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NARRATIVA
Colección prólogos
Jorge Ruffinelli Domingo Miliani Jaime Alazraki Hugo Verani Biblioteca Ayacucho es una de las expe-
(Uruguay, 1943). (Venezuela, 1937- (Argentina, 1934). (Uruguay, 1941). ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos riencias editoriales más importantes de la
Crítico e investigador 2002). Ensayista, na- Ensayista y profesor Editor y crítico litera- cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de NARRATIVA cultura latinoamericana. Creada en 1974
de cine y de literatu- rrador y poeta. Profe- universitario. Se doc- rio, se doctoró en la como homenaje a la batalla que en 1824
la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes de-
ra. Profesor universi- sor universitario. Se toró en Columbia Universidad de Wis-
sean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez inten- significó la emancipación política de nues-

prólogos
tario, dirigió el Cen- doctoró en la Univer- University. Entre sus consin. Entre sus pu-
ta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de tra América, ha estado desde su nacimiento
tro de Investigacio­nes sidad Autónoma de publicaciones desta- blicaciones destacan:
otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el urugua- promoviendo la necesidad de establecer
Lingüístico-Literarias México. Director fun-­­ can: Poética y poesía El ritual de la impos­
yo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que una relación dinámica y constante entre lo
de la Universidad de dador del Centro de de Pablo Neruda tura (1981); De la
Veracruz. Ha sido ju- Estudios Latinoameri- (1965); La prosa na­ vanguardia a la pos­ se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive contemporáneo y el pasado americano, a
rado de los Premios canos Rómulo Galle- rrativa de Jorge Luis modernidad: narra­ Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endia- fin de revalorarlo críticamente con la pers-
Casa de las Américas gos. Entre sus publi- Borges (1968); En tiva uruguaya (1996); blada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor vene- pectiva de nuestros días.
y Juan Rulfo. Entre caciones figuran: busca del unicornio, y Las vanguardias li­ zolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su 1 En esta colección se agrupan temática-
sus publicaciones Prueba de fuego. Na­ los cuentos de Julio terarias hispanoame­ obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos mente algunos prólogos de nuestros libros.

RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI


destacan: La viuda de rrativa venezolana. Cortázar (1983); y ricanas (1990). aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del Pretendemos con esto estimular la lectura
Montiel (1979); El lu­ Ensayos (1973); Trípti­ Hacia Cortázar, cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y
gar de Rulfo (1980); y co venezolano (na­ aproximaciones a su tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el apoyar el trabajo de los especialistas y estu-
La escritura invisible rra­tiva, pensamiento obra (1994). cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estu- diosos de la cultura latinoamericana. Estos
(1986). y crítica) (1985); y
dio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el prólogos arrojan un rico legado vinculado
País de lotófagos. En­
siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del len- a la obra, y muestran  interpretaciones y
sayos (1992).
guaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma posturas que los autonomizan y permiten
para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el traba-
1 leerlos como entidades literarias que confi-
jo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas guran un todo de calidad estética, teórica y
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca JORGE RUFFINELLI crítica.
a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lec- Obra completa de Juan Rulfo
tura del importante narrador uruguayo.
DOMINGO MILIANI
Las lanzas coloradas y cuentos selectos
de Arturo Uslar Pietri

JAIME ALAZRAKI
Rayuela de Julio Cortázar

HUGO VERANI
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti
R

NARRATIVA
Colección prólogos
Jorge Ruffinelli Domingo Miliani Jaime Alazraki Hugo Verani Biblioteca Ayacucho es una de las expe-
(Uruguay, 1943). (Venezuela, 1937- (Argentina, 1934). (Uruguay, 1941). ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos riencias editoriales más importantes de la
Crítico e investigador 2002). Ensayista, na- Ensayista y profesor Editor y crítico litera- cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de NARRATIVA cultura latinoamericana. Creada en 1974
de cine y de literatu- rrador y poeta. Profe- universitario. Se doc- rio, se doctoró en la como homenaje a la batalla que en 1824
la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes de-
ra. Profesor universi- sor universitario. Se toró en Columbia Universidad de Wis-
sean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez inten- significó la emancipación política de nues-

prólogos
tario, dirigió el Cen- doctoró en la Univer- University. Entre sus consin. Entre sus pu-
ta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de tra América, ha estado desde su nacimiento
tro de Investigacio­nes sidad Autónoma de publicaciones desta- blicaciones destacan:
otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el urugua- promoviendo la necesidad de establecer
Lingüístico-Literarias México. Director fun-­­ can: Poética y poesía El ritual de la impos­
yo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que una relación dinámica y constante entre lo
de la Universidad de dador del Centro de de Pablo Neruda tura (1981); De la
Veracruz. Ha sido ju- Estudios Latinoameri- (1965); La prosa na­ vanguardia a la pos­ se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive contemporáneo y el pasado americano, a
rado de los Premios canos Rómulo Galle- rrativa de Jorge Luis modernidad: narra­ Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endia- fin de revalorarlo críticamente con la pers-
Casa de las Américas gos. Entre sus publi- Borges (1968); En tiva uruguaya (1996); blada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor vene- pectiva de nuestros días.
y Juan Rulfo. Entre caciones figuran: busca del unicornio, y Las vanguardias li­ zolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su 1 En esta colección se agrupan temática-
sus publicaciones Prueba de fuego. Na­ los cuentos de Julio terarias hispanoame­ obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos mente algunos prólogos de nuestros libros.

RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI


destacan: La viuda de rrativa venezolana. Cortázar (1983); y ricanas (1990). aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del Pretendemos con esto estimular la lectura
Montiel (1979); El lu­ Ensayos (1973); Trípti­ Hacia Cortázar, cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y
gar de Rulfo (1980); y co venezolano (na­ aproximaciones a su tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el apoyar el trabajo de los especialistas y estu-
La escritura invisible rra­tiva, pensamiento obra (1994). cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estu- diosos de la cultura latinoamericana. Estos
(1986). y crítica) (1985); y
dio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el prólogos arrojan un rico legado vinculado
País de lotófagos. En­
siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del len- a la obra, y muestran  interpretaciones y
sayos (1992).
guaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma posturas que los autonomizan y permiten
para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el traba-
1 leerlos como entidades literarias que confi-
jo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas guran un todo de calidad estética, teórica y
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca JORGE RUFFINELLI crítica.
a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lec- Obra completa de Juan Rulfo
tura del importante narrador uruguayo.
DOMINGO MILIANI
Las lanzas coloradas y cuentos selectos
de Arturo Uslar Pietri

JAIME ALAZRAKI
Rayuela de Julio Cortázar

HUGO VERANI
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti
Colección Prólogos
COLECCIÓN PRÓLOGOS

NARRATIVA 1
JORGE RUFFINELLI
Obra completa de Juan Rulfo

DOMINGO MILIANI
Las lanzas coloradas
y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri

JAIME ALAZRAKI
Rayuela de Julio Cortázar

HUGO VERANI
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti
Derechos exclusivos de esta edición
©Fundación Biblioteca Ayacucho, 2009
Colección Prólogos
Hecho el Depósito de Ley
Depósito legal lf 501200
ISBN 978-980-276-448-8
Apartado Postal 14413
Caracas 1010 - Venezuela

www.bibliotecayacucho.gob.ve

Edición :
Shirley Fernández
Corrección :
Silvia Dioverti, Salvador Fleján y Thamara Gutiérrez

Concepto gráfico de colección

ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario


Diagramación
ABV Taller de Diseño, Waleska Belisario

Impreso en Venezuela/Printed in Venezuela


Presentación

L os prólogos, aun habiendo sido pensados como iluminacio-


nes de otros textos, conforman una unidad a la que es posible brindarle
autonomía. Así lo ha hecho la Biblioteca Ayacucho. Con esta nueva
colección que ahora presentamos, brindaremos prólogos de novelas,
cuentos, ensayos, crítica, poesía y crónicas, ordenados temáticamente,
para estimular la lectura de las ediciones Ayacucho y apoyar el trabajo de
los estudiosos de la cultura en Latinoamérica.
Desde su nacimiento, la Biblioteca Ayacucho se planteó que cada
obra publicada en su Colección Clásica llevara un estudio que le otorgara
a las propiedades intrínsecas de ésta un sello particularizador de aborda-
miento y actualidad. Tres décadas después el resultado es un conjunto de
prólogos que, como entidades literarias al configurar un todo de calidad
estética, teórica y crítica, agregan un rico legado vinculado a la obra y
muestran una nueva interpretación y comprensión cuya finalidad es ser
asimilada por el lector de hoy.
Géneros, temas, movimientos literarios son criterios ordenadores
que regirán la selección de los prólogos que en el futuro integrarán cada
volumen de esta nueva colección.
Así pues, ofrecemos a nuestros lectores esta Colección, que como
hemos explicado antes se sustenta en la Clásica, y con la idea de conser-
var el vínculo que existe entre ambas mantenemos el mismo formato,
la tapa negra y el empleo de orlas, que son elementos distintivos de la
legendaria; pero sus características tipográficas y el uso de capitulares le
otorgan a esta nueva colección un sello que la diferencia y la hace única
en nuestro fondo editorial.

Biblioteca Ayacucho

Presentación «7»
ADVERTENCIA EDITORIAL

P ara este primer número de la Colección Prólogos se han reunido


cuatro estudios de obras narrativas fundamentales: el de Jorge Ruffinelli,
«Rulfo entre la tierra y el infierno» a Obra completa de Juan Rulfo (1985); el
realizado por Domingo Miliani, «Arturo Uslar Pietri, pasión de escritura»
para Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri (1988);
el del estudioso y crítico Jaime Alazraki, «Rayuela: el planteamiento de una
tesis y de una antítesis» a Rayuela de Julio Cortázar (2004); y el de Hugo
Verani «Para llegar a Santa María», que acompaña a Novelas y relatos de
Juan Carlos Onetti (1989).
En virtud de que originalmente tres de los prólogos se habían regis-
trado con el nombre genérico de Prólogo, hemos dado título al primero
y a los dos últimos que integran este volumen para facilitar a nuestros
lectores la identificación de cada uno; el trabajo de Miliani conserva el
título de la edición de 1988, que difiere de la publicada en 1979.
Se han corregido las erratas advertidas, también se han completado
datos del aparato crítico de acuerdo con las pautas de Biblioteca Ayacu-
cho vigentes. Asimismo, han sido suprimidas referencias cuando remi-
tían a secciones del volumen que prologaban.

B.A.

« 8 » Colección Prólogos
JORGE RUFFINELLI
Obra completa de Juan Rulfo
Prólogo a Obra completa de Juan Rulfo.
Caracas: Biblioteca Ayacucho
(Colección Clásica, Nº 13),
1985 (299 p.), pp. IX-XXXVII.
Rulfo entre la tierra y el infierno
Jorge Ruffinelli

L a obra narrativa de Juan Rulfo (Juan Nepomuceno Carlos


Pérez Rulfo Vizcaíno) cuenta hasta hoy con sólo dos volúmenes: El llano
en llamas, conjunto de cuentos publicado en 1953, una breve novela
titulada Pedro Páramo (1955), algún cuento nunca recogido en libro
(como «La vida no es muy seria en sus cosas») y otro que desapareció de
una a otra edición de El llano en llamas («Paso del Norte»). Esta brevedad
productiva no ha sido obstáculo para que la fama comenzara a rodear
puntual y firmemente a su autor, creando la expectativa por libros anun-
ciados una y otra vez (los cuentos de Días sin floresta y una enigmática
novela que se titularía La cordillera). Desde 1955 la respuesta de Rulfo
ha sido el silencio, y ese doble proceso –una fama que crece sobre dos
pequeños libros, sin voluntad del escritor, y el empecinado silencio de
éste– ha conducido a falsas perspectivas, ha motivado erro­res críticos,
terminando por desgajar la obra, como si viviera en el ámbito de una
leyenda, de la rica y comple­ja realidad a que pertenece.
Rulfo reitera, sin deliberación, algunos aspectos del modelo de Rim-
baud. En el verano de 1873, a los diecinueve años, Rimbaud escribe Une
saison en enfer y muy poco después abandona todo, sociedad y litera-
tura, para dedicarse al vagabundaje por Europa, las Indias Orientales y
África, hasta su muerte, casi dos décadas más tarde. Su Une saison en
enfer y las Illuminations esplenden y gravitan de tal modo sobre la litera-
tura de lengua francesa que el autor parece justificado ante el arte y ante
su propia vida: nada podía habérsele pedido más. Rulfo ingresa sin la
precocidad de Rimbaud en la literatura: tiene treinta y cinco años cuando
aparecen los cuentos de El llano en llamas, treinta y siete cuando Pedro
Páramo, y sus primeras tentativas literarias (recogidas casi todas en su

Jorge Ruffinelli « 11 »
volumen de 1953) no parecen retroceder más que a 1942. Rulfo no parte
como Rimbaud a la aventura, pero el silencio equivale a ello; la aventura
de Rimbaud fue también silencio literario. Si bien admite y vive cierta
vida cultural (viajes a diferentes países, alguna excepcional participación
en congresos de literatura mexicana), su actividad, desde 1962, se limita
al trabajo antropológico en el Instituto Nacional Indigenista.
El paralelo entre Rimbaud y Rulfo tiene aquí una función: señalar
cómo del mismo modo que la del escritor francés, en su órbita, la obra
pequeña, breve, de Rulfo, con justicia basta para considerarlo uno de
los grandes escritores de la lengua española: la maestría de sus cuentos
y la temible belleza del mundo fantasmal de Pedro Páramo han atraído
la atención durante más de dos décadas induciendo cada vez, en cada
lectura nueva, al descubrimiento de diferentes dimensiones, estilísticas y
significativas, de su espacio narrativo.
Entre las más difundidas lecturas de Rulfo, hoy, tiene su puesto la
lectura mítica. Los personajes, vistos como personas por la crítica tra­di­
cional o por la actitud directa del lector, se han convertido en arquetipos:
la significación concreta y particular de sus historias casi regionalistas
se ha vuelto universal. Pedro Páramo no es simplemente el cacique re-
presentativo de una estructura económica neofeudal (el porfiriato), es
un Ulises «de piedra y barro», como ha dicho Carlos Fuentes, y su tierra
calcinada y muerta no es otra cosa que un edén invertido, una nueva
versión del Paraíso. «El Jardín del Señor: el Páramo de Pedro» (Paz). Sin
abjurar de esta línea de interpretación tan brillantemente inaugurada
por Octavio Paz, es preciso de todos modos reinsertar la lectura de El
llano en llamas y de Pedro Páramo en enclaves y contextos mucho más
inmediatos.
Si bien la obra literaria posee autonomía, no pueden olvidarse sus
vínculos con la realidad. La autonomía de la imaginación de que habla
Bachelard (y que él hace preexistir a la reflexión) no surge de un vacío ni
se independiza totalmente de aquello que le dio génesis. Sería absurdo
considerar los libros de Rulfo como entidades apartadas de su contexto
nacional, de las preocupaciones que incitaron su escritura, del momento
al que ésta quedó históricamente adherida.

« 12 » Colección Prólogos
Entre dos extremos –regionalismo y universalismo, realismo social y
significación mítica– la obra de Rulfo se sostiene en un difícil equilibrio,
no en oposición, ni en polémica. Tal vez en este punto esté asentado un
error muy común de perspectiva cada vez que debe enfrentársele en una
historia de la literatura, y es que se olvida que sus libros están publicados
en la década del cincuenta y por lo tanto insertos en los condicionamien-
tos de un contexto peculiar: la economía, la política, la cultura, de esa
época.
Dos momentos de la historia mexicana son importantes para leer a
Rulfo: los últimos años de la Revolución Mexicana, incluida la «rebelión
cristera» de 1926-1928 y lo que se da en llamar el período de «exaltación
nacionalista» y afianzamiento constructivo de la Revolución Mexicana (a
partir del gobierno obregonista de 1920), y los períodos presidenciales
de Miguel Alemán (1946-1952) y Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958). El pri-
mero porque Rulfo, nacido en 1918, tenía entre ocho y diez años cuando
el período cristero y ese rebrote de la violencia debió influir en su visión
del mundo; los ramalazos de violencia revolucionaria de sus cuentos
se filian sin error en el México de su infancia: «El llano en llamas», largo
relato que da título al primer libro, está ubicado expresamente en el pe-
ríodo y sus personajes son militantes de Cristo Rey: otros cuentos, como
«La noche que lo dejaron solo», se inscriben igualmente en el tiempo de
la «rebelión cristera», sin mencionar que la Revolución que pasa en el
trasfondo de Pedro Páramo da todos los indicios (por ejemplo, la actitud
del sacerdote del pueblo, las referencias a Obregón) de pertenecer a la
misma época. El segundo momento señalado de la historia mexicana es
importante ya que en él Rulfo escribió Pedro Páramo y la mayor parte
de sus cuentos.
Al revisar esas etapas debería tomarse en cuenta, por ejemplo, un
fenómeno socioeconómico que explicará en parte la atmósfera desolada
del paisaje rulfiano, como el fondo sumergido de un iceberg explica su
presencia flotante: el despoblamiento del campo jalisciense. En el am-
biente físico de los cuentos de Rulfo se palpa la infertilidad de las tierras,
la pobreza absoluta de los personajes, un vagar constante hacia nadie
sabe dónde, y la existencia de pueblos que, si otrora tuvieron épocas de

Jorge Ruffinelli « 13 »
prosperidad (Comala, en Pedro Páramo, sería el mejor exponente), en el
«ahora» del relato son pueblos fantasmas, habitados por fúnebres mujeres
de rebozos negros, o por viejos que ya no pueden trabajar y sólo rumian
la desesperanza hasta que llegue la hora de morir. Pueblos habitados
también por ánimas en pena, convertidos en una imagen secular del
purgatorio.
Todo esto, que por cierto compone como elemento fundamental el
sistema expresivo de Rulfo, no proviene de una imaginación capricho-
sa, que se representa en forma abstracta la idea de la muerte, sino de
la situación del erosionado suelo jalisciense de una zona de Los Altos;
proviene de la diáspora de los campesinos hacia las ciudades principales
(México, o la muy cercana Guadalajara), y también hacia la frontera (Ti-
juana) donde se espera encontrar mejor vida. Efectos negativos de una
Revolución Mexicana que no logró verdaderas reformas en el reparto
agrario (como se propone mostrar deliberadamente el cuento «Nos han
dado la tierra»). Aún en 1976 puede leerse cotidianamente sobre este
fenómeno en el periodismo mexicano: «Bajó en Jalisco la población del
campo: durante los últimos 25 años, la población rural descendió de 57
por ciento a 40 por ciento, debido a la carencia económica del campo,
deficiente planeación agropecuaria, créditos insuficientes e inseguridad
en la tenencia de la tierra (...). La preocupación por mejores niveles de
cultura y el desarrollo de la industria y el comercio, también son causa
del éxodo del campo a las ciudades» (Excelsior, julio 1976). En otras palabras:
la imagen literaria que compone la obra de Rulfo –la soledad de los pue-
blos, soledad tan marcada que en ellos ni siquiera quedan animales, sino
fantasmas, espíritus– no es una extravagancia ni la simbolización de una
soledad espiritual sino la imagen de una realidad verificable.
La raíz de la violencia muda, natural y espontánea de los persona-
jes, no debe sino buscarse también en la realidad de su país durante el
proceso posrevolucionario, aunque esa realidad se transforme en una
«estampa» o en una imagen terrible de sí misma. Juan José Arreola lo ha
expresado de este modo: «Lo digo con toda sinceridad, Rulfo ha hecho,
como Orozco (hay que ver los frescos de la Cámara de Diputados en
Guadalajara), una estampa trágica y atroz del pueblo de México. Parece

« 14 » Colección Prólogos
tan real, y tan curiosamente artística y deforme. Los que somos de donde
proceden sus historias y sus personajes vemos cómo todo se ha vuelto
magnífico, poético y monstruoso». El proceso creativo ha producido en
Rulfo la literatura que conocemos, pero su raíz, su origen, está allí, en el
pueblo nativo.
De ahí que la «rebelión cristera» sea un telón de fondo imprescindible
en su narrativa. No por azar, al hablar de ella o de la tierra de donde pro-
cede, Rulfo siempre se ha referido a ese período, y una vez lo sintetizó así:
«La revolución cristera fue una guerra intestina que se desarrolló en los
estados de Colima, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Zacatecas y Guanajuato
contra el gobierno federal. Es que hubo un decreto donde se aplicaba un
artículo de la Revolución [se refiere a la Constitución de 1917], en donde
los curas no podían hacer política en las administraciones públicas, en
donde las iglesias eran propiedad del Estado, como son actualmente.
Daban un número determinado de curas para cada pueblo, para cada
número de habitantes. Claro, protestaron los habitantes. Empezaron a
agitar y a causar conflictos. Son pueblos muy reaccionarios, pueblos con
ideas muy conservadoras, fanáticos. La guerra duró tres años, de 1926 a
1928. Nació en la zona de Los Altos en el estado de Guanajuato» (Diálogo
con Harss).
Los años 1921 a 1924 tuvieron por rasgo mayor la «exaltación nacio-
nalista», como la ha llamado Monsiváis, y fueron seguidos de un «Perío-
do de decantación revolucionaria» (1925-1934): asesinado Carranza en
Tlaxcalantongo en 1920, el país entró, con el general Obregón y poco
después con Plutarco Elías Calles, en un sendero de afirmación e ins-
titucionalización que no implicó, sin embargo, la inmediata rendición
de las armas; al contrario, fueron múltiples, sucesivos y sangrientos los
levantamientos militares, y fue durante el período presidencial de Calles
que tuvo lugar la «rebelión cristera». Ésta se extendió como un verdadero
levantamiento popular instigado por la Iglesia, cuyos intereses tan mal
parados habían salido del proceso revolucionario y de la Constitución
de 1917. Ya en 1917, a instancias del papa Pío XI, la Iglesia intentó sentar
su protesta y una actitud de desacato ante el poder político: la respuesta
de éste había sido en los años siguientes un mayor endurecimiento –ex-

Jorge Ruffinelli « 15 »
pulsión de sacerdotes extranjeros, encarcelamiento de obispos y curas,
expropiación de conventos– y una más clara oposición eclesiástica que
estalló en 1926 con un enfrentamiento armado: por una parte las fuerzas
federales, por otra los «soldados» descalzos del ejército de Cristo Rey.
La otra cara de esta medalla es una faz de ultracultura: José Vascon­
celos creó en 1921 la Secretaría de Educación Pública e inició un movi-
miento cultural afincado en la fe en la educación masiva y en la trans-
formación por el espíritu. México se inundó de ediciones de Platón,
Homero, Tolstoi, Shakespeare, mientras se daba paso a las grandes obras
murales y a una revaloración de la música nacional. Fue también en este
período que surgió la novela de la Revolución Mexicana con espíritu
nacional y popular: Azuela había publicado Los de abajo en 1915, pero la
difusión de su obra no comenzó verdaderamente hasta 1924. Martín Luis
Guzmán dio El águila y la serpiente en 1928, La sombra del caudillo en
1929, y a partir de estos años siguió el curso de una novelística que crearía
tradición: Rafael Muñoz, José Mancisidor, Nellie Campobello, Gregorio
López y Fuentes, Fernando Robles, Jorge Ferretis, Mauricio Magdaleno,
entre muchos otros. La novela de la Revolución Mexicana se extendió du-
rante casi dos décadas y es una de las coordenadas exteriores (así como
el indigenismo, posterior) en que hay que situar la narrativa de Rulfo.
Pedro Páramo es, en todo o en parte, el retrato de un terrateniente,
y recoge, en sus tramos finales, la incidencia directa de la Revolución
en los hechos novelescos. Mejor sería tal vez decir que muestra cómo el
período revolucionario pasó sin dañar a ciertos grandes latifundios gra-
cias a la astucia con que el poder feudal se manejó para terminar usando
en su provecho al movimiento. Enfrentado a los revolucionarios, Pedro
Páramo decide que la mejor manera de combatir su peligro consiste en
ayudarlos. Prometiéndoles dinero –que nunca entregará– y dando de sus
hombres la misma cantidad de tropas de que en ese momento disponen
los alzados, el cacique mediatiza y utiliza en su favor la fuerza popular,
sin base ideológica, que liberaba en actitudes de violencia el descontento
legítimo y una menos legítima ansiedad de pillaje. En textos como «El
llano en llamas» y «La noche que lo dejaron solo» la Revolución aparece
sin grandes variantes.

« 16 » Colección Prólogos
La respuesta más fácil ubicaría a Rulfo en la postrimería de esta
tradición literaria, pero lo cierto es que ni formal ni temáticamente el
autor continúa sus módulos. La novela de la Revolución parecía haber
encontrado su clausura ya en 1943 con El luto humano de José Revueltas
y en 1947 con Al filo del agua de Agustín Yáñez, donde no sólo nuevas
influencias formales tendían a modernizar el discurso narrativo (en par-
ticular, por la gravitación de autores norteamericanos y europeos), sino
que el tiempo mismo hacía imposible que el espíritu de aquella «novela»
se continuase. En efecto, Revueltas, Rulfo o Yáñez vivieron la Revolución
durante la infancia, por lo que en sus obras aparece (o comienza, en otra
perspectiva, a aparecer) no como el testimonio directo sino como una
visión más comprehensiva, más desapegada, analítica, interpretadora,
del período. La crónica se trueca en interpretación. O, si se quiere un
término menos intelectual, en imagen. Y no puede haber una imagen
completa sino de algo que históricamente ha concluido.
Cuando El llano en llamas y Pedro Páramo se publicaron a media-
dos de la década del cincuenta, México había cumplido un largo camino
desde los inicios de su Revolución y ésta ya estaba institucionalizada
en los mecanismos del poder. Ambos libros aparecen en el período
presidencial de Ruiz Cortines (1952-1958), pero la época ya estaba se-
ñalada por el directo antecedente del alemanismo (1946-1952), que no
sólo adoptó una doctrina desarrollista, también alentó las inversiones
extranjeras y una muy grande centralización estatal. La cultura, al mismo
tiempo, buscaba cauces internacionalistas y absorbía con avidez las in-
fluencias extranjeras que trajeran un poco de aire nuevo a las tradiciones
vernáculas de la literatura; en ese sentido, la Revista Mexicana de Litera-
tura (fundada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo) cumplió en esos
años el papel que en la cultura rioplatense había logrado Sur: insertar la
literatura europea y norteamericana en la tradición nacionalista. Empresa
tan necesaria como peligrosa: si por un lado combatía el provincianismo
mental, corría también el riesgo de enajenarse ante modelos prestigiosos
pero radicalmente ajenos.
Los cuentos de El llano en llamas se ubicaron rápida y equívocamen­
te en el «regionalismo» de la literatura mexicana, pero pronto se advirtió

Jorge Ruffinelli « 17 »
que Rulfo manejaba con soltura y hasta con maestría nuevas estructuras
de narración que nada tenían que ver con las del regionalismo, ni con
el indigenismo (centrado en el más tarde llamado «ciclo de Chiapas»,
con Rosario Castellanos como figura principal), ni con la novela de la
Revolución Mexicana. La novedad que supuso dos años después Pedro
Páramo disipó cualquier duda, y sus primeros modelos aducidos fueron
los norteamericanos, Faulkner en particular. Pero si bien Faulkner parece
presente en algunas técnicas narrativas (el perspectivismo de Absalón
Absalón, por ejemplo) o en algún modelo obvio de personaje (Macario,
del cuento con igual título, es sin duda deudor de Benjy de Faulkner:
El sonido y la furia), las lecturas de Rulfo estaban encaminadas en otra
dirección: ante todo, hacia los novelistas rusos del siglo diecinueve y los
autores nórdicos. Andreiev, Korolenko, Lagerlöff, Björnson, Hamsun,
Sillanpa, Laxness, Ramuz, Giono integran la lista necesaria de los escri-
tores en cuya lectura fue forjándose el estilo de Rulfo. De estos autores
destacaré más adelante al suizo C.F. Ramuz, no sólo porque entre ambos
mundos narrativos hay notables paralelos, sino porque esos paralelos
obedecen a similares bases socioeconómicas del mundo rural que ambos
eligieron novelar. Y porque hay hasta una voluntad de identificación: en
1959 Rulfo le confesaba a José Emilio Pacheco: «Quisiera haber escrito
muchas obras, pero entre tantas una: Derborence, de Ramuz, ese gran
es­cri­tor suizo, tan despreciado, tan desconocido».
Una polémica estéril cruza de vez en cuando la vida literaria mexica-
na: ¿es mejor Rulfo como cuentista o como novelista? Desde 1942, y en
especial desde 1945, cuando publicó algunos cuentos en la revista Pan,
dirigida por él, Arreola y Alatorre en Guadalajara, Rulfo había sido admi-
rado por sus cuentos, y en 1953 la aparición de El llano en llamas confir-
mó su enorme talento. Pedro Páramo fue de algún modo una sorpresa
y múltiples leyendas (peyorativas las más) intentaron acomodarse a la
zozobra y explicar la rutilante originalidad de su estilo, la difícil estructura
de un libro que cruzaba campos temporales y entretejía personajes sin
ninguna concesión didáctica hacia el lector. En una reseña de 1955, Alí
Chumacero reprochaba a Rulfo la «desordenada composición» de la no-
vela y el «adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista

« 18 » Colección Prólogos
y una imaginación dada a lo irreal». Estas observaciones son caracterís­
ticas del primer momento, de la primera consideración de la narrativa
de Rulfo: detrás de la «desordenada composición» fue descubriéndose,
con el tiempo, una equilibrada estructura, una sutil composición, un
orden interno del desorden, que hacen precisamente uno de sus mayores
atractivos.
A cuatro años de publicado, Pedro Páramo ya había destacado su
originalidad y llamado la atención de los críticos más notables. De ahí la
ajustada anotación que en 1959 hizo Alfonso Reyes de la manera rulfia-
na, de su particular estilo, ese estilo y esa manera que lo singularizan en
la historia de la literatura: «Puede considerarse realista la novela de Rulfo
porque describe una época histórica, pero seguramente su valor reside
en la manera peculiar con la que se supo manejar esa historia, donde la
narración lanzada sobre distintos planos temporales cobra un valor sin-
gular que intensifica la condición misma de los hechos. Una valoración
estricta de la obra de Rulfo tendrá que ocuparse, necesariamente, del
estilo que este escritor ha logrado manejar, en forma tan diestra, en su
extraña novela Pedro Páramo».

La actividad literaria de Rulfo anterior a El llano en llamas había sido


escasa y poco difundida. Hacia el 40 publicó «La vida no es muy seria en
sus cosas» en la revista América, y en 1945 una pequeña revista de Gua-
dalajara, Pan, presentó «Nos han dado la tierra» (julio de 1945) y «Macario»
(noviembre del mismo año). Pan, revista mensual durante seis números,
comenzó a aparecer en junio de 1945 bajo la dirección de Juan José Arreo-
la y Antonio Alatorre. Era empresa juvenil, fruto del esfuerzo de un pe-
queño grupo de amigos, y estaba signada, como casi todas las revistas de
su género, por lo efímero; desde el número inicial su «propósito» tomaba
conciencia de este aspecto: «Hacer una revista literaria en Guadalajara es
tarea que ofrece a sus emprendedores más de un triste presagio. El ejem-
plo de las publicaciones que nos han precedido no es ciertamente hala-
gador. Todas ellas, sin contar una sola excepción, tuvieron vida episódica
y señaladamente difícil». La revista se mantuvo con regularidad hasta oc-
tubre de 1945, publicando fundamentalmente textos de sus promotores,

Jorge Ruffinelli « 19 »
Arreola y Alatorre, entre otros de Rivas Sainz, Raissa Maritain, André Mau-
rois, André Rousseaux, Rodríguez Puga, Jean Cocteau, Navarro Sánchez,
López Velarde, Edgar Neville, Paul Valéry, Alí Chumacero, hasta que en
noviembre se anunció el viaje de Juan José Arreola a Francia para estudiar
en el Théâtre de l’Athénée con Louis Jouvet y el propio Juan Rulfo ocupó
su lugar junto a Alatorre en la dirección. En el número 7, Rulfo y Alatorre
abandonaron la publicación y Adalberto Navarro Sánchez se hizo cargo
de ella por poco tiempo más, hasta su fin.
Los primeros textos de Juan Rulfo no pertenecían a la temática rural.
Al contrario, una novela hoy perdida, de la que probablemente proviene
el fragmento conocido como «Un pedazo de noche», intentaba exorcizar
la soledad del joven jalisciense que, como el autor desarraigado de su
Jalisco natal, se enfrentaba a la ciudad de México. Pero el sendero de
Rulfo no estaba naturalmente orientado hacia la novela ciudadana, la que
luego, con mayor pujanza y modernidad, expresaría Fuentes en La re-
gión más transparente (1958). La fidelidad de Rulfo a sus raíces, al medio
en que nació, a los habitantes que transformaría en personajes, estaba
enclavada en las tierras pedregosas de Jalisco. Y con la adustez de ese
paisaje intentó crear un estilo. Rulfo lo ha dicho: la primera novela que
escribió estaba inficionada de «retórica, de ínfulas académicas sin ningún
atractivo más que el esteticado y lo declamatorio»: en una rebelión contra
sí mismo, contra una forma de decir que no sentía como propia, como la
que quería lograr, Rulfo fue «a dar al otro lado», a la aparente y engañosa
sencillez extrema de un estilo.
El cuidado por una forma y el pulimento de un lenguaje al que debía
atención, son notorios en Rulfo, si atendemos por ejemplo a los cambios
de texto surgidos en algunos cuentos entre su publicación original y la
definitiva del libro de 1953, aunque el tratamiento que Rulfo da a su prosa
es deliberadamente esencial, lacónico, «siempre sobre un qué o un cuán-
do», como dice el propio autor. Las versiones de sus cuentos en El llano
en llamas disminuyen el texto siempre, eliminan palabras, popularizan el
lenguaje, sin destruir la estructura ni realizar grandes cambios. Un cuento
breve como «Nos han dado la tierra» tiene más de cincuenta modificacio-
nes cuando se publica en El llano en llamas, y todas atienden a las acti-

« 20 » Colección Prólogos
tudes antes señaladas: suprime frases enteras (como: «¡Tienes que dejar
el llano!, le dice ese viento sabroso a humo»), y los cambios tienden a dar
un mayor sabor popular al lenguaje. Cuando al fin de su larga caminata
por la tierra desértica que el gobierno les ha dado, los personajes llegan
al pueblo, a los ajenos campos fértiles, Esteban, que lleva una gallina
entre sus ropas como única y patética propiedad y compañía, «le desata
las patas para desentumecerla y luego, él y su gallina, desaparecen detrás
de unos tepemezquites. ¡Por aquí me voy yo!, nos dice Esteban». En la
versión de El llano en llamas el texto se altera con una expresión popular:
en vez de que el personaje diga «¡Por aquí me voy yo!», exclama: «¡Por aquí
arriendo yo!», utilizando así una expresión típicamente local.
Los cuentos de Rulfo están repletos de expresiones populares, entre
otros motivos porque en su gran mayoría hay un narrador participante
y ese narrador es uno de sus personajes humildes, un campesino. «Lo
que yo no quería era hablar como un libro escrito, sino escribir como se
habla», ha dicho Rulfo al respecto, y es precisamente esa habla la que
recogen sus libros dando a través de ella, por lo general, todo un univer-
so de humor. Así ingresan los términos populares del habla mexicana:
Macario (en «Macario») dice: «la apalcuachara a tablazos» o «sacarme estos
chamucos del cuerpo»; y en el famoso cuento picaresco que titula «Ana-
cleto Morones» no se pierde oportunidad de poner en expresión de su
personaje Lucas Lucatero, una serie de giros: «¡Viejas carambas! Ni una
siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como flori-
pondios engarruñados y secos. Ni de dónde escoger». Bastaría también
este diálogo desarrollado entre los personajes de «Nos han dado la tierra»
para aquilatar el voluntario y deliberado populismo del lenguaje:
—Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
—¡Es la mía! –dice él.
—No la traías antes. ¿De dónde la mercaste, eh?
—No la merqué, es la gallina de mi corral.
—Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

Ésta es la conducta verbal que Rulfo ha tomado de los novelistas


regionales, un Giono o un Ramuz en particular. También Ramuz, cuyos

Jorge Ruffinelli « 21 »
poemas y novelas (La grande peur de la montagne o Derborence) cap-
turan el habla de los campesinos de Vaud, hacía consciente su actitud
ante el lenguaje, y cuando en 1928 le acusaban de corromper la lengua,
él señalaba en defensa: «J’ai écrit (j’ai essayé d’écrire) une langue parlée:
la langue parlée par ceux dont je suis né». «J’ai essayé de me servir d’une
langue-geste qui continuait à être celle dont on se servait autour de moi,
non de la langue-signe qui était dans les livres».
El aspecto de lenguaje en la narrativa de Rulfo es tal vez el mejor
índice para orientar la lectura en la dirección de los propósitos del autor,
de sus mayores preocupaciones de escritura. La adopción de un len-
guaje popular no indica la mera existencia de un procedimiento realista
ni un afán de verosimilitud: indica, más bien, las tendencias que rigen
su producción narrativa y el modo necesario de leerlo. Rulfo no se des-
prende de la realidad que ha dado origen, temática o estilísticamente,
a su literatura. El laconismo del lenguaje o del estilo es el propio de los
hombres y del medio jalisciense, aunque los transforme como señala
Arreola, aunque con ellos llegue a darnos una imagen magnífica, poética
y monstruosa de ese mismo ambiente y de sus criaturas. La narrativa de
Rulfo registra y recupera, en otro orden que el de la crónica, la historia o
el testimonio, una realidad humana circunscrita a Jalisco.
Tal vez el mejor ejemplo de esto es la transformación que Rulfo hace
del tema padre-hijo. La Revolución Mexicana destruyó miles de vidas,
dejó centenares de huérfanos. Niños que vieron morir a sus padres, niños
abandonados, huérfanos y solitarios. A su vez la estructura feudal del
latifundio multiplicó la población con hijos ilegítimos. Cuando Juan Pre-
ciado encuentra a Abundio al comienzo de Pedro Páramo, éste le dirá:
todos «éramos hijos de Pedro Páramo». El caciquismo, la vida nómada
–que durante años constituyó el único modo de vivir para el mexicano– y
el despoblamiento del campo, entre otros factores, dieron el relieve a un
tema poderoso: la ausencia del padre.
Dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad: «La Virgen (...) es la
madre de los huérfanos. Todos los hombres nacimos desheredados y
nuestra condición verdadera es la orfandad, pero esto es particularmente
cierto para los indios y los pobres de México». Sobre la imagen del Padre:

« 22 » Colección Prólogos
«En todas las civilizaciones la imagen del Dios Padre se presenta como
una figura ambivalente. Por una parte, ya sea Jehová, Dios Creador, o
Zeus, dios de la Creación, regulador cósmico, el Padre encarna el poder
genésico, origen de la vida; por la otra es el principio anterior, el Uno, de
donde todo nace y adonde todo desemboca. Pero, además, es el dueño
del rayo y del látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida». El llano
en llamas y Pedro Páramo ilustran involuntariamente esta ambivalencia
ubicándola en sus seres concretos; pero más allá de una pretendida uni-
versalidad, este desamparo, esta orfandad, esta soledad, como lo dice el
propio Paz, son más ciertos para los indios y los pobres que para los otros
sectores sociales de México; la ausencia del Padre, en su caso, no es sólo
la del progenitor, es también la del Estado, la del sistema que los protege
al mismo tiempo que los expolia.
El tema del padre es algo más que un tema en la narrativa de Rulfo:
es un eje sobre el cual giran sus historias y personajes hasta hacerse
significativos por esa propia imagen, la de una presencia odiada o la de
una nostálgica ausencia. La idea del Estado paternal (la concentración
del poder que se iniciara con Calles en 1924) entra en crisis por la ironía
amarga con que a ella se refiere Rulfo –mediante sus personajes– en
Pedro Páramo o en un cuento como «Luvina». O en «Nos han dado la
tierra», que puede leerse, en clave sociológica y política, como un ale-
gato contra la reforma agraria y la burla que ésta significó para miles de
campesinos.
El narrador de «Luvina», un viejo maestro que monologa casi inco-
herentemente su experiencia ante el «aprendiz» pronto a partir hacia el
infierno del cual él regresó, es claro cuando integra a su desánimo exis-
tencial el provocado por la impotencia individual frente a la injusticia.
«¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobier-
no?», evoca, reconstruyendo el diálogo con los campesinos del lugar: «Les
dije que sí». «También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad». A lo
cual añaden uno de los peores agravios según el mexicano: «De lo que
no sabemos nada es de la madre del Gobierno». La ironía campea en otro
cuento, «Nos han dado la tierra», desde su mismo título, ya que la tierra
otorgada por el Gobierno no es más que árido desierto, una «costra de

Jorge Ruffinelli « 23 »
tepetate» en la que nada puede crecer. Tras una débil protesta ante el de-
legado, los campesinos «beneficiados» sólo obtienen esta respuesta: «Eso
manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que deben
atacar, no al Gobierno que les da la tierra». Burocracia –papeles, oficios,
sellos, inutilidad– y corrupción administrativa son tal vez los males que
Rulfo revela en estos cuentos, mostrándolos con la filosa ironía que de-
trás de la demagogia oficial exhibe la palmaria injusticia dedicada a los
pobres.
El Estado-Padre no es viable sino como una excusa para las propias
clases dominantes. No es socialismo, es burguesía paternalista que or-
ganiza su modo de producción; indios, mestizos pobres, el gran sector
mayoritario de México, obtienen así del Gobierno a un padre que los
abandona aunque viva en la promesa de la protección. El paternalis-
mo estatal es una forma del padre todopoderoso renuente a atender a
sus hijos más necesitados. La figura del Padre, de todos modos, tiene
muchas más variantes que la señalada. Si bien aparece también en un
cuento como «El día del derrumbe» (relata la llegada del Gobernador al
pueblo de Tuxcacuexco después de un derrumbe que ha dejado sin casa
a muchos ciudadanos, y la demagogia de promesas se vuelca sobre los
humildes), hay finalmente otro rasgo que la vincula al tema: el personaje
recuerda con precisión que aquel día era el «veintiuno de setiembre...
porque mi mujer tuvo ese día a nuestro hijo Merencio» y él había llegado
tarde y borracho. La mujer le dejó de hablar porque «la había dejado sola
en su compromiso»: la paternidad está ausente desde el momento mismo
del nacimiento. Y este olvido del padre permanece en los hijos como un
estigma más poderoso que la simple orfandad.
En el final de «El llano en llamas», cuando la vida de bandido parece
clausurarse para el Pichón y éste sale de la cárcel sin futuro cierto, una
mujer que él apenas recuerda lo está esperando. «Tengo un hijo tuyo –me
dijo después–. Allí está. Y apuntó con su dedo a un muchacho largo con
los ojos azorados». Después le aclarará: «También a él le dicen el Pichón.
Pero él no es ningún bandido ni ningún asesino. Él es gente buena». La
figura de la madre intercesora –como Dolores Preciado en relación a su
hijo Juan en Pedro Páramo– aparece muchas veces colocándose entre

« 24 » Colección Prólogos
padre e hijo, en un esfuerzo por evitar que la maldad del padre se trans-
mita a sus criaturas. Una situación opuesta –que de todos modos exhibe
la conflictiva separación de padres e hijos– se da en «No oyes ladrar los
perros», cuento de sugestiva intensidad e imaginación plásticamente su-
rrealista, en que un padre carga en hombros al hijo agonizante, mientras
le recrimina la conducta delictiva que lo ha llevado a su desgracia.
La necesidad de encontrar nuevamente el afecto negado del padre
conduce trechos enteros de El llano en llamas y, más claramente, el
inicio de Pedro Páramo. También el desamor y la frialdad expresiva no
sólo parecen corresponder a un hieratismo de raíz indígena y mestiza,
característico de todos los personajes de Rulfo, y, más ampliamente, del
campesino de Jalisco, sino también a la situación básica que separa al
padre –frío, inexpresivo, «machista»– de los hijos que procrea casi sin
desearlos.
El cuento que tal vez mejor ilustra esta situación es «Diles que no me
maten». En él, un viejo que debe un antiguo asesinato y cuyo fusila­miento
es inminente, le ruega a su hijo interceder ante el coronel. No sabe aún
que ese coronel es a su vez hijo de la víctima que él asesinara treinta y
cinco años antes. Pero su propio hijo, con razón, no quiere ir: lo recono-
cerían como hijo del condenado y lo matarían a él también. La cobardía
del hombre viejo, convertida en la astucia que le ha permitido sobrevivir,
aunque míseramente, durante tantos años, busca acomodo para salvarle
la vida a costa de engañar al hijo con falsos argumentos. «Pero si de per-
dida me afusilan a mí también», le pregunta el muchacho, «¿quién cuidará
de mi mujer y de mis hijos?». «La Providencia, Justino», contesta el viejo
taimado. «Ella se encargará de ellos».
Esta conducta puede atribuirse a la desesperación del hombre por el
miedo a morir, pero el sacrificio de su propio hijo señala algo que va más
allá de la situación: va al desafecto humano.
La orfandad real o meramente afectiva es siempre un conflicto car-
dinal para los personajes de Rulfo. Dentro de ese continuo movimiento
agónico de sus criaturas y la necesidad de respaldarse en el pasado, en
la tradición, en una familia, la orfandad es un desarraigo drástico, exis-
tencial, del hombre mexicano. Al comienzo de Pedro Páramo aunque

Jorge Ruffinelli « 25 »
la madre de Juan Preciado exige de su hijo una venganza, los términos
no son claros. ¿Acaso «Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio...
El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro» no es precisamente
afecto? ¿Y cómo se «cobra» el afecto? La ausencia del amor paterno des-
arraiga, arranca al ser de la tierra, no lo deja afincarse. Esta idea aparece
dos veces en los cuentos de El llano en llamas y tiene claramente una
importancia capital en el mundo afectivo de Rulfo. En «¡Diles que no me
maten!», el coronel recapitula lo que ha sido su vida: «Guadalupe Terreros
era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto.
Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos
para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó». En «La herencia de
Matilde Arcángel» el conflicto padre-hijo está expuesto en sus términos
más crudos: la muerte de la madre –mientras intenta proteger al hijo en
la caída de un caballo– es para siempre atribuida, por el padre, a aquel
niño inocente. El hombre, vencido por la irracionalidad de los hechos
que no puede comprender, vende todas sus propiedades y las va convir-
tiendo en alcohol, con un odio cerril hacia el muchacho, como si tuviera
el propósito de que «no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse
para vivir». El final de este cuento permite al lector concebir el parricidio
que Pedro Páramo retomará poco después como la contracara del olvido
paterno: rebeldes y fuerzas del gobierno se oponen, en uno de tantos
momentos de la historia mexicana, como se oponen padres e hijos. El
hijo, precisamente al término de un combate, regresa cabalgando en
ancas de su propia montura, «con la mano izquierda dándole duro a su
flauta, mientras que con la derecha sostenía, atravesado sobre la silla, el
cuerpo de su padre muerto». En «Paso del Norte», finalmente, padre e hijo
se oponen en las recriminaciones recíprocas: el hijo reprocha el abando-
no desde la más incauta edad («Me puso unos calzones y una camisa y me
echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta...»), pero el
padre acusa la misma actitud de abandono por parte de los hijos («Cuan-
do te aletié la vejez aprenderás a vivir, sabrás que los hijos se te van, que
no te agradecen nada; que te comen hasta tu recuerdo»). No podría ser
más clara esta polaridad, que en el fondo no hace sino descubrir la misma
situación: la soledad.

« 26 » Colección Prólogos
Otra de las líneas matrices de la narrativa de Rulfo la constituye la
idea-imagen de la muerte, con las diversas formas que ésta tiene para
expresarse y constituir el universo ideológico de los cuentos y la novela.
La noción de la muerte y los sentimientos y mitos en torno suyo no se
corresponden, en los pueblos mexicanos de honda raíz indígena, sólo
con la cultura cristiana sino con el sincretismo de ésta y las concepciones
prehispánicas. Para el indígena, alejado de la modernidad española, no
existe infierno ni paraíso, como tampoco una frontera nítida entre la vida
y la muerte. No hay tampoco el temor cristiano al morir, que es temor al
castigo, pero sí el profundo sentimiento de la culpa y al mismo tiempo
su contraste, la ausencia de una conciencia moral, la posibilidad del ase-
sinato frío y tan natural como una necesidad del cuerpo o del espíritu.
Un breve inventario de situaciones nos colocaría en el vórtice de estos
conceptos y sentimientos, haciéndonos apreciar la importancia que tiene
la muerte en la narrativa de Rulfo.
Sujeto a un mundo conflictual, Macario, en el cuento de igual título,
vive los temores que implanta en él la Iglesia, y así une la superstición
con las ideas de la vida posmortem. Sentado junto a una alcantarilla,
esperando a que salgan las ranas ruidosas para matarlas a golpes, su
acto idiota revela una impecable estructura lógica: si no estuviera allí las
ranas despertarían a su madrina y ésta, furiosa, pediría a los santos que
enviaran al pobre Macario «derechito al infierno». Macario trata de evitar
este peligro a toda costa porque, de ejecutarse la amenaza, supondría
no pasar por el purgatorio y no «ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá,
que es allí donde están». El angustioso y patético motivo de la orfandad se
muestra aquí, junto con el concepto de la muerte, diseñando un curioso
sincretismo de religión cristiana y supersticiones populares. «A los grillos
nunca los mato», señala en otro momento Macario. «Felipa dice que los
grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan
los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que
se acaben los grillos el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas
y todos echaremos a correr espantados por el susto».
«Luvina» da una clara imagen de los pueblos deshabitados del centro
de México. Si en «La Cuesta de las Comadres» se nos señala ese fenómeno

Jorge Ruffinelli « 27 »
como una especie de desaparición constante de sus habitantes, los que
se quedan en «Luvina» expresan firmes razones para hacerlo: «Si nosotros
nos vamos ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no
podemos dejarlos solos». Luvina es una imagen cargada de sentido, y el
primer paso, el umbral, de lo que sería Comala en Pedro Páramo. En su
descripción se indica la inmovilidad del tiempo («como si se viviera en la
eternidad»), o se utilizan metáforas («es el lugar donde anida la tristeza»),
en una actitud notoriamente poética, entendiendo lo poético en la línea
de un romanticismo gótico que se va a dar plenamente, sin la mediación
de la metáfora, en Pedro Páramo. Y esa voluntad poética está toda ella
dedicada a elaborar una imagen de la muerte. Luvina, para el narrador,
«es el purgatorio», y lo que le augura al joven profesor que se apresta a
viajar allá, es una descripción inequívoca de lo luctuoso, de lo que ya no
tiene vida: «Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran
muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío
como si fuera una corona de muerto...».
La muerte es una presencia constante en la narrativa de Rulfo. El
sueño, en el cuento «En la madrugada», es un abandonarse, un entregarse
«a la muerte»; en «La noche que lo dejaron solo» el personaje se duerme
en el camino, exhausto, mientras los demás continúan su marcha; al día
siguiente el rezagado verá a sus acompañantes ahorcados por las fuerzas
federales mientras los soldados esperan a que llegue «el otro» –él–, para
matarlo. En «No oyes ladrar los perros» el hombre carga sobre los hom-
bros a su hijo herido mientras le reprocha, cansina y morosamente, por su
vida de bandido; la oscuridad de la noche y las manos del hijo, agarrota-
das sobre su cuello y sus oídos, le impiden ver o escuchar a los perros que
indican la proximidad del pueblo. Por eso, al llegar finalmente, continúa
reprochando, pero esta vez al hijo muerto: «¿Y tú no los oías, Ignacio?
No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza». El relato picaresco de
«Anacleto Morones» quiere ocultar –para revelar al final con el tono del
«humor negro»– la realidad cruda de un asesinato; el que cometiera Lucas
Lucatero con el santero Anacleto Morones, quien finalmente reposa en
paz bajo un montón de piedras: «No te saldrás de aquí aunque uses de
todas tus tretas». Sea con fuertes ramalazos de ese humor negro, sea con

« 28 » Colección Prólogos
escueto patetismo, sea con la imagen del remordimiento, siempre la
muer­te y la violencia habitan estos cuentos.
Si en todos los ejemplos aducidos la muerte es pulsada en tonos di-
versos, cuentos como «La Cuesta de las Comadres», «El hombre» y «Talpa»
nos enfrentan a los extremos de la frialdad emocional y de los infiernos
de la venganza y la culpa. En «La Cuesta de las Comadres» el narrador
expresa claramente que él era muy buen amigo de los Torricos, pero su
relato, gracias al cual sabremos paulatinamente que los acompañaba en
robos y depredaciones de la comarca, nos muestra también la frialdad
con que termina por matar a uno de dichos hermanos. La descripción de
ese momento es ejemplar en la narrativa de Rulfo: la falta de una con-
ciencia moral y hasta de mínimas emociones, encuentran en el cuento su
mejor expresión. Para zanjar una discusión que parece ponerlo en peli-
gro, el narrador sólo ejecuta un acto más, sencillo y limpio, entre los que
realiza comúnmente (coser costales): «Al quitarse él de enfrente, la luz
de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal.
Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en
aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté
la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se
la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé». Lo que podría leerse como
un crimen brutal, un asesinato pasional de los que no hay pocos en la
historia policial del campo mexicano, se transforma aquí en un gesto casi
neutro, identificable a los actos vulgares del trabajo. El narrador continúa
relatando, con su típica imperturbabilidad, que la lástima, único senti-
miento que parece moverlo, lo obliga a terminar su acto: «Por eso apro-
veché para sacarle la aguja de arria del ombligo y metérsela más arriba,
allí donde pensé que tenía el corazón».
Esta frialdad desaparece en «El hombre» o en «¡Diles que no me
maten!» para sustituirse por una pasión elemental: la venganza. «El hom-
bre», hábilmente estructurado en tres perspectivas fundamentales (la del
«hom­bre», la de «el que lo perseguía» y finalmente la de un testigo), narra
la persecución de un asesino por el hombre a cuya familia aquél ultimó.
La alternancia de las secuencias, los sucesivos retrocesos temporales, los
monólogos y las descripciones del esfuerzo de la cacería (el del uno por

Jorge Ruffinelli « 29 »
huir, el del otro por alcanzar a su presa) crean un tempo narrativo parti-
cular, lleno de suspenso, cuya imagen final concentra la tensión en un
«detalle» muy expresivo: «Primero creí que se había doblado al empinarse
sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza», dice el borreguero
que encuentra su cadáver. «Hasta que le vi la sangre coagulada que le
salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran tala-
drado». Esta imagen final asume en sí el motivo de la venganza y es sufi-
ciente para «imaginar» el odio del cazador al alcanzar a su víctima. Otro
cuento de Rulfo termina de igual manera; en «¡Diles que no me maten!»
Juvencio Nava, condenado al fusilamiento, descubrirá que el coronel que
lo ha apresado es el hijo de su víctima. La violencia del relato no reside
en el simple hecho del ajusticiamiento, sino en la imagen epilogal con
que el relato se clausura y que identifica justicia con venganza personal:
«Tu nuera y tus hijos te extrañarán», le dice al hombre muerto su propio
hijo, mientras sujeta el cadáver encima del burro y le cubre la cabeza.
«Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha
comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por
tanto tiro de gracia como te dieron».
«Talpa», en cambio, es la historia de un crimen, y a la vez, del profun-
do sentimiento de culpa que lo sigue. En nítido estilo confesional (estilo
que caracteriza varios relatos de Rulfo: «En la madrugada», «Macario», «Lu-
vina», etc.), el narrador cuenta cómo él y Natalia forzaron a Tanilo a hacer
un viaje agónico hasta Talpa para pedir a la Virgen que lo mejorara de su
enfermedad. Esa peregrinación se convierte en un viacrucis y la astucia
torturada de los dos personajes (mujer y hermano de la víctima) toma el
sentido de una intencionalidad criminal pero llena de remordimiento.
Como en «Anacleto Morones», la víctima es finalmente enterrada con pie-
dras encima, cuyo peso, en directa relación con el sentimiento culposo,
pretende que de esa tumba no salga ni siquiera el ánima del muerto.
Todos estos cuentos hicieron que se hablara de un estilo tremendista
en Rulfo, que se advirtiera el intento de sacudir al lector con crímenes
brutales. Lo cierto es que si esos episodios existen nunca son narrados de
una manera brutal: la estilización que como tratamiento recibe la muerte
es tan notoria como los hechos mismos: en «La Cuesta de las Comadres»

« 30 » Colección Prólogos
toda la tensión del crimen está adelgazada por dos elementos sencillos
pero fundamentales: el victimario carece de saña y el gesto de matar a
su amigo es el mismo de coser un costal. El otro elemento, muy común
en la prosa rulfiana, lo proporcionan las figuras del lenguaje (como la
comparación y la metáfora) con una de las cuales se termina por diseñar
ese momento: «dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y
luego se quedó quieto». En otros relatos también referidos, la muerte está
elidida: «¡Diles que no me maten!» y «El hombre» son ejemplos. En otras
palabras: el tremendismo, al que peligra constantemente caer Rulfo dada
la bárbara acción de sus personajes, desaparece gracias a un sutil y magis-
tral estilo de narración que está tan lejos del regodeo en la violencia como
de mentir, por el prurito de suavizar, la dura vida del campo mexicano.
La compasión del autor por sus personajes –y a través de ellos, por
los habitantes de Jalisco, por sus modelos originales– es sin duda más
clara en cuentos como «Es que somos muy pobres» o «Nos han dado la
tierra», en que la extrema pobreza de los personajes parece significar una
condición última, desnuda, del hombre, su condición más elemental, y
no obstante están diciendo a la vez de su situación terrena, social, en un
mundo que decididamente no pertenece a los pobres.
De ahí que una verdadera lectura de El llano en llamas esté entre
dos instancias: la que les da origen y hacia la que se dirigen. Si los cuen-
tos alcanzan una significación universal como imagen de la condición
desdichada, desolada, del hombre, hay que reinsertar esa condición en
los hombres concretos que el narrador ha elegido contar: campesinos
y hombres de pueblo, sectores productivos o marginales de la pobla-
ción que, merced al expolio de un sistema, nunca se benefician de su
propio trabajo. En el caso de Pedro Páramo los personajes ascenderán
en la escala social, pero la soledad de Pedro Páramo no es igual a la de
los humildes seres de Comala. En su caso, como en un díptico, Rulfo ha
querido mostrar la contracara de la explotación feudal, la barbarie del
poder y finalmente su ínsita decadencia.

Pedro Páramo ha sido leída en diversos registros, pero coincidiendo


casi siempre en una misma reducción temática: ¿de qué trata la novela?

