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Welcome to San Miguel de Allende; Una guía rápida para el lector

mexicano

Próspero, ordenado y hermoso, San Miguel de Allende es un lugar donde cada quien
inventa su propio México, incluyendo los estadounidenses expatriados. De safari por el
célebre centro de la vida gringa en México, Michael Parker-Stainback descubrió
magníficas mansiones y salones progresistas, planes para el futuro y nostalgia por el
pasado, además de hippies, buena vida, así como algunas ironías. ¿Y, quiénes eran esos
texanos?
Septiembre 2010 | Discutir este artículo (1 comentarios)

La entrada a San Miguel de Allende no es lo que era en los viejos tiempos. Para alcanzar las
cimas que rodean la ciudad, los recién llegados, como este reportero, tienen que pasar por
un Liverpool y una Comercial Mexicana y otros sitios de consumo que la comunidad de
expatriados de San Miguel desprecia. Pero entonces ves San Miguel desde lejos, con su
impresionante belleza. La Catedral baja y neogótica, justo en el centro de lo que podría ser
el poblado de una fortaleza medieval. Las colinas verde salvia, salpicadas de techos de teja,
el vastísimo azul del cielo, las nubes como versiones Technicolor de una imagen de Gabriel
Figueroa. En el pueblo, uno se maravilla de sus pintorescas calles realzadas por la
arquitectura colonial en tonos ocre, óxido y amarillo mostaza, que cautivan y transmiten una
sensación de armonía perpetua. No existen los graffiti; el jardín de la Plaza de Armas se
conserva impecable; no hay basura en las calles. Abundan los restaurantes y las tiendas con
estilo, la venta de joyería, obras de arte y artesanías caras.
Y entonces los ves a ellos: los gringos.* ¿De verdad puede ser que haya tantos? La gente
dice que la población de San Miguel nacida en el extranjero sólo es 15%, pero la presencia
de los estadounidenses es inevitable, ciertamente contrastante y a menudo abrumadora. Me
recuerda a gente que he conocido de Texas. Cientos de ellos llenan las calles del pueblo y
deambulan en las plazas, muchos con bermudas y cangureras, hablando a gritos, tal como se
esperaría. Rara vez se molestan en decir un rápido “buenos días” en español antes de volver
al inglés. Pero es lógico: los menús vienen primero en inglés, aunque deben pedirse en
español; las mejores librerías son de libros en inglés, y es inglés lo que se escucha —casi
universalmente— en los restaurantes finos y en las mejores fiestas.
Desde mi perspectiva de gringo radicado en la ciudad de México, todo es muy extraño.
¿Qué es este México? ¿Quiénes son estas personas? ¿Soy desconfiado? ¿Hostil? ¿Celoso?
¿Qué le han hecho al San Miguel —al México— del que yo vine a apropiarme?
Probablemente sea lo más cerca que he estado de entrevistar a una celebridad: unos tragos
con Dotty Vidargas, una de las primeras estadounidenses que llegaron a San Miguel, justo
después de la Segunda Guerra Mundial. Es posible que esta mujer haya creado todos los San
Migueles que vinieron después. Luego de servir en el ejército de Estados Unidos, vino a
estudiar Arte con la GI Bill, una beca universitaria para veteranos patrocinada por el
gobierno. No mucho tiempo después, se casó con el mexicano José Vidargas, un funcionario
municipal, y juntos comenzaron una serie de negocios, entre ellos la primera oficina de
bienes raíces de la ciudad y Casas Coloniales, que sigue siendo la galería de antigüedades y
decoración más prestigiosa de San Miguel. En medio de tanto trabajo hubo muchos paseos a
caballo, cuatro hijos y hasta una temporada como picadora en las plazas de toros locales.
Vidargas y su equipo decoraron la Casa Hyder —supuestamente la más majestuosa de la
ciudad— y docenas de otras residencias prominentes; el estilo “San Miguel”, que ella creó,
sigue siendo el preferido en muchas de las “mejores” casas de la ciudad. Es una leyenda en
San Miguel.
Dotty me llevó a una lujosa terraza con vista a unos amplios jardines, parte de una casa que
ha ocupado desde los años cincuenta en el Centro Histórico de la ciudad. Nos acompañaba
su hijo, Ricardo, un fotógrafo que trabajó por años en Nueva York. “Ahora es imposible ver
lo alejado que estaba San Miguel cuando yo llegué —dijo Dotty—. Se hacían ocho horas a
la ciudad de México y la población era de tres o cuatro mil habitantes, con unos 150
estadounidenses. Había tres taxis, y uno de ellos ni siquiera podía subir la colina.
Cocinábamos con carbón, y nadie tenía teléfono —cuando necesitabas enviar un mensaje
algunos muchachos llevaban las notas”.

