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Hidromiel

Rafael Peñaloza N.

Levantó perezosamente la cabeza. Algunas gotas de vómito manchaban su pantalón


y sus zapatos; el gran charco ocre milagrosamente separado unos centímetros de él y
su mochila. La botella en su mano derecha casi vacía. ¿Era la tercera, o la cuarta? No
importaba, ya había perdido la gracia.
A su izquierda, una mujer le sostenía la mano. Miraba obstinadamente a la calle
frente a ellos. Él miró por un rato el raspón en su mejilla. Creía recordar haberla visto
caer hacía unos minutos, pero las imágenes eran demasiado borrosas para estar seguro.
– Creo que es hora de ir a la cama. — Sus labios se movían torpemente, mucho más
lento de lo normal — ¿Vamos a tu casa, o a la mía?
– ¿Cuál está más cerca?
– Pues no sé dónde vives. — Esto no era un efecto de la borrachera; se habían
conocido hacía apenas unas horas.
– En San Borja.
– Pues definitivamente a la tuya.

Veinte minutos después descendían del taxi frente a un edificio con paredes que
debían ser blancas de no haber estado cubiertas por una gruesa capa de mugre y grasa.
San Borja, un pueblo industrial devorado por la ciudad. Él no tenía idea que había
gente viviendo en él.
Subieron tres pisos. Las escaleras temblaban bajo sus pies; o tal vez eran ellos
quienes se tambaleaban sobre cada peldaño. Lo cierto es que más de una vez
estuvieron a punto de descender rodando.
Al fin llegaron a la puerta adecuada. El departamento dentro contrastaba con el resto
del edificio por lo limpio, ordenado y, sobre todo, por lo íntegro de sus paredes y pisos.
La pintura y los adornos delataban la mano femenina de quien ahí vivía.
Fueron directo al cuarto. Ella se desprendió inmediatamente de su vestido, y luego le
permitió a él ayudarle a desabrochar su sostén. Ante el asombro de ambos, éste cedió
rápidamente. Pocos segundos después no había más prendas en ninguno de sus
cuerpos.
Se recostaron de lado, quedando cara a cara. Él comenzó a acercarse con la
intención de besarla. De pronto, ella dio un respingo.
– ¡Mierda! — gritó antes de ponerse nuevamente de pie.
Pocas veces se ha usado esa expresión de forma tan literal. Donde poco antes
reposaban unas hermosas y redondeadas nalgas de mujer, ahora no había más que una
acumulación de excrementos. Él miraba sorprendido esa materia obscura. Por un
momento no supo qué era. Una vez entendió, su sorpresa aumentó. No podía creer que
un ser humano pudiera defecar de esta forma: en lugar de un gran cilindro compacto, lo
que había eran muchas pequeñas bolitas color marrón. Tal vez incluso más
extraordinario era el olor dulce que desprendían. Era evidente que ambos habían
consumido demasiado hidromiel.
Apenas había terminado de pensar esto, ella apagaba la luz. La obscuridad trajo una
ola de cansancio sobre él. Cerró los ojos y durmió. Sueños azucarados lo acompañaron
hasta el amanecer.

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