Jorge Ruffinelli « 31 »
De la búsqueda del padre por un hijo. En realidad, sólo la mitad de la
novela corre por los andariveles de este motivo literario; Pedro Páramo
es también una historia de amor, apasionada y romántica como Cum-
bres borrascosas de Brontë; es una historia de muertos y fantasmas en la
misma línea gótica de la novela del siglo XVII; es un breve retablo familiar
con una historia de venganza; es un fresco miniaturizado del período
revolucionario en México; es la fábula de un poder que se estre­lla contra
el destino, a la manera del Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Las múltiples
historias, las suertes variadas de sus personajes, parecen incluirse unas
a otras como las famosas muñecas chinas [sic], merced a una estructura
narrativa tan singular que si apenas publicada parecía confusa y desor-
denada, hoy admira por su endiablada sutileza, por la perfección de su
diseño.
La maestría o la intuición que guió a Rulfo en ese diseño puede ad-
vertirse, desde el comienzo, en un rasgo significativo. Un año antes de
aparecer Pedro Páramo, la revista mexicana Las Letras Patrias publicó
en su primer número un texto titulado «Un cuento» que no es más que el
comienzo de la novela. Apareció en 1955, fechada en 1954, y, curiosa-
mente, da como «Bibliografía» del autor sus dos libros, El llano en llamas
y Pedro Páramo. Este texto, «Un cuento», abriría luego, con leves pero
importantes modificaciones, Pedro Páramo. «Fui a Tuxcuacuexco», dice
en su comienzo, «porque me dijeron que allí vivía mi padre, un tal Pedro
Páramo. Mi madre me lo dijo. Entonces le prometí que iría a verlo en
cuanto ella muriera. Le apreté las manos en señal de que lo haría; pues
ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo». En Pedro
Páramo, Tuxcuacuexco (el mismo pueblo que se menciona en «El día
del derrumbe») se ha convertido en Comala y la perspectiva del narrador
se ha modificado completamente: ya no dice «Fui a Tuxcuacuexco» sino
«Vine de Comala»; ya no dice «le prometí que iría a verlo» sino «le prometí
que vendría». Las modificaciones no son de detalle, sino que lo cambian
todo: la necesidad de crear una atmósfera y de envolver paulatinamente
al lector en ella haciéndolo vivir las mismas peripecias que sus persona-
jes, se hace notoria, deliberada, en la novela.
Si nos preguntamos cuál es el rasgo distintivo de Pedro Páramo,

« 32 » Colección Prólogos
su originalidad mayor, aquel cimiento que la distingue incluso de los
cuentos de El llano en llamas, no cabe duda que ese elemento es la ins-
tauración de una atmósfera, en la que cooperan el tiempo reversible y
anulable, la noción de las ánimas en pena que habitan la tierra igual que
los vivos, o la muerte que en vez de ser el resultado de la violencia de los
hombres, es aquí el ahogo y la asfixia producida por los «murmullos» de
los muertos, es decir por el relato mismo.
La atmósfera en que se desarrollan las historias de Rulfo es sensible­
mente diferente ya se trate de los cuentos violentos de El llano en llamas
o de la realidad-fantástica de Pedro Páramo. La diferencia puede adver-
tirse mejor donde ambos libros se unen: en el cuento «Luvina». En «Luvina»
el narrador-personaje da a su relato un tratamiento particular, buscando
el efecto sobre su interlocutor, pero no se aparta de los cánones del
realismo. En cambio, Pedro Páramo desplaza el nivel narrativo hacia la
connotación: no vive en el significado inmediato de los hechos, ni en
los más cercanos, sino, a menudo, en los más distantes y ambiguos (el
episodio de los hermanos incestuosos es el que mejor instaura la ambi-
güedad y un lenguaje simbólico y rico en alusiones sin una significación
unívoca). En otras palabras: las nociones de tiempo y lugar estallan, en
Pedro Páramo, como en un juego ilusorio, y el rearmado a un código
familiar, tranquilizador, es para el lector la salida más próxima aunque
también la más pobre.
Que la creación de una atmósfera extraña, sugestiva, es deliberada
en los relatos de Rulfo, puede comprobarse en su técnica de contrastes,
tan rica en «Luvina» como en Pedro Páramo. En «Luvina», mientras el
hombre relata su experiencia al joven que lo sucederá, describiéndo-
le la deprimente naturaleza de aquel pueblo, los niños «juegan en el
pequeño espacio iluminado por la luz», y los comejenes rebotan en la
lámpara y se escucha el «sonido del río» humedeciendo, en su creciente,
las ramas de los árboles. Paralelamente, en Pedro Páramo, cuando Juan
Preciado llega al pueblo fantasmal y solitario que es Comala, recuerda
que «todavía ayer» en Sayula había visto revolotear a las palomas, había
escuchado los gritos de los niños, mientras ahora, en el ahora de su re-
lato, «estaba aquí en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre

Jorge Ruffinelli « 33 »
las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas
huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol
del atardecer».
Si nos preguntamos a qué obedece esa tendencia –a una voluntad
impresionista, a una sensibilidad turbada que todo lo ve de manera som-
bría o a un resurgimiento gótico–, tendremos que advertir que Pedro Pá-
ramo, incluso en su primera mitad, es el relato de un muerto; a partir de
esta comprobación –así como de la creación de una atmósfera peculiar
en que aparecen y desaparecen extrañas mujeres envueltas en oscuros
sarapes– podría inscribirse la novela en un género que pervive a través
de la literatura fantástica: el relato terrorífico.
Incluso entonces, sin embargo, es posible una lectura mucho más
realista y documental, como señalamos antes. Y es que Luvina, como
Comala (o Tuxcuacuexco), es ejemplo palmario del campo mexicano
que en pleno siglo XX sufre los mayores desplazamientos demográficos
para constituir un proletariado campesino aherrojado a los cinturones de
las grandes ciudades. Pedro Páramo o El llano en llamas no testimonian
este aspecto pero dan de él –no importa si es su propósito principal o
no– una imagen. No por azar, los personajes rulfianos pueden suscribirse
a dos categorías extremas y casi intercambiables: los que se quedan para
siempre en el lugar donde nacieron, y los que se marchan de ese sitio,
también para siempre.
El texto «La Cuesta de las Comadres» da cuenta del segundo aspecto:
«... de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido
deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guar-
daganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no
volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo». El narrador de «Luvina»
explica una situación semejante: «En Luvina sólo viven los puros viejos
y los que todavía no han nacido, como quien dice... Los niños que han
nacido allí se han ido... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como
quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desapa-
recen de Luvina». ¿En qué se transforma, entonces, este hecho sencillo y
explicable? En imágenes. «Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza»,
señala el narrador haciendo un claro uso de la metáfora. Y luego: «Aque-

« 34 » Colección Prólogos
llo es el purgatorio». O, también: «... lo que llegué a ver, cuando había luna
en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre».
Considerando esta alquimia literaria –la transformación de los he-
chos en significaciones, o en símbolos que nos remitan en su entramado
a una realidad poética–, se han mencionado muchas veces, como in-
fluencias literarias de Rulfo, autores como William Faulkner, Jean Giono,
C.M. Ramuz; el primero tal vez por sus técnicas: el perspectivismo que
destruye cualquier noción monolítica de lo real, el monólogo interior
que no sólo revela en forma directa el torrente del pensamiento sino las
maneras ideológicas de estar ante la realidad. La narrativa de Giono y
Ramuz acerca a Rulfo a una temática y a una sensibilidad rural, con tonos
eglógicos, líricos y trágicos: del mismo modo que el francés Giono y el
suizo Ramuz encarnan y reflejan con propiedad la vida montañosa, cam-
pestre, no sólo en su faz descriptiva sino ante todo en la anímica de los
personajes, Rulfo parece hacerlo respecto de los campesinos jaliscienses,
como un fiel exponente de ese mundo. En rigor, la narrativa de Juan
Rulfo se alimenta de la realidad de Jalisco como también se alimenta de
una tradición literaria; la o las que entroncan en el cruce moderno de las
literaturas extranjeras y el venero realista nacional.
Podría hacerse, a modo de ejemplo, una lectura comparativa entre
Pedro Páramo y Derborence, la novela de Ramuz publicada en 1936. En
ésta, por ejemplo, al igual que en los pueblos deshabitados de Rulfo, la
gente en edad adulta se ha marchado dejando detrás de sí la desolación
y el silencio: «Delante de las casas no había nadie, pero detrás, en la ca-
llejuela, constantemente iban y venían mujeres con el rastrillo al hombro,
muchachitas con cubos de agua, y solamente uno o dos hombres, pues
éste es el pueblo estival de donde casi todos los que tienen la edad o la
fuerza parten para la montaña, no quedando más que los lisiados, los
demasiado viejos, los demasiado pobres y los idiotas». Más adelante se
reitera este fenómeno: «En verano casi no hay vacas en el pueblo y, ade-
más, muy pocos hombres válidos: es un pueblo de cabras, de mujeres, de
niños y de viejos». Tal vez la mayor similitud con Pedro Páramo radica en
que esa paulatina desaparición de los habitantes ha acabado por afantas-
mar al pueblo: «... están vivos y no están en la vida: están aún en la tierra

Jorge Ruffinelli « 35 »
y no son de la tierra... Salen, porque nos necesitan: quizás nos ven y nos
reconocen, aunque no sean más que un poco de aire... Tal vez hay uno
por ahí y está enfadado conmigo... No tocan el suelo porque no tienen
peso. No hacen ningún ruido; son como el humo, como una nubecilla;
cambian de sitio como quieren».
Las supersticiones (del país de Vaud en Ramuz; de los desiertos ja­
lis­­ciences en Rulfo) sirven a ambos narradores para componer una te-
mática poética: la de las ánimas en pena, la de los muertos queridos –e
inqueridos– que vagan por la superficie de la tierra sin hallar acomodo a
sus huesos, como si se concretaran en esas supersticiones (y en la litera­
tura que las absorbe y las transforma en imagen) los remordimientos, los
sentimientos de culpa, el sufrimiento de existir.
A una mezcla de supersticiones y religión, de cristianismo y resabios
de concepciones prehispánicas, hay que atribuir en gran medida la com-
posición fantasmal –por no decir fantástica– del mundo de Juan Rulfo. La
imagen poética lograda al fin está basada en elementos muy concretos de
la comunidad mexicana de la que ha salido el autor, de la que han salido
sus personajes y sus temas, y a la que vuelve con referen­cias muy claras.
Así por ejemplo, la idea de la vida de los muertos es no sólo un motivo
literario que viene de la antigüedad; en el caso de Rulfo obedece a las
creencias prehispánicas que, venciendo la fuerza del sincretismo cristia-
no, no distinguen entre vida y muerte como la concepción occidental lo
hace. En otros temas –el paraíso: Comala en los ojos de Dolores Precia-
do– hay que acudir a esa civilización judeo-cristiana para confirmar su
presencia, no en la idiosincracia ni en la ideología del pueblo mexicano
sino en la superposición de una cultura religiosa más fuerte.
En este sentido, y ateniéndonos a afinidades literarias, no puede
olvidarse al irlandés J.M. Synge, con cuya obra teatral Riders to the Sea
guarda Pedro Páramo algunas equivalencias notables. También Synge,
al escribir sobre los criadores de caballos en las costas de Irlanda, asume
una deuda con su medio, con el entorno, con los habitantes físicos del
lugar y con las creencias de éstos. Si su obra parece recalar en la fantasía,
es ante todo porque se ha alimentado de un venero popular que él trans-
forma en literario apoyándose también en la tradición culta: «Durante

« 36 » Colección Prólogos
mucho tiempo sentí que la poesía era de dos especies, grosso modo, la
poesía de la vida real –la de Burns y Shakespeare y Villon– y la poesía
de los ámbitos de la fantasía –la de Spencer, Keats y Ronsard–. Esto es
bastante obvio, pero lo más alto en poesía se alcanza cuando el soñador
penetra en la realidad o cuando el realista se evade de ella. De todos
los poetas, los mayores poseen ambos elementos, es decir que están
totalmente comprometidos con la realidad y sin embargo, en la ampli-
tud de su fantasía, constantemente superan lo que es simple y vulgar»,
decía Synge. Muy probablemente es lícito asociar algunas imágenes de
la fantasía rulfiana con antiguos antecedentes literarios: el motivo del
caballo errante de Miguel Páramo, que Dorotea continúa escuchando
galopar en la llanura, desde la tumba, parece salir de un cuento gótico
de Poe («Metzengerstein»), pero su génesis se ubica tanto en este terreno
de la tradición literaria como en el del folclore mexicano. La raíz folcló-
rica es tan fuerte en Rulfo como en Ramuz o en Synge. En Riders to the
Sea (1904, traducida al español por Juan Ramón Jiménez en 1920) existe
también el motivo del caballo y del aparecido. En este caso el muerto,
cuyo nombre es Michael (equivalente al Miguel de Pedro Páramo), se le
aparece a su madre en una imagen episódica de propuesta surrealista,
tan marcado es su ritmo lento, onírico, salmodiado. En la obra de Synge
existe una atmósfera semifantástica, como la de Pedro Páramo, y es una
atmósfera que le debe mucho a la naturaleza misma de esos pueblos
del oeste de Irlanda que viven del comercio equino, y en los cuales el
motivo y la imagen del caballo, como en el medio rural de Rulfo, se da
de manera espontánea, sin mayor significación. La «significación» social
que diferencia una y otra obra estaría en el hecho de que el caballo de
Miguel lo distingue como señor, ya que campesinos y arrieros usan mulas
para el tránsito y el trabajo.
Dentro de la creación de una atmósfera fantástica, el silencio «que
se escucha» es uno de sus elementos principales. En El llano en llamas
se da el siguiente diálogo: «—¿Qué es? –me dijo. —¿Qué es qué? –le
pregunté. —Eso, el ruido ese. —Es el silencio. Duérmete» («Luvina»).
En Derborence de Ramuz se entrega la misma imagen: «El silencio de la
alta montaña... Si se aguza el oído, sólo se oye que no se oye nada». En

Jorge Ruffinelli « 37 »
este silencio sepulcral de la novela, no obstante, lo que no se oye son
sonidos humanos o ruidos de la naturaleza, porque precisamente los
indicadores de las presencias fantasmales son los murmullos. En «Luvi-
na», otra vez, lo que la mujer escucha es «como un aletear de murciéla-
gos en la oscuridad». Esta imagen, la de un «murmullo sordo», es luego
capitalizada en Pedro Páramo para señalar la presencia de las mujeres
–ahora muertas– con sus rebozos negros, moviéndose y desapareciendo
en el aire quieto hasta formar una atmósfera asfixiante: «Me mataron los
murmullos», dice Juan Preciado a Dorotea, después de morir. «Aunque
ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya
no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me
reventaron las cuerdas».
Los murmullos (uno de los títulos originales del libro, antes del de­
finitivo) demuestra la importancia dada a la atmósfera, como el título
Pedro Páramo la da a uno de sus principales personajes. Alguna vez
Rulfo negó que Pedro Páramo fuese el personaje central del libro: ése lo
encarna «el pueblo», Comala, junto a la hacienda llamada Media Luna, y
tan dependiente de ella como los caseríos o pueblitos mexicanos de las
grandes estancias feudales. Como tantas veces sucede en la literatura,
probablemente el libro de Rulfo se originó en la vivencia de esos pue-
blos deshabitados del campo de México, pero la formulación novelística
superó la imagen original y la desvió hacia las historias personales de
sus varios protagonistas. De ahí que quepa preguntarse si Pedro Páramo
es una novela de atmósfera o de personajes, si puede considerarse el
equivalente culto del famoso corrido jaliscience El ánima de Sayula o es
una moderna Telemaquia: la búsqueda del Ulises Padre por el Telémaco
Hijo, para vengar antiguos agravios o, al contrario, para dar solución a
su orfandad conflictiva.
Lo que nos llama la atención en Pedro Páramo está en su atmósfera
pero también está en la serie de historias que se entrecruzan en el relato
configurando su trama novelesca. El aparente caos narrativo, la imagen
de mosaico que nos da en un principio, revela de pronto una sutil y casi
perfecta estructura en la que si a veces no hay nexos obvios para el lector,
tampoco hay contradicciones. La narración final orquestada en las suce-

« 38 » Colección Prólogos
sivas unidades narrativas –suerte de «fragmentos» de una totalidad– no
depende de las relaciones causales de la novelística tradicional, y muchas
veces ordena las partes de su discurso por asociaciones de ideas o por
imágenes (la imagen de la lluvia que une los recuerdos y episodios de la
infancia de Pedro Páramo sería un ejemplo). Sus leyes son otras que las
de la novela realista, pero ello no quiere en ningún momento decir que
carezca de leyes. Hay que encontrárselas.
A las varias preguntas anteriores sobre Pedro Páramo no puede sino
contestarse afirmativamente. La existencia misma de las preguntas indica
su realidad: algún rasgo principal del libro las alude, las señala, las justi-
fica. El gran énfasis puesto por la crítica sobre el motivo de la búsqueda
del Padre obedece al hecho de que ese motivo introduce al lector en
el libro y pauta la entera actividad de uno de sus personajes capitales:
Juan Preciado. Pero una segunda mitad de la novela (si la dividiéramos,
como parece legítimo hacerlo, en dos partes) olvida prácticamente a
Juan Preciado y se concentra en las historias individuales y alternadas de
otros personajes igualmente importantes: el Padre Rentería en el vórtice
de un conflicto (que no fue sólo suyo sino de muchos sacerdotes duran-
te la Revolución) entre el poder terrenal y la representatividad divina;
Miguel Páramo viviendo disipadamente la violencia, marginal a toda ley
o normalidad, tras los pasos de su padre; el propio Pedro Páramo y su
esfuerzo por conseguir lo único que su inmenso poder no alcanza: el
amor de una mujer, esquiva en su locura y en la fidelidad enfermiza al
marido muerto; Susana San Juan, contrapartida de Pedro Páramo, amada
inmóvil e inalcanzable, viviendo en los meandros traumáticos de un
ambiguo incesto y en el febricente recuerdo erótico de su esposo. Per-
sonajes menores llevan asimismo su dolor a cuestas: Bartolomé el viudo,
Dorotea la estéril, Damiana la sirvienta fiel y frustrada, Abundio el hijo
abandonado –uno más– del señor feudal. Todos ellos son figuras en un
paisaje, figuras que, al margen de su importancia individual en la trama,
se destacan entre la masa anónima del pueblo. El pueblo, a su vez, sólo
aparece directamente en algunos diálogos anónimos, o como referente
del odio de Pedro Páramo cuando a la muerte de Susana San Juan, en ré-
plica airada a los redobles de muerto que se extienden hasta los pueblos

Jorge Ruffinelli « 39 »
vecinos y terminan por convocar a fiesta, jura: «Me cruzaré de brazos y
Comala se morirá de hambre».
Precisamente ese abandono de Comala por Pedro Páramo equivale
al abandono del hijo por el padre, de Juan Preciado por Pedro Páramo,
y también de los humildes campesinos por el Gobierno en varios cuen-
tos de El llano en llamas. La orfandad, y como réplica, la búsqueda del
Padre, parecen trazar una línea directa que recorre toda la novela. En el
ejemplo de los tres hijos nombrados en ella –Juan, Miguel y Abundio–,
esta situación puede ilustrarse paradigmáticamente.
El cacique político y neofeudal que es Pedro Páramo actúa en las
tierras de la Media Luna, su hacienda, así como en Comala, con la impu-
nidad que le confiere el poder. «Toda la tierra que se puede abarcar con la
mirada», dice el arriero Abundio en uno de los primeros pasajes. «Es de él
todo ese terrenal». Y añade: «El caso es que nuestras madres nos parieron
en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo». En la estructura
patriarcal de esta economía rural, la promiscuidad del cacique engendra
hijos por doquier, convierte a las niñas en madres precoces y se precia de
una prepotencia machista tolerada por esa misma ordenación social. De
todos modos, si bien en la novela se alude a los muchos «hijos de Pedro
Páramo», sólo aparecen tres como personajes: Juan, Miguel y Abundio,
y a esos tres hay que limitarse forzosamente cuando se habla de los hijos
de Pedro Páramo.
Separadas sus vidas entre sí, imponen de todos modos a la novela su
diseño particular: una historia de orfandad, abandono paterno, rebeldía
y, finalmente, parricidio.
El comienzo de Pedro Páramo nos reserva un engaño: el de la am-
bigüedad. Célebre es ese inicio, en que Juan Preciado informa: «Vine a
Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo».
Sólo mediada la novela sabremos que el interlocutor de Juan Preciado
no somos nosotros los lectores sino Dorotea, que él está ya muerto cuan-
do inicia su relato y que ambos dialogan en una tumba, enterrados. El
comienzo de Pedro Páramo instaura la razón básica del viaje pero no
sus motivos: la explicación «porque me dijeron...» es un falso indicio,
que oculta precisamente la necesidad de otras preguntas y la obligación

« 40 » Colección Prólogos
a otras respuestas. Por ejemplo: ¿por qué buscaba Juan Preciado a su
padre? La primera respuesta sería demasiado sencilla y se cubre de otros
equívocos, así también la promesa dada a la madre en su lecho de muerte
es engañosamente clara. Ella le pide el cumplimiento de un cobro, que
suena a venganza («El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro»)
y que es también una exigencia del afecto que nunca dio a su familia
(«No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a
darme y nunca me dio...»), pero todo ello se transforma en Juan Preciado
perdiendo formas, convirtiéndose en «sueños», «ilusiones», «esperanza»,
detrás de cuyos velos expresivos se esconden –se esconderán siempre–
las motivaciones profundas de su búsqueda.
Miguel Páramo es todo lo que no es Juan Preciado. En Miguel los
rasgos se invierten hasta crear una antítesis, y si está relacionado con Juan
Preciado en el relato, pese a no haberlo visto nunca, no es sólo por el
contraste entre sus imágenes, sino por un hecho más casual: Juan Precia-
do descansará para siempre en su tumba acompañado por otro muerto,
Dorotea. Dorotea la Cuarraca, la infértil, la no-madre cuyo oficio con-
sistía en buscar muchachas para Miguel Páramo.
La aspiración de Juan Preciado era la búsqueda del padre. En Miguel
Páramo no hay empresa ni aspiración: Pedro vive a su lado, y él es, sin
dudarlo, la propia encarnación del padre. Se ha dicho muchas veces que
Pedro Páramo es un personaje hueco que el relato va colmando desde
las varias perspectivas de los otros personajes: este procedimiento es
mucho más claro en Miguel, cuya muerte y recuerdo son registrados en
la novela desde el punto de vista de su padre, de Dorotea, de Fulgor, del
Padre Rentería, de Ana, de los personajes anónimos del pueblo. Tam­bién
de Miguel Páramo cabría decir lo que enigmáticamente dice Abundio de
Pedro Páramo: es un «rencor vivo». Miguel, por lo menos en el recuerdo
de la mayoría de los personajes, pervive como un rencor.
La identificación padre-hijo es explícita con respecto a Miguel y Pedro
Páramo: no sólo el primero es «la viva imagen del padre» (según Fulgor
Sedaño), no sólo la «mala sangre» parece haberse pasado a él (según el
Padre Rentería), no sólo secuestra a las mujeres jóvenes y asesina a los
hombres –como Pedro Páramo–, sino que su propia muerte parece aludir

Jorge Ruffinelli « 41 »
a esa identidad y a la necesidad de exorcizarla, como si fuera Miguel un
endemoniado desesperado por liberarse de un espíritu ajeno. Leído el
episodio de la muerte de Miguel en una clave simbólica (y la reiterada e
insistente evocación de esa muerte parece un subrayado significativo del
propio texto), esa necesidad de separarse de la propia imagen heredada
se hace incontestable. «Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente
mandó poner mi padre», le comenta Miguel a Eduviges, ya muerto. «Hice
que el colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay
que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después
seguí corriendo, pero como te digo, no había más que humo y humo y
humo».
Si Miguel muere intentando superar el obstáculo impuesto por su
padre (obstáculo que es su padre mismo), Abundio en cambio irá direc-
tamente hacia él y lo eliminará. Abundio clausura el ciclo de los hijos de
Pedro Páramo y es el único en quien la tarea del héroe –tarea que parece
desplazarse de uno a otro de los hijos– llega al desenlace. De manera
muy indirecta, es asimismo el único que cumple el mandato original y
ejecuta el castigo del padre. La función de Abundio es significativamente
servicial e instrumental: es un medio, un intermediario, un emisario y un
arma, es quien conduce a Juan Preciado a las puertas de Comala a sabien-
das de que el padre ya está muerto, es quien guiaba a los viajeros hasta
la posada de Eduviges Dyada o traía noticias de allende los montes, y es
también quien lleva a Pedro Páramo la muerte que éste, sentado en su
equipal, añorando a su lejana Susana, parece estar esperando. Abundio
ingresa en la novela al comienzo de la narración y se reinstala en ella al
final: abre y cierra el relato con una circularidad perfecta.
El desamparo y la pobreza del arriero Abundio (enfatizados por el
irónico significado de su nombre) son también consecuencias del aban-
dono del Padre. Y no parece casual que el final de la novela relate preci-
samente la muerte de Pedro Páramo como el resultado de su negativa a
ayudar a Abundio. Borracho, muerta su mujer Refugio (nombre también
significativo pues es lo último que pierde Abundio), el hombre se acerca
a Pedro Páramo en actitud implorante (¿o exigente?): «Vengo por una
ayudita para enterrar a mi muerta». La novela no nos da en ese momento

« 42 » Colección Prólogos
la respuesta del cacique, sino la vertiginosa narración de los hechos: los
gritos de Damiana («¡Están matando a Don Pedro!») y un elíptico relato
del hombre muriendo: «La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de
las cobijas como si se escondiera de la luz». Sólo después, en la agonía
de Pedro Páramo, ese hecho, realizado ya y convertido en historia, se
transformará en vaticinio, en futuro cíclico: «Sé que dentro de pocas horas
vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que
le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré
que oírlo: hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera
la voz».
De esta manera, Abundio Martínez se identifica con sus hermanos
y cumple una tarea interrumpida y frustrada en ellos. El último gesto de
Pedro Páramo, la negativa de compasión y afecto que califica todos los
actos de su vida en torno a los hijos, es el motivo del parricidio, de su
destrucción.
Si la línea inaugural de Pedro Páramo es la que dirige Juan Preciado
en el viaje futuro hacia un padre desconocido, una segunda línea tan fun-
damental como ésa, la constituye la historia del personaje Pedro Páramo
y su amor desgraciado por Susana San Juan. En este motivo la novela
entra en un nítido terreno literario, en que los gestos del romanticismo se
confunden con un nouveau frisson: el goticismo de las novelas del siglo
XVIII, con sus prisiones enajenantes, con sus horribles sufrimientos, con
su borrascosa naturaleza animizada. No por azar sino por una inequívoca
concepción estética, la heroína, Susana San Juan, vive en las fronteras de
la ensoñación y de la demencia. Mario Praz lo ha estudiado en La carne,
la muerte y el diablo en la literatura romántica: estas heroínas desdicha-
das, perseguidas por lo fatídico, componen toda una estirpe paradigmáti-
ca: son la «belleza turbia» que convierte en una «actitud de la sensibilidad»
lo que en el siglo XVIII era una «actitud intelectual». Otro de los temas
señeros del romanticismo –el incesto entre hermano y hermana, la amitié
fraternelle– aparece en el episodio más importante y ambiguo de Pedro
Páramo: el encuentro de Juan Preciado con Donis y su hermana.
En Pedro Páramo cada personaje vive grávidamente su historia per-
sonal: cada uno carga con su propia cruz, con las penas que le tocan en

Jorge Ruffinelli « 43 »
este (y en el otro) mundo. Por eso, Pedro Páramo y Susana San Juan no
pueden encontrarse nunca: mientras ella vive febrilmente el recuerdo
erótico de su marido muerto, Pedro Páramo la ansía a ella, o por lo menos
la imagen de Susana que guarda de la infancia. Como el personaje de
Scott Fitzgerald, Gatsby, Pedro Páramo elabora un gran imperio terrenal
sobre las brasas de una pasión juvenil: «Esperé treinta años a que regre-
saras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que
se pudiera conseguir de modo que no nos quedara ningún deseo, sólo
el tuyo, el deseo de ti». La pasión romántica, abrasadora y totalitaria, no
podría encontrar mejor imagen que la expresada por el amante: satisfacer
todas las necesidades, pasar todos los límites, vivir todas las vidas, para
finalmente propiciar un encuentro esencial que es el encuentro amoroso
alimentado sólo por sí mismo.
La ironía que le depara la fatalidad a Pedro Páramo consiste en que
el amor de Susana San Juan tiene otro objeto, no él, al cual arraigarse. Su-
sana vive hacia la muerte, lo pasado, lo perdido, lo acabado. «Una mujer
que no era de este mundo», se dice en un momento del texto, y ésa es la
mejor definición para la heroína romántica que Pedro Páramo no podrá
jamás, por mayor que sea el poderío acumulado, alcanzar.
En este motivo del amor imposible, disuelto en ramalazos de recuer-
dos e invocaciones que cruzan constantemente la novela, Rulfo ha explo-
rado los límites del poder y el conflicto entre la voluntad y la impotencia.
Pedro Páramo es el cacique impiadoso y terrible que expolia la comarca,
no se detiene ante el asesinato o la felonía para alcanzar sus más peque-
ños propósitos, pero es también el amante desdichado y débil. El final de
la novela, y lo que se infiere son los años finales de Pedro Páramo, nos
muestra la decadencia de una casta; decadencia exhibida no en términos
sociales sino líricos, pero acabamiento al fin.
Cuando en 1955 apareció Pedro Páramo, el reconocimiento de su
valor no fue tan inmediato como había sucedido dos años antes con los
cuentos de El llano en llamas. La fama de Rulfo estaba cimentada sobre
una ya indiscutible maestría en la narración corta, y la publicación de
una «novela» generó de inmediato la falsa idea de una «competencia», en
el propio escritor, entre dos modos literarios. No sé si la crítica latinoa-

« 44 » Colección Prólogos
mericana ha venido abandonando su lucidez crítica, su independencia
de valoración, o si una obra, a medida que la fama crece en torno suyo,
empieza a transformarse en intocable y «perfecta». Por eso interesa recor-
dar que en 1955 diversos eran los «defectos» señalados en Pedro Páramo
aunque hoy nadie los recuerde. Entonces se mencionaba que la novela
era una mezcla híbrida de realismo e imaginación no perfectamente di-
sueltos uno en otro; que los personajes estaban vistos en una dimensión
inusual, como paisajes, y el paisaje como personaje, anímicamente. Y,
también, que Pedro Páramo era una novela demasiado sintética, sin
respiración, constreñida y apretada en un lenguaje en exceso escueto.
Habría que revisar hoy esas anotaciones y, en parte, reconocer su crédito,
porque de todos modos la novela ha movido a tan incitantes, apasiona-
das y divergentes interpretaciones en veinte años de lectura, que eso sólo
basta para admirarla y ubicar con justicia a su autor entre los máximos
exponentes de la literatura de nuestro siglo.

Nombre del Autor « 45 »


D
omingo Miliani
Las lanzas coloradas
y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri
Prólogo a Las lanzas coloradas
y cuentos selectos
de Arturo Uslar Pietri. Caracas:
Biblioteca Ayacucho
(Colección Clásica, Nº 60),
1979, 2ª ed. 1988 (364 p.),
pp. IX-LXXVII.
Arturo uslar pietri pasiÓn de escritura
Domingo Miliani

1. N ueva justificación

Hace más de veinte años, estudiante de un Doctorado en Letras en la


Universidad Nacional Autónoma de México, elegí para tema de tesis la
cuentística de Arturo Uslar Pietri. No había entonces muchos trabajos
dedicados a su obra. Yo no conocía personalmente al autor. Motivación
para elegirlo fue la lectura. Resultó un libro editado después en Caracas
por Monte Ávila (1969).
Con la perspectiva de un decenio releí tanto la obra del escritor anali-
zado como las cuartillas propias, nacidas de aquella circunstancia aca­dé­
mica1. Se cumplían cincuenta años de la publicación inicial de Barrabás
y otros relatos. Me pidieron el prólogo para la edición conmemorativa.
Acepté gustosamente. Coincidía con la redacción del presente trabajo
que precedió la antología preparada por Biblioteca Ayacucho, cuya pri-
mera edición circuló en 1979.
Volver sobre un texto propio es un riesgo y un dilema. La autocrítica
tiende a negarlo total o parcialmente. El regodeo o la vanidad inducidos
por la escritura personal obnubilan el trabajo de lector. Entonces uno
justifica, defiende, repite. Además el trabajo crítico es efímero. Los modos
de acometer el texto cambian dentro y fuera de uno. Tal proceso hace
más arduo el reencuentro con la obra de un autor al que uno admira y
respeta por su inagotable pasión de escritura.
Posteriormente surgieron otras visiones frente a la obra e incluso la
conducta personal de Uslar Pietri2. Lamento no compartirlas. Se prestan
a polémica por su intención pero no me intereso ni me propongo entrar
en ella, menos aún en un estudio preliminar cuyos objetivos son otros.

Domingo Miliani « 49 »
Concentro la atención preferente en la cuentística de un escri­tor a quien
consideré y considero maestro en ese tipo de expresión lite­ra­ria. Reitero
la afir­­mación de que en el conjunto global de la obra producida por Uslar
Pietri los cuentos representan su aporte mayor a la producción intelectual
venezolana, en tanto aportan capacidad renovadora, sin desconocer que
se trata de un hombre y un nombre de alta jerarquía en nuestro quehacer
literario del siglo XX. Constituye figura equiparable con otras de la esta-
tura de Mariano Picón Salas, Rómulo Gallegos, muy pocos más que han
logrado rebasar la escarpada frontera literaria del país.
Arturo Uslar Pietri despierta asombro hasta en quienes lo combaten.
Su disciplina de escritor, mantenida sin interrupciones por más de cin-
cuenta años a partir de su primera obra lo justifica. Ha llegado a los ochen-
ta años de edad rodeado de cariño unánime. Ha explorado terri­torios
poligráficos: poesía, teatro, ensayo, novela, periodismo, historia, crítica
literaria, economía, cuento. Tal vez por esa misma capa­cidad de produc­
ción y por los planteamientos ideológicos volcados en sus textos, no
ajenos a contradicciones, se ha convertido en centro de elogios o blanco
de ataques incesantes. Ocurrió así cuando emergió portavoz juvenil de
la vanguardia y redactó el manifiesto de válvula, cuya urticante minús-
cula del título escamó numerosas pieles académicas en 1928. Se repitió
la cadena de puntos de vista encontrados cuando intervino en la vida
pública nacional a partir de los gobiernos de López Contreras y Medina
Angarita. Continúa respetado y rebatido cuando formula iniciativas que
inciden en el fondo de problemas nacionales incandescentes: crisis de
la educación, petróleo, co­rrupción administrativa, promoción desme-
dida de los juegos de azar por parte del mismo Estado, contradicciones
y purulencias dolorosas que padece aunque intente disimular nuestra
pintoresca democracia cada vez menos representativa.
Los lineamientos de la Biblioteca Ayacucho, el contenido antológico
sugerido por el propio autor para integrar este volumen, la diversidad
de tópicos que aborda el universo intelectual de este hombre dotado de
aplastante formación cultural, privan de intentar siquiera un recuento del
conjunto bibliográfico aportado por él al patrimonio nacional. No estoy
en capacidad ubicua de enjuiciar su ensayística, sus ideas económicas,

« 50 » Colección Prólogos
históricas, políticas, expuestas a lo largo de un período que rebasa el
medio siglo. Otros más capaces lo harán, seguramente. Yo me he limita-
do a leer sus cuentos y proponer claves de lectura a quienes con modestia
acepten indicios para comprender el trabajo de construcción narrativa
donde Uslar se muestra como un clásico y donde un lector que habla de
esos relatos disfruta o se angustia sin pretensiones de juez inequívoco.

2. Una historia, un contexto, un problema:


el gomecismo

La vida de Arturo Uslar Pietri corre en isocronía con el tránsito de una


Venezuela rural a una Venezuela petrolera. Nace (1906) cuando decae
la gestión de Cipriano Castro. Dos años después se inicia la era de Juan
Vicente Gómez (1908-1935). Infancia y juventud tienen, como marco
de referencia, la más feroz dictadura que ha padecido la nación con-
temporánea venezolana. Sobre este período gira la atención reciente de
historiadores y biógrafos de Juan Vicente Gómez, sin que a ello escape
el autor de que nos ocupamos3. Así lo indica la reciente publicación de
su biografía novelada: Oficio de difuntos (1977).
Económicamente el gomecismo abre el subsuelo nacional a la explo-
tación extranjera de nuestro petróleo. En lo político va poblando gradual-
mente el país con cárceles y campos de concentración. Se reprime todo
cuanto ofrezca resistencia al paternalismo cerril del dictador.
La oposición más resaltante se origina en una pequeña burguesía
intelectual urbana. Particularmente son los estudiantes universitarios y
algunos militares decorosos quienes concretan la protesta en acciones.
La Universidad de Caracas, acicateada por la Reforma Universitaria
de Córdoba (1918), hierve de inconformismo. En 1920 el poeta mexica-
no Carlos Pellicer visita Venezuela. Había participado activamente en la
fundación de la Federación de Estudiantes de México y animó el movi-
miento universitario colombiano con Germán Arciniegas. En Caracas,
Pellicer activó el nacimiento de un organismo estudiantil seme­jante. De
regreso a México, Pellicer impulsa una campaña contra la dictadura de

Domingo Miliani « 51 »
Gómez, proceso que culmina con un escándalo periodístico alrededor
de la posición asumida por José Vasconcelos, rector de la Universidad
Autónoma de México4.
Nuestros estudiantes universitarios ensayan vanguardia poética alter-
nada con burlas al dictador. No tardará en cebarse reiteradamente sobre
los claustros académicos la persecución, el silencio, la clausura que había
comenzado desde 1912.
Del lado del poder se oficializan inteligencias que la misma Univer-
sidad había formado en las doctrinas del Positivismo o había visto crecer
como integradas en la estética del Modernismo. Esos hombres en su
juventud habían constituido huestes rebeldes enfrentadas a la dictadura
de Antonio Guzmán Blanco. Brillante promoción, los positivistas habían
hecho nacer la ciencia moderna en Venezuela. Ahora, en la madurez,
configuran un pensamiento dirigido a justificar al dictador Juan Vicente
Gómez como un «gendarme necesario».
Identificados en un rechazo común contra el poder, nombres nue-
vos se inclinan literariamente por tres vías que terminarán enfrentadas
al pasar del tiempo. Un primer grupo lleva a fase culminante la línea
criollista –de abolengo modernista– bajo forma de regionalismo: Rómu-
lo Gallegos, Julio Rosales. El realismo social, como segunda tendencia,
es elevado a niveles de grotesco: Miguel Eduardo Pardo, Rufino Blanco
Fombona, José Rafael Pocaterra. La tercera vía apenas despunta: las van-
guardias.
En lo ideológico, un grupo de pensadores nacionalistas proclama
principios éticos en repudio a las ejecutorias poco ejemplares del césar
omnímodo. En ese orden de ideas publica Rómulo Gallegos sus prime-
ros textos ensayísticos en La Alborada. Picón Salas, residente en Chile,
madura su reflexión sobre lo venezolano inserto en contextos hispano-
americanos. Augusto Mijares afina argumentos de refutación a las inter-
pretaciones pesimistas de la sociedad hispanoamericana, que habían im-
puesto como patrón conceptual los positivistas. Son éstas, sin embargo,
posturas idealistas, algunas bergsonianas, débil bagaje para combatir el
terror armado de «orden y progreso». También en el campo de las ideas
una tercera orientación despunta entre los prisioneros. Furtivamente, en

« 52 » Colección Prólogos
las mazmorras se escuchan los primeros planteamientos de una reflexión
marxista introducida por José Pío Tamayo. La conciencia de una transfor-
mación social profunda del país comienza a inquietar.
Todo ese cuadro de corrientes y contracorrientes define una fermen-
tación intelectual cuya fecundidad sólo podrá medirse después de la
muerte del dictador: surgimiento de los partidos políticos y los sindicatos
modernos, las nuevas escrituras artísticas –especialmente plástica y lite-
raria–; la matriz común hay que buscarla en aquellos años cuya oscuridad
represiva, contradictoriamente estimuló la voluntad de cambios de toda
índole. El proyecto de transformación social data de entonces sin lograr
realización efectiva. La palabra revolución actualiza su sentido preciso,
diferenciado del de montonera, asonada o levantamiento armado con
que antes se escamoteaba. Se piensa en ella sin miedo, con lucidez.
Las inconsecuencias y detracciones posteriores indujeron la diáspora
ideológica que mantiene atomizado al país hasta hoy, entre confusiones
y búsquedas fallidas. Muchos prisioneros de aquellos días cambiaron
pensamiento y conducta frente a la lucha por la trans­formación histórica
integral. Numerosos reprimidos se tornaron represores. Contrariamen-
te algunos que, por temor o ceguera política momentánea, pres­taron
servicios menores al régimen, terminaron después reivindicados como
conciencias críticas de extraordinario valor para el cuadro cultural sub-
siguiente al gomecismo. Tales fueron los casos notables de Pedro Emilio
Coll, Mario Briceño Iragorry y Enrique Bernardo Núñez.
Podría afirmarse que también en lo intelectual la era del gomecismo
representa el paso decisivo de una Venezuela modernista y «criollista» a
una renovación de los lenguajes en que se va a expresar el siglo XX. Al
perder vigencia ideológica el positivismo la visión social se amplía con
nuevas conceptuaciones. Si el pensamiento marxista no aportó un Mariá-
tegui, porque la mayoría de aquellos hombres fueron más bien lectores
de marxismo que marxistas convencidos, en cambio el sacudimiento
mental de las conciencias enriqueció notoriamente las meditaciones
sobre nuestro devenir histórico. Si los sistemas ideológicos oficializados
tejieron una brillante pero deplorable corte alrededor del dictador, las
aulas universitarias y las tertulias artísticas fijaron umbroso domicilio

Domingo Miliani « 53 »
en La Rotunda de Caracas, Las Tres Torres de Barquisimeto, el Castillo
Libertador de Puerto Cabello. Allí, en papeles de estraza se escribieron
novelas, cuentos, poemas destinados a revolucionar nuestra cultura. En
aquellos ámbitos son leídos los realistas rusos traducidos en España y
revistas llegadas de Madrid como La Gaceta Literaria y la Revista de Oc-
cidente. Guillermo de Torre, con sus Literaturas europeas de vanguardia
informa sobre las recientes concepciones del arte y la literatura. Dos-
toiewski, Gogol, Andreiev, el francés Henri Barbuse, el norteamericano
Upton Sinclair, coexisten en las manos esposadas de los rebeldes.
Entretanto Gómez recibe a título de huésped distinguido al moder-
nista José Santos Chocano, quien escribe un poema «Al uvero de playa»
lleno de loas alegóricas para el cazurro gobernante.
Fuera de las cárceles la resistencia activa prosperaba desde el levan-
tamiento del 7 de abril de 1928. Llega 1929. El general José Rafael Gabal-
dón se subleva con unos cuantos peones y alguno de sus hijos –Joaquín
Gabaldón Márquez– en la hacienda Santo Cristo de Biscucuy (estado
Portuguesa) el 28 de abril. Otro grupo invadía Curazao el 8 de junio para
iniciar una ofensiva desde aquella colonia holandesa. Entre ellos esta-
ba el dirigente comunista Gustavo Machado y el poeta revolucionario
Miguel Otero Silva. El ejemplo de Sandino –en Nicaragua– había calado
en aquel intento liberador. Por el oriente, otro general, Román Delgado
Chalbaud, secundado por una hueste de estudiantes y poetas procura
una tercera rebelión infructuosa: el desembarco e invasión de Cumaná
el 11 de agosto. La conciencia social de los escritores, minoría levantisca
en medio de un pueblo aterrado y sometido a ignorancia, se perfilaba
simultáneamente con signos ético y épico.
Todo lo anterior transcurría en medio de un cambio económico del
país agrario –productor de café y cacao exportados desde la colonia– al
petrolero. La apariencia de prosperidad con que Gómez justificaba su
permanencia en el poder, se vio ensombrecida con la gran crisis interna-
cional desatada por la quiebra de la bolsa de Nueva York en 19295.

« 54 » Colección Prólogos
3. Los de 1928. ¿Una generación?

Entre los mitos acuñados por la historia literaria de nuestro tiempo ad-
quiere relevancia especial, hacia 1925, el llamado método o teoría de las
generaciones. De origen alemán, propuesto originalmente por Dilthey
(1865) y parafraseado después por Jeschke y Otto Jespersen hacia 1935,
fue divulgado en nuestra lengua especialmente por José Ortega y Gasset
en El tema de nuestro tiempo (1923). Pedro Salinas lo aplicó a la gene-
ración de 1898. Juan Chabás lo reiteró como esquema a propósito del
mis­mo fenómeno español. Su validez fue cuestionada en Venezuela por
María Rosa Alonso6.
Lo cierto es que el propósito de agrupar a un conjunto de intelectuales
por criterios como 1. nacimiento aproximado a una fecha común (lapsos
de 15 o 30 años); 2. coincidencia de elementos formativos (comu­nidad
de educación y lecturas); 3. relaciones iguales; 4. caudillismo o caudillaje
intelectual (existencia de un führer literario); 5. lenguaje generacional;
6. parálisis de la generación anterior, todo ello junto constituyó la base
del método. Empuñado con categoría de prejuicio histórico, dominó las
manipulaciones de algunos teóricos que propugnaron en Venezuela la
existencia de las generaciones de 1918 y 1928. Ambas llegaron a confluir
en la integración de un frente común contra la dictadura de Juan Vicente
Gómez.
La validez generacional de los escritores de 1918 –no la importancia
de su obra– planteó hace algunos años un cruce polémico de puntos
de vista entre Rafael Ángel Insausti y Mario Torrealba Lossi. Este último
produjo un pequeño volumen cuestionador del concepto7. Con respecto
a los hombres de 1928 aún continúa el debate y, justamente Torrealba
Lossi reabre el debate con otro libro8.
Con anterioridad, uno de los activistas político y poético del grupo,
Miguel Otero Silva, ha sido el más contundente negador del criterio «ge-
neracional», no sólo aplicado en relación con la época de su iniciación
literaria y política, sino con respecto a su eficacia instrumental. Por lo
importante transcribo en extenso sus ideas expresadas en una entrevista
de 1967:

Domingo Miliani « 55 »
Me veo obligado a repetir, casi textualmente, lo que he dicho en otro sitio:
que en divergencia total con la teoría de Ortega y Gasset sobre los «hom-
bres coetáneos» para explicar la evolución de la historia, rechazo de plano
el término generación (el concepto generacional) como tabulador de los
artistas, de los políticos, de los seres humanos en general. De acuerdo con
su posición dentro del orden de la economía social los hombres se divi-
den en latifundistas, industriales, comerciantes, profesionales, artesanos,
campesinos, obreros, nunca en jóvenes, maduros y viejos. Asimismo los
políticos deben ser catalogados como fascistas, conservadores, liberales,
socialcristianos, socialdemócratas, anarquistas, comunistas, jamás como
ciudadanos de 20 años, de 40 años, de 60 años. En cuanto a la literatura dí-
game usted que un poeta es clásico, romántico, parnasiano, modernista,
nativista, simbolista, surrealista, vanguardista, pero no me diga que perte-
nece a la generación del 98, del 20, del 36, o del 58, porque esos termina-
les no significan absolutamente nada en el lenguaje de la apreciación lite-
raria. Hay escuelas poéticas que sobreviven durante varias generaciones y
otras que no logran subsistir el transcurso de una sola. Hago hincapié en
tantas perogrulladas porque aquí en Venezuela se ha puesto de moda la
anticientífica clasificación generacional con consecuencias desastrosas
para quienes en el campo político pretendieron substituir a la clase obre-
ra como vanguardia de la lucha revolucionaria por la «juventud» (así, en
abstracto, sin explicar qué juventud) y con yerros garrafales para quienes,
en el dominio de la crítica, antes de opinar si un poeta es malo o bueno, le
preguntan qué edad tiene, como si los poetas fueran caballos de carrera o
mozas de bataclán.9

Con voluntad de aplicación científica, el método generacional fue


reactivado en Venezuela, a propósito del fenómeno de 1928, en una
tesis de grado presentada en la Universidad Católica Andrés Bello, por
las licen­ciadas María de Lourdes Acedo de Sucre y Carmen Margarita
Nones Mendoza10. Ellas realizan un interesante recuento metodológico e
incorporan los aportes de Karl Mannheim. Luego los proyectan al grupo
del 28 con énfasis en los acontecimientos estudiantiles, políticos y mili-
tares que lo congregarían en un nivel de respuesta momentánea. Remito

« 56 » Colección Prólogos
a esa obra, muy útil por su excelente documentación. No obstante, si
partimos de otros supuestos y se analizan los constituyentes históricos,
ideológicos –políticos y estéticos– y los demás ingredientes señalados
como factores de integración del método, en el caso de 1928 seguimos
pensando que el resultado es bastante ambiguo.
Nadie pone en duda que el año 1928 tiene importancia particular en
el proceso de formación de las vanguardias literarias que pugnaban por
el derecho a existir en América Latina desde finales de la Primera Guerra
Mundial y forcejeaban por emerger del aplastamiento que significó el
regionalismo institucionalizado como estilo dominante. De otra parte, lo
que caracterizó al vanguardismo fue precisamente su heterogeneidad de
búsquedas, lenguajes, proposiciones teóricas difundidas en manifiestos,
posiciones adoptadas frente al proceso social de cada país y ante el con-
vulsionado mundo que presenciaba el primer enfrentamiento mundial,
pero también el surgimiento de la primera revolución socialista en el país
de los soviets.
Uno de los rasgos comunes de las vanguardias literarias hispano­
americanas fue la ruptura iconoclasta con el modernismo o el «ruben-
darismo» como lo lapidó Jorge Luis Borges. Es decir, el rechazo no sólo
de aquella corriente o «generación anterior» –que por lo demás no esta-
ba completamente paralizada– sino el repudio al papel caudillesco (de
führer literario, según la denominación de Jeschke y Petersen) jugado
por el poeta nicaragüense. Pero el modo de enfrentar la cuestión varió
de uno a otro grupo. Todos los «ismos» pugnaron por diferenciarse entre
sí y el conjunto expresa el propósito unánime de sepultar un pasado
normativista. Así cundió lo que Octavio Paz ha denominado tradición
de ruptura.
Es la época en que comienza a hablarse de crisis de las «escuelas»,
«muer­te de los estilos», «decadencia de los géneros», sobre todo a partir
del grito irreverente de Dada. En el caso venezolano, la coexistencia de
las vanguardias se produce no sólo con respecto al Modernismo y el Po-
sitivismo (este último insurgente desde 1866, dominante en 1928, como
la corriente dariana lo había sido desde 1892). El Modernismo compartía
en lo literario el favor de estética oficializada y academizada. A ambos se

Domingo Miliani « 57 »
venía oponiendo una actitud regionalista en la narrativa –La Alborada–,
plástico-musical –Círculo de Bellas Artes– y postmodernista –escritores
de 1918. La Alborada irrumpe en 1909. Varios de sus exponentes coin-
ciden con la vanguardia en una misma actitud de respuesta opositora
a la dictadura de Gómez, pero estética e ideológicamente implicó una
posición refractaria tanto al marxismo como a la estética vanguardista.
De ahí que un primer motivo induzca a poner en duda la eficacia del
método generacional como caracterizador genérico de las vanguardias y
singularmente de nuestra vanguardia, que no puede reducirse a un solo
año (1928) en detrimento del proceso extendido en el tiempo hasta por
lo menos 1935.
Los acontecimientos políticos ocurridos en 1928 (Semana del Estu-
diante, en febrero y alzamiento cuartelario del 7 de abril) congregaron a
algunos jóvenes revolucionarios marxistas más avanzados y a militares
de indiscutible dignidad. Incluso las mujeres desempeñaron un papel
activo: Josefina Juliac, Beatriz Peña, María Teresa Castillo, Antonia Pala-
cios, entre otras. La memorable Semana del Estudiante dejó como saldo
el gesto romántico del encarcelamiento de 214 jóvenes solidarizados
con los primeros líderes detenidos: Rómulo Betancourt, Jóvito Villalba,
Pío Tamayo, Guillermo Prince Lara. Esa primera detención, de apenas
11 días, generó nexos de amistad y solidaridad que, por sobre las dife-
rencias políticas posteriores, cohesionaron a muchos de los dirigentes y
adictos. Debe señalarse que en esos actos no participaron todos los que
se oponían a la dictadura, pero el no haber tomado parte activa en dichas
manifestaciones tampoco puede esgrimirse como adhesión al régimen
dictatorial.
La detención masiva de estudiantes y líderes revolucionarios a raíz de
los actos de octubre de 1928 tiene en cambio la importancia de haber pro-
ducido una momentánea identificación con la ideología marxista sobre
la cual sentaron cátedra en las mazmorras, hombres como Pío Tamayo,
Rafael Arévalo González, Carlos y Jesús Corao y Alberto Ravell. Sin em-
bargo, no puede colegirse que efímeros contactos de oyentes y lectores
de marxismo provocaran una comunidad de ideas entre todos los allí
hacinados. Como tampoco el hecho de haber estado presos fue garantía

« 58 » Colección Prólogos
de comportamiento revolucionario en la praxis posterior de numerosos
individuos. Basta revisar los nombres más resaltantes en la historia de los
últimos cincuenta años para observar las enormes distancias, la tremen-
da heterogeneidad que desde sus comienzos mostró el conglomerado
humano conocido como «generación». Las ideologías estéticas y políticas
en su diversidad hallarán expresión escrita sólo después de la muerte
del dictador. Esto permitió a sus autores la modificación a posteriori de
su textualidad. Por último, la reclusión en cárcel no mejoró la calidad de
escritura literaria, como el haber permanecido en libertad aparente, fuera
de rejas, no anuló la conducta consecuente con principios marcados por
una honda sensibilidad social.
En la nómina de los detenidos en febrero y octubre de 1928 y en otra
de los no detenidos, se observa:
1. Estuvieron presos en los diferentes campos penitenciarios de la
dictadura:
Miguel Acosta Saignes, Esteban Agudo Freytes, Luis Álvarez Marca­
no, Luis Castro, Rafael Domínguez Sisco, Carlos Eduardo Frías, Juan
Bautista Fuenmayor, Simón Gómez Malaret, Luis Emilio Gómez Ruiz,
Nelson Himiob, Pedro Juliac, Fernando Key Sánchez, José Andrés López
Octavio, Augusto Márquez Cañizales, Felipe Massiani, Guillermo Mene-
ses, Alejandro Oropeza Castillo, Inocente Palacios, Isaac J. Pardo, Ro-
dolfo Quintero, Pablo Rojas Guardia, Gerardo Sansón, Germán Suárez
Flamerich, Luis Villalba Villalba. De ellos, sólo Rojas Guardia, Luis Castro,
Carlos Eduardo Frías, Guillermo Meneses y –en menor intensidad– Felipe
Massiani, adoptaron lo que podría considerarse una estética vanguardis-
ta. Rojas Guardia y Nelson Himiob produjeron testimonios literarios del
proceso represivo en años subsiguientes.
En lo ideológico sólo mantuvieron una identificación política de
pen­samiento y praxis con el marxismo Miguel Acosta Saignes, Juan Bau-
tista Fuenmayor, Pedro Juliac, Fernando Key Sánchez, Rodolfo Quintero.
Otros, paradojalmente, en el devenir político se integraron en gabinetes
de nuevas dictaduras como la de Pérez Jiménez, por ejemplo, o participa-
ron con decoro indiscutible en los procesos de afirmación democrática,
no necesariamente en identidad militante con agrupaciones políticas.

Domingo Miliani « 59 »
2. No estuvieron presos pero participaron en los incidentes de aquel
año, o al menos sufrieron prisiones de muy corta duración en fe­brero:
Antonio Arráiz, Rómulo Betancourt, Alfredo Conde Jahn, Joaquín
Gabaldón Márquez, Carlos Irazábal, José Tomás Jiménez Arráiz, Raúl
Leoni, Juan Oropesa, Miguel Otero Silva, Guillermo Prince Lara, Ernesto
Silva Tellería, Rafael Vegas, Jóvito Villalba, Armando Zuloaga Blanco,
etc.
No se requiere ojo zahorí para notar los abismos ideológicos que
en materia política muestran el comportamiento y la expresión de este
segundo grupo, entre quienes están justamente tres de los más significati­
vos valores literarios de un arte comprometido con la protesta social y el
lenguaje de vanguardia: Antonio Arráiz, Miguel Otero Silva y Gabaldón
Márquez11.
Si en lo literario los escritores señalados en esta lista –y otros no in-
cluidos– constituyeron diáspora estética más que comunidad de ideas, en
lo ideológico político aquel grupo no logró cristalizar un proyecto social
acorde con un pensamiento supuestamente dominante como contrasis-
tema conceptual que adversa el positivismo. La praxis los alejó en posi-
ciones y adopciones de partidos políticos polarizados. La inconsecuencia
con el país y una vocación de caudillismo intelectual no alcanzado plena-
mente por ninguno sobre su generación los relaciona por analogía. Los
integrantes de aquel contingente actuaron y siguen actuando en los
cincuenta años posteriores de la vida venezolana desde posiciones en-
contradas. Tanto, que se plantea lo que ya habíamos mencionado antes:
muchos exrevolucionarios terminaron represores de sus propios herma-
nos de acción en 1928, en coyunturas muy diversas.
Muerto Gómez, los dirigentes de la Federación de Estudiantes que
encabezaron los acontecimientos del 28 comenzaron a formar una cons-
telación de grupos enfrentados ideológicamente. De la división, más que
de la coincidencia, nacieron los partidos políticos venezolanos contem-
poráneos en muy alta proporción. En el conjunto se pueden observar
por lo menos tres bloques diferenciables desde el punto de vista de sus
sistemas de pensamiento: socialdemocracia, en varios matices; socialcris-
tianismo y marxismo12.

« 60 » Colección Prólogos
En plena dictadura, desde el exilio, algunos líderes habían conforma­
do plataformas de partidos. Vale mencionar algunos: La Nueva Venezuela
(1918); la Unión Patriótica y la Sociedad Patriótica (1920); el Partido
Republicano y la Unión Revolucionaria Venezolana (1922). En 1926 se
constituye el Partido Revolucionario Venezolano, definidamente marxis-
ta. En él figuran nombres de quienes serán activistas en 1928: Gustavo
Machado, Salvador de la Plaza, Eduardo Machado, Ricardo Martínez, etc.
Su programa, redactado en México, se conoció en 1928. Sus ideas orien-
taron el asalto a Curazao y la frustrada invasión por las costas corianas13.
En cambio la invasión de Cumaná se rigió por los principios del Partido
de Liberación Nacional, gestado alrededor del general Román Delgado
Chalbaud. Entre los intelectuales comprometidos con este último mo­
vimiento se hallaban hombres de promociones literarias muy anteriores
y alejadas de la vanguardia: Rufino Blanco Fombona, José Rafael Po­
caterra.
Una tercera organización inició sus actividades el mismo año 1928:
ARDI (Agrupación Revolucionaria de Izquierda). Incorporó marxistas y
no marxistas. Destacan como dirigentes Rómulo Betancourt, Gonzalo
Barrios, Carlos D’Ascoli, Alfredo Conde Jahn, Simón Gómez Malaret,
Nelson Himiob, J.T. Jiménez Arráiz, Juan Oropesa, Isaac J. Pardo. El pro-
grama o «Plan de Barranquilla», redactado por Rómulo Betancourt, era un
intento de interpretación marxista «sui géneris» de la realidad venezolana.
El proyecto de acción inmediata (su táctica) era reformista, inspirado en
el APRA peruano; tuvo inmediata respuesta por parte de otros marxistas
que aspiraban a cambios más profundos en nuestra realidad. Uno de los
críticos más enfáticos fue Miguel Otero Silva. Es ésta la etapa llamada de
ARDI en el exilio.
Después de la muerte de Gómez la Federación de Estudiantes resur-
ge con inusitado poder político bajo la presidencia de Jóvito Villalba. Du-
rante el gobierno de López Contreras la Federación emerge consultora
hasta para la designación de altos funcionarios. Si en 1928 los estudiantes
universitarios habían constituido mecanismo de estallido para expresar el
descontento popular y aglutinaron simpatías que se hicieron ostensibles
incluso en la calle, en 1935 el auge de masas del proletariado industrial

Domingo Miliani « 61 »
–que había madurado a la sombra de las industrias imperialistas– rebasó
la prudencia intelectual de muchos líderes.
El 3 de enero de 1936 un memorable manifiesto de los fevistas y de
algunos intelectuales iniciaba públicamente la crítica a la «calma y cor-
dura» con que Eleazar López Contreras buscaba atenuar el descontento y
las demandas sociales. La represión no se hizo esperar y descargó su pre-
sencia contra manifestantes esporádicos. La Federación de Estudiantes
se veía reforzada con numerosos líderes que habían regresado del exilio.
Ahora congregaba en torno a su presidente Jóvito Villalba, destacadas
figuras como Humberto García Arocha, Luis Emilio Gómez Ruiz, Luis
Lander, Ernesto Silva Tellería y otros.
En junio de 1936, a raíz de una huelga de empleados públicos, Jóvi­
to Villalba y García Arocha renuncian a sus cargos en una asamblea.
La presidencia es detentada por el dirigente marxista Jesús González
Cabrera. Villalba y García Arocha emprenden la organización de otro
grupo político de igual nombre: FEV, pero con intención de partido. La
intensificación de sus actividades y su notoria tendencia de izquierda
llevaron a que también esa Federación de Estudiantes cayera en la norma
presidencial que disolvió los partidos de izquierda en 1937.
Esa regresión indujo el proceso formativo de organizaciones que se
cuidaban de ser identificadas como «partidos» y a las cuales guiaba una
misma voluntad de liquidar las supervivencias del gomecismo. Surgen
así la Unión Nacional Republicana y ORVE (Movimiento de Organiza-
ción Venezolana). Esta última de nuevo aglutinaba nombres con ideo-
logías divergentes: Rómulo Betancourt, Joaquín Gabaldón Márquez,
Luis Beltrán Prieto, Alberto Adriani, Raúl Leoni, Alberto Ravell, Guiller-
mo Meneses, Mariano Picón Salas, Luis Álvarez Marcano, entre los más
conocidos por su trayectoria anterior. Despuntaban, además, Víctor
Manuel Rivas, Leopoldo García Maldonado, Carmelo Lauría (padre),
Pablo Rojas Guardia, Pastor Oropeza y un descollante grupo de muje-
res intelectuales: Lucila Palacios, Luisa de Jiménez Arráiz, Clara Vivas
Briceño.
De otro lado, en el sector marxista más radical se proyectaban grupos
disidentes como el Partido Revolucionario Progresista de Salvador de la

« 62 » Colección Prólogos
Plaza, Miguel Acosta Saignes, Juan Bautista Fuenmayor, fundadores. Y en
la base intencionalmente proletaria se observaban entre otros los nom-
bres de un veterano luchador revolucionario como Ernesto Silva Tellería
junto a Augusto Malavé Villalba.
En polo opuesto, escisión de la Federación de Estudiantes, surgía la
Unión Nacional de Estudiantes (UNE) de orientación socialcristiana. De
los antiguos miembros de la FEV figuraban en esta agrupación Rafael
Caldera, Pedro J. Lara Peña, Francisco Alfonso Ravard, Francisco Vera
Izquierdo, Hugo Pérez la Salvia, César Tinoco Richter, Héctor Santaella,
Eduardo Acosta Hermoso, Marcel Granier, Gustavo Díaz Solís, etc.
No hemos querido sino recalcar un hecho: la carencia de una comu-
nidad o siquiera de una armonía de ideas entre los integrantes de aquella
«generación» que, por lo demás, jugó un irrebatible papel histórico en las
luchas contra la dictadura de Gómez y en los procesos de afianzamiento
de nuestra democracia.
Uno de los protagonistas de aquella época, en años maduros ha
dejado escrito un valioso testimonio de conjunto desde su perspectiva
ideológica de marxista polémico. Es Juan Bautista Fuenmayor. En su libro
1928-1948. Veinte años de política14 expone conceptos de sumo interés
por la actitud desmitificadora del principio generacional aplicado a los
hombres de 1928:
En la literatura corriente, el conjunto o núcleo fundamental estudiantil de
esta época ha recibido el nombre de «Generación del 28». Mucho se ha ha-
blado de ella y siempre en forma ditirámbica, señalándola como una «ge-
neración predestinada», excepcional; algo así como un fenómeno extraor-
dinario de nuestra historia, sin precedente alguno y sin causas políticas y
económicas que lo expliquen. Para quienes han elaborado estos concep-
tos metafísicos sobre la juventud estudiantil de 1928, se trataría de un fe-
nómeno síquico o estado de conciencia, que produjo hombres excepcio-
nales, no como resultado de las condiciones materiales entonces existentes
en la sociedad venezolana, sino como algo desvinculado de ellas, como si
esa juventud hubiese recibido un soplo divino o un aliento ultraterreno y
estuviese integrada por hombres diferentes a los conocidos hasta enton-
ces en Venezuela, con la única excepción de los Libertadores. Algo así co-

Domingo Miliani « 63 »
mo hombres providenciales, escogidos por el cielo para cumplir una de-
terminada misión.15

Esa concepción iluminista o mesiánica del fenómeno sociopolítico


venezolano ha hecho ya bastante daño en la interpretación de fondo de
nuestra realidad, no sólo cuando se ha aplicado como mitología de la
gesta emancipadora, sino como nueva mitología de la vida política del
país, donde la historia parecieran moverla superhombres –en realidad
magnificaciones inducidas de los caudillos– y la gran mayoría de la so-
ciedad queda reducida a un mal pintado telón de fondo. Con la misma
óptica se resuelven las grandes contradicciones que en el seno de cual-
quier proceso social –económico, político, literario– fijan las grandes
líneas de transformación, la dialéctica de los movimientos. Fuenmayor
insiste en el papel que jugaron los sectores populares y en especial el
proletariado incipiente, como factores sin los cuales el acto romántico de
los estudiantes, en sus protestas de febrero y octubre, no habría tenido la
resonancia y el valor de sacudida tanto entonces como después. A este
respecto añade que:
... la fortaleza de las acciones estudiantiles y populares de 1928 estuvo
también en que fueron la expresión de un gran frente unido de clases, lo-
grado por primera vez en la historia contemporánea de Venezuela.
El año de 1928 marcó el comienzo del movimiento democrático y popular
de Venezuela. Allí tuvieron nacimiento los hombres que más tarde, al ma-
durar, organizaron y encabezaron los partidos políticos actuales, empe-
zando por el Partido Comunista y terminando en Acción Democrática y
Unión Republicana Democrática. El movimiento de 1928 engendró a mu-
chos de los fundadores del Partido Comunista; pero engendró también a
la mayoría de los principales dirigentes burgueses que, en el futuro, dis-
putarían las masas a dicha organización, para entregarlas al capital extran-
jero, traicionando así la gloriosa tradición de lucha que arranca de 1928.16

Se puede comprobar pues que hay bases ideológico-políticas do-


cumentadas para demostrar que no hubo «comunidad» de ideas gene-
racionales. En lo literario puede apuntarse un hecho similar. Antes vale

« 64 » Colección Prólogos
la pena una observación: por la marcada tendencia histórica a valorar
nuestros fenómenos literarios desde un ángulo político exclusivista, mu-
chos escritores de resaltante producción literaria en aquella época han
sido juzgados más por su respuesta –positiva o negativa– con respecto
a las acciones políticas de calle. Se llega así a extremos de exaltar obras
cuya significación para la historia literaria perdió vigencia en forma casi
inmediata, o no trascendieron el momento de su producción. Se niega o
silencia otras por el hecho de que sus autores no integraron la élite polí-
tica del antigomecismo en conducta pública.
Hacia 1928 coexistieron en su producción y contacto intelectual, sin
ruptura o enfrentamiento, más bien con analogías y afinidades, escritores
cronológicamente alejados como Leopoldo Landaeta, Fernando Paz Cas-
tillo, Pedro Sotillo, Antonio Arráiz, Julio Garmendia, Leoncio Martínez,
junto a casi adolescentes que empezaban a producir sus primeros textos:
Joaquín Gabaldón Márquez, Miguel Otero Silva, Carlos Eduardo Frías,
Nelson Himiob y casi niños como Guillermo Meneses. No sólo en edad
sino en concepciones de su obra convergieron, guardando distancias,
vanguardistas confesos como Frías y Uslar Pietri, junto a neocriollistas
como Julián Padrón, escritores de tendencias marcadamente social-revo-
lucionarias en su temática aunque con adopción parcial de lenguaje van-
guardista, como Pío Tamayo, Miguel Otero Silva, Antonio Arráiz, Gabriel
Bracho Montiel, el primer Díaz Sánchez, Luis Castro, entre otros.
Si en lo político ninguno logró descollar figura conductora, en fun-
ción de führer generacional, sino que los caudillismos más que las dife-
rencias de fondo acicatearon la diáspora de grupos en que se disolvió el
conjunto de 1928, en lo literario tampoco llegó a resaltar una figura capaz
de constituir el centro de atracción centrípeta. En lo político, Betancourt
y Villalba pugnaron por erigirse cabezas caudillescas de la conducción.
En lo ideológico, por respeto, cariño y valentía, destacó el ejemplo de
poeta y combatiente de José Pío Tamayo. En lo literario hubo jóvenes
con clara conciencia estética de las vanguardias, a pesar de las precarias
informaciones que llegaban a sus manos. Entre ellos, Arturo Uslar Pietri
fue impulsor y redactor de los primeros manifiestos donde cristalizaba
la inquietud general de los jóvenes. Pero ninguno es susceptible de ser

Domingo Miliani « 65 »
abstraído como inductor único. Tal vez no los haya. Su invención forma
parte de las mitologías troqueladas por el iluminismo o mesianismo me-
todológico, en lo histórico-político igual que en lo histórico-literario.
Las revistas donde fueron despuntando las nuevas vocaciones de
vanguardia, Cultura Venezolana, Élite y particularmente válvula (vocero
teórico específico) congregaron escrituras afines, sin duda. Esas escri-
turas, sin embargo, convivían junto a otras cuyos códigos entraban en
inexorable desgaste. Así había sucedido también con El Cojo Ilustrado
quince años antes, cuando modernistas y positivistas institucionalizados
alternaban con jóvenes regionalistas que estrenaban primeras letras para
constituirse luego en el grupo de La Alborada: Julio Rosales, Rómulo Ga-
llegos. Gracias a la tolerancia de José A. Tagliaferro, Cultura Venezolana
permitió en sus páginas la coexistencia de positivistas y modernistas al
lado de quie­nes exploraban nuevas modalidades literarias: Julio Gar-
mendia, Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, Rafael Angarita Arvelo
y, en especial, aceptó colaboraciones del gran difusor español de las
vanguardias: Guillermo de Torre, cuyo texto «El nuevo espíritu cosmo-
polita» debió encontrar atentos y numerosos lectores entre los jóvenes
venezolanos de los años 20.
Élite, desde sus comienzos, acogió las nuevas voces. Luego, a partir
de 1930, dirigida por uno de los ideólogos literarios de las vanguardias,
Carlos Eduardo Frías, asumió papel difusor de primer orden.
Otros grupos, también de inclinación renovadora hallaron más grata
la experiencia de fundar sus propias revistas. Ocurrió así con la revista
Arquero, dirigida por Julio Morales Lara.
Luego de la muerte de Gómez, tal como sucedió en lo político por
la dispersión en pequeños movimientos, las vanguardias entraron en
una fase de enfrentamientos y polémicas signadas por actitudes esté-
ticas o políticas. Así se ilustra el caso de la revista El Ingenioso Hidalgo
(fundada por Arturo Uslar Pietri, Alfredo Boulton, Pedro Sotillo y Julián
Padrón), criticada sistemáticamente por La Gaceta de América, de fran-
ca orientación social revolucionaria, en manos de Inocente Palacios y
Miguel Acosta Saignes. Un testigo de época rememora aquellos debates
intelectuales así:

« 66 » Colección Prólogos
También es conveniente referirse a una publicación de escasa vida –como
todas a las que venimos refiriéndonos– El Ingenioso Hidalgo. Para los que
nos considerábamos entonces muy revolucionarios, esta revista –hecha
por Arturo Uslar Pietri, Alfredo Boulton, Pedro Sotillo y Julián Padrón– re-
sultaba reaccionaria y excesivamente artística. Boulton firmaba con el seu-
dónimo de Bruno Pla sus primeros artículos de crítica de pintura. Padrón
inició algo semejante a una polémica con Carlos Eduardo Frías, quien le
respondía desde las páginas de la Gaceta de América. A tanto tiempo de
distancia y a tan larga distancia como es la que la muerte impone, pode-
mos decir que las respuestas de Padrón resultaban incómodas y fueron
consideradas como implicaciones políticas muy desagradables para en-
tonces.17

válvula (con minúscula) colocó el detonante de un nuevo compor-


tamiento estético. Merece consideración aparte. Vale adelantar, no obs-
tante, que ni en sus páginas estuvieron representados todos los vanguar­
distas integrantes de la supuesta «generación», ni sus postulados fueron lo
suficientemente amplios como para abarcar toda la gama de diferencias
ideo­lógicas –políticas o literarias. La mayoría de aquellos jóvenes estrenó
armas de adopción tomadas del ultraísmo español o del creacionismo
hispanoamericano. Sin embargo, las visiones del mundo subyacentes
en el afán metaforizante se oponen. Así la poesía de protesta figura en
contigüidad diferencial con los cuentos de aproximación joyceana (Gui-
llermo Meneses), el universalismo temático (Uslar Pietri), el regionalis-
mo revestido de escritura ultraísta (Julián Padrón). Por tanto, precisar
un «lenguaje generacional» verificable resulta muy difícil más allá de la
simple conjetura.
Lo indudable es que por entonces estaba imponiéndose una nueva
escritura para la poesía y la narrativa. Esa escritura fue parcial y selecti-
vamente compartida. La dinámica de los idiolectos literarios –concreta-
da por la lingüística– fija variaciones dentro de una misma codificación.
Pero es que en el caso del 28 tampoco se podría determinar con absolu­
ta exactitud un solo código compartido o común a todos los nuevos
escritores, como insinuaría el concepto de lenguaje generacional. El

Domingo Miliani « 67 »
realismo social difundido a través de los Clásicos de la Colección Uni-
versal de Espasa Calpe, la obra de Barbusse y Upton Sinclair, trazaban
una línea muy diferente a la que proponían los ismos de vanguardia.
Ambas coexistieron. En unos escritores se operó la simbiosis; en otros,
las tendencias se polarizaron. Unos terceros o cuartos asumieron un
eclecticismo estético, localista por la materia, vanguardista o realista
por la escritura. Por lo demás aquélla es una época en que se intensifi­
ca un rasgo de la literatura hispanoamericana –y tal vez de todas las
literaturas–. Se trata de que una corriente «universalizada» por criterios
europocéntricos, en cada país adquiere variaciones dialectales seme-
jantes a las de las lenguas «nacionales». Es lo que tipifica «lo nacional»
de un determinado momento en la evolución de una literatura. Esa dia-
lectalización, en nuestro caso es su alejamiento o mezcla de escrituras
con respecto a las «escuelas» o «movimientos» o «estilos» europeos. Nos
parece pertinente transcribir a este propósito una cita que recoge la
opinión de Arturo Uslar Pietri:
La literatura hispanoamericana nace mezclada e impura, e impura y mez-
clada alcanza sus más altas expresiones. No hay en su historia nada que se
parezca a la ordenada sucesión de escuelas, tendencias y épocas que ca-
racterizan, por ejemplo, a la literatura francesa. En ella nada termina y na-
da está separado. Todo tiende a superponerse y a fundirse. Lo clásico con
lo romántico, lo antiguo con lo moderno, lo popular con lo refinado, lo ra-
cional con lo mágico, lo tradicional con lo exótico. Su curso es como el de
un río, que acumula y arrastra aguas, troncos, cuerpos y hojas de infinitas
procedencias. Es aluvial.
Nada es más difícil que clasificar a un escritor hispanoamericano de acuer-
do con características de estilos y escuelas. Tiende a extravasarse, a mez-
clar, a ser mestizo.18

Quizá se trate de un hecho de nuestra historia literaria. Clasificar al


escritor como un valor fijo, inmodificable, dentro de un solo movimiento
o estilo de escritura se ha convertido en hábito. Se olvida que también
el escritor está sumergido en la dialéctica de las transformaciones inte-
lectuales y, por tanto, cambia, niega, se contradice de una a otra época,

« 68 » Colección Prólogos
de una a otra obra, cuando no se petrifica en un código reiterado que lo
agota en sí mismo.
Pensamos que ahí está la mayor dificultad para establecer la «taxono-
mía generacional» de autores y obras, en especial cuando se trata de la
heterogeneidad de escrituras producidas por las vanguardias.
Desde la Primera Guerra Mundial se agudizaron los cambios de con-
cepciones del mundo –y por tanto del arte– como expresión ideológica
de los grandes cambios sociales estimulados a partir de la revolución
socialista rusa. En el caso hispanoamericano, antes del Modernismo y
con posterioridad a la pérdida de vigencia de los proyectos de unidad
planteados por los ideólogos de la emancipación, «lo nacional» se iden-
tificó o tradujo por «lo rural», como definidor. La nueva estética dariana
propuso una concepción simbólica más universal del arte, pero ésta fue
interpretada globalmente por la crítica regionalista como un «exotismo»
irresponsable donde no aparecía denotada la realidad socio-histórica.
Nuevas investigaciones han comprobado que tales asertos carecían de
base, puesto que en la obra de numerosos modernistas tildados de exoti-
zantes, incluido el propio Darío, nuestra realidad estaba simbólicamente
connotada, es decir, implicitada en el texto aunque no descrita fotográfi-
camente con la técnica paralizadora de «lo pintoresco local», de ancestro
romántico.
Los años 20 encontraban a América Latina en plenitud de una toma
de conciencia nacionalista frente a las reiteradas agresiones del nuevo
adversario político de nuestros países: el imperialismo norteamerica-
no. Ese fenómeno comienza a despertar mentes y brazos desde 1898, a
consecuencia del incidente del «Maine», en el epílogo de las luchas de
emancipación cubana frente a la dominación española. Pero la presencia
imperialista yanqui en Latinoamérica es históricamente muy anterior 19.
Siguió la invasión de Santo Domingo (1909), la apropiación del Canal de
Panamá, la injerencia yanqui en las luchas libradas por el revolucionario
Augusto César Sandino en Nicaragua, cuenta aparte de los sistemáticos
hurtos de territorio perpetrados contra México desde 1835. Todo ello
conformó un cuadro indignante. Abundaron ensayos y panfletos de pro-
testa que tenían abolengo en los textos de Justo Arosemena, Hostos y

Domingo Miliani « 69 »
especialmente en Madre América y Nuestra América, de José Martí, El
continente enfermo, de César Zumeta y el Ariel, de José Enrique Rodó.
Desde entonces la voz de los intelectuales se hizo escuchar alta. A este
comportamiento solidario no escapó siquiera el «cosmopolita» Rubén
Darío con su famosa «Oda a Teodoro Roosevelt».
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) y el triunfo de la Revolución
Socialista Soviética (1917) centraban las miradas en un destino universal
común al hombre contemporáneo, fuese en el sentido de una destruc-
ción genocida (guerra mundial) o de una liberación plena (revolución
social). Buena deuda tiene América Latina con la novelística antibélica
de Remarque y Henri Barbusse. Este último fue leído y citado abundan-
temente por nuestros jóvenes antigomecistas.
Esa visión universal del mundo se manifestó literariamente en un
rechazo al pintoresquismo y al neocriollismo solapados en expresión de
vanguardia, aunque hubiera algunos como Padrón y Frías que intentaran
conciliaciones. Otros rompieron francamente e ironizaron el color local.
Sus antecedentes se hallan en dos escritores cronológicamente anteriores
a la vanguardia: José Antonio Ramos Sucre y Julio Garmendia. La con-
tinuidad y actualización entre los vanguardistas tiene en Uslar Pietri su
exponente más claro.
Los indicios de estas rupturas y alejamientos sólo es posible captar-
los y agruparlos como caracterizadores en la totalidad de la producción
intelectual de aquel momento.
Todo lo anterior, a nuestro juicio, induce a concluir que, tanto por lo
que alude al aspecto literario como al político, entre los miembros de la
supuesta generación de 1928 las brechas y oposiciones existieron desde
un comienzo. Esas diferencias colocaron a sus miembros, gradualmente,
en situación de extraños, tanto en actitudes literarias como políticas, y
los enfrentaron en sus comportamientos frente al devenir del país du-
rante los cincuenta años siguientes. Si se agruparon algunos fue en una
misma inconsecuencia de respuesta ante grandes problemas, urgentes
cuestiones sociales que, si en aquel tiempo se consideraban inaplazables,
al no resolverlas desde el poder –cuando lo han ejercido– mantienen
vigencia acusadora. Se conserva entre ellos, sí, una relación de amistad,

« 70 » Colección Prólogos
de solidaridad aun en las mismas diferencias, que abre o cierra puertas a
posibilidades individuales de acceso a altas posiciones políticas y hasta
financieras, pero nada más.

