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Galileo Galilei (I)

Posted: 16 Mar 2011 10:47 AM PDT

Como sabéis los viejos del lugar, Hablando de… es la


serie caótico-histórica de El Tamiz. Inspirada en la
serie de televisión Connections, de James Burke,
explora el pasado de una forma desordenada,
enlazando cada artículo con el siguiente y tratando de
mostrar como todo está conectado de una manera u
otra; los primeros veinte artículos de la serie están
disponibles, además de en la web, en forma de libro,
¡y ya vamos por el decimotercero del que será el
segundo volumen! En los últimos artículos hemos
hablado acerca del ascensor espacial, propuesto por
primera vez por Konstantin Tsiolkovsky, partidario
(como casi todos sus contemporáneos) de
la eugenesia, promovida por Sir Francis Galton tras
ser inspirado por el debate Huxley-Wilberforce sobre
la evolución, en el que participó el “bulldog de
Darwin”, Thomas Henry Huxley, que utilizó para
defender las ideas de su amigo un cráneo de Homo
neanderthalensis, nombre científico según el sistema
creado por Carl Linneo y empleado en su obra magna,
elSystema Naturae, que acabó en el Index Librorum
Prohibitorum, lo mismo que todas las obras
de Giordano Bruno, prohibidas por el Papa Clemente
VIII, quien en cambio tres años antes dio el
beneplácito de la Iglesia al café, bebida protagonista
de la Cantata del café de Johann Sebastian Bach,
cuya aproximación intelectual y científica a la música
fue parecida a la de Vincenzo Galilei, padre de Galileo
Galilei. Pero hablando de Galileo Galilei…

Galileo Galilei (1564-1642).

[Nota: Como me pasa tantas veces, he empezado a


escribir, a meter citas y fragmentos de libros, a
divagar... y el caso es que me ha salido tal ladrillo
que he decidido partirlo en dos trozos; si aguantáis
éste, el segundo llegará la semana que viene, para
dar tiempo a oxigenar las neuronas]
Siempre es difícil estar seguros de cómo hubieran
sido las cosas de no haberse combinado los factores
como lo hicieron, pero me parece bastante razonable
pensar que, sin la influencia de Vincenzo Galilei, su
hijo no se hubiera convertido en el enorme, ¡enorme!,
científico que fue. No es que fuera la criatura de su
padre –una figura como la de Galileo no es la criatura
de nadie–, pero es inevitable ver a Vincenzo en
algunas de las concepciones científicas de su hijo.
En la época de Vincenzo –el siglo XVI–, la Ciencia
moderna no existía aún. Sí existía la Filosofía Natural,
y los científicos –aunque no hicieran ciencia en el
sentido moderno del término– se preguntaban
razonadamente sobre lo que veían, pero faltaban
varios factores para que la Ciencia madurase y, por
fin, floreciese como lo haría a partir del XVII. Uno de
esos factores era la formalización matemática de las
leyes y
el estudio cuantitativo en los experimentos, cosas
que hoy nos parecen de cajón pero que por entonces
no lo eran en absoluto.
No, la manera típica de hacer ciencia era cualitativa,
especulativa y más bien “borrosa”, con la excepción
notable de la geometría en la Astronomía ya desde el
tiempo de los griegos. Los experimentos de acústica
de Vincenzo Galilei fueron realmente excepcionales;
no porque demostrase que existe una relación entre
la tensión en una cuerda y el tono del sonido emitido,
sino porque se preocupó de tomar medidas
cuantitativasde los pesos que colgaba, para encontrar
así una relación numérica entre causa y efecto. Al
establecer esa relación numérica –la frecuencia era
proporcional al cuadrado de la tensión de la cuerda–
Vincenzo nos proporcionó la primera ley no lineal de
la Historia de la Ciencia, pero también fue uno de los
que inició el camino hacia una ciencia cuidadosa,
cuantitativa, preocupada por la precisión y el
establecimiento de leyes específicas; quien culminó
ese trabajo y, tal vez exagerando un poco, hizo
florecer la Filosofía Natural en la Ciencia en el sentido
moderno fue su hijo, pero indudablemente bajo la
influencia de las ideas de su padre.
De hecho, el joven Galileo, sin la influencia paterna,
seguramente nunca se hubiera dedicado a hacer
ciencia. Nacido en 1564 en Pisa –en lo que era
entonces el Ducado de Florencia–, el muchacho
estuvo a punto de ingresar en el sacerdocio, ya que
era un devoto cristiano (ironías de la vida, tal y como
le irían las cosas después), pero su padre lo
convenció para que estudiara en la Universidad de
Pisa. Allí estudió medicina, matemáticas en general,
geometría y perspectiva en particular, así como
astronomía. Por entonces, como he dicho antes, la
astronomía y las matemáticas estaban ya
íntimamente unidas, y era esa disciplina la única en la
que esto sucedía.
Estamos por entonces, claro está, en pleno
Renacimiento, con lo que la especialización extrema,
y muchas veces absurda, no había surgido aún; el
joven Galileo estudia Arte, pinta, se hace amigo de
diferentes artistas y desarrolla su lado más creativo.
Como en el caso de algunos otros genios –no todos–,
es como si se le diera bien todo aquello que le
interesara, aunque su verdadera pasión eran las
matemáticas. En 1589, con veinticinco años, se
convierte en profesor de Matemáticas en la
Universidad de Pisa, y todo le iría estupendamente
bien hasta 1616. Tras su paso por Pisa recala en la
Universidad de Padua, y su genio florece.
Ese genio es tan inmenso, y abarca cosas tan
diferentes, que sería imposible aquí describir todos
los logros del divino italiano; como suele suceder
aquí, mi idea es darte un conocimiento básico,
mostrar cosas que no se suelen mostrar directamente
(como citas de textos del pisano) y, sobre todo,
despertar en ti el interés por conocer más sobre
Galileo, sobre el que se han escrito muchos, muchos
libros. Pero no puedo evitar dar algunas pinceladas
sobre lo que, a mi entender, son las bases de ese
genio singular sin el que nuestra Física no sería como
es hoy; si no consigo emocionarte mientras lees las
palabras del pisano, aunque sea un poquito, me como
el sombrero.
Las diferencias esenciales entre Galileo y la mayor
parte de sus coetáneos –probablemente influido por
su padre– son, por un lado, el énfasis en la precisión,
la comprobación empírica de hipótesis y la
elaboración deleyes matemáticas
comprobables mediante la medición de variables
rigurosamente definidas; y, por otra, la utilización
de instrumentos de medida para realizar
observaciones de esas variables. Para Galileo, no
basta con realizar afirmaciones más o menos vagas
sobre la naturaleza del Universo — cualquier asunto
puede ser atacado empleando las matemáticas y, si
no es así, el problema no ha sido analizado de la
manera correcta. En su primera época, Galileo pone
esta filosofía en acción, y más adelante la expresa
explícitamente en varias de sus obras. Por ejemplo,
en Il Saggiatore, de 1623, afirma:
La Filosofía [se refiere a la Filosofía Natural, lo que
hoy llamaríamos Ciencia] está escrita en este gran
libro –me refiero al Universo– que permanece abierto
continuamente a nuestra mirada, pero no puede ser
comprendido si uno no entiende primero el lenguaje
en el que está escrito y aprende a interpretar sus
caracteres. Está escrito en el lenguaje de las
Matemáticas, y sus caracteres son triángulos, círculos
y otras figuras geométricas, sin las que no es
humanamente posible entender una sola palabra de
él; sin éstas, uno deambula sin rumbo por un
laberinto.
Este libro es, por cierto, una auténtica metedura de
pata por parte de Galileo, a pesar de la brillantez con
la que defiende el asunto matemático en particular…
pero de eso hablamos en un rato. El caso es que
Galileo, por la naturaleza de su método de adquirir
conocimiento, está bastante alejado de lo que
Aristóteles, por ejemplo, hubiera considerado Filosofía
Natural. Es, por así decirlo, un filósofo “de manos
sucias” que pone manos a la obra y comprueba cosas
numéricamente, tan interesado en los conceptos que
rigen el comportamiento de las cosas como en los
aparatos con los que pueden medirse las variables
que regulan ese comportamiento. En la primera parte
de su vida, todavía en el siglo XVI, Galileo diseña
diferentes aparatos de medida que tendrían una gran
utilidad para fines prácticos.
Fíjate que digo diseña, no construye; lo de las “manos
sucias” no era en sentido literal. Quien construye los
instrumentos diseñados por Galileo es Marc’Antonio
Mazzoleni, que vive bajo el techo del genio durante
cuatro años junto con su mujer y su hija –la mujer era
el ama de llaves y cocinera de Galileo–. Mazzoleni
fabrica brújulas, termómetros, balanzas, compases…
que Galileo luego vende al público, junto con
pequeños “cursos” sobre cómo utilizarlos. Se trataba
de instrumentos de medida con una precisión muy
buena para la época, y los compases de Galileo-
Mazzoleni fueron de enorme utilidad para los cálculos
geométricos de navegantes, astrónomos y artilleros.

