You are on page 1of 91

1

DEDICATORIA

A todos los calvos del mundo, con


la admiración y respeto de
EL AUTOR

Mi apartado postal
2
Mi apartado postal siempre está lleno de ofertas. Me escriben para
proponerme casas en el nuevo fraccionamiento “Tunas Verdes”, a sólo ciento
veinticinco kilómetros del periférico (ya en los límites de los estados de
México y Querétaro), mediante un corto enganche y cómodas facilidades
desde veinte mil pesos mensuales, a pagar como si fuera renta.
Evidentemente no saben que yo pago noventa y cinco pesos desde hace
cuarenta años, pues disfruto de una congelación sólo comparable a la que
reina en el frigorífico de Tepepan. O bien me ofrecen una hermosa colección
de discos, una serie de biografías, una enciclopedia en fascículos, un juego
de guayaberas de invierno, verano, otoño y primavera. También ignoran que
yo ya no uso guayaberas, sino suéteres con cuello de tortuga. En otra
ocasión me ofrecieron un ingenioso artefacto desarmable que sirve de cuna,
bañera, mesita para comer y bacinilla, para niños de uno a tres años de
edad. Cuando les contesté que el menor de mis hijos es teniente coronel de
artillería, volvieron a atiborrar mi apartado postal con ofertas de uniformes,
medallas, sables, botas y cañones, todo también desmontable.
Luego viene el caso de cierta revista de gran circulación, filial de otra
norteamericana, ninguna de las cuales leo desde hace años. La última vez
que leí una de las dos —no recuerdo cuál— era algo acerca de un señor que
había encontrado la paz espiritual levantándose todos los días a las cinco de
la mañana para darse un duchazo de agua fría. Y eso sí que no, francamente.
Prefiero mil veces continuar con mi espíritu convulso y atormentado. Yo, el
agua fría, sólo que sea mineral y acompañando al whisky. O sea que desde
entonces no leo la revista de marras, pero la revista me escribe a mí
constantemente. A mí y a mis otros yos, pues a veces me encuentro un sobre
dirigido a Marcos A. Almanza; otras, a Mario A. Alemán; en ocasiones, a
Márquez A. Albarrán; y muy frecuentemente, a Marta A. Amazonas. No sólo
me cambian de nombre, sino hasta de sexo. Pero lo que nunca les falla es la
“A” intermedia, si bien cuando deciden poner el nombre completo
invariablemente me cuelgan de “Antonio”, siendo que mi inicial significa
Aurelio. (Aurelio, Aurelio, Aurelio, aprovecho la oportunidad para repetírselo
a todos los que insisten en llamarme Antonio. No es que tenga yo nada
contra los Antonios, pero tampoco estoy dispuesto a cambiar mi nombre por
una Cleopatra).
Volviendo al punto, durante algún tiempo recibí ofertas a nombre de
Isaac F. Wollensteín, pero después me enteré de que no se trataba de un
error de la revista, sino que el señor Wollenstein tenía un apartado vecino al
mío, y el empleado de correos en aquella época (que solía mamarse desde
las diez de la mañana y además era bizco), hacía un revoltillo con la
correspondencia de toda la hilera.
La revista en cuestión tiene la manía de que yo y mis otros yos
participemos en una infinidad de sorteos, con premios de siete cifras que
causan vértigos, y para el caso nos envía imitaciones de certificados, bonos,
giros postales o telegráficos, acciones, vales, cupones, seguros de
participación, etcétera, todos bonitamente impresos a Cuatro tintas, así
como notificaciones y avisos notariales de que usted, Mario A. Mazapán, es
uno de los elegidos por la fortuna. Y siempre nos felicita por nuestra suerte

3
extraordinaria: no por habernos sacado un premio —que jamás hemos visto—
sino por haber sido elegidos para participar en una rifa. Inclusive nos
proporcionan el número (que nunca baja de nueve dígitos, intercalados con
grupos de letras) con el cual vamos a participar en súper sorteos de millones
y millones de pesos. Que nos feliciten a mí y a mis otros yos, pasa, aunque
no me agradan mucho estas confianzas por correo. Pero que a veces feliciten
a mi señor padre, que murió hace muchos años, francamente resulta
macabro, aunque haya vivido en la misma casa. Yo protestaría, pero me
abstengo de hacerlo porque estoy seguro de que, si les escribo, me suscriben
a la revista o me envían por C.Ó.D. una colección de discos o un atlas. O me
lavan el cerebro y acaban por convencerme de que lo mejor para la paz
espiritual es levantarse a tomar una ducha de agua fría a las cinco de la
mañana.
También se cuelan en mi apartado postal las academias que ofrecen
cursos por correspondencia. ¿Por qué ese afán de convertirme en delineante?
¿O en experto en radio y televisión? ¿O en programador de computadoras,
ingeniero topógrafo, cultor de belleza o artífice en corte y confección?
Señores de las academias de cursos por correspondencia: ¿es que tan mal
escribo? Si no les gustan mis artículos y mis libros, con no leerlos basta. Pero
eso de que anden con indirectas de dedícate a otra cosa, joven, sobre todo a
mi provecta edad, y eso de que debo labrarme un porvenir como mecánico
automotriz, me parece un poco cruel de su parte. El colmo es cuando me
encuentro con cartas y folletos ilustrados en que me dicen: ¡Aprenda usted
inglés! Así, entre signos de admiración. Y a veces con mayúsculas. Eso duele.
Realmente duele, pues ocurre que yo me eduqué en el Colegio Williams, de
Mixcoac, donde todas las mañanas nos hacían cantar el God Save the King y
nos obligaban a hablar en la lengua de Shakespeare hasta para pedir
permiso para ir al baño. Después viví años enteros en Estados Unidos y en
Inglaterra. Inclusive tuve una novia beliceña en mi primera juventud, estuve
casado con una dama inglesa y después anduve arrejuntado con una serie de
australianas, canadienses y jamaiquinas. Hasta una tejana tengo en mi
haber. Y encima de todo esto, porfían en que aprenda inglés. Aunque
posiblemente me lo dicen a causa de la tejana.
¿Y la infinidad de empresas que me ofrecen tarjetas de crédito? A
éstas, sin embargo, me las sacudo enviándoles una copia fotostática del
saldo mensual de mi cuenta bancaria.
El resultado de todo lo anterior, es que en cuanto algo me huele a
propaganda, automáticamente lo tiro al cesto de los papeles sin abrirlo. Pero
esto tiene sus peligros. ¿Qué tal si un día arrojo al bote de la basura una
oferta interesante, digamos de Raquel Welch?
Miss Welch: Si alguna vez quiere escribirme, le ruego que lo haga a
mano, para que yo advierta que se trata de usted, una real hembra, y no de
una casa dúplex, una enciclopedia, un curso de electrónica, un viaje al Congo
o una tarjeta de tienda de raya. En la inteligencia de que ya hablo inglés,
quedo en espera de sus gratas noticias.
P.D. Mejor escríbame a casa y no a apartado postal, aunque me
exponga a un nuevo divorcio.
El padre idealizado
4
Cirilo parecía un niño antiguo. No porque anduviera con rizos, ni porque
llevara el pantalón a media pierna, ni porque jugara con aros o soldaditos de
plomo, ni porque vistiera de marinerito. Cirilo parecía niño antiguo por la
sencilla razón de que admiraba a su padre.
Era el único niño en el colegio con devoción filial. Era el único que tenía
a su padre en alto grado de reverencia y estimación. Y lo decía con orgullo.
No con orgullo desafiante, no. Lo decía con el modesto, pero legítimo orgullo
de quien se sabe superior. Cirilo decía, para envidia de sus pequeños
compañeros de clase:
—Mi papá es bombero.
Y aquellos otros niños, hijos de vulgares directores de empresa, de
directores de banco, de acaudalados industriales, de connotados médicos o
de famosos abogados, se quedaban con la boca abierta cuando lo oían decir:
—Mi papá es bombero.
Después se atropellaban para alardear: “Pues el mío es director de la
Naviera del Pacífico”, o “el mío es senador de la República”, o “el mío
construyó el edificio más alto de la ciudad”, o “al mío le dieron el Premio
Nóbel de la Paz, porque lleva veinte años de no pelearse con mamá”... Pero
todos lo decían como para disculparse ante Cirilo, que era el único que podía
afirmar:
—Mi papá es bombero.
A veces, para bajarle los humos, los chicos le recordaban que en aquel
colegio habían estudiado don Fulano, padre de Fulanito, que había sido
domador de leones, y don Zutano, progenitor de Zutanito, que era nada
menos que capitán de paracaidistas. Pero los condenados no lograban
bajarle los humos a Cirilo, ya que Cirilo no los tenía: simplemente admiraba a
su padre, que era bombero. Y en esto aventajaba a Fulanito y a Zutanito, que
en realidad nunca habían admirado a sus propios progenitores, por muy
domadores de leones o muy capitanes de paracaidistas que fueran. Cirilo
sólo veía en su padre la circunstancia gloriosa de que era bombero. Tenía de
los bomberos la misma idea mítica, la misma imagen quimérica que tienen
todos los niños del mundo que no son hijos de bombero, acerca de los
bomberos. Con la prepotencia de que él sí lo era.
Cuando había un incendio, los chicos del colegio acentuaban su
amistad y rodeaban a Cirilo para pedirle la crónica del suceso. Después de
todo, el padre de Cirilo había estado en el siniestro. Y Cirilo, que admiraba a
su padre y además tenía una imaginación de publicista, soltaba el rollo:
Su papá —decía Cirilo—, salvaba vidas, joyas, cuadros de pintores
famosos. A veces, rodeado por las llamas, se salvaba él mismo en el último
instante arrojándose desde una cornisa al círculo de lona que sostenían sus
compañeros, tensos, en mitad de la calle. Entre los brazos o sobre sus
espaldas unas veces llevaba a un niño, otras a un anciano paralítico, y las
más, a bellísimas mujeres, tesoros o documentos muy importantes. En tres o
cuatro ocasiones había saltado con un poderoso explosivo que hubiera hecho
volar a toda la ciudad. Para corroborar sus asertos, Cirilo sacaba del bolsillo
una hebilla retorcida o unas astillas chamuscadas, reliquias que, según él,
había encontrado dentro de las humeantes botas de su heroico progenitor.

5
Cuando el gran incendio de “Almacenes Pérez”, el padre de Cirilo no
fue a dormir a su casa y su madre se pasó toda la noche llamando al cuartel
de bomberos para preguntar cómo iba la cosa. Después de colgar, la pobre
mujer suspiraba.
Ya por la madrugada llamaron a la puerta. Lo llevaban entre cuatro
compañeros. Sin decir palabra, lo colocaron sobre la cama. En un rincón, la
madre de Cirilo lloraba resignada, calladamente y sin aspavientos.
Y es que siempre ocurría lo mismo: cuando un incendio duraba muchas
horas, el padre de Cirilo acababa borracho perdido.
Porque el padre de Cirilo se aburría solo y su alma en el cuartel.
Mientras sus compañeros salían en los rojos carros de sirenas ululantes para
apagar espantables incendios, él se quedaba a cargo del teléfono, para
recibir recados y avisos de otros siniestros. Pero nunca iba a los incendios. Y
como no estaba el sargento, aprovechaba la oportunidad y se empinaba una
botella o dos de tequila hasta acabar en el suelo. Después, sus compañeros
misericordiosamente lo llevaban en hombros a su casa.
Esto, naturalmente, Cirilo no lo sabía. Como no tenían televisión, Cirilo
se acostaba a las siete y media de la noche y dormía como un angelito hasta
bien entrada la mañana siguiente. Cirilo sólo admiraba a su padre porque
sabía que era bombero.

La rubia exuberante
Sin lugar a dudas la mayor atracción que ha tenido en muchos años la
playa donde un servidor de ustedes pasa la temporada de verano, lo es una
señora rubia, de edad indefinida, a todas luces extranjera, que tiene la manía
de quedarse en monokini sobre la arena. Y aunque parezca mentira, es a las
demás mujeres veraneantes a quienes más fascina el espectáculo.
La dama de cabellos de oro, ojos celestes y epidermis antes lechosa,
pero que ahora recuerda vivamente a la del camarón, ya que lleva dos
semanas de exponerla a nuestro candente sol tropical, acostumbra pasear
todas las mañanas por la orilla del mar fumando cigarrillos, correcta aunque
escasamente vestida con su bikini de dos piezas. Luego tiende una toalla
sobre la arena, se sienta, fuma otro pitillo, hace como que se pinta las uñas
de los pies y de repente, ¡zas!, se queda en monokini. Es decir, que sólo
conserva puesta la minúscula prenda inferior.
Al principio las demás señoras se escandalizaban y hacían los más
cáusticos comentarios entre sí. Los señores nos poníamos a mirar de ladito y
también encendíamos cigarrillos, pero con manos notoriamente temblorosas.
Los jóvenes silbaban y las muchachas los pellizcaban. Sólo los niños seguían
jugando inocentemente en la arena como si tal cosa, inclusive la mañana en
que un ancianito falleció de un infarto del miocardio al ver a la rubia con sus
exuberancias al aire.

6
Como la mujer es indudablemente extranjera, nadie se atrevía a decirle
nada, si bien durante los primeros días la concurrencia femenina habló sobre
la necesidad de quejarse ante las autoridades correspondientes. Pero la
concurrencia masculina convenció a la femenina de que tal medida sólo daría
como resultado el tener a las propias autoridades en primera fila, lo cual
siempre es una lata, pero especialmente cuando está uno de veraneo. En
consecuencia, las señoras se constituyeron en comité de vigilancia y lo
primero que hicieron fue prohibir a los maridos y a los hijos —muy
principalmente a los maridos— el acercarse a más de cien metros de la
exhibicionista y rubicunda fémina.
Sin embargo, como tal prohibición naturalmente no afectaba al glorioso
gremio de solteros, huérfanos, viudos y divorciados, ocurrió que desde
temprano en la mañana estos afortunados varones empezaban a formar
valla esperando a que llegara la valkiria. Y con puntualidad nórdica llegaba la
condenada, con su toalla, sus gafas oscuras y sus cigarrillos. Con suprema
indiferencia pasaba por en medio de las filas de admiradores, caminaba un
rato por la orilla del mar, fumando como chimenea de buque-tanque
petrolero y luego volvía al sitio donde estaba reunido el quórum. Entonces
tendía la toalla sobre la arena, se sentaba, empezaba a embadurnarse de
crema y en un momento determinado, como quien no quiere la cosa, se
quedaba con la pechuga al fresco. Más tarde el muchachito que vende
paletas heladas en la playa confesó que ya no vendía casi nada, pues todos
sus antiguos clientes estaban con la boca abierta y lo que menos querían
eran paletas heladas.
Incidentalmente, fue este chiquillo quien dio el pitazo y despertó la
curiosidad de las señoras veraneantes, transformando así su indignación en
fascinación.
Ocurrió que cierta mañana, cuando el pequeño vendedor, rodeado de
damas, se quejaba de que los caballeros del circulo de mirones no hacían
caso de su mercancía, una matrona llena de pliegues y de llantas se
preguntó que después de todo qué era lo que tanto llamaba la atención de
aquellos sinvergüenzas, como si en el cine, y en el teatro, y en las portadas
de tantas revistas, en todas partes y a todas horas, no se mostraran
imágenes de hembras descocadas al natural, inclusive sin el impedimento
meridional del bikini. Pero como la mujer hizo la pregunta en voz alta, e)
muchachito le contestó, musitándole algo al oído. La señora gorda abrió unos
ojos como platos.
— ¡No es posible! —exclamó.
—Verdá de Dios que sí —afirmó el paleterito.
Con una agilidad insospechada en una dama de su peso y dimensiones,
la matrona se puso en pie de un salto y salió disparada para echarle un
vistazo a la güera. Tras somera inspección, regresó como cohete a su círculo
y comunicó su sensacional descubrimiento a todas las demás señoras,
quienes no tardaron en acudir en masa para confirmarlo.
Y así fue corno desde entonces la sensacional rubia del monokini se
convirtió también en espectáculo y atracción para las damas que veranean
en esta dorada playa del Caribe. Porque sabrán ustedes que la madre
naturaleza fue pródiga con la desfachatada extranjera, dotándola con tres de

7
lo que a las demás mujeres sólo acostumbra darles dos. Y tanta exuberancia,
que pone al descubierto su nórdica costumbre de quedarse prácticamente en
cueros tendida al sol, llama poderosamente la atención. Tanto de los
hombres como de las mujeres. Y más de las mujeres que de los hombres,
creo yo.

El diagnóstico

El doctor Gorozpe de la Polaina, un hombre joven, bien parecido,


excelentemente forrado desde el punto de vista económico por ambas ramas
de su aristocrática familia, recién egresado de la Facultad de Medicina con
notas sobresalientes y mención honorífica, entró en la sala número trece y
miró rápida y someramente al enfermo. Su tez amarillenta le hizo
diagnosticar sin más trámite:
—Hepatitis.
—Doctor —se atrevió a interrumpir la enfermera que lo seguía—, sólo
que...
El doctor Gorozpe de la Polaina enarcó las cejas, puso las manos atrás
y giró lentamente sobre sus talones.
—Señorita Mondínguez —carraspeó —. ¿Tiene usted la bondad de
decirme quién es el médico aquí?
—Usted, doctor —repuso la enfermera sonrojándose ligeramente.
—Y si el médico dice que un paciente tiene hepatitis, ¿puede una
simple enfermera corregir o enmendarle su diagnóstico?
—Naturalmente que no, doctor; pero es que...
—Señorita Mondínguez —Continuó el joven facultativo ahuecando la
voz y balanceándose alternativamente sobre las puntas de los pies y los
talones, siempre con las manos cruzadas a la espalda—: Yo digo las cosas
solamente una vez. Y si pretende usted continuar adscrita a mí en este
sanatorio, conviene que sepa que no tolero intromisiones, injerencias y
menos contradicciones. Sí yo diagnostico que un enfermo tiene hepatitis,
significa que el enfermo contrajo hepatitis, que está en cama a causa de su
hepatitis y que lo más probable es que muera de hepatitis. A menos, como es
natural, que yo le cure su hepatitis. ¿Entendido?
—Entendido, doctor —agachó la cabeza la enfermera, encendiéndose
un cromogramo más.
—Muy bien. Entonces haga favor de aplicarle una inyección de
sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato cada tres horas y téngame
informado de la evolución del enfermo. Que le hagan una electrósmosis del
perigeo y dos análisis Wolfgang del hipocondrio derecho.
—Muy bien, doctor; nada más que... —interrumpió nuevamente la
enfermera.
El joven médico la fulminó con una mirada a través de sus finos
cristales de color lila. La muchacha volvió a inclinar la cabeza.

8
—Después de la segunda inyección —añadió el galeno—, espero que
ese color amarillento ceda a uno rosadito claro. Avíseme sobre el particular.
—Le avisaré, doctor, nada más que...
El doctor Gorozpe de la Polaina dio una tremenda patada sobre el
inmaculado piso de mármol.
— ¡Una interferencia más y me veré obligado a solicitar su despido sin
derecho a compensación ni aguinaldo! Si persiste en objetar mis
indicaciones, haré que la den de baja del cuerpo de enfermeras y que le
retiren el distintivo de Florencia Nightingale.
La pobre chica palideció y se retorció las manos.
—De continuar el tinte amarillento de la epidermis, duplíquele la dosis
de sulfabencina —concluyó el joven médico en tono que no admitía réplica.
—Muy bien, doctor —suspiró la enfermera.
El facultativo continuó su recorrido por las salas del sanatorio que tenía
asignadas y después se marchó a su club a tomar el aperitivo. Almorzó en
casa de los banqueros De la Lana y Escalón, y por la tarde jugó al golf. Al
anochecer regresó al sanatorio.
— ¿A1guna novedad? —preguntó a la enfermera.
—Sí, doctor. El japonés de la sala trece falleció a las diecisiete treinta a
consecuencia de su afección cardiaca.
El joven doctor Gorozpe de la Polaina se quedó con la boca abierta.
—Según parece —agregó muy seria la enfermera—, no resistió la doble
dosis de sulfabencina metapirofosfórica de aminosalicilato ni la electrósmosis
del perigeo.

Lo que sucede
mientras nos duchamos
Claro que estas cosas no ocurren todos los días, pero si tuviésemos la
curiosidad de anotarlas, veríamos que al estar bajo la refrescante ducha nos
ha sucedido que...

. . .viene el cartero con una carta certificada cuyo recibo no puede firmar
nadie más que nosotros mismos.

. . . se atasca el desagüe.

. . . nos damos cuenta de que no hay toalla.

. . . pegamos un patinazo y al querer agarrarnos de algo, echamos abajo la


cortina.

. . . alguien de la familia tiene necesidad de entrar urgentemente en el cuarto


de baño.

9
. . . nos llama por teléfono un amigo desde el aeropuerto, faltando tres
minutos para que salga su avión.

. . . se acaba el agua.

. . . llega el cobrador de una casa comercial.

. . . se nos mete el jabón en los ojos.

. . .viene de visita la vecina de la casa de al lado, que está estupenda (la


vecina, no la casa) y que pocas veces se deja ver.

. . .nos entra dolor agudo en el lado izquierdo, a la altura del corazón.

. . . se comen los tamales que compramos para el desayuno.

. . . viene el cobrador de otra casa comercial.

. . . nos llama el jefe urgentemente por teléfono.

. . . se cae una de nuestras criaturas y se descalabra.

. . . se nos ocurre una idea morrocotuda y no tenemos a mano papel ni


bolígrafo para anotarla.

. . . se nos moja el cigarrillo que llevamos en la boca.


. . . viene la dueña de la casa con el plomero —rarísima avis— para ver eso
de la cañería defectuosa.

. . . la abuelita toca en la puerta para decir que dejó su dentadura postiza


sobre el lavabo.

. . . nos damos cuenta de que tenemos las gafas puestas.

. . . viene el cobrador de otra casa comercial.

. . . estalla el calentador de gas

. . . nos damos cuenta de que tenemos una mancha muy rara en la ingle
izquierda.

. . . uno de nuestros hijos, que está haciendo la tarea escolar a última hora,
toca en la puerta para preguntarnos cuál es la capital de Bulgaria.

. . . nos avisan que ya está servido tu desayuno.

. . . se nos cae el jabón en el dedo gordo del pie y nos hace ver estrellas.

1
0
. . . nos llaman por larga distancia.

. . . vuelve a tocar la abuelita para informarnos que no, que no dejó la


dentadura postiza sobre el lavabo, sino que la tiene puesta.

. . . sale una cucaracha por la coladera

. . . nos dice algo nuestra mujer, no la oímos, grita, no la entendemos, vuelve


a gritar, cerramos las llaves del agua, nos colocamos una toalla alrededor de
la cintura, abrimos la puerta chorreando y nos pregunta si la habíamos
llamado.

. . .vienen a cortar la luz por falta de pago.


. . . nos avisan que anoche dejamos el automóvil frente a la puerta del vecino
y que éste no puede salir con el suyo.
. . . vuelve a tocar la abuelita para preguntar si no hemos visto su dentadura.

. . . alguien abre la llave del agua caliente en la cocina y nos helamos con la
fría. Gritamos que la cierren, la cierran, y como nosotros a la vez hemos
cerrado la del agua fría, ahora nos achicharramos.

. . . nuestra hija mayor nos pide dinero para un taxi, pues ya se le hizo tarde
para tomar el camión.

. . . se va la luz y nos quedamos completamente a oscuras.

. . . vienen a avisarnos que está empezando a llover.


. . . oímos unos gritos y unos disparos que nos alarman mucho. Salimos otra
vez chorreando agua y con la toalla alrededor de la cintura, sólo para
enterarnos de que el niño más pequeño ha puesto la tele, donde están
pasando una vieja película de gangsters.

. . . se nos cae la regadera encima.

La cuestión de las pelucas


A sugerencia de una gentil y guapa lectora, voy a tratar en esta
ocasión el interesante tema de las pelucas. No de las pelucas tradicionales,
con que cubrían —y cubren— los calvos sus extensiones craneanas
desprovistas de vegetación capilar, sino de las pelucas finamente elaboradas
y de diversos colores con que actualmente las damas cambian su aspecto y
su personalidad como quien cambia de marido o de zapatos.
Estas pelucas se manufacturan tanto con fibras sintéticas como con
cabello natural. Para los efectos del presente estudio descartaremos a las
1
1
primeras, no por su bastedad y relativa baratura, sino porque no causan los
fenómenos sicológicos y sociales que ocasionan las segundas. Las pelucas de
material sintético no son capaces de provocar de ninguna manera los agudos
cambios económicos, físicos y espirituales que han originado las pelucas de
cabello natural, como veremos más abajo y adelante.
Por principio de cuentas, la producción de pelucas de cabello natural
está motivando que la población femenina del planeta se divida en dos
grandes grupos, a saber: aquellas que se cortan o que se dejan cortar el
cabello para venderlo, y aquellas que se adornan con cabellos ajenos. Más
que mujeres liberadas y no liberadas, más que féminas de Primero o de
Tercer Mundo (las de Segundo no cuentan en este caso), puede decirse que a
la larga habrá una masa de mujeres pelonas y una minoría de damas
empelucadas. Esto acarreará una serie de complejos problemas de índole
social y económica mucho más gordos que los que motivaron la revolución
francesa y siglo y medio después la bolchevique. Habrá un proletariado de
mujeres que, tan pronto vuelvan a producir una mata de pelo, serán
despiadadamente rapadas para que una burguesía de señoras popis tengan
cinco o seis pelucas de diversos colores, a efecto de lucirlas en salones,
restaurantes, teatros y centros nocturnos de postín. Y si consideramos que
una mujer común y corriente tarda aproximadamente dos años en criar una
abundante cabellera, llegaremos a la conclusión de que la productora de
materia prima tendrá que andar pelona diez años de su existencia para
poder surtir las cinco pelucas que como mínimo requiere una dama elegante
y a la moda. Tarde o temprano esta situación provocará un levantamiento de
imponentes proporciones. Al grito de: “¡Pelonas del mundo, uníos!“, una
turba de mujeres capilarmente explotadas se lanzará por las calles de todas
las grandes ciudades del mundo, con los puños en alto, vociferando
obscenidades tras de una bandera roja con el emblema de un peine y unas
tijeras cruzadas, para arrancarles las pelucas a sus explotadoras.
Por otra parte, consideremos los fenómenos anímicos que el constante
cambio de pelucas necesariamente causa en la mujer. Una señora que desde
pequeña ha tenido el cabello negro y que de golpe y porrazo se convierte en
rubia o en pelirroja, lógicamente verá alterada su personalidad. Las rubias
reaccionan de diferente manera que las morenas y las castañas. Una mujer
con temperamento de morena se crea serios trastornos sicológicos al tratar
de actuar como rubia, y viceversa Y si en el transcurso de veinticuatro horas
se ve obligada a conducirse alternativamente como morena sensual, rubia de
categoría, pelirroja turbulenta, castaña ni fu ni fa y exótica de cabello color
lila, a la postre terminará hecha un manojo de nervios, con más complejos,
tics y traumas que un siquiatra. Y si en vez de pelo de mujer madura empieza
a usar melenas de jovencitas a go-go, las consecuencias no son para ser
descritas.
Por último, meditemos en los problemas de confusión que la mujer
multiempelucada puede acarrear a su marido. Yo tengo un amigo, medio
tenorio él, que por espacio de cinco calles siguió a una rubia despampanante,
diciéndole piropos de todos colores y longitudes de onda, pero que al volver
la cara en una esquina resultó ser su propia esposa, que siempre había sido
una morenita más bien pasada de tueste. La reacción de ambos fue

1
2
catastrófica, especialmente tomando en cuenta que aquella misma mañana
habían tenido un broncazo de campeonato a causa de las veleidades
amorosas de mi amigo. Claro que él trató de componer la cosa diciéndole
que precisamente ansiaba hacer las paces y que por eso la había seguido
cinco calles lanzándole tan preciosos requiebros. Pero a ver qué señora
casada ha oído a su marido decirle las cosas que éste les dice a las demás
mujeres en la vía pública.
También tenernos el caso de mi primo Jovito, que al llegar a su casa
creyó haber sido teletransportado al planeta Urano, al encontrar a un ser
extraño con pelambre verde, pero que resultó ser su cuñada María Luisa, que
había venido a pedir prestada la plancha. Y el apuro en que se vio el
arquitecto Manlio Flavio Capitolino, que al ser recibido en su domicilio por
una morenita muy Coquetona y pizpireta, supuso que se trataba de su
consorte (a quien últimamente le había dado por andar con trenza negra al
estilo autóctono), por lo que procedió a besarla y abrazarla muy tiernamente,
hasta que llegó la verdadera señora y de una descomunal bofetada le hizo
saber que se trataba de la nueva sirvienta, que con miles de trabajos le había
robado a una familia de diplomáticos búlgaros.
En fin, que el uso y abuso de pelucas de cabello normal sacudirá en sus
cimientos al mundo, al estado y a la familia. Y muy principalmente a los
maridos.

El niño, el padre
y los dragones
Tumbado en el suelo, rodeado de cuentos y truculentas revistas
infantiles, se halla el NIÑO. El PADRE entra en la sala-comedor con ese gesto
de aflicción que tenemos todos los PADRES contemporáneos. Se dirige a la
mesita donde descansa el teléfono. Y decimos descansa, porque la hija
mayor salió hace unos momentos a comprar otro bidón de Coca-Cola y lo
dejó tranquilo por breves instantes.
PADRE. Con esta maldita manía de que cada semana cambian los
horarios de los aviones, ya no sabe uno a qué atenerse. Y tratar de
comunicarse con la compañía de aviación resulta en realidad más tardado
que el mismo vuelo.
(El PADRE toma el directorio telefónico, lo abre en las primeras páginas
y va leyendo conforme recorre con el dedo índice las apretadas líneas,
propias para vista de relojero).
PADRE. Vamos a ver... Aceves, Epifania Rodríguez viuda de, Acojinados
Plásticos, Acondicionamiento de aire...
NIÑO. Papacito...
PADRE. Acosta, Acosta, Acosta... ¿Qué quieres, hijo?
NIÑO. Papito, ¿dónde hay dragones?

