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El paisaje literario en Miguel de Unamuno

Francisco Laguna Correa


Universidad Autónoma de Madrid

Palabras-clave: Miguel de Unamuno, naturalismo, Dantín Cereceda, Alfonso Reyes

Quisiera ahogarse de placer, pero no hay placer


no compartido, y así, sale por el campo
llamando a los de su pueblo, a sus amigos
nobles y a todos los niños que pasan.
Alfonso Reyes en Visión de
Anáhuac

1. Introducción

Este breve ensayo no puede ser más que aproximativo en cuanto atañe a lo que se

entiende como pensamiento geográfico español. A decir verdad, más que ceñirse a

criterios geográficos, el presente trabajo persigue un propósito más bien literario y,

por añadidura, filosófico. Empero, es necesario mencionar que el germen intelectual

que ha hecho posible los planteamientos aquí presentados dimanan de los principios

geográficos adquiridos durante el seminario del Dr. Nicolás Ortega Cantero.

Asimismo, y por razones quizá obvias, se ha engarzado la orientación geográfica

de este ensayo con la obra de Miguel de Unamuno, concretamente con Paisajes del

alma amén de otras referencias, porque las líneas generales del Máster así lo

permiten.

El método analítico empleado en este trabajo, breve como ya se ha dicho, es una

variante del análisis semiótico literario. A partir de esto, el propósito que se persigue

es establecer unidades literarias cuya relevancia geográfica sea valedera como

testimonio cultural de la región española de principios del siglo XX.

Ya Eduardo Martínez de Pisón mencionó en Imagen del paisaje que el testimonio


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literario del paisaje español es una manera distinta de mirar España, de aprehender

aquello que muchas veces se sustrae de los planteamientos filosóficos y sus

inquietudes inherentes.

Dentro del imaginario filosófico, la imagen de Kant caminando por los alrededores

de Koningsberg es de tersura insustituible; sin embargo, pocas veces se piensa en el

Unamuno absorto en la geografía española. Se suele pensar en el Unamuno abismado

en los sinsabores del devenir sociopolítico español, pero no en el Unamuno inmerso

en el territorio que florecía frente a sus ojos: páramo o dehesa, cordillera montañosa o

farallón divisado en el horizonte, territorio español siempre en fuga e indivisible…

2. Panoramas y perspectivas

Es célebre El sueño del juicio final de Francisco de Quevedo en cuanto que lleva a

cabo una taxonomía del alma humana y sus más grandes temores. De alguna manera,

habría algo o mucho de verdad si se dijera que, en su sueño apocalíptico, Quevedo

trazaba sobre el amplio lienzo de la humanidad líneas todas entrelazadas, líneas

divisorias que separaban a cada uno de los penitentes por la naturaleza de sus

pecados, pero que los reunían bajo el abrigo calcinante del ancho territorio del

infierno. Quevedo hacía una geografía humana desalentadora, cínica y perspicaz, y si

el panorama literario que construye es amplio e inclusivo, no es menos sugerente la

perspectiva desde la que describe el panorama: “Yo veía todo esto de una cuesta muy

alta, al punto que oigo dar voces a mis pies que me apartase” (Quevedo, 74).

Miguel de Unamuno, sin pensar en Quevedo y muy lejos del resguardo de los

sueños, hará latente el punto desde el que parte su visión del paisaje español: “No me

ha sido dado otearla, en panorama cinematográfico, desde un avión, pero sí

columbrarla a partes, a regiones, desde sus cumbres. […] ¡Imaginar lo que se ve!”
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(Unamuno, 182). En estas palabras, hay un claro sentido geográfico; empero, lo que

en Unamuno es atisbo incipiente de una división territorial, fundada en criterios

naturales, en Juan Dantín Cereceda coetáneo de Unamuno es vocación y geografía

inapelable. A partir de esto, no es extraño que para Dantín Cereceda el principio más

apropiado para establecer la división territorial española sea el de las <<regiones

naturales>> i.

Si bien Unamuno no llegará a hacer geografía en el sentido estricto de la

disciplina, no en vano el pensador bilbaíno hará evidente la necesidad de conocer e

imaginar España. Y no duda en afirmar que “imaginar lo que vemos es arte, poesía”

(182); a partir de esto, Unamuno ve e imagina España, y añade: “E imaginarla

corporalmente, terrestremente” (182). Sin embargo, lo que en principio en Unamuno

se orienta hacia la valoración del paisaje español, pronto se enfila hacia criterios

históricos, cuyo principio nace de un impulso poético, un <<imaginar terrestremente

lo que se ve>>, pero que desemboca en el paisaje histórico español que Unamuno

mira desde la atalaya de marfil de la tradición castellana española: “¿A dónde he

venido a parar desde la contemplación, desde la imaginación del paisaje y del país de

esta mano de tierra que es España? Mano y lengua. […] Mano que cogió a América y

lengua que le habló en su lengua. Y desde arriba otra mano le señaló su misión, su

historia. Por encima de regímenes” (184).