4. Insurgencia de vanguardias

Dentro de la telaraña de corrientes y contracorrientes que confluyó


en los ventisiete años de dictadura gomecista, la fuerza nueva de trans-
formación quedó constituida, sin duda, por las vanguardias: marxistas en
lo ideológico, ultraístas, futuristas, surrealistas en lo artístico. Venezuela
se ubica, respecto a estas corrientes, en semejanza con el resto de Hispa-
noamérica. El proceso está siendo objeto de reformulaciones importan-
tes para nuestra historia literaria, por parte de críticos e investigadores
recientes. Entre ellos el crítico chileno Nelson Osorio, quien reside e
investiga en nuestro país20.
A raíz de la aparición de los trabajos de Raúl Agudo Freytes, la investi-
gación de la vanguardia venezolana dejó de centrarse en una fecha única:
1928. Es un proceso que arranca y se expande a lo largo de la década de
los 20. Primero, con los aportes de José Juan Tablada y, en menor me-
dida, de Carlos Pellicer. Luego con la producción de los primeros textos
de Salustio González Rincones, Fernando Paz Castillo, Julio Garmendia,
quienes recibieron con entusiasmo y comentaron las nuevas propuestas
estéticas.
Vanguardias políticas y literarias afectan de modo directo la produc-­
­ción intelectual que parte de los comienzos del 20, sea por aceptación
o repudio, hasta hoy. Sea en función de ideologías artísticas o políticas,
sea en divergencias de praxis vital y de respeto o desacato a los escritores
precedentes. Sus resonancias fueron proyectándose y abriendo fisuras
en las ideologías dominantes del Positivismo y el Modernismo. Curiosa-
mente, los receptores esenciales de aquel movimiento fueron precisa-
mente los grupos intelectuales en el poder, puesto que el país mantuvo
sus índices de analfabetismo casi en 80% hasta la muerte de Gómez. Y
también es de notar que, salvo el caso excepcional de Gil Fortoul, el

Domingo Miliani « 71 »
ataque vino de las viejas promociones contra los nuevos y no al revés.
Es más, quienes cronológicamente eran mayores y se identificaron con
las modalidades en germinación fueron escarnecidos duramente por los
pontífices del credo imperante, como ocurrió con Leopoldo Landaeta.
Lo cierto es que la vanguardia inundó el espacio intelectual y se impuso
al menos en algunos rasgos de su lenguaje. Ni siquiera en los cuentistas
de más acendrada convicción revolucionaria está ausente la renovación.
Finalmente el proceso cristaliza en una figura inicial, una actitud, una re-
vista y un libro. Esa figura es Arturo Uslar Pietri. La actitud, una posición
iconoclasta, conciencia crítica frente a las estéticas en declive. La revista,
válvula; la obra: Barrabás y otros relatos.
En cuanto a figuras anteriores en las cuales pudieran hallarse ante-
cedentes, Julio Garmendia se manifiesta como el gran decodificador. Sus
primeros cuentos, antes de formar volumen, aparecieron en la revista
Cultura Venezolana, al menos algunos de ellos. Estaban escritos desde
1922, antes de que su autor viajara a Europa21. Garmendia no llegó a
identificarse explícitamente con los nuevos códigos de la vanguardia,
aunque por la vía de un universalismo fantástico anclado en el contexto
venezolano apuntaba hacia el futuro renovador. Su libro se publicó en
París: La Tienda de Muñecos, 1927. En Venezuela circularon pocos ejem-
plares. Sobre estas referencias he sostenido la tesis de su insularidad, en
el sentido de que su obra no ejerció influjo inmediato en la afirmación
de nuestra vanguardia, pero en cuanto a su mensaje estético lo alejó del
grupo intelectual donde estrenó sus excepcionales dotes de escritor: los
autores de 1918. Otros colegas investigadores han refutado mi plantea-
miento. Los cito y respeto sin compartir sus argumentaciones22.
Julio Garmendia escribió notas y comentarios sobre poetas «nue-
vos». Se refería en este caso a innovaciones menores desarrolladas por
compañeros de tertulia en 1918, en quienes despuntaba alguna frase
futurista apenas indicial –Pedro Sotillo– o en cuya obra aparecía cierta
predisposición de alejamiento postmodernista con referencia a las co-
rrientes imperantes, aun en autores que luego aportarían libros de interés
ubicables en la vanguardia. Es el caso, por ejemplo, de Jacinto Fombona
Pachano. De él puede considerarse próxima a la escritura surrealista la

« 72 » Colección Prólogos
expresión de su poemario Las torres desprevenidas publicado en 1940.
Caso diferente fue el de Antonio Arráiz, también comentado por Garmen-
dia, en cuyo libro Áspero eran perceptibles rupturas formales incluso con
el postmodernismo.
En la narrativa continuaba redundando como tendencia oficial el
Moder­nismo y su variante criollista. De contraparte, los primeros relatos
de un realismo social-grotesco: Pocaterra. Por último, el aporte excepcio-
nal de una novela introspectiva escrita y publicada por Teresa de la Parra
en París: Ifigenia, de la cual el mismo Pocaterra había dado a conocer
fragmentos en su revista La Lectura Semanal (1922). La mayor atención
de lectores seguía concentrándose, no obstante, en Díaz Rodríguez y
Urbaneja Achelpohl, a más de sus epígonos criollistas y cosmopolitas:
Rafael Cabrera Malo, Alejandro Fernández García (Bucares en flor). Dis-
creta pero tímidamente buscaban diferenciarse los regionalistas Julio
Rosales (Aires puros, 1922) y Rómulo Gallegos (El último Solar, 1920).
Las direcciones donde a mucha distancia temporal se observa una
ruptura más profunda, desde la perspectiva de un lector de hoy, pueden
hallarse en «El hombre de otra parte» (1925) de Ángel Miguel Queremel;
en los Cuentos frívolos (1924) de Manuel Guillermo Díaz (Blas Millán)
y en las «Acotaciones de un pesimista» de Joaquín González Eiris. No
podría afirmarse, empero, que fueran estos autores –salvo Queremel–
conscientes introductores de la vanguardia en el cuento. De ahí que en
un panorama escaso en volumen de obras renovadoras, la aparición su-
cesiva de La Tienda de Muñecos (1927) y Barrabás y otros relatos (1928)
significaran históricamente un verdadero impacto. El primer libro, lejano
y destinado a dejar impronta varios decenios después; el otro, puesto a
título de blanco para recibir los dardos de la reacción contra la vanguar-
dia. Y entonces el año 1928 cobra también sentido muy particular para
la historia del cuento venezolano gracias a este primer volumen editado
por Arturo Uslar Pietri.

Domingo Miliani « 73 »
5. válvula, detonante

La primera expresión escrita de una conciencia vanguardista, preexisten-


te a un numeroso grupo de escritores, fue la revista válvula. No sólo su
manifiesto o página inicial, que comienza «Somos...» (redactada íntegra-
mente por Arturo Uslar Pietri) sino una buena cantidad de pequeñas notas
teóricas como «El bauprés en el horizonte», «Forma y vanguardia», además
del «Auto de fe» lanzado por un detractor del Modernismo, Leopoldo
Landaeta, arremetían frontalmente contra el academicismo intelectual de
modernistas y criollistas atalayados en el poder político.
La revista fue fundada por un grupo que conformaron Arturo Uslar
Pietri, Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob, Juan Oropesa, Joaquín Ga-
baldón Márquez, Miguel Otero Silva, Luis Rafael Castro, Alfonso Espi-
nosa, José Salazar Domínguez, Pedro Sotillo, el dibujante cubista Rafael
Rivero Oramas, además de dos integrantes de promociones anteriores:
Fernando Paz Castillo y Leopoldo Landaeta.
La decisión de renovar y crear como responsabilidad asumida en el
manifiesto editorial implicaba, además, una apertura hacia el mundo,
un rechazo a los conceptos de escuelas y demás rótulos literarios. La
intención de sugerir, más que la de imponer nuevos cánones conde-
nados a institucionalizarse, latía en aquella voluntad de sacudida. En
ella se involucraban todas las artes, no sólo la literatura. Desde tiempos
del Círculo de Bellas Artes, en Venezuela habían coincidido pintores,
músicos, poetas, en reuniones donde se discutía fraternal y, a veces
también, acaloradamente, sus problemas estéticos. Con otro instrumen-
to conceptual, divergente del Círculo fundado en 1911, se abarcaba, en
la brevedad de la página-manifiesto la pintura llamada a trascender en
«cuatro brochazos»; una música apta a encerrar en una nota «íntegro, un
estado de alma». Por lo demás había un reto a las tendencias dominantes
oficializadas, contra las cuales el «puñado» de jóvenes se mostraba «sin
caridad». Tampoco habrían de practicarla sus censores, especialmente
el más encarnizado: Jesús Semprum, quien firmaba con el seudónimo
Sagitario y arremetió furiosamente desde las páginas del semanario
Fantoches.

« 74 » Colección Prólogos
El crítico iniciaba su nota con un irónico párrafo donde todos los
nombres propios aparecen con minúscula, igual que ocurría con la ten-
dencia neotipográfica incorporada en válvula a partir del propio título,
escrito en esa forma. Omite la puntuación y los acentos, ridiculiza, en
una palabra, aquella irrupción de quiebra con las normas formales de
la escritura. La infeliz actitud de quien hasta entonces fuera uno de los
más receptivos críticos de nuestra literatura nueva, el mismo que elogió
las audacias poéticas de José Antonio Ramos Sucre y prologó la primera
edición de La Tienda de Muñecos de Julio Garmendia, hace gala de un
sarcasmo ambiguo donde pone en tela de juicio hasta la hombría de quie-
nes empuñaban las consignas de vanguardia. No aportó, en cambio, ar-
gumentos ideológicos estéticos que pudieran admitirse como refutación
a las ideas inaugurales de aquel movimiento que él calificó de suicida y
donde se habrían inmolado, a su juicio, los nombres de Pedro Sotillo o
Ramos Sucre entre quienes rompieron códigos instaurados desde 1918.
Se alboroza de ver liquidado a Leopoldo Landaeta y lamenta los «extra-
víos» de tantos jóvenes de talento.
Semprum, atado a los cánones del Modernismo y del Criollismo,
perdió la visión crítica entonces. No así José Gil Fortoul. El ex encargado
de la presidencia de la República, ideólogo de la dictadura, manifestó
abierta simpatía por las nuevas orientaciones. Había prometido una con-
ferencia sobre la vanguardia para los festejos de la Semana del Estudian-
te. El rumbo que tomó aquel acontecimiento lo llevó a enfermarse pru-
dentemente con lo que Joaquín Gabaldón Márquez llama «una gripecilla
diplomá­tica»23. El texto de lo que habría sido aquella disertación puede
leerse en Sinfonía inacabada. Por cierto, Gil Fortoul no sólo admitió la
renovación sino que atinó a filiar el movimiento venezolano dentro de
los ismos vigentes en Europa e Hispanoamérica. Expuso con discreción
el propósito básico de los escritores de válvula: «En primer lugar no se
trata de pintar o describir la realidad tal como ella aparece al vulgo, sino
tal como el pintor y el poeta pretenden verla, con la mayor sobriedad y
la mayor sugestión»24.
Aquella reacción contra el realismo y, en particular contra el principio
parroquiano de la literatura «criollista» había sido propuesta por la van-

Domingo Miliani « 75 »
guardia como un imperativo: «Nos juzgamos llamados al cumplimiento
de un tremendo deber, insinuado e impuesto por nosotros mismos, el de
renovar y crear. La razón de nuestra obra la dará el tiempo. Trabajaremos
compréndasenos o no»25.
Nativismo y criollismo como expresiones únicas de una «literatura
nacional» obnubilaron las sensibilidades modernistas y postmodernistas.
Regionalistas fueron la poesía y la prosa narrativa escritas por los grupos
de La Alborada y del 18. Paisajista fue la pintura llamada de la escuela del
Ávila, derivación del Círculo de Bellas Artes. El semanario Fantoches, de
ejemplar valentía en su lucha humorística contra la dictadura de Gómez,
mantuvo su adhesión a la estética del criollismo, durante la dirección
de Leoncio Martínez y bajo la orientación ideológica de su crítico oficial
Jesús Semprum.
Un antiguo dilema vino a plantearse en otros términos distintos al
cosmopolitismo de los modernistas. Para las vanguardias el reto consistía
en oponer el universalismo al nacionalismo rural. Ductor estético de las
vanguardias venezolanas había sido Guillermo de Torre. En el «Frontis-
picio» de sus Literaturas europeas de vanguardia (1925) había señalado:
«Mas estamos desposeídos totalmente de todo espíritu nacionalista: nues-
tra mirada perfora las fronteras y enlaza plurales horizontes»26.
Se intentaba, pues, romper con la tradición académica dominante,
no sólo en la literatura, sino también en el poder político. El manifiesto
aludía explícitamente a las «pomposas escuelas difuntas» y propugnaba
universalidad de temas y lenguajes, para lo cual «el ritmo y el corazón del
mundo nos dará la pauta». Los aferrados a viejos moldes entendieron bien
la provocación, aunque no el lenguaje en que detonaba. Y justamente
en el lenguaje, en los temas, en la anarquía de las imágenes, en la libre
asociación de las metáforas autónomas, en la neotipografía germinaban
los corrosivos más poderosos contra el método siglo XIX que seguía
tiranizando las técnicas del cuento y la novela.
Más urticante que el propio manifiesto debió parecer a los académi-
cos el zumbón «Auto de fe» escrito por un hombre de las viejas huestes
literarias: Leopoldo Landaeta. La enfática manera de aconsejar a los jóve-
nes era un guante lanzado al mismo rostro de los modernistas y criollis-

« 76 » Colección Prólogos
tas entronizados. «El pasado no les ofrece sino retórica: declamaciones
y perifollos de una literatura artificiosa, ajena a la realidad venezolana:
echen todo eso a la hoguera, sin temor de cometer injusticia, que si allí
existe algo valioso, resistirá a la prueba del fuego, y ustedes mismos se
encargarán de recoger entre las escorias el oro de buena ley. Por mi parte,
a ejemplo de Boticcelli con sus cuadros, echaré en el fuego mi carga de
falsa literatura»27.
Con semejantes andanadas dirigidas a la intencional ruptura estética,
que era también cuestionamiento político de las posiciones oficiales,
aquel mes de enero de 1928 terminó convertido en un campo de batalla
literario sobre o contra la vanguardia, víspera de la arremetida burlesca
en lo político, desplegada en la Semana del Estudiante del mes siguien-
te. Semprum abrió los fuegos en contra. Uslar Pietri replicó en prosa de
ironías equivalentes, pero añadió una nota conceptual importante: «el
desligamiento de la tradición» y reiteró la idea de la vanguardia como el
arte de sugerir. Finalmente insiste en la tremenda ignorancia con que fue
recibido el impacto ideológico que significó aquella efervescencia inte-
lectual dentro de un clima de dictadura estética por parte de modernistas
y positivistas oficializados, o los sobrevivientes de un romanticismo ca-
tólico atrincherado en la Academia de la Lengua desde los días de don
Julio Calcaño.
Semprum estableció la modalidad de escribir sin puntuación y con
minúscula como burla. Y terminó implorando: «Que Dios tenga piedad
de la válvula y de los hombres que por ahí se desahogan. La caridad es
lo único divino que hay en el podrido barro humano. ¿Pueden tener fe
ni esperanza estos jóvenes que se despojan de la caridad y se quedan
desnudos a pleno sol, escandalosos de vergüenza?»28.
Uslar, en su réplica insistía en la idea de que «... la vanguardia ha ne-
cesitado de una forma exterior aparatosa para significar su desligamiento
de la tradición, para que al simple golpe de vista se dé cuenta el lector de
que se trata de una cosa distinta, pero, lo gritamos, y lo sostenemos, no
constituye ello lo esencial de su credo, se trata sólo de un fenómeno de
formas exteriores del que no vacilaremos en despojarnos cuando seamos
comprendidos». Y en el párrafo final apuntaba que «... la piedra liminar

Domingo Miliani « 77 »
de nuestro credo es la absoluta libertad personal del artista dentro de su
emoción, con la sola consigna de sugerir lo más posible en el sentido de
lo hondo, de lo alto y de lo amplio»29.
Pese a todos los propósitos de clarificación manifestados por los
vanguardistas, la sorna continuó cebada en el aspecto neotipográfico.
Otros salieron en defensa de la tradición bajo pretexto de amplificar el
vanguardismo; entre ellos Lino Sutil, seudónimo de Rafael Silva30.
En dirección distinta se orientó Antonio Planchart Burguillos, quien
intentaba la identificación del proceso vanguardista de producción de
textos con la fabricación serial de productos manufacturados. Premedita-
damente ligaba el fenómeno de la «rusofilia» de seudónimos terminados
en ich o en iev con la vanguardia. Sobre todo persistía en considerar la
eclosión a partir de válvula como una simple moda que, en verdad, no
produjo obra tan al «por mayor» como él pronosticaba. En el fondo, toda
su argumentación, apoyada en Gabriel Tarde, entraba furtivamente a
defender el «autoctonismo» de la norma literaria contra la apertura uni-
versalizante que propugnó la vanguardia31.
Una defensa más abierta de los cánones modernistas, de las reglas
«racionales» del arte, del impresionismo, como supremo ideal del escritor,
aflora de otro texto escrito contra la vanguardia por Avelino Martínez,
quien considera a los nuevos escritores vacíos de inspiración, hilvana-
dores de perífrasis carentes de sentido, «snobistas»; en fin, entiende la
autonomía y el automatismo del lenguaje como algo que «sugiérenos un
jardín cultivado por loco con la manía de arrancar los rosales y resem-
brarlos con las raíces para arriba»32.
Expediente parecido al de Semprum, de utilizar la minúscula inicial
en nombres propios aplicó Tulio Martínez, un mes más tarde de la apa-
rición de válvula, para embestir contra Leopoldo Landaeta y salir igual-
mente en defensa de la institucionalidad modernista33.
En posición más equilibrada, dotado de extraordinaria cultura, el
filósofo venezolano Gabriel Espinoza dedicó tres notas al tema de «El
vanguardismo, sus extravagancias y sus límites»34. Hombre esencialmen-
te racionalista, no aceptó la posibilidad de que una lógica poética utili-
zara recursos de exigencias mayores al lector, como el automatismo de

« 78 » Colección Prólogos
la escritura, la supresión de signos de puntuación, la autonomía de la
imagen respecto a la realidad –planteamiento extremo del creacionismo
que luego fue rectificado por las vanguardias–; en cambio comprendió
e ilustró con penetración la conquista de la libertad rítmica, la polifonía
del verso y otros aspectos que fueron la base sustentadora de una estética
nueva.
Entre los implicados de una u otra manera en válvula, Rafael Angarita
Arvelo, Fernando Paz Castillo y Uslar Pietri aportaron los argumentos de
defensa. Uslar Pietri refutó una nota bastante insustancial escrita por Car-
los L. Capriles35. El texto es interesante porque el joven redactor del ma-
nifiesto hace justo alarde de una formación cultural temprana. Atribuye
la apertura necesaria hacia nuevos lenguajes al proceso de sacudida que
significó en todos los órdenes la Primera Guerra Mundial. Añade la idea
de que «El arte de las vanguardias no es de atrevimiento y tropel», sino
de mesura y busca responsable de nuevos itinerarios estéticos. Finaliza
con dos planteamientos de enorme importancia: «La vanguardia no se
propone levantar estatuas sino desnudar ideas. Es más lógico y más de
hombres». Se trata, pues, de ir «a la busca de una estética más sincera»36.
Angarita Arvelo puso el acento en el espíritu futurista de la vanguar-
dia; hizo señalamientos a los escritores del 18 y apuntó sus consecuencias
inmediatas en la Primera Guerra. La nota era aún juvenilmente confusa.
Glosaba versos de Byeli y proclamaba simpatías por la Revolución So-
viética, muy entre líneas37.
Fernando Paz Castillo, maduro y dueño de una cultura literaria más
decantada venía de los contingentes de 1918 y se incorporó con entusias-
mo a la vanguardia, pero también con mesura y serenidad reflexiva. En
una nota sobre el tema comenzaba afirmando: «No hay vanguardismo.
Hay muchas formas nuevas de expresión que producen una aparente
anarquía entre los escritores, y digo aparente, porque en el fondo todos
están de acuerdo en una cosa: en darle al arte autonomía, en hacerlo
puro, sin llegar por ello al concepto desinteresado del arte por el arte»38.
Insistía en que «lo que hay es un espíritu nuevo», expandido a otras ac-
tividades más allá del arte, incluso de la ciencia y la reflexión: Spengler,
Einstein. Y dentro de ese espíritu nuevo, con notable penetración seña-

Domingo Miliani « 79 »
laba la existencia de una heterogeneidad de muchos ismos implicados en
el término vanguardia. Su nota aludía críticamente a las observaciones de
Gil Fortoul y de Febres Cordero (¿Tulio?) sobre las vanguardias, entendi-
das por este último como «desorden».
En conclusión, a semejanza de lo que políticamente fue la Semana
del Estudiante de 1928, la insurgencia de vanguardia en Venezuela tuvo
un primer punto de impacto, un detonante, en la aparición del primer y
único número de válvula. Ataques y defensas fueron tejiéndose desde
aquel enero de 1928 hasta septiembre del mismo año, cuando circuló
el primer libro claramente inserto en la nueva estética: los cuentos de
Barrabás y otros relatos. En ambos acontecimientos, la figura de Arturo
Uslar Pietri ocupó primera fila literaria, aunque en lo político no tuviera
participación equiparable.

6. Evolución intelectual de Uslar Pietri

Arturo Uslar Pietri nació en Caracas el 16 de mayo de 1906, hijo mayor del
matrimonio entre el general Arturo Uslar y la señora Helena Pietri.
Su infancia y adolescencia estuvieron enmarcadas por la provin-
cia venezolana: Los Teques, Maracay, Cagua. Desde 1915 conoció a un
compañero que ejercería en él influjo importante y con quien habría de
compartir el crecimiento intelectual: Carlos Eduardo Frías.
Hay una incidencia particular que podría explicar en cierto modo
la actitud de Arturo Uslar Pietri en sus días juveniles, con respecto a los
acontecimientos políticos encabezados por los universitarios contra Juan
Vicente Gómez. Su abuelo materno, el médico y general Juan Pietri fue
amigo personal del dictador. Estuvo entre quienes lo impulsaron a actuar
contra Cipriano Castro, en 1908. Cuando Gómez asumió la Presidencia,
el general Pietri formó parte del Consejo de Gobierno, primero como
ministro de Hacienda y luego como vicepresidente de la República, en el
desempeño de cuya responsabilidad murió en 191139. Uslar era entonces
un niño de 5 años; sin embargo, esos vínculos de familia y la condición
militar de su padre debieron pesar sobre el joven que desde 1923 cursaba

« 80 » Colección Prólogos
Ciencias Políticas en la Universidad Central. Su conducta en las acciones
estudiantiles fue, pues, muy discreta, de modo particular en las protestas
de 1928, cuando estaba apenas a un año de obtener su título de Abogado.
En cambio, desde temprano se definió en él la vocación literaria. Como
alumno de secundaria en el Colegio San José de Los Teques empezó a
escribir primeras páginas. Ya en 1922 había publicado un texto, «La lucha»
en Billiken. Sus colaboraciones se hicieron frecuentes también en El Uni-
versal y El Nuevo Diario40.
Lector temprano de modernistas y simbolistas, Eugenio de Castro,
Gómez Carrillo, Remy de Gourmont, Darío, Lugones, Herrera y Reissig,
Horacio Quiroga, Valle Inclán, su escritura inicial estuvo señalada por
esas tendencias.
A partir de 1925 cambian las perspectivas: contactos intelectuales
con otros jóvenes universitarios, nuevas fuentes de lectura: los realistas
rusos: Andreiev, Gogol, en especial el libro común de aquellos estudian-
tes: Sashka Yegulev. Además la Revista de Occidente, editada en Madrid
por Ortega y Gasset, y una especie de breviario para el aprendizaje de
las nuevas estéticas: Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo
de Torre41.
De 1925 en adelante se incrementa la producción y publicación de
textos. Fue abundante la escritura de poemas que sólo recogería en libro
ya en plenitud de su carrera literaria: Manoa (1972). Los primeros cuen-
tos empiezan a difundirse por la misma época42. La vida de aquel escritor
de 20 años estaba delimitada. Antes de que estallase la pequeña esca-
ramuza intelectual contra válvula, Uslar había publicado un texto dra-
mático reimpreso luego en la revista: «E ultreja»43. En 1927, un año antes
de redactar el manifiesto editorial de válvula había publicado un ensa-
yo teórico sobre vanguardismo44. El intelectual ostentaba familiaridad
con principios de la filosofía de Spengler. Estrenaba prosa enérgica y el
poder dialéctico de argumentación que no ha abandonado al ensayista.
Cita a Góngora junto a Goya, Whitman, Mallarmé, Wilde, Lautréamont,
Rimbaud, Marinetti, Cocteau, Picasso, Tzara, Huidobro. No le es ajena
la inclinación hacia los problemas de la plástica, tan palpable en el con-
junto de su obra. Lo más sorprendente es que aquel ensayo de juventud

Domingo Miliani « 81 »
está escrito para refutar puntos de vista reticentes sobre las vanguardias,
expuestos nada menos que por César Vallejo. Cobra relieve singular una
cita extensa, si se piensa que fue esgrimida como argumento en aquellos
días de agrio debate a lo largo de toda América:
Pero ha habido sin embargo hombres superficiales que han tomado la
vanguardia como una excentricidad de artistas ociosos, como un aspec­to
de la antigua manía bohemia de epatar a los burgueses, localizándola co-
mo propia del grupo que por mayores facilidades de medio y ubicación
ha podido vocearla más; colocados sobre esta falsa base han intentado gri-
tar que las nuevas generaciones de América son plagiarias del arte moder-
no europeo.
Uno de éstos es César Vallejo, sudamericano, quien enrostra a las gentes
jóvenes del continente tamaña vaciedad. Bien se ve que no se ha tomado
el trabajo de saber que pertenecemos a una cultura, en todo el ancho sen-
tido que encierra el puñado de letras, y que un fenómeno de ella ha de
arropar a todos los hombres que la constituyen con las necesidades de las
fuerzas fisiológicas, sin que puedan decirse plagiarios los unos de los
otros, pero sí con el derecho de llamar desertores o rezagados a los que no
tienen el valor de colocarse en su momento histórico.
La vanguardia no es ni individual, ni nacional, es un fenómeno de nuestra
cultura que cae sobre todos y que estamos en el deber de ponerle los hom-
bros para que se apoye.45

Así de maduramente razonaba quien apenas unas semanas después


asumiría el papel de ductor ideológico-literario del famoso manifiesto
con que se abría válvula. Pero más que en esta última página de com-
bate, en el ensayo de 1927 existe y se exhibe un conocimiento preciso
del acontecer literario hispanoamericano por parte de Uslar Pietri. Así
consideraba precursores de las nuevas modalidades a Darío y Herrera
y Reissig, afirmación que la crítica más reciente ha corroborado. Sabía
también de la trascendencia que la obra de José Juan Tablada tuvo para
el momento germinal de nuestra vanguardia, «cuyos entretenimientos
no palidecen ante los Caligrammes de Apollinaire». En otros párrafos
recuenta su familiaridad con la evolución de las vanguardias hispano-

« 82 » Colección Prólogos
americanas, de las cuales menciona: estridentismo mexicano, vedrinismo
antillano, nativismo uruguayo de Silva Valdés, creacionismo de Huidobro
y la polémica de éste con Reverdy. Semejantes evidencias en un ensayo
previo a la aparición de válvula plantean una rectificación. El propio
Uslar Pietri, en repetidas ocasiones ha sostenido que por aquellos años de
su iniciación literaria era muy poca y fragmentaria la información maneja-
da por él y sus compañeros46. De ser así, no por fragmentaria puede cole-
girse que dicha información estética no hubiera conectado claramente el
movimiento venezolano con lo que estaba sucediendo en otras partes del
continente. El mejor testimonio lo aporta Uslar. De los textos polémicos
reseñados antes a propósito de válvula, si se excluyen las tres notas bien
meditadas que publicó Ga­briel Espinosa, no se halla ninguna otra página
tan medulosa y con manejo más rico de conceptos que el ensayo de Uslar
Pietri, producido, insistimos, antes de que se publicara la revista.
Con lo anterior creemos que puedan disiparse las sospechas de par-
cialidad por preferencias personales cuando se afirma que fue Arturo
Uslar Pietri la figura decisiva, por conciencia y actuación en lo que a estre-
mecimiento literario representó el año 1928 en la vanguardia venezolana.
Y más: su papel intelectual estuvo en todo caso a la altura de quienes en
otro terreno, el político, desplegaron un frente capaz de conmocionar un
país aletargado por represiones de toda especie.
Entre enero y septiembre de 1928 Arturo Uslar Pietri llena un in-
disputable primer plano intelectual, tanto por sus intervenciones en el
escándalo y la polémica de válvula como por la aparición de su primer
libro de cuentos.
En 1929, doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad Cen-
tral de Venezuela, se marcha a Europa. Lleva investidura de funcionario
diplomático en la Legación de Venezuela ante el gobierno francés y
representante ad honorem en la Sociedad de Naciones. Se le ha encar-
gado innu­merables veces el desempeño de esas funciones cuando sus
compañeros de aulas universitarias estaban prisioneros o en el exilio.
Seguimos creyendo que este criterio puede tener validez histórica para
juzgar su conducta política de juventud, pero no como expediente para
negar su obra. Además, vistos los hechos desde una perspectiva contem-

Domingo Miliani « 83 »
poránea y en contraste con la actitud posterior de muchos protagonistas
estudiantiles de 1928 se pueden considerar los hechos sin que medien
resentimientos de grupo. Para efectos de la historia literaria, aun así, este
criterio resulta estrecho a la hora de valorar obras. En esos mismos años,
Julio Garmendia desempeñaba también modestísimos cargos diplomá-
ticos y otro tanto ocurría con Enrique Bernardo Núñez, para citar sólo a
aquéllos no involucrados en la cohorte oficial de modernistas y positivis-
tas, plegados incondicionalmente al régimen. En los casos de Garmendia
y Núñez, como en el de Uslar, la excepcional calidad de la obra legada
diferencia campos. Se hace innegable.
En Europa, Uslar Pietri tuvo oportunidad de afirmar como expe-
riencia lo que en Caracas había sido vislumbre asimilado en páginas de
libros y revistas donde se hablaba de nuevas modalidades culturales. El
gusto por la pintura se acentúa. Lee con avidez a Bretón, Eluard, Maurois,
Mauriac, Giono, Michaux, Céline. Frecuenta las tertulias surrealistas de La
Coupole. Se actualiza en las controversias generadas a partir del Segundo
Manifiesto Surrealista y las ácidas disensiones provocadas entre Bretón
y sus seguidores, que terminan en detractores. No hace, pues, ni más ni
menos, que otros hispanoamericanos con quienes entabla contacto in-
mediato: Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Luis Cardoza y Aragón,
Max Jiménez. Conoce a intelectuales europeos que estaban en primera
línea de las transformaciones literarias: Rafael Alberti, Robert Desnos,
Max Darieux, Jean Cassou, Adolphe de Falgairolles, George Pillement,
Curzio Malaparte, Massimo Pontempelli y otros47.
Continuos viajes amplían su visión de Europa. Recorre Italia, España,
Inglaterra. Lo estimulante para él, sin embargo, sigue siendo la conviven-
cia con la capital francesa:
Hace veinte años yo era muy joven y vivía en París. Estaba entregado a esa
ciudad como con una fascinación mágica. Su color, su olor, las formas de
su vida, me parecían el solo color, el solo olor, las únicas formas de vida
apetecibles y dignas de un hombre verdaderamente culto. A veces me
ocurría soñar que me había marchado y me despertaba, en mitad de la no-
che, con el sobresalto de una pesadilla. Cuando salía a algún corto viaje,
el regreso me parecía una maravillosa fiesta.48

« 84 » Colección Prólogos
En cuanto a escritura, el cambio más notable operado en el novel
cuentista de Barrabás y otros relatos fue su incursión afortunada en la
novela, quizá la más afortunada. Fue inducido tal vez por la amistad de
dos latinoamericanos que lo animaron, con quienes intercambió expe-
riencias y lecturas de originales: Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias.
Este último residía en Europa desde 1923. Luego de un corto paso de
cinco meses por Inglaterra se había radicado en París. Cursaba con Geor-
ge Reynaud algunas materias relacionadas con las culturas mayenses de
Mesoamérica. Tomaba conciencia a fondo del contexto cultural de su
propio ámbito nativo, irónicamente desde Francia. Es la famosa búsque-
da de una perspectiva de distancia, que los novelistas contemporáneos
latinoamericanos han revivido. Asturias ampliaba un cuento, «Los men-
digos políticos», para convertirlo en El señor Presidente. En 1930 había
publicado en Madrid sus Leyendas de Guatemala, que tanto admiraron
a Paul Valéry.
Carpentier, por su parte, se ocupaba de preferencia en asuntos mu-
sicales y de radiodifusión en la emisora francesa, mientras escribía su
novela Ecue-yamba-O, editada en Madrid en 1933.
En los tres escritores había común preocupación por las nuevas téc-
nicas literarias, particularmente algunas aportadas por el surrealismo, no-
toria presencia en la obra producida por ellos en aquellos años parisinos.
Además, había un común desvelo por estremecer los gastados esquemas
académicos del español:
En esa época hablábamos de un modo inagotable de literatura, de lo que
estábamos haciendo, de lo que había que hacer, de lo que estaban hacien-
do los demás, con un verdadero amor delirante de la palabra, que era muy
curioso. A veces nos daban las dos de la mañana elucubrando sobre pala-
bras y dándole vueltas a giros idiomáticos. Yo me acuerdo, anecdótica-
mente de una cosa... ¿Usted recuerda la frase con que comienza El señor
Presidente? Yo me la sé de memoria porque se la oí a Miguel Ángel ocho-
cientas veces. Dice: «¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralum-
bre!». Y después añade «maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra
en la luz». Ese «maldoblestar» es producto de algo muy gracioso. Un día es-
tábamos hablando del empobrecimiento general del español; se había

Domingo Miliani « 85 »
empobrecido pero había sido muy rico en los comienzos. Luego había caí-
do en una pobreza retórica y dramática muy grande. Yo le decía que una
de las cosas que revelaban la riqueza inicial del castellano y de la libertad
con que lo usaban, algo que luego se perdió, eran los libros que hizo pu-
blicar Alfonso X El Sabio y, particularmente, la General Estoria y las Siete
Partidas. Leyendo las Siete Partidas uno se quedaba asombrado de cómo
usaban la lengua; la riqueza, variedad y propiedad con que la usaban de
una manera creadora, espontánea, con una especie de juego del valor de
las palabras y le decía yo a Miguel Ángel una frase que había encontrado
leyendo las Siete Partidas –ya no recuerdo en qué punto–; allí, en lugar de
decir «de cualquier naturaleza que fuese», dice: «de cualnaturaquier que
fuese». Miguel Ángel se impresionó mucho y de ahí salió el «maldoblestar»
que escribió luego en El señor Presidente.49

Con la fruición de penetrar la raíz misma de su instrumento expre-


sivo, el intelectual de 24 años emprende la redacción de Las lanzas
coloradas. Un modo de ir a los orígenes de la conciencia nacional en
agraz, en el período emancipador, sin caer en los esquemas de la novela
histórica galdosiana.
Nuestro parecer es que en las tres novelas nombradas –Ecue-yamba-
O, Las lanzas coloradas y El señor Presidente– se estaba operando una
verdadera transformación en la narrativa hispanoamericana de los 30.
De ellas, la primera en ser editada fue la de Uslar Pietri; la de más tardía
aparición, El señor Presidente. En las tres se hallan delineados los rasgos
que posteriormente se darían en llamar «realismo mágico», término intro-
ducido en la teoría literaria hispanoamericana por el mismo Uslar Pietri,
como se verá. Los tres autores, asiduos partícipes en las tertulias del
surrealismo francés, procuraban alejarse de aquellos códigos, sin desco-
nocer sus aportes, más bien estudiaban sus postulados para proyectarlos
sobre la realidad artística de Hispanoamérica. Con los años, Alejo Car-
pentier hablará de «lo real maravilloso americano», como nivel diferencial
del maravilloso surrealista50. Y Uslar, parafraseando la expresión aplicada
por Franz Roh al campo de las artes plásticas de los años 20, pondrá a
circular el concepto de «realismo mágico»51.

« 86 » Colección Prólogos
En París, Uslar no sólo maduró con la asimilación de nuevas técni-
cas que se imponían a través de Bretón y que tuvieron largo expediente
de antecesores, sino que también reafirmó sus convicciones hispano-
americanas, al igual que sus otros dos compañeros más próximos. Un
americanismo mágico fue el resultado, algo que más tarde evolucionó
hasta generar la versión mágica del realismo. Esto es indicio de que la
aceptación de algunos cánones surrealistas obedeció a estudio crítico, a
discernimiento y reflexión. No fue un simple contagio de modas y modos
de escribir. Más tarde los tres escritores –Asturias, Carpentier, Uslar– fue-
ron desechando la cadena de prejuicios –favorables o adversos– sobre
el regionalismo y volvieron los ojos a la realidad neocontinental con otra
óptica más moderna, en busca de temas propios que permitieran un
tratamiento nuevo o maravilloso de lo real, como reiteradamente lo ha
venido proponiendo Carpentier.
Los tres escritores radicados en el París de 1931 no estaban ajenos,
por lo demás, a la fuerte manifestación de un antiimperialismo literario e
ideológico que estaba vigente entre los escritores de toda América y que
estimulaba en Europa la incansable combatividad de Henri Barbusse. La
literatura de combate fue más violenta en Asturias, más doctrinaria en
Carpentier, atenuada por una visión artística del mundo en Uslar. Asturias
había fundado en París la Asociación General de Estudiantes Latinoame-
ricanos junto con el uruguayo Carlos Quijano. En diversas formas exte-
riorizaban su solidaridad con las luchas antiimperialistas de Sandino en
Nicaragua52. Carpentier funda y es jefe de redacción de la revista Imán,
patrocinada por Elvira de Alvear. Ya para entonces, el novelista cubano
escribía en la revista Carteles de La Habana sobre la nueva visión –mara-
villosa– de lo americano53.
Aquel año de 1931, Uslar Pietri había concluido Las lanzas colora-
das. Viaja a Madrid para editar la novela en las prensas de Zeus. Con ella
alcanzaría consagración en el ámbito de la lengua española. La obra es
seleccionada entre las mejores del mes en Madrid, por un jurado que
integraban Azorín, Ramón Pérez de Ayala, José María Salaverría, Enrique
Diez-Canedo, Pedro Sáinz Rodríguez y Ricardo Baeza.
Los años siguientes transcurren entre viajes. Periódicamente va a

Domingo Miliani « 87 »
Gi­nebra, como Delegado de Venezuela ante la Sociedad de Naciones.
Co­noce Marruecos acompañado por Miguel Ángel Asturias. En febrero
de 1934 emprende regreso a Venezuela.
El país vivía entonces los estertores de la dictadura gomecista. El viejo
cacique andino había reasumido directamente la presidencia en 1932.
La bonanza fiscal procedente del auge petrolero había permanecido y
se incrementaba año tras año. El país se había remozado materialmente
en algunos aspectos.
El 17 de diciembre de 1935 muere Juan Vicente Gómez. El país grita
y desborda su júbilo. Eleazar López Contreras asume provisionalmente
la Presidencia. Quedaba cerrado así el siniestro período de 27 años de
dictadura, que Eustoquio Gómez –hermano del dictador– y el coronel
Tarazona habían pretendido alargar mediante la liquidación física de
López Contreras, en una conjura que resultó fallida. El Presidente de
transición termina contando con el apoyo de la mayoría y la adhesión
casi inmediata de numerosos intelectuales.
Uslar se incorpora, desde el momento de su regreso, a la vida cultu-
ral del país. Ingresa en la Facultad de Derecho de la Universidad Central
como profesor de la primera cátedra de Economía Política. En lo literario,
ya afirmado, tanto por la consagración que le valió Las lanzas colora-
das, como por la traducción de algunos cuentos suyos a otras lenguas,
rápidamente volvió a entrar en contacto con antiguos compañeros de
faenas intelectuales. Seguido por Pedro Sotillo, Julián Padrón, el fotó-
grafo Alfredo Boulton (Bruno Pla) funda la revista El Ingenioso Hidalgo.
El primer número circuló en marzo de 1935. Allí publicó su ensayo «Pies
horadados», donde se interna en la reflexión sobre el mito y su proyec-
ción literaria. Ideológica y estéticamente, otra revista entró en polémica
con El Ingenioso Hidalgo. Se trataba de La Gaceta de América, dirigida
por Inocente Palacios y donde colaboraron, entre otros, escritores mar-
xistas como Miguel Acosta Saignes. La Gaceta consideró la revista donde
escribía Uslar, como un tanto arte-purista en materia intelectual. El seña-
lamiento se originó a propósito de ciertos artículos firmados por Julián
Padrón. Uslar sale a responder en una apostilla titulada «Asteriscos». Allí
la prosa se muestra madura, ponderada en la adjetivación. Expone sus

« 88 » Colección Prólogos
ideas discrepantes con discreta lucidez. En el texto vuelve a insistir sobre
la idea del conocimiento mágico, en tanto categoría válida del arte, más
allá de su utilitarismo:
El conocimiento no es sino la noción de nuevas relaciones entre las cosas.
A él se llega por los métodos científicos, pero hay cierta categoría de fenó-
menos, de parentescos, de aproximaciones, a los que el científico aún hoy
no puede aspirar. Este es el dominio del poeta. Un conocimiento mágico,
una iluminación inesperada; en la materia de los más bellos versos se vis-
lumbra una noción que todavía no podemos catalogar, ni definir, pero por
donde el espíritu, en cierto modo, entra en posesión de un reino que está
casi más allá de nuestros medios. Es en este sentido que todo verdadero
poeta es metafísico.54

Uslar estaba, pues, inserto ya en la nueva tradición de una estética


del mito y de lo mágico, cuyas elaboraciones posteriores al surrealismo
invadían el escenario intelectual de Europa y América Latina. No es for-
tuito que el propio Gallegos, tan aferrado al realismo, produjera y editara
aquel año una novela arraigada en la sustancia mítica de nuestra región
guayanesa: Canaima (1935), como tampoco el que la atmósfera literaria
venezolana se fuera impregnando de aires metafísicos abrevados en los
poetas alemanes –particularmente Hölderlin y Novalis– cuyas lecturas
están presentes en el grupo Viernes, que irrumpirá con clara actitud su-
rrealista a partir de 1936.
En agosto del mismo 1935 circuló el tercero y último número de
El Inge­nioso Hidalgo. En él aparece otro ensayo importante de Uslar:
«Interlu­dio a la novela». Su teoría del conocimiento mágico queda reite-
rada: «... el arte es muy otra cosa que una receta eficaz, es más bien un
equilibrio inverosímil, una calidad que se revela a la intuición, un cono-
cimiento adventicio e inesperado, una relación mágica»55. Por ello estima
que la novela difícilmente logra esa jerarquía artística. Su conceptuación
apunta posiblemente a un hecho: su inclinación dominante hacia el
cuento, vocación inicial ratificada con los años y de cuya producción su
novelística llega a distar abismos en calidad y elaboración. Transcribo sus
ideas por parecerme de enorme vigencia, próximo a cuanto en aquellos

Domingo Miliani « 89 »
años planteaba Malraux, a propósito de la novela y de las formulaciones
teóricas de Vladimir Weidlé –Les abeilles d’Aristé (1935)– a propósito del
realismo mágico o realismo del mito. Son planteamientos que numerosos
teóricos han reactualizado en nuestros días.
En la novela caben, y sobre todo deben caber, todas las partes y maneras
del hombre: el sexo y el sueño, el lirismo y la matemática, el estudio y la
aventura, la construcción y el delirio. Tiene de su abuelo el poema épico
la manía de relatar alguna ejemplar aventura, de la ciencia, su compañera
e instigadora, el prurito de la observación exacta de la realidad; de la vida,
su materia, el riesgo de caer en lo trivial o en lo absurdo; de la palabra, su
vehículo, el peligro de estancarse en literatura vacua. Por todo ello si no
es el género más artístico, es, sin duda, el género más difícil de lograr ar-
tísticamente.

Según tal concepción, el arte se introduce en la novela «subrepticia-


mente» por caminos «ordinarios», como una carnada que el lector debe
aceptar dentro del juego que se le propone. El sentido lúdico del arte es
tal vez lo de mayor originalidad en aquella breve nota:
Toda obra de arte se inicia con un gesto que tiene mucho de pueril. El au-
tor se propone y propone a sabiendas o no, armar momentáneamente un
juego que distraiga al espectador de la circunstancia viva que lo rodea na-
turalmente. Su gloria y su desgracia residen en ese juego que ha de hacer
aceptar para tornarlo luego en más que vida. Muchos se le rezagan en el
embobamiento infantil que cubre lo profundo de la obra. Para el novelis-
ta esa condición es mucho más cruel y precisa por estar más ligado a lo or-
dinario y absurdo que ningún otro, y por tener que alzar el vuelo con ma-
yor lastre de realidad.

Recuérdese que quien reflexionaba de este modo era un escritor de


29 años. Recién llegado de París, entraba en la vida literaria venezolana
con una densidad cultural que no ha dejado de aportar, desde enton-
ces, valiosos planteamientos aun en sus contradicciones. Si su vocación
dominante era la literatura, el reconocimiento nacional a la calidad del
cuentista se presentó ese año 1935, cuando obtuvo con su texto «La

« 90 » Colección Prólogos
lluvia», el primer premio de un concurso promovido por la revista Élite.
Se trata de uno de sus trabajos narrativos más antologados y traducidos.
Unos meses después editó su tercer libro: Red. Cuentos (1936).
Cuando el país superaba a medias las convulsiones sociales surgi-
das a raíz de la muerte de Gómez y el régimen de López Contreras, ya
afianzado, se orientaba hacia una persecución sistemática contra organi-
zaciones populares de izquierda, Uslar desempeñó modestos cargos en
el Ministerio de Relaciones Exteriores, mientras dedicaba la mayor parte
de su tiempo a la docencia universitaria.
En 1938 figura, al lado de otros catedráticos, entre los fundadores
de la Facultad de Economía de la Universidad Central. Para entonces
era director de Política en el Ministerio de Relaciones Exteriores, cargo
que deja para desempeñar el de director del Instituto de Inmigración y
Colonización. Había ingresado en la vida pública. Y también en la po-
lítica. En el seno del poder alternaban posiciones paradójicas. De una
parte se había configurado un sector eminentemente cerrado, proclive
a un gomecismo residual. De la otra, un sector liberal más progresista.
El segundo se aglutinó en torno al Partido Agrario Nacional, que pro-
clamaba pequeñas reformas. Entre los fundadores estaba el nombre de
Arturo Uslar Pietri, al lado de personalidades políticas relevantes que
desempeñarían, después de López Contreras, funciones de importancia.
Entre ellas destacaban Manuel R. Egaña, J. González Gorrondona, e inte-
lectuales como Ramón Díaz Sánchez, Manuel Felipe Rugeles, Julio Mo-
rales Lara y el eminente pediatra Pastor Oropeza. Representaban todos
inteligencias de la burguesía progresista liberal. Sus buenas intenciones
duraron poco.
En medio de una nueva conmoción bélica que puso en expectativa
al mundo entero, la situación política de Venezuela se complicaba. La
ilegalización de las fuerzas de izquierda y el clima general de desconten-
to ocupaban el escenario nacional. En el poder, el gabinete de Eleazar
López Contreras hacía crisis. El afamado científico venezolano, Enrique
Tejera, renunció al Ministerio de Educación. Fue reemplazado por Uslar
Pietri, quien se convirtió en el ministro más joven del nuevo equipo eje-
cutivo. Su actuación fue brillante y se le reconoció una voluntad de mo-

Domingo Miliani « 91 »
dernizar las anticuadas estructuras pedagógicas del país, a pesar de que
aún eran exiguos los recursos asignados a esta área vital de la nación. En
el desempeño de sus funciones redactó una Ley de Educación conocida
como Ley Uslar Pietri o Ley del 40, cuya modernidad fue indiscutible.
En 1941 asume la Presidencia de la República el general Isaías Me-
dina Angarita. Hay unanimidad en admitir que se trató de un régimen
de amplias libertades, caracterizado por el libre juego de opiniones y de
organizaciones políticas. En el gabinete del nuevo gobernante, Arturo
Uslar Pietri tuvo figuración desde el comienzo. Primero, fue secretario de
la Presidencia de la República y se le atribuyeron condiciones de ser el
gran consejero presidencial en las medidas de distensión política. Luego
actuó como ministro de Hacienda y, finalmente, para el momento en que
fue derrocado aquel militar admirable en su respeto de la libertad, Uslar
sería su ministro de Relaciones Interiores.
Medina introdujo medidas de liberalización ideológica, legalizó las
organizaciones de izquierda, mantuvo un amplio clima de amnistía. En
el momento de ser derrocado no había un solo prisionero político en las
cárceles venezolanas. La importancia de Uslar como figura descollante
en esos momentos en que se liquidaban las ejecutorias del caudillismo
andino en nuestra política, la significa Ramón J. Velásquez en la siguiente
forma:
Por otra parte, Arturo Uslar Pietri ya para 1942 se ha convertido en la gran
figura del régimen. A Uslar Pietri se le asigna entonces el papel de sumo
inspirador de los grandes cambios de estilo en el gobierno, al tiempo que
sus enemigos lo acusan de atizar la división entre los generales López Con-
treras y Medina Angarita. Para los ya reducidos grupos regionalistas, Uslar
es antiandino y para los conservadores es un peligroso aliado de los co-
munistas.
Correspondan o no estos elogios y estas acusaciones a la verdad, es lo cier-
to que Uslar Pietri, desde Miraflores, tendió un puente entre la mayoría de
los escritores, poetas y artistas y el gobierno, y abrió el camino de los re-
presentativos de la generación del año 28 que no quisieron aceptar la je-
fatura de Rómulo Betancourt.56

« 92 » Colección Prólogos
En realidad, a partir de aquella época, la equidad demostrada por
Uslar Pietri en materia política le ha granjeado respeto hasta de sus más
encarnizados adversarios.
El 18 de octubre de 1945, Medina Angarita fue derrocado por un
golpe cívico-militar al que se le quiso imprimir nuevamente el sentido de
una «Revolución». En él se habían confabulado políticos como Rómulo
Betancourt, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Luis Beltrán Prieto Figueroa,
Luis Augusto Dubuc, Luis Lander, Alejandro Ávila Chacín, en connivencia
con militares de graduación intermedia: Mario Vargas, Carlos Delgado
Chalbaud, Luis Felipe Llovera Páez, Marcos Pérez Jiménez y otros. Se
constituyó en seguida una Junta «Revolucionaria» de Gobierno presidida
por Rómulo Betancourt. Los funcionarios del medinismo son hechos
prisioneros. Entre ellos Arturo Uslar Pietri, quien comparte una celda
de la Escuela Militar con el general Eleazar López Contreras. Entonces
el escritor sabe del exilio, de la persecución, de la enajenación de sus
bienes, medida ésta adoptada por un Jurado de Responsabilidad Civil y
Administrativa que gozaba de poderes extraordinarios otorgados por la
Junta Revolucionaria de Gobierno.
A fines de noviembre Uslar es «extrañado» del país con los ex pre-
sidentes López Contreras, Medina Angarita y otros altos representantes
del régimen depuesto. Reside en Estados Unidos. En ausencia se le juzga
bajo acusación de haberse apropiado 1.400.000 bolívares. Le son con-
fiscados sus bienes57. Desde Nueva York, en marzo de 1946, escribe una
carta pública a Rómulo Betancourt, donde se defiende por el atropello
contra su dignidad, puesta en entredicho en un juicio que, por lo demás,
fue arbitrario, como lo demostró el tiempo.
En Estados Unidos, Uslar Pietri se dedica al ejercicio de la docencia
en la Universidad de Columbia. Enseña nuestra literatura a los estudian-
tes de español. Producto de sus cursos es el volumen Letras y hombres
de Venezuela. Colabora, además, semanalmente en el diario El Nacional
de Caracas, actividad que mantiene en forma ininterrumpida hasta hoy.
Por aquellos años sostiene una valiente posición crítica sobre asuntos
políticos y económicos, desde su perspectiva ideológica.
Mientras tanto, Venezuela se abocaba a un proceso de elecciones po­

Domingo Miliani « 93 »
pulares directas, las primeras del presente siglo, la única reivindi­cación
permanente concedida por la Junta de Rómulo Betancourt. Rómulo Ga-
llegos es electo presidente de la República. Su mandato será efímero.
Los mismos militares que habían echado del poder a Medina Angarita,
acechaban en la sombra. El 24 de noviembre el novelista fue derrocado,
puesto en prisión y lanzado fuera del país. La conjura se expandía en un
corto mandato de Carlos Delgado Chalbaud quien sería asesinado por
sus propios compañeros para abrir cauce sangriento a otra dictadura: la
de Marcos Pérez Jiménez.
En Norteamérica, la actividad intelectual de Uslar se intensifica. Con-
cluye su segunda novela: El camino de El Dorado (1948) con la cual le
es concedido en Venezuela el Premio Arístides Rojas. Era el reconoci-
miento nacional a un gran ausente. Además termina y publica un tercer
volumen de cuentos: Treinta hombres y sus sombras (1949), conjunto de
extraordinaria calidad renovadora. Por último, concluye y edita en Chile
una serie de ensayos bajo el título de Las nubes, cuyas páginas están
cargadas de inquietantes reflexiones sobre nuestro devenir cultural. La
plenitud llegaba.
En julio de 1950 regresa a Caracas. Se integra en la docencia supe-
rior, en la Universidad Central de Venezuela y el Instituto Pedagógico
Nacional. La brillantez de sus exposiciones sobre Literatura Venezolana
no demoró en granjearle prestigio y simpatía. Combina esta labor con
actividades de la empresa privada. Con su amigo de infancia, Carlos
Eduardo Frías, funda una compañía publicitaria, que dirige hasta 1963.
Dirige también el «Papel Literario» de El Nacional, en cuya tarea destacó
por su receptividad y amplitud frente a nuevos valores literarios.
El asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, perpetrado en 1950, había
sumido a Venezuela en umbrosa situación política. Gradualmente cesó
el libre juego de los partidos. Los sindicatos, clausurados primero, se
oficializaron bajo el control de la dictadura. Una inmigración anárquica
provoca el desempleo y el descontento general. La ciudad sufre una
metamorfosis endemoniada dentro de una improvisación arquitectónica
que desfigura su ya maltrecho rostro. Uslar mantiene una conducta dis-
creta. No obstante, en su columna periodística deja traslucir, entre líneas,

« 94 » Colección Prólogos
observaciones críticas valiosas. La censura de prensa no permitía que
nadie fuera más explícito. Quien lo intentaba estaba expuesto a sufrir
la misma suerte de una figura que por la valentía de sus mensajes debió
salir expulsada y terminó padeciendo atropellos físicos en el exilio: Mario
Briceño Iragorry.
El proceso represivo se agudizó a partir del desconocimiento de elec-
ciones libres convocadas y realizadas en noviembre de 1952. El ganador
había sido el partido URD, donde convergía todo el descontento y el
rechazo unánime contra el régimen de Pérez Jiménez.
Los campos de concentración y las cárceles, la tortura y la persecu-
ción, los atentados y las liquidaciones físicas de dirigentes democráticos
campean nuevamente en la escena venezolana.
La labor cultural de Uslar Pietri comienza a difundirse desde 1952 a
través de un programa de televisión denominado Valores Humanos. Su
marginamiento de la vida política del país será prolongado, casi hasta
vísperas de la caída de Pérez Jiménez. El régimen dictatorial entra en
descomposición y crisis a mediados de 1957. La resistencia clandestina
se organiza de manera unitaria. Insurge una Junta Patriótica donde con-
vergen sectores políticos y clases sociales sin excepción. Las protestas
estudiantiles y sindicales se intensifican. El 1 de enero de 1958 emerge un
primer movimiento militar de la Fuerza Aérea. Los grupos económicos
y religiosos apoyan las sacudidas que desde distintos ángulos cristalizan
en un gran movimiento nacional. El 10 de enero aparece en la prensa un
manifiesto firmado por numerosos intelectuales. Entre ellos está Uslar
Pietri. Los firmantes son detenidos en la Cárcel Modelo de Caracas. El 23
de enero de ese año el país queda liberado del dictador y se restituyen
las libertades públicas.
En el quinquenio de 1952 a 1957 la tarea de escritura es fecunda
para Uslar. Desde 1950 en que editó De una a otra Venezuela sus ideas
liberales, proclives a la defensa de la libre empresa, son discutidas con
calor pero también con respeto hacia un hombre consolidado ya de
manera indiscutible en la historia intelectual. Alterna la crítica con los
ensayos de temas económicos, sociales o literarios. Así van sucediéndose
ininterrumpidamente sus libros: Apuntes para retratos (1952), Arístides

Domingo Miliani « 95 »
Rojas (1953), Breve historia de la novela hispanoamericana (1954), El
otoño en Europa (1954), Pizarrón (1955). Las academias lo incorporan
como Individuo de Número: en 1955, la de Ciencias Políticas y Sociales.
Su discurso relativo al problema petrolero hace recordar al hombre que
muchos años antes había acuñado una frase: «Hay que sembrar el petró-
leo». La polémica no se hace esperar. En 1958 es sucesivamente recibido
por las Academias de la Lengua y de la Historia.
El retorno a la normalidad política del país lo inserta nuevamente
en actividades públicas. En 1958 es electo senador independiente. Llegó
a constituir la inteligencia parlamentaria llamada a la toma de grandes
decisiones. Es la década de los 60, de turbulencia política inusitada. En
efecto, entre 1959 y 1964, durante el ejercicio presidencial de Rómulo
Betancourt, Venezuela vive una de sus más tremendas crisis político-so-
ciales. La división de Acción Democrática y la aparición del Movimiento
de Izquierda Revolucionaria como desprendimiento de aquella organi-
zación en el poder, señalan una tormenta política inminente. En 1961, el
Partido Comunista de Venezuela emite, a través de su secretario general,
Jesús Faría, la tesis de que hay que prepararse para la toma del poder por
cualquier vía, sin descartar la lucha armada. La Revolución Cubana ilumi-
na de esperanzas transformadoras con su ejemplo insoslayable. Se veía
entonces la vía armada como salida para solucionar en forma revolucio-
naria los problemas sociales y económicos, la dependencia, económica y
política, vigentes a lo largo de todo el siglo. La respuesta oficial del parti-
do de gobierno fue la persecución y las provocaciones contra los grupos
de izquierda. Aquello generó una cadena de convulsos movimientos que
culminaron con el allanamiento de inmunidad parlamentaria ejercido
contra los líderes del Partido Comunista y del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria. Las guerrillas proliferaron en la ciudad y el campo. Dos
levantamientos armados de carácter militar tuvieron como escenario las
ciudades de Carúpano y Puerto Cabello. Esta última fue teatro de una
masacre ordenada personalmente por el presidente constitucional y co-
mandante en jefe del Ejército: Rómulo Betancourt.
En 1963, dentro de un clima de gran agitación, el país se preparaba
para una nueva contienda electoral. Las coaliciones de partidos y los

« 96 » Colección Prólogos
frentes originan numerosas fórmulas. El nombre de Arturo Uslar Pie-
tri, respaldado por su enorme prestigio intelectual y por su irreductible
opo­sición contra Acción Democrática participará en la campaña como
candidato a la Presidencia de la República. Inicialmente se le consideró
como el más llamado a constituir una candidatura de unidad nacional.
Ramón J. Velásquez refiere así aquella circunstancia:
Además de su nombre como literato y humanista había sido la principal fi-
gura política en el gobierno de Medina Angarita. (...) Además había sido el
primer político que utilizó la televisión como medio para llegar al gran pú-
blico con el sistema semanal de charlas sobre los grandes personajes del
mundo. Y era un vocero del más duro e intransigente antiacciondemocra-
tismo. El AVI desilusionado por la respuesta de Acción Democrática po-
dría respaldar su empresa, así como los numerosos sectores nacionales
que simpatizaron con Medina Angarita y también el Partido Comunista
que recordaba las excelentes relaciones mantenidas durante su gestión
como consejero político del presidente Medina. En su primera presenta-
ción como posible candidato presidencial de la oposición, Uslar criticó se-
veramente al gobierno de Betancourt por «no haber sabido liberar al país
del proceso de divisionismo y violencia imperante y por no resolver nin-
guno de los problemas nacionales, poniendo en peligro la estabilidad del
sistema democrático».58

El sectarismo de unos, la soberbia de otros y el señalamiento de las


izquierdas de que Uslar Pietri era un representante de las oligarquías fi-
nancieras nacionales y transnacionales hicieron fracasar la posibilidad de
un entendimiento en torno a una candidatura unificadora de los sectores
más progresistas del país, en aquellas circunstancias de una democracia
que, de representativa se había tornado represiva.
Frustrada la idea de una candidatura única de oposición, coyuntura
propicia a la derrota de Acción Democrática, Uslar mantiene su condi-
ción de candidato respaldado por un movimiento que organizara Ramón
Escovar Salom bajo el nombre de Frente de Unificación Nacional (FUN),
de donde saldría más tarde el partido FDN (Frente Democrático Nacio-
nal). Sectores independientes, el movimiento agrarista de Ramón Quija-

Domingo Miliani « 97 »
da (grupo disidente de Acción Democrática y de una subdivisión llamada
ARS) y algunos otros grupos reiteraron el apoyo a Uslar Pietri.
Ese mismo año, dentro de las acciones insurreccionales, un grupo
guerrillero urbano asalta el Museo de Bellas Artes. Roba unos valiosos
cuadros que formaban parte de la exposición Cien años de pintura fran-
cesa. La acción, que procuraba efectos publicitarios para el diezmado
movimiento guerrillero venezolano, manifestó la voluntad de entregar
dichas obras en manos de una persona de comprobada honradez. Eligió,
justamente, a Arturo Uslar Pietri. Aquel gesto dejó disipada, de una vez
por todas, cualquier sospecha de apropiación indebida con que se le
había acusado a raíz del derrocamiento de Medina Angarita.
Concluidas las elecciones del 1 de diciembre de 1963, Uslar Pietri
resultaba favorecido con una alta cifra de votos (469.240), por sobre la
figura de Wolfgang Larrazábal, quien había sido el carismático líder del
retorno a la democracia en 1958. Alcanzó, pues, un cuarto lugar, supera-
do sólo por el candidato triunfante –Raúl Leoni–, Rafael Caldera y Jóvito
Villalba. Era además un tenso proceso donde las izquierdas insurrectas
habían proclamado una fallida política de abstención militante. Por lo
demás, Uslar logró aglutinar electores de clases contrapuestas: los secto-
res marginales de la capital, la clase media y los grupos económicamente
más fuertes de Caracas.
Triunfante Raúl Leoni, para el ejercicio de su mandato buscó y logró
una alianza triple en el poder: Acción Democrática –su partido– URD y
los sectores que habían apoyado a Uslar Pietri. Este fenómeno se conoce
históricamente como gobierno de Amplia Base. Uslar invita a los distin-
tos grupos que lo habían secundado en su campaña electoral, para que
se unifiquen. Funda un nuevo partido, del cual será presidente: Frente
Nacional Democrático. Por primera vez su nombre asume públicamente
una connotación de líder partidista. Esta actitud le fue recriminada por el
hecho de que su candidatura presidencial había nacido con signo inde-
pendiente. Su comportamiento amplio y tolerante, sus esfuerzos por lo-
grar una política de pacificación y de retorno a la legalidad para los grupos
de izquierda, fueron el balance en favor de aquella participación breve
en el gobierno de amplia base. Esto le fue reconocido unánimemente, al

« 98 » Colección Prólogos
igual que sus sinceras gestiones por conseguir la inmediata libertad de los
numerosos prisioneros políticos que Betancourt había legado al gobier-
no de Leoni como lastre muy incómodo. Solicitaba, además, la revisión
de cuantiosos juicios militares seguidos a civiles que habían participado
en las luchas insurreccionales. Poco éxito habrían de obtener sus plan-
teamientos. Las guerrillas prosiguieron sus actividades, por lo menos en
tres estados del país: Lara, Falcón y Trujillo. Del lado oficial, las torturas y
la represión se mantuvieron inmodificadas; el enorme aparato represivo
montado por Betancourt, permaneció incólume. Sólo a fines de 1964 se
atenuó el enfrentamiento con la medida de conmutación de penas de
prisión por exilio, para los dirigentes revolucionarios en armas.
Aquel experimento tripartita de gobierno duró poco tiempo. En
marzo de 1966 Uslar Pietri anuncia públicamente el retiro de su partido
político, en carta al presidente Leoni. ¿Razones? El poco éxito alcanzado
en el cumplimiento del programa común y la carencia de consenso en
las decisiones políticas. En realidad, su propio partido estaba conmovido
por contradicciones y divergencias internas que habrían de concluir con
la disolución de la militancia en varios grupos. El primero de ellos acom-
pañó a Ramón Escovar Salom. Se avecinaba un nuevo proceso electoral.
Uslar entra en alianza con otras fuerzas dentro de un Amplio Frente de
Oposición promovido por Miguel Ángel Capriles, secundado por Wolf­
gang Larrazábal y Jorge Dáger, entre otros. El amplio frente resultó es-
trecho. Un sector era partidario de lanzar la candidatura presidencial de
Miguel Ángel Capriles. El otro, dentro del cual se insertó Uslar, proponía
respaldar la candidatura de Rafael Caldera, quien habría de resultar el
nuevo triunfador. Posteriormente, Uslar, Miguel Otero Silva y otros inte-
graron un nuevo frente llamado de la victoria, que respaldó la candida-
tura de Miguel Ángel Burelli Rivas. Eran momentos dramáticos para el
partido de gobierno, que nuevamente se escindió por divergencias en
la elección de su candidato. De un lado afloró el Movimiento Electoral
del Pueblo, cuyo candidato presidencial fue Luis Beltrán Prieto Figueroa.
Lo que restaba de Acción Democrática acompañó en la derrota la candi-
datura de Gonzalo Barrios. Las nuevas elecciones expresaron el eclipse
político de Arturo Uslar Pietri. Volvería a ser electo al Congreso Nacional,

Domingo Miliani « 99 »
pero su partido entraba en franco declive hasta la disolución posterior.
Uslar renuncia a la Secretaría General de su grupo, cargo que entrega a
Pedro Segnini La Cruz. Queda como asesor político, solamente. Retorna
de manera predominante a su labor intelectual que, por lo demás, en los
últimos cinco años, había quedado reducida a una mínima producción.
En efecto, si se revisa su bibliografía entre 1962 y 1967, se observará
que publica dos novelas integrantes de una trilogía titulada El laberinto
de fortuna. Ellas fueron: Un retrato en la geografía (1962) y Estación de
máscaras (1964). Ambas novelas dejaron mucho que desear en lectores
acostumbrados a la impecable escritura literaria del autor. No ocurrió así,
en cambio, con el cuarto volumen de cuentos, Pasos y pasajeros (1966)
de excelente elaboración.
En la ensayística, entre 1958 y 1962, aportó tres libros de importancia:
Venezuela, un país en transformación (1958), Materiales para la cons-
trucción de Venezuela (1959), Del hacer y deshacer de Venezuela (1962).
Publicó además una serie de textos sobre la educación, bajo título La
universidad y el país (1961) destinado a encender polémicas un tanto
ácidas. Como se ve, los años de mayor actividad en la vida política fueron
de escaso incremento literario para su obra.
En 1969, Caldera toma posesión de la Presidencia de la República.
Uslar actúa como parlamentario. La política de pacificación del nuevo
gobernante fue recibida con alguna reticencia por ciertos sectores par-
lamentarios, especialmente el derrotado partido Acción Democrática. La
legalización de los partidos de izquierda comienza con el retorno a la
vida abierta de un maltrecho Partido Comunista. El MIR propone acoger-
se a la legalidad y pide que sea Uslar Pietri el vocero de su decisión ante
el Gobierno. Nuevamente su nombre está señalado por el respeto a la
amplitud de ideas y la tolerancia de puntos de vista contrarios al suyo.
En el mismo período de gobierno de Rafael Caldera, Uslar Pietri pasa
de la vida política al periodismo, como director del diario El Nacional.
Mantiene el prestigioso periódico en una línea de eclecticismo y obje-
tividad informativa y continúa escribiendo semanalmente su columna.
De esa labor sólo habría de retirarse con otro cambio de poder, operado
con el triunfo aplastante de Carlos Andrés Pérez para la Presidencia de

« 100 » Colección Prólogos


la República. En ese mismo tiempo se retira del Congreso con un me-
morable discurso. Publica dos nuevos volúmenes de ensayos: En busca
del nuevo mundo (1969) y La vuelta al mundo en diez trancos (1971).
Durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez es designado representante
de Venezuela ante la UNESCO, un organismo donde la claridad de ideas,
la asombrosa cultura y, sobre todo gran ponderación lo llevaron a de­
sempeñar altí­simas responsabilidades. Regresa al país, para continuar
incansablemente su trabajo de escritor, sin desligarse de la institución
internacional donde han transcurrido sus últimos años.
Desde el punto de vista de la evolución de sus ideas literarias, aquel
joven escritor que había convulsionado el ambiente intelectual vene-
zolano de los años 20 con sus textos doctrinarios sobre la vanguardia,
particularmente a través de válvula y de su muy meditado ensayo de
1927, mantuvo a lo largo del tiempo una definida voluntad de universa-
lizar nuestros temas contextuales. No fue la suya una prolongación de
cosmopolitismos asimilados de la estética modernista. La diferencia entre
ambos conceptos fue aprendida por Uslar en sus lecturas de Guillermo
de Torre, quien dedicó unas líneas de clarificación del problema en sus
Literaturas europeas de vanguardia:
Mientras lo cosmopolita es solamente general, lo universal es general y lo-
cal; y esta característica es lo que hace (...) que una obra literaria (...) de
valor universal pueda ser gustada con plenitud de entusiasmo tanto en su
medio nativo, por virtud de las cualidades locales que posee, como por un
medio exótico, merced al valor de amplia universalidad que irradia.59

Esa conciencia de universalidad le permitió reelaborar la materia


local para proyectarla más allá de su ámbito, especialmente en sus cuen-
tos y en Las lanzas coloradas. La difusión que su obra narrativa llegó a
alcanzar entre los países de América Latina y la gran acogida que ha te-
nido en España, se complementa con las numerosas traducciones a otras
lenguas, que esas obras han conquistado por derecho propio. No obstan-
te, en el momento en que aquellas ideas y propósitos incursionaban en
el estrecho cauce literario del país, sonaron a provocación e irreverencia
contra la mitificación del criollismo. Hasta su tercer libro de cuentos, esa

Domingo Miliani « 101 »


posición ideológico-estética rigió la escritura narrativa de Uslar. El cam-
bio de perspectiva hubo de producirse por la década de los 60.
En 1967, Caracas congregó un numeroso conjunto de escritores y
críticos, quienes se reunían en un Congreso del Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana, convocado en la capital venezolana con mo-
tivo de ser concedido por primera vez el Premio Internacional de Novela
Rómulo Gallegos al escritor peruano Mario Vargas Llosa. Por esos días,
Uslar es centro de polémica literaria por dos planteamientos, uno sobre
«La muerte de la crítica», otro, relativo al «vasallaje intelectual» de Vene-
zuela, donde pareció que regresaba intencionalmente a un nacionalismo
estético, antítesis conceptual de sus posiciones a lo largo de todo un
camino luminoso de creación universalista. Sin embargo, la repercusión
en su obra narrativa no fue tan absoluta. Su libro Pasos y pasajeros (1966)
mantenía la misma línea de expansión temática y expresiva donde hábil-
mente se escamotea el localismo. No es que la materia estuviese ubicada
en un ámbito geográfico diferente al nacional. Por el contrario, su arrai-
go histórico y espacial continuaba bien fincado en nuestros contextos.
Pero la destreza del narrador supo ubicar el desarrollo en una dimensión
válida para cualquier marco referencial de sus lectores y ese es uno de
los grandes secretos de su éxito internacional como cuentista, reiterado
luego en 1980 con un quinto volumen: Los ganadores, donde la temática
amplia y la sobriedad de escritura lo proyectan ya como un clásico del
relato hispanoamericano.