1
3
PADRE. Acosta, Acosta... Hay más Acostas que chinos... Aceros, aceros
esmaltados... Los dragones no existen, Lalo... Acumuladores “El Chispazo”,
Acuña González, doctor Federico.
NIÑO. Es que yo quiero cazar dragones.
PADRE. Achar, Selim Mustafá... Adams Mexican Curios... Te digo que los
dragones no existen, niño. Adresógrafos, Adelita, zapatería.
NIÑO. Es que yo leí no sé dónde que no sé quién mató a un dragón con
una lanza. O creo que fue de una pedrada.
PADRE. Adhesivos PRI, Administración de asilos... Son historias
fantásticas, hijito, animales de leyenda nada más... Adoración Nocturna
Mexicana, Adornos, Adrián, nevería...
NIÑO. ¿Y en China hay dragones?
PADRE. Aduana... Aduna, pasteurizadota... En China tampoco, Lalo. Te
digo que los dragones no existen... Adventistas del Séptimo Día...
NIÑO. Pues yo los he visto dibujados en un jarrón en casa de abuelita.
En ese que rompiste cuando eras chico.
PADRE. Yo no he roto dragones de chico ni de grande. Déjame, hijito.
¿No ves que estoy tratando de buscar un teléfono?
NIÑO. ¿Y para qué lo buscas si ya lo tienes en la mano?
PADRE (impaciente). Quiero decir un número de teléfono. A ver:
Aerocombustibles, Aerocarga, Aero Hamburguesas de México...
Caliente, caliente...
NIÑO. ¿Y en África?
PADRE. ¿En África qué?
NIÑO. Que si en África hay dragones.
PADRE. 593 - 27 - 88... En África tampoco hay dragones, Lalo. No los hay en
ninguna parte... África, digo, Afianzadora del Centro, Afinaciones Rodríguez,
Afu... ¡Maldita sea, ya me pasé! ¿Ves, niño lo que sucede por interrumpirme?
(El PADRE recorre la página en reversa, es decir, des- liza el dedo de
abajo a arriba sobre las líneas del directorio telefónico).
NIÑO. ¿Y en la luna no hay dragones?
PADRE. Tampoco en la luna hay ladrones, digo dragones... Aerofoto,
Acrográfica...¡Aquí está! Aerolíneas de Chihuahua.
NIÑO. ¿Y en el fondo del mar?
PADRE. ¡Déjame en paz, criatura! Vas a hacer que pierda mi dragón,
digo, mi avión... 583-23-79... (Marca el número) ¿Bueno? ¿Aerolíneas de
Chihuahua?... Buenas tardes, señorita... ¿ Podría usted decirme a qué hora
sale el tren, quiero decir, el dragón, perdón, el avión de las nueve treinta
para...? ¿ Qué dice usted? ¿Que esa es una tlapalería?... ¡Huy, dispense
usted!
NIÑO. ¿Y en el desierto?
PADRE. Ahí es donde quisiera yo pasar el resto de mi vida, como
anacoreta. (Vuelve a marcar el número cuidadosamente)
NIÑO. Pues te apuesto que en las nubes sí hay dragones. Yo una vez vi
uno.
PADRE. ¿Y por qué no te fuiste con él?... (Al teléfono) ¿Bueno?... Me lleva
la...! ¡Otra vez la tlapalería!
NIÑO. Pregúntales si ahí tienen dragones.

1
4
PADRE. Si no te callas, te voy a dar con el teléfono... (Marca el número
por tercera vez). ¿Bueno? ¡No! ¡No es posible, señorita! ¿Cuántos teléfonos
tiene esa condenada tlapalería? ¿Qué? ¿Qué dice? (Furioso): ¡Eso lo tendrá
usted, pinche gata liberada!
El NIÑO permanece callado mientras el PADRE vuelve a marcar siete
veces seguidas el número. Siempre contesta ocupado. Por fin consigue
comunicarse con Aerolíneas de Chihuahua. Mientras le dan la información
que desea, que él trata de anotar precariamente en el margen del directorio
telefónico, el NIÑO lo jala de la manga.
NIÑO. Papito, ¿y los centauros? ¿Dónde hay centauros?

Otelo el peluquero
De esto hace ya muchos años, más de cincuenta, cuando yo era
pequeño y vivía en Mixcoac, que en aquella época era un pueblo a diez
kilómetros del centro de la ciudad de México y separado de Tacubaya y San
Ángel por llanos baldíos, milpas y establos. Era como vivir en Tepespitengo
de las Tunas o en cualquier otro villorrio del entonces apacible valle de
México.
En la calle de la Empresa habitaba y trabajaba un máistro peluquero
prieto, cacarizo y medio jorobado llamado Simón, a quien apodaban “El
Enterrador” y también “Otelo”, por las razones que más adelante se verán.
Ambos remoquetes ponían frenético al fígaro y en más de una ocasión salió
de su establecimiento, navaja de barba en mano, para corretear a algún
mocoso travieso o a un jovenzuelo impertinente que se habían asomado a la
peluquería para gritarle sus motes.
El máistro Simón estaba casado con una bella y opulenta mujer —
opu1enta en carnes, que no en dineros— llamada María Francisca, a quien
llamaban Panchita “La Retirada” los guasones del pueblo. El peluquero, que
estaba algo desequilibrado de los nervios, era un celoso tremendo y de ahí
su apodo de “Otelo”. A tal grado llegaba su desconfianza, que no dejaba a la
bella María Francisca ni a sol ni a sombra, haciéndole el amor violenta y
precipitadamente cada vez que la mujer tenía que salir a la calle, según él
para que a ella no le quedaran ganas de hacerlo por ahí otra vez con
cualquiera. Por eso la apodaban “La Retirada”. Estos ímpetus de gallo fueron
asimismo los que dieron origen a su sobrenombre de “El Enterrador”, si bien
según don Serapio, el boticario, que era hombre leído y viajero, el tal apodo
se relacionaba con una copla española entonces muy en boga, que
empezaba con la frase: “era Simón en el pueblo el único enterrador”, y que
continuaba con una dramática narración de cómo, al morir su único hijo, fue
necesariamente él quien tuvo que darle sepultura. Al volver del cementerio
(seguía la copla), la gente le preguntaba: ¿de dónde vienes, Simón?”, y el
pobre hombre respondía: “de enterrar mi corazón”. Todo el mundo lloraba a
moco tendido al oír las fúnebres estrofas, menos el lúbrico y celoso

1
5
peluquero, que por alguna retorcida razón creía advertir en ellas una crítica
velada a sus capacidades amatorias.
Es de suponer que a Panchita no le hacía ninguna gracia la
impetuosidad de su marido, pero le tenía tanto miedo (ya en una o dos
ocasiones le había hecho un corte en el brazo con su dichosa navaja, de la
que nunca se separaba), que la pobre de La Retirada no se atrevía a poner
un pie fuera de su casa sin avisárselo antes. La vivienda de la pareja
comunicaba con la peluquería por una puerta pequeña que remataba en un
arco moruno, a la cual se asomaba la bella María Francisca para anunciar al
desconfiado rapabarbas:
—Simón, voy al mercado a comprar medio kilo de tortillas y un manojo
de cilantro.
—Pérate un momentito —respondía él.
Entonces dejaba al cliente en turno a medio enjabonar o pelado de un
solo lado, y se dirigía rápidamente a la recámara en pos de su mujer, que ya
sabía lo que le aguardaba y se recostaba mansamente en la cama para
recibir d embate. Momentos después salía Panchita por la puerta que daba a
la calle, arreglándose el pelo y alisándose la blusa y la falda, con su canasta
de la compra en una mano aún temblorosa. El máistro volvía a su cliente,
quien pacientemente había quedado esperando que terminara de arreglarlo.
Por supuesto que éste no decía ni una palabra, pues sabía que cualquier
comentario indiscreto podía costarle una tajada en el cuello a la altura de la
yugular.
Los monigotes que por ahí merodeábamos, nos guiñábamos un ojo con
picardía y nos decíamos unos a otros, pero teniendo buen cuidado de que no
nos viera y menos de que nos oyera el máistro Otelo:
—Ya salió doña Panchita de la peluquería, de que le hicieran la
permanente...
(La “permanente”, no vayan ustedes a pensar otra cosa, era un
peinado para señoras, muy de moda en aquel lejano entonces).
Era de ver a la pobre María Francisca salir de su casa sujetándose
invariablemente una horquilla en el pelo o abrochándose algo, ya fuese para
ir a la iglesia, a la tienda de abarrotes de los españoles o a visitar a su señora
madre, que vivía a la vuelta de la peluquería. Incluso cuando iba al
cementerio, en compañía de su dicha madre para llevar unas flores a la
tumba de su padre, el terrible barbero la sometía primero al tratamiento, no
fuera a ser que de repente le entraran concupiscencias a la inocente
Panchita por en medio de las sepulturas.
—-Más vale prevenir que lamentar —decía torvamente el máistro Simón
afilando su navaja y mirando a su alrededor por si alguien era de opinión
Contraria. Excuso decir a ustedes que nadie lo rebatía. El cliente que estaba
Instalado en la silla nada más tragaba saliva, y los que esperaban turno
continuaban muy ensimismados leyendo las revistas que tenían en manos.
Si sería bestia el peluquero, que en cierta ocasión en que se desató un
tremendo incendio en aquel barrio de Mixcoac, la desdichada María Francisca
tuvo que salir su casa quince minutos después que todos los demás
vecinos de las suyas, arreglándose precipitadamente el cabello, ajustándose
la falda y estirándose las medias de popotillo. El fígaro prieto, cacarizo y

1
6
medio jorobado no llegó a salir, pues mientras recobraba el aliento y buscaba
a tientas entre el humo y las llamas su navaja, que se le había caído de la
cama al suelo, a él a la vez le cayó en el cogote una viga ardiendo, la cual le
quitó para siempre los celos.

Peligros de la semántica
El eminente filólogo, tres veces Premio Nóbel de Semántica (que como
ustedes saben es la ciencia que trata de los cambios de significación de las
palabras), aprestó el bolígrafo y puso la fecha en el ángulo superior derecho
de la cuartilla.

Querida amiga..., escribió.

Pero se detuvo. “Querida” es una palabra con un segundo sentido


altamente inmoral. Lo mismo que “amiga”. En otra persona hubiera podido
pasar, pero en él... ¡con aquella profesión y aquellos tres premios Nóbel de
semántica! Rápidamente tachó las dos palabras. Luego se dio cuenta de que
una carta con tachaduras se ve muy fea, por lo cual arrugó el papel, lo tiró al
cesto y empezó de nuevo en una hoja fresca:

Estimada señorita...

El eminente filólogo y semántico se detuvo y mordisqueó el bolígrafo.


“Estimar” lo mismo significa tener aprecio por una persona, que juzgar,
reputar, tasar, valuar. . . El término podría interpretarse en el sentido de que
él ya había calibrado a la dama. Y aun desde el punto de vista afectivo,
difícilmente podía sentir apego, inclinación o cariño por una mujer con quien
sólo había hablado una vez por teléfono. Nueva tachadura y tercera cuartilla.

Distinguida señorita..

Diablos —pensó—-, en realidad no sabía si era señora o señorita. Esto


podía tener mucha importancia. Si la trataba de señorita siendo casada,
podría producirse una ironía infamante. Era tanto como decirle: “se comporta
usted con la frivolidad de una chica soltera”. O peor aún: “su señor marido no
ha sido capaz de consumar el matrimonio”. ¡Horror! El eminente filólogo y
semántico se vio mentalmente abofeteado o retado a duelo de sable por un
marido enfurecido. Y por lo que hace a “distinguida”... Distinguir también
significa diferenciar, separar, especificar, precisar, discernir, percibir,
reconocer. Acepciones todas que entrañan un grado de intimidad que desde
luego no existía entre él y la dama. Era tanto como decirle: “yo la distingo a
usted entre muchas otras mujeres, la percibo al primer golpe de vista, la
reconozco de inmediato, pues sus encantos me son familiares”. Ni hablar.

1
7
Amable conocida..., escribió con ciertas dudas, después de una larga
reflexión.
Pero de repente se le vino encima el recuerdo de la Biblia: “Y Adán
conoció a su mujer...” Rojo como un tomate, el eminente filólogo y semántico
tachó diez veces seguidas la insidiosa segunda palabra.

Muy señora mía...


Esta era la fórmula de encabezamiento común y corriente, que no
compromete a nadie. Es decir, salvo el vocablo “mía”. ¡Con Cuánta ligereza
escriben los demás una carta! “Mía” indica posesión. Y todo el mundo sabe lo
que significa la “posesión” de una mujer. ¡Qué barbaridad! Tachó el “mía” y
tiró el papel al cesto. Decididamente el conocimiento a fondo del lenguaje
tiene sus problemas e inconvenientes.
Honorable dama..., principió una nueva cuartilla.
Paró el bolígrafo en seco. “Honorable” entrañaba las mismas
dificultades. ¿En qué estriba el honor femenino? En la honestidad, el recato,
la decencia, las virtudes propias del sexo, la castidad, el decoro. Recalcarle el
término a una dama podría interpretarse en diversos sentidos, uno de ellos
en son de mofa, chanza o pitorreo. Igual que se le dice “güero” a un prieto
retinto o “jovenazo” a un ancianito.
De pronto el rostro del eminente filólogo y semántico se iluminó con
una sonrisa.
—¡María Cristina! —gritó.
No porque así se llamara la dama a quien dirigía la carta, sino porque
ése era el nombre de su mujer.
Doña María Cristina, una veterana más bien fea, medio pachucha y
bastante fondona, entró en el despacho en bata y con rizadores en el cabello,
arrastrando las pantuflas y con aire de fastidio.
— ¿Qué quieres? —preguntó.
—María Cristina, hija, hazme un favor —le dijo el eminente filólogo y
semántico—. Escribe tú en tu iletrada manera una carta a esta señora, o lo
que sea, haciendo el pedido del Diccionario de Incorrecciones y
Particularidades del lenguaje. Aquí tienes la dirección de la librería.

Brevísimo tratado
sobre el sexo
El sexo es exclusivo del mundo animal. La estrella, el pedrusco, la
nube, el paraguas, el viento, el bolígrafo, el PRI y la bomba atómica no tienen
sexo. Lo que tienen es género, que no es lo mismo.
Se ha hablado del parto de los montes, pero ya se comprenderá que se
trata de una simple metáfora, dado que en el caso de poder alumbrar,
quienes estarían en capacidad de hacerlo no serían los montes, sino las

1
8
montañas. Como en el caso de nuestras sierras madres Oriental y Occidental,
cuyos nombre suponen experiencia en concebir y dar a luz.
Los seres vivientes monocelulares no tienen sexo, pero en
compensación tampoco tienen muerte. Cuando les llega su hora, se dividen y
multiplican (que en este caso es lo mismo), de modo que cada uno se hace
dos y cada cual continúa viviendo muy tranquilamente, al contrario de lo que
ocurre en el matrimonio entre humanos, donde dos se convierten en uno y
ninguno puede ya vivir en paz.
A veces estos dos que han nacido de uno, reconociendo que cada uno
de ellos es la mitad del otro, se vuelven a unir y dan origen a diez o doce.
Esto se llama “gemación” y puede considerarse una forma de esquizogonia,
pero todavía no podemos hablar del auténtico sexo, porque ni el uno reclama
sus derechos y se queja de lo escasa que está la servidumbre, ni el otro tiene
bigote y se va de juerga con sus amigachos.
Sin detenernos a hablar del hermafroditismo, porque es muy
complicado y además ha de ser muy poco estético, pasemos a examinar la
partenogénesis, o sea la reproducción de determinadas especies sin el
concurso de los sexos. La partenogénesis aúna la perpetuación de la especie
con la castidad. La hembra sin fecundar puede dar a luz numerosos hijos que
unas veces son machos, aunque no saquen la cara del padre, puesto que no
lo hubo, y otras veces son hembras, que desde luego sacan todita la cara de
la madre o de la abuela. En la especie humana —afortunadamente— no
existe la partenogénesis. Así es que cuando una mujer en estado le echa la
culpa a la partenogénesis, hay que verla con bastante desconfianza.
Otro tipo de reproducción muy decente lo encontramos en los peces,
que en su gran mayoría son decididamente castos. En algunas especies se
practica la eleuterogamia, la cual consiste en que las hembras ponen
miríadas de huevos y luego se retiran con la mayor discreción. Poco después
los machos pasan por encima de los huevecillos con mucho disimulo, leyendo
el periódico o hablando de política, y como quien no quiere la cosa van
soltando chorritos de esperma que eventualmente fecunda a los óvulos. Pero
a la señora pez, ni un besito siquiera. Más recatados aún son ciertos
vegetales, que encomiendan al viento y a las patas de los insectos el
transporte del polen fecundante. Muchos árboles y plantas pueden decir con
toda justicia y propiedad que su padre y su madre no se han visto jamás y
que nunca se tocaron ni un pelo. O mejor dicho, ni una hoja.
Existe aún un tipo de reproducción por esporos o esporas, que son
células no sexuales, que al multiplicarse pueden producir seres
pluricelulares, ya similares al que les dio el ser, ya diferentes, pero
progenitores de otros similares. Los hongos practican este sistema. Como
advertirán ustedes, no es de envidiarse mucho.
Ahora bien, cuando los individuos se dividen en dos sexos
perfectamente diferenciados, entonces empieza lo bueno, ya que se implanta
el llamado diformismo sexual, que es el que hace que la anatomía de don
Fidel Velázquez, pongamos por caso, no se parezca en nada a la de Olga
Breeskin. Gracias a este diformismo la especie humana ha pasado y pasa
ratos muy agradables, aunque también ha dado origen a un sinnúmero de
calamidades, principalmente a través del matrimonio.

1
9
Para mayor información sobre el sexo, ruego a mis lectores consultar
un tratado de biología o bien a cualquier jovencito o jovencita de secundaria.
Especialmente a una jovencita, sobre todo si estudia en colegio de monjas.
Algunas revistas y películas cinematográficas también son altamente
ilustrativas al respecto.

Lo que el vulgo sabe acerca de Napoleón


Que era chaparrito.
* * *
Que llevaba siempre una mano metida en la guerrera. Según unos,
porque padecía úlcera gástrica; según otros, porque se le había caído un
botón y ninguna de sus dos mujeres tuvo el comedimiento de pegárselo, ya
que en aquella época también existía una que otra liberada.

* * *
Que se ponía el sombrero de dos picos al revés, es decir, con éstos
apuntando a uno y otro lado, en vez de hacia atrás y adelante. Cuando el
vulgo se entera de que dichos sombreros también se llamaban bicornios,
automáticamente relaciona el de Napoleón con las veleidades amorosas de
Josefina y de María Luisa.

* * *

Que usaba un mechón sobre la frente.

* * *
Que nació en Ibiza, Sicilia, Cerdeña o una isla de por ahí. Algunos
saben, correctamente, que nació en Córcega, pero luego meten la pata al
escribir que era corzo, con zeta, lo cual es una barbaridad, ya que el corzo
con zeta es un cuadrúpedo rumiante europeo de la familia de los cérvidos, en
tanto que Napoleón, aunque europeo, no era cérvido, sino que pertenecía a
la familia de los Buonaparte, de Ajaccio, Zona Postal 12.

* * *
Que guerreó con medio mundo, inclusive con Rusia, si bien al llegar a
Moscú volvió por el frío. Igual que aquel embajador nuestro que no llegó a
presentar sus cartas credenciales en Bucarest, Rumania, por el mismo
motivo.

* * *

Que invadió España y colocó en el trono de aquella sufrida nación a su


hermano José, a quien el pueblo rápidamente llamó “Pepe Botella”, por su
afición a los alipuses.

* * *

2
0
Que decía que la música era el menos molesto de los ruidos. (Y eso que
no llegó a conocer la “pop” de nuestros melenudos contemporáneos).

* * *

Que inventó el coñac que lleva su nombre.

* * *
Que participó en la toma de Tolón y luego mandó fusilar al campanero.

* * *
Que entre muchas otras frases célebres dijo: “el Estado soy Yo”. (Lo
cual también es una soberana burrada, ya que quien la dijo fue Luis XIV, pero
póngase usted a discutir con el vulgo).

* * *
Que su primera mujer, Josefina, era mulata. Sólo por el hecho de haber
nacido en la Martinica, lo cual equivale a decir que Silvia Pinal es yaqui
porque nació en Sonora.

* * *
Que tuvo como segundo frente (no militar) a una condesa polaca
estupenda, doña María Walewska. Otros creen que fue Greta Garbo, la célibe
actriz sueca que algunos años después hizo el papel de la condesa en una
película.

* * *
Que estuvo prisionero en una isla y luego fue desterrado a otra, en la
cual murió. (¿Elba? ¿María Cleofas? ¿Santa Elena? ¿María Madre? ¿La del
Diablo? ¿María Magdalena?).

* * *
Que fue derrotado en Watergate.

* * *
¡Ah!, y que todos los locos creen que son él.

Carta de la gorda
al nutriólogo

Admirado doctor:

2
1
Soy la señora de Barrigoicochea, pero si el apellido de mi marido no le
suena, bastará que le diga algo que le hará ubicarme al instante: soy La
Gorda.
Ya ve usted que acepto mi gordura con toda resignación. “La Gorda”
no es un mote que utilice la gente a mis espaldas y en voz baja al referirse a
mí. ¡Qué va! Cuando llamo por teléfono a mi marido y la secretaria pregunta
quién habla, antes de responder si está o no, o si se encuentra en reunión del
consejo y no puede ponerse al aparato, yo le aclaro rápidamente:
—Habla La Gorda.
— ¡Ah, sí señora! —contesta muy sonriente—. Ahorita mismo la
comunico con el licenciado.
Y en casa, mi marido y mis siete adorables hijos creo que ya ni saben
cómo me llamo, pues todo se les va en “hola, Gorda”, “adiós, Gorda”,
“Gorda, tengo hambre”, “Gorda, se me cayó un botón”, “no hay toallas en el
baño, Gorda”. . . Y así por el estilo. Por lo tanto le ruego que no sufra, cuando
me vea, tratando de recordar un apellido tan complicado corno
Barrigoicochea. “Esta es La Gorda”, se dirá usted para sus adentros, y yo tan
ecuánime y tan contenta. Le n pito, doctor, que soy una gorda de lo más
resignada.
Porque yo soy esa señora gorda que hace tambalearse a los taxis,
haciéndolos inclinarse peligrosamente a babor o a estribor, según la banda
por la que me suba y el lado donde me siente. Hay cines a los que no voy,
porque no tienen brazos desmontables las butacas para que yo pueda ocupar
dos de ellas. Soy una de esas damas gordas que en los cocteles cogen tres o
cuatro canapés cada vez que pasan la bandeja; y si la dejo pasar sin tomar
un canapé (lo cual raramente ocurre), es porque veo que detrás viene un
camarero con un platón de tacos de cochinita pibil o con camarones gigantes
en salsa tártara, de los cuales también tomo tres o cuatro. Y si alguien me
advierte: “Cuidado, que eso engorda”, le contesto que vaya y se lo diga a los
flacos, puesto que yo llevo años de haber engordado.
Creo, doctor, que con lo dicho tiene usted datos más que suficientes
para trazar mi perfil sicológico. Por lo que respecta al físico, lo dará por
descontado: basta imaginar una esfera con ojos —eso sí, bastante bonitos, lo
que sea de cada quién— y una pechuga que haría palidecer de envidia a
Zulma Fajad y a Sofía Loren juntas. Tengo complejo de gorda y estoy gorda.
Gordísima, doctor.
Pero no es por el complejo que le escribo. Usted es experto en dietética
y no en complejos. Para eso) están Edipo y los siquiatras. Acudo a usted
porque he leído su libro sobre obesidad, la torturante obesidad, sus causas y
remedios. Confieso que entendí muy poca cosa, pero no cabe duda de que
usted domina el asunto. Y por eso me dirijo ahora a usted, doctor, con la
confianza que Inspiran los sabios con carisma, los curanderos, los yerberos,
los santos como San Martín de Porres, los “swamis” y los productos de la
acreditada casa Bayer. Usted habla en su libro de metabolismo y
endocrinología, y dice que el cuerpo humano es como un laboratorio químico
en el que se introducen compuestos que reaccionan entre sí y con los
compuestos producidos por el mismo cuerpo. Los compuestos de fuera se
denominan pan con mantequilla, papas fritas, spaghetti, mondongo a la

2
2
veracruzana, batidos de chocolate, pasteles de crema, paellas, frijoles
refritos, etcétera. Son tantos los compuestos de fuera que nos tientan a las
gordas (aparte de ellos no nos tienta nadie), que las tentaciones de San
Antonio resultan juego de párvulos. Por lo que respecta a los compuestos de
adentro, cita usted a los jugos gástricos, las hormonas y otras zarandajas que
yo no discuto. Y añade, para ilustración de sus lectores, que la adecuada
dosificación de los reactivos externos e internos constituye el régimen
alimenticio ideal.
Bueno, doctor, pues eso es lo que yo, La Gorda, necesito: un régimen
alimenticio. Si no ideal, por lo menos adecuado. Y le suplico su ayuda porque
veo mi complejo de gorda muy comprometido. Por lo que más quiera, déme
una manita. O las dos, si es posible. El próximo 15 de junio se celebra en
Viena el Primer Simposio Internacional de Mujeres Gordas. Hasta el momento
de escribirle la presente, se han inscrito ciento cuarenta y tres, entre ellas
una rusa y una alemana que figuran con pesos superiores al mío, ya que
hacen tambalear la báscula con doscientos setenta y cinco y trescientos diez
kilogramos, respectivamente. Y yo apenas llego a doscientos sesenta, con
todo y faja.
Le ruego, pues, doctor, que me proporcione un régimen alimenticio
intensivo, suficientemente adecuado para poder engordar otros sesenta o
setenta kilitos en tres meses, a efecto de apabullar a la teutona y a la eslava.

Con mi agradecimiento anticipado, le saluda efusivamente,


BENIGNA VALDOVINOS DE BARRIGOICOCHEA
(La Gorda)

Tangos con acompañamiento de mariachis


Hace algún tiempo recibimos la grata visita de una delegación
comercial y financiera argentina, integrada por treinta y ocho hombres de
empresa que vinieron a tratar diversos aspectos relacionados con la
integración del Mercado Común Latinoamericano. Por principio de cuentas, y
de acuerdo con sus colegas mexicanos, se convino en crear una Bolsa
Mexicano-Argentina de Importación. Y acto seguido se pensó en la necesidad
de editar a toda prisa un diccionario mexicano-argentino para poder
entenderse entre sí, a fin de no verse en el penoso caso de tener que recurrir
al finlandés o al húngaro a efecto de continuar las conversaciones.
En aquella ocasión, sin embargo, sirvió de intérprete un ciudadano
nacido en Peralvillo, pero que años atrás se había marchado de bracero a la
Argentina, donde vivió y trabajó en el popular barrio bonaerense de La Boca.
Consecuentemente, dominaba a la perfección nuestro “caló” capitalino y el
“lunfardo” porteño, y lo misino zapateaba un jarabe que se marcaba un
tango compadrón. No obstante, el intenso esfuerzo intelectual que tuvo que
desplegar en la primera sesión de los hombres de negocios lo dejó

2
3
extenuado, al grado de que tuvieron que mandarlo después a pasar una
temporada de reposo y recuperación a Cozumel y luego a Bariloche.
—-La única manera de salir de esta mistonga que nos descangaya a los
latinoamericanos, che —observó uno de los delegados argentinos en la
reunión inicial —es amurando a los bacanes que nos han afanao durante
tanto tiempo. No importa que no tengamos guita o menega. Bien podemos
chamuyar entre nosotros y cambalachear pilchas por tamangos. ¿Qué más
nos da morfar faimas al principio, hasta que nos hagamos cancheros y nos
empiece a piantar la plata? Todo es afanar el canyengue, che.
— ¿Qué dice? —preguntaron los mexicanos un poco nerviosos.
El intérprete se rascó la cabeza y le echó un chorrito de tequila a su
mate.
—Pos que l’única manera de salir de brujas es tirando a lucas a los
changos que nos han estado haciendo de chivo los tamales y mangoniando
desdi hace rato. Que no li’aunque que no téngamos lana. Que podemos
cotorrear entre nosotros y cambalachiarnos tacuchis por cacles. Que qué
más nos da tiacualiar puras gordas al prencipio, hasta que nos póngamos
abusados y nos empiecen a cáir los tecolines. Que todo es agarrar la onda,
mis cuates.
LOS delegados mexicanos sonrieron.
—Juega el gallo —dijo uno de ellos—. Nosotros estamos dispuestos a
atorarle. Ora es cuando, chiles verdee le van a dar sabor al caldo.
— ¿Qué dice, che? —preguntaron los argentinos.
—Que les hace berretín el rebusque —tradujo el intérprete.
—Macanudo, che. Pero no nos hagamos otarios. Vos tenés kerosén, que
a nosotros nos hace falta en el cotarro. Y en cambio nos sobran pingos, bien
cebaos con los yuyos de la pampa. ¿Qué sacudís si los bolicheamos por
comienzo?
Los mexicanos miraron al intérprete con angustia.

—Pos que ´stá suave la movida, manitos —explicó éste — Pero que no
nos hágamos tarugos. Que nosotros tenemos petróleo, que a ellos les está
haciendo falta en su cantón, y en cambio tienen hartos cuacos, muy bien
dados con el zacatito que se recetan en los llanos. Que qué dicen ustedes si
por ái le entran primero, como quien dice pa’ principiar antes que nada.
Mexicanos y argentinos se abrazaron con lágrimas en los ojos. No tanto
por las operaciones mercantiles en perspectiva sino por la dicha de poder
entenderse. Ya en este plano de mutua comprensión elaboraron un fructífero
programa para trocar briyos por huipiles, catreras por petates, lengues por
paliacates, polleras por rebozos y vino peleón por tlachicotón con moscas.
Mientras don Miguel de Cervantes Saavedra se retorcía en su
sepultura, todos acabaron cantando tangos con acompañamiento de
mariachis.