A este respecto, es oportuno señalar las limitaciones del paisaje percibido por

Unamuno. Limitaciones fuertemente influidas por la inconsistencia de su método.

Como se mencionó antes, Unamuno está dispuesto a <<columbrar>> en partes, <<en

regiones>>, <<desde sus cumbres>>, la tierra española. Pero lo que en Unamuno

nace de la diversidad <<corporal>> de la antigua Iberia, termina confinado al orden

monolítico de su concepción histórica de España. Para Unamuno, España es sólo una,


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toda condensada bajo la mirada y el designio de aquél que preside, desde su poltrón

histórico, o intrahistórico, el fluir del paisaje español. En este punto, Unamuno y

Quevedo <<columbran>> juntos sus respectivos <<juicios finales>>, sainetes donde

ojos, brazos, piernas, dientes sueltos, y blancas nubes, navegan al unísono hacia la

vida eterna, la historia eterna, ya sea infernal o paradisíaca. Y desde semejante

perspectiva, el paisaje nunca termina; se extiende más allá de lo que los ojos logran

aprehender…

Con base en lo anterior, la percepción literaria del medio geográfico de Unamuno

es historicista e intrahistoricista, en oposición con la concepción naturalista que

prevalece en los estudios geográficos de la época. No es casual que la Institución

Libre de Enseñanza (ILE) haya introducido el excursionismo con el propósito de

valorar el paisaje y el orden natural que lo articula bajo la égida de los preceptos

del naturalismo. Si para la ILE “el paisaje se entiende como paisaje natural, sin que

ello suponga excluir al hombre” (Ortega Cantero, 58), el paisaje unamuniano excluye

lo natural, pues para él la geografía es sólo significativa en cuanto barrunto de la

historia. Esto llama la atención porque Unamuno fue un gran viajero, e incluso no

dudó en afirmar que era uno de los españoles que más capitales de provincia conocía

(Martínez de Pisón, 53).

Asimismo, para el ILE “el paisaje es forma y es sentido, y por eso es preciso, para

entenderlo cabalmente, aunar la explicación y la comprensión, la inteligencia y la

sensibilidad, la ciencia y el arte” (58-59). Unamuno estaría de acuerdo con lo anterior,

él mismo había establecido que “si el catecismo nos enseñó que es creer lo que no

vimos, cabe decir fe conocimiento, ciencia es creer lo que vemos” (Unamuno,

182). Sin embargo, del dicho al hecho unamuniano hay más de una discrepancia,

porque él ve precisamente lo que no ha visto, que en este caso es el paisaje español y


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sus <<regiones históricas>> o intrahistóricas, todas vislumbradas desde el ojo

omnímodo de Castilla.

Desde esta perspectiva, Unamuno no dudaría en avalar las divisiones

administrativas territoriales de España, es decir, las demarcadas por la historia y sus

fluctuacionesii, en oposición a la división en <<regiones naturales>> que propone

Dantín Cereceda.

3. El paisaje intransitable de Unamuno

Contemporáneo de Unamuno fue el egregio Alfonso Reyes, mexicano exiliado en

España durante el segundo decenio del siglo XX. En 1914, Reyes escribió su Visión

de Anáhuac, una panorámica en miniatura del valle del Anáhuac, que es donde toma

asiento la Ciudad de México. Reyes, en la misma línea que Unamuno, es capaz de

encontrar en el paisaje los signos de la historia, y dice: “Abarca la desecación del

valle desde el año de 1449 hasta el año 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi

tres civilizaciones […] De Nezahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a

Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró

todavía echando la última palada y abriendo la última zanja” (Reyes, 5).

Comparado con el paisaje de Reyes, el de Unamuno parece suscrito con más

ímpetu a la interiorización histórica, dejando poco territorio estético que observar al

lector. Además, como se mencionó antes, en el pensador bilbaíno el sentido de

uniformidad geográfica y cultural es constante. Cuando Unamuno señalaba en su

artículo “La crisis del patriotismo” que “cuanto más se diferencien los pueblos, más se

irán asemejando, aunque esto parezca forzada paradoja, porque más irán descubriendo

la humanidad de los mismos” (Tuñón de Lara, 233), es necesario aclarar que el pueblo

para Unamuno al menos en el primer Unamuno surge de su oposición contra lo


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castizo, que Unamuno identifica con lo que Castilla quiso imponer, es decir, “la

unidad pura; la unidad con la menor heterogeneidad y diferenciación de partes; la

simplicidad, en una palabra” (234).

