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A partir de 1998, bajo el impacto de dos choques externos –la crisis asiática y
la bancarrota rusa– el dinamismo que había caracterizado a las economías de
América Latina en los primeros años de la década del 90 –con la excepción de
las consecuencias del «efecto tequila» en México, Argentina y Uruguay en
1995– dio paso a un cierto estancamiento. Aunque en 2000 la región alcanzó
3,8% de crecimiento y recuperó el resultado de 1996, la tónica general en el
cambio de siglo fue la de un «lustro perdido», en expresión del entonces se-
cretario ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina (Cepal), Jo-
sé Antonio Ocampo.
hostiles a las ideas neoliberales. Hay una nueva paradoja en ello, pues la po-
lítica económica brasileña ha mantenido un control plenamente ortodoxo de
la estabilidad monetaria, en clara contradicción con las críticas que el Partido
de los Trabajadores (PT), desde la oposición, había formulado contra la ges-
tión de Fernando Henrique Cardoso. Pero simbólicamente la elección de Lu-
la, como la derrota de Carlos Menem frente a Néstor Kirchner en Argentina
en 2003, fue la señal del cambio de clima político e ideológico en la región.
Existe sin embargo otra coincidencia, más notable en un momento en que los
gobiernos de Venezuela, Argentina y Bolivia son calificados con bastante fre-
cuencia de populistas. Aunque el gobierno de Morales está aún en sus co-
mienzos, tanto el de Chávez como el de Kirchner han demostrado ya una
marcada preocupación por la estabilidad monetaria, que no permite encasi-
llarlos en lo que Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards llamaron «populis-
mo macroeconómico»1. Uno de los principios fundamentales del Consenso de
Parece evidente que Chávez y Morales comparten ese discurso, y que Kirch-
ner no tuvo más que navegar en la corriente desatada por la crisis política de
finales de 2001 y la consigna «que se vayan todos». Pero también es obvio que
ese discurso tiene antecedentes muy próximos en los estilos de liderazgo de
Menem y Alberto Fujimori. El nuevo discurso populista no sería más que una
edición actualizada de lo que Guillermo O’Donnell llamó «democracia dele-
gativa». En nombre de los intereses populares, el gobernante reclama poderes
excepcionales y trata de escapar al control de las «viejas» instituciones.
Parece lógico pensar, en este sentido, que lo que ha cambiado en los últimos
años es el clima ideológico, por decirlo de alguna manera. El Consenso de
Washington ha perdido gran parte de su credibilidad y se ha producido una
reacción en contra de las ideas que lo respaldaban, de lo que podríamos lla-
mar el «paradigma neoliberal». Este cambio de clima ha favorecido a los
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Ludolfo Paramio
Sin embargo, esta crisis era perfectamente observable en las encuestas. Desde
1998, Latinobarómetro reflejó un descenso de la confianza en las instituciones
democráticas que a todos llamó la atención, paralelamente a una caída de la
visión positiva de las privatizaciones y de la confianza en el mercado. Era evi-
dente que los ciudadanos esperaban algo más de los gobernantes que la rei-
teración del discurso económico liberal que había legitimado las reformas.
Buscaban, también, protección social pública
El triunfo de Chávez frente a un mercado en el que no encontra-
en 1998 fue fruto del ban oportunidades ni seguridad.
desfondamiento de los
partidos tradicionales El triunfo de Chávez en 1998 fue fruto de es-
tras la crisis de te clima y del desfondamiento de los parti-
Acción Democrática dos tradicionales tras la crisis de Acción
y la nueva frustración Democrática y la nueva frustración ante el
ante el gobierno gobierno de Rafael Caldera. Pero la apari-
de Rafael Caldera ción de liderazgos populistas no exige nece-
sariamente un colapso previo del sistema de
partidos. La condición fundamental es la existencia de una crisis de represen-
tación en el sentido apuntado antes: que una parte importante de la sociedad
sienta que ninguno de los partidos existentes representa sus intereses.
Pero hay que recordar, además, que el programa de reformas económicas es-
tuvo acompañado en bastantes ocasiones por la recomendación de que el Eje-
cutivo se blindara frente a las presiones populares, para evitar la paralización
de las reformas o el inicio de un nuevo ciclo de economía populista. Así, lo que
en condiciones normales sería visto como arbitrariedad y autoritarismo, fue
considerado una necesidad para proteger las decisiones económicas del go-
bierno y permitir que éstas se desarrollaran con racionalidad y coherencia. Es
bastante evidente, sin embargo, que si se recomienda privar de poder de con-
trol a las instituciones democráticas, no tiene sentido asombrarse después de
que proliferen la corrupción y la arbitrariedad.
