mis tentativas de convertir a mi madre estaban
destinadas a fracasar... Es verdad que por darme gusto, llevada
por el amor a su hija única, mi madre aceptó una medalla de la
Santísima Virgen y consintió, ya en Noviembre de 1923, en rezar
conmigo el mes de María y el Rosario. Es verdad también que cada
vez que mi padre estaba fuera de Santiago, me acompañaba a
Misa y a la visita a Jesús Sacramentado.
Mi madre era —a pesar de la reacción violenta que le provocó
mi decisión de hacerme católica— de un carácter más bien suave y
en cierto sentido algo débil. Es verdad que jamás hubiera sido ella
capaz de ir contra su conciencia y cometer una falta que estuviera
en pugna con su natural rectitud moral; pero en las demás cosas,
ella prefería ceder, sobre todo cuando se trataba de presionarla un
poco. Así se explica que ella, movida por el amor que me tenía
como a su hija única., y cediendo a mis reiteradas súplicas hechas
con tenaz insistencia, consintiera en acompañarme a veces a Misa
y a mis horas de adoración. Además, ella solamente me
acompañaba estando ausente mi padre y aun entonces, por regla
general, solamente de vez en cuando, ejemplo, en día domingo o
de noche. Parece cierto que por más que ella por nada quería
hacerse católica, la asistencia a la Misa y a otros actos fue poco a
poco dejando huellas en su alma, de las cuales ella misma no
acababa de darse cuenta. Así, por ejemplo, recuerdo que un día 11
de Febrero llevé a mi madre de noche a la procesión con antorchas
que se hacía en la Gruta de Lourdes de Santiago, con la imagen de
la Santísima Virgen. Al terminar la procesión, una inmensa
muchedumbre estaba aclamando a la Virgen y con grandísima
sorpresa mía oí gritar también a mi madre con todas sus fuerzas:
«¡Viva la Reina de Chile! ¡Viva la Virgen de Lourdes!» Cuando al
volver a casa pregunté a mi madre por qué había dicho y hecho
esto, ya que ella pretendía no creer, me contestó simplemente que
había sentido sin que se lo pudiera explicar un impulso irresistible a
clamar en esa forma a la Virgen Santísima. Era, sin duda, la gracia
divina que iba obrando en el fondo de su alma.
Por amor mío, mi madre estaba dispuesta a pasar horas
enteras en la iglesia, aun en la noche, pero se obstinaba en su
panteísmo y discutía conmigo tenazmente. Ella no aceptaba un
26
solo dogma, ni siquiera aquellos que a mí no me habían ofrecido
dificultad alguna, una vez que yo había aceptado la existencia de
Dios. Recuerdo una discusión que tuvimos acerca de la virginidad
perpetua de María Santísima, que mi madre negaba tenazmente.
«Es imposible me decía, ser madre y virgen a la vez.» Yo me
esforzaba por probarle que se equivocaba; todo fue inútil. Al final,
no sabiendo ya qué alegar, le lancé un argumento desesperado:
«Pero, mamá, ¿de cuándo el Espíritu Santo hace perder la
virginidad?» « Hum... en esto no había pensado», contestó mi
madre, pero sin darse por satisfecha. Y la virginidad perpetua de
María era quizá la menor duda que tenía...
Sin embargo —y podría esto parecer un cuento si no fuera
cierto— mi madre comenzó a creer en algo sobrenatural, de una
manera bastante original. Estábamos en una situación económica
muy difícil, y mi madre estaba buscando clases particulares para
tener con qué mantener a mi padre, que ya no podía trabajar, y a
mí, que estaba haciendo mis estudios en el Instituto Pedagógico de
la Universidad de Chile para graduarme de profesora. Pero mi
madre parecía tener mala suerte y no encontraba nada.
Un día, con cierto despecho, me lanzó un categórico: «Ya que
tu eres católica, has de saber también qué medios debo emplear
para encontrar clases.» No sé por qué —pues en realidad no
empleo casi nunca este medio— le dije que prometiera a las
benditas ánimas una Misa por cada alumno que tuviera. Como
nuestra situación era bastante crítica, mi madre hizo la promesa,
sin pensar más, precisando aún más lo que le había sugerido,
puesto que prometió una Misa al mes por cada alumno. ¡Cosa
notable! Apenas hecha la promesa, comenzó una afluencia tal de
alumnos durante varios años, que mi madre llegó a tener a veces
cuarenta y dos horas semanales. Ella misma se complacía en
contar este hecho y en afirmar que se había hecho la siguiente
reflexión: una vez, dos veces, hasta tres o cuatro, puede ser una
casualidad; pero que la Misa al mes por las ánimas sea un medio
seguro para conseguir clases, no puede ser casual; por
consiguiente las ánimas existen; luego, el alma es inmortal, y luego
hay Dios.

27
Mi padre

Pero si mi madre creía en las ánimas, no por eso admitía la


presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, ni la infalibilidad del
Papa, ni los demás dogmas. Además, ella declaraba que no se
haría católica sin que se convirtiera primero mi padre. Y viendo lo
que éste sufría, enfermo y ateo, quiso convertirlo, «mas no a la
religión católica —me decía—, simplemente al cristianismo». En
vista de estas buenas disposiciones, traté de conseguir que fuera a
casa algún sacerdote como amigo, tal como años antes había ido
el Padre Guillermo.
Nueva dificultad: anciano y enfermo, mi padre ya no quería
hablar sino el alemán, y una conversación en otro idioma lo
fatigaba demasiado. Era, pues, preciso, hallar un sacerdote que
hablara alemán y que pudiera presentarse con algún pretexto.
Hablé con más de quince sacerdotes, inútilmente. Los Padres del
Verbo Divino, excesivamente ocupados en su colegio, iban
solamente de tarde en tarde y entonces no se atrevían a hablar de
asuntos religiosos, sino de medicina y de Política. Era éste un
sistema que me hacía sufrir cruelmente, porque me parecía
evidente que de esta manera no se podría lograr la conversión de
mi padre.
Seguía buscando un sacerdote que tuviera más tiempo, pero
Dios no quiso que lo encontrara. Entretanto, ¡cuántas palabras
hirientes le oí a mi padre! Un Viernes Santo fueron tales sus
blasfemias que, no pudiendo soportar más, me levanté de la mesa
y me fui a mi cuarto a llorar a solas. Mi padre no sabía, como he
dicho, que yo era católica, pero con el tiempo llegó a sospecharlo.
¡Qué estratagemas tuve que emplear para poder comulgar
diariamente! Generalmente salía con el pretexto de mis clases,
pero entonces no podía volver a casa para el desayuno. Dios me
sostenía y a pesar de no tener muy buena salud soporté
perfectamente, durante años, el tomar desayuno a horas
inverosímiles, sobre todo algunos días. Cargada de libros y
cuadernos, con el velo escondido en el bolsillo, corría a oír Misa y
comulgar e iba directamente al Instituto Pedagógico a mis clases...
A menudo, solamente después de varias horas de clase podía
tomar en casa de una amiga un desayuno que casi se juntaba con

28
el almuerzo. Pero nada me importaban estos sacrificios; y lo único
que anhelaba era la conversión de mis padres, que, sin embargo,
parecía casi imposible.
Una amiga mía me dio entonces el consejo de escribir a todos
los conventos de Carmelitas para solicitar oraciones. Lo hice así, y
no contenta con esto, durante las vacaciones recorría casi todo
Santiago, pidiendo oraciones a las comunidades religiosas. A todos
los sacerdotes conocidos les suplicaba también se acordaran en la
Santa Misa de pedir la conversión de mis padres. Me parecía que
el resultado de tantas oraciones debía ser inmediato; pero Dios
quiso enseñarme a ser más paciente y a esperar contra toda
esperanza. En apariencia, durante varios años, las oraciones no
produjeron ningún resultado, no había llegado aún la hora de Dios.

Una conclusión

Como he contado más arriba, me fue imposible conseguir un


sacerdote que tratara de convertir a mi padre. Mi madre y yo, por
sus clases ella y yo por mis estudios, estábamos muy poco con mi
pobre padre, que no tenía otra distracción que estudiar sus libros
de medicina. Cosa curiosa: una primera intervención de la gracia la
pude constatar entonces; un día mi padre, al estudiar el desarrollo
del ser humano, llegó a la conclusión: es preciso admitir la
existencia de un Ser supremo para explicar el origen de la vida; la
teoría de la generación espontánea es falsa. La lectura del libro
«Dios» de Restat lo confirmó en esta convicción, pero la creencia
religiosa de mi padre se limitó, hasta el instante mismo de su
conversión, a la fe en la existencia de Dios y una vaga simpatía por
los católicos.
En Agosto de 1927 hizo mi padre un viaje al Sur, a pesar de
sus achaques y la no pequeña oposición de parte nuestra. Un
amigo que vivía cerca de Puerto Octay, en el campo, había escrito
a mi padre rogándole con insistencia que fuera a su casa a
devolverle la salud a su señora. Él, que no ponía límites a su
caridad tratándose de sus enfermos, accedió sin vacilar a los
ruegos de su amigo, que era también incrédulo, y emprendió el
viaje, largo y pesado. En Noviembre, la señora había recobrado por
completo la salud y mi padre nos escribió, anunciándonos que

29
pronto estaría otra vez con nosotros. Pero Dios tenía otros
designios...

Estábamos lejos...

Tenía entonces setenta años y había pasado cuarenta en el


ateísmo. Un vago deísmo era el único progreso espiritual que
habíamos podido constatar. No encuentro ningún antecedente a la
conversión de mi padre a la religión católica, que él ignoraba por
completo, ni hubo intervención humana alguna. Se hallaba en el
campo, más o menos distante del pueblecito de Puerto Octay y en
casa de incrédulos. Las que, humanamente hablando, parecían
más llamadas a influir en su alma, estábamos lejos. Pero habían
sido escuchadas nuestras oraciones, las oraciones de las religiosas
y de los sacerdotes que se hacían incesantemente por él. Y me
complazco ahora en creer que también preparó, por decirlo así, el
terreno en el alma de mi padre la inmensa caridad que él había
tenido durante años con los pobres, sobre todo durante los diez
años pasados en Puerto Octay. ¡Cuántas veces, en lo más crudo
del invierno, con una lluvia torrencial, en la oscuridad de la noche,
atravesó a caballo bosques y ríos, con peligro de su vida, por
salvar la vida de algún pobre que no tenía qué ofrecerle a cambio!
Cuatro, cinco horas a caballo y más en tales circunstancias, no
bastaban para agotar su caridad; volvía entonces a casa radiante
de felicidad y nos repetía una y otra vez: «¡Cuán hermoso es aliviar
a los que sufren!» Muchos de sus achaques los contrajo a causa
de estas salidas nocturnas, y cuando su salud le obligó a retirarse a
Santiago, acudieron en masa a despedirse de él hombres y
mujeres, ricos y pobres, sollozando. Los pobres, sin fijarse en que
él no creía, decían a boca llena: «El doctor es un santo.» Y un
pobre hombre que vivía cerca de nosotros, en un ranchito, y a
quien mi padre salvó la vida, no vaciló en lanzar esta herejía:
«¡Doctor, usted es un dios!».
Sin duda, Dios le inspiró tanta caridad y quiso así preparar su
conversión. Sucedió, pues, que cayó enfermo a fines de Noviembre
y no quiso decirnos nada. Su vuelta a Santiago quedaba
postergada de una semana para otra, y, como era natural, nosotras
comenzamos a sospechar algo extraño. Muchos días pasaron en

30
seguida sin noticias, porque estuvo gravísimo. Apenas un poco
restablecido, nos escribió, tranquilizándonos y asegurándonos que
pronto estaría con nosotras. Pero yo presentía su muerte y quería a
toda costa verlo morir católico. Deshecha en lágrimas, fui un día a
postrarme a los pies de Jesús Sacramentado y le dije con santa
audacia: «Señor, o mi padre muere católico o no me conformaré
jamás. ¡Mira, pues, lo que haces!» Este ultimátum sin duda fue
atrevido, pero el Señor tuvo compasión esta vez de mis lágrimas.
A los pocos días, un telegrama llamó a mi madre al lado de mi
pobre padre, que había tenido una recaída y estaba gravísimo. Fue
el último viernes de Diciembre. Muy de madrugada, deshecha en
lágrimas, me dirigí a la iglesia de los Padres Jesuitas en busca de
mi director. ¡Cosa extraña! No hay nadie menos inclinado a admitir
cosas extraordinarias que un jesuita, y con mucha razón.
¿Qué pasó por la mente de mi confesor mientras yo estaba
desahogando con él mi inmensa pena? Yo lo veía todo perdido, e
imposible la conversión de mi padre antes de morir y mi única
esperanza era obtener para él la gracia de una contrición perfecta,
y mi director, con una seguridad absoluta y con toda la autoridad
que tenía sobre mí, me dijo textualmente: «Yo no soy profeta ni hijo
de profeta, pero le aseguro que su padre morirá católico.» Estas
palabras me tranquilizaron singularmente y con toda calma ayudé a
mi madre en la preparación de su viaje y aquella misma tarde la
acompañé a la estación. Tuve entonces la idea de pasar por el
correo a la vuelta y encontré en la casilla una carta dirigida a mi
madre. Por la letra me di cuenta de que venía del Párroco de
Puerto Octay, R. P. Cristián Harl, S.J. que de vez en cuando
escribía a mis padres. (El Padre Guillermo ya había muerto.)
Supuse que la carta contendría alguna noticia de mi padre y la abrí
resueltamente y... ¡me encontré con el relato detallado de su
conversión! No pude creerlo. Aquello me parecía un sueño... Leía y
releía la carta. El Padre Harl decía con toda claridad que habiendo
ido él, como amigo, a visitar a mi padre, éste espontáneamente le
había dicho: «Sé que voy a morir. No sé nada de la religión católica
y estoy demasiado enfermo para aprender el catecismo, pero
quiero morir católico. Padre, bautíceme.»
El Padre Harl, en dos ocasiones, creyendo que el enfermo
tenía fiebre y estaba delirando, no había hecho caso. Por fin,

31
disponiendo un día el Padre, inesperada mente, de un automóvil
que otra persona le facilitó para otro asunto, aprovechó la ocasión
para llevar el Santísimo y fue de nuevo a ver el enfermo. Este, al
ver al sacerdote, le dijo en el acto, en tono suplicante: «Quiero
morir católico; Padre, por favor, bautíceme.» Era el día de San
Esteban, 26 de Diciembre, cuando vencido por tanta insistencia, el
Padre Harl bautizó a mi padre, bajo condición, y le administró los
demás sacramentos.

Una dichosa realidad

Pero la noticia era demasiado inesperada para mí y pasé


varios días sin darle crédito, hasta que a principios de Enero recibí
una carta de mi madre en que ella me comunicaba que lo primero
que mi padre le dijo al verla fue: «Me he hecho católico. Y tú, ¿qué
dices?» A lo que ella había respondido más por dar gusto al
enfermo que por convicción: «Yo también me haré católica.»
Entonces, por fin, creí que la conversión de mi padre no era un
sueño, sino una dichosa realidad.
Entre tanto mi padre no podía sufrir dilación en la conversión
de mi madre y, sin decirle palabra, mandó llamar al Padre Harl:
«Padre —le dijo—, aquí está mi mujer; bautícela ahora mismo,
aquí, junto a mi cama, porque quiero verla católica antes de morir.»
Sorprendida, sí, pero deseosa de dar gusto al enfermo, consintió mi
madre en todo. Y fue un gran sacrificio para ella, porque no estaba
convencida que la religión católica fuera la verdadera y no admitía
muchos dogmas. Considerando las cosas humanamente, se
debiera haber dejado a mi madre el tiempo necesario para
instruirse más y convencerse. La impaciencia de mi padre, que no
quería morir sin ver católica a la que él tanto amaba, obligó a mi
madre a cerrar los ojos y decir: «Creo con mi voluntad todo lo que
manda creer la Iglesia». Mi pobre madre, durante más de un año,
sintió duramente este sacrificio, pero jamás admitió su voluntad la
menor duda, porque ella era incapaz de hacer las cosas a medias,
y era para ella un deber sagrado el creer en todo: pero sólo Dios
sabe las luchas que sostuvo por ser fiel.
El Padre Harl estaba en el colmo de la felicidad; solamente
faltaba la primera comunión de mi madre, y esta tuvo lugar el 9 de

32
Febrero de 1928, gracias a la abnegación del Padre Harl, que muy
de madrugada, aprovechando la combinación para Osorno, pudo
llegar con el Santísimo hasta donde estaban mis padres.

Hogar católico

La misericordia de Dios es infinita. Yo había hecho con gusto


el sacrificio de no ver la conversión de mis padres, es decir, de no
estar a su lado al realizarse su conversión, que tanto había
deseado. Pero el Señor quiso proporcionarme la alegría de ver a mi
padre católico, y así le devolvió la salud suficientemente para poder
hacer el viaje a Santiago, a fines de Febrero. Al llegar mi padre me
abrazó y me dijo: «Hijita, ¿por qué no me dijiste que querías
hacerte católica? ¡Yo no te lo habría impedido!»
Lo instalamos en casa con la mayor comodidad posible y fue
voluntad de Dios que nunca estuviera lo suficientemente
restablecido para ir a la iglesia. Así es que no conoció la Santa
Misa, ni fue capaz tampoco de estudiar la religión. Como mi madre
asistía a Misa los domingos, le preguntaba en seguida mi padre,
con la ingenua sencillez de un niño, qué era lo que se hacía en
Misa. La fe de mi padre en estas condiciones fue realmente un
milagro de la gracia. Dos veces tuve la felicidad de prepararlo todo
para la visita de Jesús Sacramentado. ¡Qué felicidad ver comulgar
a mi padre, silencioso y recogido, dichoso con la visita de su Dios!
¡Cómo compensaban ampliamente estos momentos de cielo los
cuatro años de angustias y temores por su salvación, que había
pasado!
Pero las fuerzas del enfermo declinaban rápidamente. La
última noche que aún tenía claro conocimiento de todo, la pasó en
oración con mi madre. Todavía creo oír a mi pobre madre, que
viéndome agotada, me había obligado a acostarme, decir a mi
padre: «Recemos por nuestra hijita: Padre nuestro que estás en los
cielos... » A la mañana siguiente ya no me reconocía. Murió en la
madrugada del 12 de Agosto y su rostro expresaba una paz
inefable. No pude llorar; entoné un himno de acción de gracias,
pues sabía que lo volvería a ver un día en el cielo. ¿Podría desear
más? ¡Me bastaba saber que mi padre vivía en Cristo, la única,
verdadera y eterna vida!

33
3. ÚLTIMOS AÑOS Y MUERTE DE MI MADRE

Confesarse en regla

Como ya he dicho, mi madre, al hacerse católica, no estaba


convencida de todos los dogmas, pero se propuso aceptarlos
firmemente todos, sin distinción. Muchas veces me confesó ella,
después, que durante más de un año había tenido la impresión de
llevar sobre sus hombros una carga muy pesada, pero que con el
tiempo y gracias a la dirección del Padre M., había desaparecido.
Conoció mi madre al Padre M. de una manera un tanto singular.
Vivía aun mi padre y mi madre aprovechó un instante libre
para dirigirse a la iglesia de los Padres Jesuitas, con el objeto de
«confesarse en regla», como decía. Nunca se había acercado mi
madre a un confesionario, y al recibir el bautismo, bajo condición,
de manos del Padre Harl, se confesó con éste cara a cara, ya que
en el campo donde se encontraba y en una casa de incrédulos, no
había confesionarios ni cosa que se le pareciera. Parecíale a mi
madre que aquella confesión no había sido bastante completa y
que el buen Padre Harl había sido demasiado indulgente con ella,
porque no había encontrado pecados graves. Quiso, pues,
confesarse mejor y me había pedido los nombres de varios Padres
Jesuitas, que tenían fama de excelentes directores de almas.
Tímidamente, porque hasta el fin de sus días conservó mi
madre cierta timidez y reserva, preguntó al hermano portero:
«¿Está el Padre G.?» «Está en ejercicios.» «Y el Padre R.?»
«Anda en misiones». Y mi madre nombró uno por uno todos los
Padres que yo le había indicado y obtuvo idéntica respuesta.
Desconcertada preguntó por fin quién había quedado en casa. «El
Padrecito ciego, señora, y el Padre M.» Había que oír a mi madre
cómo contaba ella misma con una gracia única ese incidente. «El
Padre ciego... —pensó ella—, pero si es ciego, ¿cómo podrá ver

34
mis pecados? «Bueno, hermano, tenga la bondad de llamar al
Padre M.» Así encontró mi madre un director.
Pero ella no había contado con una nueva dificultad. «El
mueble», como llamaba mi madre al confesionario, le infundía
miedo, tanto miedo, que cuando eran tres los pecados que tenía
que confesar no se acordaba sino de dos Y si eran cinco, sólo
recordaba tres. Todos estos detalles los tengo de ella misma,
porque con ingenua sencillez me manifestaba la molestia que le
causaba «el mueble», que le impedía confesarse bien —según ella
—. Por fin el miedo desapareció; pero creo que hasta su muerte mi
madre hallaba desagradables los confesionarios. Pero esto no la
impidió ser buena católica y pronto mi madre comulgaba
diariamente y se confesaba todas las semanas.

Se le ocurrió mortificarse

Esto no le bastaba, sin embargo, y un buen día, en cuaresma,


naturalmente, se le ocurrió mortificarse. Era esto en ella tanto más
admirable, cuanto más absurda le había parecido toda penitencia
corporal; porque los no católicos difícilmente comprenden la
importancia y necesidad de la penitencia. Pero aquella cuaresma
no quiso contentarse con ayunar y comenzó a tomar té con sal en
vez de azúcar...
Un día también me preguntó: «¿Qué es un cilicio? Se lo
describí como pude. «No —dijo ella—, no me lo puedo imaginar;
tráeme uno para verlo.» Yo, que nada sospechaba, hice lo que
deseaba mi madre y el cilicio desapareció. Algún tiempo después
me atreví a preguntar en qué parte lo había dejado. «Por ahí está»,
contestó ella tratando de disimular. Pero tuve mis sospechas y
comencé a indagar y sobre todo insistí en que me entregara el
cilicio. Entonces tímidamente me confesó que lo usaba algunas
veces y se negó a entregármelo.
Observaba ella también todos los ayunos de la Iglesia, hasta
su muerte, a la edad de sesenta y siete años, a pesar de sus
numerosas clases, que no quiso disminuir nunca y a las cuales
agregaba sus obras de apostolado. Además de sus clases
particulares, tenía mi madre a su cargo la enseñanza de francés e
inglés en el colegio «Rosa de Santiago Concha», de las religiosas
35
del Buen Pastor, y solía ir a pie al colegio y volver en la misma
forma, tanto por la mañana como por la tarde, aunque lloviera o
hiciera un calor insoportable, como sucede en el verano en
Santiago. Y cada vez se demoraba unos veinte minutos.
Nunca quiso levantarse tarde y antes que aclarara ya estaba
en pie, aunque a veces se sentía agotada. Y cuando yo le
protestaba un poco y le rogaba mirar por su salud, se limitaba a
sonreír y me decía: «He estado tantos años lejos de Dios, que
ahora quiero recuperar el tiempo perdido.» En la mesa casi no
hablábamos sino de cosas espirituales y el hambre de mi madre
por instruirse a fondo en la religión era insaciable. De modo que en
la mesa me preguntaba todo lo que deseaba saber de religión y me
exponía sus problemas. Muchas veces yo le hacía preguntas para
examinarla, y preguntas difíciles, y esto la encantaba, porque,
como decía, así yo la obligaba a pensar y a ahondar más. En la
noche, a la hora de comida, guardábamos silencio; pero no era por
penitencia, sino por que ambas sentíamos la necesidad, después
del trabajo del día, de callar y escuchar a Dios en profundo
recogimiento para intensificar nuestra vida interior.