Compás diseñado por Galileo y construido por


Mazzoleni en 1604 (Sage Ross/CC 3.0 License).
Su primera obra, de hecho, es La billancetta (La
pequeña balanza) de 1586, y en ella explica cómo
determinar con gran precisión el peso de los objetos.
Como ves, el cambio de mentalidad no era sólo de lo
cualitativo a lo cuantitativo; al evolucionar la ciencia
hacia lo cuantitativo, se hace inevitable medir cosas.
De la ciencia especulativa que extrae conclusiones a
partir de lo que perciben directamente los sentidos,
entramos en lo que también define la ciencia
moderna: en la observación del Universo mediante la
tecnología. Tanto en una cosa como en la otra –
cuantificación y medición– Galileo no es el primero, ni
el único; forma parte de una corriente a lo largo del
siglo XVI en Europa… pero es, sin duda, el más
grande de los impulsores de este modo de hacer
Ciencia.
No es el primero en emplear leyes numéricas, ni en
utilizar el telescopio o el microscopio; pero sí es quien
hace avanzar a la Ciencia pasos de gigante en unas
pocas décadas, aplicando la tecnología y las
matemáticas al problema de comprender el mundo
que nos rodea, además de emplear definiciones
rigurosas y comprobables empíricamente de los
conceptos empleados. Por ejemplo, durante su
estancia en Pisa se dedica a estudiar el movimiento
de los objetos en distintos medios, y a cuestionar la
mecánica aristotélica. Le preocupaba lo que por
entonces se denominaba peso específico (hoy más
comúnmente densidad) de los objetos, ya que en su
opinión el lenguaje cotidiano metía la pata a menudo
y era importante ser precisos en ese aspecto. Los
primeros párrafos de su primer libro de Física, De
motu (Sobre el movimiento), de 1590, dejan claro
este aspecto:
Así, a veces decimos de un trozo grande de madera
que es más pesado que un pequeño trozo de plomo,
aunque, pura y simplemente, el plomo es más pesado
que la madera [al hablar de "pesado" y "ligero",
Galileo se refiere a "más denso" y "menos denso"
respectivamente]; y de un gran trozo de plomo
decimos que es más pesado que uno pequeño, pero
el plomo no es más pesado que el plomo. Por esta
razón, para que podamos evitar errores de este tipo,
debe decirse de dos cosas que tienen el mismo peso
cuando, siendo de igual tamaño, pesan lo mismo: así,
si tomamos dos trozos de plomo del mismo tamaño, y
pesan lo mismo, debemos decir que realmente tienen
el mismo peso.
Como ves, quiere dejar las cosas claras de una
manera que cualquiera pueda comprobar por sí
mismo empíricamente. Por desgracia, en De
motu (una obra muy temprana aún), el pisano llega a
una conclusión errónea: piensa que, en el vacío, un
objeto más denso (lo que él denomina “más pesado”
refiriéndose a la sustancia) caería más deprisa que
uno menos denso, y también que incluso en el vacío
habría una velocidad terminal, como sucede dentro
de un fluido. Sin embargo, aunque algunas de sus
conclusiones sean erróneas, lo sustancial no es el
resultado, es el método de hacer ciencia, que está
cambiando — posteriores experimentos del propio
Galileo lo acercarían más a la verdad, aunque
seguiría metiendo la pata muchas veces, ¡porque eso
es hacer ciencia, al fin y al cabo!
Cuando este divino barbudo empieza a cambiar de
verdad nuestra concepción del mundo es en el siglo
XVII, y lo hace como consecuencia de las dos
peculiaridades que he mencionado antes:
instrumentación y cuantificación. En 1608, de
acuerdo con la mayor parte de los historiadores, el
holandés Hans Lippershey construye el primer
telescopio; parece ser que Galileo oye hablar de él,
aunque no tiene ninguna descripción muy detallada,
pero aun así consigue construir uno propio en 1609,
primero no demasiado potente y posteriormente, al
mejorarlo, de una calidad y potencia extraordinarias
para la época.
Galileo muestra uno de sus telescopios al Duque de
Venecia (cuadro de Bertini).
Los telescopios de Galileo dejan anonadados a sus
contemporáneos, y se hace bastante famoso por
ellos. De hecho, obtiene considerables beneficios al
venderlos, no para fines científicos, sino simplemente
para ser empleados en la navegación y con fines
militares. Pero el propio Galileo dirige su telescopio
hacia el firmamento, y observa cosas que ningún ser
humano ha observado antes. Se me ponen los pelos
de punta al pensarlo. El italiano publica el informe de
lo que ha visto con su telescopio en Sidereus nuncius
(El mensajero de las estrellas), de 1610.
Para empezar, el pisano ve una miríada de estrellas
nuevas, que ningún ojo humano había visto nunca, ya
que son demasiado tenues para ser visibles sin
instrumentos ópticos. Observa también que lo que
antes se pensaba era una nube difusa de luz no es
otra cosa que una infinidad de estrellas muy juntas,
que no es posible discernir como puntos diferentes a
simple vista. Sin embargo, no es aquí donde Galileo
cambia nuestra concepción del Universo.

Telescopio de Galileo.
Cuando dirige su telescopio hacia la Luna para
mirarla con detenimiento y estudiar sus fases –que
todo el mundo sabía ya se debían al hecho de que
una parte estaba iluminada por el Sol y otra no–, se
encuentra con una nueva sorpresa. El terminador –la
línea que separa luz de sombra, día de noche– sobre
el satélite no es una línea curva perfecta, sino que en
ciertas regiones de la Luna tiene irregularidades. Es
más: la sombra arrojada por la superficie lunar
muestra que no es lisa, sino que contiene montañas,
cráteres y diferentes imperfecciones. Galileo, que ha
estudiado arte y es ducho en la técnica
del chiaroscuro, dibuja bosquejos de lo que ve, muy
diferente de la idea de la perfección aristotélica de los
cuerpos celestes.

Esbozo de las fases lunares vistas por Galileo (1610).


Galileo observa también que existe una diferencia
esencial entre estrellas fijas y planetas (además de la
evidente que daba el nombre a cada una de las dos
categorías de cuerpos celestes): a simple vista, tanto
unas como otros son simples puntos de luz. Sin
embargo, al mirar con el telescopio, los planetas se
revelan como discos con cierto tamaño, mientras
que las estrellas siguen siendo puntos de luz. Esto
lleva al pisano a confirmar lo que ya muchos
sospechaban: que la distancia hasta las estrellas era
muchísimo mayor que a los planetas. Pero la
verdadera revolución surge cuando Galileo se fija en
un planeta en particular, Júpiter, y hemos hablado ya
de esto en El Sistema Solar al estudiar los satélites
galileanos.
El telescopio mostraba cuatro estrellas junto al
gigante Júpiter. Esas cuatro estrellas no eran fijas,
pues se movían sobre el fondo formado por las
verdaderas estrellas, pero lo sorprendente –e
innegable, una vez observadas durante cierto
tiempo– era que regularmente desaparecían tras
Júpiter para aparecer luego al otro lado, con períodos
fijos. El italiano había observado, por primera vez en
la historia, el movimiento de satélites alrededor
de otro planeta. Una vez más, Galileo documentó
todo cuidadosamente en el Sidereus nuncius,
mencionando “tres estrellas en el firmamento que se
mueven alrededor de Júpiter, del mismo modo que
Venus y Mercurio alrededor del Sol.” y dibujando sus
movimientos respecto al planeta:

Lunas de Júpiter en el Sidereus nuncius.


Ya hacía tiempo, desde que Copérnico lo sugiriese en
su De revolutionibus orbium coelestium en 1543,
antes de nacer el propio Galileo, que muchos
sospechaban que los modelos geocéntricos del
Sistema Solar (y del Universo en su conjunto, pues
pocos sospechaban que era mucho más grande que
nuestro sistema estelar) no eran correctos. El
problema estaba en demostrarlo; los modelos de
Ptolomeo y Copérnico predecían, en su mayor parte,
las mismas observaciones, y la única razón para
elegir el modelo heliocéntrico del polaco respecto al
geocéntrico era que era más simple… salvo, claro
está, que alguien demostrase empíricamente que no
todo giraba alrededor de la Tierra y que nuestro
propio planeta se movía. La observación de Galileo
mostraba sin lugar a dudas que había objetos que no
orbitaban la Tierra.
Pero es que, unos meses más tarde de publicar
el Sidereus nuncius, el pisano ve otra cosa más que
supone un auténtico “¡zas, en toda la boca!” al
geocentrismo. Al mirar hacia Venus, Galileo observa
que ese planeta muestra fases, lo mismo que nuestra
propia Luna, que no se habían notado antes porque,
sin un telescopio, el planeta no se mostraba como un
disco sino como un punto.

