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VLADIMIR
MAIAKOVSKI
(1893­
1930)




MÉXICO


¡Oh
cómo
absorbía
el
leer
sobre
esta
vida!

Vas.


 Pisas
con
los
pies.

En
las
manos


 
 se
convierte


 
 
 la
mochila
en
lazo,

y
los
jamelgos
de
calesa


 
 





en
mustangos.

En
verdad


 


como
de
juguete


 
 
 crecía
la
tienda,

rugía



 el
pitido
del
barco.

Ahora
mismo


 
 me
escaparé


 
 
 
 al
país
de
los
mocasines,

en
cuanto
me
vuele


 
 
 un
rublo
y
un
bulldog.

Pero
hoy,
esto
no
me
hace
gracia.

Cuántas
millas
de
agua


 
 
 
 surcadas
con
la
hélice,

y
se
yergue


 








en
vivo


 
 










el
país
de
Fenimore

Cooper


 y
Maine
Reed.

El
rugido
de
las
sirenas,



 
 
 


 se
acaba
el
agua.

Estamos
atados
a


 
 






la
tierra
 


 
 
 








codo
a
codo.

Y
toma


 la
maleta


 
 





repleta
de
Lef

Montigomo


 








Garra
de
halcón.

El
ojo
se
apresura
a
llenarse
de
lágrimas.

¿Cómo?
¿De
qué
estoy
contento?

¡Garra
de
halcón!
 


 
 
¡Si
yo
soy
tu
“hermano
rostro
pálido”!

¿Dónde
están
los
compañeros?,


 
 
 
 ¿por
qué
te
escondes?

¿Recuerdas


 cómo
tras
los
nopales

con
flechas


 envenenadas


 
 
 en
kutais

tirábamos










sobre
las
naves
de
Colón?

Musita








con
rabia



 
 Garra
de
halcón,

despacio,




 cual
vasija
agrietada:

No
quedan
piel‐rojas,
los
han
aniquilado

los
gachupines
y
los
gringos.

Y
de
aquellos
de
nosotros


 
 
 a
los
que
las
balas

perdonaron,


 
 silbando
por
el
lado,

las
tabernas


 
 de
pulque
de
cactus

rematan


 
 por
12
céntimos.

Sustituyó



 





 el
manojo
de
maletas

las
flechas


 
 de
las
que


 
 
 no
hay
manera
de
salvarse…

Mostró
los
dientes


 
 y
se
fue,
calándose
el
sombrero

en
vez
del
arco
iris


 
 
 de
plumas


 
 
 
 
 del
pájaro
quetzal.

¡Años
y
milenios!


 
 Por
más
que
seguéis

las
cabezas
inclinadas
de
los
días,

las
piedras
corroídas


 
 Mexico
City

me
contaron
el
pasado.

Eso










fue


 



hace
tanto,


 
 
 como
si
no
hubiera
ocurrido.

Las
abuelitas
de
los
centenarios
espantajos,


 
 
 
 
 no
recordarán.

Aquí
de


 los
rizos
de
los
lagos


 
 
 
 se
levantaba
el
pueblo,

casa‐comuna


 
 de
diez
mil
habitaciones.

Y
el
oro


 entre
los
rizos
de
los
lagos

yacía,


 que
no
había
ni
que
extraerlo.

¡Qué
más,


 






vive,
 


 
 




broncéate,

segunda
hermana
de
Hélade!

Pero
necesitan
mucho


 
 
 




tras
el
mar
blanco,

lo
que
al
indio
ninguna
falta
hace.

Es
codiciosa


 






Isabel

la
esposa


 del
blanco
rey
Fernando.

Penoso
el
paso
de
los
cañones
españoles.

A
través
de
las
palmeras,


 
 
 








a
través
del
bosque
de
cactus

por
ese
camino


 
 desde
Veracruz

el
general


 



Hernando
Cortés.

Vino.

El
agua
helada


 
 quiere

hervir
cual
vapor


 
 
 del
fuego.

Luchan
72
días

y
72
noches.

Protegen



 


a
los
piel‐rojas







los
ídolos
de
dos
caras.

No
se
teme


 
 el
peligro
de
los
cañones.

Como
ratón
al
cebo,


 
 
 atraído
por
los
títulos

a
los
suyos


 
 Moctezuma
vendió.

En
vano,


 reúne
los
vencidos
ejércitos,

Cuauhtémoc


 
 empapándose



 
 
 
 en
las
aguas
de
los
lagos.