Lo anterior evidencia la dialéctica idealista, pero sin síntesis, unamuniana, pues si

en un principio el catedrático de Salamanca contrapuso el binomio popular-castizo,

nunca llegó a formular una síntesis que conciliara las contrapartes del binomio. En

pocas palabras, Unamuno no es capaz de concebir un estado que no sea el de la

reyerta, ya sea intrahistórica o histórica, como sugiere en su artículo “La nueva

conciencia nacional” de 1922: “La guerra puso en contacto a hombres de distintas

procedencias, de regiones distintas, de clases diversas” (Núñez & Ribas, 281).

Empero, si para Unamuno <<entre más se diferencien los pueblos, más se irán

asemejando>>, el mismo bilbaíno establece la guerra como el territorio donde la

diferencia adquiere semejanza, pero en estado de guerra la semejanza es simple

uniformidad, imposible de establecer como síntesis dialéctica.

De lo anterior procede la visión con los ojos cerrados que Unamuno hizo de

España, visión fragmentada y ensimismada, infiel a la verdadera arquitectura del

paisaje, pues ni el Unamuno socialista ni el agónico son capaces de mirar el paisaje

español sin el atisbo doloroso de sus inquietudes intelectuales. Alfonso Reyes dirá a

este respecto que el paisaje castellano tiende a evocar lo trágico, idea a la que el

mismo Unamuno no se opondría, pues para el bilbaíno era fundamental llevar a cabo

la escritura de la novela de su vida. Y a pesar de que la suya fue una novela que

desembocó en tragedia, para Unamuno nunca dejó de ser novela, trágica, pero novela

hasta el final. Reyes decía:

El viajero americano está condenado a que los europeos le pregunten si


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hay en América muchos árboles. Les sorprenderíamos hablándoles de

una Castilla americana más alta que la de ellos, más armoniosa, menos

agria seguramente (por mucho que en vez de colinas la quiebren

enormes montañas), donde el aire brilla como espejo y se goza de un

otoño perenne. La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el

valle de México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una

gana en lo trágico, la otra en plástica rotundidad (Reyes, 6).

De aquí que el paisaje <<columbrado>> tanto por Unamuno como por Reyes sea

sustancialmente distinto. Sería erróneo decir que Reyes mirara con un sentido <<fácil

y sobrio>> el valle de México porque la situación política y social mexicana era más

apacible. Habría que recordar que cuando Reyes escribió Visión de Anáhuac, en 1914,

en México se libraba una cruenta guerra civil, la Revolución Mexicana, que habría de

durar más de una década.

Lo que en Unamuno es convulsión presentida, e incluso ansiada, en Reyes es

realidad ineludible; don Miguel de Unamuno arrastra el sino trágico español que 1898

acentuó con acritud exasperante. Pero Unamuno, como todos sabemos, nunca fue uno

y el mismo, y así llegó a ser el Unamuno contemplativo. Después de pasar por el

tamiz del exilio, el bilbaíno miró el paisaje español con otros ojos, con especial

propensión hacia la montaña y su altura inhabitable. A este respecto, Martínez de

Pisón señala como especialmente entrañables las palabras que Unamuno dedicó a la

Sierra de Gredos, lugar donde Unamuno <<columbró>> su tan ansiada eternidad,

donde don Miguel observó “las entrañas óseas de la patria” (Martínez de Pisón, 64).

Cabría tan sólo recordar la viva imagen del lago de Lucerna de Valverde,

custodiado por la alta montaña nevada, que Unamuno describe en San Manuel Bueno,

Mártir, para ilustrar su afinidad por las cumbres y los paisajes impenetrables para el
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caminante pertrechado con un simple par de zapatos. El paisaje <<intrahistórico>> de

Unamuno es precisamente la cumbre, la morfología, la piel cubierta por la blancura de

la nieve, inaprensible para la mirada terrestre y rodante de la historia.

A propósito de la Sierra de Gredos, Unamuno escribió versos iluminadores de su

pensamiento contemplativo: “Esta es mi España, un corazón desnudo / de viva roca /

del granito más rudo / que con sus crestas en el cielo toca / buscando al sol en mutua

soledad” (Martínez de Pisón, 64). A partir de estos versos, se podría sugerir que

Unamuno tiende hacia lo <<intrahistórico>>, lo inmutable, pues sólo la intrahistoria

lo resguarda de los avatares que los hombres llevan en la espalda de un lado para otro,

para después apiñarlos en un rincón y ponerles el marbete de la historia.