2
4
Viaje de ida y vuelta
EL otro día tuve ocasión de conversar con un agente de inhumaciones
que lleva muchos años dedicado a su tétrico oficio. Contra lo que pudiera
suponerse, el hombre es jovial, bromista, amante de la buena mesa y del
buen vino, y viste de colores claritos. Después de haber charlado sobre
diversos tópicos ligeros y sin importancia, no pude resistir la tentación de
hacerle la pregunta de rigor en estos casos:
—Dígame usted: ¿ Cómo es que siendo persona de tan excelente
humor y gustos tan mundanos, se le ocurrió dedicarse a una profesión que
no se distingue precisamente por su alborozo?
-—Hombre —replicó el enterrador—, lo uno no está reñido con lo otro.
¿Usted cree que los dentistas tienen que andar siempre con dolor de muelas?
—No, desde luego que no —admití un tanto desconcertado por la
peculiar lógica de la respuesta—. Sin embargo, me parece que el constante
trato con deudos atribulados, la atmósfera necesariamente fúnebre en que
se desenvuelve su actividad e inclusive la cotidiana presencia de la muerte, a
la larga acabarían por ensombrecerle el ánimo al más pintado.
— ¡Qué va! —sonrió el agente—. Es como si me dijera usted que los
médicos, de tanto tratar con enfermos, acaban por sentir las mismas
dolencias y salen a cal1e tomándose el pulso, sacando la lengua y
auscultándose el vientre. Lo único que enferma a los doctores es la falta de
enfermos. Igual me ocurre a mí: el día que no hubiera fallecimientos, yo
moriría de tristeza y poco después de inanición.
El inhunador vio pasar con el rabillo del ojo a una chica de voluptuosas
caderas y mentalmente le tomó las medidas. Después pidió otra ginebra con
agua tónica y encendió un cigarrillo.
Por lo que respecta a la presencia física de la muerte —continuó—,
créame usted que de tanto contemplarla se le pierde el respeto. No al
cadáver en sí, ni mucho menos (después de todo son nuestros clientes,
aunque los que paguen los gastos (le inhumación sean sus parientes), sino a
la simple cesación de la vida. Para nosotros resulta curioso que la inmensa
mayoría de los mortales —y qué bueno que lo sean— sientan horror por una
situación tan natural y a la que tarde o temprano debemos llegar todos. La
muerte, mi querido amigo, no es más que el término de un viaje de ida y
vuelta.
— ¿Cómo que de ida y vuelta? —pregunté con bastante extrañeza.
—Si, señor. Volvemos a la nada de donde vinimos. Unos hicieron el
viaje en primera clase, con butacas acojinadas y champaña por cuenta de la
empresa. Otros, en segunda, con la probabilidad de que sudaron tinta para
sufragar el boleto. Otros más, en tercera, con toda clase de incomodidades y
congojas. Y los hay que hacen el recorrido en calidad de polizones, sufriendo
hambres, privaciones e inclemencias en un vagón de transporte para
ganado. Sin embargo, el viaje tiene un término para todos, sin excepción.
Para unos fue una pesadilla y para otros constituyó un deleitable paseo. Unos
le sacaron jugo, otros más lo desaprovecharon Y no faltaron despistados que
ni siquiera se dieron cuenta de que estaban viajando en el convoy de la vida.

2
5
Pero de cualquier manera, repito, el viaje termina para todos, ¿Qué hay de
horripilante en ello?
—No lo sé. Posiblemente la certidumbre de que debe terminar, si bien
nos hacemos la ilusión de que podremos hacer conexión con otra línea y
seguir el trayecto tiempo indefinido.
El agente de inhumaciones volvió a reír. Luego apuró su vaso, me dio
una palmadita en la rodilla y sacó la cartera.
—Le aseguro a usted que a la larga le aburrirían el paisaje y sus
compañeros de viaje. Con miras a que algún día tendrá que apearse,
permítame que le dé mi tarjeta.

Terapéutica de antaño
Una de las razones por las que gozo de buena salud —gracias a Dios—
es el miedo espantoso que les tengo a las enfermedades. Y más que a las
enfermedades, a los procedimientos para combatirlas.

Yo pertenezco a una generación que supo de ciertos remedios


drásticos, inspirados sin duda en los suplicios y tormentos practicados por la
entonces reciente Inquisición. De pequeño, muchas veces me aguanté un
terrible dolor de anginas, antes que hacerlo público y caer en garras de la
terapéutica familiar. Esta consistía, en el caso de la amigdalitis, en darle al
paciente “toques” de tintura de yodo, que hacían ver las estrellas y toda la
Vía Láctea en su magnífico esplendor; o bien de azul de mitileno, una
sustancia que ardía menos, pero que lo dejaba a uno escupiendo azul
durante un mes, como si fuera candidato panista, aunque en aquella época
todavía no existía el PAN, no sé si afortunada o desgraciadamente.
Los dichos “toques” consistían en sujetar un trozo de algodón mediante
una liga en el extremo de un lápiz o de un palito cualquiera, mojarlo en yodo
o en azul de mitileno y después paseárselo al doliente por toda la garganta,
con repiqueteo de la campanilla y excursiones por la lengua y el paladar.
Además del escozor, el método provocaba horribles náuseas. Y a veces
complicaciones más graves, como las que me originaba a mí tragarme el
algodón con todo y liga, a causa de mi pataleo y del consecuente
redoblamiento de ímpetus por parte de la aplicante. Y digo “la”, porque ésta
solía ser mi señora madre. O peor aún, mi señora abuela. Ambas damas
frágiles, como todas las de su época, que se desmayaban a la vista de un
ratón, pero que en esto de aplicar toques desplegaban insospechados bríos
para llegar al fondo del asunto.
La inocente tos, que ahora se cura con pastillas, en aquellos tiempos
ameritaba también curaciones de caballo, ya que se le consideraba como
indicio de tisis latente. Nos daban a chupar terrones de azúcar impregnados
de petróleo —sí, señor, de petróleo— y después nos aplicaban sobre el pecho
unos emplastos de antiflogistina ardiendo. La tal antiflogistina era una pasta

2
6
pegajosa, que olía a demonios y sobre todo quemaba como una plancha
recién sacada de la lumbre. (En aquella época las planchas no eran
eléctricas, sino que se ponían a calentar sobre las brasas. Las planchadoras
se mojaban un dedo con saliva y lo pasaban rápidamente por la bruñida
superficie del artefacto, para ver si estaba suficientemente caliente. (A veces
no se mojaban bastante el dedo y entonces se les quedaba pegado en la
plancha). Cuando dos o tres días después se quitaba el emplasto de
antiflogistina, éste se llevaba adherida una generosa porción de epidermis.
Los resfriados se combatían también con recursos heroicos. Uno de
ellos consistía en darle un baño de pies al enfermo, con agua hirviendo y
mostaza. El cuitado invariablemente lloraba. Si no por la chamusquina, por
efecto de los vapores de mostaza. Al dar de gritos, siempre se nos recordaba
el sacrificio de Cuauhtémoc. “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”,
lloriqueaba mi abuela, que también se quemaba las manos y se asfixiaba con
las emanaciones. Después venía el te de limón, hirviendo, con su chorrito de
tequila y dos aspirinas. Este remedio era agradable en sí, pero después lo
hacía sudar a uno como un condenado, máxime que se le arropaba con
cuatro cobertores y el sarape del abuelito. El buen señor, sin embargo, no
pasaba frío al ser despojado de su prenda, ya que él se bebía el resto del
tequila. Mi abuelo Homobono siempre estaba deseando que hubiera
agripados en la familia.
Con la llegada del verano surgían los padecimientos gastrointestinales,
que siempre se achacaban a la fruta verde. El tratamiento se iniciaba con
una feroz lavativa. En todos los cuartos de baño había un clavo, del cual
colgaba el irrigador, un recipiente de peltre con capacidad para dos litros y
medio. El proceso era doloroso, angustioso y humillante. Se llenaba de
líquido e1 recipiente, se diluían en él los polvos laxantes que había recetado
el médico y preparado el boticario, se untaba de vaselina a la cánula, y
luego, ¡zas!, para adentro. La aplicante mantenía el irrigador en alto para
que el agua saliera con más fuerza, y musitaba una oración que, por lo visto,
también era muy efectiva para limpiar y despojar el vientre. Uno, tendido
boca abajo en el suelo, sobre un cobertor, sentía que lo inflaban como globo
y que le estallaban las tripas. A los gritos de “¡ay, mamagrande, ya no
aguanto! “, la tenaz señora contestaba con un: “Ya falta poquito. Reza un
Padre Nuestro y medita sobre el martirio de San Expedito, que murió
empalado”. Después venía la debacle, que dicen los franceses.
Como complemento, se nos administraban cucharadas de aceite de
ricino de la afamada casa italiana Erba. Este era un líquido viscoso y
repugnante, que sabía a demonio. A mis primos de Tacubaya se lo daban
mezclado con jugo de naranja o con cerveza, razón la cual hasta la fecha no
soportan ni siquiera la mención de ambos líquidos. A nosotros, los de
Mixcoac, nos lo daban al natural, una cucharada tras otra. Lo más que se nos
permitía era apretarnos las narices durante el trance. ¡Y ay del que lo
escupiera o lo vomitara! No solamente nos duplicaban la dosis, sino que
encima nos daban una cueriza con un cinturón que, según el abuelito
Homobono, había pertenecido a mi general Sóstenes Rocha. El valor histórico
de la prenda, sin embargo, no mitigaba el dolor que causaban los fajazos.

2
7
En la actualidad, gracias a los adelantos de la ciencia médica, todo se
resuelve con inyecciones de antibióticos y operaciones quirúrgicas.
Físicamente hablando, son menos torturantes que los remedios de antaño.
Pero desde el punto de vista económico, lo dejan a uno más baldado que los
“toques”, la antiflogistina y las lavativas. Por eso yo no me enfermo. Y si me
enfermo, me aguanto, como lo hacía cuando de pequeño me dolían las
anginas.

La impotencia
—No hay nada que más me desespere que la impotencia -—suspiró
Procopio Gelatina, nuestro cándido amigo y contertulio—. Eso de querer y no
poder, eso de estar dispuesto y no tener con qué, ni saber cómo, ni lograr
hacer nada, es algo verdaderamente horrible y espantoso.
— ¿A qué te refieres concretamente? —le preguntó alguien del grupo.
—Pues me refiero al no poder en general, pero si quieres te puedo citar
cuatro casos en que he sido víctima de la impotencia y he sufrido
intensamente a causa de ella.
La primera vez que sufrí sus descorazonadores efectos ocurrió hace
cosa de quince años, cuando habiendo ido un grupo de chicos y chicas a un
día de campo, mi novia y yo nos perdimos y nos separamos
involuntariamente de la palomilla. Por más gritos que dimos, nadie nos oyó.
Estábamos los dos totalmente aislados, en medio del monte y a varios
kilómetros de distancia del pueblo más cercano. Cuando sentimos hambre,
no nos quedó más remedio que comer solos. Afortunadamente mi novia
llevaba un paquete de pan en rebanadas y yo una lata de sardinas.
— ¿Y qué pasó? - —preguntamos todos con mucho interés.
—Pues nada, que nos sentamos sobre unas piedras a la orilla de un
riachuelo, extendimos un pañuelo en el pasto y nos dispusimos a comer.
— ¿A qué? —preguntó un contertulio que era medio sordo y había oído otra
cosa.
—A comer —repitió Procopio—. Mi novia colocó el pan sobre el pañuelo y yo
saqué la lata de sardinas, pero en ese momento me di cuenta de que no traía
abrelatas, ni navaja, ni ningún otro instrumento apropiado para abrirla.
— ¿A quién? —indagó otro que era muy mal pensado.
—A la lata, naturalmente —repuso Procopio—. Aquello fue el suplicio de
Tántalo, como podrán ustedes imaginarse. Ahí estaba la lata, adentro
estaban las sardinas, pero no había manera de abrirla y de llegar a ellas.
Traté de horadarla con una piedra, pero nada. Y nadie podía acudir en
nuestra ayuda, pues repito que el primer sitio poblado estaba muy lejos de
donde nos hallábamos. No había ni un alma en veinte kilómetros a la
redonda. Mi novia se recostó en el pasto, sonrió enigmáticamente y dijo algo
de que al cuerno con las sardinas, pero a mí todo se me fue en darle vueltas

2
8
a la lata en las manos. Así comprobé por primera vez los amargos efectos de
la impotencia. ¡Tener hambre, poseer una lata de suculentas sardinas y no
poder abrirla! ¿Se imaginan ustedes qué desesperación la mía?
Procopio Gelatina bebió un pequeño sorbo de limonada y continuó su
relato:
La segunda vez me ocurrió en un edificio de apartamentos en la ciudad
de México. Entramos en el elevador una señora joven, guapetona ella, muy
exuberante de carnes, y yo. El artefacto se descompuso a medio camino y se
detuvo justamente entre dos pisos. Ni para arriba ni para adelante, digo, ni
para arriba ni para abajo. Toqué el botón de alarma y acudieron unos
vecinos, quienes nos informaron desde afuera que el portero había ido a
comer a una fonda cercana, pero que no nos alarmásemos, pues regresaría
en una o dos horas. Por lo visto él era el único capaz de arreglar y de poner
nuevamente en marcha al condenado elevador. La señora joven y guapetona
sonrió, se encogió de hombros y sacó un cigarrillo. “Bueno, yo no tengo
ninguna prisa”, me dijo con gran desparpajo, “¿y usted?”. “Yo tampoco”, le
respondí. “Pues entonces vamos a pasar el rato de la mejor manera posible”,
volvió a sonreír la muy pícara. “¿Quiere usted darme lumbre?” Me busqué en
todos los bolsillos, y nada. Tonto de mí, pues al cabo de media hora de
registrarme toda la ropa, me acordé de que no fumaba. Después me puse a
buscar la manera de proporcionarle fuego a mi bella acompañante, pero
ningún procedimiento me dio resultado: froté dos lápices hasta que los
rompí, tratando de que se encendieran como hacían los hombres de las
cavernas con dos leños; intenté concentrar los débiles rayos del foco
eléctrico con una pequeña lente de aumento que siempre traigo en el
bolsillo, y por poco causo un cortocircuito y me electrocuto al meter el dedo y
el cigarro dentro del enchufe del foco, pero nada. Lo único que conseguí fue
que nos quedáramos a oscuras.
— ¡Hombre, qué interesante! —exclamé—. ¿Y luego qué pasó?
—Pues nada —continuó Procopio—, que por fin llegó el bendito portero
y echó a andar el elevador. La señora joven, guapetona y exuberante de
carnes estaba furiosa, como era de esperarse: ¡dos horas de estar encerrada
conmigo y sin poder fumar su cigarrillo! Ustedes saben lo que significa este
suplicio para los aficionados al humo. Con decirles que cuando salimos, ni
siquiera se despidió de mí. Yo también estaba que me llevaba el diablo, pues
no hay nada que frustre más que la impotencia, el querer hacer algo y no
poder conseguirlo. Desde entonces siempre ando con un encendedor y varias
cajas de cerillos.
Procopio rió con su risa de caballo, sacó una, nos la mostró y la agitó en el
aire.
—La tercera, vez —prosiguió fue cuando estaba yo trabajando en
aquella casa de venta y reparación de televisores. ¿Se acuerdan ustedes?
Una tarde me mandaron a componerle el aparato a una señora.
— ¿Qué aparato? —preguntó con soma un amigo.
—El de televisión, naturalmente. ¿Cuál otro iba a ser? Ni modo que el
aparato respiratorio.
Procopio volvió a reír como caballo y continuó.

2
9
—Según parece, el marido de esta señora acababa de divorciarse de
ella porque la había sorprendido en pleno combate amoroso con un vendedor
de seguros. Yo llegué a su departamento y estuve tocando el timbre de la
puerta un rato bastante largo, hasta que vino a abrirla envuelta en una
toalla. “Perdone, joven”, me dijo muy sonriente, “pero estaba yo en la
regadera. Haga favor de pasar, siéntese y prepárese usted mismo un whisky.
No tardo ni dos minutos”. En realidad tardó como cinco, pero regresó a la
sala muy perfumada y entalcada, con un negligé más transparente que la
democracia del PRI. “¿No se ha preparado su trago?”, me preguntó. “No,
señora”, le respondí. “Bueno, pues entonces voy a preparar dos para los dos.
O mejor de una vez preparo cuatro, pues luego da mucha flojera levantarse”.
Yo la miré con asombro. “¿Levantarse de dónde?”, le pregunté. Por toda
respuesta soltó una carcajada y después me hizo una mueca, sacándome la
puntita de la lengua. De la lengua de ella, claro.
A pesar de que veía que estábamos en ascuas, Procopio bebió muy
parsimoniosamente el resto de su limonada y luego prosiguió:
—Bueno, para no hacerles el cuento largo, nos bebimos seis whiskies
cada uno, con muchas risotadas y cruzar y descruzar de piernas por parte de
ella. En eso se desató un tremendo aguacero.
— ¿Y qué pasó? —gritamos todos.
—Pues nada, que se fue la luz y no pude componer el aparato de
televisión. Me quedé más de dos horas platicando frente a la ventana,
esperando que pasara la lluvia y volviera la corriente.
— ¿Y la dama? —preguntó el más joven del grupo.
—Nada, que al cabo de un rato yo creo que se aburrió, pues dejó de
reírse y de cruzar y descruzar las piernas y se fue a su recámara. Como dejó
la puerta entreabierta, pude oír que decía unas palabrotas de chofer de
camión, hasta que empezó a roncar y entonces deduje que se había quedado
dormida. Claro, con seis whiskies entre pecho y espalda... Y como la luz no
volvió, yo tuve que marcharme a casa, con la frustración de no haber podido
componer la televisión.
Procopio Gelatina se limpió delicadamente los labios con una servilleta.
—Sin embargo —terminó--—, la cuarta vez que sufrí los terribles
efectos de la impotencia fue la peor, ya que sucedió precisamente en mi
noche de bodas.
Todos paramos la oreja.
—Cuando llegamos al hotel mi mujer y yo —Continuó Procopio—,
Clarita me dijo que había olvidado las llaves de su maleta. Traté de abrirla
con las mías y luego con un destapador de botellas, pero por más que porfié
y me esforcé por largo rato, no pude conseguirlo. Total, que nos pasamos la
noche en vela. Lo único que conseguí fue romperme las uñas.
— ¿Pero para qué demonios querías abrir la maleta? —aullé.
—Es que adentro estaba el camisón de Clarita —sonrió anémicamente
nuestro amigo, el impotente Procopio Gelatina.

3
0
Pillines poco conocidos
Galiferio Hurtado de Gomosa y Péndola (1870-1910). Nació en la
ciudad de México, hijo de padres también bastante sinvergüenzas. Más hábil
que ellos, fue célebre durante buena parte del porfiriato al haberse hecho
pasar por noble europeo y millonario, aprovechando la circunstancia de que
tenía los ojos azules y un defecto en la garganta que le hacía pronunciar la
erre como gué. Diciéndose conde francés unas veces y gran duque ruso
otras, vivió en los hoteles más lujosos de la ciudad —sin pagar, naturalmente
— y en calidad de invitado en las mansiones de los más destacados
aristócratas de la época. Una vez descubierto, fue a dar a la cárcel (en
aquellos tiempos sí funcionaba la justicia), donde pasó el resto de sus días.
“Toda mi vida he sido huésped”, dijo muy satisfecho antes de morir en el
recién inaugurado Palacio Negro de Lecumberri.
Margarito Barbecho (1885.1965). Originario del rancho de Tres Pelonas,
Chihuahua, en su primera juventud fue peón, arriero, mozo de estribo y
después garrotero en la línea de ferrocarril de Cañitas a Durango. Acusado
de haber asesinado a un maquinista gordo que le caía ídern, durante varios
años anduvo a salto de mata por las cumbres del Gato y la sierra de
Mohinota. Al estallar la Revolución vio el cielo abierto. Se incorporó desde
luego a las fuerzas de Pascual Orozco, de quien pronto se ganó la confianza,
a tal punto que el guerrillero le entregó dos talegas con cien mil pesos oro
cada una para que fuera a comprar armas y municiones a El Paso, Texas. Sin
embargo, tan pronto como cruzó el río Bravo, mi coronel Margarito Barbecho
(que para entonces ya tenía ese grado), razonó que después de todo eso de
andar a tiros era una cosa muy fea, y que a las armas, según había oído
decir, las carga el diablo y las disparan los pendejos, por lo cual decidió irse a
Los Ángeles, donde invirtió el dinerito en bienes raíces y abrió un restaurante
al que puso por nombre “México Lindo”. Don Margarito murió a provecta
edad, cachetón y barrigón, muy bien forrado y sobre todo con la conciencia
tranquila, al haber evitado tantísimas muertes. Sus últimas palabras fueron
para bendecir en voz alta a la Revolución que desde tan temprano le hizo
justicia.
Crisanto Barrenillo Pozole (1910-1960,). Empleado federal de no malos
bigotes, casó con siete mujeres a un tiempo, para lo cual se cambió el
nombre y la filiación en Hacienda tantas veces corno fue necesario. Fue
descubierto cuando iba a contraer nupcias por octava vez, al toparse con un
hermano de su segunda mujer y un cuñado de la tercera, que andaba en líos
este último con una prima de la sexta, la cual a su vez se había divorciado de
un sobrino de la primera. El fatídico encuentro tuvo lugar cuando esperaba a
la octava novia a la entrada del templo. De no haber sido por tal accidente,
Crisanto hubiera batido la marca continental de casamientos simultáneos.
Por culpa de los parientes metiches, quedó sólo en campeón nacional. (El
actual campeón de América es un señor chaparrito y cacarizo de Venezuela).
Teodorito Vitola (1915-1974). Después de haber vivido la mitad de su
vida a Costa de sus padres, la otra mitad la vivió a costa de sus hijos. Como

3
1
la mayor parte de los ciudadanos que se las ingenian para subsistir sin dar
golpe, tuvo muchos amigos y admiradores, habiendo sido muy querido y
apreciado por todos. Su muerte fue muy sentida, especialmente entre
aquellos a quienes les debía dinero.
Cornelio, Bisonte (1920-1977). Pintor surrealista y poeta de metro libre,
consiguió una beca del gobierno de mi general Cárdenas y se pasó tres años
de rechupete en París, dedicado a la bohemia y a la Clara. Esta última era
una francesita rubia de ojos azules y tez nacarada, que estaba como para
chuparse no sólo los dedos, sino la mano entera y el brazo hasta el codo o
hasta el hombro. Se casó con ella y la trajo a México, donde la niña no tardó
en decorarle el frontispicio con una cornamenta que hubiera puesto verde de
envidia a un alce del Canadá. Dudando entre matarla o sacar provecho de su
desventura, Cornelio Bisonte optó por esto último, tarifando y anunciando
ampliamente los encantos y favores de la francesita. Ganó con ellos mucho
más que con sus cuadros y poemas. Murió mugiendo, víctima de la fiebre
aftosa.
Juvencio Soplete (1932-...?). Fue jefe de aduana en una importante
ciudad fronteriza del norte. Cuando terminó el sexenio y con él su jugosa
chamba, decidió aplicar los vastos conocimientos que había adquirido y se
dedicó al contrabando. Más tarde invirtió sus ahorros en la promoción a todo
vapor y color de una inmobiliaria de esas en que todo es cuento de hadas y
fantasía para piano y orquesta, llevándose entre las espuelas a más de dos
mil incautos. Actualmente se ignora su paradero por haberse ausentado del
país sin dejar dirección adonde se le pudiera dirigir la correspondencia. Se
cree, sin embargo, que emigró a una pintoresca república del centro de
África con la cual no tenemos tratado de extradición, si bien la experiencia ha
demostrado que los tales instrumentos internacionales sirven tanto como la
carabina del mentado Ambrosio.
Floripondio Capullo de Alhelí (1953....?). A los diecisiete años se hizo
famoso cantando y tocando la guitarra, después de haber grabado varios
millones de discos y actuado en Estados Unidos, Europa y Sudamérica con
éxito fabuloso. Después se descubrió que el que cantaba y tocaba era su
perro. Hoy yacen ambos en el olvido, pero muy bien forraditos de lana. Por lo
menos Floripondio.

La planta que creció


en un banco

Cuando a Espartaco Gurría lo trasladaron de su natal Tabasco a la


oficina matriz del Banco Internacional de Crédito Usurario en la avenida
Juárez de la ciudad de México, en calidad de jefe del departamento de
Cartera, Portamoneda y Sistematización de Procesos, decidió llevarse en una

3
2
maceta un retoño de cierta bellísima y exótica planta tropical que, entre
miles de otras, crece a orillas del imponente e impasible Usumacinta.
Espartaco colocó la maceta cerca de su escritorio, junto a un ventanal que
daba a la avenida y al lado de una pecera donde nadaban pececillos de
colores, vistosos pero neuróticos. Estos últimos eran reliquia de su antecesor
en el puesto, un señor Furukawa, que también por nostalgia los había traído
de Baja California.
La planta creció como suelen crecer todas las plantas, especialmente
las de Pemex, que se agrandan a base de obregonísticos cañonazos de
cincuenta mil pesos por plaza. Pero desde un principio a la tabasqueña
dicotiledónea le extrañó el ambiente que la rodeaba: aquellas paredes con
relojes y calendarios mecánicos empotrados, aquellos pisos de mármol,
aquellos tubos de luces fluorescentes, aquellos sillones forrados de cuero,
aquellos cueros que se sentaban en los sillones cruzando sus bien torneadas
piernas, aquellos larguísimos mostradores, aquellas colas de
cuentahabientes, aquellos policías con metralletas, aquella calva del jefe de
Cambios, Representaciones y Cobranzas... Todo distaba mucho del paisaje
habitual en que acostumbra crecer una planta honesta nacida en el trópico y
a orillas de un río caudaloso.
No se oía el canto de los pájaros, ni el rugir de los pumas, ni el
chapotear de los caimanes, ni el zumbido de los mosquitos y demás insectos
que tanto amenizan la selva tabasqueña. En lugar de todo esto, alrededor de
la plantita sonaban extrañas voces:
—Lo siento, pero no tiene fondos.
—Tiene usted que llenar esta solicitud en siete tantos.
—Por el momento están restringidos todos los créditos.
— ¡Número treinta y nueve!
—Haga favor de ver al señor Rodríguez, aquel flaco de corbata verde
que está sentado en el escritorio del fondo, tomando un vaso de leche para
su úlcera gástrica.
—Le digo a usted que no tiene fondos.
—Martita, pásame diez billetes de a mil, mana.
—No, no hacemos operaciones con dinares yugoslavos.
— ¡Número treinta y nueve! No se duerma, joven...
—Al treinta por Ciento anual, claro.
—Traiga usted cuatro conocimientos de firma.
—Le hablan por teléfono al señor Corbacho.
— ¡Manos arriba! Esto es un asalto... El que se mueva, se muere.
Conforme pasaron los días la planta tropical fue abriendo con timidez
los grandes limbos de sus hojas; pero en vez de la suave caricia del viento
cálido y del halago de los perfumes de las flores y la fruta madura, lo único
que percibía era un desagradable olor a humo de tabaco y a billetes usados.
Ustedes saben cómo apestan los billetes usados, a pesar de lo cual no
tenemos inconveniente en guardarlos ávidamente en la cartera. Pero la
planta tropical ni siquiera sabía lo que era una cartera. En cambio todas las
mañanas se estremecía al sentir los efectos del aire acondicionado. Si
hubiera podido protestar, no habría protestado letras vencidas, sino a gritos

3
3
por los salvajes que arrojaban colillas, escupitajos y papeles arrugados al pie
de su delicado tallo.
Constantemente resonaba el teclear de las máquinas de escribir, el
repiqueteo de cincuenta teléfonos y los timbrazos perentorios con que los
empleados llamaban a otros empleados de menor categoría. La planta,
ansiosa de sol, se inclinó hacia el ventanal, pero aparte de darse contra el
cristal, sólo vio pasar nubarrones de smog y el incesante tráfico de vehículos
y peatones por la avenida. La planta tropical lanzó un hondo suspiro. ¡Ella,
que había nacido para escuchar y deleitarse con el parloteo de los verdes
loros y las policromas guacamayas, el cantar del río y el susurrar del viento
entre lianas y cañaverales! Ahora tenía que soportar de nueve a una y
media, todos los días hábiles, el incesante percutir de las calculadoras, el
histérico llamar de los teléfonos y los diálogos sicopatológicos del público y
los empleados:
—Lo siento mucho, pero el señor director sólo recibe cuando se trata
de operaciones de cinco millones para arriba.
—Fíjese que no encontramos su último depósito.
— ¿Cómo quiere los tres mil pesos?
—Con toda mi alma, señorita.
—Quiero decir, ¿en billetes de qué denominación?
— ¡Número treinta y nueve!
—Le sugerimos que abra una cuenta corriente.
—Por enésima vez le repito que ese cheque no tiene fondos.
—Vaya a la ventanilla número cuatro.
—Son $ 18, 725.66 de intereses moratorios.
—Martínez, tráigame el estado de cuenta de don Selim Abujalil.
—Señorita, ¿dónde se paga la luz cortada?
—Firme usted aquí y ponga las huellas digitales de sus diez dedos...
Hasta que un día ocurrió una cosa extraña: la planta tropical, en vez de
echar hojas y flores como todas las plantas, empezó a echar letras de
cambio, pagarés, avisos de depósito, bonos, estados de cuentas, acciones,
monedas y por último billetes de banco. Billetes pequeñitos, al principio, pero
que después crecieron a su tamaño normal, con su número de serie y las
firmas del cajero, del consejero y del interventor de la Comisión Nacional
Bancaria. Y entonces sucedió lo que tenía que suceder: se robaron la exótica
planta tropical. Unos dicen que fueron unos greñudos enmascarados de la
Liga Comunista 23 de Septiembre. Otros aseguran que fue el mismo director
del banco.

Alta economía
UNO. Yo me pregunto una cosa: ¿sube el Costo de la vida o suben las cifras?

3
4
OTRO. Bueno, en realidad no se pregunta usted una, sino dos cosas. Así es
como empieza la inflación, señor mío.
UNO. Permítame que me explique: si usted gana veinte y la vida le cuesta
veinte, ¿qué ocurre?
OTRO. Pues que nunca tengo nada.
UNO. ¿No es lo mismo que si ganara treinta y la vida le costase treinta?
OTRO. Probablemente. Pero sigo sin tener dónde caerme muerto. Sin
embargo, se supone que he tenido con qué sufragar mis gastos, aunque sólo
sean los más elementales. Lo verdaderamente gordo es cuando gano veinte
y la vida sube a treinta.
UNO. ¡Éste es el problema! Eso es lo que se llama crisis económica. Ahora
dígame usted cómo resolverla.
OTRO. Pues yo creo que haciendo que la vida cueste veinte y que yo gane
treinta.
UNO. ¿Y para qué quiere los diez que le sobran?
OTRO. Hombre, pues para muchas cosas. Pero siendo corno soy, ciudadano
ambicioso y emprendedor, lo más probable es que pondría a trabajar los diez
que me sobrasen, para convertirlos en veinte, treinta, cuarenta, cincuenta...
UNO. ¡Ah! Eso se llama especulación.
OTRO. ¿Y tiene algo de malo?
UNO. ¡Muchísimo! El que especula siempre acaba llevándose a alguien entre
las espuelas.
OTRO. Bueno, como no me lo lleve yo a usted, que es mi amigo, ¿qué
importa que me cargue a otros que ni siquiera conozco?
UNO. Es decir, que me protegería usted.
OTRO. Sí, señor. Desde luego. No faltaba más, hombre.
UNO. ¿Y no sabe usted que el Proteccionismo es precisamente la carcoma de
los países subdesarrollados?
OTRO. Bueno, en primer lugar, yo no soy país desarrollado que proteja a
países subdesarrollados, entre los cuales desde luego no se encuentra usted.
Yo soy Melesio González, hombre de paz y amigo de todo el mundo. Por otra
parte, eso de que el proteccionismo es carcoma, me suena a demagogia. ¿No
será que acaba usted de improvisar la frase?
UNO. Yo me paso la vida preparando frases improvisadas. A veces me lleva
un año cocinarlas. ¿No le parece preciosa la que acabo de espetarle?
OTRO. Claro que sí. Y además es muy profunda. Pero no deja de inquietarme
UNO. No tiene por qué inquietarle, don Melesio. Las frases improvisadas no
tienen mayor trascendencia, en tanto no se apliquen a principios de política
internacional, como cuando Echeverría dijo que el Sionismo era una forma de
racismo y luego tuvo que mandar a Rabasita a pedir perdón de rodillas a
Israel, para que no se interrumpiera la corriente de turistas gringos judíos a
México. Pero en el campo de la economía, todo se reduce a un simple juego
de niños: ¿que sube el costo de la vida? Pues se suben los ingresos. ¿Que
suben los ingresos? Automáticamente suben los precios. Es como el cuento
de la buena pipa. ¿Se acuerda usted?
OTRO. Yo no, porque no soy tan viejo. Sin embargo, volviendo al punto, en
este incesante y alternado subir siempre pierden los mismos.
UNO. ¿Quiénes?