Diagramas de Saturno, Júpiter, Marte y, debajo, las


fases de Venus (1623).
El diagrama de arriba no sería publicado hasta unos
años después, pero Galileo comprende ya en 1610
que existían pruebas evidentes, incontrovertibles, de
que Copérnico tenía razón y el modelo geocéntrico
debía ser desterrado. Sin embargo, la cosmología
aristotélica (y su refinamiento, la ptolemaica) se
había entrelazado de tal modo con el cristianismo a lo
largo de los siglos que cuestionar el geocentrismo era
algo muy, muy gordo, aunque no por lo que suele
repetirse más a menudo –la idea de la Tierra como
centro del Universo representando al Hombre como
centro de la Creación–, aunque de eso hablaremos en
breve.
El caso es que, dentro de la Iglesia Católica, los
jesuitas eran los más versados en Astronomía –
geocentrista, por supuesto–. Al principio, como es
natural, reciben la noticia de las observaciones de
Galileo y sus conclusiones heliocéntricas con gran
escepticismo. Sin embargo, algunos de ellos hacen lo
que cualquiera con interés científico hubiera hecho,
ya que Galileo explica claramente qué hay que hacer
para ver lo mismo que él: una vez que se extienden
los telescopios por Europa, estos científicos consiguen
uno y se ponen a mirar al cielo. Varios de ellos, tras
mirar al firmamento con sus telescopios, quedan
convencidos de que las afirmaciones del pisano sobre
satélites jovianos, manchas solares o montañas en la
Luna son ciertas, pero otros –como el Padre General
de los jesuitas, Claudio Aquaviva– siguen siendo
fervientes defensores del geocentrismo.
Es más: algunos astrónomos –sacerdotes y legos– se
niegan a mirar a través de telescopios para verificar
las afirmaciones de Galileo. Para ellos, hacerlo era
dudar de la verdad de la Biblia, con lo que
simplemente rechazaban la mera posibilidad de
observar qué había ahí fuera. Puedes imaginar la
frustración que esto generaba en nuestro barbudo –y
soberbio, todo hay que decirlo– pisano, como afirma
en una carta a Johannes Kepler en 1610:
Querido Kepler, ojalá pudiéramos reírnos de la
estupidez notable de este rebaño. ¿Qué opinas de los
principales filósofos de esta academia, que gozan de
la terquedad de un áspid [¿son tercas las áspides?] y
no quieren mirar a cualquiera de los planetas, la Luna
o utilizar el telescopio, incluso aunque les he ofrecido
libre y deliberadamente la oportunidad un millar de
veces? Realmente, lo mismo que el áspid se tapa los
oídos, estos filósofos se tapan los ojos a la luz de la
verdad.
Uno de los filósofos que rechaza las afirmaciones de
Galileo pero al mismo tiempo se niega a
comprobarlas parece haber sido un colega de la
Universidad de Padua, Cesare Cremonini. De acuerdo
con el testimonio posterior de otros colegas,
Cremonini lanzó estas perlas por su boca:
No deseo dar mi aprobación a afirmaciones de las que
no tengo confirmación, y sobre cosas que no he visto
[...] y observar a través de esas lentes me da dolor de
cabeza. ¡Basta! No quiero oír hablar más de este
asunto.
Por esa época, Galileo estaba bajo el ala del mecenas
Cosimo II de’ Medici, en cuyo honor dio nombre a las
cuatro “estrellas compañeras” de Júpiter; Galileo
denominó a esos cuatro satélites estrellas mediceas,
aunque hoy las conocemos, con mucha más justicia,
como satélites galileanos, y también le dedicó
su Sidereus nuncius. La relación entre ambos parece
haber sido estrecha desde la niñez de Cosimo, ya que
Galileo fue su profesor personal durante tres años. El
caso es que, en 1613, en una conversación con
Cosimo en la que no está presente Galileo, un filósofo
natural llamado Cosimo Boscaglia –que no era
sacerdote ni nada parecido– intenta “meter cizaña”
entre protector y protegido diciendo que las
observaciones de Galileo estaban muy bien, pero que
sus afirmaciones sobre el movimiento de la Tierra
eran contrarias a las Sagradas Escrituras.
Curiosamente, quien sale en defensa de nuestro
pisano favorito es un sacerdote y antiguo alumno de
Galileo, el abad benedictino Benedetto Castelli. De
hecho, en esta primera época Galileo tiene los
suficientes aliados dentro de la jerarquía de la Iglesia
Católica –como veremos, en los más altos niveles–
para poder permitirse defender las ideas de
Copérnico contra los más cerrados de mente sin
demasiado peligro. Eso sí, los más beligerantes e
intransigentes ya van lanzando unos buenos ataques
contra él. Inevitablemente, en 1615 es denunciado a
la Santa Inquisición por sus afirmaciones en una carta
a Castelli.
La Inquisición ya llevaba lidiando tiempo con el
heliocentrismo, claro está, y quiero detenerme un
momento para intentar explicar –con mis pobres e
ignorantes palabras– por qué el grave problema. No
era tanto porque a la Iglesia le importase cuál era
realmente el centro del Universo –que también–. No,
la posición y movimiento de Tierra y Sol eran algo
secundario; el problema era que en la Biblia se decía
claramente que la Tierra no se mueve y el Sol sí. De
aceptar que esto no era cierto, el miedo de las
autoridades eclesiásticas era que se abriera un
“agujero” de credibilidad de las Sagradas Escrituras –
consideradas, claro, una verdad literal–. Dicho mal y
pronto, si la Biblia se equivocaba en eso, ¿cómo
afirmar entonces que otras cosas eran verdaderas
con total seguridad?

Roberto Bellarmino (1542-1621).


Casi al mismo tiempo que Galileo, otro científico
estaba en algunos aprietos por defender a Copérnico:
un carmelita llamado Paolo Antonio Foscarini. El
encargado de solventar el entuerto causado por
Foscarini –que intentaba compatibilizar el
heliocentrismo con los pasajes bíblicos, demostrando
así que no toda la Iglesia era tan cerrada de mente–
era el cardenal Roberto Bellarmino. Tal vez el nombre
te suene, ya que es un viejo conocido de la serie por
trágicas razones; fue quien juzgó a Giordano
Bruno unos años antes y parece condenado a ser el
“malo de la película” en esta serie –y eso que fue
canonizado en el siglo XX, ironías de la vida–.
En una carta al carmelita Foscarini, Bellarmino le
indica que explicar la hipótesis heliocentrista no
supone ningún problema, ya que eso no contradice la
Biblia. El problema está en llevar la afirmación un
paso más allá y sostener que el heliocentrismo no es
una mera hipótesis, sino una realidad física; defender
esa idea, en palabras de Bellarmino –y la carta fue
remitida también a Galileo, pues se hablaba de él en
ella–, es
[...] algo muy peligroso, que irritaría no sólo a todos
los teólogos y filósofos escolásticos, sino que también
dañaría la Santa Fe al convertir las Sagradas
Escrituras en falsas.
No sé a ti, pero a mí un miembro de la Santa
Inquisición me dice que afirmar algo es “muy
peligroso” y me callo completamente y de por vida;
cobarde que es uno. De hecho, aunque no lo sé
seguro, imagino que eso fue exactamente lo que hizo
el pobre Foscarini –quien, con su mejor intención,
había intentado conciliar unas cosas y otras–. Pero
Galileo, en ciertos sentidos parecido a Giordano
Bruno, no se calla. Recuerda que el pisano era
fervientemente religioso: no quería desafiar a la
Iglesia, sino ser comprendido y convencer a la
jerarquía de la realidad de las cosas. Por ahora, aún
tiene los apoyos suficientes para poder defender sus
ideas y, de hecho, en 1616 viaja a Roma para intentar
convencer a la jerarquía de que aceptase las ideas de
Copérnico y dejase de “acosar” a quienes las
defendían, él mismo incluido.
Por entonces, una comisión de teólogos de la
Inquisición estaba considerando el asunto del propio
Galileo, bajo la mirada de Bellarmino. Los once
miembros de la comisión emiten su veredicto el 24 de
febrero de 1616. Las dos afirmaciones de Galileo que
se les pide evaluar son:
1. El Sol es el centro del Universo y se encuentra
completamente desprovisto de movimiento.
2. La Tierra no es el centro del Universo ni está
inmóvil, sino que se mueve como un todo y
también tiene un movimiento diurno
[respectivamente, traslación y rotación].
Las conclusiones de la comisión, en la que participan
algunos de los teólogos más insignes de la época
(cito):
1. Todo lo sostenido en esta afirmación es
estúpido y absurdo en filosofía, y formalmente
herético ya que contradice explícitamente en
varios lugares las Sagradas Escrituras, de
acuerdo con el significado literal de las
palabras y de acuerdo con la interpretación y
entendimiento comunes por los Santos Padres
y los doctores en teología.
2. Todo lo sostenido en esta afirmación recibe el
mismo veredicto en filosofía y, respecto a la
verdad teologal, es al menos erróneo en la fe.
Vamos, que le meten un rapapolvo a Galileo de muy
señor mío. El encargado de informar de este
veredicto al pisano es, por supuesto, el cardenal
Roberto Bellarmino. No se trata de un juicio, ni se
inician acciones contra Galileo, sino que se trata de
un aviso. De acuerdo con el informe del encuentro
por parte de la Inquisición,
[...] en nombre de Su Santidad el Papa y de toda la
Congregación del Santo Oficio, [el cardenal
Bellarmino] ordenó encarecidamente a Galileo, que
estaba aún presente, que abandonase
completamente la opinión anteriormente mencionada
de que el Sol se encuentra en el centro del Universo y
que la Tierra se mueve, y a partir de entonces que no
la sostuviera, enseñase o defendiera de manera
alguna, oralmente o por escrito; de otro modo, el
Santo Oficio iniciaría un proceso contra él.
Vamos, que es un “aviso” pero no precisamente sutil,
y de acuerdo con el informe que cito arriba, Galileo
promete obedecer. Unos días más tarde se incluyen
en el tenebroso Index Librorum Prohibitorum varias
obras heliocentristas, entre ellas la de Paolo Foscarini,
el pobre carmelita que he mencionado antes. Sin
embargo, sorprendentemente, la relación de Galileo
con la jerarquía sigue sin ser mala y sus obras no son
prohibidas. Parece que se reúne con Bellarmino y con
el propio Papa, quien le asegura que no va a ser
procesado –imagino que si seguía las órdenes de
Bellarmino sobre no volver a considerar las ideas de
Copérnico como una verdad física–, y todo parece
estar calmado. Bellarmino incluso acalla rumores de
que Galileo ha sido castigado por la Inquisición,
afirmando que no ha habido penitencia alguna y que
se ha tratado simplemente de un aviso. Pero de lo
que no hay duda es de que Galileo se había dirigido a
Roma para intentar defender el heliocentrismo, y
vuelve a casa escaldado.
No quiero dejar pasar la oportunidad de expresar una
opinión personal (pero quiero dejar claro que lo es, de
ahí este aviso preliminar). Como espero que hayas
notado a estas alturas, por el caso de Foscarini y el
del abad Castelli, la Iglesia no era un grupo monolítico
en cuanto a las ideas del Universo se refería –como
en muchas otras cosas, claro– ni en su oposición cerril
al avance científico. El problema, en mi opinión, es
común a muchas otras organizaciones y movimientos,
y no se me ocurre otro nombre que darle más
que “síndrome de los extremistas”. Suele suceder
que, dentro de un grupo de personas que tienen unos
ideales en común, algunos son más flexibles y
moderados que otros. Sin embargo, en esos grupos
de personas, los extremistas suelen identificar las
llamadas a la moderación con falta de lealtad al
movimiento de que se trate, lo cual les ahorra tener
que encontrar defectos reales en las opiniones de los
moderados.
De este modo, los más inflexibles suelen subir hasta
las posiciones de poder y los más moderados acaban
siendo sospechosos de deslealtad (“¿Eres realmente
uno de nosotros?”). Además, y esto es lo más
importante, los indecisos se dan cuenta de que si
eligen una postura no serán cuestionados, pero que si
eligen la contraria serán sospechosos de la misma
deslealtad… con lo que, si capitulan ante los
extremistas están a salvo, y si no, acaban siendo
silenciados o expulsados. Es mi pesimista opinión que
casi cualquier movimiento organizado que involucra
un sentimiento de “lealtad” corre este terrible peligro,
y que la mayor parte sucumben a él — y la Iglesia del
siglo XVII y el asunto de Galileo son, en mi opinión,
perfectos ejemplos de ello.
El caso es que, durante unos años, de hecho, Galileo
cierra la boca sobre el asunto. Sin embargo, en 1623
sucede algo que lo anima a volver “al ataque”. El 8
de julio de ese año muere el Papa Gregorio XV, y es
sucedido por un amigo de Galileo y defensor suyo
durante el “aviso” de 1616, el cardenal Maffeo
Barberini, que toma como Papa el nombre de Urbano
VIII. Galileo va a visitarlo recién nombrado Papa, y le
dedica su obra principal de 1623, Il Saggiatore, que
hemos mencionado al principio; ¡en la portada de
esta obra aparece hasta el escudo de armas de la
familia Barberini, las tres abejas!