Amor de obras

Mi madre amaba de un modo especial a Jesús Sacramentado.


Como en los días de trabajo podía oír una sola Misa, los domingos
y fiestas casi no salía de la iglesia. El desayuno no le hacía falta,
decía, y su confesor tuvo que obligarla a tomarlo, porque de lo
contrario, tal vez no habría desayunado en toda la mañana.
Cuando podía, asistía a las adoraciones nocturnas de la parroquia,
a pesar de su cansancio. ¡Era preciso orar y sufrir por amor a
Jesús! Y su amor a Cristo fue un amor de obras. Fue sin límites su
caridad con los pobres; pero lo que es mucho más admirable,
conservó siempre una inalterable dulzura, aún en circunstancias en
que ella sabía muy bien que se estaba abusando de su bondad.
Después de la muerte de mi padre fuimos a vivir con una
señora viuda que tenía un único hijo que hacía sus estudios en la
Universidad. Esta pobre señora probó la paciencia de mi madre
hasta el extremo de cortarnos la luz eléctrica en las tardes, y por
economizar obligó a la cocinera a servirnos la comida medio cruda.

36
Y no solamente se servía la comida medio cruda y en dosis
homeopática, sino además en tal forma que muchas veces no la
soportaba el estómago delicado de mi madre. Estuvimos cuatro
años en esa casa, hasta establecernos en Valparaíso. Ella se
preocupaba de comprar para mí todo cuanto juzgaba necesario
para alimentarme, pero no tocaba nada. Jamás en cuatro años le oí
una protesta; disculpaba a aquella señora y trataba de atraerla a la
fe con su inalterable mansedumbre, lo que por desgracia no pudo
conseguir. La pobre señora murió poco después de mi madre, casi
repentinamente, después‚s de haber vivido casi veinte años lejos
de Dios.
Mi madre ofrecía de un modo especial todas sus oraciones y
sacrificios por la santificación del clero; con toda sencillez me había
imitado en esto y posponía todas las demás intenciones. Cuando
llegaba, pues, mi día —siempre he celebrado el aniversario de mi
bautismo—, ella me decía: «Hijita, lo ofreceré todo por ti en
segunda intención, porque en primer lugar están los sacerdotes».
Yo misma se lo recordaba a menudo, para que el amor a su hija no
les quitara nada a los ministros del Señor. Y mi hija madre fue fiel
hasta la muerte. Por lo demás, mi madre trabajó activamente por
salvar y hacer bien a todas las almas que podía, y a veces lograba
resultados admirables.

Dios recompensó su generosidad

A medida que mi madre se iba uniendo más y más en la


oración y el sacrificio, su mismo cuerpo tomaba un no sé qué de
espiritual, que llamaba la atención a cuantos la conocían de cerca.
Irradiaba una dulzura, una paz, una modestia tal, que un día una
religiosa que estaba unida a mi madre por estrechos lazos de
amistad, dijo a su superiora: «Poca vida le queda a esta señora».
«¿Por qué?», —preguntó la superiora sorprendida. «¿Está
enferma?» «Está muy bien de salud, pero tiene algo que ya no es
de este mundo».
En realidad, le quedaba apenas un mes de vida. Tengo este
detalle de la misma religiosa amiga de mi madre. Tenía el
presentimiento de su muerte con dos años de anticipación, y para
prepararse pidió al Padre M. le permitiera hacer confesión general.

37
A mí misma me decía con frecuencia que no alcanzaría la edad de
mi abuela, muerta a los ochenta y seis años; que moriría quizás
pronto y repentinamente. Deseaba morir de enfermedad corta y
tenía singular predilección por la fiesta de la Purificación.
En Enero de 1936 nos trasladamos a Chorrillos, cerca de
Valparaíso, y esto fue para mi madre un gran sacrificio, porque
significaba para ella renunciar a cuanto amaba en Santiago. Ya no
daría clases en su querido colegio del Buen Pastor, ya no tendría la
dirección espiritual del señor J.S., que se había hecho cargo de su
alma al haber se trasladado el Padre M. a Chillán, y Dios le impuso
otros sacrificios más que no quiero enumerar en detalle... Ella hizo
generosamente el sacrificio que el Señor le pedía y Dios
recompensó su fidelidad.
Con el objeto de pasar el mes de Febrero en el Sur —era el
mes de vacaciones que le quedaba—, volvió a Santiago el 31 de
Enero, para seguir su viaje en los primeros días de Febrero. El
hermano de María Benedicta, que quería a la madre de ésta como
si fuera su propia madre, a la que no había conocido, estaba
casado en el Sur de Chile y la había invitado a pasar con ellos el
mes de vacaciones que le quedaba. Se encontrarían en Santiago
para seguir juntos el viaje.
Gozaba entonces ella de perfecta salud, y aquella mañana del
31 de Enero sucedió algo muy especial. Juntas habíamos oído la
Santa Misa y yo tuve naturalmente la intención de salir con mi
madre de la iglesia y darle un abrazo de despedida; pero no sé en
qué momento salió ella calladita en tal forma que nadie se dio
cuenta. Cuando lo advertí, era tarde, y entonces tuve claramente la
intuición de que no la volvería a ver. Quise luchar contra esta
impresión, pero fue inútil y al mismo tiempo comprendía que esto
era lo mejor y por eso el Señor disponía las cosas así.
Entre tanto mi madre llegó a Santiago en perfecta salud y se
alojó en su colegio del Buen Pastor. Al día siguiente se sintió algo
indispuesta, pero no le dio ninguna importancia. El domingo, 2 de
Febrero fiesta de la Purificación, a las tres de la tarde se me avisó
por teléfono que fuera inmediatamente a Santiago, porque mi
madre estaba gravísima.
Durante las dos horas y media de mi viaje en automóvil no
pude pensar sino esto: Dios ha dado gusto a mi madre y satisface

38
todos sus deseos. Moría como lo había deseado, de enfermedad
corta, en la fiesta, que amaba tanto, de la Purificación. ¡Qué «Nunc
dimittis» podía entonar ella! Moría después de ocho años
totalmente consagrados a Dios, después de haberlo sacrificado
todo por su amor; moría rodeada de sus queridas monjitas y sus
amigas, asistida por su director. Y sería eternamente feliz; viviría la
única, verdadera y eterna vida...
Y yo misma sentía en mi alma un reflejo de esa felicidad...

Ser feliz para siempre

A medida que me iba acercando a Santiago, comprendí que


Dios me iba a pedir un último sacrificio y que encontraría a mi
madre muerta. El abrazo y el beso que hubiera querido darle el día
que tomó el tren o por lo menos ahora, quedaría para el día de la
eternidad... ¿Qué importaba? Ella sería feliz, ya no sufriría. Es
preciso amar para saber y comprender lo que significa esta frase:
ese ser que tanto amo, ser feliz para siempre... la felicidad que
aguardaba a mi madre me embargaba a mí misma.
Cuando llegué a Santiago, mi madre acababa de expirar,
mientras las religiosas, a insinuación de su confesor, le estaban
cantando las Completas del Oficio divino que ella acostumbraba
rezar casi todos los días. Al llegar al cántico del anciano Simeón, el
«Nunc dimittis», al Gloría Patri, mi madre se transfiguró y se durmió
en el Señor. Yo estaba como fuera de mí y toda trémula de
emoción, caí de rodillas y entoné desde lo más íntimo de mi alma el
Magnificat... Dos noches velé aún junto a ella; estaba mi madre
como transfigurada y ¿por qué no había de imprimir en su cuerpo
el alma, al abandonarla, como un reflejo de su felicidad? La última
noche la pasé entre mi madre y Jesús Sacramentado, en la iglesia
de San Pedro que pertenece al colegio, y la pasé cantando.
Mientras las buenas religiosas dormían y nadie perturbaba mi dulce
soledad, entonaba a media voz el Magnificat en acción de gracias y
el Credo para afirmar que volvería a ver a mi madre amada. En la
pequeña iglesia vacía, en el silencio de la noche, resonaba el canto
y me parecía como que de lejos, de los esplendores de la gloria,
me contestaban. ¡Oh! para el alma que vive de fe, no hay más

39
muerte que el pecado; lo que el mundo llama muerte es el
comienzo de la verdadera vida.
¿Por qué había yo de llorar a la que viviría eternamente?
La Misa del día siguiente me parecía de gloria. ¡Estaba yo
más en el cielo que en la tierra! Por última vez, antes de dejar a mi
madre dormir en su última morada, cantamos una vez más el
«Nunc dimittis», con Gloria Patri.

Un solo deseo

Y ahora, al terminar el sencillo relato de la misericordia de


Dios, que es infinita, para con mis padres y conmigo, ¿qué puedo
decir? La respuesta a tanto amor es muy sencilla: sé que debo ser
toda de Dios, y tengo un solo deseo: darme a Él sin restricción ni
reserva, como los santos se han dado y se sacrifican totalmente
por la gloria de Dios y la salvación de las almas. ¡Que el Señor me
dé su gracia y me basta! Ya sé que, si soy fiel, me espera un día la
misma eterna felicidad de que están gozando mis padres. El cielo
es la última palabra del amor de Dios a los hombres y allí espero
cantar un día yo también, eternamente, las misericordias del Señor.

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AMÓ A LA IGLESIA Y SE ENTREGÓ POR ELLA

Por Emilia García Martín

1. NO SÓLO DE PAN VIVE EL HOMBRE (S. MATEO, 4:4)

Desea estudiar Teología

Efectivamente, a la muerte de su madre lo dejó todo y se


dedicó plenamente a vivir para Dios, viviendo a partir de entonces
de la Divina Providencia. Por aquellos años la Acción Católica
estaba en pleno auge, y ella se entregó plenamente al apostolado
como miembro de la misma. Ya pertenecía a la Acción Católica
antes de morir su madre. El P. Luis Brautlacht, Palotino, que fue su
párroco, en un certificado que le hizo, firmado en Julio de 1956,
dice:
«Hace dieciséis años que conozco a la Srta. M., Benedicta
Daiber. La conocí en la parroquia de S. Luis, diócesis de
Valparaíso, regentada por los padres de nuestra congregación. Ella
colaboraba entonces con gran celo con el párroco, principalmente
en el apostolado obrero (centros filiales de la A.C.). Al año, siendo
yo nombrado párroco, ella siguió prestándome su colaboración fiel,
abnegada, decidida y muy eficaz.
Vivía la Srta. Daiber modestamente de lo que
espontáneamente le ofrecían las personas deseosas de colaborar
en su apostolado, porque a pesar de su título universitario y de su
gran inteligencia que la habrían permitido crearse una situación
holgada, solamente quería vivir para Dios y las almas.

41
Era miembro de la A.C., pero sin ocupar puestos de dirigente.
Con el beneplácito del entonces rector de la Universidad Católica
de Valparaíso y asesor diocesano de la rama de mujeres de A.C.,
Rvdo. D. Malaquías Morales, daba la Srta. Daiber clases a las
dirigentes que producían grandísimo fruto. Mi parroquia de S. Luis
fue la primera en beneficiarse y hasta el día de hoy se nota una
profunda espiritualidad en las personas que participaron en sus
conferencias, especialmente en sus clases bíblicas.
Conozco íntimamente a la Srta. Daiber, como que fui durante
varios años su confesor y el confidente de sus anhelos de
perfección cristiana y de apostolado».
Me contaba M. Benedicta que, cuando llegó este Padre a
Valparaíso, procedente de Alemania, como no conocía bien el
castellano, ella le traducía sus predicaciones, siéndole muy difícil
descifrar su letra.
Desde su conversión había sentido una gran inquietud por
conocer a fondo el dogma católico. Me comentaba cómo le
desagradó en gran manera la respuesta que les dio un sacerdote,
cuando le pidieron que les enseñara Dogma al grupo de la A.C., y
este sacerdote les dijo que a la mujer le bastaba con saber Moral.
Ella nunca estuvo de acuerdo con esto. Con frecuencia repetía que
la Moral, si no está apoyada en el Dogma, carece de fundamento, y
siempre afirmaba que la falta de coherencia en tantos católicos en
su conducta se debe fundamentalmente a ignorar las verdades de
nuestra fe o a haberlas estudiado como algo separado de la
espiritualidad y de la moral.
Pero entonces no era normal que la mujer tuviera acceso a los
estudios teológicos. Se adelantó, pues, en muchos años a lo que
actualmente desea el Papa Juan Pablo II.
Efectivamente, decía últimamente el Papa: «El acceso de la
mujer a la cultura teológica es un hecho de gran importancia; un
hecho rico en promesas, del que, bien logrado, se pueden obtener
resultados ventajosos para el conocimiento y puesta en práctica de
la Palabra de Dios, para la búsqueda de la perfección evangélica y
la santidad» (Discurso del Papa a las religiosas estudiantes de
«Regina Mundi» el 1 de Abril de 1989. L’Osservatore Romano, 9 de
Abril de 1989).
Y en la exhortación apostólica «Christifideles Laici», agrega:
42
«En el ámbito específico de la evangelización y de la
catequesis hay que promover con más fuerza la responsabilidad
que tiene la mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia,
sino también en los diversos lugares educativos y, en términos más
amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la Palabra
de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el
estudio, la investigación y la docencia teológica» (Christifideles
Laici, n., 51).
Providencialmente los directores espirituales de María
Benedicta comprendieron su inquietud y, sobre todo uno de ellos,
el P. Esteban Standaert (de los P.P. Paules), le hizo estudiar
Teología bajo su dirección. Le dejaba los libros de la biblioteca de
la comunidad y en cada entrevista la examinaba haciéndole
preguntas y poniéndole pegas para ver si lo iba asimilando. Ella
admiraba las dotes pedagógicas de este Padre. Así estudió primero
los tres tomos de Teología Dogmática de Tanquerey, después toda
la Suma de Santo Tomás, de la cuál llegó a tomar más de mil
doscientas páginas de apuntes en muchos cuadernos que llevaba
a la oración ante el Santísimo y los meditaba. Asimiló tan
profundamente a Santo Tomás que cuantos asistieron a sus
numerosas clases son testigos de con cuánta frecuencia lo citaba
de memoria en latín, bien para responder a alguna pregunta que se
le hacía, bien para apoyar algo que afirmaba. Más tarde el P.
Standaert le fue prestando uno tras otro los tomos de la Patrología
de Migne. Todos estos estudios comenzaron sobre el año 1929,
cuando María Benedicta tenía 24, y cuando murió su madre aun
viajaron los libros de Santiago, donde residía el Padre, a
Valparaíso, que es donde entonces vivía ella. Más tarde el mismo
Padre le regaló la Biblia Políglota.
Tal vez convenga aclarar que María Benedicta tenía una gran
facilidad para los idiomas; sobre todo disfrutaba con el latín, en el
que ya destacó en la Universidad. De sus años de universitaria me
contó lo siguiente: Habían tenido en la Universidad un profesor de
Latín que, según ella, tenía grandes dotes pedagógicas, pero este
profesor se jubiló, de forma que sólo lo tuvieron un curso o sólo
parte de él; le sucedió otro profesor, que era un gran sabio, pero no
sabía enseñar, y entró en clase el primer día recitando uno de los
versos clásicos latinos, y sólo ella le pudo seguir.

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Después de unas sesiones este profesor se dio cuenta que el
resto de los alumnos iban perdidos, e hizo a María Benedicta la
siguiente proposición: él explicaría a ella las lecciones, y luego ella
las explicaría a sus compañeros de clase. Así se hizo. Incluso
formó parte María Benedicta del tribunal que examinó a sus
compañeros de curso. Me con taba divertida a qué jugaba a veces
con este profesor: se esforzaban ambos por citar algún texto latino
para que el otro averiguara de donde estaba tomado; así acudían a
oraciones, antífonas, himnos etc. tanto de la Misa como del Oficio
Divino, y me decía, admirada de la memoria de aquel profesor, que
además no era creyente, lo difícil que era cogerle en un texto que
no conociera. Pero tampoco él la cogía a ella fácilmente.
Con el tiempo llegó a dominar bastante bien también el griego
y el hebreo, aunque ella decía que no era tanto como parecía, y
disfrutaba leyendo la Sagrada Escritura en el texto original,
descubriendo matices que, según ella, nunca pueden dar las
traducciones. Conocía también varios idiomas modernos, no sólo el
alemán, que había sido su idioma materno, sino además inglés,
francés, italiano y portugués. De todos estos idiomas hay libros en
su biblioteca.
Entonces María Benedicta rezaba el Oficio Divino, y
saboreaba la liturgia, tanto del Oficio como de la Santa Misa, sobre
todo con el canto Gregoriano. Me contó que, cuando aun vivía su
madre, pasó un verano en Chorrillos, cerca de Valparaíso, en casa
de una señora amiga. Allí había (y supongo que sigue existiendo)
un monasterio de Benedictinos y ella pasaba largas horas
disfrutando y participando de la hermosa liturgia en este
monasterio. Precisamente un día de estos, se entretuvo más de la
cuenta y llegó un poco tarde a comer; la señora, con tono amable
le dice: «¡Esta María Benedicta!», haciendo alusión a los
benedictinos. A ella le pareció bonito este nombre, y a partir de
entonces empezó a firmarse así, María Benedicta. Como ya dije
anteriormente, el nombre que le pusieron sus padres fue
Hildegarda, la llamaban Hilda. El nombre de María se lo puso ella
misma al bautizarse.
Como dato de curiosidad puedo aducir que entre sus libros
encontré una postal de Montserrat, abadía a la que pertenecía el
monasterio de Chorrillos, dirigida ya a la «Srta. Benedicta», y

44
firmada por el entonces Abad de Montserrat, Antonio María Marcet,
el 30 de Abril de 1935. Ella añoró siempre enormemente la
solemnidad de aquella liturgia, y sobre todo el canto gregoriano.
La manera como pasó su nuevo nombre a los papeles
oficiales fue muy original. En 1942 decidió tomar la nacionalidad
chilena, hasta entonces había tenido la de sus padres, la suiza;
cuando el empleado vio cómo firmaba, no tuvo ningún reparo en
poner este nombre en el registro, y así en la carta de naturaleza
chilena figura con el nombre de María Benedicta Hildegarda.
Siempre amó a Chile, «la patria de su alma», como ella decía, pues
fue allí donde encontró la fe, y aunque en España pudo haber
tenido la doble nacionalidad que, además le habría simplificado los
trámites burocráticos, nunca la aceptó.
Cuando yo le preguntaba el porqué, ella siempre respondía
que porque quería hacer algo por Chile, aunque sólo fuera la
pequeña aportación que le suponía la renovación del pasaporte. Se
sentía en deuda con su amado Chile.