Dotty tiene ochenta y tantos pero todavía es una mujer de mundo. Me dio un recorrido por
la historia de los extranjeros en San Miguel, comenzando por Stirling Dickinson, un artista y
escritor de Chicago que se enamoró del pueblo por primera vez en 1937 y se volvió director
de su Escuela Univesitaria de Bellas Artes. Dotty estudió con Dickinson y recordó el día en
que presenció su arresto por oficiales mexicanos, determinados a expulsarlo por comunista
(una acusación de la que fue exonerado).
Poco después de la guerra, la revista Life presentó un reportaje sobre la espléndida belleza,
la vida económica y la creciente colonia de artistas de San Miguel, formada por
estadounidenses que estudiaban en Bellas Artes, con la beca GI Bill, como Dotty. Además
de las artes, el artículo hacía énfasis en lo mucho que estos estadounidenses se divertían
mientras estudiaban. Las solicitudes de inscripción se dispararon en los años siguientes.
Desde entonces ha habido oleadas. La terminación de la Casa Hyder marcó el comienzo de
la extravagancia siempre en aumento de la ciudad en cuanto a reparaciones domésticas, e
inició el primero de los innumerables auges de vivienda, así como la fastidiosa (al menos
para algunos) afluencia de texanos ricos. El primer club de golf y equitación se estableció en
1971. “Ésos fueron grandes tiempos”, dijo Vidargas. Me mostró fotos de tardes manchadas
de sol, y familias —en su mayoría rubias— vestidas al estilo vacacional de los años setenta,
disfrutando de la buena vida en patios coloniales y seductoras fiestas.

Dotty conoce a todos en el pueblo y fue cautelosa cuando criticó a San Miguel. Cuando le
pregunté cosas específicas, habló de los despiadados chismes (también contó algunos) de tal
o cual político corrupto y se lamentó de que las principales familias mexicanas de San
Miguel sean, en general, mucho menos generosas cuando se trata de hacer donaciones a las
famosas beneficencias de la ciudad. Pero, a pesar de todo, su actitud es optimista. “Los
tiempos siempre cambian”, dijo, más con mente abierta que con pesar.
Sin embargo, un miguelense sabe cuando su San Miguel ha sido alterado. “Comenzaron a
pasar cosas negativas a finales de los noventa —dijo—, y el desarrollo explosivo provocó
que se pavimentaran calles empedradas, demasiadas demoliciones de demasiadas
estructuras históricas y tráfico”. Dotty lamentó que varios alcaldes se hayan hecho de la
vista gorda mientras seguían creciendo los desarrollos inmobiliarios de varios pisos.
La nueva torre del Rosewood Hotel, literalmente al lado del jardín de Vidargas, es la
personificación de lo que está pasando y es motivo de pelea para Ricardo, el hijo de Dotty.
El proyecto, dijo, de 20 metros de altura, con 60 habitaciones y 120 unidades en condomino
dentro de sus terrenos, necesariamente cambiará la atmósfera del centro de San Miguel.
“¿Para qué lo necesitamos?”, imploró Ricardo exaltado. Desde que regresó a San Miguel de
Nueva York, se ha convertido en la cara pública de la conservación histórica de la ciudad.
Esto causa conflictos de interés con otros residentes destacados, algunos de los cuales han
sido clientes del negocio de bienes raíces de los Vidargas, como Spook y Jamie Stream,
quienes han ayudado a cambiar y continúan cambiando San Miguel. “Pueblo chico, infierno
grande”, dijo Ricardo, refiriéndose a la política y las alianzas de las ciudades pequeñas.