Portada de Il Saggiatore (1623).


A pesar de que Il Saggiatore es una obra menor, no
quiero dejarla pasar por varias razones. En primer
lugar, porque muestra lo mucho que Galileo quiere
agradar al nuevo Papa, que recibe el honor con gran
alborozo. En segundo lugar, porque aunque sea de
forma lateral, Galileo defiende en sus páginas el
concepto matemático de la ciencia que hemos
mencionado antes. Y en tercer lugar porque en la
idea central de Il Saggiatore Galileo está absoluta,
total, irremediablemente equivocado.
Quiero mostrar esto aquí porque sé que al escribir me
pierde la emoción y parece que idolatro al italiano,
pero se trata –como en todos los casos– de un ser
humano con sus equivocaciones tremendas, sus
miserias y sus defectos terribles, además de sus
grandezas.
El caso es que unos años antes un astrónomo jesuita,
Orazio Grassi, había publicado un pequeño tratado
sobre los cometas. En él, Grassi afirmaba que
la paralaje demostraba que los cometas debían ser
objetos muy alejados de la Tierra, indudablemente
más lejanos que la Luna. Sin embargo, Galileo, el
genio, el enorme científico que me hace babear de
pasión, pensaba que los cometas eran… ¡ilusiones
ópticas! No sólo eso, sino que el objetivo de Il
Saggiatore es destrozar las ideas del pobre Grassi –
que era geocentrista, naturalmente, pero en esto en
particular tenía toda la razón–, y lo hace ridiculizando
las afirmaciones del jesuita con un sarcasmo
corrosivo tremendo; vamos, algo patético y
vergonzoso por parte del pisano, que se comporta
aquí de manera ruin. De hecho, parece que a partir
de entonces la Compañía de Jesús se le pondría
definitivamente de uñas, algo que Galileo
probablemente se buscó y que demuestra, como
sucedía con Bruno –aunque no tan intensamente– una
falta de inteligencia social considerable.
Sin embargo, a Urbano VIII el sarcasmo de Galileo no
sólo no le molesta, sino que la obra le encanta –
imagino que, en parte, porque era en su honor–, y
alaba la fina pluma del pisano, algo que me hace reír
por lo que vendría después: qué gracioso se nos hace
lo hiriente cuando no somos nosotros las víctimas, y
cuánto cambian las cosas cuando lo recibimos
nosotros, ¿verdad?
Sin embargo, por más que pareciese que las cosas le
iban bien, con el Papa de su parte, todo iba a
empezar a ir fatal. Y, en parte, la razón es
precisamente el apoyo del Papa, que envalentona a
nuestro amigo… pero de eso hablaremos la semana
que viene, en la segunda parte del artículo, donde
Galileo sufre terriblemente pero después nos regala
con maravillas de las que alegran la vida. Hasta
entonces.
Galileo Galilei (II)