7. Barrabás y otros relatos

El primer libro de Arturo Uslar Pietri, un escritor de apenas 22 años,


había nacido en una coyuntura histórico-literaria y política a la que nos
hemos referido ya extensamente. Pero vale insistir en un aspecto: si vál-
vula fue el detonante para el estallido de una nueva estética implantada
por las vanguardias venezolanas, Barrabás fue la cristalización de una vo-
luntad de alejamiento frente a los mellados códigos narracionales del crio-
llismo y de los últimos vestigios de un modernismo cosmopolita. Ya en

« 102 » Colección Prólogos


años distantes a aquella primera aventura del cuentista, el autor evocaba
la intención que rigió la escritura de su primer libro y decía a propósito:
Hace veinticinco años, algunos de los que éramos jóvenes escritores ve-
nezolanos sentíamos la necesidad de traer un cambio a nuestras letras. La
escena literaria del mundo estaba entonces llena de invitaciones a la insu-
rrección y nuestro país nos parecía estagnado, lleno de esfinges que bus-
caban Edipos, y necesitado en todos los aspectos de una verdadera reno-
vación. Con una información demasiado rápida, fragmentaria y superficial,
comenzamos a hacer «vanguardia» y a pedir cambios. Pero un día adverti-
mos que no bastaba con discutir y proclamar, sino que había que realizar
una obra que reflejara, en su condición nueva, la presencia de una nueva
conciencia no sólo de la literatura, sino de la condición venezolana.
Fui uno de los que se puso a esa esperanzada tarea. De ella nació Barra-
bás y otros relatos, el primero de mis libros, que apareció a fines del año
1928. Eran unos cuentos que buscaban no parecerse a los cuentos que
hasta entonces se venían escribiendo en Venezuela. El primero y más ob-
vio de sus propósitos era el de reaccionar contra el costumbrismo pinto-
resco. Se empezaba por Barrabás, que no era un personaje costumbrista,
sino la posibilidad de un conflicto humano válido y profundo: el hombre
oscuro que participa decisivamente, y sin darse cuenta, en el momento
más importante de una gran religión universal que va a nacer.60

Aquel volumen, integrado por 16 relatos, algunos de los cuales ya


se habían difundido en revistas y periódicos61, estaba destinado a es-
tablecer una diferencia, a trazar una línea divisoria en nuestro arte de
narrar. Sin embargo, el carácter innovador del volumen no bastó para
dar homogeneidad al contenido global. En muchos relatos, es cierto,
existen concesiones de lenguaje, tema y estructura a las corrientes lite-
rarias dominantes para entonces: modernismo y criollismo. No se podía
exigir más. La formación intelectual del joven escritor y las condiciones
histórico-culturales tampoco lo permitían. Pero esa intención innovadora
fue el primer acto realizado a conciencia plena. Y cincuenta años des-
pués de publicado, el libro conserva su frescura inicial. Tiene actualidad
para lectores que están por encima de las controversias parroquianas.

Domingo Miliani « 103 »


Trascendió, pues, el momento de su aparición. Se proyectó, con otros
libros de su autor, más allá de la geografía nacional.
La asombrosa madurez de oficio en su autor, la destacaba Pedro So-
tillo en el mismo año de aparición de aquel libro memorable.
Pertenece A.U.P. al grupo esencialmente representativo de su tiempo. No
va a la literatura por el asalto injustamente generalizador que denunció un
renombrado intelectual endiosador de su época y de la labor realizada en
su época. Tampoco lo va por la palabra consagratoria de un escritor ante-
rior, pues ya sólo los interesados se atreven a creer en tales consagracio-
nes. Va por un imperativo vocacional al que ha estado dándole firme ba-
samento cultural.
La literatura que realiza Uslar Pietri escapará siempre a los improvisado-
res. No basta leer, escribir y el soplo divino. Ya pasó la edad de oro de los
inspirados, y vivimos una hora áspera en que el arte es una grave respon-
sabilidad. Y este descubrimiento dista mucho de ser viejo en Venezuela,
pese al desdén entre olímpico y rencoroso de algunos y a la ignorancia in-
tegral de los otros.62

Aquella primera salida pública del escritor en un libro, no podía estar


cimentada en el espaldarazo de algún escritor consagrado, porque la
ruptura estética había venido, justamente de los más apegados a la tradi-
ción impuesta por modernistas y criollistas. Los jóvenes que comenzaban
carrera literaria fueron, en su mayoría, respetuosos del trabajo aportado
por sus antecesores63. El pequeño volumen resalta aún más en su aper-
tura de rutas no holladas, si se recuerda que las condiciones culturales
de Venezuela, cuando la obra circuló, no eran precisamente óptimas. La
literatura oficializada del Modernismo ejercía una especie de represión
intelectual cónsona con la que políticamente esos mismos intelectuales
modernistas y positivistas contribuían a sostener. El país apenas si con-
taba con una minoría urbana lectora. Un libro que estaba irrumpiendo
contra los cánones estéticos dominantes no pudo ser muy bien visto. En
su comentario, Pedro Sotillo agrega:
Es necesario insistir en que quizás es la primera vez que un escritor tan jo-
ven como A.U.P. produce y publica un libro tan densamente «literario» co-

« 104 » Colección Prólogos


mo el que nos ocupa. Uslar Pietri no es una aspiración, una posibilidad
más que mañana pueda ser sumada a las que duermen en nuestro inmen-
so «carnero» literario. Este muchacho es una realidad intelectual, y una rea-
lidad nueva que lamentamos vaya a interrumpir el baile de momias que
divierte a la gran mayoría de la tribu literaria. No tenemos la culpa: que tra-
ten de no leer. Por demás de eso, de no leer, han hecho casi su oficio.

Quien tenga la curiosidad de revisar una cronología del cuento ve-


nezolano en la década del 20 podrá observar cómo la producción en
este tipo de escritura narrativa era muy pobre. No podía hablarse de una
decadencia. El cuento estaba apenas comenzando a adquirir caracteres y
perfiles nacionales definidos. Vivía una etapa de letargo producido por el
ya señalado desgaste de los códigos modernistas y criollistas, reiterados
hasta la fatiga. Entre 1920 y 1930 se publican en Venezuela poco más de
una treintena de volúmenes de cuentos. De ellos, apenas si marcaron
momentos de impacto los Cuentos grotescos (1922) de José Rafael Po-
caterra, antídoto contra la especie arquetípica ridiculizada por el autor
como de llaneros encobijados que minaban la literatura del criollismo
para transitar por un paisaje idílico e inauténtico. Pocaterra despejó la
vía hacia una suerte de antiliteratura del realismo: el grotesco narrativo
con buenos indicios de expresionismo. Julio Rosales insistía con Aires
puros (1922) en valores que ya había expresado sólidamente en libros
anteriores: Bajo el cielo dorado (1915). Otros nombres intentaban salir
del marasmo: Manuel Guillermo Díaz (Blas Millán) legaba finas páginas
de relato humorístico en sus dos volúmenes de Cuentos frívolos (1924)
y Otros cuentos frívolos (1925). Algo similar se propuso José Ramírez,
con sus olvidados Muñecos de barro (1926). Así, un libro hito tenía que
ser La Tienda de Muñecos (1927) de Julio Garmendia, cuya influencia
inmediata, como se hizo notar antes, fue casi imperceptible. Todo ello
intensifica, pues, la importancia histórica del primer libro de Uslar, el cual
debió constituir un acontecimiento insólito, aunque no un milagro litera-
rio. Ante Barrabás y otros relatos, como antes, frente a válvula, impacto
y escándalo anduvieron en pareja. La acogida del libro fue excepcional
entre los jóvenes y entre lectores mayores como Pedro Sotillo, hombre

Domingo Miliani « 105 »


del 18 incorporado con sinceridad en la vanguardia. Si el crítico oficial
del Modernismo y el Criollismo, Jesús Semprum, se mostró sordo a los
ecos de ambas presencias, libro y revista, no pasó igual con otro crítico
que entonces despuntaba en identidad con el nuevo movimiento. Rafael
Angarita Arvelo supo leer con certera modernidad el mensaje implícito
en aquellos dieciséis relatos. Y así calificó a Barrabás como «el libro de
las separaciones y de las revelaciones». En su comentario hacía resaltar
lo siguiente:
Construye en la literatura venezolana de todos los tiempos su andamiaje
divisorio el volumen Barrabás y otros relatos. Es el adiós al paisaje super-
ficial y plástico, adiós al vernaculismo, adiós al nativismo ­–glosa infecun-
da, mar de plata para corsarios palabreros.64

Barrabás se levantó entonces como estandarte de nuevas aspiracio-


nes colectivas que emergían, no contra nombres propios de escritores,
sino contra códigos intelectuales que, en fase de agonía, luchaban por
mantener un predominio político-literario inexorable. En el año mismo
de aparición del volumen, sólo se registraron en la bibliografía del cuen-
to vene­zolano las voces ya legendarias del disidente modernista Rufino
Blanco Fombona, quien publicó Tragedias grotescas; un cuento aislado
de Juan Oropesa, «El traje a cuadros» y, marcado por las trazas criollistas,
Lámpara de arcilla de Rafael Briceño Ortega. Mayores razones aún para
que los fuegos cruzados de partidarios y oponentes de las vanguardias
centraran su atención, tanto en válvula como en Barrabás. Angarita Ar-
velo, en su comentario registra aquella atmósfera tormentosa:
Algunos impugnan nuestra promoción hasta la mala fe. Nos tildan de ne-
gadores, de iconoclastas y de vacíos. Nuestro cartel es otro. Continuamos
pura, sencilla y patrióticamente la tradición literaria del país mientras otros
se disputan el afearla y desmerecerla, ajenos a la justicia y a las virtudes ciu-
dadanas. Cuando esos otros escurrieron el homenaje a lo mejor de nuestra
literatura, al nombre más alto de un ciclo literario de treinta años (Díaz Ro-
dríguez), nosotros fuimos a la oblada alegres y confiados, cumplidores del
deber. Pedimos la Academia para Urbaneja Achelpohl cuando sus propios
contemporáneos se la negaban. Nos adentramos en todo el historial artís-

« 106 » Colección Prólogos


tico venezolano, divulgándolo y esparciéndolo, sin adulterarlo para nues-
tras conveniencias personales, sin acomodarlo a nuestra ideología particu-
lar. Lo grave de esta promoción consiste en que ha de decir la verdad y –al
decirla– demolerá estatuas de azúcar y de sal, de cera y de barro, respeta-
das sin razón por nuestros predecesores. Nada nos importa el que salgan
dragones y fieras. Nunca hemos protestado contra ello, ni contra los que
–presuntuosamente– nos impiden surgir. Tenemos conciencia de nosotros
mismos y más de nuestro agrado son los inconvenientes que las rosas. Va-
mos en automóvil. Vamos en aeroplano, por los caminos del aire.
Gritamos, gritamos, gritamos hasta aturdir. Nos escuchan los que vienen
detrás. Pocas veces –hay que gritarlo, gritarlo–, Venezuela ha contado con
una promoción artística tan culta, trascendental y esforzada. Tan culta y
universal. El momento histórico que nos señala la postguerra, la voz de la
sangre y el tiempo que nos exulta como en las epifanías diluyen electrici-
dades raramente maravillosas. Somos la vanguardia (juventud, frescura,
limpidez de propósitos, propósito del arte y de la patria). Somos los due-
ños de nuestra literatura, menospreciada por las mayorías derechistas. Y
los revisores. Gritamos. La hora actual en el mundo acusa un definitivo
meridiano de juventud. Gritamos. Para los espíritus de la mañana, los
nuestros, los de aquellos que nos comprendan y los que hayan de seguir-
nos. Gritamos. Y hacemos crítica. A cada cual lo suyo.

La vehemencia juvenil de esta prosa, un tanto barroca, impregnada


con esencias de manifiesto, comentaba el libro, pero lanzaba una abier-
ta provocación a los refractarios oficiantes de las viejas escuelas. En el
libro de Uslar, los vanguardistas vieron la cristalización de un propósito
renovador. Y los criollistas, un peligroso acto de inhumación estética. Sin
embargo, en sus páginas puede notarse que no todo estaba plenamente
deslastrado de la tradición narrativa inmediata.
En efecto, una relectura serena, permitirá ver a los lectores una serie
de supervivencias modernistas y regionalistas en cuentos como «Zumu-
rrud», «Apólogo del buen vino» y «El gato con botas». O bien, notas e
indicios filiables dentro del criollismo, en «El ensalmo», «La burbuja», «La
tarde en el campo», «El idiota», «Miralejos».

Domingo Miliani « 107 »


En descargo del autor conviene admitir que las corrientes europeas
de la vanguardia arremetieron principalmente contra las concepciones
de la lírica modernista o postmodernista, en cambio no se preocuparon
mucho por los aspectos concernientes a la prosa de ficción. La novela,
para Breton, por ejemplo, sólo tenía interés en sus caracteres feéricos,
cuyo arquetipo señalado por el sumo sacerdote del surrealismo sería El
monje, de Lewis. Nada fácil era entonces la renovación del cuento, cuan-
do había pocos antecedentes en nuestra lengua y mientras el ambiente
de la vanguardia seguía manteniendo un apego de colonización mental
frente a la producción intelectual europea. Los conatos innovadores en
Hispanoamérica había que buscarlos, incluso, en ciertos narradores aún
filiados al modernismo y el regionalismo. Así ocurre con algunos cuentos
de Darío y Lugones, como en buena parte de la producción de Horacio
Quiroga, un autor a quien los vanguardistas argentinos, en especial Bor-
ges, habían escarnecido hasta la crueldad.
Sería prolijo ilustrar aquí la serie de rasgos de expresión donde per-
vive la escritura modernista. En lo temático, es justo señalar que ya en
los cuentos de Uslar el aluvión modernista ha sedimentado. El erotismo
idílico infaltable, la tragicidad dentro de un ambiente bucólico descrito
estáticamente, cierto naturalismo, tan comunes a Díaz Rodríguez, Urba-
neja y Blanco Fombona, apenas si tienen aún representantes en cuentos
como «El idiota». Uslar eludió tales tentaciones con habilidad, particu-
larmente en la utilización dinámica de atmósferas más que ambientes y
composiciones de lugares.
En cuanto a una segunda tendencia dominante de la época, el rea-
lismo, también Uslar Pietri adoptó una posición de alejamiento notorio.
Los llamados tradicionalmente escritores realistas fueron –al menos en
Venezuela– quienes adoptaron como objetivo la denotación mimética de
nuestra geografía, exaltada en tono épico, lo mismo en la novela que en
el cuento. Dieron del hombre sólo la visión exterior: el color de la piel
o de cuanto cubría la piel. Las formas de vida rurales erigidas en patrón
nacional de existencia, presentadas morosamente o a través de una es-
critura sensualista elaborada para contrastar con los giros dialectológicos
de las criaturas de ficción. Fue la explotación del alma, como lo señala

« 108 » Colección Prólogos


Jorge Enrique Adoum65. El mundo interior, los conflictos psicológicos
pocas veces interesaron, salvo excepciones como la de Díaz Rodríguez.
Se preocuparon mucho por expresar «lo verdadero» y dejaron escapar la
más terrible verdad: esa que surge de las intimidades consternadas, de
las conciencias retorcidas, de las soledades inconscientes.
El concepto de realismo aplicado por Uslar –y antes de él por José
Rafael Pocaterra, aunque en éste con otra perspectiva– fue el de que la
realidad no era susceptible de ser vertida intacta en la obra literaria; no
fue la mimesis de la realidad sino su transmutación sugerida a través de la
cara oculta de los objetos, lo que años después el propio autor enunciaría
como «realismo mágico», la «intuición o negación poética de la realidad».
El realismo y su versión regionalista habían fabricado un venezolano
para consumo literario, de carácter jovial, aunque a veces triste y melo-
dramático por cierta genética literaria del romanticismo. Se le mos­traba
coplero y folklórico, supersticioso y fatalista, pintoresco en el lenguaje
y calcado en su fisonomía de cierto pesimismo cuasi racista acuñado
sociológicamente por los positivistas como demostración de la tesis del
determinismo geográfico, del tropicalismo y el mestizaje. Otras veces
erigió símbolos redentores en lo moral, que no se compadecían con las
auténticas luchas de un pueblo en busca de su destino histórico. Así, de
tanto idealizar la realidad concluyeron distorsionándola a grados de lo
irreconocible.
En sus años de iniciación como cuentista, Uslar debió vivir a con-
ciencia el dilema que planteaba la utilización de recursos aportados por
un medio físico irrenunciable y por una tradición literaria exhausta e
ineficaz. Dosificó entonces sus innovaciones. Su primer reto era esquivar
la frase hecha, el lugar común de los popularismos y la tradición refra-
nesca, decretada desde los tiempos del costumbrismo como manera de
expresar «lo criollo». Así, no es raro hallar en sus cuentos, al lado de las
metáforas «de nuevo tipo», una discreta utilización de giros locales, sin
que ellos invadan toda la estructura verbal. De otra parte, es clara su in-
tención de escarmenar detrás de las apariencias físicas de sus personajes,
hasta encontrar el otro hombre, el reverso facial de sus criaturas, llenas de
riquezas interiores, dignas de ser contadas en lenguaje menos local. Para

Domingo Miliani « 109 »


ello debía educar al personaje. Enseñarlo a hablar de sus vivencias, de su
mundo íntimo, a mirarse por dentro. Y en tal dimensión, el propio autor
se veía conminado a la renuncia de su afán descriptivo exterior, suerte
de prestidigitación verbal para el lucimiento, tras de la cual era más fácil
escamotear el enfrentamiento de los conflictos narrativos.
La nueva óptica del narrador permitió que en Barrabás y otros relatos
se desarrollaran cuentos de legítima elaboración mágica: «El ensalmo» y
«La voz» lo comprueban. En ambos hay una consciente búsqueda de lo
enigmático o mágico, herencia de las nuevas estéticas que, a partir del su-
rrealismo, habían proclamado un retorno al mundo primitivo, a estados
anímicos derivados de situaciones como el delirio y el conjunto conoci-
do por la vía de la intuición poética. En «El ensalmo» se promueve una
confrontación entre lo real y lo fantástico o mágico, o sobrenatural, pero
el autor mantiene una actitud presentativa; no se decide por ninguno de
los dos polos ni explica al segundo por el primero. El cuento se mantiene
hasta el final en la misma atmósfera de misterio con que se inicia.
Hay un tercer grupo de cuentos en Barrabás y otros relatos, integrado
por narraciones cuya temática se despoja ya de toda vinculación a un
contexto geográfico local. El más notable es el que titula todo el volumen.
Otros son «La bestia» y «La caja». Este último aún denomina al personaje
con un tipo de nombre que podría tener relaciones regionales: Federico
Sumercé. Sin embargo, todo el conflicto –antibélico– remite a otros espa-
cios geográficos. Indicios como el hecho de que la figura base milite en la
Legión Extranjera, conducen a pensar más en Francia o sus colonias. Pero
la acción en sí tiene lugar en el espacio interior del personaje que sueña
desde la habitación de un hotel cualquiera, con figuras e imágenes a tra-
vés de las cuales se alegoriza un sentimiento condenatorio de la guerra.
Otro cuento donde el mundo onírico significa ya el espacio vital para
el desarrollo del relato es «El camino». Y la locura, como estado límite,
signa el proceso conflictivo de «S.S. San Juan de Dios».
Por los temas, por la incidencia constante de metáforas vanguardis-
tas, por la utilización de puntos de vista orientados a independizar a los
personajes de la omnisciencia tiránica de un narrador autor, aquel libro
introdujo en el arte de narrar en Venezuela, procedimientos técnicos y

« 110 » Colección Prólogos


expresivos que no se habían intentado con anterioridad. Hubo de trans-
currir mucho tiempo para que lectores más modernos captaran el hondo
mensaje artístico que el cuentista de 22 años dejaba inscrito en la historia
de nuestra narrativa. Históricamente, tales concepciones y procedimien-
tos contribuyeron dentro de la narrativa venezolana a darle mayor impor-
tancia al mundo subjetivo de los tipos humanos y a limitar el ambiente
exterior para colocarlo en su verdadero sitio: el de un espacio requerido
para el desarrollo de una acción y no el pretexto para debilitar o esquivar
un conflicto accional. Con Uslar Pietri los ambientes dejaron de ser lien-
zos paisajísticos; adquirieron una proporción justa. El cuentista asumió
los espacios interiores: el convento, el barco y hasta el simple camarote
–no descrito– de un navío, la torre de una iglesia, un campanario, una
cárcel de tiempos bíblicos, fueron ahora indicios de localización, recin-
tos minúsculos donde un hombre agoniza, delira o enloquece, sueña o
grita, actúa. El lector se puede centrar más ahora en las acciones que se
le proponen, sin preocuparse de la excursión turística hiperbolizada en
los paisajes. Así fue su arte inicial.

8. Red. Cuentos

El regreso de Uslar Pietri desde Europa no es sólo físico, sino también


mental. Es el retorno a la tierra y a su hombre como sustancias que ali-
mentan los nuevos propósitos creadores. Esa conciencia no fue privativa
del escritor venezolano. La compartió como idea y proyecto con Alejo
Carpentier, quien estaba empeñado en hallar en la realidad hispano-
americana una más auténtica presencia de lo «maravilloso» proclamado
e inventado por el surrealismo. Este movimiento, desgastado ideológi-
camente en la polémica entre trotskistas y comunistas, había entrado en
la era lujosa. La revista Minotaure circulaba en sus primeras entregas.
La obsesión de hurgar en los infiernos interiores de la conciencia y la
de alcanzar como reto los estados límites, salvo los casos trágicos de
Artaud y dos o tres más, habían concluido en un enunciado retórico
de experimentación en los talleres de los artistas. Luego de la famosa

Domingo Miliani « 111 »


exposición de París se entonó el requiem por el movimiento. La Cuarta
Internacional trotskista diseminó a los discípulos de Breton, quien es-
cribiría ya el epitafio de su escuela. Las vísperas de otra guerra, iniciada
con la injerencia nazi en España promovía indignaciones y emplazaba
a los hombres de izquierda ante un reclamo de solidaridad que iría más
allá de las expresiones verbales de simpatía con la República. Las teo-
rías existencialistas, preexistentes desde la primera posguerra recobran
energías y se empeñan en conquistar un lugar ideológico en una Europa
saturada intelectualmente por el desencanto, el pesimismo, la soledad,
el nihilismo. La novela norteamericana que testimo­niaba la gran crisis de
los años 30 en su versión documental y neonaturalista, iniciaba su influjo
en los narradores italianos y franceses.
Mientras tanto, en Hispanoamérica el sentimiento antiimperialista
cre­cía y desarrollaba un realismo social protestatario en la literatura.
La Venezuela que encuentra Uslar Pietri a su vuelta salía del ma-
rasmo dictatorial. La mayor producción intelectual que veía formas de
libro era la que databa de los años del gomecismo, de una vanguardia
que el mismo Uslar Pietri había contribuido a engendrar. En el cuento,
desde 1930 apenas si descollaban libros como Canícula (1930), de Car-
los Eduardo Frías, editado en un solo conjunto con Giros de mi hélice,
de Nelson Himiob. La mayoría mantuvo una inquebrantable adhesión a
formas del realismo impuesto por Leoncio Martínez y sus compañeros
del semanario Fantoches. El mismo Leo, mejor en la caricatura que en el
relato, había recogido sus textos bajo el título Mis otros Fantoches (1932).
Entre los nuevos valores, Guillermo Meneses comenzaba a obtener éxito
con sus primeras páginas narrativas: «Juan del cine» (1930) y «La balandra
Isabel llegó esta tarde» (1934). En la novela, por contraste, circulaban
obras llamadas a conservar su calidad para lectores de otros días más
cercanos a nosotros. Gallegos se había consagrado internacionalmente
con Doña Bárbara (1929) y continuaba en constante actividad: Can-
taclaro (1934), Canaima (1935). Otro tanto había logrado Uslar Pietri
con Las lanzas coloradas (1931), su novela escrita en París. Julián Pa-
drón se afianzaba como cultor de una narrativa neocriollista expresada
con lenguaje racionado de vanguardismo metafórico, en textos como

« 112 » Colección Prólogos


La guaricha (1934). Enrique Bernardo Núñez publicaba uno de sus más
hermosos textos novelísticos, orientado ya en una escritura mítica o del
realismo mágico: Cubagua (1931).
Finalmente, un escritor formado en la vanguardia de la provincia
venezolana, Ramón Díaz Sánchez, introducía en la novela otras moda-
lidades temáticas y expresivas llamadas a perdurar. Así su novela Mene
(1936) constituyó uno de los momentos más luminosos de la producción
narrativa posterior a la muerte de Gómez.
Dentro de ese contexto intelectual aparece el segundo libro de cuen-
tos de Arturo Uslar Pietri: Red (1936). La sencillez hasta en el nombre
anunciaba una síntesis del relato de nuevas características. Su contacto
parisino con Asturias y Carpentier daba frutos. Comprendió que existían
materiales mucho más legítimos y acordes con las concepciones teóricas
del surrealismo, en especial respecto al sentido mágico o maravilloso de
la realidad, dentro de los ámbitos hispanoamericanos. Descubrirlos y
relatarlos era la tarea vital del regreso.
El nuevo libro quedó integrado con trece cuentos: «La lluvia», «La
noche en el puerto», «La siembra de ajos», «El baile del conde de Orgaz»,
«Humo en el paisaje», «El viajero», «Gavilán colorao», «El patio del manico-
mio», «El día séptimo», «El fuego fatuo», «La pipa», «Cuento de camino» y «La
negramenta». En todos la madurez de oficio, la destreza en el manejo de
las técnicas modernas en el arte de narrar y, sobre todo, una gran sobrie-
dad de lenguaje, convirtieron rápidamente el volumen en un clásico de
la cuentística venezolana. La mayoría de los relatos vuelve a asuntos re-
gionales. Una excepción sería «El baile del conde de Orgaz». Tres de ellos
abordan materiales históricos, pero no como planteamiento documental
sino como aproximación reconstructiva de modos de ser venezolanos, a
los cuales había llevado lejos en la maestría de su novela Las lanzas colo-
radas. Sólo en dos de ellos se observaría una tendencia a los materiales
preferidos por el surrealismo: locura y delirio.
Contrariamente a lo que sucede por regla general con el escritor que
vuel­ve de Europa lleno de novedades, ganoso de escándalo y un poco
excéntrico en opiniones, criterios y trabajos de creación, el Uslar Pietri
que París devolvió a Venezuela fue un cuentista que reapareció por vía

Domingo Miliani « 113 »


de la discreción madura, de la destreza sin ostentaciones, en postura de
verdadero reencuentro con su medio telúrico en cuyas raíces buscaba
penetrar ahora para extraerle su misterio en instantáneas trágicas y ex-
presarlo directamente, en relatos donde importa la acción, la construc-
ción interior, el drama sustantivo, superada ya la euforia de originalidad
en una metáfora de más o menos riesgo. Ahora las técnicas del relato se
han afinado. Sondea posibilidades no intentadas como el mundo de las
sensaciones («La siembra de ajos»), despojadas de sinestesias; los diálo-
gos sin identificación de interlocutores, como recurso de construcción de
atmósferas míticas adquieren una eficacia narrativa inusitada, más allá de
las digresiones explicativas; así ocurre en un cuento mítico y poemático
donde se va erigiendo la figura del Tirano Aguirre a través del coloquio
de las viejas («El fuego fatuo»). Otras veces, la sincronización entre los
dramas interiores y el dinamismo del paisaje permiten la edificación de
un misterio de lo cotidiano, como sucede en una pequeña obra maestra:
«La lluvia». Allí los monólogos interiores permiten el contrapunto de los
dos personajes ancianos (Usebia y Jesuso), contrastados con el ensimis-
mamiento simbólico del niño-lluvia: Cacique. En «La siembra de ajos»,
la atmósfera misteriosa de un eros queda disuelta en el mundo de las
sensaciones olfativas: el olor afrodisíaco del ajo.
Si en Barrabás y otros relatos aún prevalecían los finales de relato
cerrados por la muerte, en Red predominan las situaciones misterio-
sas, la ambigüedad de los conflictos y los finales abiertos. En cuanto al
punto de vista, la utilización de monólogos interiores o de narraciones
directas, el encadenamiento de historias en un mismo cuento, constitu-
yeron avances notables hacia la independencia de los personajes, hacia
la autonomía de la narración, hacia la exigencia de una complicidad de
lectores enfrentados a conflictos y situaciones sugeridas, cuyo proceso le
es entregado y presentado sin la consabida tendencia a las explicaciones
o a las moralejas ejemplarizantes. Red a nuestro juicio es el primer libro
venezolano que inscribe una nueva tendencia del cuento en Hispano-
américa: la del realismo mágico, cuyas primeras teorizaciones abordaba
Uslar Pietri en los ensayos escritos por aquellos años para la revista El
Ingenioso Hidalgo, como se hizo notar en su oportunidad.

« 114 » Colección Prólogos


9. Treinta hombres y sus sombras

Durante los años de residencia en Nueva York, en los descansos del


trabajo universitario, Uslar Pietri había organizado su tercer volumen de
cuentos. Eran los mismos días en que el autor reflexionaba, en función
de cátedra, alrededor de un problema teórico que venía inquietándole
desde 1935: la caracterización del cuento venezolano a partir de la van-
guardia. Así nació el famoso ensayo que, incluido en Letras y hombres de
Venezuela (1948), daría lugar a que el crítico mexicano Luis Leal consi-
derase a Uslar como el primer autor que en Hispanoamérica aplicaba el
concepto de realismo mágico a la literatura66. El juicio de Uslar era muy
conciso. Evocaba los años de sus comienzos literarios y decía:
Lo que vino a predominar en el cuento y a marcar su huella de una mane-
ra perdurable fue la consideración del hombre como misterio en medio de
los datos realistas. Una adivinación poética o una negación poética de la
realidad. Lo que a falta de otra palabra podría llamarse realismo mágico.
Este rumbo que se afirma desde 1928 ha llegado a ser el que ha caracteri-
zado el cuento venezolano en los últimos veinte años. A él se incorporan
en mayor o menor grado los cuentistas posteriores a Pocaterra. Varía de
unos a otros el grado de acercamiento a la realidad. Pero ninguno se resig-
na ni a copiarla ni a ignorarla.67

Si la tendencia era apenas, «enunciado que flotaba en el ambiente»68,


como el propio Uslar afirmaba en 1976 y no era aún modelo de escritura
narrativa, para el momento de publicar su tercer libro de cuentos, ya el
relato hispanoamericano andaba inmerso a todo cuerpo en la exploración
de estos códigos que resultaron más cónsonos dentro de la tradición narra-
tiva del continente. Novás Calvo, Labrador Ruiz, José de la Cuadra, Pablo
Palacio, José Revueltas, Agustín Yáñez, primero; y luego Juan Rulfo, Anto-
nio Márquez Salas, el primer García Márquez, etc., desde distintos países
imprimían al nuevo modo del relato una categoría de corriente. Treinta
hombres y sus sombras fue así la culminación de un proceso evolutivo en
el que su autor venía aportando piezas fundamentales para la consolida-
ción de esa transfiguración del realismo narrativo hispanoamericano.

Domingo Miliani « 115 »


En la década de los 40 el cuento venezolano atravesaba por una
época de abundancia y renovación, era una línea de continuidad con el
auge postgomecista de las vanguardias. La aparición del grupo Contra-
punto liquidaba los últimos vestigios del criollismo y proyectaba la na-
rrativa venezolana en un contexto de universalidad que ya dejaba de ser
tentativa aislada de un autor. Las lecturas de William Faulkner, Huxley,
Proust, Kafka, se hacían palpables en los nuevos cultores de la novela y el
cuento. Antonio Márquez Salas, Oswaldo Trejo, Alfredo Armas Alfonzo,
descollaban entre los valores jóvenes mejor dotados para ese cambio de
visiones narrativas. Lo mismo Gustavo Díaz Solís, tan impregnado de las
técnicas aportadas por los nuevos narradores norteamericanos. Entre los
anteriores, Guillermo Meneses adquiría la jerarquía de un gran maestro
del cuento. Un concurso anual auspiciado por el diario El Nacional es-
timulaba particularmente la nueva producción. Así, entre 1940 y 1948
circularon libros definitivos para la historia del cuento venezolano: Ma-
rejada (1940) de Díaz Solís, el mismo año en que Antonio Arráiz difun-
día en revistas los primeros cuentos de Tío Tigre y Tío Conejo, donde se
rescataba la tradición de la conseja popular venezolana para incorporarla
como recurso técnico al relato intelectual-político más elaborado. El libro
Tío Tigre y Tío Conejo apareció en 1945. Ramón Díaz Sánchez editaba
sus Caminos del amanecer (1941); Humberto Rivas Mijares aplicaba las
nuevas técnicas a la materia rural tan explotada por los regionalistas, en
su libro Gleba (1942); el mismo Díaz Solís proseguía su camino ascen-
dente por el relato lírico-mágico en otro volumen: Llueve sobre el mar
(1943). Pedro Berroeta aportaba narraciones misteriosas y de suspenso
en su libro Marianik (1945). Andrés Mariño Palacio se destacaba como
un excepcional explorador del mundo existencial con El límite del hastío
(1946), el mismo año en que Díaz Sánchez obtenía premio en el concurso
de El Nacional, con su discutido cuento «La virgen no tiene cara», germen
primario de su novela Cumboto.
El año 1947 puede considerarse como otro de los momentos estelares
en la historia de nuestra cuentística. La razón es que el ya consagratorio
concurso de El Nacional, revela a Antonio Márquez Salas como uno de
los más originales y recios cuentistas del país. El texto premiado fue «El

« 116 » Colección Prólogos


hombre y su verde caballo»; el segundo premio recaía en Gustavo Díaz
Solís, por «Arco secreto».
Con aquella cosecha inusitada de libros y autores parecían sepulta-
dos para siempre el realismo tradicional y las últimas arborescencias del
criollismo. No era, pues, fácil, aportar mucho de nuevo en la cuentística.
Y es justamente en esas condiciones como circula el más intenso de los
libros narrativos escritos por Arturo Uslar Pietri.
Esa visión mágica y misteriosa de la realidad nacional; un sondeo en
los repertorios de la tradición oral del cuento, que inquietaban al autor
desde 1936, ahora cuajaban en un haz de relatos. La conseja popular le
había parecido un tesoro temático inhollado. Esa era una de las materias
que el tercer libro abordaba.
En los pueblos, en los caseríos, en los solitarios ranchos que hilan su hu-
mo en la tarde de los cerros, a todo lo ancho de la tierra venezolana, a la
hora en que la vida se aquieta, empiezan a andar en las imaginaciones, Tío
Conejo, Tío Tigre y otros animales parecidos a los hombres.
Lo cuentan los peones que regresan de las tareas, lo cuentan las mujeres
campesinas, y lo oyen los niños, descalzos, prietos, anhelantes.
Todo es sorprendentemente maravilloso y todo se parece a una esperan-
za. Y pueden repetirlo mil veces, mil tardes, hasta que el cielo se llene de
estrellas, sin que les parezca que ya lo saben, que ya han llegado a saber
enteramente todo lo que allí se encierra. Porque lo que allí se encierra se
parece a algo que les pertenece tanto como sus vidas.69

Así comienza, con tono ensayístico, simple y afectuoso, uno de los


cuentos que forman el libro: «El conuco de Tío Conejo». Casi podrían
tenerse esos párrafos como una especie de manifiesto oculto en el rela-
to, prólogo furtivo, que revela a los lectores la nueva riqueza temática,
constante a lo largo de quince cuentos y una novela corta («Mai-chak»).
Junto a la tradición hispano-arábiga de los fabularios con personajes ani-
males en su fisonomía, humanos en su comportamiento narrativo, Uslar
exploró otro filón escasamente transitado en la narrativa venezolana: el
pícaro. Comenzó con la pareja de personajes heredados de la tradición
oral pre-picaresca: Pedro de Urdemales, Urdemales o Rimales y Juan

Domingo Miliani « 117 »


Bobo. El primero, español de nacimiento, abuelo de Lázaro de Tormes
o de Guzmán de Alfarache, trashumante desde el Viaje de Turquía de
Villalón, emigrado a América en calidad de pasajero furtivo en la con-
ciencia de los conquistadores. «La fiesta de Juan Bobo» deja testimonio
del personaje como tal. Pero la perspectiva del narrador es puesta por
Uslar en Calancha, borrachito de pulpería, que deja el trabajo para contar
historias. Y transmutado, reaparece ya con personalidad narrativa propia
como personaje de dos cuentos: «La mosca azul» y «El gallo». Ahora se
llamará José Gabino, «ladrón de caminos». En el primero de los cuen-
tos, se yuxtaponen las secuencias del aventurero con la misma técnica
tradicional de la picaresca (Lazarillo). En «El gallo», el personaje es un
accidente en su carácter picaresco. La estructura lo fragmenta en tres
planos de relato signados por tres puntos de vista: un yo de monólogo
interior; un tú supeditado al plano de primera persona, como conciencia
acusadora y burlona del mismo José Gabino; y una tercera persona de la
narración exterior. La novedosa concepción de este cuento lo convirtió
en una obra maestra. Su recurso de perspectivas múltiples sería luego
utilizado por Carlos Fuentes (La muerte de Artemio Cruz) y Roa Bastos
(Yo, el Supremo) lo cual hace de «El gallo» una pieza clave en la evolución
de las técnicas del arte de narrar en Hispanoamérica.
Esa combinación de los procedimientos más modernos con la sus-
tancia popular de las narraciones orales se mantiene a lo largo del libro;
le imprime su coherencia. La esencia de lo popular fue certeramente
exprimida por Uslar Pietri dentro del mundo narrativo de las tradiciones
orales y no en los falsificados y artificiosos argumentos de la literatura
criollista. La materia de estos cuentos es de pueblo, pero la técnica con
que elaboró esmeradamente cada cuento se mantuvo a la altura de las
más acabadas expresiones de la narrativa hispanoamericana, hasta alcan-
zar momentos culminantes como el cuento «El venado». Treinta hombres
y sus sombras ratificaba la condición excepcional de un gran maestro
universal de nuestra cuentística.

« 118 » Colección Prólogos


10. Pasos y pasajeros

Transcurrieron dieciocho años a partir de la aparición de Treinta hom-


bres y sus sombras, para que Uslar Pietri publicara un cuarto volumen de
cuentos: Pasos y pasajeros (1966). En casi una veintena de años, la narra-
tiva nacional e hispanoamericana había operado cambios sustanciales.
En el continente, desde 1962, estalla lo que se ha conocido como el boom
de la novela y de la narrativa en general. Mario Vargas Llosa, al obtener
en España el Premio Biblioteca Breve de Seix-Barral, por La ciudad y los
perros (1962), llamaba de nuevo la atención de la crítica internacional
sobre la producción ficcional de nuestros países. No es que antes no
se hubieran escrito y publicado obras fundamentales en su renovación
técnica y discursiva; sino que aquella incidencia, recaída sobre un es-
critor prácticamente desconocido y en una juventud rebelde, sacudía y
asombraba. Tras él fueron descubriéndose veteranos escritores que hasta
entonces sólo tenían renombre entre los lectores del continente y en ti-
rajes exiguos de sus obras: Agustín Yáñez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo,
Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti,
comienzan a hacerse familiares. A poco tiempo, Gabriel García Már-
quez inaugura el fenómeno de los tirajes millonarios de nuestras obras
narrativas e inicia un fenómeno de profesionalización que para muchos
observadores constituyó acto de «venalidad» intelectual. Venezuela per-
manecería al margen del proceso hasta 1967, cuando Vargas Llosa obtuvo
en Caracas el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con La
casa verde y el otorgamiento atrajo más de un centenar de críticos y crea-
dores reunidos en el ya mencionado Congreso del Instituto Internacional
de Literatura Hispanoamericana. En 1967, Adriano González León reci-
biría también el Premio Biblioteca Breve, por País portátil. No obstante,
el boom estuvo lejos de adicionar muchos nombres venezolanos a ese
estallido de industrialización latinoamericana de la narrativa.
En el contexto interno del cuento y la novela venezolanos, la década
de 1950, enmarcada por la represión dictatorial de Marcos Pérez Jiménez,
fue muy pobre tanto en volumen de obras como en la aparición de nue-
vos valores. Nombres que venían afirmados de procesos y movimientos

Domingo Miliani « 119 »


precedentes, reafirmaron su calidad creativa. Entre ellos, Alfredo Armas
Alfonzo apareció en 1951 como una de las más promisorias cifras de
más reciente labor cuentística: La cresta del cangrejo (1951). Guillermo
Meneses lograba producir uno de sus más acabados relatos, ceñido a la
instantaneidad existencial de una agonía relatada con vigorosa y poética
escritura: «La mano junto al muro». Ramón Díaz Sánchez editaba en vo-
lumen La virgen no tiene cara y otros cuentos (1951). El sorprendente y
misterioso Julio Garmendia publicaba su segundo libro de cuentos, a 24
años de su primera obra. El nuevo libro era La Tuna de Oro (1951). Con
él obtendría el Premio Municipal de Prosa y empezaría a ser reconocido
y leído con mayor atención. Las líneas del cuento inscrito en el realismo
mágico alcanzaban elevaciones excepcionales en un gran maestro ecua-
toriano que se hizo nuestro hasta en su espantosa muerte: César Dávila
Andrade. En perfiles semejantes se imponía la reciedumbre de Oswaldo
Trejo con su libro Cuentos de la primera esquina (1952), a partir del cual
ha sostenido una inagotable voluntad renovadora, autocrítica y experi-
mental. El cuento-poema tuvo su más original labrador en Oscar Guara-
mato: Por el río de la calle (1953). Los imitadores proliferaron; no lo igua-
lan aún en su excelente capacidad lírica. Antonio Márquez Salas siguió
su ascendente trayectoria de maestro críptico en la narración breve: Las
hormigas viajan de noche (1956) y en especial su cuento «Como Dios».
Sólo en 1957, en los estertores de la dictadura perezjimenista, se
inaugura un nuevo movimiento iconoclasta, integrado por jóvenes de
implacable humor negro, gente afincada en nuevas lecturas y en una
posición revisora del pasado inmediato, no sólo de la narración sino
también de la poesía. La universalidad vuelve a ser el ideal común. Los
maestros están ahora en Francia, Norteamérica, Italia, Inglaterra. Se lee
y discute ávidamente a Huxley, Proust, Camus, Sartre, Dylan Thomas,
Faulkner, Thomas Wolfe, Virginia Woolf, pero también se reivindican
dos grandes solitarios venezolanos: José Antonio Ramos Sucre y Julio
Garmendia. El nuevo movimiento se congrega en los altos de una librería
bautizada a plena intención con el nombre de «Ulises». El grupo se llama
Sardio. Entre sus más nerviosos animadores está Adriano González León;
con él trabajan y discuten, escriben y cuestionan, poetas como Francisco

« 120 » Colección Prólogos


Pérez Perdomo, Guillermo Sucre, Luis García Morales, Ramón Paloma-
res, Edmundo Aray. Pero el nombre de más continuada proyección será
Salvador Garmendia.
Desde Las hogueras más altas (1957) primer libro de cuentos de
Adriano González León y a partir de ciertas modalidades existencialistas,
maduradas primero en la narrativa de Guillermo Meneses y luego en
algunos narradores del grupo Contrapunto, la cuentística venezolana se
había hecho menos anecdótica, más situacional en sus tramas, sobria en
la escritura, abismal en sus finales de historia que ya no tenían por qué
concluir siempre en muertes trágicas. Las experimentaciones con el tiem-
po psicológico, la apertura plena de los espacios interiores, los ambientes
sustituidos por atmósferas narracionales, se habían hecho recursos di-
rigidos a reeducar la pupila observadora de los lectores. Los problemas
de una clase media urbana, pero sobre todo el conflicto del hombre,
habían conquistado definitivamente la preocupación fundamental para
los artistas de la ficción. No obstante, esa renovación y sacudida inicia-
da con Sardio y pro­longada en El Techo de la Ballena, salvo el caso del
infatigable Salvador Garmendia, fue absorbiéndose en el apremio de
una lucha insurreccional contra la democracia represiva instaurada por
Rómulo Betancourt y expandida en toda la década de los 60. El impulso
inicial no tuvo una continuidad plena de nombres y de obras, al menos
en el cuento. En esas circunstancias se presentaba el cuarto volumen de
Uslar Pietri.
De otra parte, el desarrollo del nouveau roman francés, iniciado en
el juego de las simultaneidades y las situaciones condensadas desde los
Tropismes (1938) de Nathalie Sarraute, hasta las novelas axiomáticas de
Robbe-Grillet, habían trazado un proyecto de dignificación de los obje-
tos, una vuelta a la fría descripción de espacios saturados por entornos
que aplastaban la estatura humana y la tensión de sus conflictos. Ya para
los años sesenta, ese movimiento había perdido el prestigio iconoclasta
de la anti-novela para convertirse en un nuevo clasicismo que reivindi-
caba ciertas modalidades de la omnisciencia narrativa cuyo abolengo es-
taba en los grandes maestros del realismo del siglo XIX, particularmente
Flaubert.

Domingo Miliani « 121 »


Si se toman en cuenta estas coordenadas contextuales para leer los 13
relatos que conforman Pasos y pasajeros, podrá observarse cómo Uslar
Pietri estaba renovando sus propios mecanismos de escritura cuentística
una vez más70. Vistos en conjunto, la mayoría de los textos conservan
una constante: son narraciones en torno a personajes sin identidad, o con
identidad nebulosa, cuyo conflicto está precisamente en la búsqueda de
un ser más allá de las situaciones instantáneas en las que se mueven. Los
finales son todos abiertos. El lector se queda siempre suspendido en un
«qué sucedió después». La temática se despoja de toda referencia localis-
ta, salvo contados casos. Pueden ser individuos ubicables en cualquier
latitud habitada por el ser humano. Una latitud poblada apenas de pasos
que resuenan un momento, que alteran la quietud de una atmósfera
donde los objetos se mitifican y adquieren dimensión decisiva de unos
destinos a la deriva. No importa que la anécdota apunte a conflictos de
nuestras conspiraciones, violencias y sacudidas políticas: «El novillo ama-
rrado al botalón», «El rey zamuro», «La segunda muerte de don Emilio», «El
enemigo», «Caín y Nuestra Señora de la Buena Muerte», «La mula»; en ese
caso, la anécdota histórica es trascendida en la temporalidad del suceso
por las particularidades de una trama que desemboca en finales no espe-
rados; la frialdad, casi aséptica de la prosa, deshistoriza y desespacializa
una situación que pudo haber sucedido o repetirse en cualquier lugar
y a cualquier persona. Esa clave personas más que personajes, como
sugería E.M. Forster, delinea las sombras de unos pasajeros del tiempo
reducidos a unos minutos de angustioso acontecer. Lo mismo sucede
con relatos enmarcados en las vivencias de una infancia en crecimiento
hacia la adolescencia, donde una muchacha que jugaba con «varones» y
rompía el tabú de su condición de «la hembra», deviene en una turgente
mujer que ha crecido a los ojos de la pandilla, cuyos miembros terminan
todos vindicando una figura femenina mitificada, al saberla en camino
de pérdida cuando se oficializa novia de un tendero: «La hembra»; o las
incomodidades y trajines mentales que ocasiona una gata adoptada por
un niño, rechazada, mientras está próxima, por los padres, añorada cuan-
do se extravía, reinsertada con aceptación unánime cuando regresa en
preñez luego de su fuga («La gata negra»).

« 122 » Colección Prólogos


Incluso las angustias y los miedos a los procesos represivos o las
esperas conspirativas, se remiten a la conflictiva dimensión interior de
hombres ubicados en momentos extremos: así ocurre con el monólogo
interior que soporta la historia de «El novillo amarrado al botalón», donde
el isocronismo entre el beneficio del novillo y la conspiración frustrada
en la que va a participar el ser monologante, magnifica los objetos que
circundan una soledad fugitiva por mundos de evocaciones o de posi-
bilidades imaginadas. El mismo recurso invade todo el desarrollo de la
mente, conmovida por el primer cadáver entregado a la mano inexperta
de un estudiante de medicina, quien termina construyéndole una vida
al muerto desconocido «Simeón Calamaris», de quien acaba sintiéndose
un gran amigo. El miedo a la represión dictatorial de Gómez, lleva justa-
mente a don Lope Leporino hasta la cárcel tan temida, donde purgará el
único delito de rehuir hasta los corrillos de grupo y limitarse a murmurar
su inconformismo, en voz susurrante, dentro de la oreja gacha de «La
mula» que lo conduce a su hacienda.
Otras veces es el simple juego de la memoria, o la desmemoria, con la
que lucha en vano un personaje por descifrar quién es el remoto conoci-
do que lo saluda en la calle, le revela un solo indicio «Yo soy Martín» y lo
despeña en los abismos olvidados de vivencias donde algún homónimo
pudo cruzarle inadvertido un solo instante.
La intención de utilizar recursos de las consejas populares conserva-
das en la memoria de los pueblos, dentro del relato oral, dotó la materia
para uno de los cuentos más curiosos del volumen: el desdoblamiento
de Checho y Chucho, el primero culpable del asesinato de una esposa
adúltera, perseguido a lo largo de la selva diamantífera de Guayana
–una de las pocas referencias de ubicación geográfica en el libro–, por
un doble suyo en quien se van repitiendo, como en espejo hasta sus
pensamientos, para concluir todo en la doble muerte de los personajes
trabados en duelo.
De temática más contemporánea es «Caín y Nuestra Señora de la
Buena Muerte», cuento de las luchas insurreccionales de los años 60, por
las referencias al terrorismo urbano, donde una insinuada posibilidad de
relación amorosa sorpresiva, es desviada con la huida de una hermosa

Domingo Miliani « 123 »


mujer dinamitera, que se refugia en la habitación de un hombre solitario
a quien deja un estuche de violín cargado de dinamita. Aquí el objeto,
su transferencia y la angustia por deshacerse de él, aglutinan las rápidas
secuencias de la historia. No es caso único; los objetos se mitifican o ad-
quieren valor mágico –al igual que en las viejas historias míticas. Así pasa
con una historia de sirenas: «El hombre de la isla», donde una bella mujer
extranjera recibe de un leproso el donativo de una perla que finalmente
es lanzada al mar como tabú o portadora de maleficio; igual ocurre con el
legado de una casa rural poblada de innumerables objetos refinados, con
que don Emilio dotó a su ex amante, para que viviera en holgura durante
el matrimonio con don José, tahúr que prefiere el embargo de bienes,
como un modo de liberarse de aquella memoria de amantes, que no lo
deja ser feliz con su mujer. Los objetos, «presencia de recuerdos», son el
blanco a través del cual don José logra vengar su condición de marido hu-
millado en la abundancia; pero también ocurre cuando una constelación
de objetos desechados en los basureros urbanos, circundan y construyen
el mundo de humo, donde Juan, hijo de soldado, sirviente de General,
amante de la hija de aquel jefe, implacable en la venganza de la afrenta,
desata la persecución, el castigo de cárcel y de saña cebada en despidos
de trabajos subsidiarios, conduce a su ex servidor a la condición de un
marginal estupidizado que habita entre humaredas malolientes y pasa su
último tramo existencial removiendo latas y trapos inútiles.
Con su cuarto volumen, escrito en una prosa austera, Uslar entraba
al nivel de un narrador clásico, por el dominio de sus recursos y por la
helada maestría con que va sumergiendo a los lectores en un mundo de
tensiones instantáneas, administradas con sabiduría de prestidigitador.
En uno de los cuentos, casi como escondido, el gran maestro del re-
lato venezolano dejó caer un párrafo que es casi una poética de su última
etapa como cuentista:
Mientras contaban aquel cuento, la extranjera se iba llenando de misterio
y atractivo para todos. El misterio de los seres no consiste en lo aparente,
sino en todo lo que puede haber de maravilloso o de desco­nocido bajo lo
aparente. En las presencias invisibles que pueden haber bajo la presencia
visible. En el inesperado acompañante que surge en un camino y resulta

« 124 » Colección Prólogos


más luego ser el Arcángel Azrael. En la presencia del comensal sobrenatu-
ral que apenas se vislumbra por la manera de partir el pan. En el hombre
que ha pasado largos años conviviendo en rutinarias tareas, y luego, sin
que nadie de los que lo conocieron pueda explicárselo, se transforma en
el criminal aterrador e inencontrable o en el que lleva una doble vida dis-
tinta de conspirador o de rebelde.71

En esta forma, el primer teorizador de «realismo mágico», que enun-


ciaba primeros postulados en 1935, los reiteraba y generalizaba al cuento
venezolano de vanguardia en 1948, llegaba a los 60 años de edad dentro
de una consecuente actitud de sondeo y búsqueda creadora que lo había
emparentado en su juventud, y lo reencontraba en su madurez, con otro
gran maestro de la renovación narrativa: Alejo Carpentier. Las analogías
conceptuales entre ambos narradores parecen ahora más notorias. Si
Uslar mantuvo y mantiene una sobria técnica de hilvanar lo misterioso
o lo extraño en una prosa directa y a veces lineal, ese es el rasgo de una
escritura labrada en materia recia de arte narrativo, hecho a perdurar en
la historia literaria.

11. Los ganadores

En 1980, la Biblioteca Breve de Seix-Barral, editó en Barcelona el quinto


libro de cuentos de Uslar Pietri. Se llamó Los ganadores, pero también
podría haberse titulado «Pasión y muerte de José Gabino». Ese personaje
donde Uslar cristalizó la picardía criolla de nuestro hombre de pueblo
se le convirtió realmente en una pasión. Si «El gallo» y «La mosca azul»
perfilaban al tipo humano condensado en el apodo «ladrón de caminos»,
en Los ganadores, dos nuevos cuentos están dedicados al personaje.
El lector que hubiera sentido la empatía de los dos primeros cuentos
incluidos en Treinta hombres y sus sombras, siente con el autor ese des-
garramiento del personaje que, sin perder su condición de mentiroso
irredento, deviene en guerrillero o, por lo menos en amigo que conoció
al famoso comandante de una montonera, por cuya persecución José

Domingo Miliani « 125 »


Gabino es torturado y mal herido, abandonado en un camino. María Chu-
cena, la de «La mosca azul» reaparece también en «El camino desandado».
Pero no hay nada que hacer. José Gabino ha muerto. Su periplo parece
concluido. Pero sólo parece, por razones de ubicación del relato como
tercer texto narrativo de Los ganadores. Y cuando el lector cree haber
acompañado al simpático hombre con «ojos de roedor» y hábil inventor
de historias en la aventura final, los juegos del libro en su distribución
vuelven a presentarlo en otro relato presagiante: «Una fosa abierta». José
Gabino, en el parecer narrativo, es buscador de tesoros ocultos, ante los
ojos de quienes se acercan a observarlo. Pero en el ser del acontecimien-
to, realmente cava su propia fosa, que desde la primera línea del relato
«ya le ocultaba medio cuerpo». Una fosa que prevalecerá abierta y vacía,
cuando comprendemos, a posteriori, que como Rilke, el simpático agen-
te de cuatro cuentos, morirá en tierra ignorada al ser destrozado por la
tortura de los perseguidores del guerrillero. Una intertextualidad válida
que sumerge al lector casi en la protesta de una desaparición que carga
de nostalgia a quien haya seguido de cerca esa infatigable urdimbre na-
rrativa del cuentista.
En Los ganadores alcanza la sobriedad discursiva del clásico y la
universalidad depurada que organiza el volumen en situaciones cuyo
espacio es interior, donde la topografía se hace inasible para quien busca
raíces regionalistas, pero donde el conjunto, por obra de una escritura
que nació y creció para sugerir y no para explicar, está anclado en las
esencias de un latinoamericanismo englobante. Hasta cuentos que se
inscriben en la mitología universal de la lectura, como «Las aventuras de
Telémaco» y «Toro Sentado», pueden ocurrir en la conciencia de cualquier
ser humano donde operen las sincronicidades junguianas entre la vida
de afuera y la que subyace en un libro que estamos leyendo en el propio
relato y tal vez en la simbiosis también leamos un poco de nuestra propia
vivencialidad cultural.
Otras narraciones, como «El espejo roto», «Otra cara, otro nombre»,
«El milagro», parecieran regresar a las líneas conceptuales de relatos es-
critos por Uslar cuarenta años antes (Red, 1936), por las cargas indicia-
les de los desdoblamientos, las fragmentaciones de la figura, el oniris-

« 126 » Colección Prólogos


mo, la sensación de un misterio apenas vislumbrado a través de unas
rendijas que la realidad concede, (¿realismo mágico?). Sólo que el maes-
tro, en plenitud, maneja con una discreción y una economía ejemplares,
los recursos técnicos del tejido narracional para hacerlos deslizarse so-
bre una escritura desnuda de metáforas, turgente de connotaciones sim-
bólicas que exigen un trabajo de comprensión más hacia lo hondo del
texto en el lector desafiado a perder la partida con cualquier distracción,
por pequeña que sea. Aquí Uslar Pietri ha llegado, entonces, a la perfec-
ción de nuestros grandes maestros del cuento contemporáneo: más cer-
ca de Borges o Cortázar, que de las consabidas tragedias municipales
con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el cuento. En
cinco instancias lentamente maceradas, puede reiterarse la afirmación
de que la escritura de Uslar fue madurando para llegar a las vetas más
esquivas del cuento, tal vez la expresión tipológica más compleja, pero
también más completa por lo inquietante de su hermetismo estructural.