Dotty y Ricardo me llevaron a conocer a Spook y Jamie (y a su perro papillón, que se llama
—¿por qué no?— Frida). Ellos tienen residencias en Nueva York y Tennessee además de su
casa en San Miguel, la cual es considerada por todos como una de las más espectaculares de
la ciudad. Tiene una larga historia que podría verse como una metáfora del San Miguel
posgringo: alguna vez fue una propiedad modesta, perteneciente a una familia mexicana, en
una parte de la ciudad que difícilmente se consideraba fina, fue adquirida en los años setenta
por un importante doctor local y sufrió su primera restauración que la envolvió en el
esplendor colonial, cortesía de Casas Coloniales de Dotty.
Cuando los Stream la ocuparon, el componente tradicional de la casa desa-
pareció, salvo por algunos magníficos muebles y obras de arte coloniales. La casa fue
desmantelada por dentro para crear un sitio que les sirve a los Stream de galería para su
vasta colección de arte contemporáneo y como residencia. Pero en la misma calle donde está
la casa se puede ver un vecindario venido a menos —hogar de varias familias de clase
trabajadora— y necesitado de una pintada y nuevos cristales en las ventanas.
“Casi lloro el día que los Stream se deshicieron de todos los elementos coloniales —confesó
Dotty—, pero la casa es increíble”. De verdad lo es: detrás de un austero muro exterior, se
encuentra la serie de extensos pabellones que conforman la sala, los comedores y otras áreas
de entretenimiento, el gimnasio y las habitaciones, dramáticamente amueblados debajo de
altísimos techos. El lugar está lleno de objetos hermosos, pero da la sensación de ser un
espacio amplio parecido a un museo, que crea una especie de minimalismo de San Miguel.
Los empleados con uniforme aparecían y desaparecían justo cuando se les requería (no pude
descubrir cómo sabían cuando se les necesitaba). Más que nada, está el arte, una mezcla de
“nombres-marca” internacionales, como Vic Muniz, así como asombrosas expresiones de
artistas mexicanos como Javier Marín y Julio Galán. Ah, y no hay que olvidar el Diego
Rivera sobre la mesa del comedor.
Luego de una breve pausa para asimilar el esplendor, aparecieron Jamie y Spook. Él es un
tipo afable, alto y en buena forma, con la cabeza un poco greñuda, de pelo color arena;
Jamie es pequeña y bonita, vestida de manera muy casual, como si fuera al gimnasio. Sólo
más tarde logré ver sus ojos: la mayor parte del tiempo que pasamos juntos llevaba gafas
deportivas tipo aviador con lentes de espejo.
“Realmente no sé cómo llegamos aquí”, bromeó Spook, y procedió a explicar que tuvieron
que renunciar a una casa en Guatemala por razones de seguridad y escapar del calor de
Nashville, hasta que vieron San Miguel como un buen lugar para seguir en contacto con el
arte latinoamericano.
Aunque sólo viven por temporadas, están completamente dedicados a “llevar a San Miguel
al siguiente nivel”. Como lo plantea Jamie, esto significa una combinación entre regresar a
las raíces artísticas de la ciudad y al mismo tiempo emprender desarrollos para crear
servicios destinados a los más exigentes de entre los visitantes exclusivos.
“Mi meta es regresar el arte, y no el turismo, al centro de la vida de San Miguel”, dijo
Jamie. Continuó con pesar: “Una familia estadounidense que conozco prefirió no venir este
año porque el arte simplemente no es lo que solía ser”. ¿Y cómo se vería su San Miguel?
“Vamos a conservar lo que amamos de San Miguel, pero mejorándolo. Tenemos que crear
un buen aroma, dijo. Algo parecido a la emoción visceral que se experimenta en una
panadería o en el mostrador de perfumes: una sensación de placer y gratificación general.
Jamie piensa que San Miguel está dormido en sus laureles, viviendo de un esplendor
pasado. “No hay un hotel aceptable para los visitantes más sofisticados… esa gente se está
yendo a Cabo por los restaurantes, no aquí”.
Los Stream cumplirán su visión. Tras adquirir la propiedad del viejo Hotel Jacarandas en el
centro del pueblo, actualmente están construyendo el Hotel Matilda. “Éste es un hotel para
una nueva clase de visitantes —dijo Spook—. Nuestro objetivo son los jóvenes de la ciudad
de México y gente sofisticada de todo el mundo, interesados en el arte y los viajes, que
busca una experiencia sexy de clase mundial en San Miguel”. El Matilda, que se inaugurará
en noviembre, será un hotel de “diseño”, construido y decorado con mucho estilo y
destinado a convertirse en el nuevo acontecimiento de San Miguel. También alojará
deslumbrantes obras de arte de creadores contemporáneos como Bosco Sodi (a quien se le
comisionó una obra especial) y Spencer Tunick, así como un retrato de la madre de Spook,
que comparte el nombre con el hotel, representada como una Diana Cazadora moderna. La
abuela de Spook contrató a Diego Rivera para que la pintara en 1942.

