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Emilio Díaz Valcárcel

(1929-)

EL REGRESO

SE DETUVO FRENTE al balconcito sin saber qué hacer. Miró por un instante el viejo sillón de
mimbre, la escalera de tablas carcomidas, las puertas cerradas y pegadas a la faz de la casa
como dos ojos enormes. Se quedó inmóvil, la mirada perpleja, en el mismo momento en
que una patrulla de recuerdos lo asaltaba. Debe de estar en el rosario, dijo, y se volvió para
ver si lo habían escuchado. Pero sólo un perro vagabundo cruzaba la callejuela solitaria,
veteándose de luz al pasar bajo las bombillas que se encarnizaban contra la noche. Volvió a
contemplar el balcón destartalado, el viejo sillón de mimbre, rechazando un recuerdo. (El
cuarto femenino, el olor a cold cream, el suave y voluptuoso olor a cold cream que él
siempre llevó dentro aun sin tener que percibirlo con los sentidos; el cuarto femenino en
penumbras, las piernas blancas, la mano sobre la redonda rodilla, la madre ausente. . .
¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuándo? ) “Todavía no”, le había dicho Catalina. “Cuando vuelvas
seré tuya.”
El hombre se llevó las manos a la frente, donde comenzaban a destellar diminutas gotas.
¿Por qué tengo que volver a esto?, se dijo.
Cuando llegó al pueblo embutido en su nítido uniforme, lo recibió la metralla de
preguntas: “¿Cuándo llegaste?” “¿Peliaste mucho?” “¿Y las coreanas, cómo son las co-
reanas?” Pero no hizo otra cosa que emprender la retirada. Alguien disparó una
interrogación a sus espaldas y él se apresuró a explicar: “Si me notan algo raro, es la alegría
que siento.”
Eso, una hora antes. Ahora se dio a caminar sin rumbo, saltando la alambrada de su
desánimo, sin atreverse a mirar a las mujeres que de rato en rato lo rozaban con sus
miradas.
—Date la fría, mi hermano.
Se había encontrado emboscado entre aquel alborozo de amigos, con música de
vellonera de fondo. Tenía una cerveza pegada a los labios, el cogote hacia atrás, los ojos
fijos al batallón de botellas del mostrador. Frente a él, borroso, el rostro del dependiente
reía y reía, Había mucha alegría. Pero él no comprendía el porqué de aquellos dientes
pelados.
—Me invitas a la boda, panita.
Se dio vuelta de repente, alzando un puño con lentitud hasta la altura de la cabeza. Ya
empiezan, se dijo; deben de saberlo. Bajó el puño y desvió la mirada, avergonzado.
—Están todos invitados —dijo forzando una sonrisa.
Salió a la calle fumando un cigarrilo. Mejor es que le hable, pensó; no sabe que estoy en
el pueblo. Caminó hasta el frente de la casa, nuevamente. Si lo supiera, se dijo, me hubiera
esperado en el balcón, como siempre. Se detuvo sin saber qué hacer. Allí estaba el viejo
sillón de mimbre otra vez, la escalera un poco deteriorada, las puertas siempre abiertas
para él, el cuarto en penumbra, el espejo de luna donde él se había mirado de reojo al
mirarla a ella... “Cuando vuelvas”, había dicho ella retirándolo con las manos sobre el pecho
de él. “No, ahora, Catalina, vamos a hacerlo ahora.” Encendió otro cigarrillo, lanzando el
fósforo sobre el lomo de un perro que le olía los ruedos del pantalón. “Yo regresaré pronto.”
Chupó hasta colmarse los pulmones. El perro lo miraba receloso, las orejas tiesas y el rabo
erguido. “Cuando vuelvas, no ahora”, sonó la voz de Catalina. Se estrujó el pañuelo por la
frente y miró a todos lados. El perro continuaba estático, con los ojos como luces de
bengala. “Pero yo te quiero ahora, nena.”
Un gato saltó de una lata de basuras y se perdió tras una casa. El perro ladró sin
moverse de su sitio y el hombre, sobresaltado, lo amenazó con un puntapié. lluyó el animal,
minando parte del silencio con su aullido. Miró su reloj pulsera: las ocho y treinta.
Dos mujeres venían hablando animadamente. Cerca ya, dejaron de hablar y lo miraron
de soslayo, rehuyéndole un tanto. Cuando sus figuras comenzaron a desdibujarse en la
distancia recomenzaron su charla, mirando hacia atrás de rato en rato. Lo último que
percibió de ellas fue algo como un leve silbido de admiración.
Chupó hondamente del cigarrillo que ya le quemaba los dedos. “Vendré enterito para
ti”, le había dicho a ella, en el cuarto oloroso a cold cream y a sueño, tasándola de reojo en
el espejo, de pie contra su cuerpo, mientras la madre estaba en el rosario. Luego vino la
lucha inútil sobre la cama, las piernas cerradas con obstinación para rechazarlo. Y meses
más tarde la notificación de la marcha hacia la guerra, la despedida junto al sillón de
mimbre, el eterno viaje de treinta días por mar, el asalto a la colina Kelly con las luces de
bengala en lo alto, en una noche que ahora es el recuerdo de una pesadilla; los hombres
cayendo por montones, unos sobre otros, como sacos de arroz en una trastienda. Y él
escondido tras un arbusto, haciendo fuego bajo un cielo negro, apedreado por el miedo, con
el recuerdo de ella palpitando en lo más hondo. El estallido de la mina aquélla, casi debajo
suyo, y la bruma que le entró por los ojos hasta llenarlo sordamente como el guano a la
almohada. Las luces pálidas del hospital, el olor mareante del éter, el médico de rostro
esculpido en madera vieja diciendo una y otra vez: “Mal sitio para una herida, mal sitio
para una herida.” Y su grito ahogado: “¡Catalina!” “Cuando vuelvas seré tuya.” Debo hablar
con ella, se dijo el hombre encendiendo otro cigarrillo. No me va a querer, pensó; ninguna
mujer quiere a un hombre así. Caminó en círculo frente a la casa, pisoteándose la sombra.
Un perro ladró en la esquina. El hombre columbró una silueta en la punta de la
callejuela y se pegó a una pared, el aliento contenido. La vio cruzar bajo un chorro de luz
con aquel paso resuelto que él conocía tan bien. El canto de un gallo se escuchó ronco y
prolongado detrás de las últimas casas del barrio. La sentía avanzar, y el rumor de sus
pasos quedaba suspendido en el aire lento y vacío de la noche. Agiles reflejos de luz se
agitaban en los pliegues de su falda; las sombras le apretaban la cintura.
La vio subir la escalera, contoneándose, abrir la puerta y encender la luz de la sala.
Ahora cruzaba las piernas al sentarse a la mesa con papel y pluma en las manos. Me va a
escribir, pensó él, recordando las cartas recibidas en Corea, y las recibidas luego en el
campamento norteamericano.
Minutos después ella se levantó y puso la carta sobre el cristal del chinero. El la vio
hundirse ahora en la oscuridad de la cocina y salió de su escondite en el instante en que se
encendía sobre ella una bombilla. He venido a hablarle, pensó, y así lo haré. Subió
temblando al balcón, con pasos suaves como si temiese pisar el resorte de una mina, y
acarició por un instante la baranda donde ambos se habían reclinado ifinitas veces. “¿Por
qué tengo que volver a esto”, se preguntó, dudando un momento. Luego se irguió con
resolución y tocó a la puerta. La voz de la mujer serpenteó desde el fondo de la casa:
—¿Quién es?
“Cuando vuelvas.” No pudo contestar. Ella volvió a preguntar, al cabo de un largo
minuto, un poco sobresaltada:
—¿Quién está ahí, ah?
Sintió resonar sus pasos, lentos, medrosos, a través de la sala. “Cuando vuelvas seré
tuya.” Los pasos estaban ya junto a la puerta. “Cuando vuelvas...” El hombre saltó la
baranda y se perdió entre los callejones.