La semana pasada habíamos dejado a nuestro amigo


Galileo Galilei en una posición muy cómoda: apoyado
por el Papa Urbano, lanzando dardos sarcásticos a
diestro y siniestro y listo para volver a las andadas en
su defensa del heliocentrismo copernicano, no como
hipótesis, sino como realidad física.
Viendo que las cosas están a su favor al tener nada
menos que al Papa de su lado, Galileo intenta de
nuevo publicar un libro en el que mostrar las pruebas
que considera lógicamente inatacables del
heliocentrismo copernicano. Hay un tira y afloja
durante algunos años, ya que Galileo es lo
suficientemente sensato para no publicar sin más,
sino que intenta obtener permiso del Santo
Oficio. Como había dejado claro Bellarmino –que a
estas alturas ya había muerto–, exponer las ideas
heliocéntricas no era el problema, siempre que se
hablase de ellas como una hipótesis tan válida como
el geocentrismo; el problema era afirmar su realidad
física. De modo que Galileo se pone a intentar escribir
un libro que sea aceptable para la Iglesia pero que, al
mismo tiempo, deje claro que el heliocentrismo es la
realidad y que el geocentrismo es una tontería.
Recordemos que estamos en el siglo XVI, y la
comunicación no es precisamente fluida, ni siquiera
dentro de la Iglesia. Galileo envía el manuscrito a los
censores, que no conocen el anterior veredicto ni el
requerimiento explícito que se le hace de no sostener
las ideas heliocentristas, y no tengo ni idea de por
qué, los censores parecen tragarse el libro y
considerar que no defiende la realidad de las ideas
copernicanas, tal vez porque, como veremos en un
momento, no lo hace de forma explícita, pero no hay
que ser muy listo para darse cuenta de que es una
trampichuela para saltarse la censura.
Eso sí, el permiso es precisamente para exponer
ambas hipótesis y sus virtudes respectivas, de un
modo imparcial. La idea de Galileo es publicar un
diálogo, al estilo de los antiguos griegos, en el que un
filósofo geocentrista y otro heliocentrista expliquen
los méritos de cada hipótesis. El propio Urbano, como
amigo de Galileo, le explica sus propios argumentos,
naturalmente favorables al geocentrismo aristotélico,
y le pide que los incluya en su libro. Tener las ideas
del propio Papa en el libro sería una garantía
estupenda de que es aceptado, claro. Hasta aquí,
todo estupendo… pero la ineptitud social de Galileo
en este punto de la historia me deja apabullado –y no
lo dice alguien socialmente hábil, ni mucho menos–.
Portada del Dialogo sopra i due massimi sistemi del
mondo (1632).
Galileo pone manos a la obra y el libro, que supone
un antes y un después en la historia de la Ciencia, es
publicado en 1632 con el título de Dialogo sopra i due
massimi sistemi del mondo (Diálogo sobre los dos
principales sistemas del mundo). A diferencia de la
mayor parte de los libros científicos de la época, está
escrito en italiano y no en latín, con lo que es posible
que lo lea y entienda el común de los mortales, y no
sólo los astrónomos. En la Europa del siglo XVII hay
ya un público relativamente grande deseoso de
aprender y leer sobre este tipo de cosas, y el libro se
convierte en un auténtico fenómeno (lo que hoy
llamaríamos, seguro, un best-seller, porque la primera
edición se agota en un plis-plas). El lenguaje es, como
siempre en Galileo, fino y acerado, con un humor
afilado y extraordinario, los argumentos vivos y
entretenidos, las explicaciones claras: el libro es un
éxito inmenso.
Sin embargo, hay un enorme problema, y aunque sé
que tal vez voy contra corriente en esto, el problema
fundamental es que, una vez más, Galileo se
comporta como un imbécil arrogante, por más genio
que sea. ¡Ojo! No trato de justificar la actitud de la
Iglesia en absoluto pues es injustificable,
simplemente de ser objetivo (¡soy moderado, pero
leal!), y creo que, cuando termine de explicarlo,
estarás de acuerdo conmigo. Tal y como había sido
acordado, el Dialogo es una conversación a lo largo
de cuatro días entre dos filósofos ficticios, además de
un lego que actúa de “juez neutral” sobre la
racionalidad de sus argumentos.
El filósofo heliocentrista se llama Salviati, en honor a
un amigo de Galileo, Filippo Salviati, y sus
argumentos son básicamente los de Galileo;
podríamos decir que Salviati es simplemente
Galileo con otro nombre. Naturalmente, el italiano
convierte a Salviati en un personaje de inteligencia
afiladísima y sus argumentos reciben “oohs” y “aahs”
por parte del lego neutral. Este lego recibe el nombre
de Sagredo, una vez más en honor a un amigo de
Galileo, Giovanni Francesco Salgredo, y aunque al
principio sea neutral luego es convencido, por
supuesto, por los clarividentes argumentos de
Salviati.
¿Y el geocentrista? ¿recibe él también el nombre de
un amigo de Galileo? Pues no; recibe el nombre de
Simplicio, supuestamente por un filósofo aristotélico
del siglo VI, Simplicio de Cilicia, dado que defiende las
ideas de Aristóteles. Pero recuerda la capacidad de
Galileo para el sarcasmo: el nombre de Simplicio
sugiere, en italiano como en español, a un simple, a
un bobo muy inferior a Salviati. Y así se nos muestra
el pobre Simplicio en la obra, esgrimiendo
argumentos inanes y muy inferiores en calidad
filosófica a los del genial Salviati.
Aquí es donde, en mi opinión, Galileo es deshonesto y
algo ruin. Es evidente que la obra pretende ser un
diálogo neutral para así salvar el obstáculo de la
Inquisición pero que, realmente, es una defensa de la
realidad de las afirmaciones de Copérnico, y en ese
aspecto me parece perfectamente aceptable: de otro
modo, sin engañar un poco a la Iglesia, no hubiera
sido posible publicarlo. No es ahí donde estriba mi
pega. Lo vergonzoso es que Galileo hace trampa:
Simplicio no esgrime los argumentos inteligentes de
los geocentristas de la época, sino que utiliza
razonamientos con agujeros enormes (que ningún
filósofo geocentrista real hubiera empleado), y que
están en el libro simplemente para que Galileo –
perdón, Salviati– los destruya y quede como un
campeón. Vamos, un ejemplo clarísimo de crear un
“hombre de paja” para intentar mostrar que uno
mismo tiene razón.
Por esta época, el modelo de Universo sostenido por
la Iglesia no es ya el geocentrismo simple de
Aristóteles, ni siquiera el de Ptolomeo, sino un modelo
“híbrido” propuesto por el danés Tycho Brahe a
finales del XVI para combinar algunas de las ventajas
evidentes, en cuanto a simplicidad matemática, del
modelo de Copérnico con el geocentrismo de los dos
anteriores. En el modelo tychónico, la Tierra es el
centro del Universo; el Sol y la Luna giran
directamente alrededor de nuestro planeta, y el resto
de los planetas giran alrededor del Sol; como la
estrella gira a nuestro alrededor, al final acaban
también moviéndose alrededor de la Tierra, pero de
manera indirecta y no realizando circunferencias. El
sistema tychónico y el copernicano predicen
exactamente las mismas posiciones en el firmamento
de los astros, por cierto, pero la Iglesia favorece
naturalmente a Tycho porque en su modelo la Tierra
permanece inmóvil.
Modelo tychónico del Sistema Solar.
Tycho era geocentrista, pero de una inteligencia
extraordinaria, justo lo contrario que Simplicio en el
libro. De hecho, el danés se plantea argumentos a
favor y en contra de ambos modelos –geocentrista y
heliocentrista–, y llega a la conclusión (antes de las
observaciones de Galileo) de que el geocentrismo es
el que mejor explica lo que vemos. El argumento
principal de Tycho es el siguiente: si la Tierra se
mueve respecto a las estrellas, entonces podremos
comprobar que las posiciones aparentes de las
estrellas cambian debido a la paralaje. Si, por el
contrario, la Tierra está quieta, no habrá cambio en la
posición de las estrellas. Al mirar al firmamento, se
comprobó que no existía paralaje alguno, luego Tycho
concluyó que la Tierra no se movía.
Cuando Friedrich Bessel midió por primera vez la
paralaje de una estrella echó por tierra el argumento
de Tycho Brahe… en 1838. La razón de que no se
hubiera medido antes no era que la Tierra estuviera
quieta, sino que las estrellas están tan
endiabladamente lejos que es minúscula, pero casi
nadie había considerado la posibilidad de un Universo
tan gigantesco, desde luego ni Tycho ni Galileo. En
época de Galileo y muchos años después, el
razonamiento de Tycho era un mazazo para el
heliocentrismo, un argumento demoledor en
cualquier discusión entre ambos modelos. De hecho,
este argumento es de tal importancia que Galileo no
tiene razón al considerar imposible una concepción
distinta de la copernicana, dadas las observaciones
de la época. Auténtica dinamita, el argumento de
Tycho.
¿Sabes cómo emplea Simplicio el argumento de la
paralaje estelar de Tycho? No lo hace. No, el
obstáculo empírico más grande del heliocentrismo no
es mencionado en el Diálogo en el que,
supuestamente, se cruzan los razonamientos para
defender y atacar cada hipótesis. No, Simplicio
defiende la forma más casposa, antigua y estúpida de
geocentrismo que pueda existir, una forma de
geocentrismo que pocos defendían en la época, y lo
hace expresando sus argumentos de una manera
torpérrima, haciendo honor a su nombre ficticio. No
se trata de una discusión honesta entre los mejores
argumentos de uno y otro bando, sino de una
pantomima, por más que Galileo tuviera razón en sus
conclusiones.
De entre los argumentos esgrimidos por Salviati para
defender el heliocentrismo –entre los que están, por
supuesto, las observaciones astronómicas realizadas
por Galileo en años anteriores– hay dos que me
parecen de gran interés por razones diferentes.
Por un lado, Galileo esgrime como argumento a favor
del movimiento de la Tierra el hecho de que existan
las mareas. ¿Cómo explicarlas, sin movimiento
terrestre? De acuerdo con Galileo, la fuerza centrífuga
debida al movimiento circular de la Tierra sobre sí
misma y alrededor del Sol era lo que hacía que el mar
subiese y bajase. Sin embargo, de ser ésa la razón,
debería haber una marea alta y una baja cada día,
mientras que hay dos… algo que el pisano atribuía a
“factores secundarios”, como la forma del mar y su
profundidad diferente en cada punto. Curiosamente,
Johannes Kepler sostenía que las mareas se debían a
la influencia lunar y, al final, la realidad resultó ser
una mezcla de ambas. El caso es que aquí Galileo
patina un poco.
Por otro lado, y aquí el italiano sí demuestra una vez
más su genio, un argumento relativamente común
contra el heliocentrismo –especialmente entre los
menos educados, todo hay que decirlo– era el
siguiente: si la Tierra se mueve alrededor del Sol y
sobre sí misma, ¿por qué no lo notamos? Los cálculos
más burdos demuestran que cualquiera de estos dos
movimientos tiene una velocidad considerable, pero
no notamos nada. La respuesta de Salviati en el libro
muestra algo esencial en nuestra concepción
moderna de la Mecánica de lo que hablaremos luego:
imaginemos, dice Salviati, a un marinero en un barco.
Se encuentra bajo cubierta, y no puede ver el
exterior, con lo que no puede ver directamente si el
barco se mueve o está parado. Con él tiene distintas
cosas, como un grifo que gotea, una pecera con
peces, una mariposa, etc. ¿Cómo puede saber,
observando el goteo del agua, el vuelo de la
mariposa, etc., si el barco está quieto o se mueve con
velocidad constante?
La respuesta es, naturalmente, que no puede, ya
que todo se mueve con él, incluyendo el suelo y el
aire que contiene la bodega, con lo que es imposible