Para otros, San Miguel está llegando al apogeo, aunque con un poco menos de estilo.
Después de una extraña negociación telefónica —ella parecía estar dilucidando si yo era un
cortés secuestrador de habla inglesa o sólo un tipo fastidioso—, la promotora inmobiliaria
Nancy Howze me invitó a visitar su oficina junto a la subdivisión que está vendiendo a las
orillas del pueblo. Hoy es una anfitriona abierta y parlanchina con una impresionante
melena rubia. Su corte de pelo es glamuroso y parece caro; un conocido dijo que era texana.
Resulta que es de Alabama. Quizá porque Ricardo Vidargas no estaba presente, hablaba de
manera más enfática que Jamie acerca del futuro de la ciudad. Es evidente que ama a San
Miguel, pero su San Miguel incluye más casas. Y hoteles. Y tal vez hasta un centro de
convenciones. Contradecía el estereotipo de que una vez que llegas a San Miguel no quieres
que el pueblo cambie.
“Nos guste o no, San Miguel va a cambiar”, dijo Nancy, sin disculpas. “¿No es mejor para
nosotros intentar guiar el cambio en la dirección que nos gustaría?”. La idea es que
desarrolladores como ella y Spook, entre otros, vivan en San Miguel, lo entiendan y se
interesen en desarrollarlo de la manera más positiva. Como todos los extranjeros que conocí
—veterano, hippie sofisticado o inversionista ambicioso—, Howze cree que su San Miguel
de Allende es el más lindo. Me sorprendió que a ninguno de los mexicanos de clase media o
trabajadora con los que hablé les importara detener al pueblo en el tiempo, soñar con lo que
podría ser o preocuparse por quién lo va a arruinar.

Después de todos estos grandiosos planes y alentadoras ambiciones, me di a la búsqueda de