Algo que la desconcertó

Dada su preparación teológica, se comprende que le confiaran


la formación religiosa en un centro, filial de la Acción Católica
Obrera en Valparaíso. Era, según me decía, una especie de
escuela hogar. El año 1937 ocurrió algo que la desconcertó en gran
manera; una de sus alumnas, después‚s de vacilar durante mucho
tiempo entre hacerse protestante o seguir católica, acabó
haciéndose protestante. Ella vio cómo luchó hasta dar el paso. A
María Benedicta esto le dolió muchísimo. Sabía demasiado bien
que la única religión verdadera es la católica, y por otra parte había
visto la sinceridad de aquella chica. Sintió deseos de averiguar qué
hacían los protestantes para lograr estas conversiones que
parecían sinceras. Como siempre fue «de armas tomar» como
decía ella, se fue a la Curia de Valparaíso solicitando autorización
para meterse entre los protestantes, sin decir que era católica, y
averiguar los métodos que utilizaban. En el Obispado estaban
también alarmados viendo el avance de las sectas, tanto más
cuanto que hacía poco había escrito el Sr. Obispo una circular
advirtiendo al pueblo el peligro, y había sido contraproducente. Por

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tanto le dieron todas las autorizaciones necesarias y le encargaron
hacer un estudio detallado de las sectas.
Tardó varios años en hacer este estudio, primero en
Valparaíso y después‚s en Santiago; pues cuando entregó en el
Obispado de Valparaíso los datos reveladores que obtuvo, el
Vicario General de esta diócesis informó a la Nunciatura de
Santiago y de allí le pidieron que hiciera otro tanto en esta diócesis.
Todos estos informes se enviaron a la Santa Sede con una visión
bastante amplia del movimiento protestante en Chile.
Me contaba infinidad de anécdotas de estos años de
averiguaciones. Cuando le preguntaban de qué «denominación»
era, ella simplemente contestaba: «mis padres eran luteranos, pero
a mi no me gusta esa religión», y ya no le preguntaban más. Asistía
a sus cultos, a veces a altas horas de la noche, acompañada de
una amiga, para la que también pidió permiso.
Se encontró con la bondad y generosidad de la mayoría de los
protestantes. Le interesó averiguar sobre todo las sectas más
modernas que son las proselitistas, pues luteranos, anglicanos etc.
no lo eran. Descubrió el amor a Dios y a la Sagrada Escritura de la
mayoría de sus miembros, generalmente gente sencilla e
ignorante, su espíritu de sacrificio y su sincero esfuerzo para que
también otros descubrieran a Jesús, su «Salvador personal», como
ellos dicen. Pero, junto a esto, palpó el odio a la Iglesia Católica. Y
le apenaba sobre manera verlos en tamaño error.
Pero su gran descubrimiento fueron los estudios bíblicos,
acomodados a aquella gente sencilla, y que les llevaba realmente a
un encuentro con Jesús. El pueblo católico no estaba preparado
para detectar el error, y así, indefensos, caían uno tras otro,
encontrando en el protestantismo el alimento que nadie les había
dado en la Iglesia católica. Cuando alguno alegaba lo que dice el
catecismo, que es lo que suele conocer el católico, los protestantes
le decían: «A ver, traiga su catecismo, ¿quién lo ha escrito?, fulano
de tal, pero lo que yo le digo lo dice Dios, ¿quien tendrá razón?», y
así acababan creyendo que ellos tenían razón.
Este descubrimiento a ella le llegó al alma. Los católicos
tenemos ¡tanta riqueza!, no sólo la Palabra de Dios, legítimamente
interpretada por el auténtico Magisterio de la Iglesia, sino, además,
los sacramentos, sobre todo la ¡Santa Misa! y la presencia de

46
Cristo en la Eucaristía. Y todo este abundante alimento lo tenemos
bien guardado, mientras el pueblo, muerto de hambre, se ve
forzado a alimentarse con las migajas que le ofrecen fuera de la
Iglesia.
Cuando entregó el informe en el Obispado, el Sr. Vicario
General le preguntó: «¿Qué le parece que tendríamos que hacer
los católicos?». Ella, resuelta, le contestó: «Hacer lo que hacen
ellos, pero en católico, es decir, explicar las verdades de nuestra fe
a base de la Biblia». El Vicario General le dijo: «Pues comience
usted». Y así, me decía, salió del Obispado con una gruesa
concordancia la tina bajo el brazo, que le proporcionó el Sr. Vicario,
dispuesta a comenzar.
A partir de este momento dedicó toda su vida a intentar
fundamentar la fe de nuestro pueblo, lo mismo ignorante que culto,
en la Biblia, Palabra de Dios. Veinte años más tarde escribía:
«Han pasado veinte años, en este tiempo hemos dado
innumerables estudios bíblicos. Hasta ahora ni una sola vez nos ha
fracasado un estudio bíblico y, el obrero lo mismo que el intelectual,
la mujer sencilla del pueblo lo mismo que la licenciada y hasta la
pequeña colegiala, todos los que se han decidido a estudiar de
verdad la Palabra de Dios, con el sincero deseo de ponerla en
práctica, han experimentado su eficacia maravillosa. Solamente
han quedado al margen aquellos que únicamente por curiosidad
intelectual han querido discutir algunas cuestiones, pero sin interés
por aplicar la Palabra de Dios a la vida. Y éstos, afortunadamente,
han sido pocos, porque la inmensa mayoría, aunque al principio
predominaba la curiosidad, sintieron muy pronto despertar en sus
almas el hambre y la sed de la Palabra de Dios y comprendieron
que todo lo que se ha escrito, se ha escrito para nuestra
enseñanza (Romanos, 15: 4).
Sería interminable, si quisiera contar todo lo que he visto y
experimentado en veinte años de apostolado bíblico, desde el
protestante convertido a la fe católica, hasta el médico alejado de
Dios y olvidado de la fe de sus primeros años y que vuelve de lleno
a ella, desde el obrero o la obrera que descubren a la luz del
Evangelio las maravillas de la vida cristiana, hasta la señora que,
habiéndose creído buena cristiana, pero viviendo únicamente para
sí, descubre en la Palabra de Dios las maravillas del Cuerpo

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Místico y olvidándose de sí misma, se lanza en el acto a la
conquista de otras almas en el apostolado... Son todos casos
reales, auténticos... Es la eficacia maravillosa de la Palabra de Dios
en almas de buena voluntad. Es la realización de Isaías, 55: 10-11:
«Porque como desciende la lluvia y la nieve del cielo y no vuelve
allá, sino que riega la tierra, y la fecunda y la hace producir, de
modo que dé simiente al que siembra y pan al que come, así será
mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin fruto, sino que
efectuará lo que yo quiera, y prosperará en aquello a que yo la
envíe».

Comienza su apostolado bíblico

Como es sabido, las parroquias en Sudamérica son inmensas


y, naturalmente, las barriadas más alejadas suelen quedar más
abandonadas espiritualmente, y era allí donde más actuaban las
sectas multiplicando los locales y reuniendo en cada uno un
reducido número de personas, con frecuencia en casas
particulares. Así era más eficaz su apostolado. María Benedicta
preparó, con la ayuda de la concordancia, unos guiones bíblicos
sencillos y, con la colaboración de otras compañeras de la Acción
Católica, comenzó su apostolado bíblico a imitación de los
protestantes.
Eligieron una barriada alejada de la parroquia, de unos diez
mil habitantes, donde la mayoría de las personas vivían alejadas de
la Iglesia, muchos hostiles a la religión, otros simplemente
indiferentes. A Misa no iba casi nadie y menos aún querían recibir
los Sacramentos. Los enfermos morían sin querer saber nada del
sacerdote, los niños se quedaban sin bautismo y no digamos nada
de la primera comunión... ni siquiera se celebraban matrimonios
religiosos.
Nuestro párroco, escribe ella, hombre de Dios en el pleno
sentido de la palabra, decidió hacer la conquista espiritual de esa
barriada. Nosotras debíamos hacernos responsables. Aquello era
difícil, muy difícil; pero algunas nos sentíamos con valor para la
empresa.
Recuerdo, continúa María Benedicta, que una noche lluviosa,
después‚s de haber visitado muchas casas y haber recibido
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muchas negativas, por fin pudimos reunir... cuatro obreras a la luz
de una vela, para estudiar la Palabra de Dios. Cada una tenía un
Nuevo Testamento, que le habíamos prestado, porque al menos
esas cuatro obreras sabían leer, aunque de ahí no pasaba su
cultura general. Con curiosidad primero, con verdadero interés
después y con emoción creciente, comenzaron estas mujeres
humildes a buscar los textos que les íbamos indicando. (Dicho sea
de paso, que esta primera vez, les ayudábamos a encontrar los
versículos). Una de las cuatro obreras, cuya caseta estaba en
mejores condiciones, nos ofreció su casa para la próxima reunión,
ya que cada semana habíamos de reunirnos, y aceptarnos su
ofrecimiento.
Fue tal el interés despertado por la Palabra de Dios ya en la
primera reunión, que nuestras obreras entusiasmadas invitaron a
sus amigas y vecinas. Leer ellas mismas los versículos que íbamos
indicando, ahondar en su significado, aprender algunos versículos
de memoria y saber explicar su sentido, todo esto las
entusiasmaba. Los temas que tratábamos a base de textos bíblicos
eran sencillos, en el fondo una verdadera catequesis: la Iglesia,
Jesucristo, los Sacramentos, la Virgen Santísima etc., etc.
Pero no se trataban en forma fría, abstracta, sino de manera
eminentemente práctica, con aplicaciones concretas a la vida
cristiana, tal como nuestras obreras debían vivirla.
Y comenzaron las conversiones —sigue contando ella,
verdaderas—, auténticas conversiones manifestadas en un cambio
de vida radical. Comenzó la frecuencia de Sacramentos, la
asistencia a Misa, no solamente los domingos, sino a menudo
también durante la semana, y lo que es más, nuestras obreras
radiantes de felicidad por su contacto personal con Cristo, se
convirtieron en apóstoles; sentían ansias incontenibles de
conquistar a otras almas para el Señor. Pronto cada una se hizo
responsable de un sector, responsabilidad que la obligaba a
conseguir que todos los de ese sector fueran a Misa los días de
precepto, recibiesen los sacramentos por Pascua, que los
enfermos llamasen al párroco, que los niños recibiesen el
bautismo. Y nuestras obreras, transformadas por el estudio de la
Palabra de Dios, conseguían a su vez verdaderas transformaciones
en las almas que procuraban conquistar.

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Era tal su amor a la Palabra de Dios que había quienes
ahorraron, a costa de verdaderos sacrificios, el dinero necesario
para poder comprar y así poseer en propiedad, y no simplemente
prestada, una Biblia.
En otra ocasión un enfermo de nuestra barriada se negaba a
recibir los sacramentos. El párroco había ido y el enfermo lo había
rechazado insultándolo. Nuestras obreras enteradas del incidente,
llenas de fe, recordaron las palabras de Nuestro señor: ‘Cuanto
pidiereis en la oración, teniendo fe, lo recibiréis’ (S. Mateo, 2 1: 22)
y se reunieron a hacer oración. Y fue tal la fe de la obrera que las
presidía, que mandaron llamar de nuevo al párroco y le rogaron
fuese otra vez a casa de aquel enfermo, ya que no era posible que
el Señor no escuchara esas súplicas que ellas hacían con tanto
fervor. El párroco, impresionado al ver tanta fe, visitó de nuevo al
enfermo, el cual esta vez aceptó los Sacramentos y murió con las
mejores disposiciones.
Así el estudio de la Palabra de Dios, un estudio hecho con
amor y con el sincero deseo de convertir en vida el Evangelio, en
menos de un año había transformado por completo aquella
barriada. Nuestras obreras querían tomar en serio el Evangelio y
vivirlo. Nada de teorías, nada de discusiones estériles, sino una
auténtica vida cristiana.
Las dirigentes de la Acción Católica, al ver el éxito, desearon
aprender ellas también el método. Y con el beneplácito del asesor
diocesano de la rama de mujeres de la A C. de Valparaíso, Rvdo.
D. Malaquías Morales, comenzó a dar sus clases bíblicas a las
dirigentes de la A.C. de Valparaíso y poco después comenzaron las
giras internacionales, primero a Bolivia, después a otros países
sudamericanos, y por último a Europa. De esta forma la sacaron de
su apostolado obrero de Valparaíso, donde tanto trabajó y gozó.

2. VIAJES FUERA DE CHILE, POR LATINOAMÉRICA

Como ya se ha dicho anteriormente, las dirigentes de la


Acción Católica quisieron aprender el apostolado bíblico, que tan
buenos resultados había dado en Valparaíso. Así comenzaron sus

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viajes fuera de esta ciudad; primero por Chile, después sobre todo
en Bolivia. De esta forma la sacaron de su apostolado obrero de
Valparaíso, donde tanto trabajó y gozó.
Ella sentía una gran inquietud apostólica, pero aún no veía
claro qué quería Dios de ella en concreto, en lo que al apostolado
estable se refiere. El apostolado bíblico —dar a conocer la Palabra
de Dios en forma viva, vivida y que despierte vida— que inició,
influyó a su vez en su vida de oración. Los textos bíblicos le dan
cada vez mayor luz y fuerza, resuelven sus dudas y le dan ánimos
para aguantar el sufrimiento. La Palabra de Dios llena cada vez
más su vida espiritual. Se siente además a ofrecerse por los
sacerdotes, al conocer en 1941 que un sacerdote, a quien ella
conocía de cerca, se apartó del buen camino y dio un grave
escándalo.
Con toda firmeza defendió siempre su libertad para servir a
Dios, y así, par ejemplo, rechazó la beca que en su día le ofreciera
el gobierno chileno para completar estudios en Europa. ¿Razón?
Me decía que aceptarla habría significado para ella quedar
moralmente obligada a trabajar para Chile.

Se establece en La Paz

Mons. Abel Antezana, Arzobispo de La Paz, conocedor de las


inquietudes apostólicas de María Benedicta y de su preparación
teológica, le confía llevar la dirección de un instituto para la cultura
religiosa, al que llamará «Instituto del Inmaculado Corazón de
María para la Cultura Religiosa Superior». Su intención es que este
Instituto, con el tiempo se convierta en un instituto religioso. Ella,
dócil a la voluntad de Dios, se entrega con toda el alma a esta
obra, que le acarreará grandes quebraderos de cabeza. Había que
partir de cero y sin medios económicos. Comienzan en una casa
alquilada y se presentan algunas vocaciones. Las dificultades para
pagar el alquiler y vivir son serias. En vista de lo cual, María
Benedicta aprovecha las vacaciones de verano para ir al Perú,
Argentina, Uruguay para dar cursillos bíblicos y conseguir algunas
limosnas para el sostenimiento del Instituto y... vocaciones.
Con la colaboración de los Padres Jesuitas del colegio San
Calixto, pronto se organizaron en el Instituto las clases para los
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futuros profesores y profesoras. Se programan tres cursos en los
que se estudiará Dogma, Moral, Historia de la Iglesia, etc. y María
Benedicta les enseña la metodología bíblica, que tan buenos
resultados le había dado en su apostolado popular sobre todo.
Los resultados son magníficos; salen sobre todo profesoras
llenas de entusiasmo y bien capacitadas, tanto señoras como
señoritas. Fue famoso el case de un obrero. Se había hecho
pentecostal pero un buen día se presentó a María Benedicta
diciéndole que él también quería estudiar. Ella le permite asistir a
las clases, pero a los pocos días le dice que «la dogma y el moral»
no los entiende y le pide que se lo enseñe ella. Entonces, a base
de la Biblia, le enseña lo fundamental de estas materias, y nuestro
querido Casimiro, que así se llamaba, vuelve a la Iglesia Católica.
Casimiro se siente feliz y, en los mementos de descanso de su
trabajo (era pintor), repasa en su libro de Teología, y se siente
orgulloso al contestar, cuando le preguntan que qué hace:
«¡Estudio Teología!».
Después de algunos años y gracias a un donativo que le dio
una señora peruana, lograron al fin tener casa propia. Pero había
que hacer reformas para acomodarla a las necesidades del
Instituto y, como siempre, carece del dinero necesario y la moneda
boliviana valía cada vez menos; a esto se añadía la situación
política cada vez más crítica en Bolivia, etc. etc.

Fortaleza de ánimo

Tenía María Benedicta un temperamento fuerte, típicamente


alemán, con una voluntad férrea para hacer en todo momento lo
que veía ser voluntad de Dios, como hemos vista hasta ahora. Esta
intransigencia consigo misma para no desviarse en un ápice de lo
que ella considera en todo momento ser más agradable a Dios, sin
duda chocó con el carácter suave y tolerante, propio de Bolivia y en
general de Sudamérica. Por otra parte, y seguramente como
consecuencia de su temperamento, fácilmente se impacientaba,
defecto contra el que ella luchó denodadamente toda su vida y que
de una manera admirable había logrado vencer, con la gracia de
Dios, al final de la misma. Todo esto le ocasionó no pocas

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incomprensiones y hasta quizá enemigos, y ciertamente tuvo que
sufrir alguna calumnia.
Pero su alma estaba tan centrada en Dios, que pasaba muy
por encima de estas pequeñeces humanas y hasta sentía el deseo
de vencerlas pagando con el bien a los que no le comprendían o
calumniaban.
Las vocaciones para el Instituto fueron escasas, parece ser
que no pasaron de tres, y no fueron de voluntad firme. Ella se
esfuerza por formarlas y elevarlas espiritualmente. Es un ejemplo
vivo de lo que expresa Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en la
meditación dominical a la hora del «Regina caeli» del 14 de Mayo
de 1989, refiriéndose al don de fortaleza:
«La fortaleza es la virtud de quien no se aviene a
componendas en el cumplimiento del propio deber... El don de la
fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo
en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las
habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer
coherentes con los propios principios... en la perseverancia
valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades... Son
muchos los seguidores de Cristo que, en todos los tiempos y
también en nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del
cuerpo y del alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junta a la
cruz. Ellos lo han superado todo gracias a este don del Espíritu
Santo».

Salen de Bolivia

A pesar de las dificultades de todo tipo, llega a hacer en ese


tiempo el voto de no abandonar voluntariamente a Bolivia ni a la
obra del Instituto mientras no conste claramente que es la voluntad
de Dios. Pero el futuro que se vislumbra sobre Bolivia es cada vez
más sombrío y, prudentemente, comienza a organizar las cosas
para una larga gira fuera de Bolivia, tan larga que de hecho no
podrá volver más.
Del Uruguay pasan a la Argentina: Santa Fe, Tucumán,
Rosario, Buenos Aires. Por todas partes va dando cursillos bíblicos.
Su vida es un continuo ir y venir de una ciudad a otra con no pocas

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penurias. La acompaña tan sólo una de las vocaciones que recibió
en Bolivia, la «fiel Rosarito». Esta buena Rosarito permanecerá fiel
a su lado durante unos cuantos años, hasta que al final también la
abandona para seguir otra vocación.
En medio de su pobreza no se olvida de los pobres, y sigue
ayudándoles, dentro de su limitación, confiando en la Palabra de
Dios que dijo «dad y se os dará». Se esfuerza por ayudar a todos
los necesitados que encuentra. Está penetrada de que ¡es a Cristo
a quien da!

Le sugieren que vaya a España

Entre tanto ella ha ido perfeccionando los guiones de sus


lecciones bíblicas; muchos desearían tenerlos, y alguien le sugiere
por qué no hace un libro y los publica. A ella le parece acertada la
idea; pero, tiene tan asimilada la idea de su nada que, en su
humildad, pide la ayuda de un sacerdote entendido que la asesore
para no poner ningún disparate. Ama la verdad y belleza de
nuestra religión Católica y no quiere ni la posibilidad de inducir al
más pequeño error. Pero, ella me decía: «encontrar un sacerdote
especializado y con tiempo disponible en América latina es como
querer coger una estrella con la mano». En vista de lo cual, le
sugieren que venga a España. «¿No conoce Ud. a nadie en
España?». No, responde ella.
Después de este breve diálogo, sale a la calle pensativa. Pasa
junto a una librería católica y ve en el escaparate un libro que
piensa le puede interesar. El libro se titula «La Asunción de María»
del P. Bover S.J. (¡siempre María a su lado!); entra y lo compra. De
nuevo en la calle abre la primera página y lee: Imprimi potest: P.
Julián Sayós S.J., y piensa... ¡ah, sí que conozco alguien en
España!, ¡al P. Sayós!
Efectivamente, había conocido al P. Sayós en La Paz. Era
entonces este Padre Provincial de la provincia Tarraconense de
Los Padres Jesuitas, a cuya provincia pertenecía entonces Bolivia,
y al visitar La Paz pidieron a María Benedicta que le informara del
problema de las sectas en América latina, cosa que ella había
hecho con mucho gusto.

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Sin pensarlo dos veces, escribe al Padre Sayós explicándole
su problema y preguntándole si él podría proporcionarle un Padre
que le ayudara para hacer el libro, y añadiendo que no disponía de
dinero y por lo tanto necesitaba que le proporcionara gratis un lugar
donde estar, que ella ya se pagaría el viaje. No sabía la dirección
del Padre, sólo sabía que vivía en Barcelona, pero piensa que los
Padres Jesuitas han de ser muy conocidos en Barcelona y ya
llegará la carta. Simplemente pone en el sobre: Rvdo. P. Julián
Sayós S.J. Padre Provincial, Padres Jesuitas, Barcelona, España.
Efectivamente, llega la carta a su destino, y el buen P. Sayós
le contesta casi a vuelta de correo aceptando su propuesta. Pondrá
a su disposición un Padre y unas religiosas la acogerán con cariño
en su casa de Ejercicios; puede, pues, venir.
Su director espiritual, Mons. Aspe, ve prometedor su ida a
España, no sólo por el libro, sino también para el Instituto; piensa
que encontrará en España muchas y buenas vocaciones, más
firmes que las que ha encontrado hasta ahora. Pero, ¿cómo
pagarse el viaje? Éste director pide limosna para pagar a su «hija»
el pasaje en barco para España.
Otro buen sacerdote, que la aprecia mucho, enterado de su
proyecto, le dice: «Usted va a España para escribir un libro, pero
para ello necesita una máquina de escribir». Y le da el dinero para
comprarse una sencilla máquina. Y sin más medios se decidió a
embarcar para España.

Rumbo a España

Al fin, el 27 de Abril de 1954, en Montevideo, se embarca en el


«Augustus», que va a Italia pasando por Barcelona.
Quince días duró la travesía de Montevideo a Barcelona.
Fueron sus primeras «vacaciones» desde hacía muchos años.
Días de verdadero descanso físico y espiritual. El mar siempre la
había fascinado y llevado a Dios. Me contaba que, cuando tenía
unos cuatro años, alguien le preguntó qué quería ser cuando fuera
mayor, y ella, muy resuelta contestó: «marino». Pero, si sólo los
niños pueden ser marinos, le dicen; bueno, responde ella, me

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cortaré el pelo. A su edad pensaba que sólo era cuestión de tener
el pelo corto.
Goza visitando los distintos lugares donde el barco hace
escala. De un modo especial hablaba de su paso por Río de
Janeiro, que le encantó. Pero lo que más recordará de este viaje es
que el barco va lleno de sacerdotes e incluso algún Obispo que van
a Roma para la canonización de San Pío X. En la capilla del barco
hay una Misa tras otra; el capellán, muy fervoroso, hace el mes de
Mayo, mes de la Virgen, con toda solemnidad. Ella puede pasar
casi todo el día en oración.
Su pensamiento está lleno de proyectos y confianza plena en
Dios, lo que no quiere decir consolada. Le hace suma ilusión llegar
a Barcelona, lugar tan conectado con S. Ignacio, al que profesa
una profunda devoción. Se propone ir a Manresa y ¡ojalá pudiera
hacer los Ejercicios completos allí como el Santo, subir a
Montserrat!

3. APÓSTOL DE LA BIBLIA EN ESPAÑA

En la mañana del 11 de Mayo de 1954, el Augustus llega a


Barcelona. Las Esclavas del Sagrado Corazón la hospedan con
todo cariño en una de las habitaciones que dan al jardín de su casa
de Ejercicios. Lo primero, saludar a la Virgen; al día siguiente, llena
de ilusión, sube a Montserrat.
EL buen Padre Sayós busca la mejor manera de realizar su
inmediato proyecto, preparar la edición del libro con los guiones
bíblicos. Con ese motivo ella viaja a Veruela (Zaragoza), entonces
noviciado de Los Padres Jesuitas. Allí le ayudará el P. Arturo María
Cayuela S.J. que a la vez le dará clases de griego y hebreo;
idiomas ambos que ella ansía conocer para leer la Sagrada
Escritura en su texto original. Ya tenía conocimientos de griego,
que el padre le ayuda a perfeccionar, no así de hebreo.
En Veruela serán jornadas agotadoras, pero inolvidables.
Alterna la redacción del «Manual de Estudios Bíblicos Católicos»,
así llamará a su libro, con el estudio. Hay momentos en que ya ve
todas las letras hebreas iguales; el Padre le dice: «vaya a dar un

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paseo y descanse», pero ella se va a la capilla, ¿dónde descansar
mejor? Un hermano que por esas fechas hacía su noviciado me
dijo, años después, la impresión que le hacía ver a aquella mujer
pasar largas horas ante el Santísimo. ¡Cuánto tiempo había
deseado gozar de esa soledad y retiro! Tardará tres mesas en
preparar el libro.
Aprovecha el paso par Zaragoza para visitar la Virgen del Pilar
y depositar a sus pies sus inquietudes. Es una costumbre ya
habitual en ella visitar los santuarios marianos de los países y
ciudades por donde pasa. Repetidas veces me habló de su visita a
la Virgen de Chapi, en Perú, al santuario de la Virgen de
Copacabana de Bolivia, del que ella conservaba un gravísimo
recuerdo, y de tantos otros.