¿Qué
es


 contra
los
cañones


 
 
 
 tu
flechita?

Bajo
las
torturas


 
 murió
Cuauhtémoc.

Y
he
aquí
que
estamos,


 
 
 




el
indio
y
yo,

compañero


 de
la
lejana
infancia.

Él
murió


 para
estar
en
bronce


 
 
 
 de
pie
durante
siglos

como
honra
de
su
estirpe.

Abajo


 atruena


 
 la
horda
de
los
siglos,

y
es
amargo
estar
erguido
para
el
indio.

¿Qué
les
importa
a
sus
hermanos,


 
 
 
 
 esclavos
ahora,


 
 
 
 
 
 el
martirio

de
estos
Hurtados
y
Díaz…?

Pasó


 la
suma
tripartita
de
los
años.

El
heroísmo


 







ahora
no
importa.

Moctezuma
es
ahora
una
marca
de
cerveza

y
una
marca
de
cerveza
es



 
 
 
 Cuauhtémoc.

Los
burgueses


 
 todo
lo
cortan
por
el
mismo
patrón.

Por
fin
hemos
descolorido
el
mundo.

Ahora


 como
consuelo
en
la
tierra
al
viejo,

sólo
quedan


 
 dos
marcas
en
competencia.

Ni
caras
amarillas,


 
 







ni

bronceadas.

¿Con
qué


 






grandiosa
lupa,

en
qué
rincón
perdido


 
 
 encontrarás


 
 
 
 
 ahora

un
sarape
y
una
Guadalupe?

Lo
que
es
Riga,
es
México


 
 
 un
género
hermano.

Lituania


 del
bosque
tropical.

Toda
la
diferencia


 
 una
sombrilla
en
manos
de
los
de
Riga,

y
en
las
de
los
mexicanos


 
 
 una
“Smith‐Weson”.

Dos
Lituanias


 
 en
dos
extremos
de
la
tierra,

se
diferencian
sólo


 
 








 en
que
en
México


 
 
 
 
 matan
los
toros

en
el
teatro,


 









y
en
Riga,
en


 
 
 





el
matadero.

Y
lo
mismo
que
en
Riga,


 
 
 






Cerca
de
las
cinco,

maldiciendo



 
 los
consejos
de
mamá,

encendiendo
con
el
Ford
el
apetito
masculino,

revolotean
las
hijas


 
 por
Chapultepec.

Y
eso,


 de
que

aquí
haya
cosecha
de
forraje,

que
de
palmeras
desnuda
está
la
tierra,


 
 
 
 
 








es
cosa
del
sol,

te
sientas
y
a
parir

plátanos
y
presidentes.

Arriba
los
ministros


 
 
 en
llamas
brillantes.

Abajo
 

el
pueblo.
 


 
 




Desnudo
se
ve
el
trasero.

Sin
pantalones,


 
 primero,
porque
no
hay,

segundo,
porque
no
corresponde:


 
 
 
 
 son
indios.

Empobreció



 
 la
estirpe
de
Moctezuma,


 
 
 
 
 
 y
esta

allí
donde
la
ciudad


 
 salió
a
los
alrededores
a
despedirse

delante
del
anuncio


 
 municipal:



 
 
 








“Sin
pantalones

a
Mexico
City
 


 
 la
entrada
se
prohíbe.”

Quinientas
tribus


 
 


míseras
hay
en
México

y
hartas,


 



de
una
misma
lengua:

con
una
mano
exprimen
cual
un
limón,

con
la
otra
cierran
con
candado.

No
se
puede


 
 en
la
lucha
dividirse
en
tribus.

Los
miserables
con
los
miserables,


 
 
 
 
 ¡juntos!

Vuela


 por
la
tierra


 
 
 del
país
de
los
mexicanos,

el
grito
hermanador:



 
 
 camarada.

El
hambre


 

es
maestra
en
igualar
a
las
gentes.

Cada
indio,


 


que
esté
desnudo.

En
las
luchas
futuras


 
 
 será
hermano
de
pies
a
cabeza,

aztecas,


 mestizos


 
 






y
criollos.

Un
millón
no
podrán
enterrar
las
palas
de
los
ricos.

¡País!


 ¡Ve
y
conquístala!

Se
alzan


 por
cada
caído,
Zapata,

Galvanes,


 




Morenos


 
 








y


 




 

 Carrillos.