3
5
OTRO. Los que no especulan, ya que al subir el costo de la vida, no suben sus
ingresos.
UNO. Ésas son las víctimas que necesariamente se inmolan para que la
circulación fiduciaria no aumente en demasía, provocando una inflación
incontenible en sentido de espiral.
OTRO. ¡Atiza! ¿Otra frase?
UNO. Varias. Y ahí le van más: la alta economía cuece a nivel mundial, pero
sin control dirigido. Consecuentemente, si a un país cualquiera se le ocurre
aumentar sus ingresos, siendo dueño de un producto natural indispensable y
apetecible —digamos petróleo— le basta subir el precio de su mercancía, en
este caso los crudos, y ya tenemos una reacción en cadena. Los países
industrializados consumidores de petróleo automáticamente suben los
precios de sus productos manufacturados, que consumen los petrolíferos, y
de esta manera quedan a mano. Es lo mismo que si a un panadero se le
ocurre comprarle un abrigo de visón a su mujer y para lograrlo con rapidez
sencillamente sube el precio de su pan.
OTRO. Me pasman sus conceptos, amigo mío. ¿Es usted acaso economista?
UNO. No, señor. Soy panadero. Y a mi mujer se le antojó que le regalara yo
un abrigo de visón el día de su santo.

El desfacedor de refranes

Así como Don Quijote de la Mancha desfacía entuertos, mi compadre


don Vicente Pipiolo Barreneche desface refranes. Todo empezó, según me
cuenta, cuando era pequeño y sus amiguitos, sus maestros, sus padres, los
padres de sus amiguitos y hasta los padres de sus maestros, preguntaban
cada vez que lo veían: “¿A dónde va Vicente?”, y luego ellos mismos se
respondían, riendo como idiotas: “a donde va la gente”...
—Me daba tanta rabia esta sandez —explica mi compadre—, que desde
entonces me entró lo que podría llamarse la manía del sentido contrario, o
sea que si un grupo de personas iba hacia el norte, yo automáticamente me
abría paso a codazos para dirigirme al sur. Los domingos en la tarde, cuando
había corrida de toros, al empezar a llegar el gentío a la plaza yo salía de ella
con rumbo a las afueras de la ciudad, enfrentándome a la marcha humana
como un barquichuelo a la corriente del golfo, vulgo Gulf Stream Y todo nada
más para demostrar que yo, Vicente, no iba adonde iba la gente.
—Imagino que habrá usted sufrido mucho a causa de esta tendencia
antidireccional, compadre —le dije.
—Como sufrir, lo que es sufrir, nada más pisotones, empujones y
majaderías, pues usted sabe lo que es ir a contrapelo de la masa ciudadana,
ya sea en política o a la salida del “Metro”, del cine o del fútbol. Pero por otra
parte me he librado de las apreturas e incomodidades de Acapulco o de
Veracruz en Semana Santa, ya que como se imaginará, yo no voy a esos

3
6
sitios adonde va la gente. Acostumbro pasarlas en los límites de Tabasco con
Guatemala, o en el Bolsón de Mapimí, donde no va nadie, ni siquiera los
agentes de la Coca-Cola o los inspectores de Lolita.
—Lo cual ha de ser una bendición de Dios —comenté.
—Naturalmente —repuso mi compadre—. Además de que en esos
lugares he podido desbaratar otros refranes. Por ejemplo, en el río San Pedro,
que es afluente del Usumacinta y en ciertas épocas del año baja muy
agitado, yo he estado a punto de morirme de hambre con el anzuelo en la
mano veinte de las veinticuatro horas que tiene el día.
— ¿Y qué trataba usted de demostrar con ello?
—Que es falso de toda falsedad eso de que a río revuelto ganancia de
pescadores.
Mi compadre don Vicente sacó de su cartera un recorte de periódico y
me lo mostró:
—Mire usted —me dijo—: aquí viene una noticia interesantísima, que
comprueba mis teorías. Según parece, en algunas momias egipcias de la
época faraónica se han descubierto ciertos vestigios que indican que en
aquellos tiempos ya existían la sífilis y el cáncer. O sea que es inexacto
aquello de que no hay mal que dure cien años. Estos dos males han durado
más de cinco mil.
Después sacó una foto repugnante que mostraba a un infeliz ratoncillo con el
cráneo destrozado por el resorte de una ratonera, y otra en que aparecía un
león de aspecto muy satisfecho, con el rabo en alto.
—Dígame usted qué vale más —sonrió despectivamente—: ¿Ser cabeza
de ratón o cola de león?
— ¿Alguna vez ha ido usted a la Villa? -—le pregunté, tratando de
agarrarlo en curva.
—No una, sino mil. Y jamás he perdido mi silla, pues he tenido la
precaución de llevarla conmigo, para deshacer el refrán. De igual manera le
digo que mi ropa sucia no se lava en casa, sino que la mando a una
lavandería automática. La cosa me sale como lumbre y me devuelven las
prendas hechas trizas, pero así tengo la satisfacción de desmentir otro
proverbio. Por la misma razón tengo una pajarera enorme, con quinientas y
pico de aves que no se están quietas y vuelan de aquí para allá. De cuando
en cuando agarro una y vendo cien. De esta manera demuestro que no es
verdad que valga más pájaro en mano que ciento volando, ya que por el que
tengo atrapado no me dan nada, en tanto que por los otros recibo dos o tres
mil pesos.
Mi compadre se despidió, pretextando prisa.
—Tengo que ir a Salubridad y Asistencia —me dijo—. Voy a llevarles el
cadáver de un dóberman pinscher de mi propiedad, que falleció ayer.
— ¿Para qué?
—Para que lo exhiban en el Centro Veterinario Antirrábico, donde
según me dicen están atendiendo a más de mil enfermos del terrible mal. Así
demostraré la falacia de que muerto el perro, se acabó la rabia.
Don Vicente Pipiolo Barreneche se despidió otra vez y luego otra y otra
más, y una cuarta y una quinta, asegurándome que tenía unos deseos
tremendos de marcharse. Después, desde la ventanilla de su camión, me

3
7
guiñó un ojo, y me gritó algo acerca de que no era cierto que el que mucho
se despide pocas ganas tiene de irse.
— Yo me quedé con la boca abierta. Y como no me entró ninguna
mosca en ella, tuve la satisfacción de comprobar que no es necesario tenerla
cerrada para impedir el Ingreso de los molestos dípteros.

Invocación al demonio
En vista de que en estos últimos años se han puesto de moda el
exorcismo, los congresos de brujos y las misas negras, conviene estar
preparado en caso de que se le vaya a uno la mano y de repente se aparezca
el diablo.
Vamos a suponer que una lluviosa tarde de domingo se encuentra
usted en su casa más solo que un gobernante a fines de sexenio, más
aburrido que un enano y sin un peso en el bolsillo. Ya ha resuelto los
crucigramas de todos los periódicos y revistas a su alcance. Ya ha fundido
tres veces los fusibles tratando de arreglar esa rasuradora eléctrica que no
funciona desde que se la regalaron la pasada Navidad. Tampoco puede
llamar por teléfono a Purita, en virtud de que hace un mes le cortaron el
servicio por falta de pago, y además Punta dedica las tardes de los domingos
a su marido, llueva o haga buen tiempo. Ya ha verificado por centésima vez
que no es capaz de pasar de la página cuarenta y siete de “El otoño del
patriarca”, sin un punto y aparte que le permita respirar, por lo cual, llevado
por el tedio, toma otro libro al azar y resulta que se trata de un manual de
ocultismo. Lo hojea y en una de sus páginas encuentra la fórmula para
invocar al diablo. No teniendo nada mejor que hacer, sigue las instrucciones
del manual al pie de la letra —aunque con una alta dosis de escepticismo—,
enciende las siete velas negras que prescribe el tratado, recita las cantinelas
que se le indican y de repente, para su asombro, se encuentra con que frente
a usted hay un individuo de pésima catadura, con cuernos y rabo, que
despide un nauseabundo olor a azufre y que le mira malignamente,
frotándose en el pantalón sus pezuñas de macho cabrío.
¿Qué hacer?
Existen varias opciones:
a). Preguntarle quién es, y si responde que Lucifer, usted le dice que
perdone, pero que a quien llamaba era a Satanás, o viceversa. El diablo
soltará una palabrota y desaparecerá dejándolo en paz, pues tiene muchas
otras cosas que hacer. (Recuerde que es domingo en la tarde y que está
lloviendo, o sea que nada más las carreteras determinan que no se dé
abasto).
b). Hacerse el débil mental y preguntarle si este camión pasa por el
Zócalo. El demonio también desaparecerá rápidamente, lanzando un bufido y
dándose a todos los diablos por que haya idiotas que le hagan perder su
tiempo.

3
8
c). Impertérrito, decirle con cierta soma: “Bueno, Satanás, ya me tienes
aquí. ¿Qué deseas?” Astuta maniobra para desconcertar al diablo, quien de
inmediato dirá que fue usted quien lo llamó a él y no él a usted. Pero usted
se mantiene firme en su actitud e inclusive se muestra un tanto agresivo.
Después de unos minutos de alegato, el maligno acabará por echarle la culpa
al desbarajuste que existe en el infierno, a causa del papeleo burocrático, y
terminará despidiéndose de usted con un “hasta luego”. (Los protervos del
Averno no pueden decir “adiós” por razones obvias).
d). Hacer alguna frívola y original broma acerca de los Cuernos del
visitante. Esta actitud es poco recomendable. Y si el diablo trae tridente,
puede resultar muy peligrosa. Si no lo trae, cuando menos le soltará una coz,
pues ya se sabe que es muy descomedido y que no tolera chanzas ni
chirigotas, sobre todo en relación con su cornamenta. Al igual que cualquier
marido a quien su mujer le decora el frontispicio.
e). Decirle que es usted agente del “Selecciones del Reader’s Digest”,
y que lo ha invocado para informarle que es uno de los afortunados
escogidos por la computadora IBM para participar en el XIV Sorteo de los
Aguinaldos en combinación con la Lotería Nacional y las próximas elecciones
para diputados (que en realidad vienen siendo lo mismo). Este desplante
también puede resultar arriesgado, ya que una vez el diablo solicitó un libro
sobre cocina húngara, de los que edita la mencionada revista, y luego ocurrió
que la computadora aparentemente se descompuso y durante tres años le
cobraron dieciocho veces la misma cuenta, con Carta tras carta de doña
Blanquita Sierra, recordándole su supuesto adeudo y haciéndole ver lo feo
que resulta ser cliente moroso.
f). Quedarse muy sorprendido y luego exclamar: “¡Huy, un cura
progresista!”... El demonio hará la señal de la cruz y saldrá de estampida,
inclusive dejando olvidado el tridente, pues ya se sabe lo que significan estas
confusiones.
g). Preguntarle con gesto de fenicio cuánto ofrece por su alma,
regatear lo que sea necesario y en cuanto el ofrecimiento rebase los diez mil
pesos, vendérsela sin más trámite para irse a matar el ocio con el dinero tan
fácilmente adquirido, aunque no alcance para gran cosa, pues ya se sabe lo
que cuestan los sitios donde se mata el ocio. No importa que sea tarde de
domingo y que esté lloviendo. Y tampoco será problema que Purita no esté
disponible. El mismo demonio le facilitará a usted con mucho gusto una lista
de direcciones bastante interesantes.

Dónde y cómo se besan

Después de un exhaustivo estudio llevado a cabo entre las clases más


representativas de nuestra sociedad de consumo, logramos confeccionar la
siguiente breve, pero enjundiosa monografía sobre dónde y cómo se besan
diversas parejas:

3
9
* * *
Los esposos, en el aeropuerto, cuando el marido sale de viaje.
* * *
Los novios, en el cine.
* * *
Las parejas modernas, en la calle.
* * *
Las anticuadas, en la reja del balcón.
* * *
Los impacientes, en el taxi.
* * *
Los románticos, debajo de un paraguas.
* * *
Los sátiros, en las puertas de los internados.
* * *
Los lúgubres, en el cementerio.
* * *
Los sádicomasoquistas, al cruzar una avenida de intenso tráfico.
* * *
Los morbosos, debajo de una mesa de operación.
* * *
Los despistados, debajo de un automóvil, sin darse cuenta de que ya se lo
llevó la grúa.
* * *
Los complicados, dentro de la manga negra de la cámara de un fotógrafo
profesional.
* * *
Los místicos, en misa.
* * *
Los anticlericales, en un convento.
* * *
Los interesados, frente a la ventanilla de un banco.
* * *
Don José y su secretaria, en el despacho de don José.
* * *
Los tontos, detrás de una puerta.
* * *
Don Serapio y su cocinera, en la cocina.
* * *
Los gregarios, en el “Metro”.
* * *
Las parejas que han intimado en una fiesta, en el medio cuarto de baño
debajo de la escalera.
* * *
Los chaparritos, subiéndose en una silla.
* * *
Los castos, en la frente.

4
0
* * *
Los turistas, en las ruinas, en la playa y en la cárcel. (Esto último cuando van
a dar al bote por inmorales, al haber sido sorprendidos besándose en las
ruinas o en la playa).
* * *
Los adúlteros, en todas partes.
* * *
Los regiomontanos, en los codos.
* * *
Los voluptuosos, detrás de las rodillas.
* * *
Los suicidas, en le aire.
* * *
Los fetichistas, en los zapatos.
* * *
Los asépticos, en los consultorios de los dentistas.
* * *
Los locos, colgados de un cable de la luz.
* * *
Los enamorados, en cualquier parte.
* * *
Y los que llevan treinta años de casados, en ninguna.

La clave del éxito


Padre e hijo se quitaron los sacos de cemento (vacíos) que les servían
de capuchas para acarrear ladrillos sobre los lomos, se enjugaron el sudor de
la frente y se sentaron a la sombra de una revolvedora. El paisaje de
andamios, carretillas y muros a medio construir invitaba a la serena
reflexión, máxime que era la hora del almuerzo y toda actividad había cesado
en la obra. Y fue entonces que el padre —a quien apodaban “El Cucharas”—
consideró llegado el momento de hacer partícipe a su hijo adolescente del
caudal de su vasta experiencia.
—Mira, muchacho —comenzó, sacando de su humilde itacate el jarrito
de frijoles, los chiles verdes y las tortillas que constituían todo su alimento—:
ya es hora de que mis consejos de padre se proyecten en la formación de tu
carácter. Es mi propósito hacerte ver que en esta vida la clave del éxito
consiste en saber lo que se quiere, en ser firme con las propias convicciones
y en no dejarse derrotar por los obstáculos y contratiempos que se presenten
en el camino. Pero sobre todo, se debe tener una meta y hacerse el designio
de llegar a ella contra viento y marea.
“El Cucharas” hizo una pausa como si escrutara en su interior y luego
entregó al joven los ingredientes necesarios para que se preparara un taco.
—El ser humano —continuó—debe saber en todo momento hacia
dónde apunta la veleta de su voluntad para seguir la dirección que señale
4
1
con gesto decidido, sin reparar en impedimentos ni resistencias. Un hombre,
para poder llamarse así con pleno derecho, ha de tener siempre bien
presente que él mismo, y nadie más, posee las riendas de su propia vida. Las
influencias ajenas, las intervenciones extrañas, son el recurso deleznable de
irresolutos y pusilánimes.
—Okei, jefe —asintió el joven, enchilándose una gorda.
—Las circunstancias —prosiguió “El Cucharas”—, jamás deben
amilanarte ni constituir excusas para no alcanzar el triunfo, ya que el hombre
autárquico concibe con realismo de axioma de que cada quien es el capitán
de su alma y el arquitecto de su propio destino. El azar, por consiguiente,
debe ser concepto que ignore y desprecie la persona de convicciones
formadas, que sabe articular la realidad a su antojo, merced al poder mismo
de sus firmes determinaciones. ¿O no?
—Simondor, jefe —repuso el muchacho masticando taco a dos carrillos,
mientras un chorrito de caldo de frijoles le salía por la comisura de los labios
y le escurría por la barbilla.
—La responsabilidad de un comportamiento acorde con las íntimas
normas de cada uno —volvió a la carga “El Cucharas”—, es el mandamiento
único, pero tremendamente severo, que el triunfo impone a los hombres de
carácter. De nada sirve el denuedo, hijo mío, sin el respaldo de unos ideales
perfectamente esclarecidos en la propia conciencia. De poco vale el afán sin
el apoyo de una creencia y de una convicción perfectamente enraizadas en
la personal reflexión y en las profundidades de la mente. Como dijo Napoleón
(y como deberían decir todos los hombres que deseen triunfar en la vida),
“soy la bala de mi propio cañón y el blanco de mi destino”.
El albañil calló un momento, embauló otro taco de frijoles, bebió un
trago largo de Pepsi-Cola (el gremio de alarifes y similares ya no bebe
pulquito en la obra, salvo el 3 de mayo, día de la Santa Cruz), reanudando su
parlamento:
—La persona de firmes principios lucha por su meta, una vez
establecida, hasta lograrla absolutamente, sin lánguidas treguas ni cobardes
vacilaciones. El hombre que sabe lo que quiere, intuye dónde le aguarda el
triunfo y hacia él se dirige, sin titubeos ni claudicaciones. Impulsado por el
potente motor de sus energías físicas y espirituales, guiado por la brújula de
su voluntad férrea, sostenido por su íntima convicción de que obtendrá el
triunfo a la corta o a la larga, convertirá de esta manera su destino en
esplendorosa realidad. ¡Esta es la clave del éxito, hijo mío! Saber lo que se
quiere y no regatear ni escatimar esfuerzos hasta conseguirlo.
—Pos si asté así lo dice, así debe ser, jefe —aceptó el adolescente,
hurgándose el interior de la boca con un dedo, en busca de un molesto
hollejo de frijol que se le había quedado incrustado entre dos piezas molares.
—Así es—dijo gravemente “El Cucharas”, guardando el jarrito y la
remendada servilleta de las tortillas en el itacate.
Tras unos minutos de silenciosa meditación, interrumpida de cuando
en cuando por algún sonoro y profundo regüeldo, y durante la cual
mantuvieron fijas sus miradas en los agujeros de sus estropeados zapatos,
por los que asomaban los dedos gordos de sus pies, cubiertos de cal, tierra y
cemento, padre e hijo se levantaron y volvieron a cubrirse la cabeza con los

4
2
sacos de “Tolteca” para seguir acarreando ladrillos. Sin embargo, antes de
reincorporarse a la pesada faena, el muchacho preguntó al autor de sus días:
—Oiga, jefazo, ¿y cómo es que asté, con ese pico de oro, con esa
sabiduría tan de a tiro sabia y con esos idiales tan elevados, nunca ha salido
de esta talacha tan móndriga en los andamios?
“El Cucharas” miró a su hijo con gesto de satisfacción, con arrogancia
de hombre que ha triunfado, con la intima complacencia de quien ha
conseguido cabalmente lo que un lejano día se propuso.
—Es que mi sueño dorado, hijo, siempre fue el de ser peón de albañil.
Después se echó una carga de ladrillos sobre el lomo y se alejó dando
traspiés entre los escombros.

Notas sociales
(De cuando los hombres vivían
cuatrocientos años y más)

POETA MALOGRADO

GALÁD. Ha fallecido a la temprana edad de ciento setenta y un años el


notable poeta Leví de Jeroboam, quien deja a tres criaturitas huérfanas de
cuarenta y tres, cuarenta y treinta y ocho años, respectivamente. El
malogrado rapsoda, que fue un niño precoz ya que a la tierna edad de
cuarenta y cinco años empezó a componer sus primeros versos, deja
asimismo un sensible vacío en las letras bíblicas.

* * *
NACIMIENTOS

EDOM. Con toda facilidad, digo, felicidad, ha dado a luz nueve robustos niños
la señora doña Sara de Gesem, esposa del conocido comerciante en dátiles y
camellos de esta ciudad, don Samuel Gesem, el Amorreo. La joven madre,
que sólo tiene noventa y cinco años de edad, ha confesado sentirse la mujer
más feliz del mundo, pues no siempre las primerizas suelen soltar nueve
piedras de un solo tiro de honda, por emplear la pintoresca frase de nuestro
juvenil héroe David. Los recién nacidos serán circuncidados dentro de tres o
cuatro años.

* * *
TRABAJO

BABEL. Continúa la demanda de trabajadores con destino a las obras que se


van a emprender en esta progresista ciudad, una vez que los proyectos de la
gigantesca torre sean aprobados por el H. Ayuntamiento. Según nos informó

4
3
el arquitecto en jefe, señor Ezequías Rasataim, se requieren jóvenes peones
de noventa a ciento cincuenta años de edad, así como capataces y maestros
de obras con un mínimo de cien años de experiencia profesional y con
amplios conocimientos de idiomas. Los elegidos tendrán su porvenir
asegurado, ya que se trata de obras de larga duración.

* * *
LLEGÓ A FELIZ EDAD

AGGADGAD. Con brillante fiesta se ha celebrado la puesta de largo de la guapa


y gentil señorita Golda Jezrael, quien ha llegado a la feliz edad de las
ilusiones. Al cumplir sus esplendorosos cincuenta y cinco años, sus padres
ofrecieron elegante recepción en los salones de céntrico hotel a orillas del
Éufrates. La adolescente vestía preciosa túnica de color azul, al igual que sus
damitas de compañía, ninguna de las cuales pasaba de los setenta años.
Aquel precioso ramillete de juventud dio gran animación a la fiesta. Una vez
que los niños menores de cuarenta años se retiraron a dormir, los jóvenes y
las personas mayores iniciaron el baile, el cual se prolongó hasta el
amanecer del mes siguiente. Fue padrino de la festejada el opulento y
conocido banquero don Aníbal de Iturbaim.

* * *
NUEVO PROFESIONAL

JOPPA. En la sala de actos de la Facultad de Ingeniería Naval, dependiente de


la Universidad de Judea, presentó brillante examen en opción al título de
Constructor de Arcas el joven Noé, hijo de Lamec, quien sustentó interesante
tesis sobre obstrucción de goteras y acomodo de animales en embarcaciones
a prueba de aguaceros. El sínodo, integrado por los ingenieros navales
Azmavet el Gizonita, Hanán el Mahavita y Jerimot el Seborreo, aprobaron por
unanimidad al joven sustentante, quien dicho sea de paso, no llega a los
ciento cincuenta años de edad. El nuevo profesional está recibiendo las
felicitaciones de familiares y amigos.

* * *
VIAJERO

UR. Con rumbo al remoto reino de Saba, ayer embarcó en este puerto el
licenciado Enoc Hasabías, quien lleva el encargo de invitar a la joven
soberana de aquel país amigo para que asista al bar mitzvá de nuestro
pequeño príncipe Salomón, ceremonia que se efectuará, si Jehová lo permite
y un nuevo diluvio no lo impide, dentro de cincuenta años. Deseamos al
intrépido embajador un feliz viaje y pronto retorno.

* * *
SENSIBLE FALLECIMIENTO

4
4
MAJANAIM. A la avanzada edad de cuatrocientos sesenta y cinco años falleció
ayer en esta ciudad el culto caballero don Elisafán de Aminabad, muy
estimado en todos los círculos sociales por su bondad y sus dotes de
filántropo y hombre de bien. El finado fue prestamista al quince por ciento
mensual hasta los cuatrocientos años de edad, cuando se retiró de los
negocios y se dedicó a
la vida privada, principalmente de los demás. A su inconsolable viuda doña
Rebeca y a los ochenta y tres hijos del estimable matrimonio (cuyos nombres
no mencionamos por falta de espacio), vayan nuestras más sentidas
condolencias.

El lado positivo
de las cosas

—Lo bueno de los optimistas


—dice don Manuelito—, es que
no se dan cuenta de cuál es la
verdadera situación.

Muchas personas se empeñan en ver nada más el lado negativo de las


cosas, siendo que las cosas, por modestas, flacas o repugnantes que sean,
también tienen su lado hermosamente positivo. Este tipo de personas son las
llamadas pesimistas por el vulgo. Sus opuestos son los optimistas,
ciudadanos felices y de envidiable salud tanto física como espiritual, ya que
siempre ven el lado sustancioso, bello y amable de todo cuanto los rodea.
Aunque a veces, como acertadamente apunta don Manuelito, lo que ocurre
es que no se han dado cuenta de cuál es la verdadera situación. O bien son
como aquel beatífico secretario de Hacienda y Crédito Público, que al
comentar que económicamente nos estaba llegando el agua al cuello, añadió
sonriendo que de esta manera apagaríamos la lumbre que también nos
estaba llegando a los aparejos.
Para intentar demostrar lo anterior, o sea que hasta lo malo tiene su
lado bueno —ya que lo malo nos hace apreciar doblemente lo bueno—,
vamos a citar a continuación el lado positivo de una serie de objetos y
conceptos generalmente desacreditados ante los ojos de la opinión pública:
Los impuestos, por ejemplo, tienen de positivo la alegría que causa
esquivarlos y eludirlos, tanto por el gustito que significa darle en la chapa al
Fisco, como porque esta evasión nos sirve de válvula de escape después de
que el propio Fisco y sus podencos —llámense Lolitas o Dolores— nos han
mordido y desangrado por todas partes.
Lo positivo de los, por otra parte, odiosos parquímetros, está en que
sirven de pretexto para salir de la oficina cada sesenta minutos a efecto de
nutrirlos con nuevas monedas. De paso aprovechamos la salida para

4
5
tomarnos un café o un copazo, según la hora del día y nuestras personales
inclinaciones.
Los precios elevados de todo tienen de positivo el impedirnos llenar
todavía más la casa con cachivaches inútiles, y el comprar cosas y más cosas
de las cuales podemos prescindir perfectamente. En otras palabras, los
precios altos combaten muy eficazmente los dispendios superfluos con que
constantemente pretende hundirnos la publicidad de la sociedad de
consumo.
El lado positivo de lo defectuoso de la producción nacional, consiste en
que gracias a ello florece el contrabando en gran escala, sin el cual no
podrían vivir en la opulencia gran número de respetables señoras y señores.
El pescado congelado también tiene de positivo el poder resucitarlo en
la sartén, no a la semana o al mes, sino a los cinco, diez o veinte años de su
defunción, lo cual, además de permitirnos ahorrar víveres, despierta interés
por el estudio de la paleontología.
La televisión también tiene su lado positivo, aunque parezca difícil
creerlo. Gracias a ella muchas señoras permanecen sentadas en casa, en vez
de andar por ahí de tiendas. Y muchas criaturas no se desnucan ni se
fracturan brazos, costillas o piernas, ya que no es lo mismo pasarse horas
enteras tirados de barriga en el suelo, contemplando la hipnótica pantalla,
que desplomarse de un árbol o caerse de una barda, sitios por donde
andarían encaramados si no hubiera programas de terror, violencia y tráfico
de drogas que los mantuvieran quietecitos en la sala.
El lado positivo de las escuelas en México consiste en que, como casi
siempre están de asueto por un motivo u otro, eliminan el concepto de clases
y allanan así el camino hacia la justicia social.
La poligamia tiene de positivo que quien la practica no tiene necesidad
de mantener casas chicas.
La semana de sólo cinco días laborables para los burócratas, tiene un
inmenso lado positivo: de esta manera están menos tiempo sin hacer nada.
Inclusive los tuertos tienen su lado positivo, ya que sólo ven la mitad
de los problemas que los rodean.
El PRI y el matrimonio con toda seguridad también deben tener su lado
positivo, nada más que hasta ahora no se lo hemos encontrado.

Visita conyugal
Hace algún tiempo estuvo en México doña Sara Tilgham Hughes, la
juez norteamericana que alcanzó notoriedad al tomarle juramento a Mr.
Lyndon B. Johnson a bordo de un avión, cuando éste asumió la presidencia
de Estados Unidos a raíz del asesinato de Mr. Kennedy en Dallas.
La togada dama sustentó conferencias, llevó a cabo investigaciones en
el campo jurídico y se mostró interesada en diversos aspectos de nuestro

4
6
sistema penitenciario que por lo visto no existen en el vecino país. Uno de
ellos es la llamada visita conyugal, mediante la cual se permite a los presos
recibir a sus consortes o concubinas en forma privada durante un par de
horas cada semana, para entregarse a los arrebatos que les dicten sus
temperamentos y les permita el reducido espacio disponible.
Al explicársele lo anterior, la señora Hughes se entusiasmó y pidió
hablar con alguno de los huéspedes del Palacio Negro de Lecumberri —la
entonces Penitenciaría del Distrito Federal—, para conocer de fuente directa
los puntos de vista de los beneficiarios. Pero con la mala pata, sin embargo,
de elegir al azar a don Inocencio Ronquillo, uno de los más recalcitrantes
opositores al romance connubial, tras de las rejas.
El señor Ronquillo, de ocupación agente de inhumaciones y poeta por
vocación, es un hombre bajito de estatura, magro de carnes y amarillento de
tez, todo lo cual contribuye a darle un aspecto tímido y totalmente
inofensivo. Al recibir en su celda la visita de Mrs. Hughes, se encontraba
escribiendo un soneto.
— ¿Por qué está usted preso? —le preguntó la juez a través del
intérprete.
—Por intento de asalto a un banco —repuso don Inocencio.
— ¿Y qué lo indujo a robar?
—Yo no traté de robar nada, señora mía. Simplemente rompí de un
ladrillazo los cristales de un banco, con el deliberado propósito de que sonara
la alarma y me aprehendiera la policía. Como podrá usted advertir, mis
esfuerzos se vieron coronados por el éxito.
—Éste es un caso verdaderamente extraordinario —comentó la
magistrada—. ¿Qué objeto perseguía usted al querer ir a la cárcel
voluntariamente?
—Yo no perseguía ningún objeto. A mí era a quien perseguía mi mujer.
Don Inocencio Ronquillo bajó la vista y exhaló un profundo suspiro.
—Señora —dijo-—, yo llevo veinticinco años de casado. Un cuarto de
siglo de soportar golpes, injurias, malos modos y amenazas de muerte por
parte de una mujer que no es una mujer, sino una arpía, un basilisco.
Lucrecia me humillaba por mi corta estatura; me quemaba con la plancha si
me retrasaba cinco minutos en llegar a casa; me metía los dedos en los ojos
porque mis ingresos no eran suficientes para sufragar sus veleidades; se
burlaba de mí porque soy poeta. En varias ocasiones intenté suicidarme, pero
invariablemente me rescató en el momento oportuno y luego procedió a
darme una paliza, a patearme o a ponerme una lavativa con agua helada
unas veces e hirviendo otras. Traté de emigrar al Tibet, pero me rompió el
pasaporte y dos costillas. Como último recurso simulé asaltar un banco para
que me metieran en la cárcel y pudiera yo vivir tranquilo, a salvo de mi mujer
y dedicado a mi poesía.
— ¿Y lo consiguió usted? —preguntó la juez, compadecida.
—Plenamente, señora. Excepción hecha de los martes, en que recibo la
maldita visita conyugal de cinco a siete de la tarde.
— ¿Y por qué no la rehúsa, hombre de Dios?
Antes de que pudiera contestar el señor Ronquillo, intervino el director
del penal, que estaba presente en la entrevista.