Su gran inquietud

La gran inquietud de su corazón es encontrar la posibilidad de


preparar las «Instructoras Bíblicas» tan urgentemente necesarias y
solicitadas en Latinoamérica. Ansía que pronto se cuente con el
suficiente número de instructoras. Esta necesidad que ella sintió en
1954 ciertamente no se ha apagado, sino que crece sin poderse
controlar. En el año 1989 se calcula que en Iberoamérica cada hora
se pasan 400 católicos a una secta. Y aun no acabamos de darnos
cuenta que usamos medios inadecuados para apagar este
incendio, que el pueblo está cansado de palabras humanas, y
hambriento de la Palabra de Dios hecha vida, y no hay quien se la
dé...
En la alocución que S.S. Juan Pablo II dirigió a Los Obispos
venezolanos en su visita «ad límina» el 21 de Septiembre de 1989,
les dice:
«Sé que un tema que os preocupa es el incremento de la
acción proselitista de sectas de vuestro país, en particular entre la
población menos favorecida económica y culturalmente. La Iglesia
Católica debe preguntarse cuál es el desafío que estas sectas
plantean a la propia acción pastoral y a la formación cristiana y
bíblica de los fieles. Es importante, por ello, instruir, mediante una
catequesis capilar, a todo el pueblo fiel, para que conozca la

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verdadera doctrina de Jesucristo y las enseñanzas de la Iglesia,
que es la Madre y Maestra de nuestra fe».
Este desafío fue el que comprendió María Benedicta, y a esta
catequesis dedicó toda su vida, y procuró contagiar a otros esta su
inquietud.
En una de las cartas María Benedicta informa a su director
espiritual lo que le dijo una señorita, al salir de uno de los cursillos
bíblicos que ella daba:
—«Esto sí es la Palabra de Dios y hace un bien inmenso a las
almas. Claro que los sacerdotes también predican la Palabra de
Dios, pero... es muchas veces tan poco la Palabra de Dios y más
palabra de ellos...»
Su director, Mons. Aspe, le contesta: «Esta señorita dijo lo que
experimentó, y dijo la verdad. Lo sé por la experiencia que lamento.
Los fieles tienen hambre de la Palabra de Dios, no de la palabra de
hombres, a la que tan acostumbrados están. Los protestantes nos
dan lecciones y ejemplo sobre esto, aunque mezclados de muchos
errores. Es cierto que mucho se ha reaccionado sobre el
particular... Pero ¡cuánta paja y qué poco grano se predica en
templos sagrados! Doloroso es reconocerlo, más lamentable sería
no reconocerlo aunque sea a la hora nona.»

Experimenta la pobreza

Al volver de Santiago de Compostela, pasa por Barcelona y se


encuentra con la desagradable sorpresa de que la casa de
Ejercicios, donde tan cariñosamente la han acogido las Esclavas,
se va a convertir en Juniorado. A primeros de Octubre comenzarán
las obras necesarias para ello, y por lo tanto ha de desalojar la
habitación. Tiene un mes de plazo para ello. Pero ¿dónde ir sin
dinero y sin conocer a nadie?
Dios prueba su confianza, como probó a Abraham. Y. como
suele hacer Dios con frecuencia, (como solía comentar María
Benedicta) espera el último momento para intervenir. El 27 de
Septiembre aún no encuentra dónde ir, literalmente se ve en la
calle. Angustiada dice a su Padre:

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—«Lo he dejado todo par Dios, me he abrazado con la
pobreza por Él, y ahora, a causa de esta misma pobreza, todos me
cierran las puertas».
—«Eso es pobreza, le dice su Padre espiritual. Si a la primera
llamada se le abriesen todas las puertas, no sería pobreza, o sería
una pobreza con todas las comodidades de la riqueza sin sus
preocupaciones».
Pero Dios no defrauda la confianza que ha depositado en Él, y
así, providencialmente, uno de aquellos últimos días del mes de
Septiembre, Madre Ana Hörsman, superiora en aquella fecha de
Las Misioneras Hermanas de Betania en Barcelona, chilena como
María Benedicta, se entera que ésta está en Barcelona y va a
hacerle una visita. Ella le expone su problema, y la buena de Madre
Ana, previo consentimiento de la superiora general, la acoge en su
convento, como en otro tiempo las hermanas de Betania del
Evangelio hicieron con Jesús. Aunque no sobradas de espacio,
llenas de caridad, habilitaron para ella una salita que convirtieron
en dormitorio.

Comienzan los Cursillos Bíblicos

Ha terminado la redacción del Manual de Estudios Bíblicos


Católicos. Un sacerdote la invita a dar un cursillo bíblico en Mérida
(Extremadura) y allá va llena de celo apostólico. Ya había dado
algunos en Cataluña. En Madrid también había organizado algunas
conferencias sobre el problema protestante en general, pero ahora
en Mérida se trata de un cursillo de dos clases diarias durante un
mes y medio, en el Centro de las jóvenes de Acción Católica.
Después pasa a Badajoz, donde da otro cursillo de un mes de
duración. Posteriormente estas jóvenes trabajaron activamente en
este apostolado, donde en Extremadura hasta el día de hoy
quienes siguen dando lecciones bíblicas con el método aprendido
de María Benedicta. En Badajoz tuvo también un cursillo de un
mes.
Precisamente a raíz de la muerte de María Benedicta, una
señora de Badajoz me escribió lo siguiente: «Me agrada que su
obra siga dando gloria a Dios. Yo también sigo trabajando como
puedo en los cursos bíblicos; aquí en un equipo estamos dando
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tres cursos, dos en parroquias y uno en particular. Esto es obra de
María Benedicta».
En el diario de Badajoz «Hoy», del jueves 20 de Enero de
1955, salió un extenso artículo que con grandes titulares dice:
«MARIA BENEDICTA, UNA CHILENA CONVERSA AL
CATOLICISMO, SE HA ENTREGADO AL APOSTOLADO
BIBLICO». «Utiliza procedimientos muy originales de grandes
resultados». En otra entrevista responde de la siguiente forma:
—¿Ha dado en España más cursillos bíblico?
—Con la intensidad y duración del de Mérida, no (aunque éste
no es todavía suficiente para formar verdaderos instructores
bíblicos católicos).
—¿Tanta importancia da a los instructores?
—La formación de instructores bíblicos católicos puede
resolver el problema protestante en América. Y en España...,
siempre es mejor prevenir que curar.
Aquel primer invierno en España lo pasó fatal por el frío.
Siempre había sido muy sensible al frío. Me contaba que era tal el
frío que pasaba, sobre todo en la cama que, por más mantas que le
daban las religiosas Siervas de S. José, donde estaba hospedada
en Mérida, no podía entrar en calor. Un día le dijo a la madre:
«Madre, ¿no tendría otro colchón?» «Si —le dice la madre—, pero
¿para qué lo quiere?»«Póngamelo en la cama», le contesta ella.
Cuál no sería la sorpresa de la religiosa cuando vio que
dormía entre los dos colchones. «Pero, hija, ¡se va a asfixiar!» «No,
madre, es la única manera de entrar en calor». Y desde aquella
noche durmió entre los dos colchones.

«Vagabundeo apostólico»

De Badajoz pasa a Granada, Pamplona, Tenerife, Sevilla,


Murcia... No es extraño que a veces se sienta realmente cansada y
agotada física y moralmente en ese «girar sin fin». Pero ella
procura ocultar del todo sus sufrimientos de modo que solamente
Dios sepa lo que pasa en su alma. Para el año 1956, después de
hacer el balance del año anterior, se ha propuesto un programa
que se podrá resumir en esta sola frase: «sonreír a Dios siempre»,
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«porque si le sonrío a Él, sonreiré también a sus criaturas, pues
toda santidad está en hacer lo que quiere lo que Dios quiere y
querer lo que Dios hace...»
En más de un cursillo se meten protestantes. Como en sus
clases admite y gusta de diálogo, a veces éstos interrumpen con
alguna objeción, citando algún texto bíblico; ella, con una memoria
extraordinaria y un dominio del Texto Sagrado admirable, les
contesta serenamente deshaciendo sus argumentos. Algunos salen
molestos pero hay otros muchos que quedan encantados; como
ejemplo unos cuáqueros de Mallorca que, al final del cursillo, le
regalan una guía turística de Mallorca. En otras ocasiones piden
hablar particularmente con ella, y siempre los acoge con sincero
deseo de hacerles bien.
Vivir la fe fundamentada en la Palabra de Dios es la única
forma eficaz de combatir la extrema ignorancia religiosa de buena
parte de los fieles católicos y evitar así que se dejen extraviar por
cualquier viento de doctrina, como nos dirá S. Pablo, ayudándoles
además a que sean capaces de vivir gozosamente las riquezas de
nuestra fe y estimularles a una auténtica vida cristiana: «Pues toda
Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para
convencer; para corregir, para educar en la justicia» (II Timoteo
3:16), todo con el método que había aprendido de los protestantes
y cuya eficacia quedaba sobradamente probada.

Palabra hecha vida

Las palabras de la Biblia no las llevaba María Benedicta sólo


en los labios, sino que se esforzaba por hacerlas vida de su vida.
Solía repetir en sus clases que no basta con creer en Dios, que hay
que creer a Dios. El amor a Cristo la apremiaba; ahora bien, si Él
había dicho que lo que se hiciera a los demás se lo hacíamos a Él,
ella no podía ver una necesidad sin intentar solucionarla o al
menos aliviarla. Pero no daba de lo que le sobraba, sino de lo que
necesitaba para vivir.
En Badajoz conoció a una viuda necesitada, y no sólo la
ayudó mientras estuvo allí, sino que después seguía mandándole
cada mes un paquete con alimentos, y esto durante años y de igual
manera se esforzaba por ayudar a otras personas. Cuando ella no
61
podía, acudía a personas que pudieran, pero nunca dejó
abandonada a ninguna persona necesitada, al menos le daba su
comprensión y cariño.
Un buen sacerdote, enterado de esta su generosidad, de su
indigencia, le dice que mientras no haya ahorrado lo suficiente para
poder pagarse al menos un año, viajes, hoteles etc. no debe dar
limosna.
Esto le produce un tremendo malestar espiritual. ¿Acaso no
dice Dios: «No apartes tu rostro de pobre alguno y Dios no lo
apartará de ti»? (Tobías 4:7) y que «el que da al pobre presta a su
Hacedor» (Proverbios, 19: 17) (Todos estos textos y otros por el
estilo, los recordaba ella constantemente a sus alumnos para
animarles a ser generosos con el prójimo). Esto iba, pues, contra
su conciencia y así se lo dice a su director. Éste le contesta:
—«Mi parecer es que Ud. siga como hasta ahora ejercitando
la caridad con el prójimo sin más límites que lo necesario para su
honesta sustentación, medios de acción para el apostolado y una
prudente mínima previsión. Lo que se da a Jesús en sus miembros,
Él ha empeñado su palabra de reembolsar con el ciento par uno en
este mundo y el cielo en el otro».

La sostiene la oración

Lleva ya año y medio en España. Ha recorrido la Península y


las islas en todas direcciones sin tener donde reclinar la cabeza,
como Jesús y se siente cansada y hastiada de la vida que lleva.
Siente agotársele todas las fuerzas en este perpetuo peregrinar...
Pero en medio de todo, Dios la sostiene y se muestra a su alma de
manera palpable en la oración; así se lo dice a su Padre:
—«Sigo viviendo mi incorporación en Cristo. Es algo que
siento y experimento, tal como podría experimentar cualquier
realidad que cae bajo los sentidos. Siento y experimento en mí la
vida de Cristo. Y veo clarísimamente cómo debo prolongar la
oración de Cristo, la santidad de Cristo, el apostolado de Cristo. Y
quiero cada vez más ir conscientemente por este camino. En esto
está centrada toda mi oración. Hay inmersión en Dios e

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identificación con Cristo creciente y plenamente querida por la
voluntad».
En todas partes la acogen con verdadera hambre y con
cariño, muchas veces no la dejan parar; ella se esfuerza por
mostrarse alegre y sonriente y por ayudar espiritualmente a
cuantas personas acuden a ella en busca de una palabra que
aclare sus dudas o que les consuele; pero en su interior muchas
veces se siente desolada, y se le plantea el problema de
conciencia: ¿será hipocresía o fingimiento conducirse
exteriormente con paz y alegría cuando interiormente siente todo lo
contrario?
—«Eso no es hipocresía (le contesta su director), eso es virtud
que germina y florece en campo árido y cielo nublado».
Muchas personas, de los distintos lugares por donde va dando
cursillos, después le escriben con consultas de conciencia o
simplemente contándole sus penas; de esta manera cada vez le va
aumentando la correspondencia, y procura dar a todos luz y
consuelo. «Sí, hija mía, Dios le ha dado mucho para dar a otros,
reservándose Él el cuánto, cómo y cuándo dar a Ud. misma. Sea
generosa sin reserva», le dice Mons. Aspe.
No sólo seglares, sino incluso sacerdotes se benefician de sus
consoladoras cartas. Hay una (de este tiempo) de un franciscano
español, que conoció en el Perú y que ahora sufre mucho, a quien
María Benedicta escribe consolándole y animándole. Incluso ha
logrado enviarle una ayuda económica, ya que se encuentra en
una situación personal de mucha necesidad.
Un enfermo, que se hizo «socio» de su apostolado, le dice en
otra carta: «Basta oírla, basta ver su sonrisa franca y optimista,
toda dulzura y amor, para estimarla y no olvidarla nunca».
Ella repetía que todos estamos llamados a la santidad, para la
cual Dios nos ha elegido desde antes de la constitución del mundo
(Efesios 1:4, texto que ella citaba continuamente en sus clases). Y
consideraba que dicha santidad no es sino el desarrollo normal de
la gracia bautismal. Ella decía que la «receta» universalmente
valedera para alcanzar la santidad personas de cualquier condición
social, estado o edad, era: «hacer lo que Dios quiere, como lo
quiere, cuando lo quiere y por todo el tiempo que Dios lo quiere».
Ciertamente se esfuerza por vivir esa «receta» y, cuando ve que
63
algo es voluntad de Dios, no hay nada ni nadie que la detenga para
hacerlo; y Dios cada vez le da más luz.
Hacia 1956 en Valencia se multiplican los cursillos. Conserva
una fotografía del cursillo que dio al Magisterio de esta ciudad; el
día de la clausura del mismo el aula magna de la Universidad
Literalmente está a rebosar.
En el cursillo que da en Játiva (Valencia), un maestro que
asiste y que tiene facilidad para la poesía, le dedica el siguiente
acróstico:

Mujer de recio temple y bondadosa.


Apóstol incansable de las almas.
Recorriendo los pueblos afanosa.
Irradias al Bien Sumo por do pasas.
A Dios das gloria refutando errores.

Bendita sea, sí, tu misión santa;


Ella has captado, ten imitadores;
No se pierda jamás semilla tanta.
Es tu ideal el engendrar a Cristo,
Doquiera que encontrares unas almas;
Y humilde esperas que Él las fertilice
Con el rocío de la divina gracia.
Todo es suave en tu atrayente porte;
Austera en tus costumbres y abnegada.

De intuición psicológica das prueba


Al estudiar la humanidad manchada.
Ilustre disertante y escritora,
Bello arquetipo de mujer que encanta.
Eres de la herejía detractora,
Retrato consumado de una santa.

64
Firmado: Dolores Conejero Vda. de García

Después de este cursillo la voz se va corriendo de un pueblo a


otro. Va a Alginet, a Carlet, etc. etc. No la dejan parar y se ve como
una pelota tirada de acá para allá.
Pero en medio de esta superactividad aún saca tiempos para
seguir estudiando hebreo y para preparar nuevos guiones bíblicos
y, por supuesto, con sus cinco horas diarias de oración. A las
cuatro y media sonaba cada mañana el despertador en su
habitación, por eso lo que más le costaba eran los cursillos que se
tenían por la noche. Siempre decía que ella necesitaba el sueño
más que la comida, pero aunque se cayera de sueño, lo primero
era la oración. No es extraño que en ocasiones llegara a sentirse
agotada.

Amiga de bromas

Por otra parte María Benedicta era muy amiga de bromas,


procuraba tenerlas siempre con las religiosas, en cuyas casas
generalmente se hospedaba. En una ocasión tenía una enorme
araña negra de goma; un día de fiesta la colocó de forma
estratégica para cuando calculó que vendría la Madre Superiora;
ésta, después del primer susto, le pide: «déjemela que la voy a
llevar a la comunidad»; le pidió que se la pusiera en el velo y entró
cuando todas las hermanas estaban reunidas. El jaleo que se armó
fue tremendo; una le dice:
—Madre, ¡qué bicho lleva en el velo!
Y en principio ninguna se atreve a quitárselo.
—No seáis así, les dice ella, que yo no lo veo.
Al fin acuden con una escoba... ¡De risa y carcajada!
Ella gozaba cuando se lo contaba la Madre y también gozaba
cuando lo recordaba y me lo narraba. Como ésta, tenía infinidad de
ocurrencias. Cuando murió aún encontré en su armario objetos
para hacer bromas.
Por ese tiempo en Bilbao da otro cursillo, cuyo éxito es
arrollador. Efectivamente en «El Correo Español—El Pueblo

65
Vasco», salió el reportaje, con una amplia fotografía de ella. Entre
otras cosas el periodista decía:
«A María Benedicta Daiber hay que oírla hablar con calor de
temas que le han llevado muchas horas de estudio, de problemas
que ha acometido de frente y con valentía inusitada, de cuestiones
que domina a la perfección...
»No es una conferenciante ni una propagandista al uso.
Quienes esperen de ella unas charlas más o menos amenas,
dichas con voz profesoral y ademanes de monja sabihonda, que no
acuda al salón S. Vicente durante esta semana. María Benedicta
ha hecho de sus lecciones algo vivo, algo que prende en el alma de
todos sus oyentes, algo desusado en estas latitudes donde apenas
si estamos acostumbrados al diálogo entre público y
conferenciante, a la polémica trascendental, al coloquio valiente».
Entre otras cosas le pregunta el periodista:
—¿Cuántos cursillos lleva dados en España?
—El de Bilbao hace el número 70.
—¿Podría establecernos un cotejo entre el protestantismo de
Hispanoamérica y el español?
—El de España está en su estado inicial. Pero en el fondo
ambos protestantismos tienen las mismas características... En
todos los lugares se valieron de un arma excelente: la ignorancia
crasísima de los católicos en materia bíblica.
—¿No cree que el calificativo puede sonar mal?
—Si gusta puede «dulcificarlo», (termina por decir ella).
El Sr. Obispo quedó tan contento que ya la comprometió a dar
un cursillo bíblico sobre la Virgen para el mes de Abril. También le
piden otro para Algorta.
También le piden cursillos desde Portugal. De esta manera
pudo ir, con gran ilusión, a Fátima y allí confía, una vez más, sus
proyectos y apostolado a la Santísima Virgen. Siempre recordó
este santuario como un lugar de profunda y austera piedad
mariana.
Ella, con la facilidad que tiene para los idiomas, se afana por
aprender portugués y me explicaba que los cursillos eran bilingües,

66
los asistentes leían la Biblia en portugués y ella les explicaba en
castellano, pero se entendían perfectamente.

Entre niños y gente culta

Fue cómico lo que pasó en Valls (Cataluña); ella misma nos lo


cuenta:
«Ahora querrás saber cómo van las cosas en Valls. El primer
día hubo una gran desorganización; habían decidido que cada
noche sería el cursillo en otro local y con otro público. Y la primera
noche me pusieron en primera fila unos niños —Los alumnos del
Instituto Laboral— y detrás de ellos los adultos y gente culta.
Francamente no sabía yo a quienes dirigirme, y como
principalmente debía dirigirme a los niños traté de hacerlo de
alguna manera, pero diciendo también algo para los adultos. La
cosa resultó verdaderamente cómica. Llamé adelante a un chico
para que leyera un texto que yo misma le había buscado. El niño
se asustó, se rascó la cabeza y su vecino del lado le dio un
empujón para que se levantara. Se acercó el pequeño y leyó
tartamudeando algo de ‘Las pistolas’ de S. Pablo. Tuve que
morderme para no reírme. Y así fue todo lo demás. Yo protesté y la
comisión organizadora reconoció su error y ahora seguiremos en
un mismo local y con el mismo público —bastante numeroso—
hasta el fin. Anoche ya resultó muy bien la lección y, por supuesto,
ya no había rastro de un S. Pablo disparando con pistolas... (Esto
me recuerda que una vez en Chile una chica preguntó dónde en la
Biblia se hallaba la epístola de S. Pablo a los ‘ebrios’ (= Hebreos)!
Realmente la cultura bíblica entre los católicos es muy grande...
Ahora ya está todo el mundo en Valls entusiasmado con la lección
de anoche...»
Especialmente interesante resultó el cursillo de Tarragona, en
el que la mayoría de los asistentes eran hombres y algunas
mujeres. Ella nos lo cuenta también:
«Anoche comenzamos el cursillo... Asistió el Sr. Obispo
Auxiliar, y se reía al ver cómo esos hombres hechos y derechos
metían más ruido que unos colegiales, buscando afanosamente los
textos que yo iba indicando etc. El interés no podría haber sido
mayor. Aunque eran hombres cultos, pero de Biblia no sabían
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nada. Naturalmente leían bien los textos y no volvieron a aparecer
las pistolas de S. Pablo...»
El último día del cursillo asiste el Sr. Cardenal, día en que
María Benedicta contó su conversión. Al final él la felicita y ella le
dice que, en realidad, lo que vale es el método activo que emplea.
El Sr. Cardenal se volvió hacia ella y le dijo en un tono que
denotaba profunda emoción: «¿El método? Lo que impresiona es
que Ud. Vive lo que dice», y le dio su bendición.