Nombre del Autor « 127 »


Notas Acedo de Sucre y Carmen M. Nones Mendoza),
Barcelona (España), Ariel, 1967; 182 p.
1. En esta reedición he introducido leves modi-
ficaciones, sobre todo de actualización y erra- 11. La selección de nombres la hemos hecho so-
tas aparecidas en la anterior. bre la lista más completa que incluye el citado
libro de María de L. Acedo y Carmen M. Nones
2. Específicamente el trabajo de Mario Szich-
(cfr. nota 10). Los comentarios marginales sobre
man: Uslar, cultura y dependencia, Caracas,
aspectos políticos y literarios son nuestros.
Vadell Hnos., 1975.
12. El cuadro descriptivo más completo del
3. Entre las investigaciones más recientes des-
proceso formativo de nuestros partidos políti-
tacan las realizadas por Luis Cipriano Rodrí-
cos lo ha realizado Manuel Vicente Magallanes:
guez, Yolanda Segnini y Yolanda de Lecuna,
Los partidos políticos en la evolución histórica
todas producto de un trabajo en equipo que
venezolana, Caracas (Madrid), Edit. Mediterrá-
adelanta el Instituto de Estudios Hispanoameri-
neo, 1973. De esta obra se obtuvieron los datos
canos de la Universidad Central de Venezuela.
citados a continuación.
4. Sobre la visita de Pellicer a Caracas y los inci-
13. Pedro Felipe Ledezma, historiador y educa-
dentes diplomáticos posteriores, cfr. Raúl Agu-
dor distinguido, publicó un excelente estudio
do Freytes: Pío Tamayo y la vanguardia; parti-
sobre los programas políticos de estas primeras
cularmente, pp. 54-57.
agrupaciones de la izquierda venezolana: Mar-
5. Cfr. Juan Bautista Fuenmayor: Historia de la xismo y programas en la lucha antigomecista.
Venezuela política contemporánea (1976), t. II, 1926-1936, Caracas, Edics. de la Asociación de
pp. 133 y ss. Profesores del Instituto Universitario Pedagógi-
co de Caracas, 1978; 193 p.
6. María Rosa Alonso, «¿Es el de las generacio-
nes un método comprobado?», Revista Nacio- 14. Caracas (Madrid), Edit. Mediterráneo, 1968.
nal de Cultura, Nº 128, pp. 92 y ss.
15. Op. cit., pp. 21-22.
7. Mario Torrealba Lossi, Los poetas venezola-
16. Ibid., p. 23.
nos de 1918, Caracas, Edit. Simón Rodríguez,
1955. 17. Guillermo Meneses, «Nuestra generación
literaria», El Farol, Caracas, nov.-dic. 1961, Nº
8. Idem, Los años de la ira, Caracas, Edics. del
197, pp. 33-36.
Ateneo de Caracas, 1979.
18. «Lo criollo en la literatura». Obras selectas,
9. «Contrapunto de las generaciones». Entrevis-
p. 1061.
ta con Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses,
Juan Liscano, Arturo Croce, Miguel Otero Silva 19. Una muy completa cronología de las inter-
(S. Fma.), Papeles, Revista del Ateneo de Cara- venciones norteamericanas en Latinoamérica
cas, feb.-mar.-abr. 1967, Nº 3, pp. 83-98. La res- puede leerse en el folleto Estados Unidos con-
puesta de Otero Silva en p. 95. tra América Latina. Dos siglos de agresiones,
La Habana, Casa de las Américas, Col. Nuestros
10. La generación venezolana de 1928. Estudio
Países, Serie Resumen, 1978 (comp. de Sergio
de una élite política. (Memoria presentada ante
Guerra y Alberto Prieto).
la Escuela de Ciencias Sociales de la Universi-
dad Católica Andrés Bello para optar al título 20. Nelson Osorio, investigador del Centro
de Licenciado en Sociología por María de L. de Estudios Latinoamericanos Rómulo Galle-

« 128 » Colección Prólogos


gos, desarrolló un estudio sobre la vanguardia 29. A. Uslar Pietri, «Una flecha en válvula»,
venezolana en el contexto hispanoamericano. Mundial, Caracas, 11 de enero de 1928, mes
Razones de compañerismo me inhiben de tocar XII, Nº 297, p. 1. Nota: Este y otros textos cita-
aspectos que el mismo Osorio me había comu- dos los debo a copias facilitadas fraternalmente
nicado en conversaciones fraternales. Dejo por Nelson Osorio, quien los localizó y acopió
constancia de agradecimiento a este colega, para su trabajo sobre las vanguardias. Dejo
por haberme suministrado copias de materiales constancia de mi agradecimiento.
hemerográficos localizados y acopiados por él
30. «Música celestial», El Universal, 15 de enero
y su equipo de la Sección de Investigaciones Li-
de 1928, año XIX, Nº 6.709.
terarias del Centro. Algunos de ellos pueden
ser consultados en el volumen que Osorio pu- 31. «Vanguardismo criollo», Mundial, Caracas,
blicó recientemente: La formación de la van- 14-1-28, año XII, Nº 300.
guardia en Venezuela (Antecedentes y docu-
32. Avelino Martínez, «El vanguardismo», El
mentos), Caracas, Academia Nacional de la His-
Universal, Caracas, 2-2-1928, año XIX, Nº 6.727.
toria (Estudios, Monografías y Ensayos), 1985.
33. «La ‘válvula’ de la vanguardia», Mundial,
21. Con posterioridad a la muerte de Garmen-
Caracas, 23-2-1928; Nº 332.
dia han sido editados textos narrativos suyos,
escritos y publicados en la prensa periódica 34. El Universal, Caracas, 28, 29 y 30 de enero de
desde 1918. Oscar Sambrano Urdaneta compi- 1928, Nos 6.722, 6.723 y 6.724 respectivamente.
ló y editó un volumen de dicho autor con el
35. Carlos L. Capriles, «El vanguardismo aquí es
título La hoja que no había caído en su otoño.
un mero pasatiempo de muchachos princi-
Néstor Tablante ha hecho un exhaustivo
piantes», El Universal, Caracas, 2 de septiembre
arqueo hemerográfico aún inédito.
de 1928, Nº 6.936.
22. Cfr. Actualidades, Rev. del Centro de Estu-
36. A. Uslar Pietri, «El crítico Capriles ignora
dios Latinoamericanos Rómulo Gallegos,
qué son las escuelas de vanguardia», El Univer-
Nº 3-4. En especial los trabajos de Nelson Oso-
sal, Caracas, 6 de septiembre de 1928, Nº 6.940.
rio («La Tienda de Muñecos de Julio Garmendia
en la narrativa de vanguardia hispanoamerica- 37. Rafael Angarita Arvelo, «Panorama de van-
na», pp. 11-36) y Beatriz González («La obra de guardia», El Nuevo Diario, Caracas, 24-1-1928;
Julio Garmendia en las historias de la narrativa año XVI, Nº 5.402.
venezolana», pp. 37-62).
38. Fernando Paz Castillo, «Sobre el tema del
23. Memoria y cuento de la generación del 28, vanguardismo», El Universal, Caracas, 1 de julio
Caracas, s.e., 1958. de 1928, año XX, Nº 6.893.
24. «Vanguardismo poético», Sinfonía inacaba- 39. Sobre este y otros aspectos de la vida políti-
da. Obras completas, v. 7, pp. 389-399. ca de Uslar cfr. Alfredo Peña: Conversaciones
con Uslar Pietri, Caracas, Editorial del Ateneo
25. Manifiesto editorial de válvula.
de Caracas, 1978.
26. Literaturas europeas de vanguardia, p. 10.
40. Alfredo Peña menciona este primer artículo
27. L. Landaeta: «Auto de fe», válvula, pp. 38-39. pu­blicado el 22 de marzo de 1922, año V, Nº 19
de Billiken. Igualmente cita como aparecidos
28. «La revista de la vanguardia», Fantoches,
en 1923 los siguientes trabajos: «El silencio del
año V, Nº 33, Caracas, 11-1-1928.
desierto», «El retorno de Pan», en El Universal;

Nombre del Autor « 129 »


«Las casonas», en el mismo diario y un poema villoso americano». Alexis Márquez Rodríguez
titulado «Nada es». se ha ocupado con perseverancia de este tópico
en dos libros consagrados a Alejo Carpentier.
41. Datos suministrados por el propio autor en
cuestionario que le remití desde México en 51. El crítico alemán Franz Roh había publica-
1965. do en 1925 una obra titulada Nach Expresionis-
mus. Fue vertida al español, el mismo año, por
42. Alfredo Peña enumera una amplia lista
Fernando Vela y editada bajo sello de la Revista
de los primeros trabajos publicados entre 1925
de Occidente con el título Realismo mágico.
y 1927.
Postexpresionismo. El término «realismo mági-
43. Apareció primero en Cultura Venezolana, co» fue utilizado por Arturo Uslar Pietri para ca-
Nº 83, sept. de 1927; luego fue reproducido en racterizar el cuento venezolano de vanguardia
el único número de válvula. en su ensayo «El cuento venezolano», inserto
en su libro Letras y hombres de Venezuela. La
44. «La vanguardia, fenómeno cultural», El Uni-
primera edición es de México, Fondo de Cultu-
versal, 10 de diciembre de 1927, Nº 6.674, p. 5.
ra Económica, 1948. Luis Leal considera que
Además, sobre el Futurismo, Nelson Osorio
ésta fue la primera vez que la designación se
rescató e insertó en su libro un texto de Uslar,
aplicó a la literatura hispanoamericana. Cfr. su
fechado en 1927, con el título de «El Futuris-
ensayo: «El realismo mágico en la literatura his-
mo»; cfr. Osorio, op. cit., pp. 229-231.
panoamericana», Cuadernos americanos,
45. El texto completo está reproducido por México, jul.-ago., 1967, Nº 4, pp. 230-235.
Osorio (op. cit.) 12, cita, en p. 242.
52. Cfr. Giuseppe Bellini, La narrativa de Mi-
46. Remito especialmente a la entrevista publi- guel Ángel Asturias, Buenos Aires, Losada,
cada en El Nacional de Caracas, el 16 de mayo 1969, p. 20.
de 1976, con motivo de los 70 años del naci-
53. Cfr. Klaus Müller-Bergh, Alejo Carpentier.
miento del escritor. Esas mismas ideas las reite-
Estudio biográfico-crítico, Nueva York-Madrid,
ra en su texto «Mi primer libro», que precede al
Las Américas / Anaya, 1972, p. 26.
volumen conmemorativo de Barrabás y otros
relatos, Caracas, Monte Ávila, 1978; cfr. particu- 54. «Asteriscos», El Ingenioso Hidalgo, junio de
larmente las pp. 28-29. 1935, Nº 2, p. 2.

47. Las informaciones sobre estos contactos 55. «Interludio a la novela», ibid., agosto, 1935,
intelectuales fueron referidas por Uslar Pietri Nº 3, p. 1.
en el cuestionario citado antes (v. nota 41 de
56. Ramón J. Velásquez, «La evolución política
este trabajo) y utilizadas en el libro Uslar Pietri,
de Venezuela en el último medio siglo», Vene-
renovador del cuento venezolano. Algunas fue-
zuela moderna. Medio siglo de historia. 1926-
ron reiteradas o ampliadas por él en la
1976, Caracas, Fundación Eugenio Mendoza,
entrevista del 16 de mayo de 1976 (v. nota 46).
1976, p. 44.
48. «El faro de la Torre Eiffel», Obras selectas,
57. Cfr. al respecto Alfredo Peña, op. cit., donde
p. 888.
Uslar, por primera vez, rememora con detalles
49. Entrevista en El Nacional del 16-5-76. aquel incidente.

50. Cfr. Tientos y diferencias, México, UNAM, 58. Op. cit., p. 240.
1964. Especialmente el ensayo «De lo real ma­ra­
59. G. de Torre, op. cit., pp. 369-370.

« 130 » Colección Prólogos


60. Presentación a Obras selectas (1956), 70. Esos trece títulos de relatos son: «El novillo
pp. XII-XIII. amarrado al botalón», «La hembra», «El rey
zamuro», «Simeón Calamaris», «La segunda
61. Había publicado «El gato con botas» y
muerte de don Emilio», «El prójimo», «El hombre
«Zumurrud» en Élite; «La voz», en Fantoches;
de la isla», «El enemigo», «Yo soy Martín», «La ga-
«Miralejos» en El Universal; «La caja» en La Uni-
ta negra», «Caín y Nuestra Señora de la Buena
versidad, revista de la Federación de
Muerte», «La mula» y «Un mundo de humo».
Estudiantes de Venezuela. Todos a lo largo de
1926 y 1927. 71. «El hombre de la isla», p. 169.

62. P. Sotillo, «Comentarios bibliográficos:


Barrabás y otros relatos», El Universal, Caracas,
8 de septiembre de 1928.

63. Esa actitud de respeto a los escritores de


promociones anteriores fue enfatizada por
Leopoldo Landaeta en su «Auto de fe», publica-
do en válvula. Uslar, en su entrevista de El Na-
cional, en mayo de 1976, rememora también
el comportamiento de grupo que ellos, a con-
ciencia, asumieron.

64. «El libro de las separaciones y de las revela-


ciones», Barrabás y otros relatos, El Universal,
Caracas, 12 (16) de septiembre de 1928.

65. Cfr. «El realismo de la otra realidad», Améri-


ca Latina en su literatura, México, Siglo XXI /
UNESCO, 1972, pp. 204-218.

66. Cfr. nota 46 de este trabajo.

67. La cita se transcribe de Obras selectas, Cara-


cas, Edime, 1977, p. 960.

68. Entrevista con Uslar Pietri, El Nacional, 16


de mayo de 1976. En ella expone ampliamente
sus criterios sobre el tema.

69. «El conuco de Tío Conejo», Treinta hombres


y sus sombras. La cita en Obras selectas (1977),
p. 541. El desarrollo teórico sobre las posibili-
dades artísticas de estas consejas, fue desarro-
llado por Uslar en «La conseja popular venezo-
lana», en Bitácora, Caracas, marzo de 1943,
Nº 1, pp. 15-20. Luego lo recogió en su libro
Letras y hombres de Venezuela (1948), bajo tí-
tulo «Tío Tigre y Juan Bobo».

Nombre del Autor « 131 »


Jaime Alazraki
Rayuela de Julio Cortázar
Introito a Rayuela
de Julio Cortázar.
Caracas: Biblioteca Ayacucho
(Colección Clásica, Nº 77),
2004 (652 p.),
pp. IX-XCVIII.
Rayuela: El planteamiento de una tesis
y de una antítesis
Jaime Alazraki

C uando hacia el final del volumen primero de la novela de Robert


Musil El hombre sin cualidades, Diotima pregunta a su primo qué haría
si por un día él fuera el soberano del mundo, Ulrich responde: «Supongo
que no tendría otra alternativa sino abolir la realidad»1. «Abolir la realidad»
ha sido siempre tarea del mago y no del soberano, empresa del poeta y
no del filósofo. Es el artista quien pacientemente tiende puen­­tes hacia lo
que Nietzsche llamó «la verdadera realidad»2 para distinguirla de la otra fa-
bricada por el intelecto. Pe­ro para tocar esa otra orilla es necesario llegar
al borde de ésta, después de haber recorrido su agotado territorio, hasta
alcanzar ese punto «donde terminan las fronteras y los caminos se bo-
rran»3, donde un espacio nuevo comienza y una realidad segunda emerge
de las cenizas de la otra. Muy pocos son los es­critores hispanoamericanos
que se aventuran por ese sendero sinuoso y de des­tino incierto, pero los
pocos que lo han intentado forman el fundamento más sólido de nuestra
literatura: Borges, Paz, Cortázar (¿algún otro?). Poetas, en el sentido más
amplio de poiesis (hacedor, creador), para quienes la literatu­ra es menos
un testimonio de la realidad que su cuestionamiento, menos un reflejo
de la realidad que un vehículo epistemológico: reflexión poética sobre
las grandes preguntas.
«Rayuela –ha dicho Cortázar– es un poco una síntesis de mis diez
años de vida en París, más los años anteriores. Allí hice la tentativa más
a fondo de que era capaz en ese momento para plantearme en términos
de novela lo que otros, los filósofos, se plantean en términos metafísicos.
Es decir, los grandes inte­rrogantes, las grandes preguntas»4. No es casuali-
dad que el Ulrich de Musil sea para Cortázar uno de sus héroes literarios.
Como Horacio Oliveira, Ulrich siente la urgente compulsión, escribe

Jaime Alazraki « 135 »


Musil, «de modificar las formas funda­mentales de una moralidad que por
dos mil años se ha ajustado a los cambios de gusto en pequeños detalles
y de cambiarla por otra que se adecue más estrecha y elásticamente a la
movilidad de los hechos (...) Había algo en la na­turaleza de Ulrich que
actuaba de manera azarosa, paralizante, cautivante, con­tra la sistemati-
zación lógica, contra la voluntad unidi­men­sional, contra los im­pulsos
terminantemente dirigidos de la ambición»5. Como Ho­ra­cio, «Ulrich no
era filósofo: los filósofos son per­sonas violentas y agresivas que, al no
tener ejércitos a su disposición, someten al mundo a sus deseos ence-
rrándolo en un sistema»6. De esa desconfianza hacia la filosofía emerge
la preferencia de Ulrich por el ensayo definido como «la forma única e
inalterable que asume la vida interior de una persona en un pensamiento
decisivo: dominio que se abre entre la religión y el conocimiento, entre el
ejemplo y la doctrina, entre el amor in­telectualis y la poesía»7. Pero ensa-
yo que, como en Rayuela, se plantea en términos novelísticos: ideas que
más que razonarse intelectualmente se viven apasionadamente, y más
que probarse en la abstracción se realizan en el diálogo vivo. Finalmente,
así como Ulrich es profundamente austriaco, Horacio es profundamente
argentino.
Este último aserto puede sorprender a más de un latinoamericano.
Rayuela no es novela argentina en lo que Argentina tiene de accidental y
efímero; lo es en esa dimensión intrínseca desde la cual todo argentino,
que piensa, se reco­noce. Hace algunos años, García Márquez co­men­taba
que él «también com­partía un poco la idea bastante generalizada de que
Cortázar no es un escritor latinoamericano». Y agregaba:
Y esta idea un poco «guardada» que tenía la rectifiqué por completo ahora
que estuve en Buenos Aires, en 1967. Conocien­do Buenos ­Aires, esa in-
mensa ciudad europea entre la selva y el océano, des­pués del Mato Gros-
so y antes del Polo Sur, se tiene la impresión de estar viviendo dentro de
un libro de Cortázar, es decir, lo que parecía europeizante en Cortázar es
lo europeo, la influencia europea que tiene Buenos Aires. Aho­ra, yo tuve
la impresión en Buenos Aires de que los personajes de Cortázar se en-
cuentran por la calle en todas partes. Allí me di cuenta de que Cortázar es
profundamente latinoamericano.8

« 136 » Colección Prólogos


Más analíticamente, Carlos Fuen­­tes ha escrito:
Novela latinoamericana, Rayuela lo es porque participa de una atmós­fera
mágica de peregrinación inconclusa. América, antes de ser descubierta, ya
había sido inventada en el sueño de una búsqueda utópica, en la necesi-
dad europea de encontrar un là bas, una isla feliz, una ciudad de oro. ¿Es
de extra­ñar que uno de los rasgos más significativos de la imaginación li-
teraria lati­noamericana sea la aventura en pos de Eldorado (Carpentier),
del paraíso pa­triarcal (Rulfo y García Már­quez), de una identidad original
(Asturias), o de una helada mitificación (Borges), que se encuentra más
allá de la pesadilla his­tórica y de la es­qui­zofrenia cultural?9

Pero Rayuela no es la postulación de una utopía fuera de la historia


o de una isla de la cultura en el vacío. Tampoco la búsqueda de una
sociedad rege­nerada o un país redimido hic et nunc: «Puede ser que
haya otro mundo den­tro de éste, pero no lo encontraremos recortando
su silueta en el tumulto fa­buloso de los días y las vidas, no lo encon­
tra­remos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe, hay
que crearlo como el fénix»10. Rayuela no es la búsqueda de un modelo
político, cultural o social, sino la articulación de una nostalgia por esa
inocencia primera en que el hombre vivió conciliado con el mundo.
Pero para tocar esa armonía primordial Rayuela desanda todos los cami-
nos en cuyo curso se ha formado el hombre occidental tal como hoy lo
conocemos y en cuyo curso ha perdido su dirección origi­naria. Mu­cha
de la literatura de este siglo traza el mapa de ese extravío o comunica
el grito des­garrado del hombre perdido en la selva de sus propias fabri-
caciones. Basta pensar en Camus, Musil o Beckett para comprobar de
inmediato que la desna­turalización y alienación del hombre moderno
es la preocupación dominante de un buen segmento de la ficción con-
temporánea. En un mundo electrónica­mente controlado y gobernado
por una creencia ciega en el automatismo y po­derío de las máquinas,
no hay lugar para los sueños. Musil decía que los ­sue­ños primordiales
de la imaginación humana habían sido de repente realizados por las
ciencias pero de manera diferente a como una vez los había soñado el
hombre. Y agregaba:

Jaime Alazraki « 137 »


El clarín del barón Münch­hausen era más hermoso que la mú­sica envasa-
da en producción masiva; las Botas de Siete Leguas eran más hermosas
que el automóvil; el dominio del rey-enano Laurin, más hermoso que el
túnel ferroviario; la raíz mágica de la mandrágora, más hermosa que el
cuadro telegrafiado; comerse el corazón de su propia madre y así com-
prender el lenguaje de los pájaros, más hermoso que el estudio de los va-
lores expresi­vos del canto de un pájaro hecho por un psicólogo de anima-
les. Hemos ganado en términos de la realidad y perdido en términos del
sueño. Ya no podemos acostarnos bajo un árbol mirando el cielo a través
del espacio entre los dos de­dos del pie; estamos demasiado ocupados tra-
bajando. Y no conviene perderse en los sueños y andar hambriento si uno
quiere ser eficiente; hay que alimentarse y seguir adelante.11

Michel, el personaje de Gide en El inmoralista, después de haberlo


esperado todo del intelecto, enrostra a la cultura:
La masa miscelánea de conocimien­to adquirido de toda clase que ha cu-
bierto la mente se descascara en algunos lugares como una máscara de
pintura, poniendo al descubierto la piel desnuda: la carne misma de la
criatura auténtica que yacía debajo escondida. Ella era a quien yo desde
entonces me propuse descubrir: la auténtica criatura, «el viejo Adán» a
quien el Evangelio había repudiado, a quien todo lo que yo era –li­bros,
maestros, padres, y yo mismo– había intentado suprimir. Y ya comenzaba
a apa­­recer, todavía en bruto y difícil de descubrir debido a todo lo que lo
recubría, pero por eso mismo mucho más digno de ser descubierto, mu-
cho más valioso. Desde entonces desprecié a la criatura secundaria, a la
criatura que se debía a la enseñanza, a quien la educación había pintado
en la superficie. Había que sacudir esas capas agregadas. Y me comparé a
mí mismo a un pa­limpsesto; experimenté la alegría del investigador cuan-
do descubre debajo de la escritura más reciente, y en el mismo papel, un
texto muy antiguo e infinita­mente más precioso. ¿Qué era este texto ocul-
to? Para leerlo, ¿no era primero que todo ne­cesario borrar el más recien-
te?... En mis conferencias expuse la cultura, nacida de la vida, como la des-
tructora de la vida.12

« 138 » Colección Prólogos


De manera seme­jante Cortázar ha dicho:
El problema central para el personaje de Rayuela, con el que yo me iden-
tifico en este caso, es que él tiene una visión que podríamos lla­mar mara-
villosa de la realidad. Maravillosa en el sentido de que él cree que la reali-
dad cotidiana enmascara una segunda realidad que no es ni misteriosa, ni
trascendente, ni teológica, sino que es profundamente hu­ma­na, pero que
por una serie de equivocaciones ha quedado como enmascarada detrás de
una reali­dad prefabricada con muchos años de cultura, una cultura en la
que hay maravillas pero también profundas abe­rraciones, profundas ter-
giversaciones. Pa­ra el personaje de Rayuela habría que proceder por brus-
cas irrupciones en una realidad más auténtica.13

Con Rayuela, Cortázar se sitúa en el bulbo de una preocupación


cardinal en el pensamiento del Occidente. Jung la define en términos
inequívocos cuando hablando de Freud dice que:
sus teorías han dado expresión al hecho de que el hombre occidental es-
tá en peligro de perder por completo su sombra, de identificarse él mismo
con su personalidad ficticia y de identificar el mundo con el cuadro abs-
tracto pintado por el racionalismo científico. El hombre se ha convertido
en el esclavo de su propia ficción y un mundo puramente con­ceptual re-
emplaza gradualmente la realidad.14

Es lo que en términos novelísti­cos decían Musil y Gide y a veces


usando hasta las mismas palabras. Es el tema de Rayuela. Es el gran
tema de una buena parte de la literatura contem­poránea preocupada
por el naufragio de la cultura y el extravío del hombre. Lionel Trilling ha
observado que «una de las características más salientes de la cultura de
nuestro tiempo es la intensa, podría decirse obsesiva, preo­cu­pa­ción con
la autenticidad de la vida personal como criterio del arte»15. Y el pro­pio
Cortázar anota en una página de Morelliana: «¿Qué es en el fondo esa
his­toria de encontrar un reino milenario, un edén, un otro mundo? Todo
lo que se escribe en estos tiem­pos y que vale la pena leer está orientado
hacia la nostal­gia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back to
Adam, le bon sau­vage...»16.

Jaime Alazraki « 139 »


Cortázar es tal vez el primer novelista hispanoamericano que, sin
conce­sio­nes, sin desertar de su condición de escritor latinoamericano,
entra erguido y con paso seguro en esta tradición de la literatura occiden-
tal que se centra en la búsqueda de un hombre más auténtico y de una
realidad más real. Es una tradición que culmina en Europa con el surrea-
lismo pero cuya versión más inci­piente aparece ya con el romanticismo.
No es casualidad que Cortázar haya dedicado un libro a Keats17 y haya
dicho del surrealismo, todavía en 1949, que es «la más alta empresa del
hombre contemporáneo como previsión y tentati­va de un humanismo
integrado»18.
Como Paz, respecto a la poesía, Cortázar absorbe lo más memorable
de la ficción contemporánea y lo hace ingresar como contexto de su obra
narrativa. Si, como decía el viejo Borges, «una lite­ratura difiere de otra
menos por el texto que por la manera de ser leída»19, se comprende que
una obra que se enclava en una tradición literaria emerja de la lectura de
los textos más perdurables de esa tradición. Y si, como decía Ray­mond
Queneau, «toda obra literaria es una Ilíada o una Odisea» es ilusorio pen-
sar que un texto nace por generación espontánea del magín del escritor.
Cortázar reescribe la odisea del Ulrich de Musil, pero su circunstancia es
inexo­rablemente latinoameri­cana, su voz, genuinamente argentina, su
tiempo dista leguas del período entre las dos guerras, y entre la Austria
imperial de Musil y la Argentina golpista de Cortázar hay un abismo que
ahonda diferencias de manera definitiva. Si con Darío entra en la poesía
en lengua española una mú­sica desconocida hasta entonces para el lec-
tor hispánico, con Cortázar la novela hispanoamericana entra de cabeza
en el espacio de la ficción contemporánea. No sin sobrada razón decía el
crítico y novelista norteamericano C.D.B. Bryan que Rayuela es «la más
poderosa enciclopedia de emociones y visiones que ha­ya producido la
generación internacional de escritores de la posguerra...»20. Con Rayuela
tenemos los latinoamericanos lo que el Quijote había sido para Espa­ña
en el siglo xvii.

« 140 » Colección Prólogos


Inicios: poesía

La prehistoria literaria de Cortázar se remonta a sus años adolescentes.


Como todo muchacho que descubre la fascinación y el poder mági­co de
la palabra es­crita, comprende muy tempranamente que leer y escribir
son funciones de un mismo acto. «Como todos los niños –cuen­­ta– que se
apasionan por la lec­tura, muy pronto intenté escribir. Mi primera novela
la terminé a los nueve años. Ya pueden imaginarse... Y poemas inspirados
por Poe, naturalmente. A los doce años escribía poemas de amor a una
condiscípula... Pero sólo mucho más tarde, cuando tenía ya 30 o 32 años
–aparte de una gran cantidad de poemas que andan por ahí, perdidos o
quemados– empecé a escribir cuen­tos»21. Pero además de esos versos de
amor que a todo adolescente «le brotan por todas partes» y sus primeros
cuentos publicados en revistas hacia 1946, Cortázar escribe una larga
tirada de sonetos que publica bajo el seudónimo Julio Denis. Presencia
(1938) aparece en esa Argentina de entonces donde (son palabras del pro-
pio Cortá­zar) «un jovencito de veinte años que había escrito un puñado de
sonetos se precipita a publicarlos; si un editor no los aceptaba, él pagaba
la edición»22. Esta evocación de los años treinta es una alusión, velada-
mente oblicua, a su propio apresuramiento. Que Cortázar lo con­sidera así
lo prueba el hecho de que no ha vuelto a publicar ese primer poe­mario.
Los pocos ejemplares de esa limi­ta­dísíma edición privada circulan entre
amigos como libro raro de coleccionista. Así lo querían, entonces, sus au-
tores, como lo ha recordado Borges a quien le asombraba y, no sin cierta
perversión, deleitaba que no se hubieran vendido más allá de la docena
de ejemplares de la edición de cualquiera de sus primeros libros.
¿Quiénes eran los lectores-amigos de los sonetos de Julio Denis? Un
grupo de poetas conocido como la generación del 40. Aunque entre 1951
y 1953 apareció una publicación con ese nombre, El 40. Revista literaria
de una genera­ción, el primer vehículo literario del grupo fue Canto, pu-
blicada por Miguel Antonio Gómez, Julio Marsagot y Eduardo Ca­la­maro,
y de la que sólo apa­recieron dos números en junio y julio de 1940. Al año
siguiente la reemplazó Huella que, como su pre­decesora, publicó sola-
mente dos números que apare­cieron en 1941. Daniel Devoto comenta

Jaime Alazraki « 141 »


sobre Huella: «Sus colaboradores eran prácticamente los mismos que
Canto: Enrique Molina, Juan R. Wilcock, Ro­ber­to Paine, Alfonso Sola
González, Carlos Alberto Álvarez, Olga Orozco, Al­berto Pon­ce de León;
deben sumarse para que nada falte, la presencia activa y anónima de
Eduardo Jorge Bosco y la colaboración de Julio Denis»23. Tam­bién habría
que agregar los nombres de León Benarós, César Fer­nández More­no y el
propio Devoto. En 1949 David Martínez publica la antología del grupo:
Poesía argentina, 1940-1949. La impresión que deja la lectura de este
libro, suerte de resumen del talante poético de esa generación, es de signo
opuesto al espíritu que animaba a la generación ul­traísta-martinfierrista
que la precede. Si ésta era una generación despreocupada, trape­cista
de la metáfora, y dada al experimento verbal, aquélla se presentó con la
gravedad de una generación que hace sus primeras armas cuando toda
Europa se destrozaba en su propia car­nicería, aunque el horror de la
guerra llegara a Argentina asor­dinado por el insularismo y un neutralismo
equívoco (léase: deliberadamente cómplice). Si los martinfierristas fue-
ron, en la frase de Carlos Mastronardi, «la última gene­ración argentina de
hombres felices», la generación del 40 vivió en una Ar­gentina desilusio-
nada y angustiada cuyas frustraciones ya habían anticipado el pesimismo
de Martínez Estrada y las pesadillas de Roberto Arlt durante los primeros
años de la década de los 30. También los estímulos literarios habían si­do
diferentes. El ultraísmo fue la versión latinoamericana del vanguardismo
europeo en lo que éste tenía de exterior y clownesco: un circo donde se
pro­baban nuevos números y destrezas verbales. Los poetas del 40, en
cambio, vieron en Rilke y en el Neruda de Residencia en la tierra a sus
sibilinos gurúes. En 1941 se publicó en Buenos Aires Cartas a un joven
poeta de Rilke y sus advertencias y exhortaciones se convirtieron para
esa generación en su guía de descarriados: «Un poeta lírico será el que
haya sufrido dolores, el que haya visto agonizar a un ­hombre, el que
haya escuchado el quejido de los heri­dos, el que sepa el aullido lúgubre
de los perros, de los gritos tremendos de una parturienta en el momento
supremo, el que haya experimentado el aban­dono y el desen­canto, el
que conozca el fracaso, el que haya paseado por hos­pitales y cemente-
rios»24, ingredientes todos que no figuraban en los receta­rios ultraístas.

« 142 » Colección Prólogos


Residencia en la tierra se había publicado en Chile en 1933 y en Madrid
en 1935, pero a partir de 1944 se publica en ­Buenos Aires en la edición de
Losada que es la más difundida y la que continúa circulando hasta hoy.
La poesía elegíaca y ensimismada de Neruda ­recogía lo más perdurable
del vanguardismo europeo (el surrealismo incluido) y dejó su marca en
los poetas argentinos del 40. En el primer número de Huella, escribía
León Be­narós: «Nosotros, desde nuestro mundo personal, buscamos lo
esencial del verbo más en el acontecer interior que en el deslumbrante
artificio de la fácil y desmontable metáfora (la alusión a los ultraístas es
obvia y cáustica) (...) Nosotros somos graves, porque nacimos a la litera-
tura bajo el signo de un mundo en que nada podía reír. De ahí, pues, que
casi toda nuestra poesía sea elegíaca»25.
Pero el ámbito literario de esta generación está muy lejos de reducir-
se a esos dos escritores. Por el contrario, sus lecturas no omiten ningún
poeta que en mayor o menor medida gravita en la poesía moderna. Se
vuelven a los poetas-oráculos del siglo xix: Nerval, Baudelaire, Lautré­
amont, Ma­llar­mé, Rim­baud, Hölderlin, Blake, Poe, Novalis y a los poetas
españoles de la generación de 1927. Entran de lleno en la poesía su-
rrealista encabezada por Apolli­naire y leen concentradamente a Valéry,
Saint-John Perse y T.S. Eliot. Des­de las páginas de Huella, Cor­tázar es-
cribe una nota sobre Rimbaud que pue­de leerse como un manifiesto de
su generación:
Ahora sabemos que Arthur Rimbaud es un punto de partida, una de las
fuentes por donde se lanza al espacio líquido el árbol de esta poesía nues-
tra... La obra del surrealismo reconoce francamente su filiación a la que
agrega la pro­veniente de Lautréamont, tan poco su­mergido en nuestro
avizorar america­no y tan merecedor de él... Ocurre que Rimbaud (y de ahí
su diferencia bá­sica con Mallarmé) es ante todo un hombre. Su problema
no fue un problema poético sino el de una ambiciosa realización humana
para la cual el Poema, la Obra, debían constituir las llaves. Eso lo acerca
más que todo a los que ve­mos a la poesía como un desatarse total del ser,
como su presentación abso­luta, su entelequia. E intuimos además en ese
logro una recompensa trascen­dente, una gracia que replica a la necesidad
inevitable de unos pocos corazo­nes humanos.26

Jaime Alazraki « 143 »


Lo que los sonetos de Presencia muestran, sin embargo, es, más que
«un desatarse total del ser», un deslumbramiento muy natural por esos
mo­de­los demasiado poderosos y cautivantes como para no obstruir la
ex­presión perso­nal de su autor. En las pocas ocasiones en que Cortázar
ha hablado de esos sonetos los ha descartado como «muy mallar­mea­
nos», y en verdad lo son en el sentido de que al intentar quintaesenciar
sus medios expresivos, al armar­los con geométrica precisión, suprime
también la realidad poética que los pro­mueve. John Barth decía que
«la Sexta Sinfonía de Beethoven o la Catedral de Char­tres creadas hoy
avergonzarían a sus autores»; lo que Cortázar comprende en su escue-
to juicio sobre Presencia es que si la obra de Mallarmé representa un
momento luminoso de la poesía moderna no se la puede convertir en
ma­triz de serialización sin cari­ca­turizarla, y si las influencias son an­da­do­
res inse­parables de todo proceso de aprendizaje, puesto que escribir es
reescribir unos pocos textos, su valor no puede medirse en la fidelidad o
exactitud de su imi­tación sino en términos de estímulo y posibilidad. Por
supuesto, Mallarmé no fue el único modelo. Baudelaire, Rosetti y Coc­
teau se citan en tres epígrafes y dos so­ne­tos tienen como tema a Gón­gora
y Neruda. Pero más allá de estas influencias, lo que este libro temprano
revela es un raro y habilísimo don ver­bal que en sus mejores momentos
se resuelve en precoz virtuosismo y en un lenguaje que por debajo de la
afectación descubre al poeta nato que hay en Cortázar.
Se ha querido ver en este libro juvenil «un adelanto, no conceptual
pero sí poético, de todos los temas que se despliegan en su obra»27. Jui­cio
excesivo que por cierto no compartimos y que nace de un empeño muy
comprensible por avalar la unidad literaria en la obra de un autor. Se ha
dicho lo mismo respecto a Crepusculario en relación con las preo­cu­pa­
ciones mucho más tardías de Neruda por lo social y político. Presencia
adelanta, sí, el interés de Cortázar por la música y en particular por el
jazz, y testimonia algunas de las preocu­paciones cardinales de su gene-
ración: la poesía como exploración del ser, la vida como misterio inso-
luble, la autenticidad como la prueba última y prime­ra de la literatura, el
tiempo, la soledad y la muerte. Descubre también un in­terés, germinal
todavía, por ese reverso de la realidad que el tiempo irá con­virtiendo en

« 144 » Colección Prólogos


uno de los fundamentos más firmes de su obra: su inclinación hacia lo
fantástico, como este terceto que cierra el soneto número VI de la serie
«So­netos a mí mismo»:
Y ya no es cierto aquello que era cierto,
y entra la noche por los ventanales
abiertos al dominio de lo incierto.28

El autor anónimo del comentario impreso en la contratapa de su


segundo libro de poesía, Pameos y meopas (1971), afirma, audazmente y
no sin razón, que «Cortázar es, por encima de todo, un poeta que desvela
un mundo per­sonal de gran riqueza, un infatigable creador de realidades
poéticas»29. Y así es. Con algunos intervalos, unos más prolongados que
otros, Cortázar no dejó nunca de escribir poesía. Durante muchos años
guardó en las gavetas de su escritorio los manuscritos de dos volúmenes
de poesía –Preludios y sonetos (1944) y Razones de la cólera (1950-1956)–
de los cuales dio cuenta por primera vez Graciela de Sola30. Había tenido
acceso a los manuscritos y daba breve noticia sobre los mismos, pero de
sus comentarios y de los pocos frag­mentos citados era imposible inferir la
envergadura y el vuelo de su nueva poe­sía. Fueron incluidos en Pameos
y meopas con cuatro secciones más: «Larga dis­tancia», «Cantos italianos»,
«Grandes máquinas» y «Circunstancias». En la nota que introduce el volu-
men, Cortázar cuenta las dos circunstancias que fi­nalmente lo decidieron
a lanzar el libro: la observación de un lector y traduc­tor italiano durante
el Congreso Cultural de La Habana en 1968 («De todo lo que has escrito,
lo que a mí realmente me gusta es tu poesía») y las instancias a publicar
el volumen de dos miembros del consejo de redacción de OCNOS (Joa-
quín Marco y José Agustín Goytisolo). Respecto a sus propias reser­vas y
reticencias, explica en el mismo prólogo:
Tengo algo que decir sobre lo que sigue. Primero, que mis poemas no son
como esos hijos adulterinos a los que se reconoce in articulo mortis, sino
que nunca creí demasiado en la necesidad de publicarlos; excesivamente
perso­nales, herbario para los días de lluvia, se me fueron quedando en los
bolsillos del tiempo sin que por eso los olvidara o los creyera menos míos
que las novelas o los cuentos... Es natural que estos poemas que

Jaime Alazraki « 145 »


siguen me parez­can demasiado marginales y que a la vez no lamente ha-
berlos escrito; hom­bre entre dos aguas del siglo, habré tenido el privilegio
agridulce de asistir a la deca­dencia de una cosmovisión y al alumbramien-
to de otra muy diferen­te; y si mis últimos años están y estarán dedicados a
ese hombre nuevo que queremos crear, nada podrá impedirme volver la
mirada hacia una región de sombras queridas, pasearme con Aquiles en el
Hades, murmurando esos nom­bres que ya tantos jóvenes olvidan porque
tienen que olvidarlos, Hölderlin, Keats, Leopardi, Mallarmé, Darío, Sali-
nas, sombras entre tantas sombras en la vida de un argentino que todo qui-
so leer, todo quiso abrazar.31

Algunos de esos poemas habían sido ya incluidos en sus dos li-


bros-collage, La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round
(1969), y prueban que Cortázar no había dejado de escribir aun ­durante
sus años más prolíferos de narrador. Aunque entre los sonetos de Pre-
sencia y esta poesía de madurez hay la distancia que separa al poeta
que todavía gesticula y al escritor que con cada palabra se juega una
carta de ese ser que busca desatar, hay entre uno y otro una continuidad
dis­tin­guible sobre todo en los poemas más altamente líricos de Pameos
y meopas. Son los poemas que siguen una tradición literaria de la que
Cortázar se sabe parte inexorable, las «sombras queridas» de cuya estofa
está hilada la materia de su propia voz. Es la tradición del poeta vidente,
del iluminado, del mago que cree en la alquimia del verbo como ruta
de retorno al ser. En ese sentido su poesía es de una sola pieza con su
bús­queda de una realidad segunda que motiva y anima gran parte de su
ficción. Pero si en su narrativa se cuenta una historia o se reflexiona sobre
un pro­blema, en su poesía no hay ni anécdotas ni fábulas, solamente el
discurrir de las imágenes con cuyos espejos y transparencias el poema
levanta su arquitec­tura de significaciones musicales. Cortázar sabe que
trabaja con un medio muy diferente y, si la prueba de todo arte es la
comprensión y dominio de su medio, sus poemas dan cuenta inequívoca
de su vocación poética. Un solo ejemplo bastará para mostrar cómo un
tema muy reconocible en su ficción –el doble, el otro– se resuelve en el
poema en meditación genuinamente lírica:

« 146 » Colección Prólogos


¿De dónde viene esa mirada
que a veces sube hasta mis ojos
cuando los dejo sobre un rostro
descansar de tantas distancias?

Es como un agua de cisterna


que brota de su misterio,
profundidad fuera del tiempo
donde el recuerdo oscuro tiembla.

Metamorfosis, doble rapto


que me descubre el ser distinto
tras esa identidad que finjo
con el mirar enajenado (p. 61).

En relación con Presencia, su voz se ha aclarado, aligerado de retóri-


ca, para alcanzar un timbre más neto, desnudez que potencia la palabra.
Hablo sobre todo de los poemas de Sonetos y preludios donde el vuelo lí-
rico es más acen­drado y aéreo. Es difícil trazar temas y definir motivos en
esta poesía, por­que tanto en «Recado a Garcilaso» como en «Tom­beau de
Ma­llar­mé» o co­mo en aquellos que Cortázar simplemente titula «Poema»,
el tema cede a una música de significados res­ca­tables solamente desde
las imágenes. Tumbas, catedrales, vitrales, vasos griegos, la mujer, los
amigos, una estatua, el poeta o una paloma muerta, son como los títulos
de esos poemas sinfónicos cuya so­la función es suministrar un punto de
partida, una explanada para que el poe­ma levante vuelo: más allá de ese
punto tangencial el poema se debe a sí mis­mo. «Lo que el poema no dice
es lo que dice»: el verso es de «Lec­tura de John Cage» de Octavio Paz y
alude a esa condición de silencio expresivo de la poesía. Así la entiende
Cortázar en estos poemas cuyo territorio es un espa­cio extraterritorial
donde las palabras se ahogan y traspasan, contienen la res­piración, para
que hable ese intersticio desde cuyas cris­talizaciones la poesía transmite
su mensaje más poderoso:

Jaime Alazraki « 147 »


[...]
oh recinto del silencio
donde propones tu música (p. 51).

Muy diferente es el tono y la intensión poética de Razones de la cólera


y de los demás poemas de ese tenor incluidos en sus libros-collage. Poe-
sía que se define ajustadamente desde una línea de su ensayo dedicado
a Gardel: «Cuan­do Gardel canta un tango, su estilo expresa el del pueblo
que lo amó»32. Poemas como «1950 Año del Libertador, etc.», «Fauna y flo­ra
del río» y los demás de la colección se esfuerzan por recobrar ese estilo
«hablado» con que el argentino da la mejor me­dida de su ingenio y la
nota más destacada de su humor sardónico. Poe­sía que se desengomina
y despeina para dejar oír no el color local o la boleadora («al poncho te
lo dejo folklorista infeliz») sino esa voz sin falsete con que se habla a un
amigo o se reflexiona sobre un mismo destino. Muy próxima al acento
porteño de Misas herejes y Fervor de Buenos Aires pero sin el arrabalismo
cursi del Ca­rriego y sin el manie­rismo ultraísta del primer Borges. Esta
poesía de Cor­tázar es una evocación y una nostalgia («Al hombre des-
terrado/ no le ha­blés de su casa») pero que desde la dis­tancia y el exilio
redescubre la patria con una intensidad que no tenían ni el Palermo de
Carriego ni la Buenos Aires mítica de Borges. Pienso en un poe­ma como
«La patria» en el que, parafraseando a Nabokov, «el texto es la tex­tura».
Cada verso se apoya en palabras cargadas de resonancias, en algún lun­
fardismo, en un nom­bre-mito, en dos o tres lugares queridos que otorgan
al poema el tono íntimo de una confidencia, una tristeza muy argentina,
el senti­miento de una patria constantemente perdida para ser otra vez
recuperada desde la ternura de una calle y un zaguán. No creo exagerar
si digo que «La patria» es para los argentinos lo que «La suave patria» había
sido para los mexicanos. Pienso también en otro poema, «Las tejedoras»,
que resume apre­ta­da­men­te casi todos los temas y gestos (la hipérbole es
obvia) de la narrativa de Manuel Puig.
En sus últimos poemas, los incluidos en Último round, Cortázar com-
bina el vuelo lírico de «Preludios y sonetos» y el acento deliberadamente
desgarba­do de «Razones de la cólera». Escritos en verso libre, constituyen

« 148 » Colección Prólogos


lo más ori­ginal de su producción poética: un esfuerzo por trenzar una
tradición de la cual él se sabe parte aunque diga estar de punta con ella
y una poesía que tran­sita y se escribe «cada vez más en la calle, en ciertas
formas de acción reno­vadora, en el hallazgo anónimo y sin pretensión
de las canciones populares»33. «El cenotafio» ilustra esta poética de sim-
biosis con que Cortázar, siempre despierto a su aleatoria realidad, intenta
expresar a ese «hombre entre dos aguas del siglo»:
Hermano de mí mismo,
espía sin halago, pero al final cediendo
a la dulce moneda de la sangre,
al falso centinela del espejo.
No estoy aquí del todo donde me hablo.
Creo que me dejé en Chile y en Roma,
en Stevenson, en músicas y voces,
en un sauce de Banfield, en los ojos
de una perra que quise, en dos
o tres amigos muertos.
Esto que me queda vive,
pero sabe que la urna está vacía.34

Finalmente, en la noticia a su «Poesía permanente» incluida en Último


round, Cortázar habla de la poesía como un juego, pero, dice, «Juego con
la gravedad con que lo dicen los niños», para luego explicar: «Toda poesía
que merezca ese nombre es un juego, y sólo una tradición romántica ya
inoperante persistirá en atribuir a una inspiración mal definible y a un
privilegio mesiánico del poeta, productos en los que las técnicas y las
fatalidades de la mentalidad mágica y lúdica se aplican naturalmente a
una ruptura del condicionamiento corriente»35. Juego pues en el mejor y
único sentido de esa palabra: como actividad en que jugar es vivir ple-
namente, más allá del hábito y la rutina, más allá de las más­caras de «la
realidad y el deseo». Juego, entonces, decía Heidegger, como la esencia
del ser. Ya dentro de ese juego grave, Cortázar no acepta compromisos.
Poesía es, como creían los surrealistas y como el propio Cortázar recorda-
ba en un artículo juvenil, la forma más alta de vivir: «Jugar poesía es jugar

Jaime Alazraki « 149 »


a pleno, echar hasta el último centavo sobre el tapete para arruinarse o
hacer saltar la banca»36. Su poesía permutante, como los discos visuales
de Paz, es ejemplo de poesía aleatoria, mobiles en verso, versión poética
del modelo abierto presen­tado en Rayuela. Comenzada en Delhi en casa
de Octavio Paz, es parte de ese juego en el que Cortázar cree y en el que
la poesía se define como «la más honda penetración en el ser de que es
capaz el hombre»37. Juego, entonces, dentro del juego, camino de destino
incierto, puente tendido hacia el reverso del espejo:
y el juego en el que cada espejo
miente otra vez lo ya mentido
y con los ecos del vacío
tañe la música del tiempo.38

Cuento

Entre Presencia y su primer volumen de cuentos, Cortázar publicó Los


reyes (1949) en una hermosa edición al cuidado de Daniel Devoto y con
dibujo de Capristo coloreado a mano por el pintor (en los cien primeros
ejem­plares). Es un poema en prosa cuyo tema es una variación sobre el
mito del minotauro; dos años antes, Borges había publicado «La casa de
Asterión». El motivo co­mún indica simpatías y a su vez subraya diferen-
cias. Que dos escritores argenti­nos, separados por una generación, es-
cojan la vieja fábula de Apolodoro como materia de sus textos es prueba
de la capacidad de supervivencia de los mitos literarios: como los signos
del lenguaje, también los mitos son significantes siempre abiertos y en
busca de nuevos significados; pero la coincidencia temá­tica es además el
índice más patente de las diferencias que separan a los dos autores. Si en
literatura la originalidad temática es ilusoria, si la única originalidad posi-
ble es el tratamiento personal que un autor confiere a un tema ya tratado
por sus predecesores, es indispensable medir la necesidad de un texto, su
justificación literaria, a través de su capacidad de generar nuevos sentidos
desde los viejos signos de los cuales parte. Los formalistas rusos com-
prendieron muy bien que la tarea del escritor reside en «la acumulación

« 150 » Colección Prólogos


y revelación de nue­vos procedimientos para disponer y elaborar el ma-
terial verbal, en la dis­po­si­ción de las imágenes más que en su creación»39.
En Borges el mito se convierte en adivinanza que replantea su visión de
la realidad como una creación de la cultura; por boca de Asterión habla
el filósofo40. El minotauro de Cortázar es el poeta. Su tratamiento del mito
es poético no solamente por la forma («una mezcla de Valéry y Saint-John
Perse» ha dicho el propio Cortázar), lo es también por la cosmovisión
que lo sostiene. Si el filósofo apresa la rea­lidad en los reticulados de sus
sistemas, el poeta rompe esquemas y busca un contacto directo con el
mundo. En Los reyes, el texto rompe el esquema tradi­cional del mito: el
minotauro es el monstruo pero es también el ser privile­giado que habla
con sus «doloridos monólogos y con su gusto por las nomencla­turas ce-
lestes y el catálogo de las hierbas»41, el verdadero héroe, el poeta. Teseo,
en cambio, es el verdugo que con una mano levanta la espada y con la
otra busca ya la prebenda que lo espera en el otro cabo del hilo: mujer
y poder. Y si Minos representa el orden, el statu quo, «el buen burgués»
de los ro­mánticos, Ariana es «el camino de la sangre», la revuelta, el
amor loco: su ovillo no es un pacto con Teseo, es el último puente para
llegar al hermano-­amante. Aunque Los reyes no corrió mejor suerte que
Pre­sencia como aconte­cimiento editorial («fue recibido con un silencio
absoluto y cavernoso» comenta Cortázar), define una dirección que su
obra posterior continuará y profun­dizará; Los reyes es, dentro de la obra
de Cortázar, uno de los hilos primeros que conducen al corazón de su
mundo narrativo: la búsqueda de ese ser pri­mordial y perdido, despojado
de los grillos de la cultura y de vuelta hacia su libertad primera.
Durante esos mismos años, Cortázar comenzó a escribir sus primeros
cuentos dentro de un medio en que el magisterio de Borges era el eje de
la vida litera­ria en Buenos Aires, verdadero minotauro de las letras por-
teñas: todos los caminos iban a dar al centro de ese laberinto intelectual
que el autor de Ficciones había tejido desde los años veinte con el rigor
y la paciencia dedálica de un arquitecto. En 1970, Cortázar decía en una
entrevista para la revista francesa La Quinzaine Littéraire: «Borges ha de-
jado su marca profunda en los escritores de mi generación. Él fue quien
nos mostró las posibilidades inauditas de lo fantástico. En la Argentina

Jaime Alazraki « 151 »


se escribía una literatura más bien romántica, realista, un poco popular a
veces. Solamente con Borges lo fantástico alcanzó un alto nivel»42. Aun-
que la literatura de proclive fantástico tu­vo sus comienzos en la Argen-
tina a partir de la llamada generación de 1880 –Juana Manuela Gorriti,
Eduardo Wilde, Miguel Cané, Eduar­do Holmberg, Carlos Olivera, Carlos
Monsalve, Martín Gar­cía Merou, Carlos Oc­ta­vio Bunge–43 y ya había dado
con Leopoldo Lu­go­nes y Ho­ra­cio Quiroga dos maestros indiscutidos,
solamente con Borges adquiere una fisonomía nueva y se convierte en
estímulo de toda una generación. En este grupo hay que incluir, junto
a Cortázar, a Adolfo Bioy Casares, Silvina O­cam­po, Santiago Dabove,
Enrique Anderson-Imbert, Manuel Pey­rou, Manuel Mujica Láinez y al
uruguayo Felis­berto Her­nández. A tal punto esta generación está ligada
al nombre de Borges que el primer cuento publicado por Cortázar, «Casa
tomada», apareció en Los Anales de Buenos Aires, revista que Borges
dirigía y que por esos años representaba, junto con Sur y Realidad, una
de las tribunas literarias más influyentes. Sobre las circunstancias de la
publicación, año 1946, de este primer cuento, comenta el ­propio Borges:
«Conozco poco la obra de Cor­tázar, pero lo poco que ­conoz­co, algunos
cuentos, me parecen admirables. Además tengo el orgullo de haber sido
el primero que publicó uno de sus trabajos. Yo dirigía una revista, Los
Anales de Buenos Aires, y recuerdo que se presentó a la redacción un
muchacho alto que traía un manuscrito. Le dije que iba a leerlo. Volvió al
cabo de una se­mana. El cuento se llamaba ‘Casa tomada’. Le dije que era
admirable, y mi hermana Nora lo ilustró»44.
Al año siguiente apareció su segundo cuento, «Bestiario», en el nú-
mero 17/18 de la misma revista (agosto/set. 1947) y un tercero, «Leja­na»,
fue pu­blicado un año más tarde en la revista mensual de artes y letras
Cabalgata con ilustraciones de J. Battle-Planas. Tenía escritos otros que
no aparecieron hasta la publicación de su primera colección, Bestiario,
en 1951, el mismo año de su partida a Francia donde inicia su exilio vo-
luntario. Cortázar no se apresura.
Comprendí instin­tivamente –explica– que mis primeros cuentos no debían
ser publicados. Tenía clara conciencia de un alto nivel literario y estaba dis­
puesto a alcanzarlo antes de publicar nada. Los cuentos eran lo mejor que

« 152 » Colección Prólogos


podía escribir en ese entonces, pero no me parecían lo bastante buenos
(...) Me vi madurar sin prisa. En un momento dado supe que lo que estaba
escribiendo valía bastante más que lo que publicaban las gentes de mi
edad en la Argen­tina (...) A partir de un momento dado, digamos 1947, yo
estaba completamente seguro de que casi todas las cosas que mantenía in-
éditas eran buenas. Me refiero a uno o dos de los cuentos de Bestiario. Yo
sabía que cuentos así no se habían escrito en español. Había otros. Esta-
ban los admirables cuentos de Borges. Pero yo hacía otra cosa.45

Y así era. A pesar de algunas semejanzas de superficie –preferencia


por el elemento fantástico, meticulosa construcción del argumento, re-
gusto por uno que otro tema común–, las narraciones de Borges y las
de Cortázar son mar­cadamente diferentes en cosmovisión, en estilo, en
tratamiento narrativo, hasta cuando escriben sobre un mismo asunto. Si
en algún caso los dos escogen un mismo tema, ese tema común es el ín-
dice más patente de sus diferencias. Un ejemplo bastará para ilustrar este
hecho: «Hombre de la esquina rosada» de Borges y «El móvil» de Cortázar.
Los dos cuentos tra­tan de un personaje semejante (el compadre, portador
en la ciudad de ese mismo sentido del honor y del coraje que alguna vez
fue atributo del gaucho en la llanura), los dos presentan un argumento
similar (un oprobio que debe ser vengado) y los dos sorprenden al lector
con un giro inesperado en la secuen­cia de los hechos narrados y que
luego el desenlace explica y resuelve. Sin embargo, el tratamiento de
Cortázar difiere considerable­mente del adoptado por Borges. Mientras
éste presenta el conflicto siguiendo una trayectoria lineal en cuanto a la
estructura narrativa, en el cuento de Cortázar el argumento se ramifica
en un doble conflicto que bifurca el espacio narrativo en dos niveles:
el lector debe descubrir el segundo nivel como un doble fondo oculto.
Al final de su cuento, Borges revela literal­mente al lector lo que estaba
apenas insinuado a lo largo del relato (técnica de adivinanza resuelta);
en el cuento de Cortázar no hay compromisos: el lector debe recoger las
pistas que el relato va dejando inadvertidamente y con ellas reconstruir
el argumento para resolverlo (técnica de anagrama). Desde el punto de
vista del estilo, Borges ha fundido elementos del habla del compa­dre con

Jaime Alazraki « 153 »


un lenguaje en el que el lector reconoce algunos rasgos distintivos del es-
tilo travieso del autor de Ficciones; esta hibridación deliberada funciona
porque, al recrear el habla del compadre, Borges procede con la certeza
de que su tarea no es reproducir la voz de sus personajes con la fidelidad
de una cinta magnetofónica sino la de producir la ilusión de su voz y esa
ilusión está fundada en una convención literaria. La solución estilística
de Cortázar es dife­rente. Puesto que su personaje-narrador vive en una
Argentina contemporánea a la suya, rechaza el uso de un habla exclu-
siva y adopta en su lugar el habla del porteño de hoy no muy diferente
a la suya: un español que mejor se aviene al ambiente de la narración,
que mejor se ajusta al tono y al tema del cuento y que, por eso mismo,
se convierte en el mejor vehículo de caracterización. Esta so­lución esti-
lística tipifica, en mayor o menor grado, su actitud narrativa res­pecto al
uso del lenguaje en casi todos sus relatos. Él mismo ha señalado que «en
todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la expresión de
ideas y sentimientos y accede a ese estado límite en que ya no cuenta
como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado». Para
explicar luego con una cita de Foucault: «Lo que se cuenta debe indicar
por sí mismo quién habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según
qué modo de discurso. La obra no se define tanto por los elementos de la
fábula o su ordenación como por los dos modos de la ficción, indicados
tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula»46.
Y así es. La fábula de sus cuentos pareciera organizarse según un or­
den que emana del tono preciso y ambiguo con que aquélla se va enun-
ciando. Muchos de sus cuentos pueden definirse como la búsqueda de
una voz libre de falsetes, como la modulación de una voz desen­golada a
través de la cual sus personajes se corporizan para alcan­zar esa verosímil
realidad con la cual se nos imponen. Una de las claves del arte de Cortá­
zar es su capacidad ca­maleónica respecto a sus personajes: el autor se
calla para que la narración pueda hablar por sí misma hasta alcanzar el
lenguaje que de manera más na­tural y libre se ajuste a sus necesidades y
propósitos. Mimesis en el más alto sentido que esa palabra tiene des­de
Auer­bach, Cortázar induce al relato a una paradójica inmanencia des­de la
cual los personajes de sus cuentos le prestan la voz al autor.

« 154 » Colección Prólogos


También ha sido una operación cómoda meter a Borges y Cortázar
en un mismo saco torpemente rotulado como literatura fantástica. La
verdad es que ninguno de los dos tiene mucho en común con los escri-
tores europeos y ameri­canos que entre 1820 y 1850 produjeron las obras
maestras del género fan­tástico. Cortázar, consciente de la imprecisión de
esta designación respecto a su ficción breve, ha dicho: «Casi todos los
cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta
de mejor nombre»47, para explicar luego, en una reflexión sobre ese tema
con el entrevistador de La Quinzaine Littéraire: «Lo fantástico puro, lo
fantástico que ha dado los mejores cuentos, está rara­mente centrado en la
alegría, el humor, las cosas positivas. Lo fantástico es ne­gativo, se aproxi-
ma siempre a lo horrible, a lo espantoso. Eso ha dado la novela ‘gótica’,
con sus cadenas, sus fantasmas, etc. Además ha dado a Edgar Allan Poe
que es el verdadero inventor del cuento fantástico moderno, siempre
horri­ble también. No he llegado a comprender por qué lo fantástico está
centrado en el costado nocturno del hombre y no en su lado diurno»48.
Más recientemente, en sus conferencias en la Universidad de Oklahoma
durante el mes de noviembre de 1975, Cortázar aclaró más todavía las
diferencias que distinguen al gé­ne­ro fantástico puro tal como se cultivó
en el siglo xix de su propia con­cep­­ción de una li­teratura antirrealista:
Las huellas de escritores tales como Poe están indudablemente en los ni-
veles más profundos de muchos de mis cuentos, y creo que sin «Ligeia», sin
«La caída de la casa Usher», no hubiera tenido esa disposición hacia lo
fantás­tico que me asalta en los momentos más inesperados y que me lan-
za a escribir como la única manera de cruzar ciertos límites, de instalarme
en el territorio de lo otro. Pero, y en esto hay completa unanimidad entre
los escritores de este género en el Río de la Plata, algo me indicó desde el
comienzo que el camino hacia esa otredad no estaba, en cuanto a la f­orma,
en los trucos literarios de los cuales depende la literatura fantástica tradi-
cional para su celebrado «patos», que no se encontraba en la escenografía
verbal que consiste en desorientar al lector desde el comienzo, condi­
cionándolo con un clima mórbido para obligarlo a acceder dó­cil­mente al
misterio y al miedo (...) La irrupción de lo otro ocurre en mi caso de una
ma­nera marcadamente trivial y prosaica, sin advertencias premo­ni­to­rias,

Jaime Alazraki « 155 »


tramas ad hoc y atmósferas apropiadas como en la literatura gótica o en
los cuentos fantásticos actuales de mala calidad (...) Así llegamos a un pun-
to en que es posible reconocer mi idea de lo fantástico dentro de un regis-
tro más amplio y más abierto que el pre­do­­minante en la era de las novelas
góticas y de los cuentos cuyos atributos eran los fantasmas, los lobo-­
humanos y los vampiros.49

Cortázar es suficientemente claro: ni él ni Borges están interesados en


asaltar al lector con los miedos y horrores que han sido definidos como
los rasgos distintivos de lo fantástico puro o tradicional50. Y, sin embargo,
hay que reco­nocer que en sus cuentos hay una dimensión fantástica que
corre a contrapelo con las narraciones de tipo realista o psicológico y
que genera situaciones «sobrenaturales» intolerables dentro de un código
realista. Aceptando este hecho y reconociendo al mismo tiempo que la
definición de «fantástico» para este tipo de relato es incongruente con
sus propósitos, he sugerido en otro lugar la desig­nación de neofantás-
tico para distinguir estas narraciones de sus distantes predecesores del
siglo xix51. No creo que este sea el lugar para desarrollar una poética
de lo neofantástico, pero es razonable ver ciertas narraciones de Kafka,
Blanchot, Borges, Cortázar y otros escritores hispanoamericanos como
expresio­nes de este nuevo género. En lugar de «jugar con los miedos del
lector», tal como fue cometido de lo fantástico, lo neofantástico busca,
según definición del propio Cor­tá­zar respecto a su ficción breve, una
alternativa a «ese falso rea­lismo que consiste en creer que todas las cosas
pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo
filosófico y científico del siglo xviii, es decir, dentro de un mundo regido
más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios,
de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías
bien carto­gra­fiadas». Para concluir: «En mi caso, la sospecha de otro
orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descu­brimiento
de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía
en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de
los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al
margen de todo realismo demasiado ingenuo»52.

« 156 » Colección Prólogos


A pesar de que Borges y Cortázar recurren a la dimensión fantásti­ca no
para aterrorizar al lector sino para sacudir sus premisas epis­temológicas,
para enfrentarlo con esos fugaces instantes en que lo «irreal» socava lo
real, la rea­lidad cede y una fisura abierta en su materia nos deja entrever
lo otro, sus cuentos pueden describirse como el anverso y el reverso
de un esfuerzo, aunque semejante, motivado por propósitos muy di-
ferentes. Borges ha dicho que todo lo que le ha ocurrido a lo largo de
su vida es ilusorio y que lo único real es una biblioteca. Esta sería una
aserción dudosa si no fuera porque el mundo, tal como lo conocemos,
es una creación de la cultura, un universo artificial en el que, según Lévi-
Strauss, el hombre vive como miembro de un grupo social53. Definida
la cultura como una fabricación del intelecto, la conclusión de Borges
es insoslayable: «Nosotros hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado
resis­tente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo;
pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios
de sinrazón para saber que es falso»54. Borges penetra esos intersticios de
sinrazón para destejer el prolijo laberinto de razón tejido por la cultura
y para finalmente comprobar que el arte y el lenguaje (y para el caso, la
ciencia) son, pueden ser, solamente símbolos, pero símbolos, como ex-
plica Cassirer, «no en el sentido de meras figuras que se re­fieren a cierta
realidad por medio de sugestiones y traducciones alegóricas, sino en el
sentido de fuerzas que producen y postulan, cada una de ellas, su propio
mundo; el conocimiento, al igual que el mito, el lenguaje y el arte, ha
sido reducido a una suerte de ficción –a una ficción recomendable por
su utilidad, pero que no debe medirse en estrictos criterios de verdad si
no queremos que se disipe en la nada»55. Motivado por esta conclusión,
Borges en­cuentra la ruta que lleva al universo de su ficción: «Admitamos
lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo.
Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrea­li­da­des que
confirmen ese carácter»56. Borges encuentra esas irrealidades no en el
ámbito de lo sobrenatural o de lo maravilloso sino en esos símbolos y
sistemas que definen nuestra realidad, en filosofías y teologías que de
alguna manera constituyen el meollo de nuestra cultura. De allí las innu-
merables referencias en sus cuentos a autores y libros, a teorías y doc-

Jaime Alazraki « 157 »


trinas, y de allí su constante insistencia en que todo lo que él ha escrito
estaba ya escrito. En 1946 Borges publicó en Los Anales de Buenos Aires,
en el mismo número en el que apareció el primer ­cuento de Cortázar, un
fragmento del libro de Schopenhauer Parerga und Para­lipo­mena que
llevaba por título «Fantasía metafísica» e in­sertaba la siguiente nota en la
que su estilo es fácilmente reconocible: «Si nos avenimos a considerar la
filosofía como una rama de la literatura fantástica (la más vasta, ya que su
materia es el universo; la más dramática, ya que nosotros mismos somos
el tema de sus revelaciones), fuerza es reconocer que ni Wells ni Kafka, ni
los egipcios de las 1001 No­ches jamás urdieron una idea más asombrosa
que la de este tratado»57. «Fantasías metafísicas» ha llamado Bioy Casares
a los cuentos de Bor­ges, y lo son en el sentido de que las irrealidades
con las cuales la filosofía ha construido el mundo se convierten en lo que
esencialmente son, en mera ficción. En este juego del hechicero hechiza-
do, del cual Borges es maestro, reside gran parte de su magia.
El mundo narrativo de Cortázar, en cambio, más que la aceptación
de la cul­tura representa su desafío: un desafío a «treinta siglos de dia-
léctica judeo-cris­tiana», al «criterio griego de verdad y error», a «la lógica
aristo­télica y al prin­cipio de razón suficiente», al homo sapiens y, en
general, a lo que él llama la gran costumbre. Si las fantasías de Borges
son oblicuas alusiones a la situación del hombre inmerso en un mundo
impenetrable, en un orden creado por él como sustituto al orden de los
dioses, los relatos de Cortázar intentan trascen­der las construcciones de
la cultura y buscan, precisamente, tocar ese fondo que Borges considera
demasiado abstruso para ser comprendido por el hombre. El primer obs-
táculo que Cortázar encuentra en esa búsqueda es el lenguaje: «Siempre
me ha parecido absurdo –dice– hablar de transformar al hombre si a la
vez o previamente el hombre no transforma sus instrumentos de conoci­
miento. ¿Cómo transformarse si se sigue empleando el lenguaje que ya
empleaba Platón»58. Una primera respuesta a este problema la encontró
en el surrealis­mo. Entre 1948 y 1949 Cortázar publicó tres artículos dedi-
cados al surrea­lismo: «Muerte de Antonin Artaud», «Un cadáver viviente»
e «Irracionalismo y eficacia». Su encuentro con el surrealismo significó la
confir­mación de sus intui­ciones juveniles, de ahí el entusiasmo con que

« 158 » Colección Prólogos


lo defendió y difundió: «La poesía –escribe en el último de los tres artí-
culos–, la más vigilada prisione­ra de la razón, acaba de romper las redes
con ayuda de Dadá, y entra en el vasto experimento surrealista, que me
parece la más alta empresa del hombre contemporáneo como previsión
y tentativa de un humanismo integrado»59. El surrealismo que Cortázar
suscribe y defiende no es una mera técnica sino una cosmovisión inte­
gra­dora, un movimiento de liberación total. En la nota sobre Artaud re-
acciona violentamente contra todo intento de reducirlo a un fe­nómeno
puramente literario: «Da asco advertir la violenta presión de raíz esté­tica
y profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo
más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo sentido»60. Para
Cortázar, en estos años, el surrealismo era «cosmo­visión, no escuela o
ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta
en vez de la otra de cartón y piedra y por siempre ámbar; una reconquista
de lo mal con­quistado (lo con­quistado a medias: con la parcelación de
una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teología)
y no la meta prosecución, dialéc­ticamente antitética, del viejo orden su-
puestamente pro­gresivo»61. Si la prosa de Cortá­zar ostenta muy poco de la
utilería surrealista es porque su adhesión al surrea­lismo rebasa el hecho
mera­mente estético para abrazarlo como camino que conduce al gran
salto, como una cos­movisión con cuya asistencia el hombre re­encuentra
la ruta para salir de su extravío y retornar al otro. En este contexto debe
comprenderse su preferencia por lo neofantástico como vehículo de sus
narraciones breves.
Cuando el surrealismo renunció, a sabiendas o no, a esa «empresa
de con­quista de la realidad», Cortázar confronta sus inconsecuencias
desde las páginas de Rayuela:
Los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad
estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa
del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no
era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resul-
tado, más de uno se la comió con cáscara. Los su­rrealistas se colgaron de
las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas. Fanáticos del ver-
bo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras

Jaime Alazraki « 159 »


no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la
creación de todo un len­gua­je, aunque termine traicionando su sentido,
muestra irre­­futa­ble­mente la estructura humana, sea la de un chino o la de
un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en
una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona
no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-ani-
marlo (pp. 502-503).