En la visión de las cumbres de la Sierra de Gredos, Unamuno halla la región

transparente, el paisaje que aún no ha cedido a la mano del hombre, una visión de

Gredos contrapuesta a los Alpes, en los que Unamuno ve el claro influjo del

desarrollo industrial y turístico de la región alpina (66). Así, la España de Unamuno,

la que él confina en su <<morriña de eternidad>>, se enmarca dentro de un paisaje

estático e inmutable, que a su vez encuentra correspondencia con la idea que el

Unamuno socialista tiene del pueblo: “¿Que el pueblo es más tradicionalista aún que

los que viven en la historia?... Es cierto, pero no al modo de éstos. Su tradición es la

eterna” (Tuñón Lara, 232). Evidentemente, Unamuno <<columbra>> al pueblo en la

intrahistoria, como un detalle más del paisaje de la cumbre montañosa, y cuando dice

que <<el pueblo nos sustenta a todos>>, de la misma manera Unamuno busca su

propio sustento en la eternidad nevada de la cima inapelable de la montaña.

Empero, el paisaje que Unamuno anhela, que barrunta con la acritud del oráculo

que erró en todos sus pronósticos, es un paisaje instantáneo, poético, porque el paisaje

cambia, para bien o para mal de los seres humanos.


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4. Conclusión

A lo largo de este breve ensayo, que intercala planteamientos literarios y filosóficos

pequeños y banales, quizá, pero que responden a los intereses del autor, se intentó

hacer una exposición somera del desarrollo paisajístico en Unamuno, paisaje

fuertemente influido por el desarrollo de su ancho y complejo pensamiento. Si por un

lado hay un desarrollo gradual en las posturas intelectuales del bilbaíno, que

atraviesan un espectro amplio y muchas veces paradójico; por otro, el paisaje literario

de Unamuno ostenta menos acritud que, por ejemplo, el paisaje político español, en el

que don Miguel halló una fuente constante de pesadumbre, y en el que sin pensárselo

dos veces derramó un torrente de bilis discursivaiii.

Empero, y amén del carácter trágico de Unamuno, la idea que él tiene de España se

cierne en un ideal ascético incompatible con las circunstancias políticas españolas.

Don Miguel fue un viajero exhaustivo, bien por recreación propia, bien impulsado por

los potentes remos de su exilio, pero a pesar de esta inclinación viajera de Unamuno,

llama la atención su ansiedad por allegarse a los territorios de lo que él llamó la

intrahistoria, donde más que movimiento, el bilbaíno encontraba una calma

marmórea, una cresta incólume cincelada por un tiempo inhumano, un territorio

demasiado divino como para hacerlo transitable para los <<ojos>> del pueblo

español.

Unamuno elogió el paisaje de las Hurdes, y lo favoreció con el manto de la

eternidad, pues en sus tierras brotaba gran variedad de plantas, y los ríos cincelaban el

paisaje con elocuencia (Martínez Pisón, 67). Empero, el paisaje unamuniano resiste el

cambio histórico; donde sólo reina el silencio y las gélidas mantas de los ápices

serranos, no hay cabida para el hombre revolucionario, y, para malhumor de don


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Miguel, la revolución de pura mirada es misantrópica, exclusiva e irreconciliable con

la <<pobre España>> que el catedrático de Salamanca pretendió describir en sus

campañas literarias: el paisaje, sin mujeres ni hombres, sin el aliento cercano de un

amigo, es paisaje a medias, es paisaje mutilado.

Bibliografía

Martínez de Pisón, Eduardo. Imagen del paisaje, “La Generación del 98 y Ortega y
Gasset”. Madrid, Caja Madrid, 1998.

Núñez, Diego & Ribas, Pedro, eds. Unamuno y el socialismo, “Artículos


recuperados (1886-1928)”. Granada, Comares, 1997.

Ortega Cantero, Nicolás. “Educación geográfica y valoración del paisaje en la


Institución Libre de Enseñanza”, Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, 55,
2004.

Quevedo, Francisco de. Sueños y discursos. Madrid, Castalia, 1984.

Reyes, Alfonso. Antología, “prosa, teatro, poesía”. México, Fondo de Cultura


Económica, 1974.

Tuñón de Lara, Manuel. Costa y Unamuno en la crisis de fin de siglo. Madrid,


Edicusa, 1974.

Unamuno, Miguel de. Paisajes del alma. Madrid, Alianza, 1997.

Notas finales
i
Para Dantín Cereceda, cuya concepción de la geografía es moderna en tanto que procede de la escuela
francesa, la región natural prevalece sobre las divisiones administrativas territoriales porque éstas últimas
son transitorias, mientras que la región natural responde al orden peculiar e inapelable de la naturaleza.
ii
A este respecto, más que a la historia y sus fluctuaciones, Unamuno tiende hacia lo que él denomina
intrahistoria y su eternidad inmanente, a lo inmutable, a eso que subyace y articula el devenir humano según
Unamuno.
iii
Véanse, como ejemplo, los artículos que Unamuno publicó en la revista Hojas Libres.

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