Se establece en Barcelona

Comenzó a surgir en Barcelona un cursillo tras otro. Cada vez


era mayor el número de personas interesadas de que se
estableciera en esa ciudad. Se trataba de buscar un lugar para
residir. Descartada la posibilidad de una residencia de religiosas, a
causa de los horarios de los cursillos, generalmente a altas horas
de la noche, se comenzó a pensar en la posibilidad de encontrar un
piso. Pero no era cosa fácil, pues el piso había de ser lo
suficientemente amplio, a fin de poder tener reuniones para los
estudios bíblicos y acoger a las posibles vocaciones, y en un lugar,
céntrico, para facilitar la asistencia a dichas reuniones y, como
siempre, no había dinero, lo que hacía la cosa aún más difícil.
Pero, con la plena seguridad de que Dios lo quería, todos se
pusieron en movimiento.
Después de mucho buscar, efectivamente se encontró un piso
en el lugar deseado. Piensan que habría que hacer algunos
arreglos y están seguros de que llegará el dinero necesario y hasta
hacen presupuesto. Pero a la hora de la verdad no se encuentran
tales bienhechores, ni siquiera se dispone del dinero necesario
para pagar la entrada, que consistía en el primer mes de alquiler
más otro mes que debe quedar en depósito. María Benedicta está
agotada física y moralmente, mas firmemente confiada en la
Providencia Divina.
Confidencialmente escribe a una amiga: «No duermo de puro
cansada. Ruega para que todo se solucione bien y que Nuestro
Señor me dé fuerzas para resistir. Dios me ha hecho de tal manera
que prefiero que me calumnien, a pasar apuros económicos. No es
la primera vez que los paso, pero siempre me han dejado con los
68
nervios de punta, y una calumnia ha sido para mí un dolor
‘delicioso’. Creo que el tener cierta relativa tranquilidad económica
es indispensable para que nos podamos dar de lleno al estudio y al
apostolado. Pero Dios quiere que le pidamos una y otra vez con
insistencia y confianza: ‘Pedid y recibiréis’.»
Ha acudido a las almas del purgatorio, a las que ha ofrecido
misas, para que le ayuden a solucionar lo del piso. Será ésta una
actitud muy frecuente en ella, fruto de su fe en la comunión de los
santos.
A mediados de Marzo se había de firmar el contrato, pero el
día 10 del mismo mes aún no tienen las siete mil pesetas que
necesitan para ello. Ese día, con una señora entusiasta de la Obra,
va a hacer una visita a una amiga de ésta y, ella misma nos cuenta
lo que pasó en una carta: Le hablan de «la obra emprendida y la
situación económica. Esta señora, que en su cara revela el temple
espiritual, se recogió unos minutos y en seguida nos dijo: ‘no puedo
darles mucho, pero por el momento les daré cinco mil pesetas’. Y
fue a buscar cinco billetes de mil pesetas. Ayúdame tu a dar
gracias a Dios y encomienda a esta buena señora».
Evidentemente así no se puede hacer ningún arreglo en el
piso. Un buen hombre se ofrece a pintarles lo más imprescindible
para que se lo vayan pagando cuando puedan. Comienzan, pues,
con deudas; y además van saliendo gastos con los que no
contaban: hay que darse de alto en la luz, el agua etc.
El primer escrito de sus apuntes íntimos que se conservan es
precisamente de esta fecha, y entre otras cosas anota:
«Pocas veces me he sentido tan mal físicamente como todo
este último tiempo. Estoy demasiado agobiada y agotada... a esto
se agrega la tensión nerviosa por la obra de Dios, por la casa, por
asegurar siquiera lo indispensable...Pregunto a Jesús en la oración
qué es lo que Él ahora quiere de mí y veo claro lo siguiente:
»a) En estos momentos de intenso sufrimiento físico y moral,
no debo perder de vista que se trata de una participación del
‘Misterio de la Cruz’. Mis sufrimientos, unidos a los de Cristo,
prolongación de los de Cristo, han de producir vida: la vida de la
obra de Dios, y efectos de vida en innumerables almas.

69
»b) Debo seguir siendo fiel, cueste lo que cueste, a mi vida de
oración y a mi reglamento y esforzarme por tener paciencia
amorosa para soportar y para aguardar.
»c) Y a pesar de que actualmente, a causa del piso y a causa
de todas las dificultades del principio que hay que vencer, la
situación económica se me presenta extraordinariamente difícil, a
pesar de todo esto debo seguir siendo generosa en dar. Siento que
Cristo me pide esto y sé que le doy a Él. Y estoy resuelta a hacerlo
así.
»Oh Cristo mío, Amor mío, ayúdame tú a hacer todo esto: en ti
confío. Sé que me pides también esta confianza, dámela tú, pues
todo, todo tiene que venir de ti... ¡Ayúdame, Amor mío!»
De esta forma, a pesar de su tremenda situación económica,
sigue mandando cada mes el paquete de alimentos a la viuda de
Badajoz, que sin ello, dice ella, moriría de hambre, y tiende la mano
a todo pobre que se le pone delante. «El que da al pobre no pasará
necesidad», dice el libro de los Proverbios (28:27).
En este tiempo escribe cuál debe ser la característica de los
miembros de la «Obra de Cursillos Bíblicos Católicos»:
«Esta Obra que Dios nos confía, las que somos llamadas a
ella, debemos vivir de fe de un modo especialísimo. Hemos de
hacer vida en nosotras la Palabra de Dios con todo su contenido
dogmático, moral, ascético, místico. Solamente así podremos llevar
esta misma vida a otras almas. Esto es importantísimo, pues en el
momento en que nos limitásemos a un conocimiento meramente
intelectual, frío y racional de la Escritura, nuestra misión se habría
acabado y habríamos traicionado nuestra vocación.
»Hemos de resistir a la tentación de limitarnos al conocimiento
meramente teórico de la Escritura—realmente quedarse en este
punto y limitarse al placer intelectual que esto proporciona es
mucho más fácil—pero en cambio hemos de vivir la Palabra de
Dios, vivirla en toda su extensión en la medida de nuestras fuerzas,
hemos de desentrañar la lección profunda que nos ofrece la
Palabra de Dios para cada circunstancia de la vida y así vivir
plenamente de fe. Aquí radica el poder de irradiación de nuestra
vocación, y esto no lo hemos de perder de vista jamás.

70
»Y de un modo especial, a la luz de la Escritura, hemos de
vivir nuestra incorporación en Cristo, hemos de llegar a dejarnos
llenar del todo de Cristo y que Él solo viva, ore, trabaje, sufra en
nosotros».

Vida de comunidad en pobreza

El día primero de Mayo de 1959 comienzan tres la vida de


comunidad en el piso: María, Soledad y Teresa. En la casa no hay
más que lo estrictamente imprescindible, y se podría decir que ni
eso. Los amigos interesados en la Obra les van trayendo diferentes
muebles usados y demás enseres necesarios, uno trae una cama,
otro dos cubiertos, otro un colchón, otro unas mesitas viejas de un
colegio, otras le mandan sábanas y toallas etc. Nos servirá para
hacernos idea de la pobreza con que viven lo que anotan en el
diario:
«Para cocer nuestro cotidiano sustento sólo contamos con dos
hornillos eléctricos, bastante pequeños, y el más pequeño se ha
quedado inservible por el momento, así que prácticamente ahora
sólo contamos con uno. Nuestros guisos se reducen a lo más
elemental y primitivo: una sola olla con capacidad para la comida
de toda la comunidad.
A la hora de comer hemos leído una carta, que rezuma mucha
caridad cristiana, con la noticia de que nos giran 25 pesetas para
que con ellas compremos unas pastas, pero nuestra pobreza actual
nos obligará a emplear ese dinero en la compra de verduras.»
De hecho estarán casi un año con ese pobre hornillo para
guisar, hasta que pudieron comprar a plazos una cocina de butano.
El día cinco de Mayo, con no poco humor, anotan:
«Decimos que cuando seamos ricas compraremos un misal,
una olla para hervir la leche... una tapa de tela metálica para
proteger de las moscas el postre, o lo que sea, un salero grande,
una sartén para freír huevos y... un coche para poder dar los
cursillos con más facilidad». Es que no tenían ni nevera; tardarán
dos años en poder comprar un frigorífico y éste a plazos. En medio
de tantas estrecheces no tarda en resentirse la salud de las tres,

71
hasta el punto que Teresita, con gran dolor de su alma, tiene que
marchar. El 7 de Junio anota María Benedicta en su cuaderno:
«Tal vez la crisis interior que estoy pasando es la peor de mi
vida, a pesar de que la oculto en el silencio. Pero es tal el
cansancio moral de todo, que es como un decaimiento no sólo
total, sino como que quiere ser definitivo, de todas mis fuerzas, de
todo anhelo de perfección... Veo el peligro que encierra semejante
estado de ánimo...
»Ayer por fin el Señor me hizo ver en la oración una vez más,
pero con mayor claridad que nunca, que no es amor el que no lo
soporta todo hasta el fin. El verdadero amor lo sufre todo sin
desfallecer jamás... Lo que hace desfallecer es el egoísmo, y el
egoísmo es lo más diametralmente opuesto al amor. La cosa está
clara: cueste lo que cueste debo seguir adelante, pues mi amor a
Dios debe ser sin desfallecimiento... y también mi amor a mis
hermanos...»
En medio de esta extreme pobreza, sigue practicando con
toda generosidad la caridad.
Una señora de Zaragoza muestra sus deseos de estudiar a
fondo la Biblia para después ella poder hacer apostolado. Le pide
un cursillo intensivo en su casa. Ella, contenta, acepta. Pero esta
señora tiene dos hijas pequeñas y su marido la ha abandonado, lo
cual quiere decir que no podrá ayudar ni a pagar los gastos que
ella ocasionará con su estancia. Se trata de estar un mes en casa,
y esto en el mes de Agosto, cuando lo poco que le solían dar en los
cursillos no entraba, pues todo el mundo está de vacaciones. Pero
se trataba de ayudar a otros en su fe y, con todo cariño, le ofrece
su pobreza. Una señora le regala una cama mueble para poderla
recibir. Y no sólo a ella, sino que en principio iban a ser tres las
personas que acogerían en casa, aunque, por razones imprevistas,
sólo vino la señora de Zaragoza.
A este cursillo de verano se unieron otras dos personas de
Barcelona. Era un cursillo intensivo de un mes de duración, con
dos horas por la mañana y una por la tarde. La señora de Zaragoza
se marcha feliz, pero María Benedicta no tiene dinero para acabar
el mes. Más de una vez me contó este episodio.

72
Me refería que entonces acudió a Dios y le dijo: «Ya ves que
necesito mil pesetas para acabar el mes, tú verás de dónde han de
salir».
Aquel mismo día, a media mañana, llega un giro inesperado
de 100 pesetas. Ella le dice al Señor:
—«Señor, yo te agradezco las cien pesetas, pero ya ves que
necesito mil».
Y Dios no la defrauda una vez más: aquella misma tarde llega
de nuevo un giro con mil pesetas. Ella me decía que el Señor probó
su confianza, pero le dio más de lo que le pedía. Y la generosidad
de Dios no terminó aquí, ya que pocos días después, el 28 de
Agosto, le dan dos fuertes donativos inesperados, con los cuales
puede pagar al pintor y decidirse a comprar el termo para el baño.

Ayuda al Cuerpo Místico

La solicitud de cursillos se multiplica en parroquias, fábricas,


colegios etc. y en numerosos casos particulares que se atienden en
casa.
En una casa particular tiene un nutrido grupo verdaderamente
ecuménico; asisten varios protestantes, pero no con intención de
polemizar, sino de conocerse. Están estudiando el tema que
llamamos el Credo, que es el temario fundamental, en el que se
ven las verdades de nuestra fe a base de la Biblia. El grupo resulta
interesante. Ella expone positivamente la fe católica, ellos aceptan
en lo que están de acuerdo y exponen su interpretación en lo que
no lo están; pero no se discute. María Benedicta goza lo indecible.
Un día tocó hablar de la Santísima Virgen. Y ella, a base de textos
bíblicos como siempre, explicó que María Santísima es nuestra
Madre, etc. Uno de los asistentes suple en ocasiones al pastor en
sus reuniones, quien al día siguiente, emocionado, explica a sus
feligreses que María es nuestra Madre, para gran sorpresa de los
asistentes.
En otra ocasión tiene en casa a una chica que se ha hecho
adventista y quiere ahondar en la fe, vive con ellas unas semanas,
que aprovecha para estudiar su fe. Cuando se marcha sigue siendo
adventista, pero queda muy agradecida a la acogida que le han

73
hecho. Acoge siempre con todo cariño a cuantos hermanos
separados se ponen en contacto con ella, sea personalmente, sea
por carta, y siempre sin ánimo de polemizar, sino de iluminar
respetando la libertad del hermano. Son numerosas las cartas que
se conservan de estos «hermanos», generalmente cartas
acogedoras; pero no falta también quien le escribe con la finalidad
de atraerla a sus ideas y polemizar, y en esos casos ella corta,
como en el de una señora que, no obstante, durante años se
felicitaron para Navidad.
Como es lógico, ella goza muy especialmente cuando alguna
de estas almas se acerca a la Iglesia Católica. A varias de ellas
preparó para su bautismo en Ella.
Un día un grupito le pide asistir a un cursillo más prolongado
en casa. Pero ¿cómo hacerlo si no tienen sillas suficientes? Con
buena voluntad todo se arregló, cada alumna trajo su silla. Así se
montó la sala de clase, hay sillas de todos los tamaños y modelos,
«para todos los gustos», como decía ella. De esta manera se
comenzaron varios grupos con una clase semanal durante todo el
curso.

Campaña por las comunidades contemplativas

Hacia finales del año 1960 entra en contacto con una


comunidad de cistercienses muy necesitada. Pasan frío. Ella les
pregunta si pueden ponerse ropa de abrigo debajo del hábito y
contestan que sí. Y aquí tenemos a María Benedicta, gozosa,
haciendo una campaña de jerseys entre sus alumnos. Se recogen
gran cantidad de jerseys usados pero en buenas condiciones que,
junto con muchos y variados alimentos, se los envía para Navidad.
Comienzan así los paquetes de Navidad para las comunidades
contemplativas, que irán en aumento hasta el final de su vida. Para
entonces ya eran diez las comunidades necesitadas que atendía.
Comenzaba la campaña en el mes de Octubre, cuando se
empezaba el curso. Ponía sobre la mesa un letrero con textos
bíblicos para animar a todos:
«Ayuda a miembros necesitados del Cuerpo Místico».
«Dad y se os dará» (S. Lucas, 6: 38).

74
«El que da al pobre no padecerá necesidad» (Proverbios,
28:27).
Y los alumnos, contagiados de su espíritu de caridad,
colaboraban con toda ilusión; cada cual traía lo que podía o quería.
Y ¡cómo disfrutaban todos cuando después se leían en clase las
cartas de agradecimiento de estas monjitas! Sobre todo ellos
apreciaban las oraciones que éstas hacían por ellos en
agradecimiento. Un día acude un alumno manifestándole con pena
que él estaba mandando una ayuda a un seminario pobre y este
año no podía mandarlo. Se trata, pues, de ayudar a un miembro de
Cristo y por añadidura futuro sacerdote, el gran amor de su vida.
En seguida pone en movimiento a sus alumnos y los interesa para
acudir a esta necesidad. En adelante se encargaron de pagar la
boca de un seminarista. Sólo Dios sabe los esfuerzos que esto le
costó y a cuántas puertas tuvo que llamar. Pero poco a poco, a lo
largo del curso salía cada año la beca, y generalmente crecida. El
Señor Rector de este seminario, un hombre verdaderamente de
Dios, le escribe cartas alentadoras y varias veces que vino a
Barcelona visitó los grupos animándolos. Fue ésta realmente una
amistad espiritual que duró toda la vida.
Por otra parte ve que no es posible anunciar la Palabra de
Dios a quienes sufren toda clase de angustias y estrecheces
económicas si no se esfuerza por aliviarlas en la medida de sus
posibilidades, y así pagan a varios jóvenes para conseguir un
oficio, buscan trabajo a otros, etc.
Y esto a pesar de que su situación económica sigue siendo
angustiosa. Después de la primera Navidad lanzan un SOS
solicitando si acaso fuera posible conseguir cincuenta personas,
que diera cada una mil pesetas al año. Con ello tendrían asegurado
el pago del alquiler, que era lo más angustioso. Pero en realidad
sólo respondieron cinco. Hasta pocos años antes de su muerte
vivió con esta angustia.

Vida de fe

El pensamiento de vivir de fe se va afianzando cada vez más


y más en su vida espiritual a medida que pasan los años. Por este
tiempo, 1959-1961, escribía:
75
«Por la fe pienso y juzgo las cosas según la verdad, o sea,
según las ve y juzga Dios y claro está: la verdad no es lo que
piensan los hombres, sino lo que piensa Dios. La fe, cuanto más
viva sea, me pone con más seguridad en posesión de la verdad.
Siento el impulso de vivir más y más de fe, lo cual es vivir de la
verdad: pero sobre todo se intensifica en mi alma el impulso a la
caridad. Lo tengo hace mucho tiempo, pero se va agigantando
extraordinariamente.
»Todo esto sucede en la parte superior de mi alma, sin
consuelo propiamente sensible. Es más luz que calor, pero una luz
que es fuerza motriz al mismo tiempo.»
«No basta creer en Dios y esperar a Dios, esto es
relativamente fácil, pues al fin y al cabo los motivos de credibilidad
de nuestra fe son muy poderosos... el alma que aspira a la
santidad, debe llegar más lejos y debe creer a Dios, a ciegas, y
entregarse a Él, para que Él haga y deshaga, y debe esperar en
Dios contra toda esperanza. Semejante fe y esperanza en medio
de la noche, glorifica grandemente a Dios. Veo con suma claridad y
con gran paz que es esto lo que Dios quiere de mí. Mi camino es
éste: fe y esperanza así, en medio de la noche, y radiante caridad,
siempre, siempre, siempre. De ahí han de derivar todas las
virtudes. ¿Por qué los directores espirituales enseñan tan rara vez
a las almas a vivir de fe? Tal vez en nuestro siglo nos hemos
contagiado todos un poco de racionalismo...
»En adelante, a través de la noche de mi alma, solamente
quiero vivir de fe: creer a Dios ciegamente y esperar en El contra
toda esperanza e irradiar amor, según el gran mandamiento de
Cristo. Este es mi camino, oscuro y doloroso, sí, pero sencillo y sin
problemas (al menos por ahora). Todo así se simplifica, aunque se
prolonga el dolor... Anhelo ser perfectamente dócil a mi Dios: Cristo
mío, produce tú en mí (que todo viene de ti) el querer y el ejecutar
(Filipenses 2:13). Madre mía, tú que viviste plenamente de fe,
enséñame a vivir también esta vida de fe. Así sea «.
Y en los ejercicios espirituales del año 1963, en Semana
Santa, como siempre, se propone «ahondar en lo que significa vivir
de fe».
«Sé muy bien que solamente estoy en la verdad en la medida
que juzgo todas las cosas a la luz de Dios, según la fe... Guiarme

76
por la simple luz de la razón natural no me puede dar la verdadera
perspectiva de las cosas, ya que éstas son como las ve y juzga
Dios. Quiero, pues, ahondar en lo que significa vivir de fe y orientar
plenamente mi vida en este sentido».
»Vivir de fe es algo más que creer simplemente nuestros
dogmas. Hay un grado mínimo que se limita a hacer lo
indispensable y nada más para alcanzar el cielo... y hay el grado
máximo en que la fe informa y penetra todos los detalles y cada
momento de la vida. Todos los santos alcanzaron este grado. Entre
el grado mínimo y el máximo hay todos los grados imaginables,
¿Dónde estoy yo? Ciertamente la fe penetra gran parte de mi vida,
pues sin ella, mi Reglamento y mis votos serían imposibles. Pero
hay baches e intermitencias y si he de avanzar en mi vida
espiritual, es preciso superarlos.
»¿De dónde sacar fuerzas para seguir adelante? De la fe.
Debo, quiero cerrar los ojos a todo lo demás y vivir solamente de
fe. ¿Me siento al cabo de mis fuerzas? Pues he de creer que Dios
me sostendrá. Cuanto menos vea, cuanto más vea todo lo contrario
de lo que me dice la fe, tanto más debo cerrar los ojos a lo que veo
y creer, creer, creer... Creer como la Virgen (‘la que creyó’: S.
Lucas 1:45), creer como los Santos, creer contra todas las
apariencias... Creer en la Palabra de Dios...»
»Nunca tanto como ahora se me ha presentado la Pascua
como un misterio de fe. Y sin embargo, de hecho, en el misterio
pascual, todo es invisible: ni veo a Cristo glorioso y resucitado, ni
veo o percibo con los sentidos la vida nueva que Cristo nos trae.
No veo ni palpo mi justificación, la aplicación a mi alma de los
méritos redentores de Cristo. Y aunque los Sacramentos son
signos sensibles, su efecto es invisible... Todo se reduce a la fe.
Hay que creer y obrar de acuerdo con la fe. Sin duda muchas
veces he sentido y experimentado la acción profunda de Dios en mi
alma, pero cuando Dios retira estas experiencias sensibles ¿qué
queda? Nada más que la oscuridad de la fe... Y sin embargo, la fe
es más cierta que todo lo demás, porque el que cree se apoya en
Dios, Verdad infalible. Hay que vivir de fe: es la única manera de
estar en la verdad, mientras aun no veamos a Dios cara a cara. Y
este vivir de fe debe penetrar todos los detalles de la vida, porque
en cada instante es preciso obrar de acuerdo con la fe. Luz

77
oscura... pero al fin y al cabo luz... y me aprovecho tanto más de la
Redención de Cristo, cuanto más viva de fe...
»Quiero seguir adelante e ir por este camino con la gracia de
Dios... y la ayuda de la Virgen mi Madre que vivió plenamente de
fe... El Evangelio es fuerza de Dios—dynamis—para todo el que
cree, parece evidente que es fuerza de Dios tanto más, cuanto más
viva sea la fe. A mayor fe, mayor experiencia de la fuerza de Dios.
Con gran ilusión sigue también los acontecimientos del
Concilio Vaticano II. Apenas se publicaba un documento, lo
adquiría, leía y comentaba generalmente en la mesa. En Marzo de
1963 escribe lo siguiente en el diario:
«Nuestros alumnos han firmado y hacen circular con gran
entusiasmo las hojas en que se recogen firmas pidiendo al Concilio
declare solemnemente la maternidad espiritual de María respecto
de todos los hombres y su mediación universal de todas las
gracias».
No podía dejar de aplaudir e impulsar cuanto se refiera a la
Santísima Virgen.