Si el surrealismo intentó descubrir y explorar «una realidad más real


que el mundo real, cruzando las fronteras de lo real», hay que compren-
der este pasaje de Rayuela como una alusión a esa etapa del surrealismo
en que deja de ser una cosmovisión para convertirse en recetario, en
que el gran salto es reem­plazado por piruetas de saltimbanqui a través
de las argollas del lenguaje. El lenguaje tronchado de la vida, parece
decir Cortázar, es un salto no en el abso­luto sino en paracaídas y que no
lleva más allá del lenguaje mismo. «Emplea­mos un lenguaje –explica–
completamente marginal con relación a cierto tipo de realidades más
hondas, a las que quizá podríamos acceder si no nos dejáramos engañar
por la facilidad con que el lenguaje todo lo explica o pretende expli-
carlo. Hay una paradoja terrible en que el escritor, hombre de palabras,
luche contra la palabra. Tiene algo de suicidio. Sin embargo, yo no me
ato contra el lenguaje en su totalidad o su esencia. Me rebelo contra un
cierto uso, un determinado lenguaje que me parece falso, bastardeado,
aplicado a fines innobles. Desde luego, esta lucha debo librarla desde
la palabra misma»62. Ya en sus cuentos es posible detectar una prosa
que sin mayores rupturas y tirones alcanza la agilidad y precisión de un
lenguaje purgado del lastre retórico y libre de «esas momias de vendaje
hispánico» que han convertido al español en museo cuando no en mau-
soleo: «Nosotros estamos forzados –escribe en un ensayo dedicado a ese
problema– a crearnos un lenguaje que primero deje atrás a Don Ramiro
y otras momias de vendaje hispánico, que vuelva a descubrir el español
que dio a Quevedo o Cervantes y que nos dio Martín Fierro y Recuer­dos
de provincia, que sepa inventar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar,
que sepa matar a diestra y siniestra como toda lengua realmente viva,

« 160 » Colección Prólogos


y sobre todo que se libere por fin del journalese y del translatese, para
que esa liqui­dación general de inopias y facilidades nos lleve algún día
a un estilo nacido de una lenta y ardua meditación de nuestra realidad y
nuestra palabra»63. Pero es en Rayuela donde al lenguaje de Cortázar le
espera su prueba de fuego y es allí donde intentará sacudir la norma para
establecer nuevas posibilidades y aperturas.
El segundo obstáculo con el que tropieza para llegar a esa «realidad
se­gunda» o «maravillosa», como también la llamaban los surrea­listas, es el
uso de categorías lógicas de conocimiento y de instrumentos racionales
con los cuales aprehendemos la realidad. Cortázar se detiene, en particu-
lar, en dos de los engranajes más poderosos de esa máquina intelectual,
el tiempo y el espacio –suerte de abscisa y ordenada de nuestro esquema
de la realidad–: «Las nocio­nes del tiempo y del espacio –dice– como las
concibió el espíritu griego, y tras él casi todo el Occidente, carecen de
sentido en el Vedanta. En cierto modo el hombre se equivocó al inventar
el tiempo; por eso bastaría realmente renunciar a la mortalidad para sal-
tar fuera del tiempo, desde luego en un plano que no sería el de la vida
cotidiana. Pienso en el fenómeno de la muerte, que para el pensamiento
occidental es el gran escándalo, como tan bien lo vieron Kierkegaard y
Unamuno; ese fenómeno no tiene nada de escandaloso en el Oriente,
es una metamorfosis y no un fin»64. Pero Cortázar sabe que la alter­nativa
del Oriente a sus preocupaciones con el tiempo y el espacio no puede
constituir una respuesta para el hombre occidental que es el producto de
una tradición muy diferente, una tradición que no se puede simplemen-
te abolir para reemplazarla por otra. Si hay una respuesta al problema
del tiempo y el espacio, ella radica en su confrontación implacable, en
una batalla denodada que Una­muno representó memorablemente en el
episodio bíblico de la lucha entre Jacobo y el Ángel. Y así lo comprende
Cortázar: «Rayuela peca, como tantas cosas mías, de hiperintelectualis-
mo. No puedo ni quiero renunciar a esa intelec­tualidad en la medida en
que pueda entroncarla con la vida, hacerla latir a cada palabra y a cada
idea. La utilizo a la manera de un guerrillero, tirando siempre desde los
ángulos más insólitos posibles. No puedo ni debo renunciar a lo que sé,
por una especie de prejuicio, en favor de lo que meramente vivo. El pro-

Jaime Alazraki « 161 »


blema está en multiplicar las artes combinatorias, en conseguir nuevas
aperturas»65.
De esta tensión entre dos fuerzas opuestas –una que nace del plano
tempo­ral, otra que la niega; una que agota el espacio en la geometría,
otra que la trasciende– deriva lo que podría definirse como la espina
dorsal de su ficción neofantástica. Un plano presenta la versión realista
y natural de los hechos narrativos y un segundo plano transmite, con
idéntica naturalidad, una versión sobrenatural de esos mismos hechos.
La narración se apoya con idéntica certe­za en la dimensión histórica
como en la dimensión fantástica: una y otra pro­porcionan los rieles pa-
rejos por los que el relato se desliza hacia un destino que no es ni lo
fantástico puro ni lo histó­ri­co-realista sino apenas un intersticio a través
del cual el escritor se asoma a sus entrevisiones que, en última instancia,
son el verdadero destino hacia el cual enfila el cuento. La men­­diga que
el personaje de «Lejana» encuentra en el centro de un puente en Bu­da­
pest, los ruidos que expulsan a los dos hermanos de su «Casa tomada»,
los conejos que el narrador de «Carta a una señorita en París» vomita, el
tigre que se pasea campantemente por las habitaciones de una casa de
la clase media en «Bestia­rio», el personaje muerto pero más vivo que los
vi­vos en «Cartas de mamá», el soñador que se convierte en sueño de su
propio sueño en «La noche boca arriba», el lector que entra en la ficción
que lee para morir en ella en «Con­ti­nuidad de los parques» son algunos
ejemplos memorables de ese canje en que el código realista cede a un
código que ya no responde a nuestras categorías causales de tiempo y
espacio. En estos cuentos se busca el reverso de nuestra realidad feno-
menal, un orden escandalosamente en conflicto con el orden construido
por nuestro pensamiento lógico. El hábito nos ha acostumbrado a llamar
a esas incoherencias narraciones fantásticas, pero el hecho fantástico en
estos cuentos no se propone, como sí se propuso en el siglo xix, asaltar y
ho­rrorizar al lector. Desde el comienzo mismo del relato, la escala realista
se yuxtapone a la escala fantástica, cada una gobernada por una clave
diferente, como en cualquier partitura en la que la música es el resultado
de la coordina­ción de dos claves. En el primer párrafo de «Axolotl» se lee:
«Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotls. Iba a verlos

« 162 » Colección Prólogos


al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, obser-
vando su inmovilidad, sus oscu­ros movimientos. Ahora soy un axolotl».
En este cuento, como en casi toda la ficción neofantástica, no hay un
proceso gradual de presentación de la realidad para finalmente abrir en
ella una fisura de irrealidad. En contraste con la na­rración fantástica del
siglo xix en que el texto se mueve de lo familiar y natu­ral hacia lo no
familiar y sobrenatural, como un viaje a través de un territorio conocido
que gradualmente conduce a un territorio desconocido y espantoso, el
escritor de lo neo­fan­tástico otorga igual validez y verosimilitud a los dos
órde­nes y sin ninguna dificultad se mueve con igual libertad y sosiego
en ambos. Esta actitud imparcial es en sí misma una profesión de fe. El
supuesto, no expresado, declara que el nivel fantástico es tan real como
el nivel realista y que ambos gozan del mismo derecho de ciudad dentro
de la narración. Si uno de ellos produce en el lector un sentimiento irreal
o surreal (que conven­cio­nal­mente llamamos «fantástico») es porque en
nuestra vida diaria procedemos con nociones lógicas semejantes a las
que gobiernan el código realista de la narración.
El escritor neofantástico, en cambio, ignora estas distinciones y se
aproxi­ma a los dos niveles con el mismo sentimiento de realidad (o de
irrealidad, si se prefiere). El lector percibe, sin embargo, que el axolotl de
Cortázar es una metáfora (una metáfora y no un símbolo, hay que insistir)
que comunica sen­tidos incomunicables por medio de las con­ceptualiza­
ciones a que nos obliga el lenguaje y nuestra comprensión lógica de la
realidad, una metáfora que busca expresar mensajes inex­pre­sables por
medio del código realista. Esta metáfora (conejos, tigre, ruidos, mendi-
ga, axolotl, etc.) provee una estructura capaz de nuevos referentes, aun
cuando las referencias a que alude no puedan estable­cerse de inmediato;
o, empleando la terminología acuñada por I.A. Richards, los vehículos
con que estas metáforas nos confrontan apuntan hacia tenores no formu-
lados, inéditos. Sabemos que se trata de vehículos metafóricos porque
sugieren sentidos que exceden su acepción literal, pero corresponde al
lector percibir esos sentidos y definir el tenor significado en la metáfora.
Cuando a Cortázar se le preguntó sobre los sentidos implícitos en
las metá­foras de sus cuentos, respondió: «Yo sé tanto como el lector». La

Jaime Alazraki « 163 »


respuesta no es un subterfugio. En otro lugar ha dicho al respecto: «La
mayoría de mis cuentos fueron escritos –cómo decirlo– al margen de mi
voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razo­nante, como
si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba
una fuerza ajena»66. Y puede creérsele: algunos nacieron como sueños o
pesadillas. Cortázar explica:
Mu­chos de mis cuentos fantásticos nacieron en un territorio onírico y yo
tuve la buena fortuna que en algunos casos el censor de la conciencia no
fue despia­dado y me permitió registrar con palabras el contenido de mis
sueños (...) Puede decirse que lo fantástico que contienen viene de regio-
nes arquetípicas que de una u otra manera todos compartimos, y que en
el acto de leer esos cuen­tos el lector es testigo o descubre algo de sí mis-
mo. He comprobado muchas veces este fenómeno con un viejo cuento
mío titulado «Casa tomada» que yo soñé con todos los detalles que figuran
en el texto y que escribí al saltar de la cama, todavía envuelto en la horri-
ble náusea de su final.67

Pero si la interpretación de cualquiera de esos cuentos es una función


inhe­rente al acto de su lectura, no puede constituir un criterio de estudio.
Tal vez el primer paso hacia su comprensión sea la aceptación, como en el
caso de algu­nas parábolas de Kafka, de su carácter de «sucesos narrativos
que permanecen profundamente impenetrables y que son capaces de
tantas interpretaciones que en última instancia las desafían a todas»68. Esta
conclusión es inevitable y no debería sorprendernos puesto que, como ha
sido observado, «Kafka fue pro­bablemente el primer escritor en enunciar
la insoluble paradoja del destino hu­mano usando esta paradoja como el
mensaje de sus parábolas»69. Su mensaje descansa, pues, no en el número
ilimitado de interpretaciones a que invita el relato sino en el principio del
cual parte Kafka para configurar­lo. Se trata de un principio de indeter-
minación fundado en la ambigüe­dad y que funciona como el eje estruc-
turador del relato. La indeterminación no es sino una advertencia a toda
forma de conceptuación como limitación inevitable a nuestra capa­cidad
de conocer, y la ambigüedad, la respuesta de la literatura y del arte en
general a esa limitación humana. El resultado es una me­táfora que escapa

« 164 » Colección Prólogos


a toda interpretación unívoca para proponer sus propias imágenes como
el único men­saje a que accede el texto. Ese mensaje no puede expresar-
se sino a través de esa metáfora que, como en el caso de lo místico que
«expresa lo inexpresable» ­según la observación de Wittgenstein, puede
«transmitir el mis­terio de la exis­tencia pero se resiste a ser traducida a la
lógica y a la gramática del lenguaje coherente»70. Toda traducción resulta
así una mutilación o de­for­mación: la coherencia del lenguaje forzando a
esas metáforas a su lecho de Procusto.
Un solo ejemplo bastará para ilustrar hasta qué punto la interpre-
tación de estas metáforas ha conducido a resultados fútiles cuando no
descabellados. «Casa tomada» ha sido traducida como una alegoría del
peronismo: los herma­nos ociosos representan las clases parasitarias y
los ruidos que terminan expul­sándolos de la casa simbolizan la irrup-
ción de las clases trabajadoras en el esce­nario de la Historia71. Otros,
han decidido que el cuento revela el aislamiento de Latinoamérica des­
pués de la Segunda Guerra Mundial o, tal vez, la sole­dad nacional de la
Argentina durante esos mismos años. Para algunos es la historia de una
pareja incestuosa: la oligarquía decadente matando el tiempo en una
casa que excede sus nece­sidades. Más aún: el cuento ha sido leído como
«un cuadro de la vida conventual: los hermanos son devotos sacerdotes
que viven bajo un celibato impuesto y que son de pronto expulsados de
su templo»72. También se ha sugerido que el relato es una recreación del
mito del minotauro: Isabel, Ariadna infeliz, sujeta el tejido no para esca-
par de la casa-laberinto sino para retener en un último esfuerzo su paraí-
so perdido73. Finalmente, «Casa tomada» ha sido interpretada como una
radiografía de la vida fetal: los ruidos representan los dolores del parto, la
expulsión de los hermanos es el parto mismo y el hilo de lana de Isabel,
el cordón umbilical74. El valor de estas interpretaciones residiría, como el
conocido test Rorschach, no en lo que nos dicen sobre el cuento sino en
lo que revelan respecto al intérprete. Habría así tantas interpretaciones
como lectores. Antón Arrufat vio claramente esta dificultad cuando en el
prólogo a la antología de los cuentos de Cortázar publi­cada por Casa de
las Américas advirtió: «Estos cuentos significan algo, pero el lector puede
disfrutarlos sin descubrir su significado, que es múltiple e inagota­ble.

Jaime Alazraki « 165 »


Se trata de ficciones, es decir, ejercen sobre el lector la seducción. Lo
demás, este prólogo inclusive, son meras especulaciones»75. El placer y
la seducción, sin embargo, se producen porque el texto emite señales,
invita significados, funciona como un preciso artefacto literario. Definir
sus mensajes es mera es­peculación porque carecemos de un código de la
ambigüedad que nos permita reconstruir su semántica. Pero disponemos,
en cambio, del texto como realiza­ción impecable de una sintaxis y en ella
operan leyes que hacen posible el texto y cuya formulación es tarea, tal
vez la única, de la crítica. Puesto que las metáforas de lo neo­fan­tástico se
resisten a ser traducidas al lenguaje de la comunicación ya que represen-
tan una alternativa a sus insuficiencias, su traduc­ción equivale a pedirles
a los números irracionales que se conduzcan como nú­meros racionales,
o reducir proposiciones que solamente pueden formularse a tra­vés de
una geome­tría no euclidiana a los términos de la geometría euclidiana.
La necesidad de un nivel de abstracción mayor se justifica porque lo que
es into­­lerable en el plano de los números racionales encuentra expresión
en el plano de los números irracionales, una operación impracticable
en el primer sistema se resuelve en el segundo. La perplejidad del joven
Törless, en la primera novela de Musil, ante las implicaciones que plan-
tean los números imaginarios no es sino la perplejidad que provocó en
los científicos de su tiempo la existencia de estos números que escanda-
losamente no encajaban en los esquemas matemáti­cos de ese entonces.
Cassirer ha observado que
para los grandes matemáticos del siglo XVII los números imagi­narios no
eran considerados instrumentos del conocimiento ma­temático sino un ti-
po especial de objetos con los cuales el conocimiento había tropezado en
el curso de su desarrollo y que contenían algo que no solamente resulta-
ba misterioso sino virtualmente impenetrable (...) Y sin embargo, esos
mismos números que habían sido considerados en sus albores como algo
imposible o como una mera adivinanza que uno miraba con asombro sin
poder comprender y, menos aún, resolver, se convirtieron con el tiempo
en uno de los instrumentos más importantes de las matemáticas. Como en
el caso de las varias geometrías que ofrecen diferentes planos de orden es-
pacial, los números imaginarios han perdido el misterio metafísico que se

« 166 » Colección Prólogos


buscó en ellos desde su descubrimiento para convertirse en nuevos sím-
bolos ope­ra­cio­na­les.76

El paralelo con las metáforas de lo neofantástico es demasiado evi-


dente para ser ignorado. Si no podemos, y no debemos, tratarlas como
adivinanzas puesto que carecen de una solución unívoca, si una crítica de
la traducción es del todo inaplicable puesto que cada lector dispone de
la suya con igual derecho y va­lidez, y porque tal traducción restable­ce un
orden que el texto busca tras­cen­der, la reconstrucción y definición de su
código es tal vez la única alternativa de estudios y una posible vía de acce-
so a su sentido: ¿cómo están hechos estos relatos?, ¿es posible de­rivar de su
sintaxis una gramática que en última instancia nos permita comprenderlos
no desde su lenguaje primero sino desde el lenguaje segundo troquelado
por el texto?, y, finalmente, ¿es posible alcanzar desde la forma, desde el
orden en que se dispone el texto para enun­ciarse, sentidos ausentes en el
lenguaje primero? Estos son algunos interrogantes que, considero, debe
plantearse una posible poética del género y solamente a partir de ella
estas metáforas «absurdas», como los sueños, definirán un nuevo orden
espacial en cuyo plano funcionan como nuevos instrumentos operaciona-
les, como vías de acceso a esa realidad segunda que intentan tocar.

Novela: lecturas

Todo lector de Rayuela percibe de inmediato el acaudalado bagaje de


lecturas que forma el andamio intelectual con cuya ayuda Cortázar levan-
ta su novela. Esas lecturas aparecen a lo largo del libro a veces como pun-
tos de apoyo sobre los cuales hace palanca la obra, otras, sim­ple­mente
como nervaduras invisibles o semivisibles que alimentan o sostienen
sus páginas. No podía ser de otra forma en el caso de una novela que se
propone desandar caminos y «reconquistar territorios mal conquistados
o conquistados a me­dias». Para revisar esa cultura cuyo producto es el
hombre contemporáneo, para reflexionar sobre sus yerros y extravíos,
era primero necesario conocerla profundamente y conocerla, sobre todo,

Jaime Alazraki « 167 »


desde la literatura. De muy pocos escritores de nuestro tiempo se puede
decir como de Cortázar que han penetrado tan a fondo en las galerías
y ante­cámaras de su cultura. Cortázar se entregó de lleno a sus lecturas
después de dejar la universidad en 1936: «Al terminar mis estudios –cuen-
ta– me fui al campo, viví completamente aislado y solitario. Siempre fui
muy metido para adentro. Vivía en pequeñas ciudades donde había muy
poca gente interesante, prácticamente nadie. Me pasaba el día en mi
habitación de hotel o de la pensión donde vivía, leyendo y estudiando.
Eso me fue útil y al mismo tiempo peligroso. Fue útil en el sentido de
que devoré millares de libros. Toda la información libresca que pueda
tener la fundé en esos años. Y fue peligroso en el sentido de que me
quité probablemente una buena dosis de experiencia vital»77. Continuará
leyendo y no ha dejado de leer hasta hoy con implacable voracidad. Si
esas lecturas durante los años de 1937 a 1944 se irán reflejando luego en
sus trabajos críticos desperdigados en revistas argentinas, sus lecturas de
los años subsiguientes, el período en Buenos Aires entre 1946 y 1951,
están registradas, al menos parcialmente, en reseñas aparecidas en Los
Anales de Buenos Aires, Realidad y Sur. En Realidad aparecieron sus
notas sobre The Heart of the Matter de Graham Greene y Adán Buenos­
ayres de Marechal; en Sur se publi­caron las reseñas sobre Libertad bajo
palabra de Octavio Paz y La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Pero
estos pocos testimonios son apenas agujas en el pajar de sus lecturas por
esos años. El grueso quedaba en sus alforjas y sola­mente con el tiempo,
a lo largo de sus libros, se irían descubriendo sus lecturas como el suelo
intelectual en el que crece la obra de todo escritor.
En 1971, yo buscaba en Buenos Aires algún relato anterior a los
cuentos de Bestiario publicado en una revista local de Chivilcoy. No lo
encontré. Encontré en cambio, como compensación del azar la revista
Cabalgata en cuyas páginas Cortázar publicó «Lejana» en febrero de 1948.
Cabalgata ha sido ignorada de manera inexplicable por todos los biblió-
grafos de Cor­tázar. Para que no me acusaran de pergeñar una revista
apócrifa que nadie había visto y que no fi­guraba ni en los catálogos de las
bibliotecas argentinas ni en las bibliografías al uso, traje conmigo, con la
asistencia de un viejo librero español, toda la colección que comprende

« 168 » Colección Prólogos


24 números publi­cados entre junio de 1946 y julio de 1948. Mi sorpresa
fue enorme cuando descubrí que, además de «Lejana», Cortázar había pu-
blicado en esa revista, entre noviembre de 1947 y abril de 1948, la friolera
de 42 reseñas. El número puede parecer insignificante si se piensa en los
«millares de libros» leídos por Cor­tá­zar durante los años inme­diatamente
anteriores y sobre los cuales nada sabremos de manera directa, pero no
lo es si se tiene en cuenta que esos 42 libros fueron leídos y reseñados en
menos de un año y medio y que representan algo así como la vértebra
a partir de la cual el paleon­tó­logo puede reconstruir todo el esqueleto
de sus lecturas durante esos años for­ma­tivos y claves para su futuro de
escritor.
A pesar de su corta vida y aunque Cabalgata no entró en el aparato
biblio­gráfico que pudo haberla preservado para lectores futuros, un ba-
lance del ma­terial publicado en sus páginas permite comprobar que su
importancia litera­ria y cultural no es menor que la de sus compañeras
de ese mismo período. No tenía un director-adalid como Los Anales de
Buenos Aires (Bor­ges), o Realidad (Francisco Romero), o Sur (Victoria
Ocampo) que le abrie­ra ca­mino y la protegiera. A juzgar por el formato,
tampoco los medios y fondos de que disponían esas revistas. El for-
mato mismo (semejante al del diario Clarín) y el nombre anticipaban
una publicación más popular que las ante­riores («Quincenario popular»
anunciaba el formulario de suscripción). Sin un director de fuste y sin un
prestigioso consejo de redacción que lo respal­dara, Cabalgata tuvo, evi-
dentemente, una circulación mayor y debió recurrir a los avisos comer-
ciales para sobrevivir. Aunque tenía secciones dedicadas al cine, teatro,
modas, arte y ciencias, su fuerte fue la sección de letras. El pri­mer número
declaraba que «la idea que anima a Cabalgata es hacer en la Ar­gentina
una gran revista para todo el continente, una revista que sea expre­sión de
todas las actividades de la cultura americana y universal». Lo ameri­cano
y lo universal aparecieron en proporción semejante. Junto a artículos
de Ezequiel Martínez Estrada, Francisco Ayala, Alfonso Reyes, Eduardo
Mallea y Guillermo de Torre, se publicaron en el primer número ensayos
de Bernard Shaw y André Gide, un cuento de Lord Dunsany y poemas de
W.H. Auden y T.S. Eliot. Cabalgata no fue entonces periodismo popular

Jaime Alazraki « 169 »


sino órgano de difusión cultural más amplio. El material que publicaba,
aunque misceláneo y más periodístico, estaba a la altura de lo que por
esos años hacían Sur o Rea­lidad.
Las reseñas de Cortázar empezaron a publicarse a partir del número
13 (noviembre de 1947). Estaban firmadas con sus iniciales pero algunas,
las más lar­gas, aparecieron con su nombre completo. El valor de estas
breves notas (de 200 a 500 palabras aproximadamente) es vario y des-
igual. Su importancia más inmediata radica en su valor informativo. Es
posible que los libros re­señados no siempre respondieran a su elección,
pero aun aquellos reseñados por encargo constituyen un valioso testimo-
nio de sus preferencias. Un simple re­gistro de los títulos reseñados indica
que sus intereses no se reducían a las literaturas europeas; hay notas que
anticipan lo que luego Cortázar definiría como «el descubrimiento brusco
de nuestra propia tradición». A sus reseñas sobre Paz, Marechal, González
Lanuza y Victoria Ocampo publicadas en Rea­lidad y Sur, hay que agregar
ahora comentarios sobre libros de Enrique Wer­nicke, Rafael Alberti, Cer-
vantes, Gómez de la Serna, Martínez Estrada, Mar­tín Alberto Boneo, Luis
Cer­nu­da, Carmen R.L. de Gándara, Lu­go­nes, Girri, Aleixandre, Alberto
Ve­nas­co, Uslar Pietri, Jorge Enrique Mó­bili. Si la breve noticia permite
apenas informar sobre lo más básico de estos libros, hay ca­sos en que
Cortázar inserta perspectivas y enfoques que trascienden los estre­chos
límites de la reseña periodística. En la nota sobre la novela de Venasco,
por ejemplo, dice: «En la Argentina empezamos a salir del pozo románti­
co-rea­lis­ta-naturalista-verista, etc. (No hay varios pozos, es uno solo y
negro). A la labor solitaria de Borges, de Macedonio Fernández, de Juan
Filloy, principia a sumarse la creación de novelistas y cuentistas jóve-
nes»78. En sus escuetos comentarios sobre Cernuda y Aleixandre muestra,
sin embargo, un conoci­mien­to a fondo de los poetas de la generación de
1927. En la reseña del cuento de Carmen de Gándara, «La habitada», cita
a la autora: «Cuando un país no tiene literatura que refleje su vida no es
un país, sino un conjunto de mojo­nes humanos. ¿Cómo voy a saber yo
qué gente vive en esas casas si no me lo ha dicho ninguna novela...?», y
responde: «Para decirnos eso han creado su obra Güiraldes, Arlt, Mallea,
y Juan Goyanarte; la autora de ‘La habitada’ prueba hoy sus títulos para

« 170 » Colección Prólogos


sumarse a ellos»79. Leído hoy, con una distancia de treinta años, este juicio
no deja sospechar todavía al autor de Rayuela pero pone al descubierto
el interés de Cortázar por esos años en la situación y el rumbo de la no-
vela argentina.
Más reveladoras aún son sus reseñas sobre literaturas no hispáni-
cas. Hay reseñas dedicadas a Gide, Eden Phillpotts, Hermann Kesten,
Aldous Huxley, Mary Webb, Portner Koehler, Carter Dickson, Tagore,
Jean-Louis Bory, O’Ne­ill y Damon Runyon. Algunos de estos autores han
sido olvidados, otros han sido desplazados a los márgenes de la litera-
tura, pero respecto a Cortázar re­velan una curiosidad insaciable y libre
de prejuicios académicos. Cortázar lee como otros respiran y aunque
la brevedad de las notas apenas permite una descripción sumaria del
libro reseñado, se las ingenia para otorgar a sus co­mentarios un relieve
crítico que, si no trasciende las limitaciones de la re­seña, pro­­yecta una
perspectiva desde la cual es posible escudriñar otras lec­turas y algunos
de sus puntos de vista respecto a la ficción. Hay dos reseñas sobre dos
novelas de André Gide; su preferencia temprana por este autor apa­rece
registrada en escritos posteriores, pero lo que estas reseñas descubren
es una lectura en ancho y profundidad del novelista francés. Las novelas
reseña­das son Sinfonía pastoral y La puerta estrecha pero a través de
sus reseñas Cortázar manifiesta un vasto conocimiento de la narrativa de
Gide. Alude, por ejemplo, a sus novelas del período «artista»: Paludes,
Les nourritures terres­­tres, L’inmoralist, Les caves du Vatican; y define a
Sinfonía pastoral y La puerta estrecha como expresiones de «una línea
ascética que conduce a la sal­vación por el camino del renunciamiento».
Significativas son también sus ob­serva­ciones sobre la forma y el sentido
último de la obra de Gide; de Sinfonía pastoral dice: «El relato de la pa-
sión de Alissa, narrado con una admirable prosa de severo rigor formal,
contiene esa virtud que Gide, en todos los mo­mentos y los terrenos de
su obra, ha fundido con la belleza hasta hacer de ambas una sola razón
de vida: la valentía moral»80. De La puerta estrecha advierte que con la
publicación en español de esta novela «tendrán sus lectores una visión
más dialéctica del espíritu gideano, balanceándose en los extremos de
dos experiencias vitales: la aceptación y el rechazo. Es de desear que a

Jaime Alazraki « 171 »


esa visión dialéctica se suceda el conocimiento de la síntesis, que creo
está en Los monederos falsos»81. El bulbo de su valoración de la obra de
Gide aparece a mitad de la reseña:
No me creo autorizado para exceder la mera alusión a La puerta estrecha,
en la que nunca he querido (o podido) ver una obra afirmativa; me sigue
pa­reciendo –en su forma más sutil y corrosiva– una crítica al renuncia-
miento, su denuncia y rechazo. Prefiero entonces limitarme a su valor co-
mo construc­ción estética, señalar la severa victoria de Gide sobre sí mis-
mo (repetida en La sinfonía pastoral), el logro de una unidad formal, una
arquitectura narra­tiva que falta en su obra anterior y en mucho de la pos-
terior, donde se la ve reemplazada voluntariamente por un juego sucesivo
y hasta anárquico de los elementos del relato. En El inmoralista, un tono
oral deliberado con lo que supone de vaguedad y aliñado desaliño; en Las
cuevas del Vaticano, un falso orden desmentido por la lección de su co-
rrosivo personaje; en Los monederos falsos... pero aquí es mejor remitirse
a Jean Hytier, que ha disecado como nadie ese libro en su estudio sobre
Gide, y que lo define como «una obra que avanza hacia la novela».82

Además de conocer a fondo la obra de Gide, Cortázar ha leído tam-


bién a sus críticos más importantes como lo indican sus referencias a
Albert Thi­baudet y Jean Hytier, este último autor de uno de los primeros
y más sólidos estudios sobre el novelista francés. El valor de estas reseñas
estriba entonces no tanto en su condición de barómetro de preferencias
como en abrirnos el cajón de sastre donde Cortázar guardó sus utensilios
y materiales de apren­dizaje. Léase, por ejemplo, esta última observación
con que concluye su re­seña: «En el diario de Los monederos falsos, Gide
afirmó: ‘El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace
hablar; el novelista verdadero los escucha, los mira actuar’»83.
También la reseña de La filosofía perenne de Huxley participa de
una fami­liaridad semejante respecto al escritor inglés: «El joven Huxley
prefería re­ferir su asombroso acopio de información a las opiniones,
teorías y conductas de personajes que vicariamente lo representaban en
sus novelas (¿Qué otra cosa hacen los personajes del Club de la Serpiente
respecto a su autor?); nos dio así obras que señalan los ápices intelectua-

« 172 » Colección Prólogos


les de nuestras cuatro primeras dé­cadas: Contrapunto, Un mundo feliz,
Con los esclavos en la noria»84. Si se piensa en Huxley como el crítico
escéptico de la sociedad decadente de su tiem­po y como un espíritu
vastamente cultivado e interesado también en las gran­des preguntas,
se explica el entusiasmo de Cortá­zar por su obra: «En plena madurez, la
inteligencia de Huxley parece preferir la manifestación directa, el ingreso
a los órdenes fundamentales del conocimiento del hombre por vía de
intuición y meditación. Todo su saber busca comunicarse sin rodeos ni
máscaras, en un mensaje donde la esperanza combate y se apoya en la
angus­tia: así se ha generado esta su nueva obra, La filosofía perenne, iti-
nerario de despojamiento espiritual, de ascenso severo y claro al mismo
tiempo, nueva ruta dantesca a un paraíso de lucidez interior y posesión
del ser»85. El lector de Rayuela reconoce en este comentario una síntesis
apretada del itinerario de Horacio Oliveira. Una antología que «va desde
textos hindúes y chinos a la metafísica y ética modernas, pasando por
místicos y santos medievales», como es el libro misceláneo de Huxley,
recuerda de inmediato los libros-co­llage de Cortázar. Recuerda también
su manía por los recortes, citas y fragmentos memorables, su curiosidad
enciclopédica, su vastedad intelectual, su lucidez li­teraria y sus búsque-
das metafísicas. Casi veinte años más tarde, Oliveira re­flexiona: «Teoría
de la comunicación, uno de esos temas fascinantes que la literatura no
había pescado todavía por su cuenta hasta que aparecieran los Huxley o
los Borges de la nueva generación» (p. 182).
Llama la atención el gusto de Cortázar por la novela policial, no
tanto por el número de novelas reseñadas –Los rojos Redmayne de Eden
Phill­potts, Cadáver en el viento de R. Portner Koehler, Murió como una
dama de Carter Dickson– como por sus alusiones a otras novelas y sus
comentarios sobre ese género. En la primera de estas reseñas dice: «En
los últimos años, la no­vela policial ha llegado a una perfección formal
que, paradójicamente, la ame­naza seriamente; lo que constituía lectura
sedativa y de fin de semana se torna difícil y comprometida tarea cuando
se acude a autores de la talla de Dickson Carr, Black, Dashiell Ham­mett,
Quentin, Innes y Agatha Christie. De ahí un claro deslinde entre la novela
detectivesca de corte tradicional (Stan­ley Gard­ner, por ejemplo) y las de

Jaime Alazraki « 173 »


los autores citados, donde implicaciones de alta cultura, retóricas muy
finas y ambientes nada accesibles las reducen a un círculo decreciente
de lectores. Los rojos Redmayne puede ser incluida en el primer grupo»86.
Hay que recordar la popularidad de ese género durante esos años. Bor-
ges dirigía la colección El Séptimo Círculo que alcanzó a pu­blicar ciento
cincuenta títulos de ficción policial; en 1943 apareció la prime­ra edición
de la antología Los mejores cuentos policiales compilada por el mis­mo
Borges y Bioy Casares. La difusión y el arraigo del género detectivesco
in­fluyeron en la producción literaria de varios escritores argentinos; en
1953 fue posible publicar una antología de Diez cuentos policiales ar-
gentinos. El interés de Cortázar por el relato policial durante esa época,
además de reflejar el entusiasmo que ese género había despertado en la
Argentina, anticipa algu­nas huellas que esas lecturas dejarán en su obra.
No solamente en relación con «la perfección formal» que Cortázar define
como atributo de las mejores no­velas de este tipo y que es de una sola
pieza con la puntillosa precisión con que él construye sus cuentos, sino
respecto a la armazón de algunos de sus relatos breves y por lo menos de
dos de sus novelas. «Después del almuerzo» y «El móvil» son buenos ejem-
plos de cuentos en que el lector es invitado a poner a prueba sus dotes
de detective. En Los premios, llegar a la popa representa, desde el punto
de vista de la trama, resolver un misterio semejante al que propone el
perpetrador de un crimen; 62 modelo para armar está cons­truida con la
destreza de una novela policial en que el lector debe atar cabos y con esos
episodios dislocados rearmar la historia de sus inauditas relaciones.
La reseña dedicada a Los papeles de Aspern de Henry James es signi­
ficati­va por dos motivos. Primero, porque en la anécdota que Somerset
Maugham cuenta sobre James, reproducida en la reseña de Cortázar,
estaría el embrión de uno de sus cuentos más perplejos, «Ómnibus». El
impulso esencial del cuento está anticipado en la reseña:
En su breve ensayo sobre Henry James, Somerset Maugham relata un en-
cuentro en Boston con el novelista, y la agita­ción casi frenética de éste an-
te las posibilidades de muerte, mutilación o aplas­tamiento que podía co-
rrer su visitante en el acto de ascender al ómnibus de vuelta. «Le aseguré
que estaba perfectamente habituado a subir al ómnibus –cuenta Somerset

« 174 » Colección Prólogos


Maugham– a lo que me replicó que no era ése el caso tratándose de un
ómnibus americano; a éstos los distinguía un salvajismo, una inhumani-
dad, una violencia que excedía lo concebible. Me sentí tan contagia­do por
su ansiedad, que cuando el ómnibus se detuvo y salté a él, tuve casi la sen-
sación de que había escapado milagrosamente de una horrible muerte».87

No hay salvajismo en el «Ómnibus» de Cortázar, pero hay una tensión


narra­tiva semejante que convierte una situación trivial y cotidiana en
acontecimiento espeluznante. Su comentario a la historia de Mau­gham
es ya un adelanto y una explicación a lo que ocurre en sus cuentos: «Si la
anécdota muestra un Ja­mes tenso y azorado ante una situación cotidiana
como la narrada, vale simbólicamente para recordar hasta qué punto la
tensión interna de su labor creadora se propaga y contagia del mismo
modo al lector menos dispuesto»88. La reseña es también importante por-
que en ella se reconoce a The Turn of the Screw como «una experiencia
poco igualada en la li­teratura», pero se enjuicia, a su vez, a Los papeles
de Aspern como un tipo de novela que ha dado ya toda su medida y que
como tal representa el agotamiento de un estilo y de una época. Hacia
el final de la nota, Cortázar agrega una coda que anticipa su aversión
a la novela-rollo y su postulación de un lector-cómplice: «En el ensayo
antes citado, Somerset Maugham sentencia que James ‘no llegó a ser
un gran escritor porque su experiencia era inadecuada y sus simpatías
imper­fectas’; de esas simpatías y experiencias incompletas nace siempre
lo mejor de la literatura –que es ansiedad infinita por completarlas y vol-
verlas per­fectas»89.
Merecen también especial referencia sus tres reseñas dedicadas a
libros de tema filosófico-existencial: Temor y temblor de Kierkegaard, La
náusea de Sar­tre y el libro de León Chestov Kierkegaard y la filosofía exis-
tencial. El existencialismo, primero, y el surrealismo, después, ofrecieron
a Cortázar alternativas para salir del atolladero racionalista, vías para
ahondar la crisis del pensa­miento moderno. La importancia de esas tres
notas reside en su carácter de primeros bosquejos del ensayo que sobre
el tema publicará un año más tarde en la revista Realidad bajo el título
«Irracionalismo y eficacia». No nos ocu­paremos de la deuda de Cortázar

Jaime Alazraki « 175 »


con el existencialismo; aquí solamente señalare­mos que algunos plan-
teamientos del ensayo de 1949 están ya anticipados en estas tres reseñas
al igual que algunas ideas seminales que Rayuela desarrolla­rá y profun-
dizará. El párrafo inicial de la reseña sobre el libro de Chestov recuerda
en algo el tono y la materia de algunas conversaciones y reflexiones de
los miembros del Club de la Serpiente: «Para quien avance en este libro
aferrándose obstinado al esquema que el promedio de la cultura occi-
dental propone y cimenta como explicación de la realidad y del puesto
que el hombre ocupa en ella, la lectura del estudio de Chestov tendrá
esa consistencia inde­cible de las pesadillas en las que toda relación,
toda jerarquía, todo canon aceptado en la vigilia se deshacen o alteran
monstruosamente»90. Y más ade­lante: «A nuestra necesidad de lucidez,
Kierkegaard responde con el grito irra­cional de la fe, con la demanda de
la suspensión de todo orden... Y a las estructuras que la razón defiende
y la filosofía jerarquiza, se contesta con las deducciones de la pasión, ‘las
únicas seguras, las únicas convincentes’»91. La reseña de La náusea, por
otro lado, condensa algunas de las ideas centrales que desarrollará dos
años más tarde en su artículo «Irracionalismo y eficacia» en el que asume
una defensa del existencialismo. En el ensayo Cortázar escri­be: «Llevará
tiempo comprender que el existencialismo no traiciona al Occi­dente sino
que procura rescatarlo de un trágico desequilibrio en la funda­mentación
metafísica de su historia, dando a lo irracional su puesto necesa­rio en una
humanidad desconcertada por el estrepitoso fracaso del ‘progreso’ se­gún
la razón»92. Y en la reseña:
Hoy que sólo las formas abe­rrantes de la reacción y la cobardía pueden
continuar subestimando la tremenda presenta­ción del existencialismo en
la escena de esta posguerra, y su influencia sobre la generación en plena
actividad creadora, la versión al español de la primera novela de Sartre
mostrará a multitud de descon­certados y ansiosos lectores la iniciación ha-
cia lo que el autor llamó posteriormente «los caminos de la liber­tad»; cami-
nos que liquidan vertiginosamente todas las formas provisorias de la liber-
tad, y que ponen al hombre comprometido existencialmente en la du­ra y
espléndida tarea de renacer, si es capaz, sobre la ceniza de su yo históri­
co, su yo conformado, su yo conformista.93

« 176 » Colección Prólogos


Desde una oscura y telegráfica reseña, quince años antes de la apa-
rición de Rayuela, Cortázar formula ya la médula de algunos de los
interrogantes que constituyen los agarraderos de su gran novela. Lo que
estas reseñas prueban es el largo y paciente proceso de incubación de su
novela. Como la gran novela de Musil, El hombre sin cuali­dades, Rayuela
es el producto de una vida de vastas lecturas y largas refle­xiones y estas
reseñas muestran que preci­samente durante los años en que Cortázar
escribe sus primeros cuentos comienza también a gestarse su novela.

Una teoría incipiente de la novela

Para completar este escrutinio de lecturas y derivar de él algunas con­


clusio­nes respecto a su visión de la novela, es indispensable examinar
dos ensayos publicados respectivamente en 1948 y 1950: «Notas sobre
la novela contem­poránea» y «Situación de la novela»94. Los premios no
aparece hasta 1960, lo cual quiere decir que a diez años de su primera
novela Cortázar traza ya una posible poética del género y a través de ella
define un gran trecho de su pro­pia ruta de novelista.
El primero de los dos artículos se concentra en las relaciones entre
poe­sía y narración, entre percepción poética y percepción novelística,
en­tre el verbo enunciativo y el verbo poético. Para Cortázar «no existe el
len­guaje novelesco puro, desde que no existe la novela pura». ¿Qué es la
novela? Su respuesta: «Un monstruo, uno de esos monstruos que el hom-
bre acepta, alimenta, man­tiene a su lado; mezcla de hetero­genei­dades,
grifo convertido en animal do­méstico» (p. 241). Por eso «toda narración
comporta el empleo de un len­guaje científico, nominativo, con el que se
alterna imbricándose inextricable­mente un lenguaje poético, simbólico,
producto intuitivo donde la palabra, la base, la pausa y el silencio valen
tras­cen­den­temente a su significación idio­mática directa» (p. 241). La evo-
lución de la novela se definiría así en la propor­ción y en el modo en que
se combinan esos dos lenguajes. En la novela realista, por ejemplo, el
lenguaje poético es apenas un adorno con el que el novelista embellece
el lenguaje enunciativo que es el que predomina; en la novela «artística»,

Jaime Alazraki « 177 »


en cambio, la proporción de esos lenguajes está invertida. Esta primera
distinción es un punto de apoyo para introducir lo poético en la novela
no como un mero lenguaje exterior sino como «un aura, una atmósfera
que se desprende de la situación en sí, aunque se la formule prosaica-
mente, de los movimientos aní­micos y acciones físicas de los personajes,
del ritmo narrativo, las estructuras argumentales» (p. 242). Ejemplo de ese
tipo de novela en que lo poético es­tá comprendido no exterior sino inte-
riormente y «la poesía es presencia extraverbal»: Le secret professionnel de
Cocteau y Adolphe de Constant. Pero antes de llegar a esa síntesis, la no-
vela pasa por períodos en que la propor­ción entre el lenguaje enunciativo
y el poético cambia cuando se pasa del neo­cla­sicismo (Prévost y Defoe),
a los comienzos del romanticismo (Ri­chard­­son, Rousseau, Goethe) y de
allí a los maestros del realismo (Di­ckens, Sten­dhal, Balzac) hasta Flaubert.
«Lo que no varía –concluye Cortázar– es el mantenimiento del orden es-
tético según el cual los valores enunciativos rigen y estructuran la novela,
mientras los poéticos se entrelazan con la trama rec­tora y le imprimen
su rasgo específicamente ‘literario’» (p. 242). Hasta este momento, el desa-
rrollo de la novela estaría definido por la dosis en que se daban esos dos
elementos: «La variedad posible en la dosificación y la yuxta­posición es
lo que matiza de manera prodigiosa el itinera­rio histórico de la novela y
obliga a considerar la obra de cada gran nove­lista como un mundo cerra-
do y concluido, con clima, legislación, costumbres y bellas artes propias
y singulares» (p. 243). ¿Qué distingue y separa a la novela contemporánea
de sus predecesoras? «El elemento poético, que de pronto se agita en
ciertas novelas contem­poráneas y muestra creciente voluntad imperia-
lista, asume con­tra el canon tradicional una función rectora en la novela
y procura ­desalojar el elemento enunciativo que gobernaba en la ciudad
literaria. ­­­­Lo poético irrum­pe en la novela porque ahora la novela será una
instancia de lo poético; por­que la dicotomía forma y fondo marcha hacia
su anulación, desde que la poe­sía es, como la música, su forma. Hallamos
ya concretamente dado el tránsito; el orden estético cae porque el escritor
no acepta otra posibilidad de crea­ción que la de orden poético» (p. 244).
No se trata, por supuesto, de la no­vela de arte al modo de los Goncourt,
sino de obras en que «su mundo no­velesco es ya sólo poesía».

« 178 » Colección Prólogos


El paso del orden estético al poético –concluye Cortázar– entraña y signi-
fica la liquidación del distingo genérico Novela-Poe­ma (...) En nuestro
tiempo se concibe la novela como una manifestación poé­tica total, que
abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro, la na-
rración, y eso porque la realidad, sea cual fuere, sólo se revela poética-
mente. Abolida la frontera preceptiva de lo poe­mático y lo novelesco, só-
lo un prejuicio que no es ni será fácil superar impide reunir en una sola
concepción espiritual y verbal empresas en apariencia tan disímiles como
The Waves, Duineser Elegien, Sobre los ángeles, Nadja, Der Prozess, Resi-
dencia en la Tierra, Ulysses y Der Tod des Virgil (p. 246).

Esta definición de la novela como una instancia de lo poético y como


un género híbrido que absorbe libremente lo que otros géneros pueden
proporcio­narle como vías de acceso a esa visión poética, constituye el
atributo más dis­tintivo de la novela contemporánea y representa una pri-
mera estrategia no­velística que Cortázar pondrá a prueba en Los premios.
No solamente a través de los monólogos de Persio –suerte de filtro poéti-
co por medio del cual son percibidos y comprendidos en su significación
última (y poética, en el sen­tido que tiene para Cortázar) los hechos de
la narración–, sino desde el sen­tido mismo que la novela propone como
relato. La significación de la muerte de Medrano no debe buscarse en el
plano histórico de la narración, en la cau­salidad del argumento; no es la
comunicación a Buenos Aires que Medrano consigue finalmente enviar
desde la cabina de radio lo que justifica su incur­sión por la popa del
barco. De otra manera cómo entender la reflexión de Raúl mientras vela
el cuerpo todavía caliente de Medrano: «¿Pero qué había al fin y al cabo
en la popa? ‘Y a mí qué más me da’, pensó encogiéndose de hom­bros»95.
Además, el mismo Medrano repite, frente a la popa, como para eli­minar
toda duda respecto a una solución en términos meramente enunciativos:
«Pero hombre, la popa enteramente vacía, era un hecho». Y agrega: «en
fin, qué importaba» (p. 381). Lo que importaba no era tanto llegar a la popa
co­mo entidad física sino a la popa como un punto de llegada óntica,
pues­to que en última instancia lo que Medrano busca no es tanto un
conocimiento de la mecánica del barco como un conocimiento poético

Jaime Alazraki « 179 »


de su propia vida. Cortázar ha dicho que «el poeta, cuando dice el ciervo
es un viento oscuro, sabe perfectamente que su certidumbre poética vale
en cuanto poesía y no en la técnica de vida, donde ciervos son ciervos;
es así que cede a la irrupción momen­tánea de tales certidumbres, sin
que ello interfiera fácticamente en sus nociones científicas del ciervo y
el viento»96. Aunque la necesidad de llegar a la popa se justifique en tér-
minos narrativos (en la amenaza de una posible epi­demia de tifus y en
el mensaje telegráfico para obtener ayuda médica para Jorge), es la cer-
tidumbre poética de Medrano (y de la novela) lo que im­porta. El enfren-
tamiento de Medrano con la popa vacía no es diferente a ese momento
de Rayuela en que Horacio confronta a Traveler rodeado de un sis­tema
defensivo de piolines, palanganas y rulemanes. Tampoco aquí pasa nada
en términos fácticos, pero ambas escenas representan algo así como el
punto vélico de las dos novelas. Si Oliveira se tira o no por la ventana y
si final­mente Medrano muere es lo que menos importa desde ese plano
poético que ambos personajes reconocen y aceptan como su realidad
más honda. Lo que importa, precisamente, es una percepción poética
que tanto Medrano como Horacio alcanzan durante esos episodios clave
para las dos novelas y es ese momento de lucidez poética el que Cortázar
busca captar. Ante la popa vacía, Medrano reflexiona:
La popa estaba enteramente vacía pero no importaba, no tenía la más
míni­ma importancia porque lo que importaba era otra cosa, algo inesca-
pable que buscaba cada vez más. De espaldas a la puerta, cada bocanada
de humo era co­mo una tibia aquiescencia, un comienzo de recon­cilia­ción
que se llevaba los res­tos de ese largo malestar de dos días. No se sentía fe-
liz, todo estaba más allá o al margen de cualquier sentimiento ordinario.
Como una música entre dientes, más bien, o simplemente como un ciga-
rrillo bien encendido y bien fu­mado. El resto –pero qué podía importar el
resto ahora que empezaba a hacer las paces consigo mismo, a sentir que
ese resto no se ordenaría ya nunca más con la antigua ordenación egoís-
ta. «A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa», pensó Medrano. No sabía
por qué, pero estar ahí, con la popa a la vista (y enteramente vacía) le da-
ba una seguridad, algo como un punto de partida. Ahora que estaba lejos
de Claudia la sentía junto a él, era como si empezara a merecerla junto a

« 180 » Colección Prólogos


él. Todo lo anterior contaba tan poco, lo único por fin verdadero había si-
do esa hora de ausencia, ese balance en la sombra mientras esperaba con
Raúl y Atilio, un saldo de cuentas del que salía por primera vez tranquilo,
sin razones muy claras, sin méritos, simplemente reconciliándose consigo
mismo, echando a rodar como un muñeco de barro al hombre viejo... (p.
382).

También Horacio sale purgado de sus tensos y cargados diálogos


con Tra­veler y Talita y de su larga agonía al borde de la ventana. La si­
tuación es aquí más ambigua, más compleja, menos reductible, pero es
un pasaje igual­mente catártico, igualmente iluminador y poético en el
sentido de que Horacio comprende, como Medrano, que lo que importa
no es el manicomio, ni Fe­rraguto, ni los rulemanes, ni si se tira o no por
la ventana, sino otra cosa: un estado de gracia, como una ausencia, en
que el cielo de la rayuela asciende a un aquí y a un ahora:
Después de lo que acababa de hacer Traveler, todo era como un maravi-
lloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa armonía insen-
sata pero ví­vida y presente, ya no se la podía falsear, en el fondo Traveler
era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imagina-
ción, era el hom­bre del territorio, el incurable error de la especie descami-
nada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territo-
rio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían lle­nado
de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado: «Metele la falleba, no les
tengo mucha confianza», cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintu-
ra de una mujer. «A lo mejor», pensó Oliveira mientras respondía a los ges-
tos amistosos del doctor Ovejero y de Ferraguto (un poco menos amisto-
so), «la única manera de escapar del territorio era metiéndose en él hasta
las cachas» (p. 402).

En los dos casos se trata de una aceptación (de un territorio recon­


quista­do) o de un encuentro (consigo mismo) que se puede producir
solamente ha­cia el final del camino, como un acto poético, como pose­
sión de una reali­dad al margen de signos y sistemas, como una voluntad
de ser (libre de re­diles y máscaras institucionalizadas). En su ensayo «Para

Jaime Alazraki « 181 »


una poética», Cor­tázar comparaba la mentalidad mágica del primitivo y
la percepción analógi­ca del poeta y decía:
Cuando alguien afirmó bellamente que la metáfora es la forma mágica del
principio de identidad, hizo evidente la concepción poéti­ca esencial de la
realidad, y la afirmación de un enfoque estructural y ontoló­gico ajeno (pe-
ro sin antagonismo implícito, a lo sumo indiferencia) al entendimiento
científico de aquélla. Una mera revisión antropológica muestra en segui-
da que tal concepción coincide (analó­gi­camente, claro) con la noción má­
gica del mundo que es propia del primitivo (...) Rozamos aquí la raíz mis-
ma de lo lírico, que es un ir hacia el ser, un avanzar en procura de ser. El
poeta hereda de sus remotos ascendientes un ansia de do­minio, aunque
no ya en el orden fáctico; el mago ha sido vencido en él y sólo queda el
poeta, mago metafísico, evocador de esencias, an­sioso de posesión cre-
ciente de la realidad en el plano del ser.97

Es esta visión poética de la realidad la que Cortázar vindicaba para la


novela en sus «Notas sobre la novela contemporánea» y la que gobierna
su primera novela. Raúl, uno de los personajes de Los premios, define
taxativamente esta disyuntiva entre la novela tradicional y la contem­
poránea: «En el fondo lo que vos le reprochás a las novelas es que te
lleven de la punta de la nariz, o más bien que su efecto sobre el lector se
cumpla de afuera para adentro, y no al revés como en la poesía» (p. 242).
También Rayuela participa de esa visión, pero responde además a nue-
vos supuestos y estrategias; antes de entrar en este tema, examinemos el
segundo ensayo de Cortázar dedicado a la novela.
«Situación de la novela» profundiza y elabora la distinción presentada
en el primer artículo. Es un ensayo más ambicioso en el sentido de que
se pro­pone trazar la evolución del género y precisar con mayor acopio
de información una posible poética de la novela contemporánea. En sus
observaciones se puede entrever algunos elementos de lo que luego
devendrá su propia teoría de la novela. Cortázar parte de un supuesto
filosófico: la realidad no está dada a priori o si lo está sólo podemos lle-
gar a ella por medio del lenguaje. La reali­dad es y se debe al lenguaje;
con sus proposiciones, decía Wittgenstein, se construye el mundo y por

« 182 » Colección Prólogos


eso el lenguaje es una suerte de cuadro de la rea­lidad: de la lógica del
lenguaje es posible inferir la lógica de la realidad98. Oc­tavio Paz, llevando
esta premisa a sus consecuencias últimas, ha observado que «el hombre
es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo
ser otro y lo separó del lenguaje natural. El hombre es un ser que se ha
creado a sí mismo al crear un lenguaje»99. También para Cortázar la litera-
tura merece ser considerada como una empresa de conquista verbal de
la realidad: «Si el lenguaje puede concebirse como un su­pe­ra­lejandro que
nos usa desde hace 5.000 años para su imperialismo universal, las etapas
de esta posesión se dibujan a través del nacimiento de los géneros, cada
uno de los cuales tiene ciertos objetivos que revelan la toma definitiva de
un sector y el paso inmediato al que le sigue»100. El ensayo explora estas
etapas de pose­sión de la realidad según se cumple a través del desarrollo
de la novela. Cor­tázar parte de la épica como prolegómeno de la novela;
en la Ilíada («no se me negará que la Ilíada es una espléndida novela») el
rapsoda dice: Canta, oh Mu­sa, la cólera del Pelida Aquiles, pero lo que
se canta no es la cólera sino sus consecuencias o sus antecedentes, pero
¿qué es la cólera?, el hombre, ¿es có­lera? y, además, ¿qué oculta la cólera
por debajo de sus formas aparenciales? La novela moderna comienza a
hablar donde la épica callaba y a esta primera etapa de la novela que
busca conocer el comportamiento psicológico humano la llama Cortázar
«gnoseológica». «La novela antigua –resume– nos enseña que el hombre
es; los comienzos de la contemporánea (Rousseau, Cons­tant, Prévost,
Stendhal, Dickens, Balzac) indagan cómo es; la novela de hoy se pre-
gunta su por qué y su para qué» (p. 227). Los interrogantes que se plantea la
no­vela de hoy la acercan de manera natural a la poesía puesto que «lo que
lla­mamos poesía comporta la más honda penetración en el ser de que
es capaz el hombre» (p. 228). De aquí la explicable afinidad entre los dos
géneros; pero mientras la poesía, como género, se mueve en un plano
de absolutos, la no­vela busca «apoderarse del hombre como persona, del
hombre viviendo y sin­tién­dose vivir»; mientras la primera se instala en
el centro de esa esfera que es la vida humana, la segunda procura llegar
a ese centro pasando por las cortezas que constituyen esa esfera. A esta
nueva orientación de la novela, la llama Cortázar «vía poética de acceso».

Jaime Alazraki « 183 »


Al cambiar su centro de gravedad, la novela cambia también su configu-
ración: deja de ser esa continuidad tempo­ral y espacial a que nos había
acostumbrado la novela deci­mo­nó­nica para ha­cerse «poliédrica, amorfa,
magnífica de coraje y des­pre­juicio; ya no hay personajes en la novela
moderna, hay sólo cómplices» (p. 229). No es difícil ad­vertir en esta primera
conclusión dos rasgos distintivos de la novela cortaza­riana: primero, en
oposición a la novela-rollo, la noción de un libro que es muchos libros y
que cada lector arma como copartícipe de su construcción; se­gundo, en
oposición al lector pasivo y al personaje prolijamente delineado, lec­tores
y personajes cómplices.
Cortázar considera que desde Werther y Pablo y Virginia hasta Flau­
bert y las hermanas Brontë, el instrumento de la novela es «un lenguaje
reflexivo que emplea técnicas racionales para expresar y traducir los
sentimientos y que funciona como un producto consciente del novelista,
un producto de vigilia, de lucidez» (p. 230). Si Balzac y más tarde George
Meredith «logran sutilísi­mas aproximaciones a los movimientos más se-
cretos del alma humana, su in­tención última es racionalizar esos movi-
mientos y por eso los tratan con un lenguaje que corresponde a esa visión
y a esa intención: cuentan explicando o (los mejores de ellos) explican
contando» (p. 231). Solamente con obras co­mo Hyperion de Hölderlin y
Aurelia de Nerval hay «una primera embestida contra el lenguaje de uso
estético, contra el lenguaje me­diatizador y aparece un verbo que expresa
un orden distinto de visión». Se entiende entonces que Cortázar vea en
el uso del lenguaje y en el manejo de la forma la preocupa­ción central
de la nueva novela. «Se diría –dice– que la novela, en los primeros treinta
años del siglo, desarrolló y lanzó a fondo lo que podríamos denominar
la acción de las formas; sus logros máximos fueron formales, dieron por
resultado la extensión, libertad y riqueza casi infinitas del lenguaje, y
no porque su objetivo fuera la forma de lo novelesco, sino porque sus
finalidades sólo podían alcanzarse mediante la audaz liberación de las
formas, y de ahí la batalla de Ulysses, la empresa intuitivo-analítica de
Proust, el inaudito experi­mento surrealista, el fusilamiento por la espalda
de Descartes» (p. 236). De Proust en adelante, el conocimiento poético re-
emplaza al conocimiento his­tó­ri­co­-psi­co­lógico, el lenguaje analógico al

« 184 » Colección Prólogos


lenguaje enunciativo, la percepción irracional a la explicación racional.
De esta visión poética de la novela nace la obra de Proust, Joyce, Gide,
D.H. Law­rence, Kafka, Thomas Mann, Her­mann Broch y Virginia Woolf.
Lo que esta novela muestra es que «no hay fondo y forma; el fondo da la
forma, es la forma» (p. 234).
Cortázar define el período dominante de esta novela entre los años
1915 y 1935 y, aunque su gran impulso se prolonga hasta hoy, distingue
a partir de 1930 un nuevo impulso nacido del hartazgo hacia el expe-
rimento verbal liberador y de una necesidad de obligar a la novela a
la acción. Los escritores rebeldes en Francia (Malraux, Camus, Sartre,
Aragon) y los tough writers en Estados Unidos buscan no tanto la acción
de las formas, como sus antecesores, como las formas de la acción. Uno
de sus voceros, Sartre, explica: «La literatura es, por esencia, la subje-
tividad de una so­ciedad en revolución permanente. En una sociedad
que hubiera trascendido ese estado de cosas, la literatura superaría la
antinomia de la palabra y la acción». «La plataforma de lanzamiento de
estos novelistas –co­menta Cortázar– está en el deseo visible de estable-
cer contacto directo con la problemática actual del hombre en un plano
de hechos, de participación y de vida inmediata. Se tiende a descartar
toda búsqueda de esencias que no se vinculen al comportamiento, a la
condición y al destino del hombre y, lo que es más, al destino social y
colectivo del hombre» (p. 237). Es claro que este tipo de novela de raíz
existencial no debe confundirse con lo que se ha llamado «literatura so-
cial» y que consiste, explica Cortázar, «en apoyar una convicción previa
con un material novelesco que la documente, ilustre y propugne; nove-
listas como Greene, Malraux y Camus no han buscado jamás convencer
a nadie por vía persuasiva; su obra no da nada por sentado, sino que
es el problema mismo mostrándose y debatiéndose» (pp. 237-238). En este
tipo de novela, Cortázar ve una preocupación por el hombre que se
resume en un pasaje de una carta de Camus a un amigo alemán: «Sigo
creyendo que este mundo no tiene un sentido superior. Pero sé que hay
algo en él que tiene sentido, y es el hombre, porque es el único ser que
exige ese sentido». El interés de Cortázar en esta novela no radica en
ser, como la novela social, el complemento literario de una dialéctica

Jaime Alazraki « 185 »


política, histórica o sociológica, sino en su valor intrínseco como vía de
acceso al hombre: «La novela social –dice– marcha detrás de la avanzada
teórica; la novela existencial entraña su propia teoría, en alguna medida
la crea y anula a la vez porque sus intenciones son su acción y presenta-
ción puras» (p. 238). Es un paso más hacia ese humanismo integrado que
postuló el surrealismo y que Cortázar recuerda con una frase de Breton:
«Es preciso que el hombre se pase, con armas y bagajes, del lado del
hombre», y constituye uno de los fundamentos de ese hombre nuevo in-
tuido en sus novelas. Al existencialismo, Cortázar debe un trecho de ese
camino que lo acerca a su propia visión del hombre liberado: «El grupo
existencialista europeo, los solitarios como Malraux y Graham Gree-
ne, proveen las ramas y las modalidades de esta novelística a disgusto
–acción secundaria– que encubre la nostalgia y el deseo de una acción
inmediata y directa que revele y cree por fin al hombre verdadero en
su verdadero mundo» (p. 236). A más de trece años de Rayuela, Cortázar
anticipa algunas de las búsquedas de su novela; todavía borradores es-
perando coagular, bocetos de la versión final, pero ya antecámaras para
entrar a esa mandala en el que todos los cabos serán atados. También
hay que ver en esta preocupación existencialista por el hombre y en la
responsabilidad surrealista por la vida («hay que cambiar la vida»), más
que en ningún compromiso de tipo político, los motivos que lo llevan a
escribir una novela como Libro de Manuel.
Finalmente, Cortázar ve en los tough writers norteamericanos (James
Cain, Dashiell Hammett, Raymond Chandler), los escritores «duros» cria-
dos en la escuela de Hemingway, una de las direcciones más significa-
tivas de la novela contemporánea. Mucho antes que el nouveau roman
se convirtiera en moda, Cortázar subrayó en la novela norteamericana
rasgos como su objetivismo y antipsicologismo que luego caracterizarían
a la novela francesa más reciente.
La novela ha llegado a su punto extremoso –escribe–; queriendo eliminar
intermediarios verbales y psicológicos, no da hechos puros; pero es que
no hay hechos puros; se ve que el deseo está, no en decir el hecho, sino
en encarnarlo, incorporarse e incorporarnos a la situación. Entre la cosa y
nosotros hay un mínimo de lenguaje, apenas el necesario para mostrarla.

« 186 » Colección Prólogos


Lo curioso es que la narración de un hecho, reducida a la presentación pu-
ra del hecho, obliga a un Hammett a descomponerlo como los muchos
cuadros que forman un solo movimiento cuando se recomponen en la
pantalla cinematográfica. Huyendo del lujo verbal, de las esfumaduras y
de las sobreimpresiones en que abunda la técnica de la novela, se cae en
el lujo de la acción (p. 241).