José Luis González


(República Dominicana, 1926 - México, 1997)

EN EL FONDO DEL CAÑO HAY UN NEGRITO

A René Depestre

LA PRIMERA VEZ que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue en la
mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta la
única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del agua
allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos
extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:
—¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho desinquieto!
Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los gritos,
gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un dedito
porque tenía hambre.
El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la
sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con
ojos de susto. E1 hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con
aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez que
vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la
noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla
despabilarse así todas las mañanas.
El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.
—Bueno—se dirigió entonces a la mujer—. Cuela el café.
Ella tardó un poco en contestar:
—Ya no queda.
—¿Ah?
—No queda. Se acabó ayer.
Él empezó a decir: “¿Y por qué no compraste más?”, pero se interrumpió cuando vio que
en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a
él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la que
acaba de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el rostro de su mujer
fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella pero la borrachera no lo dejó
hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.
—¿Conque se acabó ayer?
—Ajá.
La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre, todavía
sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los agujeros
de su camiseta.
Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró y le
preguntó a la mujer:
—¿Tampoco hay na pal nene?
—Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.
—¿Cuántos días va que no toma leche?
—¿Leche? —la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz—. No me acuerdo.
El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró
hacia afuera. Le dijo a la mujer:
—La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.
Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y
camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los
vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel brazo
de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el
arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la
guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo
gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá
adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y
masculló:
—¡Pendejos!
Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la puerta
de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer nuevamente
el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de tablas, que se
cubría con la marea alta.
Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de los
automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.