para él, sin una referencia externa, determinar si el
barco se está moviendo o está parado. Al explicar
este concepto, el divino italiano establece lo que hoy
conocemos como principio de relatividad de
Galileo, o invariancia galileana, a saber, que todos
los sistemas inerciales –en la concepción galileana del
movimiento, sistemas que se mueven a velocidad
constante– son equivalentes e indistinguibles entre sí
mediante ningún experimento físico. No tiene sentido,
por tanto, decir que algo se mueve o está parado,
sino que se mueve respecto a algo o que está parado
en referencia a algo.
La importancia de la invariancia galileana estriba en
su posición como uno de los pilares de la física
newtoniana. Sería llevado a una forma aún más
extrema y extraordinaria, por supuesto, por otro
genio, Albert Einstein, quien primero incluiría la luz y
su constancia en los experimentos físicos que puede
realizar el tripulante del barco de Galileo en su Teoría
Especial de la Relatividad, y después lo extendería
más aún, incluyendo la gravitación en el asunto y
estableciendo un nuevo concepto de sistema inercial,
uno en el que es posible tener sistemas inerciales que
no se mueven a velocidad constante. Pero que otros
logros posteriores, por ingentes que sean, no nos
hagan olvidar la maravilla con la que, pegas aparte,
Galileo nos regala en el Dialogo.
De hecho, la verdadera metedura de pata de Galileo
en el libro no es conceptual, sino social. ¿Recuerdas
que Urbano le había comentado sus propios
argumentos, pidiéndole que los incluyera en el libro
en la parte geocentrista? Pues Galileo va y lo hace…
pero claro, en boca de Simplicio, el “tonto de la
película” y listos para ser descuartizados por la
afilada lengua de Salviati. Parece ser –y tiene
sentido– que Galileo no hizo esto con mala intención,
ya que tenía aprecio por Urbano, pero poner al simple
Simplicio soltando por su boca los argumentos de
Urbano para luego refutarlos… en fin, que se puede
ser espabilado para unas cosas y torpe para otras,
está claro.
El caso es que el círculo de personas que rodea a
Urbano –al principio, mucho más que él mismo, que
no se lo toma a la tremenda– está indignado. Los más
intrigantes y cizañeros le sugieren al Papa que Galileo
ha creado a Simplicio como una caricatura del propio
Urbano, y al final, el Papa acaba ordenando una
comisión especial que investigue el libro y ordena que
sea prohiba su venta. Es imposible saber si todo
hubiera sucedido igual de no haber metido así la pata
Galileo, pero desde luego, desde este momento
pierde el apoyo fundamental del que había gozado
hasta entonces, y la benevolencia anterior por parte
de la Iglesia se termina.
La comisión llama a Galileo a declarar, luego delibera
y finalmente dicta sentencia. Creo que lo mejor que
puedo hacer es dejarte directamente la parte
relevante de la sentencia, aunque sea larga, porque
se trata de un suceso de tal importancia que me
parece que merece realmente la pena (salvo que lo
hayas leído antes, claro), pues se leen unas cosas y
otras, interpretaciones varias, y lo mejor es leer el
documento original, aunque sea traducido
malamente.
Al principio, los cardenales relatan lo que había
sucedido en 1616, cuando se produjo el aviso inicial,
de modo que esa parte me la salto, y luego ya entran
en faena con el asunto del Dialogo. No me digas que
algunas cosas –dentro de la tragedia de todo el
asunto– no tienen gracia, como lo de “debemos
suponer que, en tanto tiempo, os habéis olvidado de
algunas expresiones del aviso”. Menuda mala baba
que tenían los inquisidores:
[...]
Considerando que ha aparecido últimamente un libro,
impreso en Florencia el año pasado, cuya portada
mostraba que vos érais el autor, de título Diálogo por
Galileo Galilei sobre los dos principales sistemas del
mundo, ptolemaico y copernicano; y considerando
que la Santa Congregación fue informada de que con
la impresión de este libro se diseminaba la falsa
opinión del movimiento de la Tierra y la inmovilidad
del Sol, y que esa opinión se iba extendiendo más y
más, dicho libro fue examinado diligentemente y se
determinó que violaba explícitamente el aviso que se
os había dado anteriormente; pues en el mismo libro
defiendéis la misma opinión antes condenada y
declarada en vuestra presencia, aunque en el propio
libro intentáis, a través de diversos subterfugios, dar
la impresión de dejarlo sin decidir y considerarlo
simplemente como algo probable; se trata, sin
embargo, de un grave error, ya que no es posible que
una opinión declarada como contraria a las Sagradas
Escrituras pueda considerarse como probable.
Por lo tanto, a nuestra orden fuisteis llamado a este
Santo Oficio donde, interrogado bajo juramento,
admitisteis haber escrito y publicado el libro.
Confesasteis que diez o doce años atrás, después de
haber recibido el requerimiento mencionado
anteriormente, empezasteis a escribir dicho libro, y
que después pedisteis permiso para imprimirlo sin
explicar a quienes os otorgaron el permiso que
estabais bajo el requerimiento de no sostener,
defender ni enseñar dicha doctrina de ninguna
manera.
De igual modo, confesasteis que en diversos lugares
las explicaciones de dicho libro se expresan de tal
manera que un lector podría llegar a la conclusión de
que los argumentos a favor del bando falso son
suficientemente eficaces para ser capaces de
convencer, en vez de ser fáciles de refutar. Vuestras
excusas de haber cometido un error, como dijisteis,
lejos de vuestra intención, eran que habíais escrito el
libro en forma de diálogo, y todo el mundo siente una
predilección natural por las propias argucias y tiende
a mostrarse más agudo que el hombre medio,
encontrando argumentos ingeniosos y
aparentemente probables incluso a favor de
proposiciones falsas.
Informándoos de los términos adecuados para
presentar vuestra defensa, nos entregasteis un
certificado manuscrito por el eminente Cardenal
Bellarmino, que afirmasteis haber obtenido para
defenderos de las calumnias de vuestros enemigos,
que aseguraban que habíais abjurado de vuestras
ideas y habíais sido castigado por el Santo Oficio.
Este certificado indica que no habíais abjurado ni
habíais sido castigado, sino simplemente que habíais
sido notificado de la declaración realizada por Su
Santidad y publicada por la Santa Congregación del
Índice, cuyo contenido es que la doctrina del
movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol es
contraria a las Sagradas Escrituras y por lo tanto no
puede ser sostenida ni defendida. Puesto que este
certificado no contiene dos expresiones del
requerimiento, a saber, “enseñar” y “de ninguna
manera”, se supone que durante el curso de catorce
o dieciséis años las habéis olvidado, y que por esta
misma razón permanecisteis en silencio sobre ese
requerimiento cuando solicitasteis la licencia para
publicar el libro. Además, se supone que debemos
creer que nos hacéis notar todo esto no para excusar
el error, sino para atribuirlo a una ambición
presuntuosa en vez de a la malicia. Sin embargo, el
certificado que nos entregasteis en vuestra defensa
hace aún más grave vuestro caso, ya que, aunque
indica que dichas opiniones son contrarias a las
Sagradas Escrituras, os habéis atrevido a defenderlas
y mostrarlas como probables; y no os ayuda la
licencia que insidiosa y astutamente conseguisteis
obtener, ya que no mencionasteis entonces el
requerimiento que os vinculaba.
Porque no pensamos entonces que hubierais dicho
toda la verdad sobre vuestras intenciones,
consideramos necesario proceder contra vos con un
examen riguroso. Aquí sí contestasteis de una
manera católica [¿imagino que quiere decir
"honesta"?], aunque sin perjuicio de los asuntos antes
mencionados confesados por vos mismo y que
pueden ser utilizados contra ti sobre tus intenciones.
Por lo tanto, habiendo visto y considerado seriamente
los méritos de vuestro caso, junto con las confesiones
y excusas antes mencionadas y con otros asuntos
razonables merecedores de observación y
consideración, hemos llegado a la sentencia final
contra vos, que procedemos a exponer.
Por lo tanto, invocando el más Santo nombre de
Nuestro Señor Jesucristo y su más gloriosa Madre, la
eterna Virgen María; y conformándonos como
tribunal, con el consejo y ayuda de los Maestros
Reverendos de Teología Sagrada y los Doctores en
ambas leyes, nuestros consejeros; en esta opinión
escrita pronunciamos el juicio final del caso expuesto
ante nosotros entre el Magnífico Carlo Sinceri, Doctor
en ambas leyes y Fiscal de la Acusación de este Santo
Oficio, por un lado, y vos, el antes mencionado Galileo
Galilei, el acusado aquí presente, examinado, juzgado
y confesado, por otra:
Decimos, pronunciamos, sentenciamos y declaramos
que vos, el antes mencionado Galileo, por los hechos
deducidos en el juicio y confesados por vos como se
ha dicho antes, os habéis convertido de acuerdo con
este Santo Oficio en sospechoso vehemente de
herejía, concretamente de haber sostenido y creído
una doctrina que es falsa y contraria a las divinas y
Santas Escrituras: que el Sol es el centro del mundo y
no se mueve de este a oeste, y que la Tierra se
mueve y no es el centro del mundo, y que uno puede
sostener y defender como probable una opinión
después de haber diso declarada y definida contraria
a las Sagradas Escrituras. Por lo tanto, habéis
incurrido en todas las censuras y castigos impuestos
y promulgados por los sagrados cánones y todas las
leyes particulares y generales contra tales
delincuentes. Estamos dispuestos a absolveros de
ellas siempre que, primero, con un corazón sincero y
una fe transparente, delante de nosotros, abjuréis,
maldigáis y detestéis los errores y herejías antes
mencionados, y cualquier otro error y herejía
contrario a la Iglesia Católica y Apostólica, de la
manera y forma que os ordenemos.
Además, de modo que este error serio y pernicioso y
esta transgresión no quede sin castigo alguno, y de
modo que seáis más cauteloso en el futuro y os
convirtáis en un ejemplo para que otros se abstengan
de crímenes similares, ordenamos que el libro Diálogo
de Galileo Galilei sea prohibido por edicto público.
Os condenamos a ser encarcelado formalmente en
este Santo Oficio a nuestra voluntad. Como
penitencia saludable, os imponemos el recitar los
siete Salmos penitenciales una vez a la semana
durante los próximos tres años. Y nos reservamos la
potestad de moderar, cambiar o perdonar
completamente o en parte los castigos y penitencias
anteriores.
Imagino que eres consciente de quién está diciendo
esto, y de las amenazas nada veladas como lo de
“castigos impuestos y promulgados” y cosas así. El
pobre Galileo no tiene más opción que “abjurar,
maldecir y detestar” sus anteriores opiniones, y así lo
hace. Sé que suena cursi, pero no quiero poner aquí
sus palabras, porque son una farsa y se me enciende
la sangre al leer cómo se humilla y dice cosas que
sabe perfectamente que no son ciertas, pero que no
puede evitar decir por la amenaza del castigo.
Por cierto, lo de “Eppur si muove (Y sin embargo, se
mueve)” parece ser una invención muy posterior, y
me sorprendería mucho que Galileo hubiera sido tan
bobo de decir algo así después del veredicto. No, el
pobre hombre –porque no puedo empezar a imaginar
cómo se sentiría– se calla y no vuelve a mencionar el
asunto. Pero, antes de seguir con la vida del divino
italiano, ¿consigue la Iglesia su objetivo último con el
veredicto? Pues no, la verdad es que
afortunadamente no.
El problema es que, por más que Galileo trampee en
