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MÉXICO
¡Oh
cómo
absorbía
el
leer
sobre
esta
vida!
Vas.
Pisas
con
los
pies.
En
las
manos
se
convierte
la
mochila
en
lazo,
y
los
jamelgos
de
calesa
en
mustangos.
En
verdad
como
de
juguete
crecía
la
tienda,
rugía
el
pitido
del
barco.
Ahora
mismo
me
escaparé
al
país
de
los
mocasines,
en
cuanto
me
vuele
un
rublo
y
un
bulldog.
Pero
hoy,
esto
no
me
hace
gracia.
Cuántas
millas
de
agua
surcadas
con
la
hélice,
y
se
yergue
en
vivo
el
país
de
Fenimore
Cooper
y
Maine
Reed.
El
rugido
de
las
sirenas,
se
acaba
el
agua.
Estamos
atados
a
la
tierra
codo
a
codo.
Y
toma
la
maleta
repleta
de
Lef
Montigomo
Garra
de
halcón.
El
ojo
se
apresura
a
llenarse
de
lágrimas.
¿Cómo?
¿De
qué
estoy
contento?
¡Garra
de
halcón!
¡Si
yo
soy
tu
“hermano
rostro
pálido”!
¿Dónde
están
los
compañeros?,
¿por
qué
te
escondes?
¿Recuerdas
cómo
tras
los
nopales
con
flechas
envenenadas
en
kutais
tirábamos
sobre
las
naves
de
Colón?
Musita
con
rabia
Garra
de
halcón,
despacio,
cual
vasija
agrietada:
No
quedan
piel‐rojas,
los
han
aniquilado
los
gachupines
y
los
gringos.
Y
de
aquellos
de
nosotros
a
los
que
las
balas
perdonaron,
silbando
por
el
lado,
las
tabernas
de
pulque
de
cactus
rematan
por
12
céntimos.
Sustituyó
el
manojo
de
maletas
las
flechas
de
las
que
no
hay
manera
de
salvarse…
Mostró
los
dientes
y
se
fue,
calándose
el
sombrero
en
vez
del
arco
iris
de
plumas
del
pájaro
quetzal.
¡Años
y
milenios!
Por
más
que
seguéis
las
cabezas
inclinadas
de
los
días,
las
piedras
corroídas
Mexico
City
me
contaron
el
pasado.
Eso
fue
hace
tanto,
como
si
no
hubiera
ocurrido.
Las
abuelitas
de
los
centenarios
espantajos,
no
recordarán.
Aquí
de
los
rizos
de
los
lagos
se
levantaba
el
pueblo,
casa‐comuna
de
diez
mil
habitaciones.
Y
el
oro
entre
los
rizos
de
los
lagos
yacía,
que
no
había
ni
que
extraerlo.
¡Qué
más,
vive,
broncéate,
segunda
hermana
de
Hélade!
Pero
necesitan
mucho
tras
el
mar
blanco,
lo
que
al
indio
ninguna
falta
hace.
Es
codiciosa
Isabel
la
esposa
del
blanco
rey
Fernando.
Penoso
el
paso
de
los
cañones
españoles.
A
través
de
las
palmeras,
a
través
del
bosque
de
cactus
por
ese
camino
desde
Veracruz
el
general
Hernando
Cortés.
Vino.
El
agua
helada
quiere
hervir
cual
vapor
del
fuego.
Luchan
72
días
y
72
noches.
Protegen
a
los
piel‐rojas
los
ídolos
de
dos
caras.
No
se
teme
el
peligro
de
los
cañones.
Como
ratón
al
cebo,
atraído
por
los
títulos
a
los
suyos
Moctezuma
vendió.
En
vano,
reúne
los
vencidos
ejércitos,
Cuauhtémoc
empapándose
en
las
aguas
de
los
lagos.
¿Qué
es
contra
los
cañones
tu
flechita?
Bajo
las
torturas
murió
Cuauhtémoc.
Y
he
aquí
que
estamos,
el
indio
y
yo,
compañero
de
la
lejana
infancia.
Él
murió
para
estar
en
bronce
de
pie
durante
siglos
como
honra
de
su
estirpe.
Abajo
atruena
la
horda
de
los
siglos,
y
es
amargo
estar
erguido
para
el
indio.
¿Qué
les
importa
a
sus
hermanos,
esclavos
ahora,
el
martirio
de
estos
Hurtados
y
Díaz…?
Pasó
la
suma
tripartita
de
los
años.
El
heroísmo
ahora
no
importa.
Moctezuma
es
ahora
una
marca
de
cerveza
y
una
marca
de
cerveza
es
Cuauhtémoc.
Los
burgueses
todo
lo
cortan
por
el
mismo
patrón.
Por
fin
hemos
descolorido
el
mundo.
Ahora
como
consuelo
en
la
tierra
al
viejo,
sólo
quedan
dos
marcas
en
competencia.
Ni
caras
amarillas,
ni
bronceadas.
¿Con
qué
grandiosa
lupa,
en
qué
rincón
perdido
encontrarás
ahora
un
sarape
y
una
Guadalupe?
Lo
que
es
Riga,
es
México
un
género
hermano.
Lituania
del
bosque
tropical.
Toda
la
diferencia
una
sombrilla
en
manos
de
los
de
Riga,
y
en
las
de
los
mexicanos
una
“Smith‐Weson”.
Dos
Lituanias
en
dos
extremos
de
la
tierra,
se
diferencian
sólo
en
que
en
México
matan
los
toros
en
el
teatro,
y
en
Riga,
en
el
matadero.
