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El niño y el repollo

Había una vez un niño que, aunque era muy bueno y obediente, odiaba comer repollo.
Siempre que tocaba comerlo protestaba y se enfadaba muchísimo. Un día, su mamá
decidió enviarle al mercado a comprar ¡un repollo!, así que fue muy disgustado.
En el mercado, el niño tomó un repollo de mala gana, pero no era un repollo cualquiera.
Era un repollo que también odiaba a los niños. Así que después de una discusión
gordísima, el niño y el repollo volvieron a casa en silencio y enfadados todo el tiempo.
Pero por el camino, al cruzar el río, el niño resbaló, y ambos cayeron a sus bravas aguas
y fueron arrastrados corriente abajo. Con mucho esfuerzo, consiguieron subirse a una
tabla que encontraron y mantenerse a flote. Sobre aquella tabla estuvieron tanto, tanto
tiempo a la deriva, que después de aburrirse, terminaron hablando uno con otro, se
conocieron, se hicieron amigos, y jugaron a muchos juegos imposibles, como la pesca
sin caña, el microescondite o el rey de la montaña.
Charlando con su nuevo amigo, el niño comprendió lo importante que eran las verduras
como el repollo para su edad, y lo mal que les sentaba que siempre hablasen mal de
ellas, y el repollo se dio cuenta de que a veces su sabor era fuerte y extraño para los
niños. Así que acordaron que al llegar a casa, el niño trataría al repollo con gran respeto,
y el repollo se haría pasar por espagetti.
Su acuerdo fue todo un éxito: la mamá quedó extrañadísima de lo bien que comió el
repollo el niño, y el niño preparó para el repollo el mejor escondite de su barriga al grito
de ¡qué ricos están estos espagetti!

Simple cuento simpático que puede ayudar a que los niños vean las verduras con otros ojos

Música en el plato

Toda la familia debe involucrarse en comer sano, no sólo los hijos; además hace hincapié en
que las comidas más elaboradas suelen ser las menos sanas
Adina Grasina volvía locos a todos los doctores de la región. Su papá tenía un tripón
que le servía para abrir las puertas sin usar las manos, y su mamá no era mucho más
delgada, pero ella era una niña mucho más esbelta y ágil. Desde siempre, Adina había
sido muy rara para comer; según sus padres casi nunca comía los estupendos guisos de
su madre, ni probaba sus fabulosas pizzas. Tampoco disfrutaba con su papá de las
estupendas tartas y helados que merendaban cada tarde, y cuando le preguntaban que
por qué comía tan mal, ella no sabía qué contestar; sólo sabía que prefería otras cosas
para comer. Así que todos se preguntaban a quién habría salido...

Un día Adina acabó en manos de un doctor diferente. Aunque ya era algo mayor, tenía
un aspecto estupendo, distinto de todos aquellos doctores de grandes barrigas y andares
fatigados. Cuando los padres de Adina le contaron su problema con la comida, el doctor
se mostró muy interesado y les llevó a una oscura y silenciosa sala con una extraña
máquina en el centro, con el aspecto de un altavoz antiguo.

- Ven, Adina, ponte esto- dijo mientras le colocaba un casco lleno de luces y botones
sobre la cabeza, conectado a la máquina por unos cables.
Cuando terminó de colocarle el casco, el doctor desapareció un momento y volvió con
un plato de pescado. Lo puso delante de la niña, y encendió la máquina.

Al instante, de su interior comenzó a surgir el agradable sonido de las olas del mar, con
las relajantes llamadas de delfines y ballenas... era una música encantadora, que
escucharon durante algún tiempo, antes de que el doctor volviera a salir para cambiar el
pescado por un plato de fruta y verdura.
El susurro del mar dio paso a las hojas agitadas por el viento, el canto de los pájaros y
las gotas de lluvia. Cualquiera podría quedarse escuchando durante horas aquella
naturaleza campestre, pero el doctor volvió a cambiar el contenido del plato, poniendo
algo de carne.
El sonido de la máquina pasó a ser algo más vivo, lleno de los animales de las granjas,
del campo y las praderas. No era tan bello y relajante como los anteriores, pero
resultaba nostálgico y agradable.
Sin tiempo para acostumbrarse, el doctor volvió con una estupenda y olorosa pizza, que
hizo agua las bocas de los papás de Adina. Pero entonces la máquina pareció romperse,
y en lugar de algún bello sonido, sólo emitía un molesto ruido, como de máquinas y
acero. "No se ha roto, es así", se apresuró a tranquilizar el médico.
Sin embargo, el ruido era tan molesto que pidieron al doctor más cambios.
Sucesivamente, el doctor apareció con helados, bombones, hamburguesas, golosinas...
pero todos ellos generaron ruidos y sonidos igual de molestos y amontonados. Tanto,
que los papás de Adina pidieron al doctor que volviera con el plato de la fruta.

- Ésa es la NO enfermedad de Adina- dijo al ver que comenzaban a comprender lo que


ocurría-. Ella tiene el don de interpretar la música de los alimentos, la de donde nacieron
y donde se crearon. Es normal que sólo quiera comer aquello cuya música es más bella.
Y por eso está tan estupenda, sana y ágil.

Entonces el doctor les contó la historia de aquella maravillosa máquina, que inventó
primero para él mismo. Pero lo que más impresionó a los señores Grasina cuando
probaron el invento, era que ellos mismos también escuchaban la música, sólo que
mucho más bajito.
Y así, salieron de allí dispuestos a prestar atención en su interior más profundo a la
música de los alimentos, y desde aquel día en casa de los Grasina las pizzas,
hamburguesas, dulces y helados dieron paso a la fruta, las verduras y el pescado. Ahora
todos tienen un aspecto estupendo, y si te encuentras con ellos, te harán su famosa
pregunta:

¿A qué sonaba lo que has comido hoy?