el Dialogo, el geocentrismo es simplemente falso, y
cada vez más científicos y gente educada en ciencia
se da cuenta. Como ya vimos antes, ya había en 1616
astrónomos religiosos que sostenían posiciones
heliocentristas, y la cosa se expande como la espuma
por toda Europa y no se puede parar. Durante cierto
tiempo, el heliocentrismo es una de esas cosas que
todo el mundo sabe pero que no se enseñan en
público, por lo que pudiera pasar, y desde luego es
ilegal imprimir el Dialogo y cualquier otra obra
heliocentrista en los países donde la Iglesia tiene algo
que decir.
De hecho, no es hasta 1758 que se elimina la
prohibición “general y automática” sobre los libros
que mencionasen el heliocentrismo como verdadero,
e incluso entonces las obras ya prohibidas con
anterioridad permanecen en el Index Librorum
Prohibitorum. Tampoco se deja claro que el
heliocentrismo sea aceptable –sospecho que, en
parte, porque hacerlo significaba reconocer el
desastre de 1633–, con lo que la cosa… digamos que
se diluye. Por entonces, como te puedes imaginar,
nadie con una educación universitaria en ciencias y
dos dedos de frente piensa ya que la Tierra sea el
centro de nada, las obras de Newton ya han sido
publicadas hace mucho y la Ciencia está ya
especulando sobre otras galaxias y el origen del
Sistema Solar y ha dejado ya muy atrás el debate del
geocentrismo.
¿Y el Santo Oficio? No, el Santo Oficio todavía no. En
1820 otro sacerdote astrónomo como el pobre
carmelita Paolo Foscarini, Giuseppe Settele, pide
permiso para publicar un libro en el que habla
explícitamente del heliocentrismo, no como hipótesis,
sino como un hecho. Estamos, naturalmente, en
1820, ¡en 1820!… y se le niega ese permiso por
parte de los censores. Settele apela la decisión, se
reúnen la Congregación del Índice y el Santo Oficio y
ahora sí, por fin, se otorga el permiso a Settele.
Cuando sale la siguiente edición del Index Librorum
Prohibitorum en 1835, el Dialogo de Galileo (y el De
revolutionibus, de Copérnico) ya no están en él. Sólo
habían hecho falta doscientos años.
Puede parecer que me regodeo en este asunto, pero
me parece esencial y absolutamente relevante hoy en
día. Lo terrible del asunto no es la ignorancia de los
cardenales que juzgan a Galileo, lo importante no es
que estuvieran equivocados y tuviera razón él. Lo
vergonzoso es que hubo un tiempo en el que unos
seres humanos, por la fuerza, obligaban a otros a
decir mentiras so pena de sufrir tortura o muerte, y
prohibían los libros que no les parecían adecuados.
Afortunadamente ya no vivimos en una época así…
¡ah, no, espera! Esto sigue sucediendo hoy en día en
determinados lugares del mundo. No olvidemos las
lecciones del pasado, por doloroso que nos resulte
hacerlo –y sé que a algunos católicos este asunto los
incomoda, algo que comprendo perfectamente–. No
se trata únicamente de religión, y no creo que
debamos quedarnos con esa idea — el acallamiento
por la fuerza de opiniones disidentes, en
general, es una vergüenza que nos humilla
como especie.
Pero me voy por las ramas; afortunadamente, el
genio de Galileo se mantiene vivo, y en esta última
época de su vida, durante la cual permanece bajo
arresto domiciliario, continúa experimentando y
escribiendo auténticas maravillas que, para cambiar
de aires, estoy seguro de que te harán sonreír. Su
libro de 1638, Discorsi e dimostrazioni matematiche,
intorno à due nuove scienze (Discursos y
demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas
ciencias) representa, en cierto sentido, el nacimiento
de la Física moderna y, sin él, tal vez no hubiéramos
tenido a Newton — o el inglés no hubiera sido quien
fue.
Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due
nuove scienze (1638).
El pobre pisano tiene problemas para publicar, porque
la Inquisición no sólo ha prohibido el Dialogo, sino que
no se le permite sacar a imprenta ningún otro libro.
Tras diversos intentos de publicación, finalmente
consigue publicar los Discorsi en Leiden, en los Países
Bajos, lejos del alcance del Santo Oficio. El libro es,
esta vez sí, una auténtica obra de arte. Permanecen
los personajes de Salviati, Simplicio y Salgredo, pero
ahora no hay caricaturas, sino que todos son
igualmente inteligentes, aunque no igualmente
sabios.
Salviati sigue siendo, realmente, el propio Galileo, y
son sus ideas las que explica, pero ahora el diálogo
no pretende contraponer dos hipótesis opuestas sino
servir de ayuda para que el lector razone junto con
los personajes y comprenda los conceptos expuestos.
Simplicio es en cierto sentido, aunque parezca
curioso, también el propio Galileo, pero un Galileo
más joven, con sus ideas anteriores. Y es que los
Discorsi son una vuelta a problemas ya estudiados en
la juventud del italiano, en el siglo XVI, pero
afrontados ahora con aún más rigor, con años y años
de experimentación y maduración, y en él se corrigen
errores anteriores y se exponen nuevas hipótesis y
experimentos.
Las dos “nuevas ciencias” a las que se refiere el título
son la resistencia de materiales por un lado y la
cinemática por otro. A lo largo del libro, los tres
personajes van exponiendo sus ideas, razonando
juntos, proponiendo experimentos y explicaciones
geométricas, pero sin mordacidad como en obras
anteriores. Se trata, si tienes el tiempo y la paciencia,
de un placer de lectura, siempre que te saltes
algunas de las explicaciones geométricas más largas
porque, la verdad, son un tostón.
Como suele pasar con Galileo, lo revolucionario de los
Discorsi no son tanto los descubrimientos que en él se
exponen, sino la manera de hacer las cosas. Por
ejemplo, al estudiar la resistencia de materiales,
Galileo se pregunta sobre la resistencia relativa de
trozos de madera de diferentes tamaños y la misma
proporción, y aplica ese conocimiento a los
esqueletos de los seres vivos. Nunca antes –que
tengamos noticia– se había aplicado la Física de
forma cuantitativa a la biología, a partir del estudio
de piezas de madera de tamaños distintos. De
acuerdo con Galileo, al aumentar el tamaño de la
pieza aumenta su resistencia debido al aumento de
sección, pero también aumenta el volumen y con él,
el peso; puesto que el peso aumenta con el cubo de
la dimensión pero la sección aumenta con el
cuadrado, existe un límite para cualquier material
sobre el cual no es posible que crezca más la pieza,
pues no podría soportar su propio peso — ¿recuerdas
los nanotubos de carbono?
El italiano muestra incluso cómo habría que cambiar
las proporciones de los huesos para… pero no, mejor
dejo que te lo explique él mismo, y no puedo evitar
seguir con el diálogo con Simplicio porque es una
auténtica gozada, y entran ya a discutir sobre
mecánica de fluidos con una naturalidad deliciosa. Te
da una idea del tono de esta obra de arte de la
divulgación, muy alejada de los rollos macabeos de
otros científicos de la época y posteriores:
[Salviati] Para ilustrarlo brevemente, he esbozado un
hueso cuya longitud natural ha sido aumentada tres
veces y cuyo grosor ha sido multiplicado hasta que,
para un animal del tamaño correspondiente, pudiera
realizar las mismas funciones que desempeña el
hueso pequeño para el animal de menor tamaño.
Puedes ver de las figuras cómo el hueso grande ha
sido deformado y pierde toda proporción. Es claro
entonces que, si uno pretende mantener las mismas
proporciones en los miembros de un gigante que en
los de un hombre ordinario, debe encontrar un
material más duro y resistente para fabricar los
huesos, o debe aceptar una disminución relativa de la
fuerza respecto a la de los hombres de estatura
media; pues si su altura es aumentada
indefinidamente, caerá y será aplastado por su propio
peso. Por otro lado, si se disminuye el tamaño de un
cuerpo, la fuerza de ese cuerpo no disminuye en la
misma proporción; de hecho, cuanto menor es el
cuerpo, mayor es su fuerza relativa. Así, un perro
pequeño probablemente podría llevar sobre su
espalda dos o tres perros de su mismo tamaño; pero
no creo que un caballo pudiera acarrear siquiera uno
solo de su propio tamaño.
[Simplicio] Tal vez esto sea así; pero tiendo a dudarlo,
por la razón del enorme tamaño alcanzado por ciertos
peces, como la ballena, que, según tengo entendido,
es diez veces más grande que un elefante; y sin
embargo todos ellos soportan su propio peso.
[Salviati] Tu pregunta, Simplicio, sugiere otro
principio, uno que hasta ahora se había escapado a
mi atención y que permite que los gigantes y otros
animales de enorme tamaño puedan soportar su
propio peso y moverse más o menos tan bien como
los más pequeños. Este resultado puede obtenerse o
bien aumentando la resistencia de los huesos y otras
partes que soportan no sólo su peso sino la carga
adicional; o, manteniendo las proporciones de la
estructura ósea constantes, el esqueleto se sostendrá
del mismo modo o incluso más fácilmente si uno
disminuye, en la porporción adecuada, el peso del
material óseo, de la carne y del resto de las cosas
que sostiene el esqueleto. Este segundo principio es
el empleado por la naturaleza en la estructura de los
peces, haciendo sus huesos y músculos no sólo
ligeros, sino completamente desprovistos de peso.
[Simplicio] La tónica de tu argumento, Salviati, es
evidente. Puesto que los peces viven en el agua, la
cual, debido a su densidad o, como dirían otros, su
peso, disminuye el peso de los cuerpos sumergidos
en ella, lo que quieres decir es que, por esta razón,
los cuerpos de los peces estarán desprovistos de peso
y serán soportados sin dañar sus huesos. Pero esto no
puede ser todo; porque, aunque el resto del cuerpo
del pez carezca de peso, no puede haber duda de que
sus huesos lo tienen. Tomemos el caso de las costillas
de una ballena, que tienen las dimensiones de vigas;
¿quién puede negar su enorme peso, o su tendencia a
hundirse hacia el fondo cuando se sumerge en agua?
Uno no esperaría, por tanto, que estas grandes masas
se sostuvieran.
[Salviati] ¡Una muy aguda objeción! Y ahora, en
respuesta, dime si alguna vez has visto peces
inmóviles a propósito bajo el agua, sin ascender a la
superficie ni descender hacia el fondo, sin ejercer
fuerza alguna al nadar?
[Simplicio] Se trata de un fenómeno muy conocido.
[Salviati] El hecho entonces de que los peces son
capaces de permanecer inmóviles bajo el agua es una
razón concluyente para pensar que el material que
compone sus cuerpos tiene la misma gravedad
específica que el agua; por lo tanto, si en su
composición hay algunas partes más pesadas que el
agua, debe haber otras que son más ligeras, pues de
otro modo no podría existir el equilibrio.
Por lo tanto, si los huesos son más pesados,
necesariamente los huesos u otros constituyentes del
cuerpo deben ser más pesados, de modo que su
flotabilidad compense el peso de los huesos. En los
animales acuáticos, por tanto, las circunstancias son
al revés que en los animales terrestres en el sentido
de que, en los segundos, los huesos no sólo soportan
su propio peso, sino también el de la carne, mientras
que en los primeros es la carne la que soporta no sólo
su propio peso, sino también el de los huesos. Por
tanto, debemos dejar de preguntarnos por qué estos
enormes animales habitan el agua y no la tierra o,
mejor dicho, el aire.
[Simplicio] Estoy convencido, y simplemente quiero
añadir que lo que llamamos animales terrestres
deberían llamarse mejor animales aéreos, ya que
viven en el aire, están rodeados de aire y respiran
aire.
¿No es delicioso? Pues ése es el tono de todo el libro,