otro San Miguel, para conocer a la gente que trae la comida, cuida los jardines y limpia al
final de las fiestas. Los que se emborrachan con tequila barato en vez de cosechas costosas.
Entré a El Gato Negro, una cantina maloliente y lúgubre cerca del mercado del pueblo. A
una amiga —que no es ajena a las cantinas— le habían asombrado mis intenciones: “Oooh,
El Gato Negro… Nunca tuve el valor para entrar ahí”, dijo. Como esperaba, la barra estaba
gobernada por un par de lugareños duros, pero incluso aquí la clientela —que parecía haber
tomado demasiado sol y fumado demasiados cigarros— hablaba inglés, contando historias
obscenas de sus tiempos como camioneros. Cuando me acerqué, alegaron no hablar inglés,
una afirmación expresada en un español con un acento gringo increíblemente marcado. Me
estaba entrometiendo en su San Miguel. Yo también era un texano. ¡Las herencias!”,
resuena al unísono cuando me encontré con cuatro jóvenes miguelenses a quienes les
pregunté qué es lo mejor de que haya tantos gringos en el pueblo. Todos, ricos o pobres,
hablaban sobre lo común que es que los expatriados dejen parte, o la totalidad, de su
patrimonio a las sirvientas, los jardineros y otros empleados. Es la lotería local, con mucho
mejores probabilidades; una exclusiva de San Miguel, pues nadie espera que los patrones
mexicanos recompensen a sus empleados de esa manera. Como a los chicos no les gustó el
restaurante mexicano que sugerí, fuimos por hamburguesas. Mayela y Diana son hermanas,
dos de diez hermanos que comenzaron su vida en un rancho marginado en las afueras de la
ciudad. Ahora trabajan en tiendas e incluso ayudan a un comerciante local a administrar un
negocio complejo. El novio de Carolina es un programador de computadoras
estadounidense y Alejandro tiene una tienda de ropa en una parte del pueblo que los
visitantes no suelen ver. Todos han trabajado para extranjeros y mexicanos.
¿Qué es lo malo de tener tantos gringos en un pueblo? Una queja general es que los precios
son tan altos como en el DF, quizá más. Diana dijo: “Todo está acondicionado para ellos.
Ya no tenemos bolillos; sólo tenemos el pan que comen ellos. Y ahora las salsas no pican”.
No es el fin del mundo, parecían decir, pero ¿tiene que ser así?
“Están tan metidos en su rollo —añadió Alejandro— que no se dan cuenta de cómo vivimos
aquí”. Existe la sensación de que muchos gringos elegirían otros lugares con climas
similares si San Miguel no fuera tan accesible —para los extranjeros—. Les pregunté sobre
el español rudimentario de los gringos miguelenses, una perpetua fuente de burla para
nosotros los expatriados que vivimos en el DF. “Es cierto que no tienen ningún interés en
aprender el español”, dijo Mayela, con mucha franqueza.
Dicho esto, las quejas fueron pocas. Lo positivo era lo más sorprendente. Naturalmente,
hablaron de las oportunidades económicas que ofrece una ciudad próspera, pero también de
cómo, junto con los extranjeros, llegó una actitud menos provinciana. Les da sofisticación
cuando van a León o, Dios lo prohíba, a Dolores Hidalgo, cuya rusticidad desprecian.
Tomando a sus jefes como modelo, ya no les da miedo entrar a tiendas y restaurantes,
incluso en la ciudad de México. “Vivir aquí te abre la mente a otras perspectivas y a otras
posibilidades”, dijo Alejandro.
También admiraban la ecuanimidad y generosidad que no atribuyen a los patrones
mexicanos. “Ay —se quejó Carolina—, si trabajas con mexicanos ¡te pagan una miseria!”.
Los gringos, dijeron, lavan los platos cuando la sirvienta no está, en vez de dejar que los
trastes se junten; y tratan al servicio con más respeto. Los expatriados de San Miguel son
menos estirados que los mexicanos, en especial los arrogantes defeños. “Hasta veo gringos
en los microbuses”, se maravillaba Diana. Nos interrumpió un celular. Era el patrón gringo
de las chicas, furioso porque nos tardamos demasiado en la comida y el trabajo se estaba
acumulando.