4
7
—En los casos de asalto deliberado, como del que es responsable este
chaparrito —dijo el director—, la visita conyugal forma parte del castigo.
El funcionario miró severamente a don Inocencio, que se encogió
visiblemente dentro de su uniforme a rayas.
—Y si llegan a reincidir —añadió el director levantando un dedo—, en
vez de encarcelarlos los ponemos directamente en manos de sus consortes.
La señora Hughes regresó a su país y según parece se encuentra
escribiendo un estudio comparativo entre la legislación penal mexicana y los
procedimientos de la Inquisición en tiempos de Torquemada.

Peligros de la antimateria
Se llama antimateria a la sustancia formada por antipartículas, tales
como el antiprotón, el antielectrón, el anticuerpo, etcétera. Sus propiedades
son exactamente las contrarias de la materia. A toda materia corresponde
una antimateria y viceversa; es decir, que si existe un caballo, también existe
un anticaballo; si existe un submarino, existe un antisubmarino; si existe un
señor Rodríguez, existe un antiseñor Rodríguez, y así por el estilo.
Afortunadamente materia y antimateria moran en lugares del universo
tan alejados entre sí, que una colisión entre ellos resulta altamente
improbable. Sin embargo, si a causa de un descuido o de un azar cualquiera
la materia entra en contacto con su correspondiente antimateria, se produce
una violenta explosión y ambas se volatilizan.
El conocimiento de esta teoría explica muchos enigmas que antes
carecían de aclaración, como en el caso de súbitas desapariciones de
personas, atribuidas a crímenes, secuestros o simple brujería. La ciencia cita
casos de jovencitas en camiseta con letreros sicalípticos y pantalones de
mezclilla que desaparecieron súbitamente al entrar en un cine.
Desaparecieron no solamente los pantalones, la camiseta y los letreros, sino
también lo que llevaban dentro, es decir, la jovencita. O el de aviones que
salieron de la ciudad X y nunca llegaron a la ciudad Z, sin que hubiera
secuestro de por medio, y el de barcos que zarparon de tal o cual puerto y
desaparecieron como por encanto a la mitad del camino, sin haber
naufragado. El llamado Triángulo de las Bermudas es zona donde
frecuentemente ocurren estos últimos accidentes. También se ha sabido de
maridos que salieron a comprar cigarrillos y que jamás volvieron a sus
hogares, y de pájaros que hicieron explosión en el aire al rozar con sus alas
las alas de otros pájaros.
¿Qué fue lo que ocurrió en estos casos? Pues sencillamente que esas
jovencitas, esos aviones, esos barcos, esos maridos y esos pájaros entraron
en contacto con sus antiellos —probablemente invisibles para la pupila
humana—, estallaron, se desintegraron y desaparecieron sin dejar el menor
rastro. Inclusive se ha pretendido esgrimir este argumento para justificar la
vacuidad de ciertos cráneos, cuya ausencia casi absoluta de ideas es causa
de asombro para propios y extraños, dejándonos a todos perplejos. Pero no
4
8
es que estos cráneos —alegan los defensores de la tesis y principalmente los
dueños de los cráneos— hayan carecido siempre de materia gris y
consecuentemente de ideas. Estas testas una vez tuvieron ideas, se vieron
llenas de ideas, saturadas de ideas; pero chocaron contra sus
correspondientes anti-ideas, que flotaban en el espacio, y ¡pum!, no quedó
huella de unas ni de otras. La teoría, como advertirán ustedes, se presta a
diversas interpretaciones. Una de ellas, la de que los dueños de cráneos
vacíos, además de no tener ideas, son idiotas.
Sin embargo, lo que sí es evidente, es que en algún lugar del universo
existe un antimundo exactamente igual a éste en que vivimos, sólo que de
signo contrario. Un antimundo con sus anticiudades, sus anticalles, sus
antibaches, anticobradores, antidiputados, antigaseosas, antiterroristas y
antioficiales quintos de Hacienda. Un mundo donde sus logaritmos son los
antilogaritmos de aquí y viceversa. Inclusive un mundo con sus
antiviceversas.
Ahora bien: determinados seres vivientes y algunos objetos inanimados
de ese distante antimundo, a veces llegan a nuestro mundo sin que se sepa
cómo lo consiguieron, ni qué medio de transporte utilizaron. El caso es que
aparecen aquí, entran en contacto accidentalmente con su equivalente de
signo contrario y surge la tragedia. Se topan el ser y el antiser, hacen
explosión instantánea y se volatilizan de inmediato, sin que se vuelva a saber
de ellos, ni en este mundo ni en nuestro antimundo.
Yo sé que en algún lugar del Cosmos (y no queda excluida la
posibilidad de que sea en esta misma galaxia), existe mi antiyó, individuo
eminentemente peligroso para mí —como yo para él— y cuyo trato me
conviene rehuir. De ahí que siempre vea con harta sospecha y me prevenga
contra individuos cuyo aspecto físico se parece al mío. Nunca puedo estar
seguro de que no sea mi antiyó, con el riesgo de que, si tan sólo nos
rozarnos, ambos quedaremos convertidos en chicharrón. ¡Qué va! Ni siquiera
en chicharrón: en simples nubecillas de smog.
Tal vez resulte pusilánime mi actitud, pero ante cada sujeto
desconocido que me presentan y que se asemeja a mí, cuya mano me veo
obligado a estrechar, no puedo evitar, en el momento de tomar contacto con
su epidermis, cerrar los ojos y volver el rostro a otro lado, mientras recorre
mi médula espinal un rápido escalofrío de terror esperando que de un
momento a otro se produzca el traquidazo.
Por eso desde ahora ruego atentamente a las personas que se parecen
a mí en lo físico, que me perdonen si no les estrecho la mano ni les doy un
abrazo con sus obligadas palmaditas en la espalda. Lo hago en bien de los
dos. Porque a lo mejor somos anticuerpos, antimateria el uno del otro, y la
explosión se va a oír hasta la hermana república del Paraguay.
Hay quien solamente
recuerda
De ADÁN: La costilla.
* * *
De MATUSALÉN: Los años.

4
9
* * *
De JONAS: La ballena.
* * *
De NOÉ: El arca. (Otros también lo recuerdan sólo porque se emborrachó y se
quedó dormido en cueros).
* * *
De NABUCODONOSOR: Nada.
* * *
De PITÁGORAS: El teorema.
* * *
De DAMOCLES: La espada.
* * *
De DIÓGENES: La lámpara. (Y algunos, que vivía en un tonel).
* * *
De DEMÓSTENES: Las piedrecitas que se metía en la boca.
* * *
De ARQUÍMEDES El principio (Nunca lo de en medio y menos el fin).
* * *
De AQUILES: El talón.
* * *
De RÓMULO y REMO: Que los amamantó una loba.
* * *
De NERÓN: El violín y otros el arpa. A pesar de que lo que tocó, cuando el
incendio de Roma, fue una lira que en aquella lejana época estaba a la par
con el dólar. (Ahora se cotiza la lira a ochocientos cuarenta por dólar
comprador y ochocientos treinta vendedor) Cotización sujeta a cambio.
* * *
De CALÍGULA: El caballo al que nombró cónsul.
* * *
De CLEOPATRA: Su arrejuntamiento con Marco Antonio.
* * *
De MARCO ANTONIO: Su arrejuntamiento con Cleopatra.
* * *
De ATILA: La hierba que no volvía a crecer por donde pasaba su caballo.
* * *
De PIPINO EL BREVE: Su corta estatura.
* * *
De FEDERICO BARBARROJA: Que tenía roja la barba.
* * *
De RICARDO CORAZÓN DE LEÓN: Que fue el precursor de los trasplantes.
* * *
De ISABEL LA CATÓLICA: Las joyas que empeñó.
* * *
De CRISTOBAL COLÓN: El huevo.
* * *
De PIZARRO: Que era analfabeto. (Algunos lo confunden con Picasso y
entonces lo recuerdan sólo por sus tomaduras de pelo).
* * *

5
0
Del GRAN CAPITÁN: Las Cuentas.
* * *
De HERNÁN CORTÉS: Que le quemó los pies a Cuauhtémoc.
* * *
De CUAUHTÉMOC: Que dormía en un lecho de rosas.
* * *
De ALVARADO: El salto.
* * *
De GALILEO: Que a pesar de haber muerto hace tanto tiempo, sin embargo se
mueve.
* * *
De NEWTON: La manzana que le cayó en la cabeza.
* * *
De Luis XVI: El estilo personal de gobernar.
* * *
Del otro Luis (Echeverría): Su célebre frase de que “el Estado soy yo”.

Disertación sobre la cama


El título del presente capítulo puede prestarse a equívocas
interpretaciones, en el sentido de que lo estoy escribiendo tendido sobre el
lecho por holgazanería, enfermedad, accidente, voluptuosidad o simple
lascivia. Nada más ajeno a la realidad. Lo titulo así porque versa acerca de la
cama, pero lo escribo sentado frente a mi Olympia (también debo aclarar que
se trata de mi vieja máquina de escribir y no de una muchacha griega). Lo
elaboro, además, en buena salud —gracias a Dios—, en integridad física y
con la mente apartada de lujurias.
Hecha la anterior y pertinente explicación, entro en materia:
Aunque la cama parezca ser un invento moderno, a juzgar por la gran
importancia que actualmente le dan el cine y el teatro, lo cierto es que tiene
muchos siglos de existencia. De su inventor sólo sabemos que tardó
bastantes años en terminarla (algunos autores aseguran que más de cien),
por la circunstancia de que cada vez que se subía a ella para tomar medidas,
para calcular resistencias o simplemente para ensayarla o demostrarla, el
tipo se quedaba dormido como un burócrata y ya no había quien lo bajara en
tres o cuatro semanas.
Sin embargo, antes de que se inventara la cama, la Humanidad vivió
feliz durante muchos milenios sin echarla de menos, durmiendo ora en una
rama, ora en dos, ora sobre la arena de la playa, ora en el suelo de una
caverna. Los clérigos, ora pro nobis. Descendientes directos de estos
hombres tan estoicos (no me refiero a los eclesiásticos, sino a los arbóreos y
trogloditas), son los ciudadanos que se duermen con la mayor facilidad en el
café, en una fiesta, en un mitin del PRI, en la oficina y aun de pie en el
camión. Dichosos ellos.
5
1
Por otra parte, la cama estuvo tantos años sin inventarse debido a que
el hombre de aquellas épocas se pasaba el día despierto, cazando o
combatiendo, por lo que al llegar la noche se dormía en cualquier sitio,
rendido por el cansancio, sin importarle un pito que hubiera o no colchones o
muelles. Más tarde, cuando el hombre comenzó a dormir también de día
(consecuencia directa del desarrollo, ya que no tenía que salir a cazar, sino
que disponía de empleados y computadoras que hicieran su trabajo), ocurrió
que al llegar la noche ya no podía conciliar el sueño si no era en un lugar
cómodo.
Y es que no es lo mismo, señores, ir a lomo de mula, como viajaban
nuestros antepasados, que a bordo de un Boeing, como viajamos nosotros. Ni
es lo mismo enfrentarse a estacazos con un enemigo, que simplemente
demandarlo ante los tribunales competentes. El hombre de antaño tenía que
mantenerse despierto sobre la mula y durante el combate. Nosotros, en
cambio, podemos descabezar un sueñecito en el avión y dormir mientras
duermen también los expedientes en el juzgado. La civilización nos brinda
múltiples y óptimas oportunidades para poder dormir de día. En
consecuencia, puede decirse que el invento de la cama surgió como una
necesidad para poder dormir de noche.
Claro que conforme hemos ido avanzando por la senda del progreso
(preciosa frase, ¿eh?), han surgido tal número de ruidos y preocupaciones,
que ahora tampoco podemos dormir de noche, ni siquiera en el más mullido
de los lechos. Sin embargo, al llegar a este punto, aparecen los barbitúricos,
los somníferos y las píldoras tranquilizantes, gracias a los cuales podemos
volver a dormir, de noche y en la cama. Inclusive vestidos y con zapatos, sin
necesidad de ponernos la pijama. Hasta que crean hábito y entonces ya no
sirven más que para expeditar el camino al sanatorio o al camposanto. Ya
sabernos que la senda del progreso tiene sus baches.
El futuro de la cama es bastante incierto. Hay quien dice que, con lo
tarde que terminan los programas de televisión y lo temprano que hay que
levantarse para encontrar sitio dónde estacionar el automóvil, la cama
terminará por desaparecer otra vez. Pero no porque el hombre vuelva a
dormir ora en una rama, ora en dos, ora sobre la playa de la arena, digo la
arena de la playa, ora en el suelo de una caverna, ora pro nobis bonum
vinurn lactificat cor hominis, sino sencillamente porque ya no tendremos
tiempo para usarla.
Lo más probable es que surja algún nuevo modelo de vehículo —algo
así como un Volkswagen-Pullman-Convertible— que permita ser utilizado
para el reposo nocturno en el mismo sitio de estacionamiento. Inclusive se le
podría acondicionar un pequeño aparato de televisión y así ya no habría
necesidad de ir a casa. Ni de mover el coche del estacionamiento.
Claro que también podría instalarse una cama en la misma oficina,
pero siempre se vería feo. No tanto por la insinuación de holgazanería, sino
por el qué dirán, sobre todo si hay empleadas guapas. Y aun si son poco
agraciadas. Una de las características de la Cama es que, teniendo una a
mano, las tentaciones se agrandan.

5
2
El pediatra
Así corno los electricistas manipulan cables y alambres como si fueran
fideos, con la mayor naturalidad del mundo, y los empleados de las agencias
funerarias estiran, acomodan y cargan cadáveres como si fueran bultos
postales, los pediatras manejan a los niños pequeñitos con una liviandad y un
aparente descuido que ponen los pelos de punta a los padres, sobre todo si
son primerizos.
Yo recuerdo vivamente al doctor don Crisógono Topete, a quien
llevamos mi mujer y yo por primera vez a nuestro hijo primogénito, que
entonces tendría un par de meses de nacido. Durante esos sesenta días
habíamos tratado a la criatura como si estuviera hecha de cristal de
Bohemia: cuando lo tomábamos en brazos, poníamos colchones y cojines en
el sucio, por si ocurriera el percance de que se nos resbalara de las manos;
mi mujer me obligaba a ponerme un pañuelo en la nariz y la boca cuando me
acercaba al niño, por temor de transmitirle los gérmenes que hubiera yo
coleccionado en la calle; y al bañarlo, tomábamos con termómetro no solo la
temperatura del agua, sino también la del cuarto. Y cada ve que había que
cambiarle pañales —lo cual ocurría cor harta frecuencia—, se le limpiaba el
traserito con algodón esterilizado y se le entalcaba con un polvo de silicato
de magnesio especial, importado de Suiza, que costaba más o menos lo
mismo que un kilo de heroína.
Podrán ustedes imaginar nuestra impresión, pues, cuando llegamos
con el bebé al consultorio del doctor Topete y éste empezó por
desenfundarlo de los múltiples ropones, chambritas y cobertores en que iba
envuelto. Después lo enarboló por una piernecita, le dio dos o tres vueltas en
el aire y lo arrojó sobre la mesa de reconocimiento, donde la infeliz criatura
quedó despatarrada.
—Los niños son mucho más fuertes y resistentes que nosotros —rió el
doctor ante los gritos de mi mujer y mi cara de espanto—. No los parte ni un
rayo.
Y para demostrarlo, le propinó al bebé un par de nalgadas que le
dejaron el pompi como un par de tomates. Desde entonces mi hijo mayor
(que ahora es coronel de artillería) siempre ha visto a los pediatras con
mucha suspicacia.
* * *
El doctor Topete colocaba a los niños boca abajo, les llevaba los talones
hasta las orejas, los levantaba a pulso —tomándolos por la nuca o la barbilla
— y a veces los dejaba al borde de la mesa. Cuando el infante iba ya camino
del suelo, lo cogía en el aire, lo arrojaba hacia el techo, lo volvía a atrapar y
reía campechanamente:
— ¡Jo, jo, jo! ¿Qué pensaron ustedes, que se iba a caer? ¡No, hombre, qué va!
Estos becerritos tienen siete vidas, como los gatos.

5
3
Los dejaba en cueros vivos a una temperatura de cero grados, los
sumergía en agua helada, los sentaba sobre la palma de una mano y ‘os
paseaba por todo el consultorio, ante la mirada aterrada de los padres.
—Ustedes no saben cómo tratarlos —se mofaba de nosotros—. A los
infantes hay que acostumbrarlos desde ahora a crecer sin carantoñas,
arrumacos ni miramientos. Así criaban los espartanos a sus hijos.
—Sólo que este niño no es espartano —gemía mi mujer—. Nació en
Tacubaya...
La mesa donde los reconocía era de hierro con una cubierta de hule,
sin una colchoneta ni una triste sábana donde depositar al bebito. Al doctor
Topete le encantaba extender las recetas y dar las explicaciones mientras la
criatura yacía sin una sola prenda sobre la frígida cubierta de hule. Y como
era muy prolijo en sus advertencias, no era raro que el niño se pusiera de un
color morado muy poco tranquilizante. En estos casos los hacía entrar en
calor con un par de nalgadas, otro de cachetadas y un masaje que hubiera
desollado a un atleta olímpico.
Luego los fajaba él mismo. No haciendo girar la faja alrededor del niño,
sino al niño alrededor de la faja, la cual extendía sobre la tantas veces citada
mesa de reconocimiento. En esta maniobra a veces se le caía el pequeño al
suelo, pero de un rápido tirón a la faja lo hacía subir nuevamente, como a los
yoyos.
El doctor don Crisógono Topete fumaba constantemente unas
tagarninas infames y sin el menor cuidado arrojaba el humo sobre el rostro
de sus minúsculos pacientes. Jamás lo vi que se lavara las manos antes o
después de reconocerlos, ni que se las desinfectara con alcohol o cuando
menos con aguarrás o gasolina. Para examinarles la garganta, les bajaba la
lengüita con un dedo amarillo de nicotina o con su pluma fuente, que
chorreaba tinta verde. Y les limpiaba la cerilla de los oídos con un palillo de
dientes, que después se guardaba en un bolsillo del chaleco; nunca supe si
para usarlo más tarde con otros infantes o para escarbarse su propia
dentadura al terminar de comer.
Sin embargo, siempre tenía el consultorio lleno de padres con sus
vástagos, ya que era fama que todos los niños atendidos por el rudo y
primitivo pediatra crecían fuertes, chapeados y saludables. Además de que
sólo cobraba dos pesos por consulta.

Si Colón hubiera
tenido intérprete
Una circunstancia que facilitó grandemente a don Hernán Cortés la
conquista de México, fue sin duda la de haber contado con dos excelentes
intérpretes: Jerónimo de Aguilar, el náufrago español que vivió ocho años
cautivo de los indios en las cercanías de Cancún, y que consecuentemente
llegó a dominar la lengua maya a la perfección —aunque con marcado

5
4
acento andaluz— y la hermosa indígena tabasqueña Malinalli, más tarde
llamada Malintzin por los aztecas y doña Marina por los conquistadores, la
cual hablaba el náhuati y también el maya. De esta manera, lo que decía
Cortés en castellano lo traducía Aguilar al maya y acto seguido la Malinche
entraba al bate y lo vertía al náhuatl, para entendimiento de los aztecas. Lo
que éstos contestaban en su idioma, a la vez era traducido por la muchacha
a la dulce lengua de Yucatán, para que don Jerónimo lo trasladase al español.
Un sistema perfecto, precursor del que cuatrocientos y pico de años después
se emplearía en esa inútil olla de grillos y torre de Babel —y de papel— que
es la ONU.
Cristóbal Colón, en cambio, no dispuso de tan valiosa ayuda al llegar
por primera vez al Nuevo Mundo, lo cual fue una verdadera lástima, ya que
de haber contado con ella, otro gallo nos cantara, pues muy probablemente
se hubiera percatado de su error de navegación y al enterarse de que no
había llegado a las Indias que buscaba, habría virado ciento ochenta grados y
largándose con viento fresco hacia el oriente, dejando a América en paz por
lo menos una temporada.
Imaginemos lo que hubiera ocurrido si el genovés, al arribar el 12 de
octubre de 1429 a la isla de Guanahaní, en las pintorescas Bahamas, hubiera
contado con un intérprete para entenderse con los indígenas.
—Buon giorno —dice el navegante.
(Traducción al canto).
—Muy buenos, caballero —responde en su idioma, con marcado acento
cubano, el agente de migración guañan, buenacrianza que a la vez es
traducida por el intérprete.
—Soy Cristóforo Colombo, almirante de la Mar Océana, al servicio de
sus majestades los reyes católicos de Castilla y Aragón.
—Mucho gusto, chico.
El descubridor saca un pañuelo y se enjuga las gotas de transpiración
que penan su frente. (Esta bonita frase, por fortuna, no tiene que ser
traducida, ya que el intérprete se las hubiera visto negras para verterla al
guañan, dado lo rudimentario que era el léxico de la isla).
—Hace calorcito, ¿eh? —sonríe Colón—. Pero en fin, ya me habían
advertido que aquí en las Indias se achicharra uno.
— ¿Las Indias? ¿Cuáles Indias? —pregunta con asombro el nativo al
serle traducido el comentario de don Cristóbal, que también era experto en
decir gansadas.
— ¿No estamos acaso en las Indias? —pregunta a su vez el almirante.
—No señol —responde el autóctono—. Éstas son las Antillas, caballero.
—Supongo que será una provincia de los dominios del Gran Mogol...
(El intérprete y el isleño se hacen un lío y se enfrascan en una serie de
mutuas explicaciones que no conducen a nada).
—De cualquier manera —prosigue el genovés—, ustedes son indios,
¿no?
— ¡Ni lo mande Dios! Los indios son los habitantes de la India, esos
flacos cochambrosos que llevan turbantes en la cabeza y que adoran a las
vacas, por considerarlas sagradas. Nosotros en cambio estamos llenitos, nos

5
5
bañamos todos los días y nos adornamos la cabeza con plumas. Y ni siquiera
sabemos lo que son las vacas.
Cristóbal Colón titubea un poco.
—Bueno, sin embargo, imagino que tendrán especias y té.
—Tampoco, joven. Lo que tenemos es café y tabaco. De excelente
calidad, por cierto.
—No me interesan —mueve la testa Colón, en sentido negativo—.
Isabel no toma café porque le quita el sueño, y ni Fernando ni yo fumamos.
—Allá ustedes, chico —se encoge de hombros el isleño, encendiendo
un descomunal y aromático habano.
El almirante se da dos o tres manotazos en el rostro y la nuca, pues se
lo están comiendo vivo los mosquitos.
— ¿Así es que las Indias quedan un poco más allá, no? —indaga
señalando hacia el poniente.
—No, bastante más allá —aclara el guañan indicando con su puro hacia
el oriente.
—Bueno, pues en tal caso, zarparemos —suspira don Cristóbal—. Otros
tres meses de bailoteo sobre las olas.
—O más —sonríe malévolamente el isleño.
Ya a punto de embarcar Colón, el indígena le dice, siempre a través del
intérprete:
—Si acaso regresan por aquí, les pido pol favol que nos traigan unos
caballos y unos marranitos, si no es mucha molestia. Y unas gallinas con su
correspondiente gallo.
—Con mucho gusto —sonríe don Cristóbal.
Pero ya en alta mar, refunfuña.
— ¡Esta maldita manía que tiene la gente de hacerle encargos a uno
cuando sale de viaje, pero sin adelantar el efectivo necesario!
Al ver desaparecer las tres carabelas en el horizonte, el guañan
también suspira, pero de alivio.
— ¡Uf! —dice.

Empleado con iniciativa


El joven de mirada lánguida entró en el despacho de su jefe y se
detuvo a respetuosa distancia del escritorio.
—Señor —dijo en tono de no menor acatamiento—, creo haber
encontrado un sistema para incrementar las ventas.
— ¡Magnífico, magnífico! —exclamó el jefe—. Me complace que los
empleados jóvenes se interesen en el progreso de la empresa. Siempre estoy
dispuesto a escuchar sugerencias. Siéntese y expóngame su proyecto.
El joven de mirada lánguida tomó asiento en el borde de un sillón
forrado de cuero y colocó las manos pálidas sobre las rodillas. (Sus rodillas
también eran pálidas, pero no se les notaba debajo del pantalón negro).

5
6
—Usted sabe, señor —dijo al cabo de un momento—, que en la
actualidad casi todas las empresas comerciales brindan premios o regalos a
sus clientes. Se rifan casas, se ofrecen viajes al extranjero, se obsequian
automóviles y baterías de cocina, y se reparten caramelos y pequeños
juguetes de plástico para los niños.
El jefe miró fijamente a su joven empleado por unos instantes y
tamborileó con los dedos sobre el escritorio.
—Efectivamente —repuso-—. Pero no veo cómo nosotros, una
acreditada y respetable agencia de inhumaciones, podamos hacer obsequios
a nuestros clientes. Su misma naturaleza de fiambre determina que hayan
perdido todo interés en esta clase de minucias.
El joven de mirada lánguida entrecruzó los dedos y se llevó las manos a
la barbilla.
—Desde luego, señor —admitió—-. Pero eso es solamente válido a
partir del momento en que se convierten en clientes nuestros. Estoy de
acuerdo con usted en que los consumidores de nuestros productos, por el
simple hecho de hacer uso de ellos, ya no están en situación de interesarse
en casas, viajes al extranjero (con el que acaban de emprender tienen
bastante), automóviles, baterías de cocina ni juguetes de plástico. Todo ello,
con perdón de usted, les importa un serenado rábano. Sin embargo, mi
proyecto consiste precisamente en ofrecer al público en general una serie de
artículos y servicios altamente codiciables, cuyo usufructo automáticamente
convertiría a los beneficiarios en clientes nuestros.
El director de la funeraria volvió a tamborilear con los dedos largos,
flacos, amarillentos y huesudos sobre su escritorio.
—Aún no capto la idea del todo, pero la vislumbro, Rodríguez. Olvídese
por un momento de los servicios. ¿Qué clase de artículos podríamos ofrecer
al público en general para ganar clientes?
El joven de la mirada lánguida hizo la mueca que en él pasaba por
sonrisa y empezó a contar con los dedos:
—Automóviles de carreras, pistolas, explosivos, avionetas, cajas y cajas
de licores, residencias en regiones de frecuentes movimientos sísmicos,
motocicletas... Muchas motocicletas.
— ¡Pero eso es absurdo! —exclamó el jefe—. El costo de cada uno de
estos obsequios es muy superior al precio de nuestras unidades, inclusive las
más onerosas. Sería idiota regalar un automóvil que cuesta doscientos mil
pesos para poder vender un ataúd de treinta mil...
—Recuerde usted, señor, que siempre puede asegurarse el objeto en
nuestro favor, en este caso el automóvil, y después cobrar la póliza. Además,
podríamos empezar por repartir cositas de menor precio, pero no menos
efectivas.
— ¿Como cuáles, por ejemplo?
El joven de la mirada lánguida volvió a contar con los dedos.
—Como por ejemplo patinetas, navajas de barbero, mariscos en los
meses que no tengan “r”, equipos infantiles para experimentos de química,
sogas, cigarrillos a pasto, botellitas con barbitúricos, canastas y más
canastas de tacos de carnitas, plátanos...

5
7
— ¿Plátanos? -—-preguntó el jefe—. ¿Para qué plátanos? Los plátanos
no son mortíferos.
—Los plátanos no, señor; pero las cáscaras que tiran en la calle...
El director de la prestigiada y respetable agencia de inhumaciones
encendió un puro y contempló las volutas de humo que se elevaban hacia el
techo.
—Mmmm... —dijo al cabo de. un rato—. La idea no es mala, Rodríguez.
Presénteme su proyecto por escrito, en siete tantos, y si da resultado, puede
contar con un aumento de sueldo.
El joven de la mirada lánguida se incorporó del sillón forrado de cuero e
hizo una ligera inclinación de cabeza Al salir del despacho del jefe, éste no
pudo menos que reconocer que su joven empleado tenía un brillante porvenir
en la funeraria.

Desaparición de los
problemas sexuales

El otro día, no teniendo mejor cosa que hacer (ni siquiera tirarme a la
bartola, porque la Bartola se había ido de vacaciones a su pueblo), me sentí
un poco doctor Kinsey y me lancé por esas calles de Dios para hacer una
serie de encuestas, a fin de ver cómo andaba la Humanidad en cuestión de
problemas sexuales. Y para mi gran asombro, llegué a la conclusión de que
en la actualidad la gente ya no tiene complicaciones de esta naturaleza, y si
las tiene, por lo menos no son tan gordas como las que tuvimos nosotros, los
cincuentones y sesentones, cuando andábamos arañando los dieciocho años
de edad. Y las paredes.
Provisto de mi bolígrafo y cuartillas correspondientes, empecé a
entrevistar a los transeúntes que me salían al paso. El primero fue un señor
muy delgado, con cara de chino.
—Perdone usted, caballero —le dije—. ¿Tiene usted problemas
sexuales?
El hombre me miró con sus ojillos oblicuos nada expresivos y me
contestó:
— ¿Yo? ¿Problemas sexuales? No, señor. Mis problemas son de otra
índole. En el campo al que usted alude, tengo una enorme experiencia.
— ¿Será posible? —me mostré asombrado.
—Y tan posible, que muy rara vez me equivoco. Cuando mucho, una en
diez mil. Por eso no tengo esa clase de problemas.
—Pues debe usted ser un hombre feliz, señor mío
—lo congratulé—. ¿Sería tan amable de decirme cuál es su profesión?
—Soy sexador de pollos en una granja avícola.
Me despedí del señor con cara de chino y abordé a un caballero vestido
de negro, con bombín y paraguas del mismo color.