en el que los tres contertulios van descubriendo
juntos el mundo, aunque Salviati es siempre el listillo
que todo lo sabe, por supuesto. Entre las perlas de
esta obra se encuentra un ejemplo extraordinario del
empirismo galileano que hemos mencionado antes: la
descripción exquisita de un experimento concreto,
teniendo cuidado en controlar los factores
involucrados lo más posibles, realizar mediciones
precisas, etc. Se trata del estudio de la caída de los
cuerpos debida a la gravedad, y quiero detenerme
en ella un momento por cómo ejemplifica lo mejor de
nuestro lenguaraz amigo. Eso sí, no pienses que es lo
único que hay allí: el estudio de los tiros parabólicos
de proyectiles es también maravilloso.
Desde luego, si has captado el espíritu cuidadoso de
Galileo, comprendes que las historias sobre tirar
objetos desde la Torre de Pisa son falsas; parecen
haber sido inventadas por un biógrafo de Galileo
bastante tiempo tras su muerte. Desde luego, es bien
posible que en algún momento dejase caer algo
desde allí, para probar, pero como vas a ver por la
descripción de su experimento, nunca hubiera
alcanzado la precisión de medida deseada por el
pisano, con lo que no hubiese demostrado nada.
En la segunda parte de los Discorsi –la dedicada al
movimiento de los cuerpos–, los tres personajes están
discutiendo sobre el movimiento acelerado de los
cuerpos debido a la gravedad, y Salviati describe
cómo ha estado presente en algunos de los
experimentos realizados por “el Autor” (es decir,
Galileo), y en qué consistieron esos experimentos.
Espero que sea evidente el contraste entre la
especulación científica cualitativa que había
prevalecido hasta entonces y que, como a mí, se te
ponga la carne de gallina al imaginar la escena
(énfasis en negrita mío):
Se tomó una tabla de madera de unos 12 codos de
largo, medio codo de ancho y tres dedos de grosor;
sobre su borde se cortó un canal de poco más de un
dedo de ancho; una vez este surco fue perfeccionado
de modo que era lo más recto, suave y pulimentado
como era posible, y tras cubrirlo con pergamino lo
más terso y liso posible, hicimos rodar sobre él una
bola muy perfectamente redonda, dura y pulida. Al
poner el tablero inclinado, levantando un extremo
unos dos codos sobre el otro, hicimos rodar la bola,
como iba diciendo, a lo largo del surco, midiendo, del
modo que en un momento describiré, el tiempo que
tardaba en descender.
Repetimos el experimento más de una vez, para
medir el tiempo con una precisión tal que la
desviación entre dos observaciones nunca fuera más
de la décima parte de un latido de corazón. Tras
haber realizado esta operación y habernos asegurado
de su fiabilidad, hicimos rodar la bola sólo una cuarta
parte de la longitud del surco; y habiendo medido el
tiempo de su descenso, vimos que era exactamente
la mitad del tiempo anterior. A continuación
probamos otras distancias, comparando el tiempo en
recorrer toda la longitud con la de la mitad, o con la
de dos tercios, o tres cuartos, o cualquier otra
fracción; en esos experimentos, repetidos cien veces
cada uno, siempre comprobamos que los espacios
recorridos eran unos a otros como los
cuadrados de los tiempos, y esto era cierto para
cualquier inclinación del plano, es decir, del surco, a
lo largo del cual hacíamos rodar la bola. También
observamos que los tiempos de descenso, para
diversas inclinaciones del plano, tenían una
proporción entre ellos que era exactamente la que,
como veremos luego, el Autor había predecido y
demostrado que tendrían.
Para medir el tiempo empleamos un gran recipiente
lleno de agua en una posición elevada; una pequeña
cañería estaba soldada al fondo de este recipiente, de
modo que de él salía un fino chorro de agua, que
recogíamos en un pequeño vaso a lo largo del tiempo
de cada descenso, ya fuese para toda la longitud del
surco o para una parte de su longitud; luego se
pesaba el agua así recogida, tras cada descenso, en
una balanza muy precisa; las diferencias y relaciones
entre estos pesos nos daban las diferencias y
relaciones entre los tiempos, y esto con una precisión
tal que, aunqu ela operación se repitió muchas,
muchas veces, no había una discrepancia apreciable
en los resultados.
Galileo no fue el primero en postular esta ley de caída
de los cuerpos, por cierto, aunque se le suela atribuir.
En el siglo XIV ya la habían vislumbrado un grupo
extraordinario de científicos británicos del siglo XIV,
los “calculadores de Oxford”, con base en el Merton
College de esa Universidad inglesa. Estos científicos
fueron, para su época, unos adelantados, ya que
empezaron a hacer las cosas en las que luego Galileo
sería un auténtico maestro, como tratar de establecer
una ciencia más mátemática que antes; parece que el
primero en establecer la ley de la caída de los
cuerpos fue uno de estos “calculadores”, Thomas
Bradwardine, matemático, filósofo y científico –dada
la época, estaba todo mezclado–, pero claro, ni con la
precisión ni con la claridad en la descripción de
Galileo.
Unos años tras la publicación de los Discorsi, en 1642,
Galileo finalmente muere aún bajo arresto
domiciliario en su casa. Dado que el pisano era
sospechoso de herejía, no se permitió que sus restos
fueran enterrados junto a los de su familia en la
Basilica de la Santa Croce en Florencia, como
deseaba Ferdinando II, Gran Duque de la Toscana e
hijo del anterior Gran Duque, Cosimo, también
protector y defensor de Galileo. No, habría que
esperar un siglo: en 1737 sus restos fueron
trasladados a la Basílica y allí descansan con los
honores que merecía.
Tumba de Galileo en la Santa Croce, Florencia
(stanthejeep/CC Attribution-Sharealike 2.5).
Y merece muchos –no, no me importa lo más mínimo
ser pesado en esto–. La Ciencia moderna, con
mayúsculas, se asienta sobre unas bases de enorme
solidez que la distinguen de otras formas de adquirir
conocimiento mucho menos cautelosas, y en casi
todas ellas Galileo fue quien nos indicó el camino y
quien significó el florecimiento de esos modos de
hacer Ciencia: el diseño cuidadoso de experimentos
controlados con los que comprobar hipótesis sin que
factores indeseados afecten al resultado, la
descripción meticulosa de esos experimentos para
que puedan ser repetidos y comprobados por otros, la
cuantificación de resultados, que dejan así de ser
“borrosos” para ser comprobables con instrumentos
de medida, la sumisión del conocimiento a la verdad
empírica de los experimentos verificables
repetidamente… sin palabras, de verdad, sin
palabras.
Es imposible saber además hasta dónde podría haber
llegado de haber dispuesto de unas matemáticas más
avanzadas de las que tenía. Como has visto, en sus
escritos todo es cuestión de proporciones y, en
general, de geometría –la rama más avanzada de la
Matemática en la época–. En particular, la teoría de
conjuntos tenía un buen trecho por recorrer, y con
ella los conceptos de cardinalidad e infinito. En los
Discorsi lo pone él mismo en evidencia, al darse
cuenta de una contradicción aparente entre
conceptos: si sumamos un número a infinito, sigue
siendo infinito, pero es más grande que antes, pues
se le ha sumado algo… ¿cómo puede ser infinito igual
a infinito, pero infinito ser mayor que infinito al mismo
tiempo? Mucho mejor que yo lo explican Salviati,
Sagredo y Simplicio:
[Simplicio]Aquí se me presenta una dificultad que me
parece insoluble. Puesto que está claro que podemos
tener una línea más larga que otra, cada una de las
cuales tiene un número infinito de puntos, debemos
admitir que, en una misma clase, tenemos algo más
grande que infinito, ya que la infinidad de puntos de
la línea más larga es mayor que la infinidad de puntos
de la línea más corta. Esta asignación de un valor
mayor que infinito a una cantidad infinita se escapa
bastante de mi comprensión.
[Salviati] Esta es una de las dificultades que surgen
cuando intentamos, con nuestras mentes finitas,
hablar sobre el infinito, asignándole las mismas
propiedades que damos a lo finito y limitado; pero
creo que esto es un error, ya que no podemos hablar
de cantidades infinitas como mayores o menores o
iguales unas que otras. Para demostrar esto se me
ocurre un argumento que, para que sea más claro, lo
expondré en forma de preguntas a Simplicio, quien
sugirió este problema. Parto de la base de que sabes
qué números son cuadrados de otros y cuáles no.
[Simplicio] Soy bien consciente de que un número
cuadrado es uno que resulta de la multiplicación de
otro por sí mismo: así, 4, 9, etc., son números
cuadrados que provienen de multiplicar 2, 3, etc., por
sí mismos.
[Salviati] Muy bien; y también sabes que lo mismo
que los productos se denominan cuadrados, los
factores se denominan raíces; mientras que, por otro
lado, los números que no provienen del producto de
dos factores idénticos no son cuadrados. Por lo tanto,
si afirmo que todos los números, incluyendo
cuadrados y no cuadrados, son más que sólo los
cuadrados, digo la verdad, ¿no es así? [Simplicio]
Desde luego. [Salviati] Si te pregunto entonces
cuántos cuadrados hay, uno puede responder
ciertamente que hay tantos como raíces, pues
cualquier cuadrado tiene su propia raíz, y cualquier
raíz su propio cuadrado, pero no hay ningún cuadrado
que tenga más de una raíz, ni ninguna raíz que tenga
más de un cuadrado. [Simplicio] Exactamente.
[Salviati] Pero si me pregunto cuántas raíces hay, no
puede negarse que hay tantas como números, ya que
cualquier número es la raíz de otro. Teniendo esto
como cierto, debemos decir entonces que hay tantos
cuadrados como números, ya que son tan numerosos
como sus raíces, y todos los números son raíces. Sin
embargo, al principio dijimos que hay muchos más
números que cuadrados, ya que la mayor parte de
ellos no son cuadrados. No sólo eso, sino que además
la proporción de cuadrados disminuye cuando nos
fijamos en números grandes. Así, hasta 100 tenemos
10 cuadrados, es decir, los cuadrados constituyen la
décima parte de los números; hasta 10000, sólo la
centésima parte son cuadrados; y hasta un millón
sólo la milésima parte lo son; por otro lado, en un
número infinito, si pudiéramos concebirlo,
deberíamos admitir que hay tantos cuadrados como
números en total.
[Sagredo] Entonces, ¿cuál debe ser nuestra
conclusión en estas circunstancias?
[Salviati] Hasta donde puedo verlo, sólo podemos
concluir que la totalidad de los números es infinita,
que el número de cuadrados es infinito, y que el
número de sus raíces es infinito; ni es menor el
número de cuadrados que la totalidad de todos los
números, ni es mayor el segundo que la primera; y,
finalmente, que los conceptos “igual”, “mayor” y
“menor” no son aplicables al infinito, sino sólo a
cantidades finitas. Por lo tanto, cuando Simplicio
habla de líneas de diferente longitud y me pregunta
cómo es posible que las más largas no contengan
más puntos que las más cortas, le respondo que una
línea no puede contener más puntos, menos puntos
ni igual número de puntos que otra, sino que cada
línea contiene un número infinito.
Esta idea recibe el nombre de paradoja de Galileo:
como ves, hasta cuando se topa con limitaciones de
las Matemáticas, el pisano sienta cátedra. Habría que
esperar un tiempo para que nuestras Matemáticas
avanzasen lo suficiente para resolver la paradoja de
Galileo, cuando nuestro concepto de infinito
evolucionase desde simplemente “muchos,
muchísimos” hasta algo más sofisticado. Pero
hablando de infinito…

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