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EL ULTIMO PASAJERO

Raul Oscar Ifran-Punta Alta- Argentina

III PREMIO EN EL CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO “LA LUCIERNAGA ON LINE


2009”. INCLUIDO EN EL LIBRO “ANTOLOGIA” EDITADO EN 2010 EN LOS ANGELES,
CALIFORNIA.

“Dust my broom” Ilustración de Earl Klatzel.

El autobús arribó cuando las luces de la madrugada nimbaban la noche abúlica. Una pe-
queña y heterogénea multitud se acercó a la plataforma. Unos sonreían y agitaban ma-
nos apuntando hacia alguna ventanilla en particular, otros simplemente aguardaban.
El pasaje comenzó el lento y ruidoso descenso y se produjeron los primeros encuentros.
Abrazos, besos, lágrimas, palabras.
Pronto cada cual tomó su camino y en cuestión de minutos el súbito alboroto se convir-
tió en súbito silencio. Bah, nunca es total el silencio de las terminales. Algún murmullo
sostenido, alguna radio gangosa, la música funcional indefinida. Lo cierto es que el
último pasajero se mantuvo de pie, en medio del amplio hall, como si aún no hubiera
llegado a ningún lado.
Era alto, de color, vestido de oscuro, con una gabardina en su brazo derecho y una male-
ta y el estuche de una guitarra en su costado izquierdo. Al quitarse las gafas dejó al des-
cubierto su blanca mirada de ciego.
No sabía donde estaba y realmente no le interesaba. Se dirigió a la zona de baños de la
que retornó con el cabello mojado y la cara lavada. Pidió un café en la barra, pagó y se
sentó parsimoniosamente en un banco. Sacó la guitarra que relucía maravillosamente en
medio de su oscuro regazo y comenzó a rasgar las notas inconfundibles de un blues.
Los sonidos circunstantes parecieron detenerse en la terminal.
Los parroquianos tediosos y somnolientos abrieron los ojos y quisieron saber de dónde
provenía la insidiosa música. Enseguida unos cuantos se arremolinaron alrededor del
guitarrista que tocaba y los ignoraba. Era como si no estuviera allí. El estuche del instru-
mento abierto en el piso comenzó a recibir una pequeña lluvia de monedas y algún que
otro billete.
Algo extraño sucedió entonces. Cada espectador que arrojaba una dádiva quedaba como
tildado, como absorto. Primero echaba humo, luego se convulsionaba torpemente y al
final se derrumbaba como una bolsa vacía, como un globo pinchado y terminaba desa-
pareciendo sobre los deslucidos cerámicos. Alguno que otro dejaba una difusa mancha
como vago testimonio de su existencia y de su muerte.
Terminado el improvisado e inesperado concierto, el hombre enfundó la guitarra, reco-
gió el dinero con indiferencia y lo guardó en un bolsillo del saco. Era suficiente para
pagar el boleto del próximo autobús. ¿adónde iría?¿ cuando llegaría? Estas preguntas no
le importan por igual a ningún hombre, sea vagabundo, oficinista o abogado.
Las luces redondas y el ronroneo del motor anunciaron la continuidad del viaje. En
medio del hall vacío y silencioso repicaba el eco misterioso de un blues. Un ebrio que
trataba de dormir en un rincón de la estación y que fue testigo involuntario de la singu-
lar escena, comentó con sorna que el fulano negro de la guitarra era el espectro de Ro-
bert Johnson que no encuentra paz atormentado por su pacto con el diablo.
Su música se realimenta con el alma de los incautos.
No creo, particularmente, que esto sea verdad. No puedo asegurar que no sea cierto.
Por si acaso, esquivo a los músicos de blues en las terminales.

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