¡Barre,


 de
los
barrigudos,


 
 
 








el
agobio

de
los
aztecas,


 
 criollos


 
 
 y
mestizos!

¡Pronto
 


 sobre
el
melón
mexicano,

elévate
bandera
purpúrea!


 
 


 
 
 Mexico
City,
20­VII­1925.




DEVOCIÓN


Los
bolcheviques


 
 




insultaron
la
religión
ortodoxa.

En
los
templos‐clubes:


 
 




suceden
batallas
orales.
 

Campanas
sin
leguas,


 


 




como
si
fueran
mudas.

En
los
tronos
de
dios,


 
 




comen
indecentes
los
gorriones.

Sin
fe


 inútil
es
buscar
moralidad
alguna.

Para
tener
moralidad,


 
 





hay
que
atizar
el
incensario.

Veamos
México,
por
ejemplo,


 
 
 
 si
es
moral

es
porque


 las
devotas


 
 caminan
hacia
las
puertas
de
las
iglesias.

La
catedral,


 es
la
más
santa
de
las
instituciones
monásticas.

Hermano,
Notre
Dame


 
 
 en
la
plaza,


 
 
 
 





y
cerca
 

invadida
de
gente,


 
 










 la
Plaza
de
la
Constitución,

vulgarmente,


 
 la
Plaza
del
Halcón.

Un
brillante


 
 dececilíndrico



 
 
 
 Packard

paró
el
chofer,


 
 un
muchacho
simplote.

Para,
dice,


 
 rezaré
mientras
tanto…

doña
Esperanza
Juan
de
López.

No
llega
doña,


 
 ni
en
una
hora,
ni
en
hora
y
media.

Por
lo
visto
se
ha
entregado
toda
al
rezo.


 
 
 Creer,
pues
creer
bien.

Y
tiene
un
sueño
el
chofer,


 
 
 
 la
doña
ante
el
altar.

Anda
por
las
nubes


 
 
 cual
palomo


 
 
 
 
 el
alma
del
chofer.

Y
en
catedral


 
 todo
está
desierto
y
silencioso:

ni
una
silla


 
 está
ocupada
en
el
templo.

Por
el
otro
lado


 
 el
templo
tiene
una
salida

a
la
vez


 a
cuatro
zumbantes
calles.

¡Doña
Esperanza


 
 saldrá
en
cuanto

a
la
doña


 se
le
acerque
un
enardecido.

¡Tras
la
esquina!


 
 La
calle
de
Isabel
la
Católica,

y
en
esta
calle


 
 hotel
sobre
hotel.

Y
en
casa


 va
creciendo
hasta
la
cena

la
ferocidad
del
marido.

A
don
López


 
 se
le
revienta
la
paciencia.

Ora
un
grito,


 ora
un
gemido

emite
el
don.

Atruena


 por
la
habitación


 
 
 el
solo
de
tigre:

¡En
ocho
pedazos
la
cortaré!

Y,
arrancando
del
bigote


 
 
 un
pelo
de
dos
metros,

prueba
el
filo
de
su
sable.

“Le
diré
a
ella:


 
 ¡Túmbese,
señora,
de
otra
manera!

¡Esta
colt



 será
su
compañera
hasta
la
tumba!”

Y
con
rabia
de
puma,


 
 
 pues
ya
tiene
alguna
práctica,

arranca
de
un
cuajo


 
 de
las
botellas
una


 
 
 
 docena
de
corchos.

Suena
la
bocina
en
dos
toques.


 
 
 Llegó
la
doña.

Aún


 no
tuvo
tiempo


 
 
 de
desaparecer
el
zumbido

tras
los
cactus


 
 del
campo
cercano,

y
sobre
las
sienes
y
el
pecho


 
 
 
 del
chofer

cuelga
la
hoja
y
el
revolver.

¡Responde
o
morirás!


 
 
 ¡No
torearéis
al
buey!

Para
que
la
doña


 
 no
pueda


 
 
 encerrarse,

contesta
inmediatamente,


 
 
 ¿dónde
estuvo

mi
mujer,


 Esperanza?

¡Oh,
don
Juan!


 
 Los
demonios
están
rabiosos
con
usted.

No
enoje


 la
gracia
de
Dios.

Doña
Esperanza


 
 Juan
de
López

Hoy


 piadosamente


 
 
 estuvo
rezando.


 
 
 
 


 
 
 
 
 
 
 1925


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