Pero lo que interesa a Cortázar de esta novela no es su lealtad a lo


puramente fenomenológico o su esfuerzo por liberarse de «la tiranía de
la signi­ficación», como se propuso el nouveau roman, sino lo opues-
to: la profunda significación que emana de ese estilo aparentemente
deshumanizado. Cortázar reconoce que «la abundancia del insulto, de
la obscenidad verbal, del uso creciente del slang en esas novelas, son
manifestaciones de su desprecio por la palabra en cuanto eufemismo del
pensamiento y el sentimiento» (p. 240); reconoce también que «esta nove-
lística responde claramente a una reacción contra la novela psicológica
pero, además, a un oscuro designio de compartir el presente del hombre,
de coexistir con su lector en un grado que jamás tuvo antes la novela» (p.
242). Ese oscuro designio humaniza la novela y le otorga una significación
que la novela tradicional había perdido:
En la novela del siglo xix, los héroes y sus lectores participaban de una
cultura, pero no compartían sus destinos de manera entrañable; se leían
novelas para escaparse o para esperanzarse, nunca para encontrarse o
preverse (...): el sórdido jugador de The Glass Key, los bailarines de They
Shoot Horses, don’t They?, el chico bañado en vitriolo de Bringhton Rock
nos incluyen en gran medida; su culpa es la nuestra, y no que lo sepamos
a través del autor, sino que lo vivimos. Tan lo vivimos que cada una de esas
novelas nos enferma, nos vuelca hacia nosotros mismos, hacia nuestra
culpa. Creo que la novela que hoy importa es la que no rehúye la indaga-
ción de esa culpa (pp. 242-243).

El ensayo de Cortázar, entonces, es mucho más que un mero balance


de la novela contemporánea. Publicado el mismo año que apareció L’ère
du supçon Nathalie Sarraute, cinco años antes que «Le roman comme

Jaime Alazraki « 187 »


recherche» de Michel Butor y trece años antes que Pour un nouveau
roman de Alain Robbe-Grillet, anticipa algunos de los problemas centra-
les de la novela expuestos en esos ensayos y define en la obra de los más
osados posibles alternativas que luego adoptaría el nouveau roman. Si
62 modelo para armar recuerda algo de la textura de ciertas obras del
nouveau roman, en su antipsicologismo, en su rechazo del dualismo
forma-contenido, en su afinidad con el diseño de la novela policial, no
es porque el nouveau roman le haya servido de modelo sino porque las
posibilidades entrevistas en su lectura de los tough writers norteamerica-
nos coincidieron con algunas soluciones practicadas por los novelistas
del nouveau roman. Por otro lado, el mismo Cortázar, interrogado sobre
sus contactos con el nouveau roman, ha advertido: «Yo creo que siempre
he visto con simpatía esa tentativa muy necesaria de liquidar la novela
psicológica a la manera de Mauriac que ya había dado toda su medida.
Esto dicho, debo agregar que el nouveau roman como tal no ha influido
en mí porque, supongo, ni en las técnicas de Robbe-Grillet ni en las de
Butor hay elementos que sean verdaderamente importantes para mí»101.
La respuesta de Cortázar se explica: el nouveau roman no representó
ni para él ni para los demás novelistas hispanoamericanos un aporte a
su visión novelística, no fue ni modelo ni siquiera estímulo, como sí lo
había sido la novela francesa anterior. Se entiende: el nouveau roman se
propuso, al menos en su etapa ortodoxa, crear una novela de las cosas y
de los fenómenos libres de «la tiranía de la significación»; sus esfuerzos de
reificación de la novela produjeron textos que se agotan en su propia ma-
quinaria sin poner en movimiento otra cosa que no sea esa maquinaria.
Para Cortázar, como para los demás novelistas hispanoamericanos, la no-
vela como instrumento complejo, y a veces hasta alambicado, responde a
un humanismo orientado a crear una nueva conciencia del hombre y de
la vida. Cortázar revisa los avatares de la novela –sus rutas, logros y fra-
casos– para derivar de esa revisión herramientas de trabajo más precisas
y eficaces, pero sus técnicas no son meros ejercicios de experimentación:
sólo se justifican en su capacidad de penetrar más hondo en el mundo de
sus personajes y en su posibilidad de producir un novum organum de
conocimiento. En el nouveau roman, la prioridad conferida a las cosas

« 188 » Colección Prólogos


terminó, deliberadamente, ahogando al personaje, resabio indeseable
de la novela tradicional, decían. En la novela hispanoamericana, el per-
sonaje es todavía el centro al que confluye el relato y desde el que se
construye y justifica. Hasta en una novela como 62 modelo para armar,
las figuras en que se asocian los personajes y la clave vampirista que los
enmarca son esfuerzos por comprenderlos más allá de un psicologismo
agotado, a través de una óptica nueva que los descubre en su realidad
más íntima y secreta, como si de pronto se revelaran despojados de vie-
jas y anquilosadas máscaras para mostrarse en su negada verdad. Pero
si «Situación de la novela» es ya la formulación de una teoría del género
que sirve de trampolín para su primera excursión (Los premios) y que nos
permite definir sus novelas como resoluciones a los planteamientos allí
presentados, habrá que esperar hasta Rayuela para encontrar la etapa
madura de esa teoría que ahora se formula no como un juicio a priori
sino par a par con la escritura misma de la novela.

Rayuela: texto y metatexto

Las observaciones sobre la novela incluidas en Rayuela representan su


metatexto: son un comentario de la novela y ésta, a su vez, constituye
la praxis de ese comentario. Esas observaciones no forman un cuerpo
aparte: están imbricadas en el texto y son, consecuentemente, parte de
la novela. En su mayoría están presentadas en los cuadernos de Morelli
y en las conversaciones de los miembros del Club de la Serpiente sobre
sus ideas acerca de la literatura y la novela, pero como Morelli es también
personaje, sus comentarios son a la vez texto y metatexto, parte integral
de la novela y una reflexión sobre su propio texto. Esta primera herejía
hacia la continuidad u orden cerrado de la novela tradicional es en sí
misma una declaración de principios; la búsqueda que emprende Hora-
cio (de la Maga en un primer plano narrativo y de una realidad segunda
como empresa metafísica) desde los significados se extiende a los signi-
ficantes: la novela arquitecturada como estructura precisa y segura cede a
esa condición de «monstruo poliédrico y amorfo» que Cortázar anticipaba
en su ensayo de 1950. La novela como forma es también una búsqueda:

Jaime Alazraki « 189 »


no hay seguridades ni para Horacio ni para el género que las registra. La
novela como vehículo narrativo participa del mismo proceso de revisio-
nes y atisbos en que se embarca el personaje, por eso Morelli insiste en
que «no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje» (p. 453); y en otro
lugar: «La eliminación del pseudoconflicto del fondo y la forma volvía
a plantearse en la medida en que el viejo denunciaba, utilizándolo a su
modo, el material formal» (p. 603). Es lo que ocurre en la novela: solamente
desde la forma el lector siente que sus hábitos mentales han sido sacu-
didos y rotos; la disposición de la novela obliga al lector a reconstruirla
como su propia creación y en ese esfuerzo de reconstitución formal se
pone a prueba su mensaje.
La idea de un texto que se autocomenta es vieja como Valmiki, autor
del poema sánscrito Ramayana (III a.C.). La emplearon con travesura y
no sin cierta perversidad Moisés de León, autor del Zohar, Cervantes y
Shakespeare. Borges hizo de ese artificio uno de los ejes alrededor del
cual pivotea gran parte de su ficción. En Justine, «primer movimiento» de
El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, se resume y comenta una
novela que uno de los personajes ha escrito sobre la protagonista de la
novela de Durrell. En Cien años de soledad, Melquíades escribe en sáns-
crito (guiño de complicidad con el poeta del Ramayana) una historia
que es la historia novelada por García Márquez y en Niebla de Unamuno,
el autor se hace personaje, irrumpe en el texto de la novela, polemiza y
se trompea con su propio personaje. Pero en Rayuela no hay alusiones
a Rayuela, ni a un autor apócrifo o desdoblado en narrador-personaje,
ni a una novela paralela trenzada con la novela que la contiene. Rayuela
se refleja sobre sí misma solamente de manera indirecta a través de los
comentarios de Morelli que describen algunas de las coordenadas de la
novela. A su vez, ninguno de los casos anteriores ofrece ejemplos de un
texto que se repliega sobre sí mismo no a través de un autor personaje
(Ramayana, Niebla) o un autor ficticio (Zohar, Sartor Resartus) o de una
repetición especular, literal o metafórica (Hamlet, Justine, Cien años de
soledad), sino a través de la maquinaria que lo pone en movimiento.
Cómo se hace una novela es lo más próximo a una poética de la novela
tal como la comprendía Unamuno, pero esa larga reflexión sobre el gé-

« 190 » Colección Prólogos


nero no está inserta en ninguno de sus relatos: es un ensayo que define
y resume sus ideas sobre la novela en términos discursivos. Lo nuevo
en Rayuela es que el texto se autocomenta respecto a su propia estra-
tegia y ese autocomentario o retórica del género deviene parte integral
de la novela. La implicación es clara: la materia de Rayuela es, en igual
medida, la búsqueda de Horacio Oliveira y la búsqueda de Cortázar es-
critor; Horacio busca un «kibbutz del deseo», «una isla final», «la tierra de
Hurqalyã»; y Cortázar, una posibilidad novelística que permita describir
esa primera búsqueda sin traicionarla, sin congelarla, sin obligarla a un
molde rígido que la mutila. Novela en movimiento, aleatoria, de múlti-
ples caminos, de muchas puertas y ventanas, sin una partitura sacraliza-
da; apenas apuntes cuidadosamente trazados de un tema que variará en
cada lector. Narración de una búsqueda de raíz filosófica pero, en igual
medida, filosofía de una búsqueda narrativa. El propio Cortázar ha defi-
nido a Rayuela como «la filosofía de mis cuentos –una indagación sobre
lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso–»102,
y ya se sabe que su novela 62 modelo para armar es la puesta en prác-
tica de las ideas de Morelli sobre un drama impersonal interpoladas en
el capítulo 62 de Rayuela. Por eso sería un error tomar al pie de la letra
lo de «capítulos prescindibles»; es más bien, y tan sólo, un gesto de buen
humor al lector pasivo, una manera de eliminar toda sospecha de solem-
nidad dudosa: «No me tomen en serio, yo mismo no lo hago», pareciera
decirnos, pero en ese desenfado, mezcla de humor y juego, se apoya lo
más serio de su esfuerzo y lo más decisivo de su desafío. Rayuela, como
las grandes novelas (Cervantes, Joyce, Beckett), es una batalla campal
con su instrumento: el hijo que para ser debe primero matar al padre, la
novela que para ser debe primero liberarse de todo aquello que le im-
pide su realización plena y por eso, a través de la parodia, el exceso y la
ruptura, se rebela contra sus mayores, no como mero alarde sino como
condición de su crecimiento y madurez. Para los miembros del Club de
la Serpiente hay que desandar la cultura para salir del extravío a que ella
nos ha conducido y, en gran parte, es lo que se hace a través de la novela:
«reconquistar lo conquistado a medias». Esa misma empresa tiene lugar
respecto a su instrumento y por eso Rayuela además de ser «la novela de

Jaime Alazraki « 191 »


un novelista» es también la novela de la novela: la historia de un género
que está forzado inevitablemente a renovarse para no morir. Hay que
concluir, entonces, que los comentarios sobre la novela son metatexto
solamente si se considera a la novela como género que no problematiza
más allá de la pura narración; en cuanto novela que para ser tal debe
confrontar y cuestionar las premisas del género, ese metatexto se integra
al texto y se funde dialécticamente con él.

Estructura aleatoria

La estructura de Rayuela como un juego de piezas movibles y re­arma­bles,


a la manera de esos mecanos evocados por Cortázar en alguno de sus
cuentos, res­ponde a su concepción de la novela como un orden abierto y
una combinatoria en la que cada lector «escogerá el libro que ha elegido
leer». Si, como escribe Morelli, «el verdadero y único personaje que inte-
resa es el lector y lo que se busca es contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a
extraviarlo, a enajenarlo» (p. 498), hay que inferir que la estructura aleatoria
de Ra­yuela responde a una transgresión que centra la novela menos en
los personajes fabulados que en ese personaje-cómplice (el lector) que
se busca confabular. No­vela-puente entre el autor y el lector: el prime-
ro provee la baraja, pone las cartas sobre la mesa e invita al segundo a
entrar en el juego y a ejercer su derecho de participación a través de su
propia combinación. Técnica también de mandala en el sentido de que
la novela despliega un diseño que puede recorrerse siguiendo múltiples
sen­deros, eligiendo una ruta desde la cual cada lector asume su propia
búsqueda.
En las religiones del Este, el mandala es un diseño de construcción
laberíntica que como una rayuela se puede dibujar en el suelo para iniciar
al adepto; o bien, como en la pintura budista, puede adquirir la magni-
tud de una obra de arte. Con su ayuda, el iniciado va al ­encuentro de su
propio «centro» (acepción de mandala en su traducción tibetana) reco-
rriendo una ruta que es a la vez sensorial y espiritual, de contemplación
visual y de meditación reflexiva; el mandala actúa así como un mapa con

« 192 » Colección Prólogos


cuya asistencia se explora una geografía no cartografiada y un tiempo
in illo tempore. «Diseñado sobre tela –explica Mircea Eliade–, el man-
dala sirve de apoyo a la meditación: se utiliza como defensa contra las
distrac­ciones y las tentaciones mentales. El mandala ‘concentra’ y torna
al meditador invulnerable a los estímulos externos. Al penetrar mental-
mente en el mandala, el meditador se acerca a su propio ‘centro’ y este
ejercicio espiritual puede en­tenderse de dos formas: primero, para llegar
al Centro, el yogui rehace y do­mina el proceso cósmico pues el mandala
es una imago mundi; segundo, ya que se trata de una meditación y no de
un ritual, el yogui puede, a partir de ese apoyo iconográfico, encontrar
el mandala en su propio cuerpo»103. Cortázar ha explicado que original-
mente Rayuela debió llamarse Mandala: «Cuando pensé el libro, estaba
obsesionado con la idea del mandala, en parte porque había es­tado
leyendo muchas obras de antropología y sobre todo de religión tibetana;
además, había visitado la India, donde pude ver cantidad de mandalas
indios y japoneses»104. Pero sólo en parte. Es evidente que esa idea origi-
nal respondió asimismo al carácter de la novela de punto de apoyo, a la
manera del mandala, para la travesía que cada lector elija recorrer. No
hay una ruta única, como en la novela tradicional, sino por lo menos dos
y muchas otras. La novela está hecha como un mandala en el sentido
de que con su ayuda, siguiendo un iti­nerario posible, el lector alcanza-
rá su propia imago mundi o, como pensaba Jung de la estructura del
mandala, su propia «psiquis profunda». Morelli alude a este carácter de
la novela cuando dice respecto a su hipotético libro: «Es­cribir es di­bujar
mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación puri­fi­cándose;
tarea de pobre shamán blanco en calzoncillos de nylon» (p. 458). Si el
man­dala es el producto de un artista, como lo es Rayuela, su propósito
trasciende su origen para convertirse en vehículo al servicio de todos; y
si como creación personal responde a un «proceso de individualización»,
como esfuerzo de simbolización, ha explicado Jung, es expresión de un
inconsciente colectivo asimilado e integrado por la conciencia. Mutatis
mutandi, Rayuela es la novela de un escritor que la escribe como su
propio mandala pero en la que cada lector puede encontrar también su
mandala porque su materia es materia de todos y porque las preguntas

Jaime Alazraki « 193 »


que se plantea son preguntas que, en mayor o menor medida, nos las
hemos planteado todos. No sé de muchas novelas que hayan des­pertado
en sus lectores reacciones semejantes a las suscitadas por Rayuela: «He
recibido muchas cartas –cuenta Cortázar–, que son siempre la misma
carta, donde me dicen: Usted ha hecho el libro que yo pensaba o que yo
creía que podía hacer alguna vez. Usted me ha robado mi novela. Y es un
poco cierto. Es muy conmovedor porque yo tengo ahora, a posteriori, la
impresión de que lo que hice con ese libro fue simplemente responder
a ciertas cosas que estaban en el aire»105.
Porque Rayuela se escribe como la novela de cada lector, porque
representa la toma de conciencia de una «psiquis profunda», se espe-
ra del lector que sea algo más que un espectador pasivo. El escenario
desa­parece (la novela en su estructura tradicional de libro-rollo), espec-
tadores y actores se mezclan (el lector deviene copartícipe) y la obra la
hacen por igual actores y espectadores. Por eso Rayuela hace del lector
su verdadero personaje. La larga nota de Morelli en el capítulo 79 está
dedicada a este cambio de papel del lector. Morelli habla de una escri-
tura demótica y de una escritura hierática que responden a dos maneras
de escribir un libro y a dos maneras de leerlo. La primera es «la novela
usual que limita al lector a su ámbito, más definido cuanto mejor sea el
novelis­ta»; la segunda apunta a «un texto que no agarre al lector pero que
lo vuelva obli­gadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desa-
rrollo convencional, otros rumbos más esotéricos» (p. 452). Es la manera
como leían el texto bíblico los cabalistas para quienes la Escritura tenía
setenta (es decir, un número infinito) rostros o niveles de significación;
el simplón agota el texto en su plano más in­mediato y literal, pero el
iniciado busca penetrar en las napas más profundas y se­cretas del texto
para descubrir escrituras ocultas, prensadas y enclavadas en la primera
como en un palimpsesto. Cortázar se niega a una escritura radicalmente
hierática, a un libro como Finne­gans Wake de Joyce o Com­ment c’est de
Beckett, y propone en cambio un anverso demótico y, solamente como
un reverso, un tex­to hierático. El lector pasivo («que por lo demás no
pasará de las primeras pági­nas») terminará la novela en el capítulo 56 y
la leerá como se leían las viejas no­velas; solamente el lec­tor-­cómplice, el

« 194 » Colección Prólogos


lector-personaje, convertirá la novela de Horacio Oliveira en su propia
novela y encontrará ese rumbo segundo interpola­do en el primero que
lo define y lo transforma en el verdadero personaje.
Morelli habla también de la novela como orden cerrado y de la no-
vela como un orden abierto: dos maneras de definir dos momentos del
género a través de su principio estructurador. La novela deja de ser un
camino ya hecho para convertirse en camino en constante construcción
y para re­co­rrerlo ya no es posible seguir la dirección unívoca y fija de la
novela ce­rrada. Puesto que se trata de un orden abierto, el lector encon-
trará su norte participando en el tra­zado de su propia ruta, reescribiendo
su propia novela; en esta operación de­viene «camarada de camino». Así
simultaneizado, «podría llegar a ser copartí­cipe y copadeciente de la
experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la
misma forma» (p. 453). Esta novela, concluye Morelli, «no engaña al lector,
no lo monta a caballo sobre cualquier emoción o cualquier intención,
sino que le da algo así como una arcilla significativa, un comienzo de
modelado, con huellas de algo que quizá sea colectivo, humano y no
indivi­dual. Mejor, le da como una fachada, con puertas y ventanas detrás
de las cuales se está operando un misterio que el lector cómplice deberá
buscar (de ahí la complicidad) y quizá no encontrará (de ahí el copa-
decimiento). Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo
se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector
cómplice. En cuanto al lector-hembra, se quedará con la fachada y ya se
sabe que las hay muy bonitas, muy trompe l’oeil, y que delante de ellas se
pueden seguir representando satisfactoriamente las comedias y las trage-
dias del honnête homme» (p. 454). Morelli explica y defiende la novela que
Cortázar escribe. Había que hacerlo porque la función de mandala de la
novela y la idea de un orden abierto eran conceptos nuevos en la retórica
del género aunque ya hubiera ejemplos de esa novela nueva. En 1962,
un año antes de la publicación de Rayuela, apareció Opera aperta de
Umberto Eco traducida al español como Obra abierta en 1965. Hay aquí
un primer esfuerzo por comprender y describir ese tipo de obras aludidas
como obras en movimiento –la Sequenza de Berio, el Klavierstück de
Stock­hausen o los Mobiles de Pousseur– y de trazar una posible poética

Jaime Alazraki « 195 »


de ese orden abierto semejante al planteado en Rayuela. Apoyándose en
composiciones musicales, Eco las define como
obras que consisten no en un mensaje concluso y defi­nido, no en una
forma organizada unívoca­men­te, sino en una posibilidad de varias orga-
nizaciones confiadas a la iniciativa del intérprete, y se presentan por con-
siguiente no como obras terminadas que pueden ser revividas y comprendi­
das en una dirección estructural dada, sino como «obras abiertas», que son
llevadas a su término por el intérprete en el mismo momento en que las
goza estéticamente (...) La obra abierta tiende a promover en el intérprete
«actos de libertad consciente», a colocarlo como centro activo de una red
de relaciones ina­gotables, entre las cuales él instaura la propia forma, sin
estar determinado por una necesidad que le prescribe los modos definiti-
vos de la organización de la obra.106

Aunque los ejemplos aducidos por Eco como ilustración literaria de


este tipo de obra –Kafka, Joyce– difieran considerablemente de Rayuela
como discurso poético, coinciden en su carácter de obras en movimiento
que invitan a un tipo de lector a que las complete y realice en sus impli-
caciones últimas. Coin­ciden también en su carácter de obras que eluden
una estructura congelada y mantienen, en cambio, una organización
líquida que variará con el modo de re­construcción que adopte cada lec-
tor. Esta volubilidad de la obra abierta no quiere decir carencia de una
estructura sino la asunción de una estructura en movimiento capaz de
contener y permitir otras estructuras; su orden es un re­chazo de un orden
singular para proponer una pluralidad de órdenes.
Como en el universo einsteniano –explica Eco–, en la obra en movimien-
to negar que haya una única experiencia privilegiada no implica el caos
de las relaciones, sino la regla que permite la organización de las relacio-
nes. La obra en movimiento, en suma, es posibilidad de una multiplicidad
de intervenciones personales pero no es una invitación amorfa a la inter-
vención discriminada: es la invitación no necesaria ni unívoca a la inter-
vención orientada, a insertarnos libremente en un mundo que sin embar-
go es siempre deseado por el autor. El autor ofrece al gozador, en suma,
una obra por acabar: no sabe exactamente de qué modo la obra podrá ser

« 196 » Colección Prólogos


llevada a su término, pero sabe que la obra llevada a términos será no obs-
tante siempre su obra, no otra, y al finalizar el diálogo interpreta­tivo se ha-
brá concretado una forma que es su forma, aunque esté organizada por
otro de un modo que él no podía completamente prever: puesto que él,
en sus­tancia, había propuesto posibilidades ya racionalmente organiza-
das, orientadas y dotadas de exigencias orgánicas de desarrollo.107

Aunque Rayuela acepte una multiplicidad de lecturas y cada lectura


constituya una resolución diferente del libro, esas lecturas son dimen-
siones y relaciones incluidas en la obra y que al articularse estructuran el
orden abierto de la novela.
De las obras citadas por Eco como modelos de obras en movimiento,
la que más se aproxima a la estructura de Rayuela es, extrañamente, un
libro no es­crito, el Livre de Mallarmé.
Mallarmé no llevó a su término esta obra no obs­tante haber trabajado en
ella toda la vida, pero existen los esbozos de ese Libro (...) El Livre debía
ser un monumento móvil, y no sólo en el sentido en que era móvil y «abier-
ta» una composición como el Coup de dés, donde gramática, sintaxis y dis-
posición tipográfica del texto introducían una polifor­me pluralidad de ele-
mentos en relación no determinada. En el Livre las mis­mas páginas no
habrían debido seguir un orden fijo: habrían debido ser rela­cionables en
órdenes diversos según leyes de per­mutación. Tomando una serie de fas-
cículos independientes (no reu­nidos por una encuadernación que deter­
minase la sucesión) la primera y la última página de un fascículo habría
de­bido escribirse sobre una misma gran hoja plegada en dos, que marca-
se el prin­cipio y el fin del fascículo; en su interior jugarían hojas aisladas,
simples, mó­viles, intercambiables, pero de tal modo que, en cualquier or-
den que se colo­caran, el discurso poseyera un sentido completo (...) El Li-
vre deseaba devenir un mundo en constante fusión que se renueva conti-
nuamente a los ojos del lector mostrando siempre nuevos aspectos de ese
carácter poliédrico de lo absoluto (¿no había Cortázar llamado a la novela
«monstruo poliédrico» en su artículo de 1950?) que pretende, no diremos
expresar, sino sustituir y reali­zar. En tal estructura no se habría podido en-
contrar ningún sentido fijo, así como no se preveía ninguna forma defini-

Jaime Alazraki « 197 »


tiva: ni un solo pasaje del libro hu­biera tenido un sentido definitivo, uní-
voco, inaccesible a las influencias del contexto permutable, este pasaje
habría roto el conjunto del mecanismo.108

De manera semejante, Morelli explica su hipotético «libro» no como


una continua sucesión de imágenes que recuerdan la película de cine
sino como «fragmentos eleáticamente recortados» que recuerdan la foto-
grafía: «un ál­bum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándo-
se ante nosotros». Morelli se niega a la cohesión de esos fragmentos, a una
coherencia que deja­ría al lector del otro lado, separado por un escenario
y sentado pasiva y cómo­damente en su butaca de lector. La amalgama
de esas imágenes sueltas y flo­tantes debía proveerla justamente el lector:
«Los puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco
caracterizadas, debería presumirlos o inventarlos el lector, desde la ma-
nera de peinarse, si Morelli no la menciona­ba, hasta las razones de una
conducta o de una inconducta, si parecía insólita y excéntrica. El libro
debía ser como esos dibujos que proponen los psicó­logos de la Gestalt,
y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar ima­ginativamente
las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más
importantes, las únicas que realmente contaban» (p. 533). Mo­relli esperaba
que «de esa acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una
realidad total». Pero Morelli, como el Libro postulado por Mallarmé, se
niega a un sentido fijo y a una forma definitiva, a un producto final, a
una cristalización petrificada: «Morelli parecía buscar una cristalización
que, sin al­terar el desorden en que circulaban los cuerpos de su peque-
ño sistema plane­tario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus
razones de ser, fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la gratui-
dad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde
un ojo lúcido pudiese asomarse al cali­dos­copio y entender la gran rosa
policroma, entenderla como una figura, imago mundis que por fuera del
cali­dos­copio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto
de tías tomando té con galletitas Bagley» (p. 533).
Cuando en el capítulo 154 Morelli dice, aludiendo a la ordenación
de los cuadernillos y carpetas de su obra, «Mi libro se puede leer como

« 198 » Colección Prólogos


a uno le dé la gana. Lo más que hago es ponerlo como a mí me gustaría
releerlo, y si se equivocan a lo mejor queda perfecto» (p. 627), tal orden
puede pa­recer­nos una extravagancia pero solamente desde el punto de
vista de la obra cerrada. No hay que sorprenderse, entonces, que más de
un crítico haya visto en la condición de «muchos libros» de Rayuela una
excentricidad y hasta una tomadura de pelo. No solamente no lo es sino
que ese carácter plural consti­tuye su eje más poderoso. Solamente desde
la forma, desde esa disposición en movimiento de su estructura, Rayuela
ofrece algunas respuestas a los in­terrogantes planteados desde los sig-
nificados. Para reemplazar la visión es­tática de la novela tradicional, no
bastaba una crítica de los contenidos –aun­que esa crítica está en la novela
como reflexión y premisa–; era necesario ofrecer alternativas que desde
la hechura misma de la obra demostraran que el orden cerrado de la
novela equivalía a esos sistemas lógicos criticados por los personajes de
Rayuela y que si esos sistemas habían dado su medida y en su agotamien-
to habían provocado situaciones aberrantes y extravíos trági­cos, también
la novela buscaba nuevas formas de percepción y nuevos con­ductos de
exploración que posibilitaran ver donde el orden cerrado había fa­llado
y salir del em­pantanamiento donde la novela-filme se había detenido.
Eco ha mostrado que la poética de la obra abierta es la respuesta del arte
a los nuevos criterios de discontinuidad e indeterminación con que tra-
baja la ciencia contemporánea109. A esos nuevos parámetros responde la
estructura de Rayuela. La novela deja de ser un continuo narrativo para
proponer frag­mentos en constante movimiento y su curso, lejos de estar
determinado co­he­ren­temente, se abre en una multiplicidad de cursos
para que cada lector recomponga el suyo como una condición primera
de participación activa y mutación creadora. Los cuadernos de Morelli
son, así, las reflexiones del pro­pio Cortázar sobre las dificultades, riesgos
y peligros de esa novela que él escribe, critica y corrige, negándose a la
fijación de una teoría redonda110 por­que en ella está involucrada la quie-
tud y no el movimiento constante que bus­ca y propone su texto.

Jaime Alazraki « 199 »


Técnica narrativa al modo Zen

Si la estructura de la novela se aplica a la disposición de las partes, al


contac­to no causal de sus capítulos como fragmentos o piezas que pue-
den siem­­pre resultar en coagulaciones diferentes y en intersticios inespe-
rados que en última instancia forman el verdadero espacio de la novela,
¿a qué supuestos responde la narración, «leída en forma corriente», de sus
primeros 56 ca­pítulos? Es evidente que la mayor parte de los episodios
narrativos están contados según una mecánica que no es el orden causal
a que nos ha acostum­brado la obra cerrada. La primera impresión que nos
produce la narración del concierto de Berthe Trépat, de la muerte de Ro-
camadour, del encuentro con la clocharde, de la larga escena del tablón-
puente y de los capítulos dedica­dos al circo y a la clínica, es de situaciones
resueltas por el absurdo. Esta im­presión primera está reforzada por un
comentario de Horacio en el capítulo 23: «Sólo viviendo absurdamente
se podría romper alguna vez este absurdo infinito» (p. 123). Pensamos en
el Igitur de Ma­llar­mé y en su idea del absurdo como ruta de acceso al
Absoluto; pensamos en el culto al absurdo que profesaron los surrealistas
como fundamento de la creación artística y como un medio de liberar al
arte de las cadenas del pensamiento racional; pensa­mos, finalmente, en
situaciones institu­cio­na­lizadas por el teatro del absurdo. Sin embargo, las
situaciones narradas en las primeras dos partes de la novela responden
no tanto a la negación de todo sentido como a un sentido que se niega
a la coherencia y están más cerca de la percepción Zen que de la filoso­
fía absurdista. Su no-sentido aparente es la búsqueda de un sentido que
esca­pa al código realista. Si el eje temático más poderoso de la novela es la
bús­queda de alternativas gnoseológicas a nuestra percepción cartesiana,
se entien­de que a la hora de tejer su narración Cortázar evite escaleras si-
logísticas y escoja en cambio el camino alógico postulado por el budismo
Zen. Si Oliveira entra en el concierto de madame Trépat para no empapar-
se, es menos claro por qué se queda hasta el final y menos aún por qué
la invita a salir. Lo mis­mo puede decirse de la aparente indiferencia con
que Horacio y sus amigos callan la muerte de Roca­madour. Y, sobre todo,
del descabellado puente que Ho­ra­cio y Traveler construyen para pasarse

« 200 » Colección Prólogos


un poco de yerba y unos clavos: situaciones que lejos de resolverse cau-
salmente desafían toda traducción en términos lógicos o simbólicos para
abrir brechas en los límites intelectuales de nuestro entendimiento, para
obligarle a nuestra percepción lógica a ceder hasta desfondarse y poder
ver por ese agujero. No otro es el propósito del koan del budismo Zen:
una anécdota, un diálogo, un juicio o una pre­gunta que el maestro pre-
senta a sus discípulos con el fin de indicarles el camino hacia las verdades
del Zen. Este juicio o pregunta o acto viola todas las re­glas del sentido
común. Su intención es bloquear todas las arterias del pen­samiento ra-
cional, agotar todos los recursos intelectuales, alcanzar un pun­to-límite,
callejón sin salida de la coherencia, a partir del cual puede ini­ciarse el
estudio del Zen. El koan es un vehículo que asiste al discípulo pa­ra llegar
a ese estado de gracia que el budismo Zen llama satori. Para alcan­zar­lo,
el iniciado debe primero desmantelar las fundaciones lógicas de su en­
ten­dimiento, mutar sus hábitos mentales y aceptar como posible lo que
antes constituyó una imposibilidad lógica. El koan es una primera puerta
para cruzar las fronteras de la sensatez y para liberar al en­ten­dimiento de
sus gri­llos racionales. D.T. Suzuki define el koan como «una muralla de
hie­rro que nos obstruye el paso y que amenaza derrotar todo esfuerzo in-
telectual dirigido a cruzarla»111, pero una vez transpuesta el koan deviene
un puente para salir de la sensatez, para despojarse de esos grillos y entrar
en un territorio des­conocido, suerte de reverso de la realidad.
Las afinidades de Cortázar con el budismo Zen están consignadas en
el capítulo 95 de Rayuela donde se comenta una nota de Morelli en la que
se alude de manera directa a su método de conocimiento su­pra­ló­gico:
[Morelli] se interesaba por estudios o desestudios tales como el budismo
Zen, que en esos años era la urticaria de la beat generation (...) Seguían va-
rios ejemplos de diálogos entre maestros y discípulos, por completo inin-
teligibles para el oído racional y para toda lógica dualista y binaria, así co-
mo de respuestas de los maestros a las preguntas de sus discípulos,
consistentes por lo común en des­cargarles un bastón en la cabeza, echar-
les un jarro de agua, expulsarlos a em­pellones de la casa o, en el mejor de
los casos, repetirles la pregunta en la cara. Morelli parecía moverse a gus-
to en ese universo aparentemente demen­cial, y dar por supuesto que esas

Jaime Alazraki « 201 »


conductas magistrales constituían la verdade­ra lección, el único modo de
abrir el ojo espiritual del discípulo y revelarle la verdad. Esa violenta irra-
cionalidad le parecía natural, en el sentido de que abolía las estructuras
que constituyen la especialidad del Occidente, los ejes donde pivotea el
entendimiento histórico del hombre y que tienen en el pen­samiento dis-
cursivo (e incluso en el sentimiento estético y hasta poético) su instrumen-
to de elección (p. 489).

Que este pasaje es un comentario al modo de narrar adoptado por


el propio Cortázar, resulta claro de las palabras de Morelli que vienen
a continuación. Morelli, después de todo, representa la conciencia no­
ve­lística del autor, su alter ego que desde su condición de per­sonaje
comen­ta y reflexiona sobre el proceso mismo de la narración, aunque
entre la poética de Morelli y la narración de Cortázar no haya una con­
fron­tación directa texto/personaje a la manera cervantina: «El tono de las
notas parecía indicar que Morelli estaba lanzado a una aventura análoga
en la obra que penosamente había estado escribiendo y publicando en
esos años. Para al­gunos de sus lectores (y para él mismo) resultaba irri-
soria la intención de es­cribir una especie de novela prescindiendo de las
articulaciones lógicas del dis­curso. Se acababa por adivinar como una
transacción, un procedimiento» (pp. 489-490). La transacción consiste, en
Rayuela, en estirar la parábola al modo Zen hasta la situación novelesca
y en resolver la narración no conclu­yendo el camino sino levantando
una pared a mitad de su curso contra la cual se dará de cabeza el lector:
«A cambio del bastonazo en la cabeza, una novela absolutamente anti-
novelesca, con el escándalo y el choque consiguiente, y quizá con una
apertura para los más avisados» (p. 490).
La simpatía de Morelli-Cortázar hacia el modo Zen es comprensible
en una novela que busca tocar ese reverso de la realidad enmascarado
por nuestro pensamiento lógico. D.T. Suzuki ha observado que
... si el Zen es algo, es el antípoda de la lógica, es decir del modo dualísti-
co de razonar. No tiene nada que enseñarnos como método de análisis in-
telectual; tampoco posee un cuer­po de doctrinas que sus adeptos deben
aceptar. Puede parecer caótico y en cierto sentido lo es puesto que carece

« 202 » Colección Prólogos


de libros sagrados o principios dogmá­ticos o fórmulas simbólicas a través
de las cuales puede ganarse algún acceso a su significación. Si se me pre-
guntara, entonces, lo que el Zen enseña, contes­taría que el Zen no ense-
ña nada. Las enseñanzas que puede impartir resultan de nuestro propio
entendimiento. Es una forma de autoenseñanza y el Zen está allí solamen-
te para guiarnos a encontrar nuestro propio camino (...) El Zen evita el ca-
mino lógico y busca encontrar una forma más alta de afirmación en la que
no haya antítesis ni dualismos: los hechos últimos de la experiencia no de-
ben esclavizarse a ninguna ley del pensamiento artificial o esquemático,
ni tampoco a ninguna dicotomía de sí y no o a fórmulas epis­te­mo­ló­gicas
pre­cisas.112

El budismo Zen parte del supuesto que la realidad rebasa nuestros


esquemas y sistemas y por eso los koans, con sus absurdos y sinsentidos,
no son sino transgresiones a nuestros esquemas racionales, violaciones
a «nues­­tra prisión conceptual», un esfuerzo de unidad que desbarata y
confunde nuestros prolijos dualismos y simetrías lógicas. El primer paso
es liberarnos de nues­tros condicionamientos mentales:
Para tocar el fondo de la vida debemos primero abandonar nuestros ca­ros
si­logismos, debemos adquirir una manera nueva de observación que nos
per­mita escapar de la tiranía de la lógica y de nuestra fraseología unilate-
ral de todos los días (...) El Zen es tan vehemente en su ataque a la lógica
porque la lógica ha penetrado tan a fondo en la vida hasta obligarnos a
concluir que la vida es lógica y sin ella la vida ni tiene sentido. El Zen in-
tenta asaltar ese bastión de confusión y mostrar que vivi­mos psicológica y
biológicamente, no ló­gi­camente.113

Para alcanzar sus propósitos, el budismo Zen carece de una doctrina


o mé­todo; su existencia equivaldría a instaurar nociones que el Zen se
propone destruir. Procede por parábolas, anécdotas o acciones:
El emperador Wu de la dinastía Liang pidió a Fu Daishi (507-569 a.C.) que
discurriera sobre una sutra budista. Daishi acercó una silla y se sentó so-
lemnemente pero no pronunció palabra. El emperador le dijo: «Te he pe-
dido una exposición, ¿por qué no comienzas a hablar?». Shih, uno de los

Jaime Alazraki « 203 »


edecanes del emperador, re­puso: «Daishi ha concluido su exposición».
Posteriormente, uno de los maes­tros Zen comentó esa respuesta diciendo:
«Y qué sermón elo­cuen­te pronunció Daishi».114

Un segundo ejemplo cuenta que un monje le preguntó a Yeno, el


Sexto Pa­triarca:
—¿Quién ha heredado el espíritu del Quinto Patriarca?
Yeno contestó:
—Aquel que comprende el budismo.
Entonces lo has heredado tú.
—No –respondió Yeno– yo, no.
—¿Por qué no? –fue naturalmente la pregunta del monje.
—Porque yo no comprendo el budismo –repuso Yeno.

Las respuestas del maestro Zen no son nunca lógicas, o literales o


simbó­licas. Su explicación implica la imposibilidad de toda explicación
y su res­puesta es un rechazo de afirmación o la negación: ni sí ni no. A la
pregunta de «¿quién o qué es el Buda?», el maestro Zen evita definiciones
lógicas o símbolos; algunas de las respuestas más memorables dadas por
diferentes maestros:
«Tres libras de lino».
«El bosquecillo de bambú al pie de la sierra Chang-li».
«El mejor artista no puede pintarlo».
«Nada de dislates aquí».

En las respuestas no hay abstracciones, representaciones, circunlo­


quios o fi­guras retóricas. En su laconismo y precisión buscan cancelar los
agarraderos lógicos que sostienen nuestra prolija imagen de la realidad
para lanzarnos a un vacío desde el cual el mundo se reconstituye como
una experiencia no ver­bal o conceptual: El monje le preguntó a Daíju,
maestro del siglo viii a.C.:
«¿Son las palabras el entendimiento?».
Respuesta: «No, las palabras son condiciones externas; no son el enten-­
­di­miento».

« 204 » Colección Prólogos


Pregunta: «Fuera de las condiciones externas, ¿dónde se encuentra el en­
tendimiento?».
Respuesta: «El entendimiento no existe independiente de las palabras».
Pregunta: «Si el entendimiento no existe independiente de las palabras,
¿qué es el entendimiento?».
Respuesta: «El entendimiento no tiene forma y carece de imagen. La ver­
dad es que no es ni independiente ni dependiente de las palabras. Es
eterna­mente sereno y libre en su actividad. El Patriarca dice: ‘Cuando pue-
das com­pren­der que el entendimiento no es el entendimiento, podrás
comprender el entendimiento y sus funciones’».115

Las Sutras del Prajnaparamita insisten en que el Zen no tiene «residen-


cia» y esa libertad total y perfecta está explicada en el siguiente diálogo:
Un monje preguntó:
—¿Dónde reside el entendimiento?
—El entendimiento –respondió el maestro– reside donde no hay re­si­
dencia.
—¿Qué quiere decir «no hay residencia»?
—Cuando el entendimiento no reside en ningún objeto en particular, deci­
mos que reside donde no hay residencia.
—¿Qué quiere decir no reside en ningún objeto en particular?
—Quiere decir que no reside en el dualismo bien-mal, ser y no-ser, pensa­
miento y materia; quiere decir que no reside en el vacío o en el no-vacío,
ni en la tranquilidad ni en la no-tranquilidad, y éste es el verdadero lugar
de resi­dencia del entendimiento.116

Es improbable que los secretos del Zen se encuentren en abstrac-


ciones ver­bales o en sutilezas metafísicas; si sus verdades están en algún
lado, están en las cosas concretas de la vida diaria como ilustra la siguien-
te historia:
Un mon­je le preguntó a su maestro:
—Hace ya algún tiempo que te visito para ser instruido en el sendero sa-
grado del Buda, pero nunca me has dado ni siquiera un leve indicio de su
verdad. Te ruego que seas más indulgente.

Jaime Alazraki « 205 »


A lo cual el maestro respondió:
—¿Qué quieres decir, hijo mío? Cada mañana me saludas, ¿y no te devuel­
vo el saludo acaso? Cuando me traes una taza de té ¿no te la acepto y no
gozo be­biéndola? Además de esto, ¿qué otras instrucciones esperas de mí?
Se busca la verdad demasiado lejos de uno cuando en realidad está dema-
siado cerca.117

Para alcanzar la verdad del Zen, un estado de iluminación conocido


como satori, el koan ofrece un posible sendero. Koan significa literal-
mente «docu­mento público» y designa una anécdota de un antiguo maes-
tro, o una decla­ración o pregunta planteada por el maestro y destinada
a iluminar el enten­dimiento del discípulo. Uno de los primeros ejemplos
de este tipo de ejerci­cio es la respuesta-pregunta del Sexto Pa­triarca a
la pregunta del monje Myo ¿qué es el Zen? «Cuando el en­tendimiento
no reside en el dualismo del bien y del mal, ¿cuál fue tu rostro original
antes de haber nacido?». Es evidente que una respuesta o pregunta se-
mejante no puede com­prenderse en términos lógicos y que su función
es despertar en el iniciado una comprensión no inte­lectiva, provocar una
situación-límite en que el lenguaje, como un fusil que se convirtiera en
pájaro, atente contra su propia hechura, bloquee todos los conductos
de la razón hasta forzar al alumno a asomarse a un precipicio mental
donde no hay otra alternativa sino saltar. Algunos ejemplos de koans
memorables:
1. Un monje le preguntó a Hsing-hua: «No puedo distinguir el blanco del
negro. Te ruego me ilumines». Apenas concluyó la pregunta el maestro le
dio una bofetada.
2. Un monje le preguntó a Hsuan-sha: «Soy un recién llegado al monaste­
rio; te ruego me instruyas cómo iniciar mis estudios». «¿Oyes el murmullo
de la corriente?». «Sí, maestro». «Pues, ahí está la entrada».
3. A la pregunta ¿qué es el Zen?, un maestro dio esta respuesta: «Hervir
aceite sobre un fuego ardiendo».
4. Un monje pregunta: «¿Qué es el entendimiento, al fin y al cabo?». El
maestro responde: «El entendimiento». El monje: «No comprendo». El maes-
tro: «Yo tampoco».

« 206 » Colección Prólogos


5. Un monje pregunta: «¿Cómo puedo escapar de las cadenas del na­ci­
miento y de la muerte?». El maestro contesta: «¿Dónde estás?».
6. Un monje pregunta: «¿Cuál es la enseñanza fundamental del Buda?». El
maestro replica: «En este abanico hay suficiente brisa para refres­carme».
7. Un monje le preguntó a Kan que vivía en Haryo: «¿Hay alguna diferen­
cia entre las enseñanzas del Patriarca y las de las Sutras, o no?». El maes­tro
respondió: «Cuando llega la estación del frío, el ave vuela a los árbo­les
mientras que el pato silvestre baja al agua». Ho-yen de Gosozán co­mentó
la respuesta diciendo: «El gran maestro ha expresado solamente media
verdad. No lo permito. La mía es: cuando se recoge agua en el hueco de
las manos la luna se refleja en ellas; cuando se lleva flores, la fragancia pe-
netra en la ropa».
8. Un monje le preguntó a Chao-chou: «Todas las cosas son reducibles
al Uno, pero ¿a qué es reducible el Uno?». Chao contestó: «Cuando visité
el distrito de Ch’in me hice un traje que pesaba siete libras».118

¿Hay alguna relación entre estos ejemplos y los episodios narrados


en Ra­yuela? Una primera respuesta es la desconfianza de Cortázar hacia
los modos de percepción estatuidos por la tradición racionalista: «Insis-
to –dice en Últi­mo round– en desconfiar de la causalidad, esa fachada
de establishment on­tológico que se obstina en mantener cerradas las
puertas de las más vertigino­sas aventuras humanas»119. Su desconfianza
nace, entonces, no tanto de lo que esa tradición ha conquistado para el
hombre como de lo que le ha impe­dido conquistar. Cortázar busca «un
contacto con la realidad sin interposición de mitos, religiones, sistemas
y reticulados» ( p. 558); no otra es la bús­queda del Zen que se resiste a ser
definido como religión, filosofía o ética; es apenas una sabiduría que in-
tenta abrir esas mismas puertas –«De una ma­nera u otra todos buscan la
inocencia hollada, to­dos quieren abrir la puerta para ir a jugar (...) pero
el homo sapiens no busca la puerta para entrar en el reino milenario...»
(pp. 432- 433)– cerradas, con candados cartesianos. Se entiende que Cortá-
zar haya encontrado en el budismo Zen no la llave maes­tra de todas las
puertas cerradas sino un punto de apoyo, un agujero, un posible hilo de
Ariadna para salir del atolladero. Además de compartir sus fun­damentos

Jaime Alazraki « 207 »


alógicos, Rayuela presenta varios puntos de contacto con el Zen. En el
capítulo 62, Morelli habla de la posibilidad de un camino en lo subli­minal
del hombre, «como si un tercer ojo parpadeara penosamente debajo del
hueso frontal» (p. 417), y en el capítulo 147, aludiendo al mismo órga­no:
«nos hace falta un Novum Or­ga­num de verdad, hay que abrir de par en
par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar tam­
bién la ventana, y nosotros con ella» (p. 616). Es el mismo tercer ojo que el
maestro Zen busca abrir en su discípulo no por medio de razonamien­tos
abstractos sino confrontándolo con imágenes o situaciones sin resolu-
ción lógica, dándole treinta bastonazos en la cabeza: «Toku-sa (780-865
d.C.) ha­cía girar su bastón cada vez que entraba en la sala a dar su ser-
món, diciendo: ‘Si pronuncian una sola palabra les daré treinta golpes; si
no pronuncian pa­labra, lo mismo les daré treinta golpes en la cabeza’. El
tercer ojo será abier­to bajo una lluvia de bastonazos. Una absoluta afir-
mación debe surgir del ardiente cráter de la vida misma»120. Esta fidelidad
hacia lo que la vida tiene de visceral e irreductible es el bulbo de la sabi-
duría Zen: «El Zen apunta a la preservación de la vitalidad, de la libertad
nativa y, sobre todo, de la integri­dad del ser. La vida, según el Zen, debe
ser vivida como el pájaro hiende el aire en su vuelo, o como el pez nada
en el agua. En cuanto hay signos de elaboración, el hombre está perdido
y ya no es un ser libre»121. Por eso el maestro Zen hace retornar constan-
temente al discípulo a las cosas concretas y a las criaturas elementales:
al murmullo del arroyo, a una taza de té, al bosqueci­llo de bambú, a un
pájaro volando. Ecos de este retorno a lo elemental para alcanzar lo otro,
porque lo otro está en esto como «el alfa está en el omega», reverberan
en el capítulo 125 de Rayuela:
Un hombre debería ser capaz de aislarse de la especie dentro de la espe-
cie misma, y optar por el perro o el pez original como punto inicial de la
marcha hacia sí mismo. La noción de ser como un perro entre los hombres:
materia de desganada reflexión a lo largo de dos cañas y una caminata por
los suburbios (...) El tipo que ha llegado vagando hasta el puente de la
Avenida San Martín y fuma en una esquina, mirando a una mujer que se
ajusta una media, tiene una idea completamente in­sensata de lo que él lla-
ma realización, y no lo lamenta porque algo le dice que en la insensatez

« 208 » Colección Prólogos


está la semilla, que el ladrido del perro anda más cerca del omega que una
tesis sobre el gerundio en Tirso de Molina (p. 560).

También la larga reflexión de Horacio que cierra la aventura de las


palan­ganas y los rulemanes en el manicomio concluye con una observa-
ción que recuerda las palabras de algún maestro Zen. Viendo a Talita y
Traveler desde la ventana, Oliveira piensa: «A lo mejor, la única manera
posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas»,
comentario que propor­ciona una clave para leer el paseo insensato con
Madame Trépat porque in­mediatamente Horacio agrega: «Sabía que ape-
nas insinuara eso iba a entrever la imagen de un hombre llevando del
brazo a una vieja por unas calles lluvio­sas y heladas» (pp. 402-403). La Mo-
relliana incluida en el capítulo 71 de­sarrolla de manera más definitiva y
en términos más abstractos esta idea:
Puede ser que haya otro mundo dentro de éste, pero no lo encontraremos
recortando su silueta en el tumulto fabuloso de los días y las vidas, no lo
en­contraremos ni en la atrofia ni en la hipertrofia. Ese mundo no existe,
hay que crearlo como el fénix. Ese mundo existe en éste, pero como el
agua existe en el oxígeno y en el hidrógeno, o como en las páginas 78, 457,
3, 271, 688, 75, y 456 del diccionario de la Academia Española está lo ne-
cesario para escribir un cierto ende­ca­sílabo de Garcilaso. Digamos que el
mundo es una fi­gura, hay que leerla (pp. 434-435).

La respuesta que Cortázar sugiere es una reconciliación de lo falsa­


mente escindido, un puente que reúne el esto y el aquello, el sí y el
no, este mundo y el otro que lo trasciende; el sentido del mundo (la
posibilidad de la lectura de su figura) no es ajeno a ese sinsenti­do en
cuyo caos se desdibuja su figura: «Si de delicadas alquimias, ósmosis
y mezclas de simples palabras surge por fin Beatriz a orillas del río» (p.
435), ¿por qué no pensar en el espacio infinito contenido en éste pre-
cariamente finito? La respuesta que ofrece el budismo Zen parte de
supuestos semejan­tes:
A Bokuju, que vivió a fines del siglo ix, se le preguntó: «Tenemos que ves-
tirnos y comer todos los días, ¿cómo podemos escapar de eso?». El maes­

Jaime Alazraki « 209 »


tro respondió: «Nos vestimos, comemos». «No comprendo», dijo el que
pregun­tó. «Si no comprendes ponte tu ropa y come tu comida», fue la res-
puesta. To­dos somos criaturas finitas, no podemos vivir fuera del tiempo
y el espacio; puesto que estamos hechos de una arcilla imperfecta, no hay
manera de com­prender el infinito y, entonces, ¿cómo podemos liberarnos
de las limitaciones de la existencia? Esta es la idea a la que aludió el mon-
je y a la que el maes­tro contestó: la salvación debe buscarse en lo finito
mismo, no hay nada infinito fuera de las cosas finitas (...) Lo finito es lo infi­
nito y viceversa. No son dos entidades separadas, aunque estemos forza-
dos a concebirlas así intelectual­mente. Tal vez sea esta idea, interpretada
en términos lógicos, el sentido con­tenido en la respuesta de Bokuju al
monje. El error lo cometemos al escindir en dos lo que absoluta y realmen-
te es uno.122

Finalmente, hay que señalar que toda la obra de Cortázar comparte


con el budismo Zen la afición y el gusto por la paradoja: «A es a la vez A
y no A; yo soy yo y sin embargo tú eres yo; el cielo es el infierno y Dios,
el diablo»123. Esta conciliación de opuestos adquiere en el Zen un carácter
muy concreto y vivido. En el poema de Fudaishi se lee:
Voy con las manos vacías pero en mis manos está la espada
Voy a pie pero sobre el lomo de un buey monto
Cuando paso por un puente, Lo,
El agua no corre pero el puente sí corre.124

Hay que leer cualquiera de los cuentos de Cortázar para encontrar


de inme­diato una actitud semejante: situaciones que son un mentís a
nuestro dualis­mo intelectual y un asedio a nuestras coordenadas lógicas:
Nico, en «Cartas de mamá», muere pero está más vivo que los demás per-
sonajes; en «Continuidad de los parques» el lector del cuento es también
personaje de la novela que lee; en «La noche boca arriba» el soñador es
también su sueño y viceversa. En La vuelta al día en ochenta mundos,
Cortázar presenta una serie de situa­ciones «descabelladas» que recuerdan
el poema de Fudaishi:
Una hormiga que no cabe en un palacio

« 210 » Colección Prólogos


Un número 4 en el que no caben más que 3 o 5 unidades
A veces soy más grande que el caballo que monto
Y otros días me caigo en uno de mis zapatos.125

De esta estofa están hechos la mayor parte de los relatos breves de


Histo­rias de cronopios y de famas, relatos que no son sino agilísimas
zancadillas al caballero silogismo que, de pronto, pierde el equilibrio,
trastabilla y aterriza en su galera, patas arriba, con la camisa sucia y su
ele­gancia desarmada. Cor­tázar maneja sus cronopios y famas con un
humor aplomado que recuerda al autor de las tiras de Mafalda; éste, por
ejemplo, el más breve de todos: «Un cronopio pequeñito buscaba la llave
de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio,
el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio
pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta»126.
Pero si los cuentos y las historias de cronopios son instancias de esas
situaciones-límite que para Cortázar ilustran el principio patafísico de
Jarry según el cual «lo verdaderamente interesante no son las leyes sino
las excepciones», esas mismas situaciones se resuelven de manera muy
diferente en Rayuela: la excepción se cumple sin rupturas, sin recurrir
al hecho fantástico, sin pa­rábolas. Cortázar maneja la novela con plena
concien­cia de los límites y alcan­ces del género; sabe que una situación
acep­table en el cuento sería intolera­ble en la novela. Lo paradójico en
Rayuela ocurre sin concesiones fáciles y sin trucos a contrapelo (como
en Louis Lambert de Balzac o El golem de Meyrink), sin una violación de-
liberada del código realista por la parábola (como en Kafka), sino como
una transgresión resuelta en el humor o en la total naturalidad con que
la narración se niega al sentido común o al patetismo. «Creo que uno de
los momentos de Rayuela donde esto está más logrado –ha comentado
el propio Cortázar– es la escena de separación de Oliveira y la Maga. Hay
allí un largo diálogo en el que se habla continuamente de una serie de
cosas que poco tienen que ver aparentemente con la situación central
de ellos dos, y en donde incluso en un momento dado se echan a reír
como locos y se revuelven por el suelo. Pienso que allí conseguí lo que
me hubiera resultado imposible transmitir si hubiese buscado el lado

Jaime Alazraki « 211 »


exclusivamente patético de la situación. Habría sido una escena más de
ruptura, de las muchas que hay en la literatura»127.
Lo común, entonces, entre el modo Zen y el tratamiento narrativo
adopta­do en Rayuela es esa violación del orden reglado y cerrado, una
ruptura desde la cual es posible asomarse a ese vacío que si por mo-
mentos se presenta como absurdo actúa también como el principio de
sunyata (vaciedad): el ins­tante en que un tercer ojo se abre para ver allí
donde nuestros dos ojos no podían ver. Lo que Cortázar ha dicho respec-
to al episodio de la separación entre Horacio y la Maga es aplicable a los
demás episodios de la novela. Las respuestas sensatas o dramáticas han
sido ya dadas y repetidas hasta la fatiga. En vez de reen­va­sarlas, ¿no sería
más conducente permitir que el lector las en­cuentre?; en vez de llevar y
traer al lector por aguas ya recorridas y territo­rios ya car­to­grafiados, ¿no
es más eficaz confundirlo hasta que se pierda y encuentre el curso de su
propia respuesta? Tal es el propósito del método Zen y no otra es la téc-
nica narrativa empleada en Rayuela. Nadie mejor que el propio Cortázar
ha definido el sentido implícito de esas situaciones extre­mas narradas en
la novela: «Constituyen un medio de extrañar al lector, de co­locarlo poco
a poco fuera de sí mismo, de extrapolarlo. En esas situaciones las catego-
rías habituales del entendimiento estallan o están a punto de estallar. Los
principios lógicos entran en crisis, el principio de identidad vacila. En mi
caso, estos recursos extremos me parecen la manera más factible de que
el autor primero, y luego el lector, dé un salto que lo extrañe, lo saque
de sí mismo. Es decir que si los personajes están como un arco tendido
al máximo, en una situación enteramente crispada y tensa, entonces allí
puede haber una iluminación»128.
Esta técnica recuerda hasta en su formulación el Verfremdungseffekt o
«efecto de alienación» del teatro de Brecht, en el sentido de que también las
técnicas adoptadas por Brecht se proponían extrañar al espectador hasta
despertar en él «una duda productiva» y obligarlo a «un juicio independien-
te». El propio Brecht ilustró las diferencias de actitud entre el espectador
del tea­tro tradicional y el espectador del teatro nuevo o «épico»:
El espectador del teatro dramático dice: Sí, muy a menudo también yo me
he sentido de esa manera. Así es como soy. Eso es muy natural. Siempre

« 212 » Colección Prólogos


es así. El sufrimiento de esta persona me perturba porque no tiene salida
alguna. Esto es gran arte: todo es aquí como debe ser. Lloro con los que
lloran y río con los que ríen.
El espectador del teatro épico dice: Yo jamás hubiera pensado eso. Esa no
es la manera como debe ser. Eso es demasiado sorprendente, casi increí-
ble. Hay que detenerlo. El sufrimiento de esta persona me perturba por-
que hay una salida para ella. Esto es gran arte: nada es aquí como debería
ser. Me río de los que lloran, y lloro por los que ríen.129

Se ha observado que «Brecht sintió que lo familiar y acostumbrado


con­se­guía acabar con todo lo que estaba vivo en nuestra experiencia,
tanto en la vida como en el teatro, y que a través del ‘efecto de alie­­na­ción’
se podía res­catar para el escenario lo olvidado o escle­ro­ti­za­do»130. Había
que ver lo fa­miliar con nuevos ojos, como si contuviera algo nunca antes
notado: «Newton pudo descubrir las leyes de la gravedad porque fue
capaz de percibir la caída de una manzana como un fenómeno extraño y
maravilloso». Como Jarry, Brecht veía la verdadera realidad en la excep-
ción; al final de La excepción y la regla pedía de su público:
Has visto lo familiar, que siempre ocurre.
Pero te rogamos:
Lo que no es extraño, ¡encuéntralo inquietante!
Lo que es ordinario, ¡encuéntralo inexplicable!
Lo que es común, ¡deja que te asombre!
Lo que parece la regla, ¡reconócelo como un abuso!
Y donde has reconocido abuso
¡Corrígelo!131

Oliveira plantea un extrañamiento semejante ante la regla: «El absur-


do es que no parezca un absurdo. El absurdo es que salgas por la mañana
a la puer­­ta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan
tranquilo por­que ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es
ese estanca­miento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones.
Yo no sé, che, habría que intentar otro camino» (p. 197). Ese otro camino,
el camino del extrañamiento y de la excepción, es el que Cortázar intenta

Jaime Alazraki « 213 »


como técnica narrativa. Lo llamamos técnica al modo Zen porque para
Cortázar, como para Brecht que concibió dos de sus dramas didácticos
(Der Jasager y Der Neinsa­ger –El que dice sí y El que dice no) estimulado
por el teatro Noh, el orien­te representa una alternativa: «La iluminación
del monje Zen o del maestro Vedanta es el relámpago que lo desgaja de
sí mismo y lo sitúa en un plano a partir del cual todo es liberación. El
fi­lósofo racionalista diría que es un alucinado o un enfermo; pero ellos
han alcanzado una reconciliación total que prueba que por un camino
que no es el ra­cional han tocado fondo»132.
Sin embargo, a pesar de su entusiasmo por el budismo Zen y el
Oriente, Cortázar sabe que un modo de percepción semejante no se
adopta una arbitraria­mente ni se asimila de buenas a primeras: es un
órgano creado por funciones muy precisas durante largos siglos, es una
naturaleza segunda tallada en la primera con la misma inexorable y mo-
rosa intermi­tencia con que la gota ho­rada la piedra. Una tradición cultural
no se cambia como una muda de ropa. El hombre occidental, mal que le
pese, es el producto de esa tradición incu­bada por el pensamiento griego
y el monoteísmo judío. Todos sus logros (y fracasos) derivan de esa tra-
dición y a ella se deben; hasta el interés del Occi­dente por culturas muy
diferentes a la suya es parte de la visión de mundo que lo constituye. El
Occidente es lo que es por su insobornable fe en el po­derío de la razón,
lo cual no quiere decir que su historia es una línea recta; muy por el con-
trario, su desarrollo es una línea quebrada por constantes revi­siones y
reajustes necesarios (y hasta indispensables) para preservar su vita­lidad
y renovar sus valores. Cuestionar esa tradición es tal vez la única forma
de aceptarla; lo opuesto ha conducido siempre a la fo­si­lización de sus
valores que no es sino una forma de muerte. La fascinación que el Zen ha
ejercido en el Occidente133 revela una clara afinidad entre las búsquedas
del pensa­miento occidental y las respuestas ofrecidas por el budismo
Zen. La fenome­nología husserliana resuena como el eco de las palabras
de un maestro Zen: «Debemos remitirnos a la evidencia indiscutible de
la experiencia actual, acep­tar el fluido de la vida y vivirlo antes de sepa-
rarlo y fijarlo en las construccio­nes de la inteligencia, aceptándolo en la
que es, como se ha dicho, ‘una complicidad primordial con el objeto’.

« 214 » Colección Prólogos


La filosofía como modo de sentir y como ‘cura’. Curarse, en el fondo,
abandonando, limpiando el pensamiento de las preconstrucciones, en-
contrando la intensidad original del mundo de la vida (Lebenswelt)»134.
Mer­leau-­Ponty concluye en su Phé­no­me­nologie de la per­ception que «el
único Logos que preexiste es el mundo mismo». Esta analo­gía entre el
Zen y el pensamiento de Occidente es solamente un cruce de cami­nos,
un momento en que dos tradiciones muy diferentes se reconocen y se
dan la mano para proseguir después por rumbos diferentes. Umberto
Eco ha ob­servado que «el hombre occidental nunca aceptará perderse
en la contempla­ción de la multiplicidad, tratará siempre de dominarla y
recomponerla. Si el Zen ha confirmado, como su antiquísima voz, que
el eterno orden del mundo consiste en su fecundo desorden y que todo
intento de organizar la vida me­diante leyes unidireccionales es un modo
de perder el verdadero sentido de las cosas, el hombre occidental acep-
tará críticamente reconocer la re­la­ti­vi­dad de las leyes, pero las introducirá
de nuevo en la dialéctica del conocimiento y de la acción bajo forma de
hipótesis de trabajo»135.
No otra es la estrategia adoptada en Rayuela. Cortázar se sitúa en un
inters­ticio: «En definitiva –ha dicho– me siento profundamente solo, y
creo que está bien. No cuento con el peso de la mera tradición occidental
como un pa­saporte válido, y estoy culturalmente muy lejos de la tradi-
ción oriental, a la que tampoco le tengo ninguna confianza fácilmente
com­pen­satoria»136. Por eso, a pesar de la severa crítica a que se somete el
pensamiento occidental en Rayuela, ese pensamiento está presente en
el acto mismo de la crítica como búsqueda de una posible «hipótesis de
trabajo» para su novela. Cortázar sabe que renunciar a esa tradición es un
di­le­tan­tismo de vuelo bajo y, en el peor de los casos, una forma de suici-
dio cultural: «No puedo –dice– ni quiero renunciar a esa inte­lec­tualidad
en la medida en que pueda entroncarla con la vida, hacerla latir a cada
palabra y a cada idea. La utilizo a la manera de un guerrillero, tirando
siempre desde los ángulos más insólitos posibles (...) No puedo ni debo
renunciar a lo que sé por una especie de prejuicio en favor de lo que
meramente vivo. El problema está en multiplicar las artes com­binato­rias,
en conseguir nuevas aperturas»137. De este enfrentamiento y choque en­tre

Jaime Alazraki « 215 »


lo irreductible de la vida y los reduccionismos a que nos obliga la cultura
emerge mucha de la tensión de la novela. Si en los episo­dios narrativos,
Cor­tázar recurre a un código no realista que recuerda en su resolución
alógica el modo Zen, los llamados «capítulos prescindibles» representan
una reflexión intelectual a esas situaciones pro­­fun­damente vitales. Este
contrapunto que en­tron­ca vida e intelecto determina la estructura de
la novela como un contra­punto también en el que los 56 capítulos de
las dos primeras partes alternan con los capítulos restantes de la última
parte de la novela. El «tablero de di­rección» sugiere una entre muchas de
las posibles combinatorias en la que se intenta desafiar el viejo dilema
de Occidente, un contrapunto como puente al viejo dualismo: La teoría
es gris, amigo, pero el árbol de la vida es siempre verde o Hay más cosas
en el cielo y en la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía. Lo que
Cortázar dice, desde la estructura de la novela, es que 5.000 años de cul-
tura no pueden reemplazar lo irreductible de la vida pero, en el mismo
movimiento, que la vida en su energía ciega y en su inconmen­surable
intensidad no puede hacernos olvidar los 5.000 años de cultura. El sen-
tido último de los episodios narrativos emerge solamente cuando los
me­dimos contra esa cuadrícula intelectual que forma la tercera parte y
de la cual buscan zafarse los personajes: movimiento de péndulo en que
llegar a un extremo significa generar la energía necesaria para alcanzar
el otro, yin que se realiza plenamente desde el yang.
La cultura es un esfuerzo de ordenación de la realidad pero ese orden
no es la realidad. La vida, en su inagotable vaivén, rebasa todas las estruc-
turas y esquemas fabricados por el hombre para domesticarla: el perro
ha aprendi­do los hábitos a que lo obliga su amo porque ins­tintivamente
comprende que esos hábitos son la condición para su convivencia con el
hombre, pero el ani­mal, desde su ladrido, nos recuerda que en él habita
una criatura que no se debe al hombre ni a sus hábitos. Las metáforas del
conocimiento son nuestros hábitos y con ayuda de ellos he​mos apren-
dido a vivir en el mundo, hemos conseguido superar el caos y hemos
sobrevivido a la contingencia, pero como el ladrido del perro algo nos
recuerda desde muy abajo que la vida no se agota en esos hábitos, que si
la razón es nuestro modo de vivir en el mundo, el mundo es demasiado

« 216 » Colección Prólogos


intrincado y vasto para acceder a una definición final. El Zen es un anti-
cipo de esa sospecha que el Occidente empieza a manifestar desde las
Confesiones de San Agustín y que solamente con Kier­ke­gaard ad­quiere
estatus de franca rebelión. Desde entonces, razón y sin-razón, lógica y
absurdo, intelecto y vida funcionan como dos rieles que constantemente
conver­gen y divergen transmitiendo al vehículo que viaja sobre ellas (la
historia, el hombre) los efectos de sus conjunciones y disyunciones: mo-
mentos de verti­ginosa velocidad, violentas sacudidas y frecuentes des-
carrilamientos. Un pa­ralelismo apacible y permanente es imposible. Las
ruedas de la vida, para conti­nuar su viaje, están obligadas a acomodarse
al flujo y reflujo de ese contrapunto inevitable. El anti-intelectualismo del
Zen ha vigorizado y renovado el intelectualismo de Occidente. Para creer
en Dios hay que luchar con Él, decía Una­muno; las aberraciones provo-
cadas por un intelectualismo excesivo se curan con dosis, no excesivas,
de anti-intelectualismo. Solamente a través de ese diá­logo conflictivo y
permanente es posible preservar la vida. Rayuela dramatiza ese conflic-
to: «Allí –explica Cortázar– hice la tentativa más a fondo de que era capaz
en ese momento para plantearme en términos de novela lo que otros, los
filósofos, se plantean en términos metafísicos»138. Porque Rayuela es el
planteamiento de una tesis y una antítesis –la confrontación de opuestos
que se rechazan pero a su vez se necesitan– todos sus elementos res-
ponden a un sistema binario que proyecta desde la forma las disyuntivas
del contenido: na­rración al modo Zen trenzada con el intelec­tua­lismo
exacerbado de los capítu­los prescindibles y de las largas co­nver­sa­ciones
de los miembros del Club de la Serpiente; his­toria-comentario de Hora-
cio Oliveira que no puede vivir in­ten­samente sin pensar intensamente;
novela que contiene una posible teoría de la novela; texto y con-texto;
escribir como el arte de deses­cribir; lenguaje y anti-lenguaje; cultura y
anti-cultura; ficción y metafísica.
Pero donde más intensamente se da este contrapunto es al nivel
de los personajes: la Maga y Horacio representan dos modos de perci­
bir el mundo que resumen el binarismo esencial de la novela. En el
anti-intelectualismo de la Maga (buscando comprender su reverso) y el
hiperintelectualismo de Horacio (buscando penetrar en el mundo de la

Jaime Alazraki « 217 »


Maga), Cortázar replantea las funciones cumplidas parcialmente desde
la estructura misma de la novela. Lo que la técnica narrativa al modo Zen
cumple en los episodios narrativos de la novela, lo cumple la Maga como
personaje: «Oliveira se daba cuenta de que la Maga se asomaba a cada
rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialéc-
ticamente» (p. 41); «Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina
está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, de-
jándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y
deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde
el puente, ella los nada. Y no lo sabe...» (p. 116). Pero Horacio necesita
saber. «Si el Zen ha confirmado que el eterno orden del mundo consiste
en su fecundo desorden», también la Maga: «no necesita saber como yo
(Horacio), puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de
orden la retenga. Ese desorden que es su orden misterioso, esa bohemia
del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas» (p.
116) . Pero Horacio no puede ser como la Maga ni puede ver lo que ella
ve. Hay, sí, una toma de conciencia que se resuelve, como respecto a ese
tercer ojo que se busca abrir, en una nostalgia y en un deseo: «Ah, dejame
entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos» (p.116). La Maga vive en ese
territorio privilegiado en el que habita el maestro Zen: «Cierra los ojos y
da en el blanco, pensaba Oliveira: Exactamente el sistema Zen de tirar al
blanco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe que ése es el
sistema. Yo en cambio...» (p. 40). Horacio, en cambio, necesita saber, es la
contrapartida de la Maga, está forzado a abrir los dos ojos que le cierran
el tercero. Y así como los «capítulos prescindibles» son imprescindibles
para entender el sentido último de la narración, solamente desde la per­
cepción de Horacio de la Maga entendemos lo que la Maga entiende sin
entender. Estructura y personajes participan de esa lucha denodada por
re­con­ciliar lo irreconciliable, por alcanzar una síntesis de opuestos que
se niegan a la síntesis porque no hay síntesis y la única reconciliación
posible es esa desgarradura en que goce y sufrimiento, saber y no-saber,
ser y no-ser, son las dos caras de la historia del hombre.