Quedamos solas

Yo me uní a María Benedicta y Soledad en Diciembre de 1965


y me vine con ellas a Barcelona. En los veranos íbamos dos o tres
veces por semana a la playa. A María Benedicta le hacían mucho
bien aquellos baños de mar, pues le ayudaban a pasar mejor el
invierno. Más de una vez tuvimos nuestros «coloquios» espirituales
en la playa, a la sombra de la sombrilla.
En Navidad era ocurrente para poner los regalos el día de
Reyes. Todos bien envueltos y con nombres originales, bien
escondidos por la casa. En la puerta de la habitación nos dejaba un
papel con la lista de los regalos y los nombres originales que les
había puesto. No era fácil averiguar por tal nombre qué contendría
aquel paquete; por ejemplo, un regalo decía: «El que quiera celeste
que le cueste», y después resultaba que era una bata celeste; otra
era «el camello», y se trataba de una escalera taburete; otro era «el
bolsillo de S. José», y era una balsa plegable, y así todo por el
estilo. Con la lista en la mano había que buscar por toda la casa

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hasta encontrar todos los regalos. Nosotras también le
escondíamos a ella cosas de igual manera. Era una fiesta muy
divertida.
María Benedicta gozaba con las salidas de excursión. Desde
luego el lunes de Pascua era «sagrado», es decir, no perdonaba el
no salir ese día, aunque sólo fuera al Tibidabo si hacía mal tiempo.
Y cuando salía, a veces era como una chiquilla. Recuerdo que en
una ocasión se lanzaba por un tobogán de un parque infantil como
cualquier niño.
A mediados de 1969 Soledad decidió seguir trabajando en los
cursillos bíblicos aunque desligada de la Obra, y así lo hizo, de
forma que quedamos María Benedicta y yo solas.
Hasta entonces con frecuencia había hablado de sus
proyectos sobre la Obra; pero a partir de entonces, y sin que se
notara ninguna amargura por su parte, sino con toda serenidad,
siguió trabajando con todas sus fuerzas sin mostrar la inquietud
que tenía antes como responsable de la Obra ni pensar en
vocaciones para la misma.
El año 1953, aún en Bolivia, había hecho el voto, como ya
dije, de no abandonar la Obra ni en Bolivia ni fuera de ella,
mientras no le constara con evidencia que era ésta la voluntad de
Dios. Pero también había prometido en aquel voto: «en el momento
que me conste sin lugar a duda razonable, que es tu voluntad
divina que yo te haga el sacrificio de esta Obra, lo haré en el acto,
sin vacilaciones, par encima de todos mis gustos y repugnancias,
porque quiero en todo y siempre cumplir lo más perfectamente
posible, tu voluntad y no la mía».
Pero ella seguía pensando en la necesidad de esta Obra y
conservaba la certeza, y así me lo manifestó en varias ocasiones,
de que Dios de alguna manera la haría surgir después de su
muerte.

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4. EL MOVIMIENTO PRO ECCLESIA SANCTA

Reencuentro con el P. Menor S.J.

María Benedicta conoció al P. Menor en Arequipa (Perú) a


finales de 1950. Hacía finales de 1967 se puso de nuevo en
contacto con él por carta. El P. Menor le pide que se una a un
nutrido grupo de hombres y mujeres dirigidos por él que piden por
la santificación propia y general. En total pasan de un centenar. De
esa forma María Benedicta conoce la Asociación Pro Ecclesia
Sancta y le contesta entusiasmada:
«Hace mucho tiempo por mi parte deseaba que surgiera algo
en la Iglesia que nos uniera a cuantos tenemos estos anhelos de
santificarnos y sacrificarnos sin reserva por la Iglesia, cosa hoy día
más necesaria que nunca. Algo que nos agrupara en una auténtica
fuerza espiritual, fuerza de conjunto, muy superior evidentemente a
las fuerzas dispersas, que aisladamente pudiéramos representar...
»Que Nuestro Señor y la Virgen nuestra Madre, le iluminen a
Ud. y le muestren claramente cómo hay que estructurar esa obra
tan preciosa para que rinda en la Iglesia Santa todo su fruto de
santidad. Y que contribuya a acelerar el momento dichoso en que
salgamos de esta crisis de fe —en el fondo todo se reduce a falta
de fe—que actualmente sacude a la Iglesia. Y que todo coopere a
un nuevo florecimiento de santidad. Y que la misma crisis
solamente nos sirva para crecer en fe y en amor apasionado a la
Iglesia. Creo que hay día tenemos que amarla más que nunca».
Es que María Benedicta, que tanto amaba a la Iglesia, sufría
lo indecible ante el huracán que la sacudía después del Concilio y
que a tantos hizo tambalearse y caer en su fe. Ella afirmaba que la
crisis de identidad sacerdotal, la crisis de obediencia, los errores
dogmáticos que se iban difundiendo y que muchas veces, aun
conservando la misma terminología, de hecho se vaciaban de
sentido, tenían como base una falta de fe, sustituyendo la fe par la
«opinión», como decía ella. Y esto era algo que no lo podía
soportar.

80
Yo diría que hasta ahora ella había luchado con todas sus
fuerzas por defender la fe del pueblo de Dios, la fe del pueblo
católico, de los enemigos que le venían de fuera; y ahora se
encuentra con que los peores enemigos surgen de dentro, de
quienes menos se podía esperar. Sus alumnos acudían a ella
desconcertados par lo que oían y veían, y ella se esforzaba por
fundamentarles firmemente su fe en la Palabra de Dios, verdad
infalible. Cuánta vigencia cobraban entonces las palabras de S.
Pablo a Los Gálatas: «Aunque nosotros o un ángel del cielo os
anunciase otro evangelio, distinto del que os hemos anunciado, sea
anatema» (Gálatas, 1: 8).
Comienza, pues, a partir de entonces una intensa
correspondencia entre ella y el P. Menor. Ambos sintonizan
perfectamente, tanto que pronto es nombrada promotora para
España del Movimiento, cargo que ocupará durante algún tiempo.
Una vez nombrada promotora, se pone en marcha para darlo a
conocer a personas que ella piensa que podrán afiliarse. Sobre
todo piensa en las monjas contemplativas que conocía y en los
sacerdotes, también en algunos seglares, entre ellos algunos
alumnos. Para afiliar a las monjas y darles a conocer los fines del
Movimiento aprovechará los veranos.

Viajes apostólicos por los monasterios

En Junio de 1971 emprende su primer viaje veraniego por los


monasterios. Y esto a pesar del extremo cansancio con que acaba
el curso y que realmente necesitaría un merecido descanso. Este
primer viaje fue realmente agotador. Como durante el día estaba
casi todo el tiempo con las monjas, bien hablando a la comunidad,
bien en consultas particulares, había de quitarse horas de sueño
para la oración. En una carta me decía: «No tengo tiempo para
nada. Ni para dormir. Para la oración, sí, pues ésta hay que
asegurarla contra viento y marea».
Como no podía ser de otra manera, les habla del Movimiento,
pero basándose en la Palabra de Dios. Así me lo explica: «Hoy les
he hablado del ‘resto’ (idea de Isaías que a ella gustaba macho),
presentando el Movimiento como el ‘resto’; esta tarde hablaré, Dios
mediante, del Cuerpo Místico...»

81
Las monjas se entusiasman de tal manera que se pasan la
voz de un monasterio a otro, de forma que cada verano necesita
más tiempo y al final, dedicando todo el verano, ni siquiera llega a
visitar a todos los conventos que se lo piden.
Ya en 1973 no es suficiente un viaje y comienza a hacer dos,
disminuyendo cada vez más los días de descanso. Le resulta cada
año más imposible atender a todos los monasterios, dado el
aumento constante del M.O.P.E.S., a pesar de que hay años que
comienza la primera gira el 31 de Mayo, suprimiendo en Barcelona
todos los grupos bíblicos de Junio.
Providencialmente el verano de 1974, gracias a la
generosidad de un grupo bíblico de una parroquia de Barcelona, le
proporcionaron un viejo coche (un 600 de tercera mano), al que
María Benedicta bautizó con el nombre de «la tartanita» y que se
portó muy bien. Con «la tartanita» y yo novata en el volante,
acompañé a María Benedicta aquel verano, aliviándole un poco la
fatiga del viaje con los consiguientes transbordos y equipaje; sobre
todo si se tiene en cuenta que ya sus pobres pies estaban tan
deformados que casi no podía andar sino con mucha dificultad, y
encontrar calzado era una verdadera pesadilla.
Comienza así a dedicar todo el verano a visitar sus «queridas
monjitas» como ella las llamaba; con lo cual deja de tomar sus
apetecidos baños de mar, que tanto bien le hacían. Claro que, al
poder viajar en coche propio, se le hace menos pesado, e incluso
disfrutaba cuando, por falta de pericia mía, nos perdíamos, o
cuando nos sobraban algunas horas y nos desviábamos de la ruta
para hacer alguna escapada y conocer algún lugar pintoresco.
En una de esas escapadas, pasamos por el puerto de
montaña de Piqueras y fue para ella un motivo de gran alegría al
descubrir en el mismo el monumento que hace alusión a Chile. Fue
tal su alegría que, siendo así que no le agradaba se le hicieran
fotografías, en esta ocasión pidió que se le hiciera una junta al
monumento; fotografía que luego se hizo ampliar y poner en un
cuadro. Es que conservaba un gran amor a Chile, la «Patria de mi
alma» como ella decía, por haber encontrado allí la fe.
Mientras íbamos en el coche generalmente ella iba recogida
oración; era muy frecuente que me dijera: «no me hables que voy a
hacer oración». Así que buena parte del viaje íbamos en silencio.

82
De esta manera, el tiempo que íbamos de viaje era un verdadero
descanso para ella.
Las monjas realmente se desvivían por ella y no sabían cómo
atenderla; pero al mismo tiempo era tal el hambre de la Palabra de
Dios que mostraban, que no le dejaban tiempo para nada, como ya
queda dicho; por eso, para sacar las cincos horas de oración que
hacía, con mucha frecuencia era necesario quitarse horas de
sueño, y esto la deshacía. Pero jamás, por muy cansada que se
encontrara, no pocas voces incluso con fuertes dolores de
estómago, dejó de atender una petición de monja alguna, sea para
atenderla a solas, sea en comunidad. Y siempre se esforzaba por
disimular su cansancio de tal manera que generalmente las monjas
no se daban cuenta de ello. Estoy segura que, si lo hubieran
sospechado, ni siquiera se lo habrían pedido.
Pero cuando nos encontrábamos solas realmente había veces
que se hallaba al borde de su resistencia física. Del voto que
pronunciara muchos años atrás (en 1949) de no retroceder ante
ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de Dios, fui realmente
testigo. ¡Con cuanta fidelidad y heroísmo lo vivió durante estos
largos viajes veraniegos por los monasterios y sin jamás perder la
paz! El año 1978 escribe al respecto a su Padre espiritual:
«Me dejo guiar por algo así como una voz interior, inmaterial
desde luego, que me dice con frecuencia (traducido al lenguaje
humano): Haz esto o no hagas aquello. Y en el acto digo ‘Sí’ y lo
hago. Siempre se refiere a algún sacrificio o pequeño acto de
vencimiento. De esta manera puedo ahora ciertas cosas que no
podía antes. Por ejemplo, no puedo impacientarme, cuando sin
embargo éste es (¿o era?) mi defecto dominante.
»No hay infidelidades advertidas a la gracia. Estoy segura que
hay infinidad de cosas que no están bien, pero no las advierto,
pues si las advirtiera estoy segura de que el Señor no me las
dejaría pasar. Hay en mí un dolor creciente por todos mis pecados
pasados y presentes y hasta —ya puede Ud. reírse—de los futuros
que se me escapan.
»Aumenta en mi alma una inmensa gratitud por todo en la
medida que me penetra la luz sobre mi nada y pecado y cómo todo
lo que no es infierno, es favor para mí, me invade un sentimiento
de gratitud al mismo tiempo que de confusión ante todas las

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bondades de Dios conmigo. Le agradezco todo, lo sabroso y lo
amargo, segura de que detrás de todo está el infinito amor de Dios
que solamente quiere mi santificación y siempre en cada momento,
me da lo más conducente a ello.
»Últimamente me ha pasado, mejor dicho, me está pasando a
ratos algo ‘raro’. Una especie de ‘voz’ inmaterial que parece
pedirme ciertas cosas, buenas en sí, pero la impresión de esta voz
es distinta de la que me causa la voz de Dios. No sabría explicar en
qué está la diferencia; es algo raro; hay imponderables. Entonces
me pongo en guardia y pido a Dios que Él indique qué debo hacer,
le digo que quiero darle TODO, pero le suplico que me dé la plena
seguridad de ser Él quien pide esto o aquello. Normalmente
entonces esta voz rara calla. Tengo la impresión de que se trata en
estos casos de un asalto del enemigo, bien camuflado por cierto—
Satanás transfigurado en ángel de luz—y que quiere perturbarme e
inducirme a escrúpulos. Hasta ahora no lo ha logrado. Cuando veo
con claridad las cosas, hago en el acto lo que Dios me pide. Sé que
de no hacerlo así, perdería la paz.»

Dios en primer lugar

La deformación de sus pies llegó a tal extremo que no podía


ponerse absolutamente ningún zapato, ni hecho a medida. Un
verano lo único que podía soportar para dar algunos pasos eran
unas viejas zapatillas de paño; tan viejas que tenía la suela
despegada y cada noche había que coserla. Pero con esas
zapatillas hizo el viaje, pues ni siquiera unas zapatillas más nuevas
podía resistir.
En Barcelona sus alumnos le insistían que se operara, pero el
sistema empleado para estas operaciones de que ella estaba
enterada, exigían un largo tiempo de inmovilización, lo que suponía
tener que dejar por un tiempo bastante largo su apostolado, la
Santa Misa etc. y a esto no estaba dispuesta; prefería aguantar el
tremendo dolor que le ocasionaba cada paso.
Para ella la Santa Misa era algo tan importante en su vida
que, una mañana al salir temprano para oír Misa, en la portería se
cayó saltando dos escaleras. Quedó medio mareada y le
insistíamos que moviera el brazo, ya que presentíamos que lo tenía
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roto; pero ella, reponiéndose y sin darle mayor importancia, me
dijo: no es nada, podemos irnos a Misa.
Efectivamente nos fuimos a Misa, y al salir me dice:
«tendremos que llamar a algún médico, ciertamente me he roto el
brazo». Se había fracturado el brazo izquierdo por el hombro, con
una fractura bastante mala, pero primero quiso asegurar la Santa
Misa.
Por cierto que ella jamás tuvo ningún tipo de seguridad
médica, se fiaba totalmente de la Providencia Divina, y realmente
fue maravilloso cómo Dios cuidó de ella de la manera, al parecer,
más natural.
Una alumna, que la quería mucho, la anima diciéndole que su
hijo le podría operar sus deformados pies sin que tuviera que
interrumpir su apostolado. Tanto la insiste y la anima, que al fin
accede a visitar al Dr. Lafuente, que así se llama el hijo de su
alumna. Este, efectivamente, le promete que en ocho días de
clínica podrá comenzar a andar. Con esta condición acepta; pero
ha de ser cuando termine el viaje a los monasterios y antes de
comenzar el curso en Barcelona, pues no quiere sacrificar las
clases bíblicas para sus queridos «alumnos» como llama a las
personas que asistían a sus clases. El doctor, muy complaciente,
acepta y el 30 de Agosto de 1985, le operan de los dos pies. A los
ocho días, con cierta precaución, pues aún tendrá que ir repetidas
veces a la visita del doctor, puede salir a Misa y a hacer su oración.
Es decir, puede hacer vida casi normal. Ella feliz: A partir de este
momento podrá usar calzado normal, aunque sus pies siempre
quedan un tanto delicados. Es interesante cómo se lo explica ella al
P. Menor:
«Para su tranquilidad le digo que me encuentro bien de salud.
La pequeña operación de los pies se hizo el 30 de Agosto. Ya
puedo calzarme bien, aunque todavía voy cada semana al médico
para que me vaya poniendo los dedos en su lugar, cosa que
requiere mucha paciencia, porque tienden de suyo a desviarse de
nuevo. (Es toda una lección ‘espiritual’: si no nos hacemos continua
violencia, siempre de nuevo tendemos a desviarnos del camino de
la santidad).»
Precisamente aquel verano habíamos tenido que salir más
tarde a la gira por los monasterios a causa de las fuertes molestias

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del intestino que sufrió al terminar el curso en Barcelona. Con gran
pena de ella quedaron 17 monasterios, de los que estaban
programados para aquel año, sin poderse visitar. Así se lo escribe
ella al Padre Menor:
«Me sobrevinieron muy fuertes molestias de estómago y no
podía salir de Barcelona en esas condiciones. Pero no se
preocupe. Después de veinte días de esas molestias y consultas
médicas y radiografías etc. se vio que todo era debido a una hernia
del diafragma. No se trata, pues, de nada que inspire temor o
cuidado. La cosa puede repetirse; pero, de momento y con el
tratamiento seguido, estoy muy bien, hasta cuando Dios quiera...
«No necesito decirle, Padre mío, que todo lo ofrezco a Dios
por nuestros sacerdotes. Todo es un regalo del amor infinito que
Dios nos tiene y es pedagogía divina para hacernos participantes
de su santidad (Hebreos, 12: 10). Y hay que corresponder con
amor al Amor».
De hecho habían sido unos días terribles, casi no podía comer
nada y algunas de las pruebas que le hicieron fueron
tremendamente dolorosas. Pero apenas se encontró algo mejor,
emprendió la gira que había interrumpido.
Después de cada gira hacía un informe. En estos informes
explicaba, a grandes rasgos, los lugares donde había ido, los
temas que había tratado, etc. Tomo uno al azar. Es el
correspondiente al año 1984. Entre otras cosas, dice:
«Esta vez llevamos a los conventos un ciclo de tres temas,
aunque en muchos solamente se desarrollaron dos, con alusión al
tercero y a veces solamente fue posible desarrollar el primer tema,
que fue el básico: LA OBEDIENCIA DE LA FE, tema completado
por una parte por ABRAHAM, MODELO DE FE y por otra, por el
tema de SAUL, UN FRACASADO EN LA VIDA, precisamente por
su desobediencia. La lección sobre la Obediencia de la fe causó en
todas partes gran impacto y creemos poder afirmar que, aunque
todos los años nuestros temas causan impacto, este año ha sido
más que nunca.
»Visitamos un total de cuarenta y tres conventos.
Comenzamos el 3 de Julio... Por fin el 29 de Agosto regresamos a
Barcelona dando gracias a Dios por su visible y palpable ayuda en
todo momento. Recorrimos un total de algo más de cuatro mil
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kilómetros y sin cansancio excesivo... Atribuimos el éxito de la gira,
en gran parte, a las muchas oraciones que se han hecho por
nosotras y pidiendo a Dios que el fruto sea abundante. Damos
gracias a Dios por todo».

Correspondencia con las monjas

Cada detalle de la vida diaria, ya está previsto por Dios antes


de iniciar sus giras por los monasterios, ya tenía María Benedicta
abundante correspondencia tanto con seglares como con religiosas
e incluso sacerdotes. Pero al comenzar las giras, las cartas se
multiplicaron extraordinariamente. Al volver a casa de la gira del
segundo año, encuentra más de treinta cartas, todas relacionadas
con el Movimiento. Con el tiempo llegó a tener más de un centenar
de cartas al mes. A todas contestaba con la mayor rapidez posible,
animando, consolando, exhortando, solucionando dudas, etc.
La inmensa mayoría de las monjas conservaban estas cartas
como un tesoro, por el rico contenido doctrinal que contienen, ya
que ella, para contestar una duda o animar, etc. siempre se
remontaba a las razones dogmáticas y escriturísticas de sus
respuestas. Siempre con su preocupación de dar sólido
fundamento a su vida espiritual.
Casi todas las monjas me han dado estas cartas o una
fotocopia de las mismas. En total tengo más de mil. Tomo al azar
párrafos de algunas sin pretender, ni mucho menos, que sean las
mejores o más significativas. En primer lugar transcribo íntegra una
breve que me enviaron:
«Queridísima en Cristo: Gracias de todo corazón por sus
letritas navideñas. Sobre todo le agradezco sus oraciones: no deje
de encomendarme con todas mis intenciones. Lo necesito de
verdad. Pida al Señor, para que sea toda suya, sin reservas de
ninguna clase: es lo que más deseo, pero solamente Él puede
obrarlo.
»Que este año 1985 sea un año de grandes avances en el
camino de la santidad. La santidad es un camino y la meta es ser
perfectos como nuestro Padre Celestial. Nos podemos solamente ir
aproximando a esta meta, pero coda día hemos de dar un paso

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adelante por este camino sin detenernos jamás. Detenernos sería
perder el tiempo. Dios nos libre de ello.
»Cada detalle de nuestra vida diaria, ya está previsto por Dios
y nos trae un mensaje, nos exige una tarea, un ejercicio de virtud
etc. Hay que aprovechar bien todas estas ocasiones. Nada se
escapa a Dios, que lo sabe todo y todo lo dispone Él de la manera
más conveniente para nuestra santificación. Hay que vivir diciendo
siempre ‘si’ a Dios.
»Le deseo esto, mi querida hermana, de todo corazón, para
que vaya corriendo velozmente par el camino de la santidad en
alas de la máxima fidelidad a las exigencias divinas en los detalles
de cada día.
»Reciba un muy fuerte y espiritual abrazo de su affma en el
Hijo y en la Madre.
»María Benedicta Daiber.»En las cartas procura contagiar su
gran amor a la Iglesia:
«Que todo nos sirva de estímulo para ir corriendo, sin
pararnos, por ese camino maravilloso, hacia la unión eterna y
definitiva con Cristo, todo en beneficio de la Iglesia: si nos hacemos
santas, aun en el Cielo, nuestro poder de intercesión por la Iglesia
militante estará en proporción con el grado de santidad alcanzado
en la tierra».
Son muchas las religiosas que le abren su alma con toda
confianza, la gran mayoría; e incluso algunas llegan a tomarla
como directora espiritual. Ella, con todo cariño, trata de
solucionarles sus dificultades y dudas. Una, por ejemplo, acaba de
hacer sus ejercicios en media de gran sequedad, y así se lo
comunica un tanto desconcertada. Ella le responde extensamente
animándola y haciéndola ver el enorme valor de esa sequedad si lo
sabe aprovechar.
A una monjita enferma le escribe haciéndole ver el valor de su
sufrimiento:
«Mire, querida, todo lo que le pasa a Ud. es en el fondo lo más
normal del mundo. Verá. Dios desde toda la eternidad nos quiere
conformes a la imagen de su Hijo. Cristo es el Crucificado. Ud. ha
elegido a Cristo por Esposo y una esposa, más que nadie, ha de
compartir todo con el esposo... Ud. será tanto más esposa cuanto

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más sea ‘hostia’ con Cristo... No necesito decir a Ud. cuanto la
encomiendo en la oración. Mucho ánimo y no decaiga jamás. Dios
la ama mucho, no lo dude.»
Ya hemos dicho como vivía ella la caridad y no es extraño que
se volcara con sus queridas monjitas necesitadas. A los
monasterios que ve especialmente necesitados, tiene suma
delicadeza para pedirles que le muestren con sencillez y confianza
sus necesidades. De esta forma, para Navidad se mandaban casi
una tonelada de alimentos y otras cosas necesarias a diez
comunidades, y se esforzaba por aliviar otras necesidades que
algunas de ellas le exponían durante el año. Todo eso, eso sí,
gracias a la generosidad de los alumnos animados por ella.
Las monjitas también se interesaban por su salud. La artrosis
cada vez le molesta más y tiene fuertes dolores de rodillas, cosa
tremendamente molesta en esos viajes, si tenemos en cuenta que
la mayoría de las hospederías de los monasterios tienen escaleras
que hay que bajar y subir constantemente. Ella contesta con
naturalidad, pero quitando siempre importancia a sus achaques:
«Tengo días en que las rodillas me duelen más, otros que me
duelen menos. ¿Para qué me voy a quejar, mientras aún pueda
sembrar la Palabra de Dios».
En otra carta:
«Ante todo gracias par el interés que me demuestran par mi
salud (no lo merezco)... la verdad es que no hay nada grave, pero
sí, la fatiga—inevitable en muchas ocasiones—repercute en mi
caprichoso y poco mortificado estómago y me fastidia un tanto.
Cuando disminuye la fatiga, desaparece el dolor, pero la fatiga en
la mayoría de los casos, resulta poco menos que inevitable... Dios
lo quiere así y lo importante es que todo sirva para nuestra
santificación y bien de la Iglesia.»