El sapo dentudo

Hace mucho, mucho tiempo, hubo un mago que por casualidad inventó un hechizo un
poco tonto, capaz de dar a quien lo recibiera una dentadura perfecta. Como no sabía qué
hacer con aquel descubrimiento, decidió utilizarlo con uno de sus sapos. El sapo se
transformó en un sonriente y alegre animal, que además de poder comer de todo,
comenzó también a hablar.

- Estoy encantado con el cambio- repetía el sapo con orgullo- prefiero mil veces las
dulces golosinas que seguir comiendo sucias y asquerosas moscas.

Viendo el ragalo tan maravilloso que suponía aquella dentadura para el sapo, y el poco
cuidado al elegir sus comidas, el mago no dejaba de repetirle:
- Cuida tus dientes, Sapo. Lávalos y no dejes que se enfermen ni tengan caries. Y sobre
todo no comas tantas golosinas...

Pero Sapo no hacía mucho caso: pensaba que su dentadura era demasiado resistente
como para tener que lavarla, y las golosinas le gustaban tanto que ni intentaba dejar de
comerlas.
Así que un día aparecieron las caries en su dentadura y se fueron extendiendo por su
boca poco a poco, hasta que al descuidado de Sapo descubrió que tenía todos los dientes
huecos por dentro, y se le empezaron a caer. Intentó cuidarlos entonces, pero ya poco
pudo hacer por ellos, y cuando el último de sus relucientes dientes cayó, perdió también
el don de hablar.

¡Pobre Sapo! Si no lo hubiera perdido, le habría podido contar al mago que si volviera a
tener dientes los cuidaría todos los días, porque no había nada más asqueroso que volver
a comer bichos ¡puaj!

Una forma simpática de explicar a los pequeños la importancia de lavarse los dientes y no
comer demasiados dulces
Una flor al día

Había una vez dos amigos que vivían en un palacio con sus familias, que trabajaban al
servicio del rey. Uno de ellos conoció una niña que le gustó tanto que quería que pensó
hacerle un regalo. Un día, paseaba con su amigo por el salón principal y vió un gran
jarrón con las flores más bonitas que pudiera imaginarse, y decidió coger una para
regalársela a la niña, pensando que no se notaría. Lo mismo hizo al día siguiente, y al
otro, y al otro... hasta que un día faltaron tantas flores que el rey se dió cuenta y se
enfadó tanto que mandó llamar a todo el mundo.
Cuando estaban ante el rey, el niño pensaba que debía decir que había sido él, pero su
amigo le decía que se callara, que el rey se enfadaría muchísimo con él. Estaba muerto
de miedo, pero cuando el rey llegó junto a él, decidió contárselo todo. En cuanto dijo
que había sido él, el rey se puso rojo de cólera, pero al oir lo que había hecho con las
flores, en su cara apareció una gran sonrisa, y dijo "no se me habría ocurrido un uso
mejor para mis flores".
Y desde aquel día, el niño y el rey se hicieron muy amigos, y se acercaban juntos a
tomar dos de aquellas maravillosas flores, una para la niña, y otra para la reina.

Superar el miedo a decir la verdad es difícil, pero al final no es tan terrible.

El espejo estropeado

Había una vez un niño listo y rico, que tenía prácticamente de todo, así que sólo le
llamaba la atención los objetos más raros y curiosos. Eso fue lo que le pasó con un
antiguo espejo, y convenció a sus padres para que se lo compraran a un misterioso
anciano. Cuando llegó a casa y se vio reflejado en el espejo, sintió que su cara se veía
muy triste. Delante del espejo empezó a sonreir y a hacer muecas, pero su reflejo seguía
siendo triste.
Extrañado, fue a comprar golosinas y volvió todo contento a verse en el espejo, pero su
reflejo seguía triste. Consiguió todo tipo de juguetes y cachivaches, pero aún así no dejó
de verse triste en el espejo, así que, decepcionado, lo abandonó en una esquina. "¡Vaya
un espejo más birrioso! ¡es la primera vez que veo un espejo estropeado!"
Esa misma tarde salió a la calle para jugar y comprar unos juguetes, pero yendo hacia el
parque, se encontró con un niño pequeño que lloraba entristecido. Lloraba tanto y le vio
tan sólo, que fue a ayudarle para ver qué le pasaba. El pequeño le contó que había
perdido a sus papás, y juntos se pusieron a buscarlo. Como el chico no paraba de llorar,
nuestro niño gastó su dinero para comprarle unas golosinas para animarle hasta que
finalmente, tras mucho caminar, terminaron encontrando a los padres del pequeño, que
andaban preocupadísimos buscándole.
El niño se despidió del chiquillo y se encaminó al parque, pero al ver lo tarde que se
había hecho, dio media vuelta y volvió a su casa, sin haber llegado a jugar, sin juguetes
y sin dinero. Ya en casa, al llegar a su habitación, le pareció ver un brillo procedente del
rincón en que abandonó el espejo. Y al mirarse, se descubrió a sí mismo radiante de
alegría, iluminando la habitación entera. Entonces comprendió el misterio de aquel
espejo, el único que reflejaba la verdadera alegría de su dueño.
Y se dio cuenta de que era verdad, y de que se sentía verdaderamente feliz de haber
ayudado a aquel niño.

Y desde entonces, cuando cada mañana se mira al espejo y no ve ese brillo especial, ya
sabe qué tiene que hacer para recuperarlo.

Ayudar a los demás produce la alegría más verdadera

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