Era hora de conocer a los artistas, los espíritus libres y los de la nueva era. LifePath, que se
autodescribe como el “Centro de Bienestar y Crecimiento Personal” de San Miguel debe ser
la zona cero. No tenía nada de la rigidez gringa. Como institución para los alternativos de la
ciudad, ofrecía de todo, desde sencillas clases de estiramiento y orientación tradicional hasta
hipnoterapia, interpretación de los sueños, escritura de recuerdos y eneagramas, descritos
como una “herramienta ancestral para tipificar la personalidad” que “puede acelerar tu
proceso de autorrecuperación”.
Los cínicos dirían que es perfecto para una ciudad donde todos son artistas. Pero no
encontré un solo cínico cuando asistí a la concurrida fiesta de inauguración de la nueva sede
del centro: una venerable vieja casa dúplex, impecablemente restaurada. Mientras
inspeccionaba unos canapés vegetarianos de apariencia escatológica, conocí a Den Nelson,
un hipnoterapeuta y veterano con 19 años en San Miguel. Bromeaba diciendo que San
Miguel es “el asilo al aire libre más grande del mundo”, y luego elaboró sobre las razones
por las que la ciudad es tan especial. San Miguel es un portal a la energía de la diosa Madre
Tierra; el velo entre nosotros y otras dimensiones es muy delgado aquí; los sueños de los
residentes de la ciudad son más vívidos que en otros sitios. Presa fácil de la burla, lo sé.
Pero su amor por San Miguel es tan genuino que podría conmover a cualquier reportero
escéptico. Su comentario final fue más realista. “¡Piénsalo! —se entusiasmó— ¿Cuánta
gente viene de visita y tres días después compra una casa?”.
Aun más realista, aunque todavía etérea, fue Patrice, residente desde hace ocho años,
proveniente de Berkeley, California. Es la dueña de Abrazos —su boutique en la calle
Zacateros— y una exitosa diseñadora de ropa y accesorios. Sus creaciones son un derroche
de calaveras, imágenes de tatuajes mexicanos, vírgenes de Guadalupe, chicas de calendario
mexicano y —por supuesto— Frida Kahlo a la n potencia. Me llevó a una comida en la casa
de Sheridan, una artista y escritora de cabello cobrizo, antes casada con el pintor español
Carlos Sansegundo. Entre los invitados se encontraban habitantes distinguidos como
Masako Takahashi, artista y experta en textiles mexicanos, y la pareja de artistas Richard
Schultz y Anado McLauchlin, conocidos por los niños del pueblo como “los Santa Closes”
por sus largas barbas blancas. Sus vestimentas típicas mezclaban estampados florales, rayas
y lunares, en unos siete colores, todos al mismo tiempo.
Aunque había dejado atrás la zona de los maravillosamente ricos, la casa de un expatriado
de “clase media” en San Miguel en realidad no es menos espectacular, pero por diferentes
motivos. Como los ciudadanos destacados de cualquier parte, los dueños organizan
recorridos por la casa, suelen tener invitados y compiten por el reconocimiento de la
comunidad. La casa donde fue la comida, como las de casi todos los demás que pertenecen a
este grupo, estaba decorada de una manera en la que pocos mexicanos de la misma clase
social lo harían. En San Miguel, todo es mexicano —o mejor aún, “mexicano”—, con base
en lo que estos expatriados aman de México: colores chíngame-la-retina; telas indígenas,
muebles rústicos (pintados alegremente), cocinas y baños de talavera; además de
artesanías… casi de manera exclusiva, casi en cualquier parte. Aquí, buen gusto significa
montones de alebrijes, rebozos, ofrendas y santos. Nada minimalista, ostentoso o refinado
serviría. Eso es para fresas… o texanos. Sin embargo, siempre habrá una imagen de Frida
Kahlo en alguna parte, ya sea un retrato completo o sólo un imán para el refrigerador.
En su mayoría artistas, escritores o académicos, los invitados de Sheridan nunca han llevado
vidas convencionales, ni en Estados Unidos ni en otra parte. Casi todos comentaban que
vinieron a “reinventarse”, a obtener una vida más auténtica. Había un orgullo que rayaba en
la arrogancia con respecto a las obras de caridad que llevan a cabo las organizaciones
comunitarias locales, pero los resultados positivos eran evidentes: para la mayoría de la
gente, San Miguel es un mejor lugar para vivir que otras ciudades de su tamaño. Otros
tenían opiniones más personales: “Me gusta la anarquía”, dijo Sheridan, agradecida, para
describir la filosofía relajada de vive y deja vivir de San Miguel. “Eso ya lo perdimos en
Estados Unidos”.
Con otra copa de vino y, en el caso de algunos, una refinada fumada a un toque, la fiesta se
tornó escandalosa y obstinada. “Este pueblo tiene más generales que soldados”, dijo Ray,
escritor y comensal londinense. Conforme las lenguas se soltaban, obviamente no faltaron
los chismes: la leyenda de la prestigiosa dama estadounidense que fue expulsada del club de
jardinería por llevar brownies de mota a una charla sobre hierbas (después fue readmitida), o
la historia de Clifford Irving, un antiguo residente que cobró fama por su falsa biografía de
Howard Hughes. Dijeron que al artista canadiense Leonard Brooks, otra celebridad
miguelense, todavía le gusta invitar chicas bonitas a su casa, a sus 96 años de edad.
Pero más allá del parloteo y las críticas, había cierta consideración entre este grupo a la vida
en México, algo que no siempre vi entre los ultrarricos. Cuando les pregunté qué lecciones
habían aprendido de México, dos matronas adineradas me voltearon a ver confundidas y
mascullaron elogios sobre el clima. En cambio, a los alternativos de la fiesta no les faltaron
palabras para expresar las alegrías de la vida en México, a pesar de sus dolores de cabeza.
“Simplemente somos más felices aquí”, apuntaron Saul y Linda, jubilados del norte del
estado de Nueva York, y líderes de la organización de vivienda de Casa Linda. Les pregunté
por qué: ¿realmente puede hacerte feliz el lugar donde vives? Patrice piensa que San Miguel
atrae personas brillantes, interesantes y creativas, que sacan más de la vida y por lo tanto
están más satisfechas. “Si tienes suficientes personas así a tu alrededor —añadió—, la
felicidad se vuelve contagiosa”. Linda dijo que quizá la mejor parte de la vida en San
Miguel sea una versión mejorada de la vida en sus lugares de origen. “Claro que teníamos
amigos y veíamos gente en Estados Unidos, pero en San Miguel socializamos mucho más:
simplemente es más fácil aquí. San Miguel atrae a gente con la misma forma de pensar. Es
decir —aclaró—, a excepción de los texanos”.