Y
lo
mismo
que
en
Riga,
Cerca
de
las
cinco,
maldiciendo
los
consejos
de
mamá,
encendiendo
con
el
Ford
el
apetito
masculino,
revolotean
las
hijas
por
Chapultepec.
Y
eso,
de
que
aquí
haya
cosecha
de
forraje,
que
de
palmeras
desnuda
está
la
tierra,
es
cosa
del
sol,
te
sientas
y
a
parir
plátanos
y
presidentes.
Arriba
los
ministros
en
llamas
brillantes.
Abajo
el
pueblo.
Desnudo
se
ve
el
trasero.
Sin
pantalones,
primero,
porque
no
hay,
segundo,
porque
no
corresponde:
son
indios.
Empobreció
la
estirpe
de
Moctezuma,
y
esta
allí
donde
la
ciudad
salió
a
los
alrededores
a
despedirse
delante
del
anuncio
municipal:
“Sin
pantalones
a
Mexico
City
la
entrada
se
prohíbe.”
Quinientas
tribus
míseras
hay
en
México
y
hartas,
de
una
misma
lengua:
con
una
mano
exprimen
cual
un
limón,
con
la
otra
cierran
con
candado.
No
se
puede
en
la
lucha
dividirse
en
tribus.
Los
miserables
con
los
miserables,
¡juntos!
Vuela
por
la
tierra
del
país
de
los
mexicanos,
el
grito
hermanador:
camarada.
El
hambre
es
maestra
en
igualar
a
las
gentes.
Cada
indio,
que
esté
desnudo.
En
las
luchas
futuras
será
hermano
de
pies
a
cabeza,
aztecas,
mestizos
y
criollos.
Un
millón
no
podrán
enterrar
las
palas
de
los
ricos.
¡País!
¡Ve
y
conquístala!
Se
alzan
por
cada
caído,
Zapata,
Galvanes,
Morenos
y
Carrillos.
¡Barre,
de
los
barrigudos,
el
agobio
de
los
aztecas,
criollos
y
mestizos!
¡Pronto
sobre
el
melón
mexicano,
elévate
bandera
purpúrea!
Mexico
City,
20VII1925.
DEVOCIÓN
Los
bolcheviques
insultaron
la
religión
ortodoxa.
En
los
templos‐clubes:
suceden
batallas
orales.
Campanas
sin
leguas,
como
si
fueran
mudas.
En
los
tronos
de
dios,
comen
indecentes
los
gorriones.
Sin
fe
inútil
es
buscar
moralidad
alguna.
Para
tener
moralidad,
hay
que
atizar
el
incensario.
Veamos
México,
por
ejemplo,
si
es
moral
es
porque
las
devotas
caminan
hacia
las
puertas
de
las
iglesias.
La
catedral,
es
la
más
santa
de
las
instituciones
monásticas.
Hermano,
Notre
Dame
en
la
plaza,
y
cerca
invadida
de
gente,
la
Plaza
de
la
Constitución,
vulgarmente,
la
Plaza
del
Halcón.
Un
brillante
dececilíndrico
Packard
paró
el
chofer,
un
muchacho
simplote.
Para,
dice,
rezaré
mientras
tanto…
doña
Esperanza
Juan
de
López.
No
llega
doña,
ni
en
una
hora,
ni
en
hora
y
media.
Por
lo
visto
se
ha
entregado
toda
al
rezo.
Creer,
pues
creer
bien.
Y
tiene
un
sueño
el
chofer,
la
doña
ante
el
altar.
Anda
por
las
nubes
cual
palomo
el
alma
del
chofer.
Y
en
catedral
todo
está
desierto
y
silencioso:
ni
una
silla
está
ocupada
en
el
templo.
Por
el
otro
lado
el
templo
tiene
una
salida
a
la
vez
a
cuatro
zumbantes
calles.
¡Doña
Esperanza
saldrá
en
cuanto
a
la
doña
se
le
acerque
un
enardecido.
¡Tras
la
esquina!
La
calle
de
Isabel
la
Católica,
y
en
esta
calle
hotel
sobre
hotel.
Y
en
casa
va
creciendo
hasta
la
cena
la
ferocidad
del
marido.
A
don
López
se
le
revienta
la
paciencia.
Ora
un
grito,
ora
un
gemido
emite
el
don.
Atruena
por
la
habitación
el
solo
de
tigre:
¡En
ocho
pedazos
la
cortaré!
Y,
arrancando
del
bigote
un
pelo
de
dos
metros,
prueba
el
filo
de
su
sable.
“Le
diré
a
ella:
¡Túmbese,
señora,
de
otra
manera!
¡Esta
colt
será
su
compañera
hasta
la
tumba!”
Y
con
rabia
de
puma,
pues
ya
tiene
alguna
práctica,
arranca
de
un
cuajo
de
las
botellas
una
docena
de
corchos.
Suena
la
bocina
en
dos
toques.
Llegó
la
doña.
Aún
no
tuvo
tiempo
de
desaparecer
el
zumbido
tras
los
cactus
del
campo
cercano,
y
sobre
las
sienes
y
el
pecho
del
chofer
cuelga
la
hoja
y
el
revolver.
¡Responde
o
morirás!
¡No
torearéis
al
buey!
Para
que
la
doña
no
pueda
encerrarse,
contesta
inmediatamente,
¿dónde
estuvo
mi
mujer,
Esperanza?
¡Oh,
don
Juan!
Los
demonios
están
rabiosos
con
usted.
No
enoje
la
gracia
de
Dios.
Doña
Esperanza
Juan
de
López
Hoy
piadosamente
estuvo
rezando.
1925