II

La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue poco
después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia abajo.
Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía había
sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya. Entonces
hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así con su
manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo llegaba
el sonido de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de hojas de
guanábana ya estaba listo.
Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango endurecido de
las márgenes del caño, comentaban:
—Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era emboste.
—La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí. Yo
que tenía hasta mi tierrita.
—Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más
sequecita, ¿ve? Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien dice.
Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?
—A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón de
negros arrimaos. A lo mejor son desos.
—¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si yo
tenía unas hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana
que me quedaban.
—¡Ay, Virgen, bendito...!
Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las
monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un
vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó
por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le
prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona
para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando.
Mañana será otro día.
Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche
evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para
ahorrarse los cinco centavos del pasaje.

III

La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al
atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de
asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a
hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito
entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.

(1950)

José Luis González


(República Dominicana, 1926 - México, 1997)

LA CARTA

“San Juan, Puerto Rico 8 de marso de 1947”

Qerida bieja:

Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida
incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo igual que el alministrador de
la central allá.

La ropa aquella que quedé de mandale, no la he podido comprar pues qiero buscarla en una
de las tiendas mejóres. Dígale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito al
nene de ella.
Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandarselo a uste, mamá.

El otro dia vi a Felo el ijo de la comai Maria. El también está travajando pero gana menos
que yo. Es que yo e tenido suerte.

Bueno, recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.

Su ijo que la qiere y le pide la bendision,

Juan”

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel arrugado y lleno de borrones y se lo


guardó en un bolsillo del pantalón. Caminó hasta la estación de correos más cercana, y al
llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas.
Contrajo la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha abierta.

Cuando reunió los cinco centavos necesarios, compró el sobre y la estampilla y despachó la
carta.

El hombre en la calle (1948)

Julia de Burgos
(Barrio Santa Cruz, Carolina, 1914 - Harlem, Nueva York, 1953)

RÍO GRANDE DE LOÍZA

¡RÍO GRANDE DE Loíza!... Alárgate en mi espíritu


y deja que mi alma se pierda en tus riachuelos,
para buscar la fuente que te robó de niño
y en un ímpetu lo te devolvió al sendero.
Enróscate en mis labios y deja que te beba,
para sentirte mío por un breve momento,
y esconderte del mundo, y en ti mismo esconderte,
y oir voces de asombro, en la boca del viento.
Apéate un instante del lomo de la tierra,
y busca de mis ansias el íntimo secreto;
confúndeme en el vuelo de mi ave fantasía,
y déjame una rosa de agua en mis ensueños.

¡Río Grande de Loiza!.. Mi manantial, mi río,


desde que alzóse al mundo el pétalo materno;
contigo se bajaron desde las rudas cuestas
a buscar nuevos surcos, mis pálidos anhelos;
y mi niñez fue toda un poema en el río,
y un río en el poema de mis primeros sueños.
Llegó la adolescencia. Me sorprendió la vida
prendida en lo más ancho de tu viajar eterno;
y fui tuya mil veces, y en un bello romance
me despertaste el alma y me besaste el cuerpo.

¿Adónde te llevaste las aguas que bañaron


mis formas, en espiga del sol recién abierto?
¡Quién sabe en qué remoto país mediterráneo
alguien fauno en la playa me estará poseyendo!
¡Quién sabe en qué aguacero de qué tierra lejana
me estaré derramando para abrir surcos nuevos;
o si acaso, cansada de morder corazones,
me estaré congelando en cristales de hielo!

¡Río Grande de Loíza! Azul, Moreno, Rojo.


Espejo azul, caído pedazo azul del cielo;
desnuda carne blanca que se te vuelve negra
cada vez que la noche se te mete en el lecho;
roja franja de sangre, cuando baja la lluvia
a torrentes su barro te vomitan los cerros.
Río hombre, pero hombre con pureza de río,
porque das tu azul alma cuando das tu azul beso.
Muy señor río mío. Río hombre. Único hombre
que ha besado en mi alma al besar en mi cuerpo.

¡Río Grande de Loíza!... Río grande. Llanto grande.


El más grande de todos nuestros llantos isleños,
si no fuera más grande el que de mi se sale
por los ojos del alma para mi esclavo pueblo.

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