En un pueblo al que uno de los invitados de Sheridan llamó “club de yates para hippies”, y
donde los hábitos y el poder adquisitivo de casi cualquier extranjero podrían considerarse
una afrenta para los mexicanos pobres, había que apiadarse de los incultos “texanos”. Esta
clase, vagamente definida pero fácil de identificar, parecía cargar con la culpa que todos los
demás gringos en San Miguel sienten acerca de su estatus como invasores culturales,
agentes de la gentrificación o nerviosos amos de la servidumbre.
La gente de Texas ha favorecido a San Miguel por más de cincuenta años y comenzó a
llegar después de que Martha y Elton Hyder, una pareja de ricos petroleros de Fort Worth,
construyeran su espléndida Casa Hyder en 1959. En las calles se veían placas de Texas y
noté algunas residencias “llamativas” propiedad de texanos que cumplían con el estereotipo.
Desde luego, todos aseguraron conocer “algunas buenas personas de Texas”. Pero basado en
la frecuencia —y la vehemencia— con la que se invocaron los pecados culturales y la falta
de buen gusto de los texanos, está claro que se trataba de chivos expiatorios por default,
para bien o para mal, de todo lo que salga mal en el San Miguel personal de muchos. De los
malos texanos, quienesquiera que sean, se hablaba con aspereza, sin importar lo intolerante
que sería el uso de una palabra como negro o mojado en conversaciones similares. Después
de tres días de escuchar el desprecio por los pobres texanos, le pedí a mis compañeros de
comida que los describieran. ¿Por qué son tan malos? “Son esos que llevan shorts y
calcetines negros”, comentó un invitado, en shorts, pero con suficiente buen gusto para
llevar sandalias. “Son muy gritones”, comentó otro, a gritos. “Son groseros en las tiendas y
hacen alarde de su dinero”. La sensación es que “los texanos” ni siquiera intentan mezclarse
o respetar la cultura. “Después de todo, somos invitados en este país”, dijo Linda, muy
progresista. “Pero saben cómo divertirse y pasársela bien”, declaró Patrice a manera de
disculpa, y nadie la contradijo… a esas alturas de la borrachera en esta amena, para nada
tranquila, fiesta.

Mi última noche en la ciudad entablé una conversación más, con un sujeto al que llamaré
Tad (ya no estaba tomando notas). La escena se desarrolló en una de las múltiples terrazas
de San Miguel, durante la “hora feliz”, justo a tiempo para un impresionante atardecer. Un
conjunto mexicano de jazz tocaba covers de clásicos no mexicanos, pero las campanas de
siglos de antigüedad tañían acordes respetables. La ciudad no podría ser más hermosa.
Proveniente de Florida, Tad vino a visitar a un amigo por primera vez. Le pregunté cómo le
iba. “Excelente —dijo—, me voy a mudar aquí”. Recién divorciado, en busca de trabajar
menos, dijo que necesitaba reinventarse. Pensaba ir a Europa, o a una isla en el Caribe, pero
ya se había decidido. Estaba buscando un buen agente de bienes raíces en San Miguel. “Sólo
he estado aquí tres días, pero aquí es a donde pertenezco —dijo—. Puedo sentirlo”. \\

Traducción de Jessica Juárez

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