Mientras que Menem, pese a sus diferencias iniciales con el Partido Justicia-
lista, se mantuvo dentro de él y lo controló hasta su enfrentamiento con
Eduardo Duhalde en torno de su frustrada segunda reelección, Fujimori pro-
siguió además una estrategia deliberada para triturar los partidos preexisten-
tes, aprovechando la crisis de sistema que se había producido alrededor de las
elecciones de 1990. De hecho, llevó su desconfianza hacia los partidos como
instituciones políticas mucho más lejos que cualquier otro político populista
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Ludolfo Paramio
La clave de su consolidación es, sin duda, haber conseguido que los sectores
más pobres y excluidos de la sociedad venezolana vean en él a un gobernan-
te que cuida de ellos, frente a la imagen de que los políticos tradicionales so-
lo se dedicaban a robar y no se preocupaban por el pueblo. Se puede discutir
la eficacia de la política social desarrollada por las «misiones» chavistas, la fal-
ta de transparencia de su financiación o la lógica clientelar de su diseño y eje-
cución, pero no es fácil negar que han tenido como resultado un significativo
apoyo popular al régimen y, en determinados sectores, una identificación con
él similar a la que en su momento alcanzaron los populismos clásicos.
La izquierda y el populismo
Pese a que estas distinciones deberían ser claras, no es tan fácil argumentar-
las, por dos razones. La primera es que en muchos países de la región no hay
partidos fácilmente identificables con la izquierda democrática. La segunda,
que en el actual contexto de crisis de representación, y a la vez de agotamiento
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Giro a la izquierda y regreso del populismo
del programa neoliberal, los discursos populistas pueden tener mucho más
atractivo que los programas de la izquierda democrática, que, tras los cam-
bios que se han producido en estos años, sabe que no se pueden ofrecer solu-
ciones milagrosas a los problemas más graves.
No es casual que los tres casos más claros de tales proyectos se den actualmen-
te en países en los que la izquierda poseía una expresión partidaria arraiga-
da. En Chile, las diferentes formaciones del área socialista, en coalición con la
democracia cristiana, se han mantenido en el gobierno pese a las dificultades
que en la segunda mitad de los años 90, bajo el impacto de la crisis asiática,
sufrió la economía. El PT, en Brasil, y el Frente Amplio, en Uruguay, se han
consolidado durante años como partidos de oposición y han ido evolucio-
nando hacia el realismo económico según aumentaban sus posibilidades de
gobernar.
una síntesis entre las ideas de quienes vivieron experiencias anteriores y las
propuestas para el futuro.
Resumiéndolo con una fórmula, para poder competir con el populismo hace fal-
ta una izquierda con historia pero también con ideas nuevas, y para lograr esto
último puede ser necesario un relevo generacional entre los dirigentes. No es ra-
ro, conociendo la historia de la región y la forma en que funcionan las organiza-
ciones políticas, que sea tan difícil que las dos condiciones se den a la vez. Allí
donde existe una izquierda con historia es más difícil que se produzca el relevo
generacional, y cuanto más minoritaria y fragmentada es la izquierda mayor es
la tendencia al conservadurismo o al oportunismo entre los grupos dirigentes.
Por último, hay que señalar una dificultad añadida, derivada de la tensión en-
tre las limitadas metas que un gobierno de izquierda puede plantearse de for-
ma inmediata y la ambición de sus objetivos a mediano y largo plazo. Esta
tensión, aunque se manifiesta en debates ideológicos o políticos en las fuer-
zas de izquierda democrática, puede ser positiva en la medida en que exista
un liderazgo reconocido y un cierto consenso (realismo) sobre las limitaciones
y los condicionantes de la acción de gobierno. Pero puede, también, conducir
a la crisis o a la división si el liderazgo se debilita o si la opinión pública gira
en contra del gobierno.
El caso más evidente es el de los problemas internos del PT. Las diferencias
ideológicas se han agudizado desde que los escándalos de financiación man-
charon al gobierno, y desde que, a consecuencia de estos mismos hechos, ca-
yó la valoración pública de Lula y de su gobierno. Es inevitable que las dife-
rencias ideológicas se utilicen como línea de separación frente a las persona-
lidades o grupos cuya imagen ha resultado más afectada por los escándalos,
pero por esta vía es fácil caer en un falso debate. Las posibles irregularidades
en la financiación electoral no tienen nada que ver con los tipos de interés, el
ritmo de la reforma agraria o los resultados de la política social.