5
8
—Perdone usted, licenciado, ¿podría decirme si tiene problemas
sexuales?
—No tengo ninguno, joven. Los he suprimido por completo.
— ¿Le preocupan los impulsos eróticos que mueven a la actual
generación?
—En lo absoluto.
— ¿Le inquietan los bikinis o las minifaldas?
—De ninguna manera. Me parece que cada quien puede vestir o
desvestirse como le dé la gana.
— ¿Cómo enfoca usted los problemas del sexo?
—Con la más absoluta tranquilidad.
—Una última pregunta, licenciado: ¿qué edad tiene usted?
—Acabo de cumplir noventa y ocho años.
Crucé la calle y abordé a una pareja joven. Los dos de melena, arillo en
una oreja, camiseta bastante mugrienta con letreros en inglés, pantalones
muy ajustados de mezclilla desteñida y ambos rigurosamente descalzos.
Entre los dos quizá llegarían a los treinta y seis años.
—Jóvenes —les pregunté—: ¿tienen ustedes problemas sexuales?
Primero me contemplaron un poco sorprendidos, después se miraron
uno a otro muy risueños y luego, sin soltarse de la mano, respondieron al
unísono:
—No, maestro. Nuestro problema es el de conseguir yerba.
—O sea que son ustedes relativamente felices.
—Lo de relativamente es un poco relativo —contestó el de la camiseta
que decía I am your buggy, buggy man—. ¿Verdad, Felipe?
—Así es, Manolo —repuso riendo el otro, el de la camiseta con la
leyenda Don’t move, baby, that I am shaking—. Pero no podemos quejamos,
cariño.
Mientras se apretaban las manos, llegué a la esquina y me topé con
una dama entrada en carnes y en años, de aspecto decididamente belicoso,
con una bolsa en la que bien hubiera podido caber el tratado de Westfalia
con sus múltiples correcciones y enmiendas y adiciones.
—Señora —le espeté—: ¿tiene usted problemas sexuales?
Sin mediar respuesta, la mujer me arreó con la bolsa en la cabeza.
—Cada vez estás más ciego, idiota —bramó con voz de sargento—. En
primer lugar, soy tu tía Patricia, a quien deberías tener más respeto; y en
segundo, te recuerdo que venturosamente quedé viuda a los dieciocho años
de infausto matrimonio con tu tío Fausto, a quien Satanás siga tostando en
los más recónditos infiernos.
O sea que, hablando en términos generales, llegué a la conclusión de
que la especie humana se ha liberado en los tiempos que corren de los
acuciantes problemas del sexo.

El desfacedor de entuertos
5
9
(Romance medieval)

Al señero castillo, enhiesto sobre las peñas de un bárbaro acantilado,


se acerca un caballero andante lanza en mano, con la cual golpea
impetuosamente el portón de la barbacana, o sea la tronera de entrada, más
acá del espantable foso.
CABALLERO ANDANTE. ¡Ah del castillo!
(Desde lo alto de la atalaya asoma un repugnante enano).
ENANO. ¿Quién es?... Y cuidado con decirme que la vieja Inés, porque
desde aquí atisbo que sois un caballero con toda la barba, o por lo menos con
la parte que de ella deja ver la celada de vuestro yelmo.
CABALLERO ANDANTE. Soy el desfacedor de entuertos. Y agora, menos
cotorreo, enano. Echad presto el puente levadizo, que me ha mandado
llamar vuestra ama, la castellana.
ENANO. Mi ama no es castellana, sino tapatía. Del mero barrio de
Tiaquepaque.
CABALLERO ANDANTE. Dejaos de gentilicios, microbio, y abrid de una
buena vez, que prisa traigo. Aún he de ir a desfacer otros cinco entuertos en
lo que resta de este día.
(El enano toca una trompeta y momentos después desciende el puente
levadizo con muchos rechinidos. El caballero andante saca una alcuza de su
faltriquera y echa unas gotas de aceite en los goznes. Después lo cruza y
entra muy orondo en el patio de justas, donde es recibido por la castellana,
que se acerca a su encuentro contoneando las haldas y ajustándose su largo
sombrero con velos y en forma de cucurucho).
CASTELLANA. ¡Vaya! Ya era hora de que llegaseis, caballero, que
tenemos un entuerto muy gordo. ¿Acaso no recibisteis ayer mi llamado?
CABALLERO ANDANTE. Recibílo, señora, pero había muchos otros entuertos
que desfacer con la fuerza de aqueste mi brazo. Y tampoco era cosa de
mandar a mi escudero, que apenas es aprendiz y que además, como hoy es
lunes, encuéntrase crudo el muy bellaco. En tan angustioso estado, es
incapaz de desfacer siquiera el nudo de la cinta de sus zapatos.
(El caballero andante se apea de su brioso corcel y besa galantemente
la punta de los dedos a la castellana).
CABALLERO ANDANTE. Paréceme que ajos habéis estado picando, noble
señora.
CASTELLANA. Así es, esforzado caballero. Y es que a mi me pasa con mis
doncellas y azafatas lo mismo que a vos con vuestro escudero. Salen desde
el sábado y no vuelven hasta bien entrado el martes, y a veces el miércoles.
¡Ah, pero eso sí! Cuantiosos doblones cobran las muy cobronas, para luego
pasarse los días y buena parte de las noches en las torres y los adarves del
castillo, escuchando tocar el laúd a los juglares.
CABALLERO ANDANTE. Es que hoy en día el servicio está del asco, dueña y
señora mía.
CASTELLANA. Del puritito asco. (Hace una mueca, arrugando su adorable
naricilla). Y agora, si os place, vamos a ver el entuerto, señor caballero
andante.
CABALLERO ANDANTE. Cuando dispongáis, señora.

6
0
(El caballero andante y la castellana echan a andar por largos pasillos y
lóbregos corredores, hasta llegar a una habitación en la torre flanqueante.
Entran. La castellana cierra la puerta con doble llave, se cerciora de que no
hay nadie en el recinto ni detrás de los espesos cortinajes, y muestra el
entuerto al caballero).
CABALLERO ANDANTE. ¡Huy, qué atrocidad! Bien decíais que se trataba de
un entuerto muy gordo.
CASTELLANA. Gordísimo, como podéis ver, señor caballero.
CABALLERO ANDANTE. Sólo debo advertiros, señora mía, que os va a
costar una burrada de maravedíes el desfacerlo.
CASTELLANA. ¿Como cuántos?
CABALLERO ANDANTE. Lo menos, mil quinientos doblones
CASTELLANA. ¡Qué disparate! Si por el entuerto anterior me llevasteis
solamente ochocientos.
CABALLERO ANDANTE. Verdad es, señora, pero se trataba de un entuerto
más endeble y menos complicado. Además, las herramientas y los
lubricantes han subido muchísimo de precio. Tan sólo el juego de cincel,
mazo y martillo me cuesta quinientos ducados. Y por lo que respecta al
aceite, de Tabasco debo importarlo.
CASTELLANA. ¿De Tabasco decís? Yo creía que de allá sólo mandaban
plátanos.
CABALLERO ANDANTE. Eso era antes, señora. En la actualidad, es un feudo
de Pemex.
CASTELLANA. ¡Qué barbaridad! (Suspira). Bueno, volviendo a lo nuestro,
¿me haréis una rebajita, gentil caballero?
CABALLERO ANDANTE. Por tratarse de vos, mil trescientos doblones. Pero
ni un maravedí menos.
CASTELLANA (vuelve a suspirar). Pues ni modo. Proceded, caballero.
CABALLERO ANDANTE. Con vuestra venia, señora.
(El caballero andante saca sus herramientas, se arrodilla y, después de
hora y media de labor, con mucho golpe de cincel y de martillo, mucho
maniobrar de llaves inglesas y destornilladores, y muchos chisguetazos de
aceite de la alcuza, logra terminar su agobiadora faena).
CABALLERO ANDANTE (se pone en pie y se enjuga el sudor de la frente).
¡Uf! ¡Vaya entuerto complicado, señora! Nunca había yo topado con
uno tan hermético y tan difícil de desfacer, por San Crisóstomo, patrón de las
ganzúas.
CASTELLANA (alisándose las faldas). Es que se trata de un cinturón de
castidad de último modelo, fabricado en Maguncia. Y vos sabéis cómo las
gastan los cerrajeros alemanes. El ruin de mi marido lo adquirió para mí
antes de partir para Tierra Santa. Y como según sus cálculos esta cruzada va
a durar cuando menos diez años...

Vargas el averiguador
6
1
Prosiguiendo nuestra implacable campaña para desentrañar lo falso y
lo verdadero que pueda existir en cada proverbio aforismo, adagio, dicho,
dicharacho o refrán, entrevistamos al señor profesor don Obdulio Vargas y
Vargas, alias “El Averiguador”, para averiguar qué hay de cierto en la muy
sobada sentencia de “averígüelo Vargas”.
El profesor Vargas y Vargas es un hombre de mediana edad, más bien
delgado, con ojillos muy negros y vivaces. Estos últimos, unidos a su nariz
puntiaguda y sus bigotes grises e hirsutos, le dan cierto aspecto de ratón,
dicho sea sin ánimo de ofender. Don Obdulio, en efecto, tiene mucho de
roedor: no se está quieto ni un segundo, constantemente husmea el aire
elevando su afilado perfil o echa una carrerilla por aquí y por allá —y a veces
hasta por acullá—-- en su afán de averiguar algo. Al iniciar la entrevista en un
rincón del café, empezó por mirar debajo de la mesa para averiguar si
alguien nos escuchaba escondido, y después palpó el mantel y las cucharillas
con sus dedos ágiles y avezados.
—Lo hago —me explicó—- por si alguien me pide que averigüe si todo
está limpio o no.
— ¿Desde cuándo empezó usted a averiguar cosas, profesor Vargas?
— ¡Averígüelo Vargas! —sonrió—. Puede decirse, señor mío, que yo
nací averiguando cosas. Nos viene de familia. Y como yo soy Vargas por
parte de padre y Vargas por parte de madre, comprenderá usted que en mi
se ha reconcentrado el hábito de la investigación. He ido averiguar, por
ejemplo, que ya desde el siglo XI un remoto antepasado mío llamado don
Pelayo Vargas de la Varguera, natural del pueblo de Vargueño, en el actual
partido judicial de los Vargolines, Burgos, España, sirvió de averiguador
privado nada menos que al Cid Campeador, don Ruy Díaz de Vivar. Fue, por
decirlo así, su FBI particular.
Don Obdulio se interrumpió para averiguar quién había entrado en el café.
Satisfecha su curiosidad, continuó:
—Tan pronto como se instituyó la Inquisición en España y después en
los dominios de ultramar, los miembros de mi familia ingresaron a su
servicio, pues como podrá usted imaginarse, eran unos trinchones para
averiguar quién era judaizante, quién morisco, quién luterano, y quién
hablaba mal de las autoridades eclesiásticas, civiles y militares. Había
muchísima tela de donde cortar. Y fue así que un antepasado mío vino a
México (que según he averiguado en aquella época se llamaba la Nueva
España) para averiguar los trinquetes del virrey en turno. Uno de sus hijos —
de mi antepasado, no del virrey—, llamado don Ulpiano Vargas de la
Varguilla, averiguó entre otras cosas que California no era una isla como se
creía, sino una península. Sus actuales descendientes radican en Tijuana,
donde el servicio de Aduanas los emplea para averiguar quiénes cruzan la
frontera con mariguana, cocaína y otros productos similares.
—O sea que ustedes prácticamente son los fundadores de la noble
profesión detectivesca —comenté.
—Así es —repuso muy ufano el profesor Vargas y Vargas, bebiendo un
sorbito de café para averiguar si tenía suficiente azúcar—. El personaje
ficticio de Sherlock Holmes fue tomado por sir Arthur Conan Doyle de otro
verdadero, que se llamó Chelo Vargas, tío bisabuelo mío- Nuestra familia,

6
2
además, inventó el espionaje. A través de siglos de escuchar la sugerencia
de “averígüelo Vargas”, los Vargas nos especializamos en todos los ramos de
la investigación: local, nacional, internacional, pública o privada. Lo mismo
averiguamos el paradero de un niño que se le pierde a la madre en un
supermercado de Mixcalco, que indagamos los usos prácticos del fluoruro de
titanio en la fabricación de gases neurotóxicos en la Unión Soviética. Igual
inquirimos cuál es la producción de alcachofas en Irlanda, que emprendemos
campañas de investigación de mercados en los cinco continentes, que
escudriñamos la vida privada de la señora doña Fulana de Tal, para descubrir
si efectivamente le está decorando el frontispicio al sufrido de su marido.
Una de nuestras especialidades es la de averiguar quién va a triunfar en
determinadas elecciones. Esto último nos ha ganado las simpatías y el apoyo
del PRI, ya que invariablemente acertamos.
Don Obdulio volvió discretamente la cabeza para averiguar cuánto
pagaba de cuenta el vecino de la mesa numero cuatro.
—$89.50 —me dijo, en voz baja.
Bebí un sorbo de café y volví a la carga:
—Y dígame, profesor Vargas: ¿no los están desplazando a ustedes las
computadoras electrónicas, capaces de indagar las cosas más difíciles en
cuestión de segundos?
El hombrecillo sonrió con aire de suficiencia.
— ¡Todo lo contrario! —exclamó—. Esos aparatos son tan
extraordinariamente complicados, que se descomponen a cada rato. Y
entonces se manda llamar a un Vargas para que averigüe en qué consiste la
avería.
En esos momentos uno de los meseros contestó el teléfono y le hizo
una seña con la mano al profesor. Después de un ligero salto y un breve
gesto de terror, don Obdulio a su vez le hizo seña al empleado en sentido de
que dijera que no se encontraba en el establecimiento. Luego se levantó
atropelladamente de su silla y se despidió.
—Perdone usted —me dijo entre apenado y urgido—, pero tengo que
salir como cohete. Es mi mujer, que anda averiguando dónde ando. Después
de todo, ella también es Vargas.

Solicitudes de matrimonio
De cuando en cuando aparecen en periódicos y revistas, en la sección
de anuncios clasificados, solicitudes de damas que, por una razón u otra,
desean contraer matrimonio. Evidentemente se trata de mujeres con mucho
sentido práctico, que no desean perder el tiempo en noviazgos ni andarse
por las ramas con uno y luego con otro, por lo cual van directamente al
grano. En vez de esperar que alguien las corteje y que después
dadivosamente les ofrezca conducirlas al altar, ellas mismas se lanzan al

6
3
mercado para brindar y exigir condiciones. Examinemos algunos de estos
anuncios, que pintan de cuerpo entero a las gentiles solicitantes:
* * *
“Deseo entablar correspondencia, para fines matrimoniales, con
caballero bajito de estatura, pero puro y virtuoso, de treinta a treinta y cinco
años de edad. Bueno, hasta de cuarenta. Exijo certificado de honestidad
absoluta, expedido por autoridad competente, así como Ingresos no menores
de doscientos dólares (diarios, se entiende) y casita en el campo, pues el
smog de la ciudad me irrita los ojos y me hace toser. Yo soy alta y delgada,
de edad indefinida y sólidos principios morales. Detesto las extravagancias
de la vida moderna, los pantalones de mezclilla, la música “pop” y los curas
progresistas. Amo la humildad, la sencillez y la paz hogareña, pero a la vez
requiero respeto, acatamiento, sumisión y docilidad. Abstenerse hombres
altos y mandones. EPIFANIA MORONGO”.
* * *
“Somos dos muchachas universitarias, cabecitas locas. Nuestras horas
de ocio y asueto son tantas, que nos aburrimos enormemente. Queremos
entrar en contacto con muchachos atléticos, atractivos y sobre todo
solventes, de preferencia a nivel ejecutivo. No importa que no sean
demasiado guapos. Ofrecemos una desinteresada amistad, naturalmente con
fines de matrimonio, pues somos muy liberales, modernas y emancipadas,
pero no tanto como para lo otro. MARÍA DE LAS MERCEDES y MARÍA DEL
SOCORRO”.
* * *
“Soy propietaria de un productivo negocio nocturno específico, cuyo
mantenimiento —sin la seguridad y el apoyo humano que proporciona un
hombre— suele sernos difícil a mí y a mis pupilas. Con fines matrimoniales (o
similares), desearía que me escribiesen caballeros d profunda raigambre
moral, respetuosos, de conducta sobria y austera, preferentemente
musculosos, conocedores de judo y karate y expertos en el manejo de arma
corta, para expulsión de escandalosos, borrachos impertinentes, pandilleros
y clientes morosos. MADAME NANETTE”.
* * *
“Doctora en Filosofía y Letras, hastiada de la vida intelectual y de la
cultura por correspondencia, desea entablar relaciones con machote de pelo
en pecho, de preferencia analfabeto, chofer de camión o boxeador, no
importa SOLEDAD UNAMUNO”.
* * *
“Soltera de treinta años de edad, pero que representa sólo veintinueve,
llenita sin llegar a obesa, con nariz respingona pero no de cola de pato, con
hoyuelos en las mejillas y en otras partes, pelo castaño, tez blanca, educada
con las monjas clarisas, ojos garzos, instrucción primaria buen cuerpo, tres
años de piano y uno de inglés, amante de la música, los chocolates y la
poesía rimada, desea contraer matrimonio con caballero católico, de buena
familia y sólida posición económica, con el propósito de tener hijos e hijas.
FLORINDA GARAMBULLO”.
* * *

6
4
“Viuda respetable por tercera vez, propietaria de acreditada agencia de
inhumaciones, desea contraer matrimonio con caballero alto, muy delgado,
de tez amarillenta, gesto grave, aire melancólico y vestido de negro, para
que me administre a mí y al negocio. EVELIA PLUS ULTRA”.
* * *
“Propietaria de ganado vacuno, lanar y porcino, en su mayoría
hembras, se interesa en mantener correspondencia con señor pueda
proporcionarle sementales de buena raza y naturaleza activa, para la
proliferación de rebaños. Que sea cristiano, de conducta intachable, honda
moralidad y buenas costumbres. El señor, claro. De preferencia con patas y
hocico blancos. Los sementales, se entiende. Si posee conocimientos de
veterinaria, tanto mejor. El candidato, naturalmente. RUPERTA BIRL0CHA”.
* * *
“Norteamericana joven, deportista, rubia, de medidas 90-60-90,
completamente liberada y divorciada cuatro veces, nuevamente desea
contraer matrimonio, esta vez con señor mexicano, no importa que sea
prietito y chaparrito, objeto practicar el español y que le pase maletas por la
frontera de Arizona con mercancía procedente de Sinaloa y Colombia.
Interesados deberán estar dispuestos a pasar temporadas largas fuera de la
República. MAGGIE WILTERCOX”.
* * *
“Solicito marido. SEÑORITA PÉREZ, Avenida de los Cocuyos No. 365,
Tercer piso, Departamento 312”.

La tienda de antigüedades
No crean ustedes que se trataba de una de esas tiendas de
antigüedades que tanto abundan, en las que le ofrecen a uno arcones
supuestamente coloniales, cacharros despostillados, idolillos mayas pero
“made in Japan” y pistolones del año de Juárez, es decir, fabricados en 1972,
que fue declarado oficialmente como tal. Nada de eso. La tienda de
antigüedades a que me refiero era un establecimiento en que se exhibían y
vendían auténticas piezas de hace siglos, todas ellas relacionadas con
personajes y episodios históricos famosos.
Tan pronto corno sonó la campanilla colocada en lo alto de la puerta
(para anunciar la llegada de los clientes), apareció frotándose las manos un
viejecillo arrugado como ciruela pasa, con un ojo azul y otro verde, los cuales
sonreían detrás de sus espejuelos de cadenita.
—Muy buenas tardes, muy buenas tardes —me dijo con voz cascada,
pero amable—. ¿En qué puedo servirle, caballero?
—Mire usted —repliqué-—: busco una antigüedad que, perdonando el
pleonasmo, sea auténticamente antigua. No quiero ninguno de esos gatos
contemporáneos que le dan a uno por liebres del Renacimiento.

6
5
—Descuide usted, señor mío —sonrió el anciano—. Todo lo que hay
aquí es genuino y antiquísimo. Yo soy lo más reciente, y básteme decirle que
hice mi primera comunión en tiempos del virrey don Juan Vicente Güemes
Pacheco de Padilla, conde de Revillagigedo.
—-Muy bien —acepté—---. Muéstreme entonces sus reliquias.
El viejecito me condujo a un mostrador y empezó a enseñarme objetos.
—Aquí tiene usted la quijada del burro de Sansón —me dijo muy ufano.
-—Yo creía que el burro había sido de Caín —comenté, examinando el
vestigio.
—El burro es un animal que, mejorando lo presente, existe desde la era
mesozoica y que ha abundado a través de la historia, hasta nuestros días.
Consecuentemente, no tiene nada de extraño que Sansón haya tenido un
burro. También lo tuvieron Demóstenes, el señor San José, Pedro el Ermitaño,
Sancho Panza, Juana de Arco, Pasteur y mi general Sóstenes Rocha. La
historia está llena de personajes con burro.
— ¿Podría ver alguna otra cosa? —pregunté un poco mortificado por mi
metida de pata.
—Sí, señor, no faltaba más. Mire usted qué preciosas herraduras.
—Me parecen herraduras comunes y corrientes —observé con cierto
escepticismo.
—Tienen el mérito de haber sido las herraduras del caballo de Troya.
— ¿No era de madera?
—Sí, pero le pusieron herraduras de hierro, para despistar al enemigo y
hacerle creer que se trataba de un caballo de verdad. Inclusive los soldados
que llevaba adentro iban relinchando.
— ¿Todos al mismo tiempo?
—No, señor. Uno por uno.
Como no había manera de vencer al viejo en lógica, fingí interesarme
por otro objeto.
— ¿Y ese dado? pregunté, señalando uno en la vitrina.
— ¡Ah! exclamó el anciano. Ese es el dado que utilizó Julio César para
cruzar el Rubicón. “La suerte está echada.”, dijo, y echó un siete.
— ¿Cómo pudo echar un siete, si el dado sólo tiene seis caras?
—Es que arrojó dos dados. Este y otro que me pidió prestado el dueño
de la cantina de la esquina, para que sus clientes pudieran jugar unas
campechanas.
El anticuario se dirigió a otro anaquel y sacó un trozo de extraño
material que parecía piedra.
—Este es un pedazo del pastel que la reina María Antonieta mandó dar
en París al populacho amotinado que pedía pan.
— Y aquel frasco, ¿qué contiene?
—Lo que sobró del detergente utilizado por Don Quijote cuando decidió
limpiar La Mancha.
—Muy interesante —dije—, pero no es exactamente lo que busco.
El vejete medité unos instantes con un dedo apoyado n la nariz (o con
la nariz apoyada en un dedo, según el ángulo desde donde se le mirara) y
después me propuso:

6
6
—Pues mire usted, tengo uno de los huevos de Colón; es decir, de los
que utilizaba para demostrar su célebre teoría. Una maqueta de la casa de
mi general Santa Anna, cuando todavía tenía tejas. La lima que utilizó Juan
Sebastián Bach en su primera fuga. Una radiografía de los pulmones de sir
Walter Raleigh, introductor del tabaco en Europa. Una caja de antigripinas de
la emperatriz Agripina. Un trozo de la hernia que le salió a Pedro de Alvarado
al dar su famoso salto. Un supositorio de los que usaba la reina Victoria de
Inglaterra, nada más que disfrazado de caramelo, pues usted sabe que era
muy pudorosa.
—No —me disculpé__. Perdone usted, pero nada de esto me interesa.
El viejo anticuario meditó unos momentos y después chasqueó los
dedos.
— ¡Ah, ya sé! —exclamó——. Le voy a mostrar un traje de charro.
— ¿Un traje de charro? —pregunté muy extrañado.
—Sí, señor. Una auténtica y venerable reliquia. Es el traje de charro
que utilizó don Fidel Velázquez cuando inició su carrera como líder, hace
muchos, pero muchísimos años...

Sueños en episodios
Dormir, dormir, que cantan los gallos de San Agustín.

Así nos arrullaban nuestras nanas en la época de María Canica, cuando


aún había nanas y en cambio no existía la televisión. En aquellos tiempos la
gente dormía mucho más que la de ahora, sin necesidad de recurrir a
soporíferos ni tranquilizantes, y por lo mismo que los espectáculos públicos
eran pocos y no muy variados, se practicaba con entusiasmo el
entretenimiento de soñar. Y sobre todo de contarse los sueños al día
siguiente.
Había personas, principalmente del sexo femenino, que soñaban series
en tecnicolor que darían punto y raya a las telenovelas de ahora, con
personajes estelares y situaciones de tremendo suspenso. Aparecían en el
reparto amistades y miembros de la familia, vivos o muertos, así como
gentes totalmente desconocidas y animales extraños que daban sus ribetes
de exotismo a los episodios. Los sueños, además, invariablemente se
relacionaban con el porvenir, lo cual les daba un elemento de emoción del
que carecen las series y aun los anuncios más descabellados de la actual
televisión. El soñar con una gallina que ponía un huevo, por ejemplo,
significaba un próximo alumbramiento; con un perro que aullaba, desgracia
inminente en la familia; con un fraile que se paseaba por el corredor con una
vela encendida, tesoro oculto bajo las losas del patio o en algún rincón del
corral, por donde solía desaparecer el lúgubre religioso; con serpientes o
lombrices, maniobras turbias de algún enemigo secreto; Con un delantal,
boda en perspectiva. Claro que a veces se cruzaban los canales y se soñaba
6
7
con una gallina vestida de novia, con un perro que ponía un huevo o con un
fraile que comía lombrices, en cuyo caso se dejaba la interpretación del
sueño al gusto del espectador (que también era el productor).
Mi tía doña Liboria fue una de las soñadoras más prolíferas de fines del
siglo pasado y principios del actual, al grado de que si hubiera vivido en los
tiempos presentes sin duda se habría hecho millonaria como argumentista
cinematográfica o de televisión. Algunos de sus sueños inclusive columbraron
futuros portentos, tales como la bomba atómica, la píldora anticonceptiva, la
llegada del hombre a la luna y la credencial permanente de elector. Fue, por
decirlo así, un Julio Verne femenino y de la almohada. Doña Liboria poseía
además la facultad de encauzar sus sueños por donde le viniera en gana, o
sea que si una noche decidía soñar con camellos voladores que hicieran el
servicio de transporte entre Bagdad y Tacubaya —que era donde vivía—, le
bastaba meterse en la cama con esa idea fija en la mente para disfrutar
durante ocho horas seguidas de escenas dignas de Las Mil y Una Noches,
cuyo relato, a la mañana siguiente, hacía las delicias de todo el vecindario.
En otras ocasiones doña Liboria combinaba diversos personajes
históricos con acontecimientos de la época, o viceversa, y el resultado eran
sueños que hubieran superado a las futuras películas de los hermanos Marx:
soñó a Temístocles bailando el jarabe tapatío con la emperatriz Carlota, en
una tamalada que se celebraba en una de las tantas haciendas de los Landa
y Escandón. Soñó a Nerón vestido de charro en el famoso paseo de Santa
Anita, bebiendo pulque y comiendo manitas de puerco con guacamole.
Muchas noches soñaba a Napoleón Bonaparte o al canciller Bismarck de
Alemania jugando al burro con el austero ministro de Hacienda de don
Porfirio, el licenciado don José Yves Limantour, hasta que llegaba don Joaquín
de la Cantoya y Rico, los subía en su célebre globo aerostático y se los
llevaba a pintar de verde los anillos de Saturno. Otro de sus sueños más
recurrentes era el que don Porfirio Díaz fundaba un partido político de
poderes omnímodos, que duraría muchos más años que los que él llevaba en
la silla presidencial. Doña Liboria, de haber vivido en nuestros días, estaría
empleada como argumentista de Fellini y de Buñuel, o sería consejera del
PRI.
La señora era muy solicitada por propios y extraños, que le relataban
sus sueños para efectos de interpretación. Esto dio como resultado que
llegase a tener un extraordinario archivo onírico, si bien —por desgracia—
nunca llegó a inventariarlo y menos a publicarlo. De haberlo hecho así, los
canales de televisión tendrían ahora material suficiente para cincuenta años.
Pero doña Liboria nació y vivió en una época en que el mercantilismo se
dejaba para los abarroteros. Ella siempre hizo dádiva generosa de sus sueños
extraordinarios y jamás pensó en la necesidad de registrarlos en la oficina de
Derechos de Autor. Lo más que pedía era que la invitaran a tomar en “La Flor
de México” un humeante pocillo de chocolate a la española, que en vez de
provocarle pesadillas (como a otras damas de aquella época del miriñaque,
el corsé y los sombreros de plumas), la hacía soñar en glorioso tecnicolor y
con sonido estereofónico. Y si encima se tomaba una o dos copitas de anís
del mono, sus sueños resaltaban en tercera dimensión.