Vencer el mal con el bien

Muchas religiosas le escriben desconcertadas por lo que ven


en algunos miembros de la Iglesia y oyen de ellos. Ella las anima.
En una ocasión compuso una oración que les mandó, naturalmente

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sin decir que era de ella. Como podremos apreciar, corresponde a
lo que se esforzaba por vivir; es la siguiente:
«ORACION PIDIENDO SUPERAR EL MAL CON LA
ABUNDANCIA DEL BIEN (Rom. 12: 21) «SEÑOR: Te suplico que,
viendo a los que se alejan de Ti, me acerque a Ti cada vez más;
que los que van perdiendo la fe, me sirvan de estímulo para vivir
cada vez más de fe; que los que dudan y vacilan, me estimulen a
afianzarme cada vez más en Tu Verdad; que los que te olvidan, me
sirvan de aguijón para llenar mi pensamiento cada vez más de Ti;
que los que pregonan el error, me inciten a proclamar cada vez
más alto las verdades de nuestra Fe; que los que se imaginan
poder amar al hermano sin amarte primero a Ti, me sirvan de
acicate para amarte a Ti sobre todas las cosas y amar a todos en y
por Ti; que al ruido y vacío de hoy, oponga el silencio y la plenitud
de una vida de intimidad contigo; que a la falta de fe, esperanza y
caridad, oponga un crecimiento constante en fe, esperanza y amor;
que al ver bajar el nivel espiritual de tantas almas, procure,
apoyado en Ti sólo, subir cada vez más hacia Ti; y que de esta
manera convierta con Tu ayuda, sin la cual nada puedo, todo lo
negativo en positivo y ayude a muchos a hacer lo mismo. Sea todo
para gloria tuya y bien de tu Iglesia santa. AMEN ».
Ella sufría enormemente par la crisis de la Iglesia y
comprendía y procuraba ayudar a cuantas personas sufrían por
esta misma causa. En muchas de sus cartas pide oraciones
especiales para estas almas.

La Pascua

Para María Benedicta la Pascua era la fiesta de Las fiestas.


Se podría decir que toda su vida giraba en torno a la Pascua,
misterio de muerte y resurrección. Cada año se preparaba para ese
día con sus Ejercicios Espirituales; para ello se quedaba siempre
sola en casa con Dios solo. En más de una ocasión, cuando yo
volvía el domingo de Pascua, después de haber hecho también los
Ejercicios, la encontraba totalmente transfigurada, como que
reflejaba en su rostro su unión con Cristo glorioso. Y, como
manifiesta en sus escritos íntimos de estos días, no es que fueran
generalmente días de consolación espiritual, ni mucho menos, sino

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que gozaba con el gozo de Cristo resucitado, al que ella tanto
amaba.
«Este gozo de Cristo en nosotros es fruto del amor que le
tenemos, pues ¿cómo no gozarnos intensamente en la gloria del
Amado? Y cuanto mayor sea nuestro amor, mayor es también este
gozo tan por completo sobrenatural, capaz de reducir a su mínima
expresión nuestras propias penas...»
Viviendo intensamente todo esto, se comprende que para ella
la muerte fuera algo muy entrañablemente deseable y deseada: el
encuentro con el Amado.

Amor a la Iglesia

Con todo lo dicho hasta ahora queda bien manifiesto cuán


intenso era su amor a la Iglesia; no tiene, pues, nada de extraño
que lo manifieste a sus «monjitas», como ella las llamaba,
intentando contagiarles más y más este amor. A una religiosa que
le escribió, como tantas otras, para el 8 de Septiembre, aniversario
de su bautismo en la Iglesia Católica, único día que ella celebraba,
le contesta:
«Gracias de todo corazón por sus letritas de felicitación, pero
mucho más por sus oraciones. Las necesito para corresponder al
menos de alguna manera a la gracia inmerecida de ser católica.
»Es una gracia que nunca se valora lo suficiente... La Iglesia
es el gran don del amor redentor de Cristo que la instituye
precisamente para que los frutos de la Redención lleguen, a través
de los siglos, a todas las almas.
»Para eso le deja su Sacrificio redentor actualizado en el altar;
para eso instituye el sacerdocio ministerial... gracias a la Iglesia, las
almas se van salvando y santificando. Toda gracia viene de la Cruz
de Cristo y atraviesa el altar donde se celebra el Sacrificio
eucarístico para llegar así a las almas. Todo, gracias al sacerdocio
ministerial, sin el cual, el Sacrificio de Cristo no podría actualizarse
en el altar... Todo lo que soy y puedo llegar a ser en la vida
espiritual —y lo mismo ha de decirse de cualquier persona— lo
debo a la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se entregó par ella, para
santificarla... para que sea santa e inmaculada (Efesios 5: 25-27).

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¿Podemos jamás pagar a Cristo y a la Iglesia los beneficios que les
debemos? ¿El beneficio que significa en nuestra vida cada Misa,
cada Comunión, cada santa absolución sacramental?
»Realmente nuestro deber obvio es santificarnos y
sacrificarnos sin reserva por la Iglesia. Sin duda en esta vida, aun
están mezclados peces buenos y malos, trigo y cizaña, y la Iglesia
del todo santa e inmaculada solamente la tendremos en la
eternidad. Pero ya aquí, santificándonos, vamos tejiendo el traje
nupcial de nuestra santa Madre la Iglesia, ya que el lino finísimo de
que se ha de vestir en las bodas eternas del Cordero, son las obras
justas de los santos (Apocalipsis 19: 7-8).
»Ayúdeme Ud. a corresponder lo mejor posible al don
inmerecido de ser católica y que hasta el último momento de mi
vida, el Señor, si le parece bien, me conceda la gracia de vivir
totalmente de cara a la Iglesia y sus sacerdotes, porque Dios Uno y
Trino recibe todo honor y toda gloria en Cristo y en la Iglesia
(Efesios 3: 20-21). Perdone Ud. el desahogo... pero ya sabe que de
la abundancia del corazón, habla la boca...»
Su amor a la Iglesia la lleva a un profundo amor al sacerdote;
sufre con el sacerdote que sufre, y se siente responsable de
sostenerle o aliviarle con sus oraciones y sacrificios; pero también
busca ayuda en sus buenas «monjitas». Dice a una:
«Ya que ahora Ud. está tan clavada en la cruz con Cristo,
¿quiere ayudarme a sostener a un sacerdote—éste es realmente
santo—y que pasa por graves tribulaciones y no de cualquier
clase? Es un sacerdote realmente víctima con Cristo y realiza así
su auténtica vocación a plena conciencia. Es un alma maravillosa.
Yo pido por él no tanto el alivio en sus sufrimientos, que alcanzan
una profundidad insospechada, sino que ante todo realice
plenamente su vocación de sacerdote y víctima y que el Señor le
sostenga. Con sumisión absoluta a la voluntad divina, naturalmente
pido que si es posible, pase de él el cáliz. Me siento respecto de él
un poco como María Santísima al pie de la cruz, ofreciendo a su
Hijo y ofreciéndose con Él. Nuestra oración por esa alma
sacerdotal ha de alcanzarle la fuerza necesaria para no desfallecer
y podemos procurarle todas las gracias necesarias en abundancia.
Ayúdeme a rogar por esa alma sacerdotal...»

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Cómo ella hace su oración

Hay una religiosa que incluso, con toda confianza, le pregunta


cómo hace ella la oración. Normalmente no gustaba hablar de sus
cosas, solamente lo hacía cuando pensaba que con ello podría
hacer algún bien. En este caso le explica con toda sencillez cómo
hace su oración:
«Desea Ud. Saber cómo hago yo mi oración... Mire, querida
mía, normalmente me viene a la mente, y esto a veces durante
semanas consecutivas, un texto de la Sagrada Escritura y me
abismo en este texto, pero no en forma discursiva, sino que
simplemente veo cada vez con mayor claridad su profundo
contenido. Puede ser por ejemplo Efesios 1:3-10, que tiene materia
para toda la vida... Me limito a ver con una mirada interior, ya un
versículo, ya otro de este texto (que ella se sabía de memoria en
griego) y veo sus consecuencias e irradiaciones, por ejemplo que si
Dios desde toda la eternidad nos ha elegido para la santidad, todo,
absolutamente todo cuanto Él nos manda o permite, es un BIEN,
un MEDIO eficaz para alcanzar la santidad, para ir creciendo en
Cristo y ha de recibirse con amor y acción de gracias. O
considerando que tenemos en Cristo la Redención, la remisión de
los pecados, me siento impulsada a dar gracias a Dios por la
Redención y veo qué maravilla es la Iglesia como depositaria de
todos los tesoros de la Redención, mediante el Sacrificio
Eucarístico (el Sacrificio Redentor del Calvario actualizado en el
altar)... etc., etc. Pero esto no lo reflexiono, sino que lo veo y fijo la
mirada del alma en esto y experimento lo que la gracia me pide en
cada caso. No sé si me he sabido explicar. Es algo que se
experimenta y se vive, pero no se razona y, por lo mismo, no hay
palabras adecuadas. Lo mismo me sucede con otros textos tanto
del Antiguo como del Nuevo Testamento. De la Escritura Sagrada
no me sé salir. »

La Palabra de Dios vivida

En la Sagrada Escritura, Palabra de Dios, es donde encuentra


la solución a todos los problemas de la vida y el consuelo en medio
de ellos. Y esto que ella vive, es lo que rezuman sus cartas:
93
«La influencia en mi vida de la Palabra de Dios es
preponderante y decisiva, Palabra de Dios estudiada y asimilada
en forma vital en la oración. No puedo dejar de ver que solamente
esta Palabra, así vivida, puede dar firmeza y estabilidad a una vida
espiritual (claro está: Palabra de Dios auténticamente interpretada
por la Iglesia).»
Se sabía en griego buena parte de la Biblia, sobre todo del
Nuevo Testamento, y no podía soportar cuando encontraba una
Biblia con una traducción deficiente. Sobre todo le molestaban
enormemente ciertas traducciones litúrgicas. Cuando yo estaba a
su lado en Misa y la persona que hacía la lectura de alguno de
esos pasajes decía «palabra de Dios», ella, como movida por un
resorte, se volvía hacia mí y me decía: «¡falsificada!».Un sacerdote
que la conocía mucho me contó que la observaba mientras se
hacían las lecturas, y si veía que se revolvía en el banco pensaba:
esto está mal traducido; al llegar a su casa lo comprobaba con el
texto original, y efectivamente siempre era así. Por ello pienso
cuanto habría gozado si hubiera leído lo que dice S.S. el Papa
Juan Pablo II en la Carta Apostólica «Vigesimus quintus annus» en
el 25 aniversario de la Constitución «Sacrosanctum Concilium»
sobre la Sagrada Liturgia, en el Número 20, dice así:
«Las Conferencias Episcopales recibieron el importante
encargo de preparar las traducciones de los libros litúrgicos. Las
necesidades del momento obligaron a veces a utilizar traducciones
provisionales que fueron aprobadas ‘ad interim’. Pero ha llegado ya
el momento de dar solución a ciertas carencias o inexactitudes,
completar las traducciones parciales...» (L’Osservatore Romano,
21 de Mayo de 1988. Pág. 358).

Conciencia de su miseria

«Me siento envuelta, estrechada —no sé qué palabra emplear


— como en un abrazo inefable de perdón y misericordia de parte
de Cristo y de Dios (Padre), incomparablemente libre como hija de
Dios y al mismo tiempo tan, no diré ‘pequeña’, pues esto no es
exacto, sino tan nada que palpo, diría casi físicamente, que todo es
de Dios. Mi alma como que está deshecha de amor y dolor, un

94
dolor dulce, suave, lleno de inmensa paz, pero sí, dolor, por haber
alguna vez ofendido al infinito Amor.
»Sé que cometeré innumerables faltas y tonterías —es lo
propio de mi miseria—pero te lo ruego, que ninguna sea
consentida. Que caiga en la cuenta después—muy bien—esto me
humillará dulcemente, pero que jamás mi voluntad tenga parte en
hacer lo que yo advierta serte menos agradable. Esto no, mil
muertes antes. Tu amor es demasiado grande, para que yo juegue
con él; me has perdonado demasiado para que pueda permitirme la
menor infidelidad consentida...
»Todo esto lo experimento como un don absolutamente
gratuito de Dios, sin el más mínimo mérito de mi parte, don, esto sí,
merecido par Cristo, el Hijo amado, en quien soy colmada de
gracias (Efesios 1:5) y gracias a Cristo he recibido el espíritu de
filiación que me hace clamar (¡como nunca!): ¡Abba, Padre!». Y del
fondo del alma brota, más ardiente que nunca, esta súplica: Padre,
no te pido ni la vida ni la muerte, pero esto sí, que si he de seguir
viviendo, esta vida sea tan sólo para derramar en otras almas las
riquezas de tu amor que me estás comunicando y que jamás,
jamás te ofenda en nada...
»Y asoma la pregunta dolorosa: ¿por qué hay almas que se
apartan de tanto amor?... ¡Cómo se ensaña el misterio de iniquidad
contra el misterio del Amor!»Siento unas ansias inmensas, dentro
de la más profunda paz, de ayudar a las almas a encontrar el
camino al Padre, siendo pobre y humilde instrumento en manos de
Cristo, para que las almas que Él pone en mi camino vivan a fondo
el misterio de la Pascua... y no pierdan eternamente lo que con
incomparable amor nos ofrece el Padre y el Hijo en el Espíritu
Santo... El infierno—y esto es lo más terrible—no es más que la
pérdida eterna del Amor, con todas sus consecuencias de sumo
dolor para el alma y el mismo cuerpo para siempre jamás... Me
llega hasta el fondo del alma este contraste terrible y eterno entre
la posesión eterna de Dios Uno y Trino en plenitud de amor y
libertad de hijos de Dios, y la pérdida eterna de esta felicidad en la
esclavitud sin fin del demonio y un dolor que no acaba y del cual en
esta vida no es posible siquiera formarse una idea, aunque el solo
vislumbrar algo de esto en una experiencia mística, ya es imposible
de expresar en palabras.»

95
5. ÚLTIMOS AÑOS DE SU VIDA

Por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un


peso eterno de gloria (2 Corintios 4:17)

Vaca filistea

La columna vertebral de María Benedicta cada vez estaba


más estropeada; a causa de lo cual, no sólo tenía fuertes dolores
de espaldas, sino que además le afectaba a las piernas, de forma
que casi no podía caminar. Ella decía que tenía la impresión como
si alguien le tirara de las piernas hacia atrás cuando quería
caminar. Pero seguía con todas sus actividades como si no le
pasara nada. Cada día salía de casa tanto para asistir a la Sta.
Misa, como para hacer la oración ante el Santísimo, o para dar sus
clases, aunque para ir de casa a la iglesia, camino que, a paso
normal, se tarda menos de cinco minutos, ella invertía casi media
hora, pero jamás dejó de ir.
Una alumna, que la quería macho y la veía sufrir, le habló de
la existencia de un tratamiento nuevo en medicina, que una
persona conocida había seguido y le había ido muy bien. No dudó
en probar.
El doctor le pidió un análisis de sangre y unas radiografías de
la columna. Cuando el doctor vio las radiografías de su espalda,
muy sorprendido, le dijo: «si yo no la viera a Ud. aquí y sólo viera
las radiografías, pensaría que son de una persona que está en una
silla de ruedas y con muchos dolores ».Y en este estado hizo su
última gira por los monasterios. Soy testigo de cuánto le costó
aquella gira; cada paso era un verdadero tormento, y no digamos
cuando se trataba de subir las escaleras, cosa inevitable. Cuando
estaba delante de las monjas se esforzaba par disimular para que
no se alarmaran, pero cuando quedábamos solas se quejaba de tal
forma que realmente desgarraba el alma.
Me dijo muchas veces que tenía gran capacidad para soportar
el sufrimiento moral, pero no así para el físico; cosa con la que yo
no estaba de acuerdo, pues la veía cómo seguía adelante sin
96
suprimir nada, y esto a pesar de los tremendos dolores que notaba
tenía. Pero es que ella habría deseado soportarlo todo sin
quejarse, y cuando se quejaba tan lastimosamente, decía: «Ya está
la vaca filistea, ¡y yo no quiero ser vaca filistea!».
Se refería al pasaje que nos cuenta la Biblia en el primer libro
de Samuel, en los capítulos 5 y 6; cuando los filisteos, habiendo
derrotado a los judíos, capturaron el Arca de la Alianza y se la
llevaron a su país y después de una serie de episodios, sus
adivinos les aconsejaron: «Haced un carro nuevo, tomad dos vacas
que estén criando y que no hayan sido nunca puestas al yugo;
uncid las vacas al carro y dejar los terneros lejos de ellas, en el
establo... Si suben por el camino de su tierra hacia Bet Semes,
será que Yahvé nos ha infligido tanto mal... Hiciéronlo así. Pusieron
sobre el carro el arca de Yahvé. Las vacas tomaron el camino de
Bet Semes y siguieron derechamente por él; iban andando y
mugiendo...».
Así también, decía ella que iba «derechita, derechita a cumplir
la voluntad de Dios, pero quejándose», y habría deseado hacerlo
sin quejarse. Sólo Dios sabe cuán fielmente vivió su voto de no
retroceder ante ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de
Dios.
Recuerdo que en Sevilla, donde nos quedamos un día para
descansar un poco, por la tarde fuimos a la catedral, avanzaba par
la misma fuertemente apoyada en mi brazo, literalmente
arrastrándose y quejándose. Yo me sentía agotada viéndola sufrir
sin poder hacer nada para aliviarla y en un momento de
nerviosismo le dije que por qué no se había quedado en el hotelito
donde estábamos hospedadas; y ella, pobrecita, con todo cariño
me dijo: «¡ten paciencia!; lo que Dios quiere de ti es que tengas
paciencia con esta pobre vaca filistea».
En otra ocasión, mientras subíamos las escaleras de la
hospedería de Sto. Domingo el Antiguo en Toledo, de pronto, en
tono suplicante, me dice: «¡Emilia, no me abandones!»; yo la miré
un tanto desconcertada y le pregunté par qué decía eso, y ella se
limitó a repetirme «¡no me abandones!». Realmente en esta
ocasión no habría podido dar un paso sin mi ayuda. Y en estas
condiciones visitó CUARENTA Y UN monasterios.

97
En el relato que le hacía al P. Menor de su última gira le decía:
«Si Ud. se acuerda, ruegue un poquito por mí, para que el Señor
me siga dando fuerzas para las giras, si tal es su voluntad. Este
año me ha costado más que nunca, no por la parte espiritual, sino
físicamente. Tengo la columna vertebral muy mal y me cuesta
mucho andar, sobre todo subir y bajar escaleras (cosa que en las
giras hay que hacer continuamente) y tengo fuertes dolores de
espalda. Naturalmente mientras de alguna manera pueda seguir
adelante con las giras, no dejaré a las monjitas. Pero es Dios quien
tiene la última palabra en esto y en todo... Sé que todo cuanto Dios
nos manda o permite que suceda, es, en su plan eterno, el medio
más eficaz en cada momento, para llegar a ser ‘santos e
irreprochables en su presencia en el amor’. Todo nos llega envuelto
en el amor infinito de Dios siempre en acto y ha de recibirse con
amor. Todo es para nuestra santificación y la realización de nuestra
misión en el Cuerpo Místico. La teoría está clarísima... Lo que no
es tan fácil es la práctica.»
En esta última gira de 1986 salimos el 2 de Julio para regresar
el 25 de Agosto.
En todas partes nuestras lecciones calaron muy hondo. El
tema principal, aunque no exclusivo, de este año y que se trató en
dos lecciones largas en casi todas partes, fue el pleno desarrollo de
la gracia bautismal con las virtudes infusas y dones del Espíritu
Santo, hasta llegar a la santidad. Las monjitas estaban
entusiasmadas con esta doctrina.
De un modo especial recalcamos que esta vida espiritual en
todo su esplendor se desarrolla en nosotros, en y por medio de la
IGLESIA. Toda gracia nos viene del Sacrificio Redentor de Cristo
actualizado en el altar por nuestra salvación y la de todo el mundo.
Hicimos notar cómo este Sacrificio Redentor de Cristo actualizado
en la Santa Misa, así como los Sacramentos, supone y exige el
Sacerdocio Ministerial, y que de este modo, todo cuanto somos y
podemos llegar a ser espiritualmente, se lo debemos a la Iglesia y
al maravilloso don del Sacerdocio Ministerial.
La Iglesia es el don incomparable del amor redentor del
Corazón de Cristo: Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella
(Efesios 5: 25-27), para hacerla santa e inmaculada.

