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Y del mismo modo que la educación religiosa del franquismo fue una espléndida
cantera de librepensadores precoces, la educación literaria era, y en ocasiones sigue siendo,
una manera rápida y barata de lograr que los adolescentes se mantuvieran obstinadamente
lejos de los libros.
Para ello, se sirve de una estructura descriptiva en el primer párrafo, que a su vez
sirve como introducción, cuyo principal punto de interés es la clase de literatura que el
autor tuvo que sufrir durante sus años de bachiller. Esta descripción de la clase está
plagada de connotaciones negativas: “la clase consistía en una ceremonia entre tediosa y
macabra” (l. 1), “un profesor de cara avinagrada (…) tomaba asiento con lentitud y
desgana” (l. 2 y 3), “retahíla de fechas…” (l. 4); de modo que el lector comprende
inmediatamente lo aburrido de aquellas sesiones.
Desde mi punto de vista, el autor tiene razón al decir que los profesores aburridos
y desmotivados contagian su hastío a los alumnos a los que imparten clase, pues a lo
largo de mi vida como estudiante he tenido que sufrir las lecciones de muchos
profesores así, y, al igual que los compañeros de clase de Muñoz Molina, acabé
cogiéndole rabia a muchas materias. Lo que a los compañeros del autor les sucedió con
la literatura a mí me sucedió, en mi etapa de Bachillerato, con la filosofía, pues en esta
asignatura tenía un profesor casi igual al que se describe en el texto, al cual, además, no
se le entendía cuando hablaba.
De todas maneras, también es verdad que de todo se puede sacar algo positivo,
pues el haber sufrido aquellas clases, que en ocasiones eran auténticas torturas, me ha
hecho ver claramente lo que yo, como profesor, no quiero ser.