6
8
Cómo triunfar en sociedad

He aquí una fórmula sencilla para triunfar en sociedad, para convertirse


en estrella entre un grupo de amigos y conocidos (o desconocidos) y para ser
por unos momentos el centro de atracción general.
La fórmula es fácil y aparentemente vulgar —como suelen ser todos los
grandes hallazgos después de haber sido hallados. Es una fórmula al alcance
de cualquiera que desee brillar en una reunión social, sin necesidad de
recurrir a la prestidigitación, sin saber cantar y sin poder doblar llaves y
componer relojes al estilo de Uri Geller.
Para acaparar la atención de la gente, aunque se tenga cara de
retrasado mental, basta decir en cualquier corrillo:
— ¿A que no saben ustedes quién se murió?
Al instante cesarán las conversaciones, todas las miradas se
concentrarán en la persona que acaba de pronunciar tan magistrales
palabras y desde ese punto y momento no habrá oídos más que para él. O
para ella, claro, si es una dama quien anuncia el óbito.
Lo notable del asunto es que no es preciso que el difunto sea una
persona famosa o simplemente allegada. Basta con que sea un lejano
conocido o un cercano desconocido, para que al pronunciar su nombre se
levante un murmullo general y por lo menos tres de los presentes exclamen:
— ¿Pero cómo es posible? ¡Si yo apenas lo vi ayer en la tarde y estaba
bueno y sano!
Como ustedes saben, hay ciertos ciudadanos que creen dar patente de
inmortalidad a todos los congéneres a quienes han visto el día anterior.
Si me pidieran que explicara a qué se debe el éxito tan grande de decir
que alguien se ha muerto, no sabría qué contestar. En realidad de que se
muera una persona cualquiera es lo más factible que le podría suceder
(mucho más que sacarse la lotería, descubrir un remedio contra el cáncer o
dar a luz quíntuples de cinco diferentes colores), pero, sin embargo, por lo
visto es la noticia más inesperada que se puede dar de cualquiera. En el
fondo todos sabemos que la muerte es la cosa más natural y más inevitable
del mundo, pero en cuanto nos enteramos de que alguien la ha cascado, de
inmediato nos lanzamos a difundir la noticia a viva voz, por teléfono, por
telégrafo, por carta y hasta por señas, seguros del éxito que nos espera.
Lo difícil, pues, no es disparar la pregunta de “¿A que no saben ustedes
quién se murió?”, sino encontrar todos los días, o por lo menos una vez a la
semana, un difunto reciente que poder nombrar. Sin embargo, teniendo en
cuenta las tres sugerencias que a continuación se dirán, veremos cómo es
bastante fácil hallarlo:
a) Para tener un muerto a mano con frecuencia, primero se ha de tener
amistad con uno o varios médicos del ISSSTE o de los hospitales públicos y
privados de la zona de que se trate, con objeto de poder contar con
información directa y casi instantánea.

6
9
b) En segundo lugar, conviene mantener relaciones estrechas con las
principales agencias de inhumaciones, las cuales poseen un extraordinario
servicio de premonición, al grado de que muchas veces se enteran de los
fallecimientos veinticuatro horas antes de que éstos ocurran, aunque se trate
de personas en aparente perfecto estado de salud.
c) En tercero, es necesario escuchar las estaciones de radio europeas,
asiáticas y norteamericanas en 1a altas horas de la noche o en las primeras
de la mañana, para enterarse de muertes de personajes importantes, para
así poder dar uno la noticia antes de que la publiquen los periódicos locales.
Este tipo de información da muchísimo prestigio a quien la proporciona.
Ya en posesión del muerto, sólo resta lanzar la frase tantas veces
citada para convertirse, por unos cortos pero sublimes instantes, en la
persona más solicitada, más interrogada, más admirada, más envidiada, en
fin, en la más importante de la reunión.
Para triunfar en sociedad, otros autores recomiendan leer libros muy
gordos e incluso tomar cursos por correspondencia. Un servidor de ustedes,
con la sencillez que le caracteriza, simplemente les recomienda participar un
deceso cualquiera para lograr los mismos apetecibles resultados. Por nada.

El terrorista
y la ancianita
El joven terrorista entró en el parque, miró a uno y otro lado, escogió
una banca semioculta entre los árboles y a ella se dirigió, tratando de pasar
inadvertido. Al llegar a la banca, depositó con sumo cuidado sobre el asiento
el voluminoso envoltorio que traía bajo el brazo y luego él mismo se sentó al
lado, enjugándose el sudor que empapaba su rostro de mozalbete. Distraído
en esta labor, no se dio cuenta de la llegada de una ancianita, frágil y
encorvada, que se plantó frente a él y lo miró con aire de reproche.
— ¿No tiene inconveniente en hacerme un sitio, joven? —le dijo la
anciana con voz severa y fuerte acento vasco—. El paquete de ropa lo puede
dejar en el suelo, donde no moleste a nadie.
—No es un paquete de ropa —replicó el terrorista con gesto torvo—. Es
una bomba.
—Razón de más para quitarla de ahí —insistió la vieja, impertérrita—.
No querrá usted tenerme aquí de pie, esperando a que estalle.
El terrorista cogió de mala gana d envoltorio y lo puso en el suelo. La
ancianita limpió con un pañuelo el trozo de asiento desocupado, se acomodó
en él y pausadamente sacó de su bolso una bola de estambre y un par de
agujas. Empezó a tejer y, sin levantar los ojos de su labor, inquirió
indiferente:
— ¿Tiene mucha potencia el cacharro ese?

7
0
—No lo sé —se encogió de hombros el joven—. Yo no fabriqué la
bomba. Pero me figuro que tendrá la suficiente como para destripar a medía
docena de cochinos burgueses.
— ¡Ah! —sonrió la anciana, sin dejar de tener y sin apartar la vista de
su tejido—. Se trata entonces de una bomba para destripar cochinos
burgueses, ¿no?
— ¡No! —gruñó el terrorista—. Es para volar la embajada de Torlonia,
por imperialista.
La dama meditó unos momentos y luego dijo:
—-La embajada de Torlonia, y lo digo con conocimiento de causa, ya
que yo vivo al lado, ocupa un edificio muy grande y bastante sólido. ¡Y tú
piensas volarla con una bombita cuya potencia ni siquiera conoces! Vas a
fracasar, muchacho, y perdona que te lo diga.
— ¿Y a usted qué demonios le importa que fracase o no? ¿Es usted por
ventura la embajadora? ¿La esposa, o la madre o la abuela del embajador?
¿O acaso la portera?
La anciana no sólo no se molestó, sino que sonrió dulcemente.
—No soy más que una persona con experiencia y sentido común, hijo. Y
si quisiera volar una embajada, especialmente una de un país capitalista (que
suelen construir sus edificios de manera muy sólida), pondría una bomba con
fuerza suficiente para conseguir mi objetivo. No para romper unos cuantos
cristales, que después de todo se pueden hacer añicos a pedradas, con
menor esfuerzo, y desde luego con menos ruido.
El joven terrorista no pudo disimular su ansiedad:
— ¿Cree usted que sólo podré romper unos cristales, señora?
— ¿Cómo voy a saberlo, hijo, si yo tampoco he fabricado la bomba y
por lo tanto ignoro su potencia? —se encogió de hombros la viejecita.
El jovenzuelo empezó a roerse las uñas.
—Anda, anda —continuó la anciana sin levantar la vista de su tejido—.
Vete a casa y vuelve con una bomba de verdad, como las que se usan en las
guerras. Lo demás son ganas de exponerse a un disgusto y de perder el
tiempo.
Cabizbajo, el joven terrorista cargó con su envoltorio y se alejó con
gesto preocupado, sin despedirse siquiera de la ancianita. Ésta lo miró
marcharse con el rabillo del ojo, y sin dejar de tejer, suspiró con melancolía.
— ¡Esta alocada juventud de ahora! —se dijo para sus adentros—. Ni
siquiera saben qué potencia tienen sus explosivos.
Después cruzó por su mente el recuerdo de cuando cuarenta y tantos
años atrás, antes de venir como exiliada a México, había militado en España
a las órdenes de Lola Ibárruri, “La Pasionaria”, y había volado trenes, puentes
y convoyes con cartuchos de dinamita, que primero encendía cual si fueran
puros habanos, es decir, colocándose los entre los dientes. Y cuya potencia
conocía perfectamente, ya que ella misma los fabricaba.

7
1
El misterio de los
restaurantes
Un día un amigo mío entró en cierto restaurante muy conocido de la
ciudad de México, y al pasar frente a una mesa donde un señor todo gafas y
barbas se disponía a entendérselas con un guachinango frito al mojo de ajo,
mi amigo inclinó la cabeza y saludó muy fino. El señor de las gafas y las
barbas titubeó un momento, pero después se levantó de su asiento y
correspondió al saludo.
—Perdone usted —dijo----—, pero soy un pésimo fisonomista. ¿Tendría
la bondad de decirme dónde nos hemos conocido?
—Que yo sepa, en ninguna parte —repuso afablemente mi amigo.
— ¡Ah! —sonrió el otro, entre la maraña de su maleza facial—.
Posiblemente haya usted visto mi fotografía en los periódicos. Como acabo
de recibir un premie literario... Soy Fulano de Tal.
—Mucho gusto —volvió a inclinar la cabeza mi amigo—. Pero tampoco
he visto su fotografía en los periódicos. Tengo como norma no leerlos.
El de las barbas literarias volvió a sentarse, un poco amoscado.
— ¿Entonces a quién ha saludado usted? —preguntó.
—No he saludado a nadie —sonrió mi amigo—. Simplemente me he
despedido de ese guachinango.
— ¿De este guachinango? —alzó las cejas el premiado.
—Si, señor. Posiblemente le sorprenda a usted, pero ese guachinango
que se dispone a finiquitar de una manera tan definitiva, es un viejo conocido
mío. Hace más de un año que lo he visto casi a diario en ese mismo platón,
con esa misma decoración de perejil y esas mis- roas rodajitas de limón. Al
principio creí que se trataba de un guachinango de cartón o de matcrial
plástico, pero después recordé que lo vi llegar entre hielos procedente de
\reracruz, en el camión de un compadre mío que fue introductor de
embajadores y ahora es introductor de pescado. A fuerza de toparme con el
guachinango, me pareció que me reconocía, como yo a él. Y hace un
momento me dio la impresión de que el pobre me dirigía una mirada de
despedida. Por eso correspondí a su adiós...

* * *

El caso de mi amigo no es insólito. Es decir, si es insólito en el sentido


de que haya reconocido al guachinango, pero no lo es si se toma en cuenta
que todos los días, en todos los restaurantes del mundo, el público se cruza
con pollos, pavos, pescados, terneras, cerdos, reses y camarones que llevan
meses y hasta años de estar allí. De otra manera, ¿cómo se explica uno que
en los “menús” aparezca una lista tan larga de los más variados platos, los
cuales se sirven al cliente en cuanto los pide?
Uno de los más grandes misterios de los restaurantes (claro que hablo
de los establecimientos dignos de ese nombre, y no de los comedores
públicos donde siempre le salen a uno con un “no hay” o un “ya se acabó”),
es que invariablemente tienen más provisiones que clientes. No todos los

7
2
días, qué caramba, entra un señor a pedir un bacalao a la vizcaína. A lo
mejor pueden pasar tres o cuatro meses de un tirón sin que a nadie se le
ocurra pedir bacalao a la vizcaína. Tres o cuatro meses y aun tres o cuatro
años. No es éste un plato que tenga extraordinaria demanda en México. Sin
embargo, un buen día llega usted al restaurante, revisa la carta y su mirada
se detiene en el bacalao a la vizcaína. “¡Hombre! —piensa usted—. Hace
años que no como bacalao a la vizcaína. Voy a pedirlo”.
Lo pide usted y se lo traen. Ahora bien: ¿de dónde salió ese bacalao? Si
pregunta, le dirán que lo recibieron de Noruega esa misma mañana. Pero lo
más probable es que haya estado en el congelador desde que Noruega
alcanzó su independencia. Y lo mismo ocurre con muchos otros productos del
mar, del aire, del establo o del chiquero, que no son de consumo cotidiano
pero que, al pedirlos, siempre los tienen en los restaurantes.
¿ Cómo pueden saber los propietarios o los encargados cuántas
personas van a pedir mojarra a la parrilla, criadillas empanizadas o ancas de
rana el martes 29 de noviembre? Lo más probable es que ninguna. No
obstante lo cual, deben estar preparados; y puesto que la mojarra, las
criadillas y las ancas de rana aparecen en el “menú”, se abastecen de ellas
con varios años de anticipación por si se las ordena algún cliente. Y a lo
mejor nadie las ordena hasta la próxima Semana Santa o el 16 de
septiembre de 1990, pero las mojarras, las criadillas y las ancas de rana
tienen que estar allí, como los “boy scouts”: siempre listas.
¡Oh milagros de la congelación y posiblemente de la fosilización! Si
tuviésemos la facultad de observación de mi amigo, el que se despidió del
guachinango, no sería remoto que al entrar en un restaurante
encontrásemos a infinidad de viejos conocidos, algunos contemporáneos
nuestros, de cuando éramos estudiantes de preparatoria. Bueno, no tanto,
pero digamos de cuando entraron en la ciudad de México las fuerzas
constitucionalistas.

Frustraciones de la
literatura rusa
Una de las más grandes frustraciones de mi vida es la literatura rusa.
(Tengo muchas otras, cuya lista completa puedo proporcionar a los lectores
que la soliciten, siempre y cuando acompañen su pedido con un sobre
debidamente timbrado).
Desde muy joven me interesaron extraordinariamente Gogol,
Turgueniev, Dostoyevski, Tolstoi y Gorki; y ya de viejo, Pilniak, Zoschenko,
Ehrenburg y el gran Boris Pasternak. Sin embargo, confieso con las orejas
rojas de vergüenza que nunca he sido capaz de terminar un libro de autor
ruso. En marzo de 1937 inicié la lectura de “Crimen y castigo”, y a la fecha
voy en el capítulo 5. En septiembre de 1939, cuando Hitler empezó la
Segunda Guerra Mundial, yo empecé “La guerra y la paz” de Tolstoi, pero
todavía no logro pasar de la página 275. Llevo más tiempo con Ana Karenina

7
3
que con mi propia mujer. Y por lo que respecta a “Los hermanos Karamazov”,
puede decirse que crecimos juntos y nos hablamos de tú, pero aún no logro
enterarme de cuántos son y por fin cómo se llaman.
El principal problema de la literatura rusa es precisamente ése: el de
los nombres. Tanto de los personas como de las localidades. Los novelistas
rusos seguramente iniciaron sus carreras como compiladores de directorio
telefónicos y ya nunca pudieron sacudirse el hábito de amontonar nombres y
más nombres. ¡Y qué nombres! En “El doctor Zhivago”, por ejemplo,
Antonina Alexandrovna Gromeko (Tonia) es la hija de Alexander
Alexandrovich Gromeko, profesor de química, y de su esposa Anna Ivanoyna,
cuyo padre fue el terrateniente y traficante en hierro Ivan Ernestobich
Krueger. El propio personaje principal se llama Yurii Andreievich Zhivago (de
pequeño conocido indistintamente como Yura o Yurochka), hijo de Anctrei
Zhivago y de María Nikolaievna Zhivago. Su medio hermano Evgraf
Andreievich Zhivag es hijo del mismo padre y de la princesa Stolbunova-
Emrici, pero el que se hace cargo de Yurii (Yura o Yurochka) es Nikolai
Nikolaievich Vedenaipin, a quien todo el mundo llama tío Kolia.
Los personajes de las novelas rusas, además de constituir legión y de
tener nombres kilométricos y endemoniadamente enrevesados, cambian de
apelativo según la estación del año o bien adoptan alias y diminutivos para
despistar a sus perseguidores, pero que no tienen relación alguna con los
nombres propios originales. (A los personajes rusos, tanto ficticios como
verdaderos, siempre los persigue alguien). Así, al escolar que aparece por
primera vez en la página 78 de la novela “Cuando los girasoles beben vodka”
como Terentii Pavlovich Blazheiko (llamado Goshka por su madre, Sanka por
su padre y Koska por el abuelito Vasili Popovich Ochichornia), lo perdemos de
vista en los siguientes siete capítulos y volvernos a encontrarlo en la página
319, ya corno un anarquista con barba y bigote. Sólo que ahora se llama
Viadimir Vdovichenko y se le conoce en las listas negras de la policía secreta
del zar como Kaminsky, Gogoskin o Podenko. Nuevamente desaparece de la
escena, obliterado por los cientos de personajes que se abren paso a codazos
y empujones para figurar en la novela, sin que volvamos a tener noticia de él
hasta la página 823, cuando ha vuelto de Siberia y se encuentra oculto en
una ducha en las afueras de Kamennodvorsky, escribiendo poesía
revolucionaria. Pero ahora se le conoce como Boris Mikhailovich Ostropov,
alias Chicharin. (Sin embargo, su amante Medredikha Feodorovna Grushenko
lo llama “papushko” y otras ternezas eslavas). Veinte años y cuatrocientas
páginas después, nos enterarnos de que, denunciado por la canalla
Medredikha, murió tuberculoso en la prisión de Kokologradov. Para entonces,
claro, se llamaba Dimitri Kriyanevich Piolinsky, si bien sus compañeros de
celda le decían Pepe.
En las novelas rusas los incontables personajes van y vienen, vienen y
van. Y corno muchos de ellos se llaman Ivan, el resultado es que el lector
termina haciéndose un lío de espanto. Existe también la tendencia, por parte
de los autores, a andarse por las ramas de todos los árboles genealógicos:
empiezan a interesarnos en el cosaco Barbarov, tan magistralmente descrito
que nos parece verlo, oírlo y hasta olerlo, pero al hacer mención de su tía
Anastasia Petrovna, no resisten la tentación de abrir un paréntesis de cien

7
4
páginas para contarnos su vida y la de sus cuñados, y luego las aventuras y
desgracias de los primos hermanos y segundos de estos. Cuando por fin
vuelve a aparecer Barbarov, ya no recordamos quién es y no nos queda más
remedio que comenzar de nuevo el libro.
Por eso me confieso culpable de nunca haber podido terminar una
novela rusa. Me apabullan las muchedumbres de Oskys, Offs y Enkos. Por no
hablar de que la acción comienza en Krestovozdvizheflsk y sigue a lo largo de
Novomoskovsk, Tovarvoronezh, Vereshchagino, Sosnosky Cheremdinka y
Severnaya Tavozskoye, con escalas intermedias en todas las estaciones de
bandera del ferrocarril transiberiano y los recovecos del Don y del Volga. Y
francamente uno es muy poquita cosa para asimilar toda la geografía de la
Santa Madre Rusia.

Servicios telefónicos
En la actualidad, la mayor parte de las empresas comerciales hacen
toda clase de monerías para atraerse a la clientela: obsequian bicicletas,
regalan chicles o bolígrafos, ofrecen viajes de ida y vuelta a Europa, rifan
casas y hasta brindan servicios de alcahuetería para conseguir novias o
novios. No hay compañía que no destine buena parte de su presupuesto a
hacer regalos, sabiendo que no hay mejor anzuelo para granjearse al cliente,
ya que a todos nos encanta recibir algo a cambio de nada.
La única empresa que no sigue tan laudable política, es la Compañía de
Teléfonos. Jamás nos da nada, como no sean disgustos. Hasta los mismos
directorios tenemos que pagarlos. Si siguen así, llegará el día en que el
público, despechado porque nunca recibe ni el más insignificante obsequio,
decidirá prescindir del teléfono para volver a las señales de humo y a las
palomas mensajeras. A fin de que tal cosa no suceda —en bien de la
empresa y del público—, a continuación me permito sugerir algunos servicios
que podría ofrecer la compañía telefónica gratuitamente a sus suscriptores,
ya que no quiere darles triciclos, lavadoras automáticas ni excursiones de fin
de semana a Cozumel o Puerto Vallarta:
TELÉFONO PÚA. Sería muy útil para los maridos cuyas mujeres se pasan
el día y buena parte de la noche con el auricular pegado al oído, hablando
horas y horas de cosas sin trascendencia. Este aparato tendría la
peculiaridad de que, a los tres minutos de conversación, le saliese una púa,
que se clavaría discretamente en la oreja de la señora. O de la señorita,
tratándose de hijas quinceañeras, que también son campeonas de resistencia
al teléfono. De persistir en el monopolio del aparato, a los siguientes tres
minutos saldría otra púa, más grande que la anterior y esta vez con veneno.
POLICÍA INSTANTÁNEA. El auricular estaría especialmente preparado para
que, al marcar el número de la policía, se ponga en funcionamiento un

7
5
cargador que haga salir por el otro extremo del aparato una ráfaga de
disparos, los cuales pueden dirigirse disimuladamente sobre los ladrones.
BOMBEROS INMEDIATOS. Como ingeniosa variante de lo anterior, bastaría
marcar el número de los bomberos para que inmediatamente salga del
auricular un potente chorro de agua, que permita apagar el fuego sin más
trámite, en tanto llegan los integrantes del heroico gremio. Cuando éstos
llegasen, como ya no habría fuego que apagar, se les invitaría a café o a
tomar una cerveza, y todos tan contentos.
SERVICIO DE NANA. Muchas madres que no pueden conseguir nana o que
no tienen voz adecuada para arrullar a sus criaturas, se enfrentan con el
problema de que no pueden dormirlas. Marcando un número determinado, y
colocando el auricular en la cuna del niño, una señorita especializada
cantaría “a la rorro nene, a la rurru ya” durante el tiempo necesario para que
éste cerrase los ojitos y dejara de dar berridos.
CUENTABORREGOS. Parecido al anterior, pero al servicio de insomnes
adultos. Al igual que en algunas ciudades existe un servicio de despertador,
debería existir en todas partes otro de dormidor. Sencillamente, al marcar el
número correspondiente, una voz femenina, suave y uniforme, contaría para
nosotros hasta diez mil borregos. En caso de que ni aun así se pueda
conciliar el sueño, se podría concertar una cita con la dueña de la suave voz
femenina para salir a tomar unas copas y a bailar a algún centro nocturno.
DESAHOGO AUTOMÁTICO. También en algunas ciudades existe ya un
excelente servicio telefónico para suicidas, o mejor dicho, para candidatos al
suicidio. Si usted tiene el propósito de tirarse de un décimo piso, de abrirse
las venas o de tomarse tres frascos de soporíferos, basta con llamar a un
número donde un interlocutor comprensivo escucha pacientemente sus
razones para abandonar este mundo, y después —siempre con voz agradable
y mesurada— trata de disuadirlo, haciéndole ver que no vale la pena
autoeliminarse por razones que en el fondo son baladíes. En algunos casos,
sin embargo, la voz agradable y mesurada está completamente de acuerdo
con el presuicida e inclusive lo urge a llevar a cabo sus propósitos lo más
pronto posible.
De igual manera, la compañía telefónica podría brindar a sus
suscriptores un servicio de desahogo, que tendría dos variantes: la voz de un
supuesto jefe y la voz de una fingida esposa. De esta manera el suscriptor,
antes de salir a la oficina, llama al número correspondiente y le dice al
interlocutor las cuatro frescas y las cinco barbaridades que siempre ha
querido decirle al jefe. De esta manera desahoga sus reconcomios y llega a
su trabajo mucho más tranquilo. De igual modo, antes de regresar al hogar,
desde el bar donde hace escala, llama al Servicio de Desahogo Conyugal y le
grita una serie de imprecaciones e insolencias a su presunta esposa,
informándole que está bebiendo con sus amigotes y que llegará a casa a la
hora que le dé la gana, si es que llega. Y que si no le conviene, ya puede ir
haciendo sus maletas para largarse a casa de la bruja de su madre. La voz
femenina se limitará a gemir y a decir “si, mi vida”. Después de este alivio, el
interesado llegará a su hogar de excelente humor, ya sin ganas de pleito y
dispuesto a ser él quien diga “si, mi vida”.

7
6
Como ustedes, señores de la Compañía de Teléfonos, hay muchísimas
maneras de halagar al cliente, con un mínimo de gastos y molestias.

Contacto cósmico
El representante de la república africana de Zambombia llegó a su
elegante departamento en Long Island y encontró una nota debajo de la
puerta:

Lo hemos elegido a usted —decía la nota— para que haga llegar


nuestra voz al Parlamento mundial que es la Organización de las Naciones
Unidas, a pesar de sus muchos fallas y defectos. Oportunamente le daremos
instrucciones Su cumplimiento se verá espléndidamente recompensado. Por
otra parte, su desobediencia significaría una muerte lenta y dolorosa. El
Comité Interplanetario.

El diplomático africano se quitó el sombrero “homburg”, se acomodó


en el sofá de su salita y volvió a leer la nota, suponiendo que se trataba de
alguna broma de mal gusto de los pandilleros del barrio, que ya en otras
ocasiones se habían burlado de él por ser negro pero no hablar como
boxeador ni vestir como cantante de “rock and roll”. Inclusive le habían
tirado trompetillas y hasta piedras. Sin embargo, al disponerse a leer otra vez
la nota, para su enorme sorpresa vio que el texto había cambiado:

No, no se trata de una broma, señor Mboto Bongo- Bongo. Por razones
que no Podemos explicar de momento, nuestro único medio de comunicación
con usted es el presente. Y usted a la vez es nuestro único medio de
comunicación con los habitantes del planeta Tierra. Más tarde comprenderá
las circunstancias que nos obligan a valernos de estos conductos. Por el
momento vaya a prepararse un whisky doble para que se le calmen los
nervios.

A pesar de que era un hombre culto que se había doctorado en la


Universidad de Oxford, al representante de Zambombía se le vinieron encima
de golpe cinco mil años de terror y superchería mandinga. Con los ojos
saltándosele de las órbitas, con mano temblorosa dejó la nota sobre el sofá,
se dirigió a su pequeño bar portátil y se atizó media botella de Chivas Regal.
Así, reconfortado, volvió al sofá y leyó una vez más el extraño documento,
cuyo texto nuevamente había cambiado:

¡Le dijimos que se tomara un whisky doble, animal, no media botella!


Por esta vez le perdonamos el exceso, pero en lo sucesivo deberá obedecer
nuestras instrucciones al pie de la letra.

7
7
El diplomático africano no supo si excusarse verbalmente (lo cual
parecía ridículo, no habiendo interlocutores presentes) o si contestar por
escrito. Sin embargo, su titubeo no duró mucho tiempo, ya que ante su
mirada estupefacta volvió a cambiar el texto de la nota:

No se torture sobre la forma en que debe disculparse. Ya está


perdonado. Váyase a dormir tranquilo. Mañana, por este mismo conducto, le
diremos cuál debe ser su intervención ante la Asamblea General de la ONU.
Buenas noches, señor Bongo-Bongo.

El representante de Zambombia dejó la nota sobre una mesita y le hizo


una respetuosa inclinación con la lanuda cabeza. Después, con la mente
dándole vueltas como un rehilete, se desnudó, se puso su pijama, se lavó los
dientes y se metió en la cama. Evidentemente se encontraba en el umbral de
portentosos acontecimientos: el primer contacto con seres ultraterrestres,
que se valían de insospechados medios de comunicación y eran capaces de
leer el pensamiento de los humanos. Posiblemente eran invisibles o bien
pertenecían a una dimensión desconocida en la Tierra.
A la mañana siguiente el representante de Zambombia se despertó ya
cerca de las once (siguiendo la sabia y saludable costumbre diplomática),
cuando la mujerona irlandesa que le preparaba el desayuno y arreglaba el
departamento se encontraba limpiando la alfombra de la sala. El señor
Bongo-Bongo se levantó de su salto y fue en busca de la nota. Pero encima
de la mesita no había nada.
—Señorita Collins —preguntó el embajador a la maritornes—, ¿no vio
usted un papel que dejé sobre esta mesa?
La mujer desconectó la aspiradora para poder oír mejor.
— ¿Qué dice? —preguntó a su vez.
—Que si no vio usted un papel que dejé encima de esta mesa.
— ¡Ah, sí! Como estaba en blanco, lo utilicé para dejarle un recado al
lechero.
El moreno diplomático se llevó las manos a la cabeza.
— ¡Válgame San Martín de Porres! ¿Y dónde lo puso?
—Dentro de una botella vacía. Supongo que aún debe estar en el
pasillo. Le avisaba a Mac que solo dejara un...
El señor Bongo-Bongo pegó un salto africano hacia la puerta. La abrió
violentamente y miró hacia afuera. En el pasillo no había ninguna botella.
—Ya debe habérsela llevado —observó la mujerona irlandesa.
— ¿Y qué hace el lechero con los recados que le dejan?
—Los anota en su libreta.
— ¿Pero qué hace con el papel? —insistió nerviosamente el
diplomático.
—Por regla general hace una bolita con él, que después dispara con el
índice y el pulgar juguetonamente contra el gato de la portera.
— ¿Y el gato qué hace con ella?
— ¿Con la portera?
— ¡No, señorita Collins, por Dios! ¡Con la bolita de papel! ¿Qué hace el
gato con la bolita?

7
8
— ¡Ah!... Pues no sé. Supongo que se la come. Usted sabe que a los
gatos les encanta todo lo que tenga un ligero sabor a leche. Y como el papel
estuvo metido algunas horas en la botella...

* * *

Desde aquel día hasta la fecha (y de esto ya han transcurrido algunos


años), el representante de Zambombia asiste a todas las sesiones de la
Asamblea General de la ONU con un gato bajo el brazo. Pero el minino nunca
ha dicho ni miau. Los colegas del africano ya se acostumbraron a verlo así y
sonríen benévolamente cuando el señor Bongo-Bongo les explica que el gato
puede convertirse de un momento a otro en contacto con seres de otros
planetas. Siempre ha habido pequeños detalles corno éste, que retrasan los
grandes acontecimientos de la historia.

