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Mara Bacarlett*
http://www.etcetera.com.mx/2000/397/mb397.html
Un cráneo pulido y brillante, bien afeitado, relumbrante y pasivo bajo la luz que
refleja sus claroscuros a partir de esta superficie lisa, conjuntamente con ese rostro
apenas sonriente, con esa mirada incisiva que parece escrutarlo todo. De las pocas
imágenes que circulan del filósofo francés nacido en Poitiers, en 1926, una cierta
constante flota entre nuestra mirada y su rostro, una especie de inescrutabilidad se
alza entre nuestra superficie y su superficie que nos impide imaginar siquiera cómo
detrás de esta presencia tan nítida, tan pulcra y aliñada puede esconderse un
pensamiento así de rebelde, insumiso, provocador. Reconocido heredero intelectual
de Nietzsche y Bachelard, menos se sabe de su fuerte deuda con el pensamiento
de Henry Bergson, de Georges Canguilhen o del psicólogo existencial Ludwig
Bisawagner; las innumerables influencias ejercidas sobre su obra escapan a toda
mirada rápida y a todo pensamiento reductor. De la ontología a la epistemología, de
la política a la ética, de la filosofía de la medicina a las teorías biológicas, el legado
que Foucault utiliza para construir su obra es vasto y heterodoxo, nada fácil de ser
reducido ni a una sola corriente ni a un conjunto de fórmulas fáciles.
Equívoco: en palabras del filósofo mismo, su objetivo ha sido más bien preguntarse
por las "condiciones de posibilidad" de ciertas instituciones, de ciertos discursos y
prácticas que hoy nos parecen incuestionables y connaturales al mundo. Así, más
que afirmar la discontinuidad de la historia, el problema es cuestionar la aparente
ineluctabilidad de las instituciones que nos gobiernan, de la moral que nos ciñe y de
la ciencia que nos conoce y con la que conocemos.