98
Hoy día hay una fuerte tendencia a criticar a la Iglesia y
atribuirle todos los males imaginables. Sin duda la Iglesia, que
peregrina en la tierra, es semejante a una red echada en el mar
que recoge todo género de peces (Mateo 13: 47-49), buenos y
males. No negamos ciertamente que ha habido y habrá hasta la
segunda venida de Cristo, fallos humanos en la Iglesia, pero queda
en pie la verdad innegable que esta Iglesia, don del amor redentor
de Cristo, es real y verdaderamente MADRE nuestra y gracias a
Ella, a través de veinte siglos, se han ido salvando y santificando
innumerables almas.
Más que nunca hoy día, hemos de vencer la crisis que sacude
a la Iglesia, santificándonos de cara a esta misma Iglesia, con
santidad creciente, ininterrumpida hasta la muerte. La Iglesia, del
todo sin mancha e inmaculada, la tendremos infaliblemente en la
eternidad, como Esposa gloriosa del Cordero, cuando Cristo venga
al final de los tiempos. Entre tanto, santifiquémonos y
sacrifiquémonos sin reserva par nuestra Santa Madre la IGLESIA.»

Sus Matemáticas

Hacía mucho tiempo que para descansar durante la siesta,


cosa que necesitaba, ya que nunca dormía ni mucho menos lo
suficiente, tenía que hacerlo en una silla, de madera, como todas
las que teníamos, pues en la cama le aumentaban los dolores.
Aquel año al volver de la gira, yo le insistí para que comprara un
silloncito, pues además, como era muy sensible al frío, en invierno
se ponía a dormir la siesta junto a la estufa de butano que
teníamos y yo tenía miedo que se cayera y se quemara. Ella no
quería comprarlo de ninguna manera; como siempre me insistía
que, gastar para el prójimo cuanto más mejor, pero para nosotras
no. Como me puse pesada, al final accedió y lo compramos. En
adelante, en este silloncito pasó largas horas en oración, además
de descansar al mediodía. Quizás pueda surgir la pregunta de ¿por
qué no tenía mejor acondicionada la cama para su espalda? Esto
era otra de sus austeridades: vivía de tal manera la pobreza que,
durante años, durmió en una sencilla cama-mueble con un colchón
de espuma medio deshecho. Yo le insistía que se comprara uno al
menos más consistente, pero era inútil. Cuando el verano anterior

99
se puso enferma, era insoportable estar tantas horas en aquel
pobre colchón y se lo cambié por el mío, aunque contra su
voluntad. No era nuevo, pero estaba mejor que el suyo.
Apenas se puso bien me compró a mí uno nuevo y ella se
quedó con el viejo, que además era muy pesado, y su cama había
que levantarla de forma que, cerrada, queda como si fuera la
puerta de un armario. Me costaba mucho levantarla, dada su peso,
¡cuánto más a ella!; pero no me permitía prestarle esa ayuda;
cuando lo intentaba, ya se había adelantado ella. En estas
condiciones era imposible pensar en poner una tabla debajo del
colchón o cosa que se le pareciera, pues, además, ello habría
supuesto un gasto que ella no consentía, prefería aguantar sus
dolores de espalda.
Tenía además una manera muy original de entender las
Matemáticas. Cuando hacía algunos años se presentaron
dificultades económicas especiales, un día me sorprende con la
siguiente proposición: «¿Qué te parece si en adelante damos para
limosnas el diezmo de las entradas que tengamos?». Esta era la
manera más acertada que encontraba ella para superar las
dificultades económicas, la práctica de la caridad.
De hecho así lo hizo y llevaba rigurosamente anotado todo
para deducir el diez par ciento. Pero pronto no sólo daba el diez par
ciento de lo que efectivamente entraba, sino que, como daba más,
anotaba lo que decía ella «nos debía Dios» (por supuesto esto lo
decía en broma, ya que ella repetía que nunca pagaremos lo que
Dios nos da). De esta forma, cuando murió había dado por
adelantado el diezmo correspondiente a casi seis millones de
pesetas.

Últimos días

El 8 de Febrero de 1987, domingo, después de una breve


enfermedad, murió cuando todos creíamos que estaba fuera de
peligro. Había cumplido su misión, sin duda alguna.
Desde que la conocí, hace más de veintiún años, hablaba del
día de su muerte como del día más feliz y deseado de su vida;
sentimiento que últimamente aumentó enormemente. Tal vez par

100
ello yo no puedo sentirme triste, pues tampoco me siento separada
de ella.
Tiempo atrás había sufrido mucho con sus pies deformados y
la columna, que tenía totalmente desestructurada; pero en
Septiembre de 1985 la operaron de los pies, con lo que
desapareció aquel dolor y últimamente había recibido un
tratamiento que le había quitado la pesadez de las piernas y los
dolores de la espalda, por lo que estaba mejor que nunca.
Como yo entonces trabajaba en un colegio fuera de
Barcelona, ella pasaba prácticamente el día sola, felicísima, pues
amaba la soledad, viviendo habitualmente en la presencia de Dios,
según me confidenció ella misma en más de una ocasión.
El miércoles, 4 de Febrero de 1987 regresé a casa sobre las
nueve de la noche. Al llegar me extrañó ver la luz del oratorio
encendida, pues ella, cuando podía, solía acostarse sobre las
nueve. La pobrecita al oír la puerta me llama y me dice que había
pasado toda la tarde allí, sin poder moverse con un fuerte dolor en
el vientre y muchas náuseas, sin poder levantarse ni para atender
la puerta ni el teléfono, etc.
La ayudé a acostarse y llamé rápidamente al médico. El
jueves lo pasó muy mal, con constantes vómitos sin admitir ni el
agua. Como ella vivió siempre de la Providencia de Dios y olvidada
de sí misma, no tenía ningún tipo de seguro, por lo que el doctor se
lo pensaba antes de ingresarla en el hospital. Ella tenía, desde
hacía años, una hernia gigante en el vientre y es lo que todos
temíamos. El médico pidió que se le hiciera un análisis de sangre;
había una fuerte infección que podía complicarse par momentos;
pensaba que era urgente ingresarla en alguno de los grandes
hospitales donde había todos los mejores adelantos para
controlarla. Pero posteriormente mejoró notablemente, dejó de
tener náuseas, comenzaba a tomar líquido, la fiebre tendía a bajar.
Comenzó a comer un puré y todos esperábamos que en un
par de días máximo comenzaría a hacer su vida normal, aunque,
eso sí, se sentía muy débil y no encontraba postura en la cama,
pues a causa de su hernia no podía estar boca arriba, sino de lado,
con lo que comenzó a dolerle la espalda. Así las cosas, cual fue mi
sorpresa cuando veo que el domingo por la tarde viene su confesor
y le administra la Santa Unción, (en latín como a ella tanto le

101
gustaba); aunque no me extrañó demasiado, pues yo misma le
había dicho que por qué no pedía este Sacramento que le daría
gracias para soportar la enfermedad. Después me dijo el sacerdote
que el viernes le había dicho: «mañana me trae la Comunión y
pasado mañana la Santa Unción». El sacerdote le preguntó que
por qué, si ya estaba mejor, pero ella le respondió que «porque el
lunes ya estaría en el cielo».
Y al despedirse el sacerdote, que la quería mucho, le dijo:
«ahora ya puede irse al cielo, pero no se vaya, que todos la
necesitamos», y me dijo: «vámonos, dejémosla sola con Dios».
Acompañé al sacerdote hasta la puerta, pero apenas oyó cerrar la
puerta me llamó a su lado. Esto me extrañó un poco ya que, como
digo, amaba mucho la soledad y más acabando de comulgar, pero
la verdad es que el domingo no quería que me apartara de su lado.
Después me acordé cuando el Evangelio dice que Jesús, en el
Huerto de los olivos, se «arrancó» de sus discípulos; parece que el
Señor en su tremenda desolación de aquellos momentos
encontraba alivio en la compañía de ellos. Algo así tenía la
impresión de que le pasaba a ella y, si se tiene en cuenta los años
que llevaba pidiendo morir desolada como Cristo, no tendría nada
de extraño que el Señor la escuchara.
Al cabo de un rato comenzó a arrojar por la boca un líquido
oscuro, sin vómito, cosa que ya le había pasado por la noche y que
el médico, cuando se lo dije por teléfono, no le dio importancia.
Sobre las ocho de la tarde se tomó una taza de zumo de
manzana y otra de naranja, que era lo que más le apetecía. Se
levantaba a ratitos; uno de ellos estuvimos juntas en el oratorio, y
sus pulmones parecían más cargados; esto me preocupaba.
A las nueve vino la enfermera, pues tocaba la penúltima
inyección; yo intenté llamar al médico, pero me dijeron que llegaba
a casa a las nueve y media. La enfermera le puso la inyección y
aumentaba la dificultad para respirar; por mementos parecía que se
ahogaba; llamamos urgentemente al médico. Este vino, la auscultó
y nos dijo: «tiene un edema pulmonar, hay que ingresarla».
Llamamos urgentemente a una ambulancia. El doctor trataba
de buscar por teléfono una clínica donde llevarla. Ella, pobrecita,
estaba sentada con los pies hacia el suelo, pues debido a su hernia
no podía sentarse en la cama; la teníamos apoyada con

102
almohadas. Llega la ambulancia y ella misma, con nuestra ayuda,
se sienta en la silla, con la que la bajaron en el ascensor; aquí
comenzó a arrojar un líquido en abundancia y, al meterla en la
ambulancia, tuvo un paro cardíaco y se quedó sin vida.
Cuando a primera hora de la mañana del lunes llamé a su
confesor, éste, profundamente emocionado, me dijo que ella le
había dicho par dos veces que el lunes ya estaría en el cielo, pero
que él no se lo había creído al ver que estaba mejor.
De hecho su muerte fue tal como ella deseaba y pedía hacía
muchos años a Dios. Ella deseaba morir de repente, de hecho
murió cuando todos pensábamos que estaba fuera de peligro.
Después de haber comulgado, y sólo hacía unas horas que lo
había hecho. Estando ella sola con Dios, es decir que nadie le
hablara ni rezara, en voz alta se entiende, pues decía que esto la
distraería en su diálogo con Dios. Y morir en Pascua, su fiesta
favorita. Esto último parece que el Señor no se lo ha concedido,
pero últimamente me decía: «ya no me importa que no sea Pascua
el día de mi muerte», ¡tanto lo ansiaba! Pero yo pienso ¿acaso el
domingo no es la celebración de la Pascua?
Una de las cosas que más la mortificaba durante estos días
de su enfermedad era el no poder dormir, ni de día ni de noche;
con todo, cada día se puso el despertador para antes de las seis de
la mañana. Cuando yo le indicaba que, si en aquel momento había
logrado dormirse, la despertaría, ella me miraba, con aquella
peculiar mirada suya que me decía: «No me entiendes, ¿cómo voy
a dormir a esa hora?».
Es que ella, se encontrara como se encontrara, cada día se
levantaba entre cuatro y media y cinco, como máximo, para hacer
oración. Su oración diaria era un mínimo de cinco horas, de ahí en
adelante, lo que sin duda hacía que todos viéramos en ella esa rica
vida interior de donde brotaban todas sus enseñanzas.
El entierro fue el miércoles 11 de Febrero, día de la Virgen de
Lourdes, después de la Misa funeral en la Parroquia de S.
Olegario. Durante la Misa pusieron su cuerpo junta al ambón, como
si fuese la última lección que nos quería dar. Mientras metían su
cuerpo en el nicho yo pensaba: se siembra cuerpo animal y
resucitará cuerpo espiritual, se siembra cuerpo corruptible y
resucitará incorruptible (I Corintios, 15: 42-44), y ¡qué hermoso será

103
este su cuerpo en la resurrección!, ese día que tanto anhelaba ella,
la PARUSIA.
También recordaba aquel pasaje que ella explicaba con tanta
unción, cuando el Señor dirá a los que han sido fieles: «Entra en el
gozo de tu Señor» (S. Mateo, 25: 23); ahora ella se ha sumergido
en ese inefable gozo de Dios y por toda una eternidad.

104
TESTAMENTO ESPIRITUAL

Testamento espiritual que María Benedicta Daiber dejó escrito


en una carta, dentro del cajón de su mesa escritorio.

A su confesor en Barcelona

Padre mío:
Quiero una vez más y desde lo más profundo de mi alma,
darle las gracias por todas sus bondades que ha tenido conmigo.
Jamás podré pagarle —y no es ninguna exageración: Ud. conoce
bien lo que significa para mí el maravilloso Sacramento de la
Penitencia— su constancia en venir coda semana para
comunicarme los tesoros de la gracia de este Sacramento y que
tanto santifica a mi alma.
Durante tantos años Ud. me ha dado espiritualmente más,
inmensamente más de lo que pueda sospechar y mi gratitud para
con Ud. queda muy por debajo de esta deuda. Dios le ha de pagar
todo, todo cuanto sacerdotalmente Ud. me ha dado. Le suplico: no
se entregue al desánimo. Más que nunca la Iglesia tiene necesidad
de Ud. como SACERDOTE para llevar a las almas que tienen
hambre y sed de Dios, los tesoros de la Redención de Cristo. ¡Qué
sería del ‘resto de Israel’ sin sacerdotes, otros Cristos, que nos
apliquen los méritos de la Redención!
Le ruego que avive su Fe más y más. A la luz de la Fe, la
misión sacerdotal ¡es tan incomparablemente grande y necesaria!

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AHORA precisamente, el sacerdote ha de ser, si puede decirse,
más sacerdote que nunca. Por caridad, no nos defraude... Más que
nunca, identificado con Cristo en su Pasión, identificación
divinamente fecunda, tiene Ud. una misión que cumplir. En esta
lucha gigantesca entre la luz y las tinieblas, el triunfo final es de
Dios, de Cristo, de todos nosotros. Y esta es la victoria que vence
al mundo, nuestra Fe (I S. Juan 5: 4) Y mayor es el que está en
nosotros que el que está en el mundo (I S. Juan 4: 4). En nosotros
está Cristo que tiene vencido al mundo (S. Juan 16: 33).
Si el Señor me lo permite, le ayudaré desde el Cielo, y Ud. no
me olvide en la Santa Misa. Una vez más, gracias por todo lo
mucho que me ha dado, gracias desde el fondo del alma. Adiós.

María Benedicta Daiber»

A sus alumnos

A TODOS MIS ALUMNOS, DILES:

Que los he amado con toda mi alma y desde el cielo los


seguiré amando.
Que les agradezco de todo corazón su interés y su abnegada
colaboración y les suplico sigan ayudándote, a fin de que puedas
continuar totalmente dedicada a este apostolado bíblico.
Y que les suplico sigan ahondando en la Palabra de Dios y
procuren vivirla plenamente: que vivan de fe, invariablemente fieles
a la verdadera doctrina de la Iglesia, sin dejarse llevar por diversos
vientos de doctrina... y que amen a todos como Cristo nos ha
amado.
Espero encontrar un día a todos mis alumnos en la casa del
Padre.
¡Rueguen por mí!

106
ADIOS. HASTA EL CIELO.

María Benedicta

A su continuidora y colaboradora

Mi muy amada hija Emilia:


Sé fiel hasta la muerte, fiel a Cristo con todas las imaginables
filigranas de fidelidad, en cuanto a la oración, al apostolado —par
más que en algunos casos te parezca que todo cae en el vacío—,
fiel aunque apriete el sufrimiento, fiel a Cristo, a la Palabra de Dios,
al auténtico Magisterio, pase lo que pase. DIOS NUNCA SE DEJA
VENCER EN GENEROSIDAD, y en la fidelidad y perseverancia
está el secreto de la victoria final, por más que cueste. Esta
fidelidad es lo único que, aún en esta vida, asegura al alma un
fondo de gozo, quizás suprasensible, pero no por eso menos real y
de paz.
Que el Espíritu Santo te ilumine y guíe en todo. No aflojes por
nada en la oración ni en el estudio y el apostolado de la Palabra de
Dios. Este apostolado es cada día más necesario: no lo olvides.
Tienes al respecto una grandísima responsabilidad.
Ora y sacrifícate cada vez más por los sacerdotes: sean ellos
el objeto de todo tu amor; haz par ellos todo lo que puedas; ama en
ellos a Cristo. Que nada te turbe, nada te desconcierte; en la
oración intensa encontrarás siempre la luz, la paz, la solución de
todo. Te repito, sé fiel hasta la muerte.
Te he amado de todo corazón y como en el Cielo todo
alcanzará su última perfección, te amaré más que nunca por una
eternidad. En virtud de la comunión de los santos espero poder
ayudarte siempre hasta que nos volvamos a ver.

107
Perdona que no haya sabido siempre demostrarte mi amor,
que a menudo mis nervios me hayan traicionado... Pero no dudes
de mi amor en y por Dios.
Fíate de DIOS siempre y en todo, Sé fuerte con la fortaleza de
Cristo, apoyada siempre en El y en la Virgen nuestra Madre y en la
intercesión silenciosa, pero eficaz del santo más grande, S. José, el
único que, aunque en forma extrínseca, pertenece al orden
hipostático. Que Jesús, María y José te bendigan y amparen
siempre.
Adiós en un último, fuerte y espiritual abrazo,

María Benedicta

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CRONOLOGÍA

1904 Nace en Stuttgart (Alemania).


1913 La familia Daiber Heyne se establece definitivamente en
Chile. Su padre actúa como médico en el hospital del pequeño
pueblo de Puerto Octay, a orillas del lago Llanquihue. Ese año
recibe el primer toque de la gracia que ella recordaba y que le
impulsó a invocar a la Santísima Virgen. Desde entonces existió en
su alma el amor a la Virgen.
1917 Tenía aproximadamente doce años cuando cayó en sus
manos por primera vez la Biblia. Lee con avidez los Santos
Evangelios y llora de pena al no poder creer que ese Jesús tan
bueno, suave y misericordioso fuera Dios ya que sus padres le
decían que no hay Dios. Siente un gran vacío por la falta de fe.
1920 Tenía unos quince años cuando amenazó con ambas manos
al Sagrado Corazón de Jesús diciéndole: «Te prometo que haré
todo el mal que pueda a la Iglesia Católica». Entonces resonaron
en su alma estas palabras: «Y YO TE VENCERÉ». Por primera vez
comprendió que un día sería católica, pero ella odiaba a la Iglesia.
1922 Llega a Santiago de Chile con el firme propósito de conocer la
religión Católica para combatirla.
1922 En una procesión con el Santísimo recibe el don de la fe. El
amor a sus padres la lleva a decidir, después de una dura lucha, no
hacerse católica y se esfuerza por perder la fe.
1923 Se establece con sus padres en Santiago. En Julio manifiesta
a su madre su deseo de hacerse católica con la consiguiente
reacción violenta de ésta. El ocho de Septiembre recibe el
bautismo en la Iglesia de las MM. Carmelitas de manos del Sr.
Rector de la Universidad Católica. Al día siguiente hace su primera
comunión.

109
1925 El 8 de Diciembre hace voto perpetuo de castidad. Con
anterioridad lo había hecho temporal, renovado cada año.
1927 Hace por primera vez los Ejercicios de San Ignacio. El 27 de
Diciembre se convierte su padre.
1928 Los primeros días de Enero se bautiza su madre. El 12 de
Agosto muere su padre.
1929 En la Octava de Corpus, al leer las palabras de S. Juan:
«Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mi mora y yo en él»,
comprende en un instante la doctrina del Cuerpo Místico.
1931En la Noche de Navidad, hace voto de pobreza.
1932 Hace voto perpetuo de obediencia con la intención de hacer
más perfecta su oblación de víctima, dejando prolongar en ella la
obediencia y martirio de Cristo.
1934 El 11 de Junio, al comenzar el rezo de Completas, se ve
delante de Dios, de la Virgen y de todos los Santos con toda su
nada y todos sus pecados. A partir de entonces le resulta imposible
creerse algo o gloriarse de algo propio. Todo con profunda paz.
1936 El 2 de Febrero muere su madre. Ella lo deja todo para
dedicarse plenamente a Dios; viviendo en adelante de la
Providencia. Entre los años 1936 y 37, leyendo Romanos 9:16,
comprende la gratuidad de la gracia en una experiencia íntima.
1937 Una de sus alumnas de religión se hace protestante. Por
encargo del Obispo investiga los métodos de las sectas y nace su
vocación al apostolado bíblico.
1938 Comienza su apostolado bíblico en una barriada de la
parroquia de S. Luis de Valparaíso (Chile).
1943 Va por primera vez a Bolivia. En Julio llega a sus manos la
copia de una carta de Mons. Aspe y desde entonces, hasta la
muerte de éste, ocurrida en 1962, será su director espiritual.
1947 Requerida por el Sr. Arzobispo de La Paz, Mons. Antezana,
fija su residencia en esta ciudad para organizar y dirigir el Instituto
de Cultura Religiosa Superior.

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1948 Escribe su «Reglamento de vida» con el que se compromete,
entre otras cosas, a hacer un mínimo de cuatro a cinco horas de
oración.
1949 En el Jueves Santo, en La Paz, hace voto perpetuo de no
retroceder ante ningún sacrificio exigido por la mayor gloria de
Dios.
1953 El 20 de Febrero, hace voto de no abandonar Bolivia ni el
Instituto que Dios le ha confiado, mientras no le conste claramente
ser esa la voluntad de Dios, pero que en el momento que Dios le
muestre ser su voluntad que le haga el sacrificio de esta Obra, lo
hará en el acto sin vacilación. En Julio sale de Bolivia, con licencia
del Sr. Arzobispo, por un tiempo indefinido a causa de las
dificultades económicas y de todo tipo.
1954 El 27 de Abril se embarca en el Augustus, desde Montevideo,
camino de Barcelona (España), donde llega el 11 de Mayo. En
Veruela (Zaragoza) redacta el «Manual de Estudios Bíblicos
Católicos». En Diciembre de este mismo año comienza en Mérida
(Badajoz) los Cursillos Bíblicos que la llevaran, en años sucesivos,
a casi todas las provincias de España y hasta Portugal.
1955 En Octubre sale de la imprenta su libro «Manual de Estudios
Bíblicos Católicos».
1959 El 1 de Mayo comienza la obra de «Cursillos Bíblicos
católicos» en Barcelona.
1960 Comienza los envíos de Navidad a comunidades de clausura
necesitadas.1967 En Navidad comienza la correspondencia con el
P. Pablo Menor S.J.
1969 El P. Pablo Menor la nombra Promotora del Movimiento Pro
Ecclesia Sancta en España.
1971 Inicia los viajes de los veranos por los monasterios de
contemplativas de España para impartirles sus lecciones de
espiritualidad bíblica.
1985 El Dr. Lafuente le opera los dos pies.
1986 Del 2 de Julio al 25 de Agosto realiza su último viaje por los
monasterios. Visita cuarenta y un monasterios.

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1987 El domingo 8 de Febrero, después de recibir, totalmente
consciente, todos los sacramentos, inesperadamente, muere. El
día 11, fiesta de la Santísima Virgen de Lourdes, es enterrada en
espera de la resurrección de los muertos.

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