Matrimonio sin hijos


Estaba yo en casa de unos amigos tomando café y coñac de
sobremesa, cuando me sorprendió oír, procedentes de la habitación de
arriba, una serie de lloros estridentes y gritos infantiles. Me extrañó porque
sabía que mis amigos, a pesar de llevar veinte años de casados, no habían
tenido descendencia ni habían adoptado a ningún crío. Los llantos se hicieron
cada vez más fuertes, hasta llegar un momento en que resultaron
francamente insoportables.
—Yo creía que ustedes no tenían hijos —--dije a mis amigos, buscando
mentalmente algún pretexto para despedirme lo antes posible.
—En efecto, no los tenemos —repuso él—. Pero ya que Dios no quiso
concedérnoslos, a Aurorita y a mí nos gusta saborear las ventajas de no
tenerlos. Observa que en estos momentos el llanto infantil que escuchas se
ha hecho inaguantable, como para volver loco a cualquiera. Pues bien:
simplemente oprimo este botón y el ruido cesa instantáneamente.
Mi amigo oprimió el botón y en el acto se hizo un bendito y confortable
silencio. Después me explicó que se trata de una cinta magnetofóníca en la
que habían grabado los llantos de un niño particularmente estruendoso, para
darse el gusto de callados en una décima de segundo, sin tener que arrullar a
ningún mocoso y menos tener que recurrir al feo delito de infanticidio. Esto,
me dijo, no podía hacerlo ninguno de sus amigos con hijos.
—Otro de los placeres que disfrutamos —agregó—, consiste en solicitar
las tarifas de diversos colegios. Cuando las recibimos al iniciarse el año
escolar, Aurorita y yo bailamos de gusto al ver el dineral que nos vamos a
ahorrar: miles y miles de pesos por concepto de inscripciones, colegiaturas,

7
9
útiles escolares, cuotas para infinidad de cosas, regalos a las maestras,
uniformes, fiestas escolares, rifas, clases especiales de ballet o de guitarra,
de rumano y de karate... Con la mitad de lo que nos ahorramos, nos vamos a
pasar un mes de vacaciones a Europa.
Observé que en las mesitas de escasa altura, en la sala y el comedor,
había ceniceros de fino cristal, figurillas de marfil y juegos de té en delicada
porcelana china. Todos ellos objetos que hubiera sido suicida exhibir en una
casa con niños.
Aurorita, impecablemente bien vestida, manicurada y peinada, volvió a
llenar nuestras copas y explicó con una sonrisa:
—También vamos con frecuencia a las farmacias para preguntar los
precios de diversos productos para la lactancia y la primera infancia, así
como toda clase de medicamentos para niños. Hace poco tuvimos una gran
satisfacción al ver que los precios de todo esto habían aumentado en un
doscientos cincuenta por ciento, sin que nosotros tuviéramos que pagarlos.
—Y no se diga lo que nos ahorramos en cuentas de médicos —sonrió a
su vez mi amigo—. Por cada embarazo y alumbramiento que no tuvo,
Aurorita se compró diversas alhajas, abrigos de pieles y cantidad de vestidos,
que tienen la ventaja de no mojar la cama, vomitar sin razón alguna ni sufrir
sarampión cada rato. Esta casa, así como nuestros dos automóviles, los
fuimos pagando con lo que hubiéramos tenido que pagar al médico a cuenta
de diarreas, viruelas locas, erupciones, anginas, empachos por haberse
tragado botones o botes de pintura, descalabraduras y roturas de huesos por
haberse caído de árboles y bardas, etcétera, etcétera.
—No olvides tu equipo de golf ni tu lancha de pesca deportiva —dijo
Aurorita.
—No los olvido, mi amor —repuso mi amigo alargando el brazo hacia la
botella—. ¿Cómo voy a olvidarlos? Los pude adquirir con lo que nos
ahorrarnos simplemente en ropita y zapatos.
—Y considerando que los primeros de nuestros chicos ya serían ahora
mayorcitos —rió Aurorita—, Pepe goza de lo lindo llamando a medianoche a
diversas comisarías para preguntar si está detenido Fulanito de Tal por
vagancia, pandillerismo, embriaguez agresiva o por fumar mariguana en la
vía pública. Al informarle que no, Pepe se acuesta muy tranquilo y duerme
toda la noche corno un bendito.
—Igual que goza Aurorita —rió a su vez Pepe— dejando aspirinas,
barniz para las uñas, alfileres, agujas y veneno para ratas por toda la casa,
sin que a nadie se le ocurra llevárselos a la boca. Ni siquiera a las ratas.
Cuando salí de la casa, me extrañó que me despidieran a gritos, como
si yo fuera sordo o ellos estuvieran borrachos, ninguno de los cuales era el
caso.
— ¿Por qué esas voces? —les pregunté desde la acera.
—Es que como ya son las dos de la mañana y no tenernos niños
pequeños —me respondieron a carcajadas—, podemos darnos el gusto de
dar alaridos sin temor de que se despierte ninguno.

8
0
El foco fundido
Anoche se nos fundió el foco del comedor.
Al principio no no resignábamos a aceptarlo, pero cuando lo quitarnos
del casquillo y vimos su filamento partido en dos, tuvimos que admitir que se
nos había ido para siempre. Mi mujer lloró un poquito y quiso vestirse de
medio luto, si bien después decidió que no, ya que lo negro le mancha el
cutis (por eso nunca aceptó a un pretendiente que tuvo, originario de
Alabama). Los niños mayores no cesaron de preguntar: “Papá, ¿qué le pasó
al foco?”, o “Mamá, ¿por qué ya no se enciende el foco del comedor como
antes?” A los niños más pequeños les ocultarnos la noticia, pues aún no
están en condiciones de comprender lo que es la muerte, sea de focos o de
abuelitos.
Este foco del comedor era el más joven de la casa. Apenas hacía dos
meses que lo habíamos encargado —no de París, sino del supermercado-—,
de modo que aún era una criatura de foco, casi un niño de foco. Por eso
todos sentíamos tanto cariño y ternura por él. Nuestros chicos lo querían
corno a un hermanito.
¿Cuándo le llega su hora a un foco? Pasa como con las personas: nadie
lo puede saber exactamente. Hay focos que llegan hasta los ochenta y tantos
años, llenos de achaques, es verdad, pero llegan; en tanto que hay otros que
mueren a los pocos días de nacidos.
En casa de mis padres tenían un foco centenario que daba mucha lata
y no dejaba dormir por las noches con sus continuos carraspeos y sus
repentinos encendimientos a deshoras, pero que tenía el mérito de haber
sido colocado allí por don Guadalupe Victoria, el primer presidente de la
República. El mérito consistía principalmente en que en aquella época aún no
se había descubierto la electricidad, o sea que nadie se explica cómo
funcionaba.
Por otra parte, hay focos que nacen muertos y otros no resisten el
primer choque violento de la corriente. Con un débil fogonazo abandonan
este mundo en el momento de entrar en él. Ni siquiera tienen oportunidad de
recibir el bautizo de la primera pinta de mosca. Son foquitos inocentes, que
vuelan al limbo de la Westinghouse.
En casa —que es la de ustedes— los focos tienen un término medio de
vida de cinco años, siempre y cuando no estén al alcance de los niños ni de
las criadas. El foco más veterano es el de la cocina, al que calculamos una
edad provecta de quince años, pues lo compré en Madrid cuando vivía yo en
aquella entonces agradable ciudad. Ahora es una olla de grillos, como la
capital mexicana, aunque no tanto. El foco en cuestión, por lo tanto, es un
foco español; y como tal, se niega terminantemente a que lo llamemos foco.
Es una bombilla, coño. Cuando decimos: “Prende el foco de la cocina”, se
niega a funcionar. Pero si decimos: “Enciende la bombilla”, entonces se
ilumina del todo y se contonea muy salerosamente. Además, la dicha
bombilla tiene mucho de mujer, y de mujer española: es caprichosa,
8
1
impulsiva, ardiente, celosa (de las luces del pasillo), redondita, se pasa la
vida en la cocina y hasta huele a ajo. A veces me parece que tararea
pasodobles y trozos de zarzuelas. Y cuando hay apagones, suelta tacos muy
castizos y expresivos, terminados en oños, agos, eches y etas.
En mi despacho tengo un foco algo pachucho. No es tan viejo como
doña Bombilla, pero está enfermo. Enfermo por agotamiento, pues en
muchas ocasiones lo he tenido encendido hasta las tantas de la madrugada,
por estar leyendo o escribiendo, y en otras se me ha olvidado apagarlo en
toda la noche por haberme quedado dormido en el sillón de mi despacho o
por haber llegado algo trompa. Este foco produce ahora una luz amarillenta,
débil, a veces intermitente, pues padece anemia. Sin embargo, no he querido
sustituirlo, porque sé que el día que lo cambie de casquillo, se muere.
Además del enorme efecto que le tengo.
De cuando en cuando se produce una epidemia de focos y se van
muriendo uno tras otro en breve plazo. Es porque los cables han caído en
algún charco de aguas negras, o rozado un nido de ratas, o a un animal
muerto, y entonces la electricidad se contamina. En estos casos
inmediatamente quitamos los fusibles y no volvemos a encender un foco
hasta que ha pasado todo el peligro. De esta manera tenemos unos focos
sanotes y rozagantes, a tal grado que a veces nos los pide prestados la
Comisión Federal de Electricidad para usarlos en sus anuncios. Si bien,
lamentablemente, nunca nos agradece nada.
Por todas las razones antes expuestas nos causó tanta pena que se
haya fundido el foco del comedor. Hay algunos focos que avisan con
relampagueos y estertores que les ha llegado su última hora, pero éste se
murió de repente, creo que de un infarto del filamento. Sólo tuvo un segundo
de brillo, un segundo de gloria, un segundo de esplendor inusitado, que lo
hizo parecer bujía de ciento veinte vatios, siendo que solamente era de
modestos sesenta. Después hizo “prrrt”, y se apagó. Se apagó para siempre.
Se marchó a la oscuridad absoluta, a la región de las tinieblas eternas, pues
digan lo que digan los teólogos y los electricistas, aún no se ha descubierto el
foco que dé luz perpetuamente, el foco imperecedero, el foco inmortal.
En fin, el foco que no se funda.

El señor de los anteojos


¿Es suficiente un solo defecto, anormalidad o aditamento para definir
toda la personalidad de un sujeto?
No pocos ciudadanos se sienten profundamente humillados por sus
semejantes, ya que, a pesar de poseer un cerebro pensante, un corazón
generoso, una habilidad determinada, por el solo hecho de haber perdido el
pelo o de tener abultados los labios son denominados “el calvo” y “el
trompudo”, respectivamente. ¿Es que la gente no se fija más que en estas
características sin importancia?, se Preguntan consternados los ofendidos.
8
2
¿Es que para el público en general no somos más que una bóveda craneana
monda y lironda o un belfo de llanta vulcanizada?
En las mismas circunstancias nos encontramos aquellos hijos de Dios
que, por vernos obligados a llevar gafas para compensar las dioptrías que
nos escatimó la naturaleza, somos denominados por el vulgo como “el cuatro
milpas” y por las personas educadas como “el señor de los anteojos”.
Esto es injusto, digo yo. Si se nos observa con un poco de atención, se
advertirá que no sólo tenernos gafas. También tenernos llaveros, bolígrafos,
botones, piezas dentales postizas, credenciales de algo y, en algunas
ocasiones, hasta dinero o entradas para el futbol. ¿Por qué, entonces,
únicamente se tornan en cuenta nuestros lentes?
Hasta tal punto cierta gente desaprensiva no ve en nosotros más que
nuestras gafas, que en su impertinencia llegan a llamarnos simplemente “el
de los anteojos”. Y así, no tienen empacho en decir: “atrás de aquel tipo de
los anteojos”... “cuidado, no vayas a atropellar a ese viejo de los anteojos”...
“ayer estaba borracho tu amigo el de los anteojos”. . . Y así por el estilo. Para
muchas personas no somos más que artilugios ópticos. Todo lo demás pasa
inadvertido: nuestra profesión, nuestros méritos académicos, nuestra
posición social y económica, nuestra ideología política, nuestro conocimiento
del esperanto, nuestro pegue con las viudas, nuestra habilidad para bailar el
tango. Aviesamente rebajan nuestra dignidad, convirtiéndonos de personas
físicas y jurídicas, en simples especímenes de horno sapiens con anteojos. Y
a veces hasta lo de horno sapiens nos quitan, dejándonos en los puros
anteojos.
De niños, nuestros compañeros de escuela, con esa perversidad
característica de la infancia, nos hacían la vida pesada con el apelativo de
“cuatro ojos”. Cuando crecimos en estatura, al par que ellos crecieron en
estulticia, nos llamaron “ojos en vitrina”. Ahora, ya calvos y barrigones —y
obligados ellos mismos a usar anteojos, aunque sólo sea para leer— nos
preguntan aviesamente cuál es la marca de la botella cuyos fondos nos
colocamos sobre la nariz. Como se ve, este artificio óptico sigue siendo para
ellos la clave de nuestra personalidad.
En el círculo de nuestros ex condiscípulos hay uno que ha destacado
internacionalmente como jurista, diplomático, sociólogo y escritor de altos
vuelos; sin embargo, al hacer referencia a él, otro compañero que no ha
pasado de perico perro, pues sus únicos laureles son los de ser padre de
familia y oficial cuarto en Hacienda, lo llama “el chaparrito aquel de los
anteojos”.
Naturalmente que los así agraviados les tenemos cierta simpatía y
hasta apego a nuestras gafas ya que sin ellas nos exponemos a comernos la
servilleta, a recibir una bofetada al besar a una señora ajena creyendo que
es la nuestra, y a que nos haga puré un camión, pensando que es un anuncio
de la Coca-Cola. Pero tal afecto tampoco es tan profundo como para
llevarnos al extremo de creer que somos menos importantes y significativos
que un par de cristales con arillos. No hasta el extremo de permitir que los
anteojos usurpen nuestra personalidad. Eso sí que no.
Aquellos que tan desaprensivamente nos ubican y denominan nada
más como “el señor de los anteojos”, “el gordo de las gafas” o “el viejo de

8
3
los lentes”, sin duda ignoran el papel subalterno que juegan estos
instrumentos ópticos en nuestra existencia. Aun quitándonos las gafas,
¡cuántos sentimientos, cuántas pasiones, cuántas virtudes, cuántas
facultades, cuántas aspiraciones, cuánta fuerza vital, cuánta ternura, cuántas
fobias, cuántas lubricidades, cuánta poesía y cuánta capacidad de crédito
quedan aún dentro de nosotros!

Los libros de papá


Archibaldo
Yo tuve un bisabuelo... Bueno, en realidad tuve cuatro, a cual más
bigotudo. Pero aquel a quien ahora quiero referirme fue un señor chaparrito
muy simpático, que gastaba perilla a la Napoleón III y levita cruzada que le
bajaba hasta las rodillas. Yo no lo conocí personalmente, si bien me comunico
con él todos los días, me entero de quién fue, qué pensaba y cómo veía la
vida. Y todo sin recurrir al espiritismo: simplemente a través de sus libros.
Mi bisabuelo Archibaldo no nos dejó capital alguno, lo cual le reprocho
bastante, sobre todo cuando se acerca el fin de mes y tengo que hacer
filigranas y equilibrios para capotear una serie de compromisos. Porque yo,
aquí donde me ven ustedes, soy hombre de letras. De letras de cambio a
treinta, sesenta y noventa días que se vencen con una puntualidad británica.
Ojalá mi señor bisabuelo nos hubiera dejado una olla llena de monedas de
oro, de las de su época; o una colección de estampillas postales de mediados
del siglo pasado; o de perdida un terrenito por el Pedregal de San Angel, que
en sus tiempos sólo era un depósito de cascajo y valía cinco centavos el
kilómetro cuadrado. Pero no. Papá Archibaldo (así se le conoce en la familia)
únicamente nos dejó su biblioteca. Y aun este tesoro corrió peligro de
desaparecer, ya que en una aciaga ocasión estuvo a punto de ser vendido.
Lo salvó el poco dinero que ofrecían por los volúmenes, ya que hay fenicios
que compran libros por su peso: a tanto el kilo.

* * *

Ha sido, pues, a través de sus libros y especialmente de sus


subrayados y anotaciones marginales que yo he conocido íntimamente a mi
bisabuelo don Archibaldo. Sé, por ejemplo, que detestaba cordialmente los
huevos crudos y a la marina de guerra francesa. Por qué razones, lo ignoro.
Pero cada vez que en uno de los volúmenes que nos dejó aparece la menor
mención a uno de estos temas, lo subraya y apunta al margen acotaciones
que no puedo reproducir aquí porque lo prohíbe la Ley de Imprenta. Por otra
parte, estoy enterado de que fue gran admirador de un tal señor Hunt, que
inventó los alfileres de seguridad en 1849, y de una vicetiple española que se
llamaba o le decían La Pili. Sus libros, como es natural, no mencionan a esta

8
4
última en el texto, pero él de cualquier manera anotaba sus arrebatos en el
espacio disponible al final de ciertos capítulos, estableciendo comparaciones
entre La Pili y las heroínas de sus novelas. Las comparaciones
invariablemente favorecian a la vicetiple.
El gusto literario de Papá Archibaldo fue católico (en el sentido de
universal, no en el religioso, ya que fue más bien medio descreído y bastante
comecuras). Dejó libros sobre cosmografía, cocina tibetana, magia negra,
gramática noruega, clásicos griegos y latinos, medicina interna, topografía,
novelones de cuatrocientas páginas y las églogas completas de un señor
Gasparete. En su tiempo, los títulos de las obras eran casi tan largos corno
los propios textos. Tengo a la mano, por ejemplo: “La Intervención
Norteamericana de 1847 y cómo hubiera podido ser evitada si el marqués de
Gálvez hubiese fortificado el río Rojo, frontera con la Luisiana”. “Verdadera
historia de la sublevación de D. Fortunato Carrascosa y sus consecuencias.
Oajaca, 1813”. “Los Súcubos y los Incubos. Verdad y fantasía acerca de estos
espíritus lúbricos y protervos, y manera de ahuyentarlos”. “Método para
aprender el hebreo, el árabe y demás lenguas impías”. “El paso de Venus por
el disco del sol y su influencia maligna en las enfermedades de la piel”.
“Tiranía monárquica o desbarajuste republicano: el dilema de la América
Española”. “Los dioses de Chichicastenango o las aventuras de un médico
cacarizo en Guatemala”. Y así por el estilo.
Sin embargo, lo más sabroso de estos libros, como antes dije, son los
subrayados y apostillas de mi bisabuelo. Papá Archibaldo fue hombre de
pasiones y vehemencias, y por lo visto las desbordaba sobre sus libros
después de la lectura o de una discusión más o menos acalorada con mi
bisabuela. Al margen del poema aquel de Amado Nervo que dice: “no hieras
a la mujer ni con el pétalo de una rosa”, don Archibaldo anotó con rasgos
firmes:
“¡Ja, ja! Cómo se ve que no Conoces a la mía”...
Los libros pasaron a manos de mi abuelo y después a las de mi padre,
quienes también asentaron comentarios sobre los comentarios de Papá
Archibaldo y de ellos mismos. Muchas de estas opiniones son adversas entre
sí, con el resultado de que se entablan polémicas generaciones, con mi
abuelo desmenuzando los criterios de su padre y mi padre rebatiendo al suyo
y justificando a su abuelo, o viceversa. Los altercados familiares a base de
apostillas se extienden con letra menuda y apretada al pie ele los capítulos,
suben por el margen derecho, continúan de cabeza por la parte superior de
la página y bajan por el margen izquierdo, para después seguir por el interior
de las cubiertas y terminar en los forros. Los temas son apasionantes y los
debates más aún. Hay que ver lo que se dicen unos a otros a propósito de
Carlos Marx, el birlocho (especie de carruaje ligero de cuatro ruedas y cuatro
asientos, abierto por los costados), el vegetarianismo, el canal de Suez, el
sufragio femenino y el fusilamiento de Maximiliano.
Lo único que siento es que no me hayan dejado espacio para meter mi
cuchara. Y mis descendientes, las suyas. Sería curioso conocer, dentro de
cien años, las polémicas suscitadas en siete generaciones por los libros de
Papá Archibaldo. Especialmente uno que se presta a controversia y que lleva

8
5
el sugerente título de “La poligamia en los países monógamos. Sus ventajas
y desventajas, y sus repercusiones en la economía familiar y nacional”.

Curación en salud
Arístides Piocholea, cuarentón, medio calvo, dispéptico,
conservadoramente vestido de oscuro y con chaleco, llegó a casa de su novia
para hacerle la visita de todos los jueves.
Debemos advertir que el señor Piocholea era un individuo chapado a la
antigua, que hubiera considerado indecoroso verse con su prometida en la
calle y menos aún en una cafetería o en una discoteca, por recatadas que
fuesen (si es que las cafeterías y las discotecas pueden ser recatadas). Visita
en casa de la chica los jueves de seis a siete y media, y los domingos paseo
por la tarde en compañía de la mamá de Luisita, que así se llamaba la novia.
Tal había sido la rutina de sus padres y sus abuelos, y así era la suya desde
hacía veinte años. Como única concesión a las costumbres modernas,
Arístides trocó la ida semanal al cine o al teatro por la televisión —en casa de
la novia— con el achaque de que las colas eran muy molestas para las
damas y que últimamente todas las películas y todas las obras eran
inmorales o francamente pornográficas, además de que las salas se llenaban
de gentuza. En realidad optó por el cambio porque le salía mucho más
económico ver la tele en casa de Luisita que ir al Roble o al Fábregas y pagar
tres entradas cada vez más caras.

* * *
Aquel jueves, como todos los jueves desde hacía veinte años, lo recibió
la sirvienta y lo condujo a la sala. Pero aquel jueves, a diferencia de los un
mil cuarenta jueves anteriores, Luisita no estaba sentada en el sofá bordando
en bastidor, sino que en su lugar estaba doña Angustias, la futura suegra.
Después de los ceremoniosos saludos de rigor y los comentarios sobre el
estado del tiempo, la carestía de la vida y sus mutuos alifafes, la matrona fue
directamente al grano:
—Arístides —le dijo—, usted sabe cómo se le aprecia en esta casa.
—Aprecio que me honra, señora, y al cual correspondo profundamente
—repuso el señor Piocholea inclinando la cabeza.
—Desde hace veinte años, mi difunto marido, que en paz descanse, me
dijo: Gustias (recordará usted que así me llamaba, si bien cuando se ponía
meloso me decía “Angus” o “chipichurris”). Gustias, me dijo, este muchacho
es un caballero y no me desagradaría como esposo de nuestra única hija.
—Siempre le viví agradecido a don Febronio por la distinción de que me
hizo objeto, mi querida señora.
—Desde entonces —-continuó la dama-—, le permitimos a usted
sostener relaciones con Luisita, a condición de que sólo le sostuviera la
mano.
8
6
—Confianza, doña Angustias, a la que creo haber correspondido,
respetando a Luisita como a un ángel del cielo —dijo Arístides poniendo los
ojos en blanco.
—Me consta. Es usted un novio ejemplar, como desgraciadamente ya
no se dan en estos impíos tiempos. Además de idolatrar a mi hija, y de nunca
haberse propasado con ella, es usted un hombre cumplido y discreto, sin
mayor vicio que su desmedida afición por los helados de pistach, que ya sabe
usted cómo le ponen el hígado.
El señor Piocholea se sonrojó todo lo que su decoro le permitía
sonrojarse.
—Sin embargo —prosiguió doña Angustias—, no crea usted que estoy
en plan de suegra regañona. El propósito de esta conversación, mientras
baja la niña, es el de saber si está usted dispuesto a casarse con ella o si son
otras sus intenciones.
— ¿Me está usted dando a escoger, doña Angustias? —preguntó
Piocholea un poco alarmado.
—De ninguna manera, señor mío. Sólo le estoy preguntando. Usted
sabe que el tiempo vuela y que un noviazgo de veinte años resulta
demasiado largo, especialmente en la época atómica e interplanetaria en
que vivimos. Es posible que Luisita, que ya no es ninguna quinceañera, esté
perdiendo otros partidos por continuar este ya largo idilio con usted.
Arístides Piocholea se llevó una mano a la boca, carraspeó
discretamente, tragó saliva y dijo con voz meliflua:
—Señora, yo quiero tanto a su hija, que precisamente por eso no me he
casado con ella. Usted sabe que gano una miseria como empleado en los
almacenes “La Congoja”, si bien desde hace tres años me han prometido un
aumento de sueldo. Consecuentemente, mis raquíticos ingresos me
obligarían a llevarme a Luisita a vivir en un cuchitril por los barrios bajos de
la ciudad, siendo que ella está acostumbrada a las comodidades de la Zona
Postal 12, a la que corresponde esta colonia del Valle. No tendríamos
automóvil, ni criada, ni televisión.
—Eso sería de esperarse —interrumpió doña Angustias—. Sin
televisión, jamás conseguirían criada.
—Eventualmente —continuó Arístides— la llenaría yo de mocosos
llorones y desnutridos.
— ¿A quién? —preguntó doña Angustias llevándose una mano al
prominente pecho—. ¿A la criada?
— ¡No, señora, por Dios! A Luisita. A la hija de usted y para entonces
mujer mía. En vez de estar tan arregladita y peinadita como siempre está
ahora, andaría hecha una facha, mal vestida, desgreñada y con los dedos de
fuera. En lugar de ir al salón de belleza, iría al benemérito Nacional Monte de
Piedad todas las semanas, y a fin de mes, varias veces a la semana. Dentro
de mi frustración, es muy probable que dejara yo los helados de pistache y
empezara a beber como un cosaco. Y en vez de suspiros, apretoncitos de
mano y arrumacos, que es lo que ahora nos permitimos, tendríamos unas
broncas feroces, con posible intervención de usted, de los vecinos y de la
policía.
— ¡Jesús! —exclamó doña Angustias, horrorizada.

8
7
Arístides, sin abandonar su asiento, se aproximó un poco más hacia la
dama y le dijo en voz baja, para darle mayor dramatismo a su exposición:
—Para escapar del infierno que sería nuestro hogar, me iría yo de
juerga con los amigos y llegaría a casa al amanecer, vomitando y arañando
las paredes. Usted misma, señora, me perdería el aprecio con que ahora me
honra y me distingue, y no me bajaría un punto de canalla, bellaco y
sinvergüenza.
— ¡Dios mío, qué panorama más tétrico! —dijo doña Angustias
juntando las manos sobre el pecho.
Arístides abrió las suyas y volvió a su tono de voz normal:
—Por lo tanto, mi estimada y respetada señora, ¿no cree usted que es
mejor dejar las cosas como están, sin buscarle tres pies al gato para bien de
todos?
Doña Angustias reflexionó unos momentos, con la barbilla hundida en
su doble papada. Después exhaló un suspiro.
—Tal vez tenga usted razón, Piocholea. ¡Se ve por ahí cada
matrimonio!
Arístides, conmovido, se permitió darle unas palmaditas en la mano a
su hipotética suegra.
—Además, doña Angustia, yo sólo quiero evitar las molestias y los
gastos que originaría un divorcio...

Incultura enciclopédica
Para dar a ustedes una idea del alto nivel cultural de la chaviza —
esperanza de la patria y detractora de la momiza, de ideas y costumbres tan
ridículas como arcaicas— a continuación transcribo algunas de las más
brillantes respuestas dadas por estudiantes del tercer año de secundaria en
los últimos exámenes de fin de curso. Todas ellas son rigurosamente
auténticas y me fueron proporcionadas por maestros de incuestionable
seriedad. Inclusive algunos de estos rebuznos escritos son de entrañables
retoños míos.
* * *
“La columna vertebral es un hueso que va desde el cuello hasta
(después de varias tachaduras) hasta las asentaderas”.
* * *
“El burro y el caballo son rumiantes caseros”.
* * *
“En Holanda, de cada cuatro habitantes uno es una vaca”.
* * *
“La causa de los vientos es que el aire es menos pesado que la
atmósfera”.
* * *
“Sófocles fue el inventor de los instrumentos de viento”.
8
8
* * *
“Los antiguos cristianos de Roma vivían en catapultas”.
* * *
“Entre los antiguos, la nigromancia era el arte de adivinar el porvenir
comiéndose a un negro”.
* * *
“La distancia más corta entre dos puntos es arrimándolos”.
* * *
“En la conquista de la Gran Tenochtitlan, el segundo frente de Hernán
Cortés fue la Malinche”.
* * *
“Los habitantes de Australia se llaman canguros”.
* * *
“El ecuador es una cinta que rodea a la Tierra”.
* * *
“La superficie de la República Mexicana es de dos millones de
centímetros cuadrados”.
* * *
“Don Quijote fue el autor de Sancho Panza”.
***
“El conquistador del Perú fue Picasso”.
* * *
“Hebra se escribe con hache, porque si se escribe con ce, sería un
animal como un caballo, nada más que con rayas”.
* * *
“Países capitalistas son aquellos donde los habitantes viven en la
lujuria”.
* * *
“Los sofistas eran unos griegos o romanos que hacían sofás”.
* * *
“La Vía Láctea era una avenida muy larga de Roma, donde había
muchas lecherías”.
* * *
“En ausencia del presidente de la República, el poder ejecutivo,
legislativo y judicial lo ejerce el PRI”.
* * *
“La capital del Brasil durante mucho tiempo fue Río de Janeiro, pero
después la cambiaron a Buenos Aires”.
* * *
“Artículo indefinido es el que no puede definirse”.
* * *
“Colón descubrió América por ir en sentido contrario, ya que él adonde
quería ir era a la India, pasando por China y Japón”.
* * *
“Después de la Edad Media vino la otra mitad”.
* * *
“Los carbohidratos son los hidrocarburos que produce Pemex”.
* * *

8
9
Y el más sublime de todos:

“El metatarso es un premio de teatro”.

Mérida de Yucatán, marzo de 1979

Contenido

MI APARTADO POSTAL 3
EL. PADRE IDEALIZADO 5
LA RUBIA EXUBERANTE 6
EL DIAGNÓSTICO 8
LO QUE SUCEDE MIENTRAS NOS DUCHAMOS 9
LA CUESTIÓN DE LAS PELUCAS 11
EL NIÑO, EL PADRE Y LOS DRAGONES 13
OTELO EL PELUQUERO 15
PELIGROS DE LA SEMÁNTICA 17
BREVÍSIMO TRATADO SOBRE EL SEXO 18
LO QUE EL. VULGO SABE ACERCA DE NAPOLEÓN 20

9
0
CARTA DE LA GORDA AL NUTRÓLOGO 21
TANGO CON ACOMPAÑAMIENTO DE MARIACHIS 23
VIAJE DE IDA Y VUELTA 24
TERAPÉUTICA DE ANTAÑO 26
LA IMPOTENCIA 27
PILLINES POCO CONOCIDOS 30
LA PLANTA QUE CRECIÓ EN UN BANCO 32
ALTA ECONOMÍA 34
EL DESFACEDOR DE REFRANES 35
INVOCACIÓN Al. DEMONIO 37
DÓNDE Y CÓMO SE BESAN 39
LA CLAVE DEL ÉXITO 40
NOTAS SOCIALES 42
El. LADO POSITIVO DE LAS COSAS 44
VISITA CONYUGAL 46
PELIGROS DE LA ANTIMATERIA 47
HAY QUIEN SOLAMENTE RECUERDA 49
DISERTACIÓN SOBRE LA CAMA 50
EL PEDIATRA 52
SI COLÓN HUBIERA TENIDO INTÉRPRETE 53
EMPLEADO CON INICIATIVA 55
DESAPARICIÓN DE LOS PROBLEMAS SEXUALES 57
EL DESFACEDOR DE ENTUERTOS 58
VARGAS EL AVERIGUADOR 60
SOLICITUDES DE MATRIMONIO 62
LA TIENDA DE ANTIGUEDADES 64
SUEÑOS EN EPISODIOS 66
CÓMO TRIUNFAR EN SOCIEDAD 67
EL TERRORISTA Y LA ANCIANITA 69
EL MISTERIO DE LOS RESTAURANTES 70
FRUSTRACIONES DE LA LITERATURA RUSA 72
SERVICIOS TELEFÓNICOS 74
CONTACTO CÓSMICO 75
MATRIMONIO SIN HIJOS 78
EL FOCO FUNDIDO 79
EL SEÑOR DE LOS ANTEOJOS 81
LOS LIBROS DE PAPÁ ARCHIBALDO 82
CURACIÓN EN SALUD 84
INCULTURA ENCICLOPÉDICA 86
CONTENIDO 89

9
1

You might also like