« 218 » Colección Prólogos


Notas Keats» y publicado en la Revista de Estudios
Clásicos de la Universidad Nacional de Cuyo
1. Robert Musil, The Man Without Qualities,
(Mendoza), t. II (1946), pp. 45-91.
New York, Capricorn Books, 1965, p. 300.
18. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia»,
2. Friedrich Nietzsche, The Birth of Tragedy,
Realidad; Revista de Ideas, Buenos Aires, Nos
p. 165.
17-18 (sept.-dic.) 1949, p. 253.
3. Octavio Paz, Libertad bajo palabra, México,
19. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones,
Fondo de Cultura, 1968, p. 9.
Buenos Aires, Emecé, 1960, p. 218.
4. Margarita García Flores, «Siete respuestas de
20. C.D.B. Bryan, «Cortázar’s Masterpiece», New
Julio Cortázar», Revista de la Universidad de
Republic, Nº 154 (23 de abril de 1966),
México, v. 11 Nº 71 (marzo de 1967), pp. 10‑11.
pp. 19-13.
5. Robert Musil, op. cit., p. 300.
21. Luis Harss, «Julio Cortázar, o la cachetada
6. Ibid. metafísica», Los nuestros, Buenos Aires, Sud-
americana, 1968, p. 261.
7. Ibid., p. 301.
22. Ibid., p. 262.
8. Gabriel García Márquez y Mario Vargas
Llosa, La novela en América Latina; diálogo, Li- 23. Daniel Devoto, «D. Martínez: Poesía argen-
ma, Universidad Nacional de Ingeniería, 1967, tina, 1940-1949», Sur (Buenos Aires), Nº 185,
pp. 35‑36. 1950, pp. 67-69.

9. Carlos Fuentes, La nueva novela hispano- 24. Rainer María Rilke, Cartas a un joven
americana, México, Joaquín Mortiz, 1969, poeta, Buenos Aires, Sociedad Editora Ameri-
pp. 67-68. cana, 1941.

10. Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires, 25. Canto (Buenos Aires), Nº 1 (junio de 1940).
Sudamericana, 1963, pp. 434-435. Citas sub­si­ Citado por Graciela de Sola en J.C. y el hombre
guien­tes indicadas con el número de página de nuevo, Buenos Aires, Sudamericana, 1968, pp.
esta edición. 12-13.

11. Robert Musil, op. cit., p. 40. 26. Julio Denis, «Rimbaud», Huella (Buenos Ai-
res), Nº 2 (1941). Citado por Graciela de Sola,
12. André Gide, The Immoralist, New York,
op. cit., p. 14.
Vintage Books, 1958, pp. 43, 80.
27. Graciela de Sola, op. cit., p. 20.
13. Margarita García Flores, op. cit., pp. 10-11.
28. Julio Denis, Presencia, Buenos Aires, El Bi-
14. C.G. Jung, The Undiscovered Self, Boston,
bliófilo, 1938, p. 94.
Little, Brown & Co., 1957, p. 82.
29. Julio Cortázar, Pameos y meopas, Barcelo-
15. Lionel Trilling, «Authenticity and the Mo-
na, OCNOS, 1971 (contratapa).
dern Unconscious», Commentary, v. 52 Nº 3
(septiembre) 1971, p. 39. 30. Graciela de Sola, op. cit., pp. 26-41.

16. Julio Cortázar, Rayuela, p. 432. 31. Julio Cortázar, Pameos y meopas, pp. 10-11.

17. No publicado fuera del largo ensayo dedi- 32. Julio Cortázar, La vuelta al día en ochenta
cado a «La urna griega en la poesía de John mundos, México, Siglo XXI, 1967, p. 89.

Nombre del Autor « 219 »


33. Véase «Noticias del mes de mayo», Último 48. C.G. Bjurström, op. cit., p. 16.
round, México, Siglo XXI, 1969, pp. 47-62.
49. Julio Cortázar, «The Present State of Fiction
34. Ibid., p. 138. in Latin America» incluido en J. Alazraki & Ivar
Ivask (eds.), The Final Island: The Fiction of Ju-
35. Ibid., pp. 65-66.
lio Cortázar, University of Oklahoma Press,
36. Ibid., p. 66. 1978, pp. 28-30.

37. Julio Cortázar, «Situación de la novela», 50. Para una definición de lo fantástico, véase
Cuadernos Americanos (México), v. 9 Nº 4 Roger Caillois, Imágenes, imágenes... (Bue­nos
(jul.-ago. de 1950), p. 228. Aires: Sudamericana, 1970); Louis Vax, L’art et
la littérature fantastique (Paris, 1960) y Peter
38. Julio Cortázar, Último round («Planta baja»),
Penzoldt, The Supernatural in Literature (New
p. 196.
York, 1965).
39. Boris Eichembaum, «La teoría del método
51. Véase nuestro artículo «Cortázar: entre el
formal», Tzvetan Todorov (ed.), Teoría de la li-
surrealismo y la literatura fantástica», El Uroga-
teratura de los formalistas rusos, Buenos
llo (Madrid), v. 6 Nos 35-36 (nov.-dic. de 1975),
Aires, Ediciones Signos, 1970, p. 31.
pp. 103-107, o en su versión ingle­sa «The Fan-
40. Sobre este aspecto de «La casa de Asterión» tastic as Surrealist Metaphors in Cortázar’s
véase nuestro ensayo «Tlön y Asterión: metáfo- Short Fiction», Dada/Surrealism (New York),
ras epistemológicas» incluido en La prosa na- Nº 5 (1975), pp. 28-33.
rrativa de J.L. Borges, Madrid, Gredos, 1974,
52. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del cuen-
pp. 275-301.
to», pp. 3‑4.
41. Julio Cortázar, Los reyes, Buenos Aires,
53. Véase Claude Lévi-Strauss, Arte, lenguaje,
Gulab y Aldabahor, 1949, p. 49.
etnología, México, Siglo xxi, 1968, p. 132.
42. C.G. Bjurström, «Entretien», La Quinzaine
54. Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones,
Littéraire (du 1er au 31 août 1970), p. 16.
p. 156.
43. Véase Haydée Flesca, Antología de la litera-
55. Ernest Cassirer, Language and Myth, New
tura fantástica argentina, Buenos Aires,
York, Dover, 1953, pp. 7-8.
Ka­pelusz, v. 1, 1970.
56. Jorge Luis Borges, op. cit., p. 156.
44. Rita Guibert, Siete voces, México, Novarro,
1974, p. 127. 57. Arthur Schopenhauer, «Fantasía metafísica»,
Los Anales de Buenos Aires, año I, Nº 11 (dic.
45. Luis Harss, op. cit., p. 264.
de 1946).
46. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 94.
58. Luis Harss, op. cit., p. 288.
Sobre este aspecto de la ficción breve de Cortá-
zar, véase nuestro ensayo «Dos soluciones esti- 59. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia»,
lísticas al tema del compadre en Borges y Cor- p. 253.
tázar» incluido en La prosa narrativa de J.L.
60. Julio Cortázar, «Muerte de Antonin Artaud»,
Borges, pp. 302-322.
Sur (Buenos Aires), Nº 163 (mayo de 1948), p.
47. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del 80.
cuento», Casa de las Américas (La Habana), Nos
61. Ibid.
15-16 (1961), p. 3.

« 220 » Colección Prólogos


62. Luis Harss, op. cit., pp. 285-286. 79. Ibid., Nº 15 (enero de 1948), p. 13.

63. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 100. 80. Ibid., Nº 13 (noviembre de 1947), p. 10.

64. Luis Harss, op. cit., p. 268. 81. Ibid., Nº 18 (abril de 1948), p. 12.

65. Ibid., p. 299. 82. Ibid.

66. Julio Cortázar, «Algunos aspectos del 83. Ibid.


cuento», p. 7.
84. Ibid., Nº 14 (diciembre de 1947), p. 10.
67. Idem, «The Present State of Fiction...», p. 30.
85. Ibid.
68. Heinz Politzer, Franz Kafka; Parable
86. Ibid., p. 7.
and Paradox, Cornell University Press, 1966,
pp. 17, 21. 87. Ibid., Nº 16 (febrero de 1948), p. 13.

69. Ibid., p. 22. 88. Ibid.

70. Ibid., p. 15. 89. Ibid.

71. Véase Juan José Sebreli, Buenos Aires, vida 90. Ibid., p. 12.


cotidiana y alienación, Buenos Aires, Si­glo
91. Ibid.
Veinte, 1965, p. 104 y David Viñas, Literatura
argentina y realidad política; de Sar­miento 92. Julio Cortázar, «Irracionalismo y eficacia»,
a Cortázar, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1970, p. 259.
p. 119. En mayor o menor medida esta tesis ha
93. Cabalgata, Nº 15 (enero de 1948), p. 11.
encontrado eco en una buena parte de los
comentaristas del cuento. 94. «Notas sobre la novela contemporánea» apa-
reció en Realidad; Revista de ideas (Buenos Ai-
72. Jean-L. Andreu, «Pour une lecture de ‘Casa
res), año II, v. 3 Nº 8 (marzo, abril de 1948), pp.
tomada’ de Julio Cortázar», Caravelle; Cahiers
240-246 y «Situación de la novela» en Cuadernos
du monde hispanique et luso-brésilien, Nº 10
Americanos (México), v. 90 Nº 4 (jul.-ago. de
(1968), pp. 62-63.
1950), pp. 223-243. Citas subsiguientes indica-
73. Ibid., p. 63. das con el número de página de estas revistas.

74. Ibid. 95. Julio Cortázar, Los premios, Buenos Aires,


Sudamericana, 1960, p. 385. Citas sub­si­guien­
75. Julio Cortázar, Cuentos (selección y prólogo
tes indicadas con el número de página de esta
de Antón Arrufat), La Habana, Casa de las
edición.
Américas, 1964, p. XVI.
96. Julio Cortázar, «Para una poética», La Torre
76. Ernest Cassirer, The Problem of Know­ledge;
(Puerto Rico), año II, Nº 7 (jul.-sep. de 1954), p.
Philosophy, Science, and History since
127.
Hegel, Yale University Press, 1950, pp. 71-73.
97. Ibid., pp. 123-124, 133.
77. Luis Harss, op. cit., p. 263.
98. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico Phi-
78. Cabalgata; revista mensual de letras y
losophicus, London, 1922 (4.01, 4.001, 4.023).
artes (Buenos Aires), año III, Nº 18 (abril de
1948), p. 12. 99. Octavio Paz, El arco y la lira, México,
Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 34.

Nombre del Autor « 221 »


100. Julio Cortázar, «Situación de la novela», 116. Ibid., pp. 86-87.
pp. 223-224. Citas subsiguientes indicadas
117. Ibid., p. 83.
con el número de página de esta edición.
118. Ibid., pp. 18, 49, 58, 152.
101. C.G. Bjurström, op. cit., p. 18.
119. Julio Cortázar, Último round («Planta
102. Julio Cortázar, La vuelta al día..., p. 25.
baja»), p. 70.
103. Mircea Eliade, Yoga, inmortalidad y
120. D.T. Suzuki, op. cit., pp. 68-69.
libertad, Buenos Aires, Leviatán, 1957, p. 238.
121. Ibid., p. 64.
104. Luis Harss, op. cit., p. 266.
122. D.T. Suzuki, Zen Buddhism. Selected Wri-
105. Margarita García Flores, op. cit., p. 12.
tings, New York, Doubleday, 1956, pp. 14-15.
106. Umberto Eco, Obra abierta, Barcelona,
123. Ibid., p. 115.
Seix Barral, 1965, pp. 30-31.
124. Ibid.
107. Ibid., pp. 50-51.
125. Julio Cortázar, «Del sentimiento de no estar
108. Ibid., pp. 41-42. En su poesía permutante
del todo», La vuelta al día en ochenta mundos,
incluida en Último round, Cortázar se apro­
Madrid, Siglo XXI Editores, t. 1, 1970.
xima al ideal del Livre de Mallarmé. En la «Noti-
cia» que la introduce dice: «El orden en que está 126. Julio Cortázar, Historias de cronopios y de
impreso cada poema no sigue necesariamente famas, Buenos Aires, Minotauro, 1962, p. 132.
el de su escritura original, que no tiene impor-
127. Luis Harss, op. cit., p. 284.
tancia puesto que no es más que una de las
múltiples combinaciones de estas estructuras; 128. Ibid., pp. 294-295.
cualquiera que se ejercite en la técnica aleato-
129. Julian H. Wulbern, Brecht and Ionesco;
ria verá que la única manera con­siste en traba-
Commitment in Context, University of Illinois
jar con hojas sueltas y después, frente a una se-
Press, 1971, p. 75.
rie de unidades básicas, ana­lizar estrictamente
todas las permutaciones posibles para verificar 130. Ibid., p. 80.
los puentes lógicos, sin­tácticos, rítmicos y
131. Martin Esslin, Bertolt Brecht, Columbia
eufónicos que aseguren la viabilidad de las
University Press, 1969, p. 13.
múltiples secuencias posibles» («Planta baja»),
p. 67. 132. Luis Harss, op. cit., p. 268.

109. Umberto Eco, op. cit., p. 49. 133. Véase «El Zen y el Occidente» en Umberto
Eco, op. cit., pp. 187-208.
110. Véase el capítulo 141 de Rayuela.
134. Ibid., p. 205.
111. D.T. Suzuki, An Introduction to Zen Bud­
dhism, New York, Grove, 1977, p. 109. 135. Ibid., p. 207.

112. Ibid., pp. 38-39, 55. 136. Luis Harss, op. cit., p. 300.

113. Ibid., p. 64. 137. Ibid., p. 299.

114. Ibid., pp. 75-76. 138. Margarita García Flores, op. cit., pp. 10-11.

115. Ibid., pp. 79-80.

« 222 » Colección Prólogos


Hugo verani
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti
Introito a Novelas y relatos
de Juan Carlos Onetti.
Caracas: Biblioteca Ayacucho
(Colección Clásica, Nº 142),
1989 (452 p.), pp. IX-XLI.
Para llegar a Santa María
Hugo Verani

E l 23 de abril de 1981 los reyes de España hicieron entrega a Juan


Carlos Onetti del Premio Miguel de Cervantes 1980, la más alta distinción
de las letras hispánicas, que reconoce la labor de toda una vida dedicada
a la literatura. En su discurso de aceptación, el escritor uruguayo recordó
la iró­nica injusticia que rondó su vida literaria, con anterioridad a su resi-
dencia en España:
es conveniente que se sepa que el Jurado del premio «Cervantes» ha teni-
do, en esta ocasión, la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran dis­tinción
a alguien, que, desde su juventud, estaba acostumbrado a ser un perdedor
sistemático; a un permanente segundón, que, hasta en­tonces, sólo había
pagado a placé –o a colocado, como se dice en España– y que no tenía nin-
guna victoria en su palmarés.1

La historia de los fracasos de Onetti es bien conocida por quienes


han seguido de cerca su carrera literaria: sus novelas y cuentos reciben
alguna mención en concursos de narrativa o quedan de finalistas, pos-
tergaciones reiteradas durante más de cuatro décadas frente a libros que
van quedando al mar­gen. Hasta mediados de los sesenta fue un escritor
de cenáculos literarios, familiar sólo a un grupo reducido de admirado-
res montevideanos –a pesar de haber vivido casi veinte años en Buenos
Aires y de publicar la mayor par­te de su obra en la Argentina, sin dejar
mayor huella. La lectura de sus novelas y cuentos era un privilegio para
iniciados: dispersos en editoriales rioplatenses y acompañados de escasa
actividad crítica, sus libros no se vendían ni se reeditaban (la segunda
edición de sus primeras novelas, El pozo y Tie­rra de nadie, no ocurre
hasta 1965, a 26 y 24 años respectivamente de su publicación). Hay que

Hugo Verani « 225 »


esperar hasta 1970, con la edición mexicana de las Obras completas, para
que su narrativa trascienda fronteras locales y logre amplia difusión en
el mundo hispano.
Aunque la contribución de Onetti al desarrollo de la nueva narrativa
hispanoamericana había quedado firmemente establecida con El pozo
(1939) y su admirable maestría era evidente ya desde La vida breve (1950),
el reconocimiento de la importancia de su obra fue tardío. El horizonte
de expec­tativas del receptor en el momento histórico de la aparición de
esas novelas le impide aceptar y apreciar obras que transgreden normas
consolidadas, y acogerlas como obras creadoras de normas, que abren
nuevas posibilidades para la literatura hispanoamericana2. Por acen­tuar
una realidad subjetiva, resbaladiza e inquietante, inaprehensible racio-
nalmente, por la irreductible ambigüedad de sus relatos y la naturaleza
figurada del lenguaje, su narrativa se encontraba en pugna con el gusto
normativo, las tendencias naturalis­tas o psicológicas dominantes, en las
cuales prevalecía la racionalidad discur­siva, el análisis lógico y causal de
estados de ánimo.
La fortuna literaria de Onetti comienza a modificarse –valga la para-
doja– por los años en que fue encarcelado por la dictadura militar uru­
guaya. En noviembre de 1973 recibe el homenaje del Instituto de Cultura
Hispánica de Madrid, donde lee una conferencia sobre su propia obra
–la primera conferencia de un escritor poco inclinado a las manifestacio-
nes públicas– tributo que culmina con la publicación de un voluminoso
nú­mero de Cuadernos Hispanoamericanos: 750 páginas que reúnen el
testi­monio crítico y poético de 64 escritores. Casi simultáneamente, el ci-
neasta argentino Julio Jaimes filma un documental sobre su carrera litera-
ria, «Onetti, un escritor». En forma paralela, su vida sufre un vuelco trágico
y definitivo: en enero de 1974 integra un jurado literario que premia un
cuento conside­rado «pornográfico» por las autoridades castrenses; se le
detiene y encarcela por tres meses. En marzo de 1975 se ve forzado a emi-
grar y a buscar refugio en Madrid, donde reside en la actualidad. Habién-
dolo perdido todo, parte hacia un destino incierto: «De hecho, ya no me in-
teresaba mi vida como escritor»3. En el exilio, sin embargo, su obra rompe
todas las fronteras: co­mienzan las reparaciones culturales (reediciones,

« 226 » Colección Prólogos


traducciones, homenajes, etc.) y la proyección internacional de su obra
es ya incuestionable. Difundida masivamente por edi­toriales españolas
para un público lector cuya sensibilidad estética ha sido enriquecida por
la mediación de escritores más jóvenes, que promueven la revaloración
de la narrativa hispanoamericana precedente, la obra de Onetti tiene en
la actualidad fervientes seguidores y recibe la entusiasta acogida de la
crítica en todas sus direcciones, desde el mundo académico a la pren-
sa diaria. Las modificaciones de los grados de conocimiento del lector,
produc­to de su prolongada familiaridad con textos que responden a
pautas artísti­cas y condiciones socioculturales muy diferentes, impulsan
relecturas de su narrativa. «Las diferencias de interpretación no se ori-
ginan a partir tanto de la estructura» de las obras, escribe Wolfgang Iser,
«como por las diferentes ideas y experiencias evocadas en el repertorio»4.
Esto se ve corroborado por las numerosas y divergentes interpretaciones
que la narrativa de Onetti vie­ne recibiendo en las dos últimas décadas,
respuestas indispensables para la revaloración crítica de una obra litera-
ria finalmente considerada una de las mayores contribuciones al arte de
la narrativa en lengua es­pañola.

Nacimiento de una narrativa

Durante su primera estadía en Buenos Aires (1930-1934) Onetti publi­ca


sus primeros cuentos, escribe una versión de El pozo, supuestamente
ex­traviada, y Tiempo de abrazar, novela inédita hasta 1974, cuando se
rescata un largo fragmento de más de cien páginas y se publica incon-
clusa. Se trata de su aprendizaje literario, de relatos postergados por el
autor, cuya publica­ción en recopilaciones de su prehistoria literaria sólo
se lleva a cabo cuando el paulatino reconocimiento crítico de su obra
impulsa a los especialistas a establecer la cronología de sus primeros es-
critos, etapa inicial que con fino criterio Onetti había destinado al olvido.
Son relatos de limitado interés en sí mismos, que importan sobre todo
por mostrar algunos rasgos distintivos de su narrativa, embriones que
revelan que su obra tiene, desde el comien­zo, una honda coherencia

Hugo Verani « 227 »


interna: la libre asociación de recuerdos, evocacio­nes y deseos de un so­
litario habitante de una gran ciudad, el primer «soña­dor» onettiano, que
deambula inmerso en sus fantasías y se imagina ser otro, «intento de fuga»
de la realidad que lo rodea en busca de un vínculo pro­fundo («Avenida
de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo»); las aventuras inve­rosímiles de un
protagonista que se inventa personalidades para compensar la rutina y
la so­ledad de su vida, motivo típicamente onettiano («El posible Baldi»); la
con­­ciencia escindida de un hombre que se refugia en la imagina­ción y en
las ensoñaciones eróticas, «por llenar la noche con cosas extraordi­narias»
(Tiempo de abrazar), palabras que anticipan las aventuras de Eladio Li-
nacero en El pozo, donde encuentran una escritura inconfundible. Estas
inquietudes –y otras particularidades, el fragmentarismo tempoespacial,
la dicotomía inocencia-madurez, el lenguaje lírico, la simultaneidad de
planos narrativos– habrán de renovarse, desarrolladas con mayor habili-
dad en las novelas y cuentos posteriores de Onetti.
1939 es un año clave para comprender justamente sus presupuestos
li­terarios y su camino hacia la madurez narrativa. Onetti fue el primer
secre­tario de redacción y director de la sección literaria del semanario
Marcha, el vocero de los círculos progresistas del Uruguay, fundado ese
año por Car­los Quijano y clausurado en 1974 por las Fuerzas Armadas. En
«La Piedra en el Charco», la columna literaria que escribe con el seudóni-
mo de Periqui­to el Aguador, de 1939 a 1941, para despertar de su letargo
a los intelectua­les locales, postula sus principios artísticos. Onetti sintió
como propia la mi­sión de plantearse el problema del estancamiento de
la literatura uruguaya («la ostensible depresión literaria que caracteriza
los últimos años de la acti­vidad nacional»)5, atribuyéndose el deber de
constituirse en beligerante voz crítica. Con fervor inusitado rechaza el
aplastante provincianismo de un me­dio cultural desprovisto de estímulos
para el nuevo escritor: «No hay aún una literatura nuestra, no tenemos un
libro donde podamos encontrarnos» (p. 18); se necesita una voz «capaz de
volver la espalda a un pasado artístico irremediablemente inútil» (p. 19);
«vivimos la más pavorosa de las deca­dencias. [...] Estamos en pleno reino
de la mediocridad» (p. 30). Son notas cáusticas que invitan la polémica y
aspiran a agitar una comunidad conformista y acartonada, dominada por

« 228 » Colección Prólogos


epígonos del telurismo campero. Cons­ciente de las limitaciones de una
narrativa que aún continuaba estrechamente vinculada a corrientes esté-
ticas que habían completado su ciclo, Onetti defi­ne su propio contorno
generacional a través de su experiencia como lector.
La importancia de las notas críticas que escribe en Marcha reside
en que en ellas formula su drástico cuestionamiento a la tradición in­
me­dia­­ta, ani­mado por el fervor de una nueva relación con la literatura,
en una especie de dilatado manifiesto, o, más bien, de autoafirmación en
cuan­­to escritor. En estas páginas inicia la lucha contra la mediocridad de
un medio carente de inquietudes que renueven el curso de la literatura:
«Esto induce a pensar en un país fantástico en que de pronto hubiera de­
sa­­parecido la juventud y el reloj de la vida siguiera dando siempre una
idéntica hora» (p. 16). Esbo­za un credo estético que obedece al afán de
vivificar las letras nacionales, imponiéndose horizontes distintos («defen­
der la necesidad de no imitar a nadie» (p. 57). Insiste en la urgencia de in­­
teriorizar las experiencias narrati­vas («que cada uno busque dentro de sí
mismo» (p. 43); postula una temá­tica ciudadana y contemporánea («Este
mismo momento de la ciudad que estamos viviendo es de una riqueza
que pocos sospechan» (p. 28); reitera la necesidad de una renovación for-
mal de la narrativa («expresarse con una técnica nueva, aún desconocida
[...] intransferible, única» (p. 44), sin llegar a convertir la técnica en el asunto
central de la creación.
Son notas dedicadas casi exclusivamente a la literatura, desinteresa-
das de inquietudes sociales o políticas, subjetivismo individualista que
dará fi­sonomía propia a su narrativa. Onetti sólo asume una responsa-
bilidad lite­raria («El único compromiso que acepto es la persistencia de
tratar de escri­bir bien y mejor»6) y defiende la autonomía de la creación
literaria como fin en sí mismo: «Creemos que la literatura es un arte. Cosa
sagrada, en con­secuencia: jamás un medio sino un fin»7.
Por esos mismos años el credo literario de Onetti cristaliza en sus
pri­­meras obras de indiscutible valía: El pozo (1939), «Un sueño realizado»
(1941) y Tierra de nadie (1941). Ángel Rama afirma que «son prácticamen­
te los ma­nifiestos de una generación aislacionista, que en oposición a
la entrega pú­blica y militante de los mayores reasume la subjetividad,

Hugo Verani « 229 »


la soledad, la aten­ción casi excluyente por el arte»8. Onetti inventa un
mundo desolado de progresiva plenitud imaginativa en el que reordena
las tensiones existentes en la vida contemporánea (alienación, incomu-
nicación, corrupción moral, sordidez, etc.) en construcciones verbales
autosuficientes que desmitifican la propia condición humana. La autorre-
flexividad y la multiplicidad de pers­pectivas narrativas que se desmien-
ten entre sí, marcan el comienzo de una literatura que toma conciencia
de sí misma.
El pozo es un hito fundacional, la novela que abre caminos en la
rup­tura definitiva con la narrativa tradicional, sin repercusión entre los
lectores de su época. Sólo se conoce una reseña –notable por su perspi-
cacia– del novelista Francisco Espínola, que considera que el relato apor-
ta un «estre­mecimiento nuevo» a la narrativa uruguaya9. A veinte años de
su publica­ción, Alberto Zum Felde destaca con lucidez algunas de las
claves de la novela: «Por primera vez se da un relato en varios planos,
alternando el orden tempoespacial de la realidad objetiva común, para
trasuntar el mundo com­plejo y confuso de la vivencia interna, mezclan-
do sensacio­nes, recuerdos, ideas, deseos, circunstancias presentes, sue-
ños, en una simultaneidad de concien­cia personal»10. Más recientemente,
Mario Vargas Llosa, en un conocido y discutido ensayo, fija el nacimiento
de la nueva narrativa hispanoamericana en 1939, con El pozo, novela que
«crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismo y no por
el material informativo que contiene, asequi­ble a lectores de cualquier
lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adqui-
rido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcio­nales, una dimensión
universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas
antes que americanas, y consiste, como toda creación novelesca perdu-
rable, en la objetivación de una subjetividad»11.
El pozo inaugura una literatura en la que prevalece una actitud lí-
rica, la evocación de instantes de una subjetividad como experiencia
impersonal, trae una interiorización del proceso narrativo sin recurrir al
análisis psicológico. Se vale de un arte elíptico y reticente, fragmentario
e indeterminado, de implicaciones inexpresadas, que recurre a sobren-
tendidos y formas de in­conexión narrativa como fuente de ambigüedad.

« 230 » Colección Prólogos


Mediante la libre asocia­ción de recuerdos, evocaciones y ensueños sin
encadenamiento lógico se crea una simultaneidad de niveles narrativos
que anulan la progresión temporal; el discurso se asimila a complejas y
cambiantes experiencias subjetivas, la caótica vivencia interna de Eladio
Linacero. Se crea, al mismo tiempo, un modo narrativo conversacional y
espontáneo, eficaz medio de proyectarse hacia la interioridad y buscar
naturalidad expresiva sin mediatizar, sin hacer literatura.
Encerrado en una sofocante pieza de pensión, Eladio contempla con
escepticismo casi absoluto la sórdida y miserable realidad que lo rodea
(«so­lo y entre la mugre»). La única salida del radical desamparo que lo
agobia es refugiarse en la escritura, escribir sus memorias, el libro que
leemos. Este carácter autorreflexivo –la creación artística como posibili-
dad de salvación­– se agudiza en la narrativa posterior de Onetti, desde
La vida breve en ade­lante, problematizando progresivamen­te la noción
de escritura. La confesión de Eladio está subordinada a la omnipoten-
cia de la imaginación, al desplazamiento de las fracasadas tentativas
de comunicación por los ensueños de la mente, a la invención de un
mundo a imagen de sus sueños irrealizados. Roto todo vínculo huma-
no (su mujer lo ha abandonado, no tiene amigos ni nada que hacer)
transmuta fracasos, hostilidad, hastío y soledad en expe­riencias posi-
tivas que compensan las carencias de su vida, crea un mundo donde
existe amor, amistad, comunicación, solidaridad. El foco generador del
relato es el rechazo de Ana María, la adolescente a quien Eladio había
humillado sádicamente en su juventud (cumple 40 años el día que es-
cribe sus memorias), acto que desencadena su peculiar surtido de ob-
sesiones. En el ensueño se invierte la circunstancia real, la afrenta se
vuelve una aventura de amor inocente y natural: el ultraje se convierte
en caricia, la huida de Ana María de la casita del jardinero en Capu-
rro [barrio proletario de Mon­tevideo] en venida a su encuentro en una
cabaña de troncos en Alaska, la noche de calor sofocante en noche
de nieve, la luz artificial en luz natural (luna y fuego), el desprecio en
entrega afectiva. Todos los demás sucesos de la novela existen como pro-
yección de la subjetividad de Eladio, como reflejo de un yo escindido que
somete la realidad degradada a un proceso imagina­tivo, inventándose

Hugo Verani « 231 »


aventuras con los hechos de su pasado, sueños que dan realidad a sus
más hondos sentimientos y crean vínculos intersubjetivos con el lector.
Cuando el torrente de imágenes –el mundo poblado de ensueños– ­se
desvanece en la nada, Eladio se entrega al incontenible fluir de la vida,
acepta la futilidad de la búsqueda de una comunión afectiva, de intentar
salir del pozo, y se hunde definitivamente en las aguas nocturnas, las
fuerzas hostiles que lo invaden y arrastran inexorablemente. El desen-
lace es una de las páginas más admirables de la novela, de rara riqueza
sugestiva:
Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquie-
ra de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gra­dual­mente,
y yo nada tengo que ver con ella. Hay momentos, apenas, en que los gol-
pes de mi sangre en las sienes se acompasan con el latido de la noche. He
fumado mi cigarrillo hasta el fin, sin moverme.
Las extraordinarias confesiones de Eladio Linacero. Sonrío en paz, abro la
boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche. Todo es
inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos.
Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mari­posa
nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como
el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas
espumas, noche abajo.
Esta es la noche. Voy a tirarme en la cama, enfriado, muerto de can­sancio,
buscando dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para es-
perar el cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos.12

Tierra de nadie y Para esta noche (1943) son las novelas de Onetti
que responden más directamente a la problemática social de la realidad
urbana y a contextos históricos determinados –la repercusión en el Río
de la Plata de conflictos bélicos europeos. En ellas predominan destinos
colectivos en lugar de destinos individuales, las aventuras personales
–más intensas, con­centradas y despojadas de toda dependencia del de-
venir histórico– que dan la tonalidad particular a sus grandes novelas. En
su autocrítica de Tierra de nadie (citada en la solapa de la primera edición
y eliminada en las siguien­tes), Onetti presenta la novela como una obra

« 232 » Colección Prólogos


que expresa el proceso de des­composición de las relaciones humanas
en la sociedad de masas:
Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos
Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación
que, a mi juicio, reproduce veinte años después la europea de postguerra.
Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y toda­vía no han
aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más im-
portante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo del indiferente
moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. Que no se reproche al
novelista haber encarado la pintura de ese tipo humano con igual espíritu
de indiferencia.

Esta actitud desesperanzada preside toda la novela: personajes co­


rroí­­dos por el cinismo deambulan en ámbitos sórdidos, agobiados por
el fracaso de la más elemental comunicación humana. Una multitud en
figuras en vías de disolución anímica y física se entrecruzan sólo casual-
mente, por el azar de la convivencia. Onetti intenta abarcar de modo
panorámico la variada gama de experiencias simultáneas de la metrópo-
lis, yuxtaponiendo vidas des­conectadas y ambientes diversos, como si
una cámara cinematográfica filmara una sucesión de escenas, sin trama
ni acción propiamente dichas. Des­compone la realidad en fragmentos,
en rápidos cuadros sin transición, dislocados por el continuo cambio de
situaciones y de personajes. La mecánica acumulación de fragmentos,
débilmente ligados, resiente la coherencia for­mal de la novela.
Tierra de nadie abre la fase del sueño compartido, como señalara
Jaime Concha, la ilusión mutuamente sostenida de coexistir mediante
una serie de fantasías, aspecto propiamente innovador y distintivo de
la narrativa de Onetti, cuyo ejemplo más notable en este período es el
cuento «Un sueño realizado»13. El impulso que sostiene al abogado Arán-
zuru es la persistencia imaginativa, la capacidad de ensoñación como
fuente de supervivencia. Perdidas sus frágiles ilusiones de amor, tras el
fracaso con cuatro mujeres, e inmerso en una vida abyecta en la grisura
urbana, Arán­zuru confía en el sueño compartido para seguir viviendo,
insistente hechizo que seduce a los personajes de Onetti: verificar la

Hugo Verani « 233 »


existencia de un refugio mítico, Faruru, una isla paradisíaca imaginada
por el embalsamador Pedro Num, se convierte en su versión del «paraíso
perdido», en una obsesión que renueva su existen­cia. En lengua maorí
Faruru significa hacer el amor y es el oasis de paz que Gauguin había
ido a buscar inútilmente a las Islas Marquesas, un reino sin tensiones,
donde existe la dignidad, apartado de la desgarradora problemá­tica de la
historia14. Veinte años después, reaparece Aránzuru, interpolado en otro
ámbito onírico en el que encuentra refugio, el mundo ocupado por los
fantasmas de El astillero, en el que toda acción es una aventura imagina­
ria, compensatoria. Con cruel ironía, Onetti lo convierte en el encargado
de cuidar un monumento histórico en otra isla, próxima al puerto de la
ciudad de Santa María: «se resolvió, a espaldas del destino, declarar mo-
numento histórico el palacio de Latorre, comprarlo para la nación y dar
un sueldo a un profesor suplente de historia nacional para que lo habitara
e hiciera lle­gar informes regulares sobre goteras, yuyos amenazantes y la
relación entre las mareas y la solidez de los cimientos. El profesor se lla-
maba, aunque por ahora no importa, Aránzuru. Decían que fue abogado
y ya no lo era» (p. 1135). No hay refugio ni escape posible.
El sentido de desolación y de fatalidad que satura Para esta noche se
tiñe de una frustración políticosocial. Desde el prólogo Onetti se adjudica
la conciencia culpable del intelectual, la desvinculación de causas nobles
y la indiferencia ante la lucha contra el fascismo en el momento histórico
en que escribe. La creación literaria es para Onetti una válvula de escape,
la única forma de compartir los sufrimientos de la sociedad:
En muchas partes del mundo había gente defendiendo con su cuerpo di-
versas convicciones del autor de esta novela, en 1942, cuando fue es­crita.
La idea de que sólo aquella gente estaba cumpliendo de verdad un desti-
no considerable, era humillante y triste de padecer.
Este libro se escribió por la necesidad –satisfecha en forma mezquina y no
comprometedora– de participar en dolores, angustias y heroís­mos ajenos.
Es, pues, un cínico intento de liberación.

La novela narra la fuga, y persecución de un hombre en una ciudad


si­tiada por la guerra, sigue su deambular nocturno por una ciudad fan­

« 234 » Colección Prólogos


tasma­górica, geográficamente imprecisa. Inspirada en un suceso de la
guerra civil española, anticipa, no obstante, el clima de terror y el colapso
social de una Buenos Aires convulsionada durante el régimen peronista.
La excesiva mo­rosidad descriptiva y las largas digresiones interrumpen
el fluir de la prosa, bifurcaciones que dispersan la historia de una novela
anómala dentro de la narrativa del autor.
Tierra de nadie y Para esta noche son novelas de transición, búsque-
das de caminos experimentales que Onetti desecha de inmediato; ambas
dela­tan lecturas absorbentes del momento. El entrecruzamiento de los
destinos humanos y la pluralidad de historias simultáneas de Tierra de
nadie están inspirados en Manhattan Transfer de John dos Passos; la
pre­sentación frag­mentada de la historia, la revelación indirecta de los
hechos, los focos narra­tivos opuestos, la morosa descripción de gestos
y las oraciones envolventes tienen de modelo demasiado cercano a Wi-
lliam Faulkner.
Los siete años que pasan entre la publicación de esta novela y la
siguiente, La vida breve, le permiten a Onetti decantar deslumbramien­
tos y establecer su fuerte originalidad, ensamblar a la perfección su
desolada visión de la vida con recursos sabiamente elaborados e in-
transferibles.

El ciclo de Santa María

Las ensoñaciones de Víctor Suaid, el Dr. Baldi, Eladio Linacero, el Dr.


Aránzuru y la mujer de «Un sueño realizado» se agotan dentro de las
fron­teras del viaje interno. En La vida breve, la fundación de un territorio
geo­gráfico propio, la ciudad de Santa María, le permite a Onetti crear un
mun­do cuya realidad reside sólo en el lenguaje, que genera su propia
verdad en el acto de la escritura. La vida breve es su novela más ambiciosa
y apasionan­te; es la que abre más posibilidades creativas, la de mayor
riqueza de temas y de procedimientos narrativos. En ella Onetti ve reali-
zada su voluntad de crear un mundo mítico que se convertirá en un factor
unificador de su na­rrativa. Brausen, el narrador-fundador, ejerce progre-

Hugo Verani « 235 »


sivamente su poder de demiurgo poblando un territorio imaginario de
soñadores insensatos, perse­guidores de utopías que anulen el tiempo.
En el origen, Santa María no es más que una ciudad informe, onírica
y escurridiza que sirve de escenario a un guión cinematográfico que
Brausen está escribiendo. Escribir para él es –arraigada convicción onet-
tiana– un ejercicio compensatorio de su vida anodina y de la mezquindad
que lo ro­dea, un acto liberador que implanta ilusiones en la realidad: «La
palabra todo lo puede» (p. 653) dice Brausen, fe en la escritura a la cual se
abando­na totalmente, hasta convertirla en su razón de ser: «Pero yo tenía
entera, para salvarme, esta noche de sábado; estaría salvado si empeza-
ba a escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o una,
siquiera, si logra­ba que la mujer entrara en el consultorio de Díaz Grey
y se escondiera de­trás del biombo; si escribía una sola frase, tal vez. [...]
Cualquier cosa repen­tina y simple iba a suceder y yo podría salvarme
escribiendo» (p. 456).
Tres historias se superponen en la novela: la vida de Brausen, inhibi-
da por la crisis afectiva con su mujer, por la conciencia de su mediocridad
y por su incapacidad de actuar; su desdoblamiento en Arce, nombre que
asume al convertirse en amante de la prostituta Queca, y en el doctor
Díaz Grey, médico de provincia, protagonista del guión que escribe;
se yuxtaponen tres planos paralelos, regidos por sus propias leyes, sin
superponerse la plurali­dad de identidades, comportamientos y circuns-
tancias. Cada desdoblamiento le permite a Brausen imaginarse que in-
gresa en la intemporalidad; en el apartamento de la Queca, Brausen se
movía como un vencedor en tierra con­quistada, «avanzaba buscando
la armonía perdida, evocaba el antiguo orde­namiento, la atmósfera de
eterno presente donde era posible abandonarse, olvidar las viejas leyes,
no envejecer» (p. 598). La necesidad de refugio en el presente intemporal,
que recurre obsesivamente en la novela, acentúa su afán de inventarse
posibilidades de vida. Las máscaras que asume le permi­ten alterar facetas
dominantes de su vida e imponerse un destino distinto; descubre, sin
embargo que duplican el vacío inicial, su desolación y su fracaso.
Brausen se imagina dos modos de vivir que paulatinamente van in-
dependizándose y terminan desplazándole, ficción dentro de la ficción

« 236 » Colección Prólogos


que in­vierte la relación de dependencia. Brausen se desvanece en su
doble vida secreta –Díaz Grey y Arce– y en el último capítulo se invierte
la relación existente entre ellos. Se borran los límites entre el soñador y
lo soñado y Díaz Grey se convierte en un narrador independiente que
narra en primera persona, tiempo gramatical reservado hasta entonces
para Brausen. En for­ma paralela al guión que escribe, Brausen finge ser
Arce para forjarse una nueva personalidad en un mundo de rufianes, en
«el clima de la vida bre­ve», como amante de la Queca; el hombre pruden-
te y responsable cae en la violencia y en la degradación moral, se crea
otro compromiso intemporal abandonado al azar («vivir sin memoria ni
previsión»), que culmina en la fuga hacia Santa María como protector de
Ernesto, que había asesinado a la Queca, huida hacia un refugio donde
no exista el desgaste y el acabamiento. Estas dos proyecciones de Brau-
sen imponen una renovada imagen, una más­cara que disuelve su propia
identidad. Al igual que Brausen, Díaz Grey tam­bién huye de la ley por
haber matado uno de sus acompañantes a un policía –es decir, también
él quiere vivir libre de responsabilidades– y el mundo creado adquiere la
densidad de lo real, desplazando a la ficción originaria. El fin de la novela
coincide con el último día de carnaval, refugio intempo­ral en el que se
procura ser otro: «La vida aparece convertida en una fabulosa mascarada
y detrás de la máscara o disfraz no hay nada: sólo la multiplici­dad y los
desdoblamientos del ser, la representación de un papel tras otro»15. La
profusión de máscaras exime de compromisos, subvierte exigencias de
la vida ordinaria e invierte órdenes establecidos; la huida de Díaz Grey y
sus cómplices, vestidos con disfraces de carnaval, conduce a plantearse
aventu­ras supeditadas a hechos fortuitos, posibilidades de vivir otras
vidas con ma­yor plenitud. La única defensa contra la marginalidad y el
sinsentido es per­manecer abierto a todas las posibilidades imaginativas,
abandonarse a los poderes de la ficción, lograr la realización personal en
los dominios de la literatura.
En el penúltimo capítulo de La vida breve, cuando Brausen entra en
Santa María en vísperas de carnaval, se inserta una escena que desdibu-
ja –aún más– los límites entre lo real y lo imaginario. Brausen recorre
una ciu­dad que «coincidía con mis recuerdos y con los cambios que yo

Hugo Verani « 237 »


había impuesto al imaginar la historia del médico» (p. 68). Sin embargo
comien­za a perder control sobre el mundo que él mismo ha construido:
no identifi­ca a los habitantes por él inventados, como si los sueños de
su imaginación lo absorbieran y anularan. Una escena enigmática y sa-
turada de sobreenten­didos, cuyo sentido ignora Brausen (y los lectores
en 1950), deja cabos sueltos que Onetti retoma catorce años después, en
Juntacadáveres. Un grupo de sanmarianos se reúne en un bar de la ciu-
dad y la conversación que escu­cha Brausen repite –con variantes, que el
tiempo y el punto de vista distin­to imponen– el final de Juntacadáveres,
la despedida de Larsen de los no­tables de Santa María, expulsado de la
ciudad y condenado al destierro por regentar un prostíbulo16.
La versión que Jorge Malabia da en el penúltimo capítulo de Junta-
cadáveres identifica a los parroquianos de la cervecería Berna (Larsen,
María Bonita, Díaz Grey, Lanza y Medina); puede leerse en este volumen
y comienza, naturalmente, «en vísperas de carnaval». De modo pertur-
bador dos novelas se reflejan vertiginosamente entre sí, revelando la
inevitable relatividad del conocimiento y la inseguridad de la realidad. En
un contexto de extrema ambigüedad, se multiplican las referencias y se
insinúa que todo ocurrió en un tiempo anterior y en otro lugar, que cada
acto humano está condenado a repetir acciones del pasado. Díaz Grey
reemplaza a Brausen como narrador privilegiado y éste, el demiurgo
fundador de la ciudad, se desvaloriza; desplazamiento e inversión de pa-
peles que testimonia el carácter intercam­biable e ilusorio de la identidad
personal. Lo «real» y lo «imaginario» se anulan mutuamente, y predomina
una lógica literaria, la victoria de los po­deres de la ficción.
A partir de La vida breve, las novelas y cuentos de Onetti –con pocas
excepciones– tejen un complejo sistema intertextual en una comunidad
pri­vada, la ciudad junto al río, se imbrican unos en otros, se entrecruzan,
alu­den, iluminan, completan y corrigen, como si fueran fragmentos de
una totalidad. Mario Benedetti fue el primero en señalar con agudeza la
elabora­ción unitaria de la narrativa de Onetti posterior a 1950:
Después de leídos y releídos los doce libros de Onetti, uno tiene la impre-
sión de que en algún día (o año incompleto o simple tempora­da) del pa-
sado, este autor debe haber concebido no sólo la idea de una Santa María

« 238 » Colección Prólogos


promedial y semi-inventada, sino también la historia total de este enquis-
tado mundo, con los respectivos pobladores y el co­rrespondiente tránsito
de anécdotas. Uno tiene la impresión de que únicamente después de ha-
ber creado, distribuido, correlacionado y fi­chado, ese universo propio,
Onetti pudo empezar calmosamente a es­cribir su saga. Sólo a partir de una
organización y un orden casi fanáti­cos, es posible admitir la increíble ca-
pacidad del narrador para hacer que sus novelas se crucen, se comple-
menten, y hasta recíprocamente se justifiquen.17

Paulatinamente la ciudad onírica va tomando existencia propia, va


cre­ciendo y poblándose, hasta llegar a ser en «La novia robada» (1968)
una «gran ciudad» moderna; en La muerte y la niña (1973) la ciudad está
en ruinas y en Dejemos hablar al viento (1979), como se verá en el aparta-
do siguiente, es arrasada por el fuego. El santuario de Brausen, fraguado
como «paraíso perdido», se convierte en un microcosmos que multiplica
la sordidez de una sociedad envilecida, que corroe todo ideal y desman-
tela los sueños. El entre­lazamiento de historias y el retorno de personajes
da a la narrativa de Onetti una atmósfera familiar. Un relato puede derivar
de sucesos imbricados en otro, pero el orden de publicación no coincide,
como se sabe, con la crono­logía de las historias narradas. El lector que
se acerque en busca de verdades a un mundo tan equívoco e indetermi-
nado resulta siempre defraudado. Aun­que se restablezca la cronología
aparente, queda la paradoja de personajes «resucitados» (el Padre Berg-
ner en La muerte y la niña y Larsen en Dejemos hablar al viento) y otras
incongruencias insolubles (Medina, comisario ya en «El perro tendrá su
día», relato que narra un episodio anterior a la funda­ción del astillero de
Petrus), escamoteos que exigen un diálogo con el lector. El mismo Onetti
se ha referido a estas idiosincrasias en dos oportunidades: «las personas
que han seguido mi obra, que me conocen desde años, saben que maña-
na, a lo mejor, resucito un chivo enterrado donde se me ocurra, y donde
me dé la gana»; «Lo que realmente sé es que por un oscuro arreba­to maté
a Larsen en El astillero y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo
permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo,
posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fue despojado

Hugo Verani « 239 »


en las anteriores novelas»18. Es evidente que no se trata de una excentrici-
dad estética, ni menos de un simple descuido, sino de impulsos creativos
espon­táneos ante personajes por quienes siente un particular afecto,
manipula­ción que contribuye a crear un mundo y un lenguaje privados,
de irreducti­ble discontinuidad y ambigüedad19.
La narrativa de madurez de Onetti tiene otro aspecto en común, un
procedimiento creador de indiscutible eficacia artística; el modo elusivo
y ambiguo de narrar, la proliferación de versiones equívocas y polivalen-
tes de lo contado que se funden en el discurso e instauran una pluralidad
de signi­ficados indeterminables, aperturas hacia lo imaginario que elu-
den sistemá­ticamente la reconstrucción fenomenológica de los sucesos.
Esta deliberada ambigüedad adquiere progresivamente una preeminen-
cia casi exclusiva en su narrativa; como bien ha señalado Jorge Ruffinelli,
la perspectiva cambiante se acentúa a partir de La vida breve «con el fin
de comprobar la relatividad de lo real»20 .
Un notable ejemplo de la reconstrucción imaginativa y sospechosa
de situaciones, de un narrar que propone múltiples interpretaciones po-
sibles, se encuentra en Los adioses (1954), donde se destruye tendencio-
samente to­da posibilidad de conocer la verdad de lo relatado. El narra-
dor, dueño del almacén del pueblo, y sus dos informantes, el enfermero
del hospital y la mucama del hotel, no se contentan con interpretar los
hechos que presen­cian sino que llenan los huecos con conjeturas, hipó-
tesis y chismes que mul­tiplican la incertidumbre de la historia.
El asunto tratado no puede ser más sencillo –y deprimente. Un tuber­
culoso va a las montañas a seguir un tratamiento médico, pero carece de
la voluntad para curarse y pone fin a su agonía con el suicidio. Nunca dice
su nombre, no hace amistad con nadie, casi no habla y sólo se sabe que
era un ex jugador de basquetbol. Dos mujeres se alternan en sus visitas,
rivales aparentes que a primera vista forman un triángulo amoroso. Con
estos datos un observador supuestamente indiferente va construyendo
morosamente una historia imprecisa y equívoca que desemboca en un
deliberado planteamiento estético. El almacenero se considera infalible
para interpretar los hechos que observa y se enorgullece de su capacidad
creadora: «Me sentía lleno de po­der, como si el hombre y la muchacha, y

« 240 » Colección Prólogos


también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para
vivir lo que yo había determinado» (p. 769). Deduce relaciones amorosas
del hombre con ambas mujeres, que serían esposa y amante, reconstruye
actividades, actitudes y hábitos, forja­dos por conjeturas propias, conta-
minadas por su sordidez, y por versiones de los informantes, teñidas de
la maledicencia pueblerina que censura y re­pudia a quienes alteran las
reglas convencionales de la sociedad. Dos cartas que el narrador no le
entrega al hombre y lee después de su suicidio, descu­bren una «verdad»
opuesta a sus suposiciones: la mujer sería la esposa y la muchacha sería
la hija de un matrimonio anterior. El narrador siente «ver­güenza y rabia,
mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían
la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado»
(p. 768). Oculta el vínculo que liga a las mujeres con el hom­bre, porque
reconocerlo a los otros implica compartir la equivocación con los demás,
aceptar el fracaso de sus profecías, descartar una historia que ha­bía im-
puesto al pueblo como verdad y que repentinamente se transforma en
mentira, desbaratándose su única forma de mitigar su soledad, herido en
su «pequeño orgullo» de participar en la invención de una historia. Fren­te
a las miserias de la vida la única victoria posible es reivindicar los placeres
de la creación artística. Ahora bien, ¿qué verdad contiene la revelación
final cuando los enunciados se reciben filtrados por un testigo que no
tiene repa­ros en tergiversar las circunstancias y destruir las cartas para
que nadie com­parta su secreto? En todo relato de Onetti queda siempre
un misterio impe­netrable, una verdad profunda que no conoceremos
nunca.
Para una tumba sin nombre (1959) es una novela aún más radical
y po­livalente, susceptible de múltiples lecturas y de infinitas modifica-
ciones, una historia «que podría ser contada de manera distinta otras mil
veces» (p. 1044). Es una novela sobre la relatividad de la verdad y de toda
literatura, una ex­ploración de los límites del narrar: la verdad sólo reside
en la escritura. La estrategia de la lectura gira en torno de las posibilidades
de «contar un cuento», agudamente estudiadas por Josefina Ludmer: «El
texto puede leerse como una suerte de gesto teórico que ilumina toda la
producción de Onetti en la medida en que pone el acento en la inven-

Hugo Verani « 241 »


ción, el narrar, la ficción, el computar, calcular, numerar acontecimientos,
y donde estalla este simple hecho verbal: lo que cuenta es el contar»21.
La novela comienza con un entierro desconcertante y grotesco en
Santa María: un coche fúnebre arrastrado por caballos enanos, segui-
do por el ado­lescente Jorge Malabia y un chivo rengo y gigantesco.
La percepción visual suele establecer un contacto objetivo, rescatar lo
verosímil; Onetti, por el con­trario, se sirve de la mirada para gestar el
mundo de lo imaginario y desbara­tar certidumbres. Progresivamente
se van elaborando versiones distintas y con­tradictorias de una historia
sórdida: la vida de Rita, ex sirvienta de los Mala­bia, ex amante de Marcos
Bergner, prostituta, que el lector conoce de Junta­cadáveres. La historia
es modificada sucesivamente por revelaciones equívo­cas del narrador
básico, el ubicuo Díaz Grey, y de dos testigos implicados, Jorge Malabia
y Tito Perotti. Cada uno corrige y desmiente la variante pro­puesta por
el precedente –seis capítulos, seis versiones de la realidad. Rita García o
González es una pordiosera que pide limosna acompañada de un chivo
para incitar la piedad o para esconder la prostitución; o tal vez la muerta
no sea Rita, sino Higinia, una prima de Malabia, o una mujer sin nom-
bre; y así sucesivamente, cuento tras cuento desplazando la historia, sin
privile­giar ninguna. El relato se bifurca en infinitas ramificaciones de la
vida de Rita y del origen del chivo, hipótesis divergentes que se superpo-
nen y se nie­gan entre sí. Cada narrador se impone compromisos por el
placer «de la em­briaguez de ser el dios de lo que evocaba» (p. 1008). Hacia
el final se revela que la historia es falsa, que ha sido fabricada por todos
por la incapacidad de participar de otra forma para redimir la culpabili-
dad colectiva; se revela, además, que es un texto nacido de una voluntad
artística. Díaz Grey cierra la novela confesando con orgullo que nada de
lo contado es verdad, que ha inventado una historia, que él también ha
sido tentado por la fatalidad de crear, por el placer de contar. El rechazo
de la realidad –constante en Onetti– se postula aquí en forma de relato
construido sobre circunstancias imaginadas:
Y, más o menos, esto era todo lo que yo tenía después de las vacacio­nes.
Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de
sentidos dudosos, desmentido por los mismos elementos de que yo dis-

« 242 » Colección Prólogos


ponía para formarlo. [...]
Y cuando pasaron bastantes días de reflexión como para que yo duda­ra
también de la existencia del chivo, escribí, en pocas noches, esta his­toria.
La hice con algunas deliberadas mentiras; [...]
Lo único que cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en paz, se-
guro de haber logrado lo más importante que puede esperarse de esta cla-
se de tarea: había aceptado un desafío, había convertido en vic­toria por lo
menos una de las derrotas cotidianas (pp. 1045-1046).

Otros relatos importantes de este período continúan esta línea cen-


tral, el tratamiento oblicuo y deliberadamente equívoco de los hechos:
«El ál­bum» (1953), «Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta
que vino de Liliput» (1956), «El infierno tan temido» (1957), La cara de
la des­gracia (1960), «Jacob y el otro» (1961), Tan triste como ella (1963),
«La novia robada» (1968). En todos ellos se reitera –y se acentúa– una
práctica na­rrativa persistente en Onetti: develar parcialmente los sucesos,
recoger testi­monios dudosos, escamotear circunstancias y ocultar datos,
construir histo­rias conflictivas y ambiguas que se reflejan en espejos fa-
laces. La percepción de los sucesos no convalida la realidad, sino que la
oscurece con distorsiones subjetivas: la acción surge de la complicidad
entre observadores que aprehenden a otros en términos dubitativos y
conjeturales, imponiendo destinos imaginarios.
En La cara de la desgracia –uno de los relatos esenciales de Onetti–
­se califica este modo de narrar como «la tramposa, tal vez deliberada,
defor­mación de los recuerdos» (p. 1338). Un hombre atormentado por
sentirse responsable del suicidio de su hermano se encuentra fortui-
tamente en un balneario con una adolescente en bicicleta. Como diría
Sartre, la mirada po­ne al hombre en situación: advierte ser observado
insistentemente y repara en la expresión desafiante de la muchacha,
como si viniera a imponer su presencia, a despojarlo de su intimidad. En
el intercambio de miradas se entrevé el deseo del hombre de establecer
un vínculo que lo libere de su culpabilidad, de «la incesante suciedad de
la vida». La mañana siguiente a una noche de amor en la playa desierta, la
jovencita de quince años apare­ce asesinada. Como es usual en Onetti, se

Hugo Verani « 243 »


construye una trama sobre estados anímicos complejos y se le confiere a
una anécdota aparentemente simple un misterio difuso e impenetrable.
Se despliega una serie de ocultamientos sumidos en una ambivalencia
indescifrable: el narrador niega saber que la muchacha era sorda, pero
sus reacciones en el único encuentro indican lo opuesto; se da una doble
imagen de la muchacha, promiscua para los miro­nes, virginal para el
narrador; éste admite haber cometido un crimen y simultáneamente lo
niega, asume una responsabilidad que aparentemente no le correspon-
de. La deliberada ambigüedad del narrador se mantiene a lo largo de la
novela, suspendiéndose la revelación de un sentido. El relato se bifurca
en posibilidades irreconciliables, alternativas que revelan la naturaleza
elu­siva y equívoca de los hechos, la imposibilidad de determinar la mo-
tivación de los actos humanos, su verdad última.
Los otros siete relatos mencionados son historias sanmarianas. En
dos de ellos, «Historia del Caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que
vino de Liliput» y «La novia robada», Onetti extrema su visión de la vida
como corrupción y caída, con una alta dosis de humor grotesco. Visitar o
regresar a Santa María es una invitación a ser aniquilado por la sordidez
o la maledicencia, a abandonar sueños que no se realizarán.
«Historia del Caballero de la Rosa...» se singulariza por privilegiar las
estrategias de emisión de un relato, por la importancia que adquiere la
mi­rada de la comunidad –hablantes que miran y se cuentan cuentos entre
sí– en la construcción de la historia. Una inverosímil pareja –un hombre
altísimo y una mujer casi enana, deformada al final por un embarazo de
once meses– llega a Santa María y despierta la curiosidad pueblerina:
«Puede ser que alguno pase y los sienta extraños, demasiado hermosos y
felices y dé la voz de alarma» (p. 1250). La historia se cuenta a través de tes-
timonios nada confiables de un narrador (Díaz Grey) y cuatro observado-
res más, que distorsionan lo que ven con prejuicios y recelos, y aportan
versiones conjetu­rales o imaginadas de los acontecimientos: «las mentiras
que pueda acercar cada uno de nosotros, mientras que sean de primera
mano y que coincidan con la verdad que los tres presentimos, serán útiles
y bienvenidas» (p. 1253). El desdén sin causa de los sanmarianos se vuel­ve
rencor y envidia frente a la posibilidad de que la pareja herede la fortuna

« 244 » Colección Prólogos


de doña Mina, en cuya casa se instalan y a quien cuidan hasta su muerte.
La comicidad grotesca del de­senlace –sólo reciben 500 pesos y un perro
«hediondo» y «diarreico»– es un modo de castigar a quienes subvierten las
normas operantes en Santa María: la felicidad perturba el cinismo congé-
nito y es imposible perdonarla.
En «La novia robada» se intensifican la farsa y el grotesco. Nueva-
mente un narrador colectivo, los «notables» de Santa María, comenta los
aconteci­mientos: Moncha Insaurralde –otra conocida de Juntacadáveres,
que había huido de la ciudad después del fracaso del falansterio– regre-
sa para casarse con Marcos Bergner, muerto desde hace seis meses. La
trama se va constru­yendo en torno de una acción única: Moncha recorre
la ciudad vestida de novia, alucinadas peregrinaciones que duran tres
meses y culminan con su suicidio. La mujer sin nombre de «Un sueño
realizado», Julita en Juntacadá­veres y Moncha eligen la locura como
refugio y la muerte como liberación; las tres se sumergen en sus sueños
para amparar un recuerdo, única forma de felicidad permitida en Santa
María. La comunidad entera, refugiada en la indiferencia, es cómplice
de la mentira, mantiene vivo el mundo ilusorio de Moncha: «Estado o
enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa María, todos
ustedes, yo mismo» (p. 1422).
En Juntacadáveres Larsen llega a Santa María a realizar el sueño de
su juventud: fundar un prostíbulo perfecto, la «casita celeste» que se con-
vierte en símbolo de redención y de repudio a una sociedad que lo había
rechaza­do y humillado. Viene acompañado de tres «cadáveres» que ha
juntado («putas pobres, viejas, consumidas, desdeñadas»), cuya farsesca
entrada y peregrina­ción por la ciudad descubren el tratamiento irónico y
grotesco de la empresa de Larsen, el simulacro de triunfo para salvaguar-
dar la dignidad humana. Tras un «reinado de cien días» que conmueve a
la ciudad, Larsen es deste­rrado por corromper la moralidad pública. Una
vez más se reiteran constan­tes onettianas –cinismo, corrosión, acaba-
miento, venalidad, odio, incredulidad– insertas en un marco social más
abarcador, con mayor desa­rrollo de tramas y variedad de personajes,
como si pretendiera escribir una crónica de la región, documentar la
progresiva marginalidad social de una comunidad en decadencia.

Hugo Verani « 245 »


La novela desarrolla tres historias independientes, sin aparente cone­
xión estructural entre sí, pero que mantienen una sutil interdependencia
con­ceptual. Una de ellas se concentra en la instalación del prostíbulo y en
la resistencia que su apertura desencadena en la sociedad sanmariana, la
«San­ta Cruzada» de la Liga de Decencia en defensa de la moralidad y las
diversas formas de la hipocresía frente al escándalo. Una segunda trama
cuenta la aventura interior de Jorge Malabia y sus amores con Julita, loca
y viuda de su hermano Federico, acción que progresivamente va adqui-
riendo mayor en­tidad y termina desplazando al relato del prostíbulo.
Una tercera historia, la del falansterio de Marcos Bergner, una comunidad
cristiana basada en el altruismo y regida por la armonía social, nos trasla-
da a un tiempo anterior, el pasado de Santa María. En todas las historias
que se narran (el prostíbulo, el falansterio, la vida de Julita) se degradan
ideales y normas sociales de una comunidad que se desmorona. Las tres
terminan con la destrucción de toda forma de convivencia: el falansterio
cae en la promiscuidad sexual, el prostí­bulo es clausurado por transgre-
dir estatutos morales; el matrimonio y los amores de Julita son arrasados
por la muerte, la locura y el suicidio.
Las implicaciones profundas de la novela giran en torno de la «tan
co­mún rivalidad vocacional que ha caracterizado siempre a los artistas»
(p. 887), como dice el periodista Lanza, en el sentido de que toda empresa
humana debe ser guiada por el afán de perfección, debe enriquecer las
posibilidades de la existencia. Onetti suele identificar a Larsen como un
artista: «era un hombre que sufría por su arte. Su arte era obtener una
forma de la prostitu­ción perfecta»22. En un mundo degradado toda perfec-
ción es relativa, dice en otra oportunidad23. En la novela hay una delibe-
rada voluntad de des­pojamiento del valor referencial de las acciones, de
subordinarlas a diversas formas de conciencias artísticas. Larsen se cons-
truye «con destreza el simulacro de seguridad y calma correspondientes
al hombre que había imaginado ser» (p. 922), se elabora a la «perfección»
una imagen de regente de prostí­bulos que satisface sus ambiciones. Los
demás personajes responden a un mismo impulso de autodefinición, al
juego de simularse preocupaciones y obligaciones. El farmacéutico y
concejal Barthé promueve durante doce años sus ideales progresistas y

« 246 » Colección Prólogos


representa el papel de «profeta de los prostíbulos sanmarianos». Las cru-
zadas moralizadoras contra el prostíbulo, bajo la tute­la del Padre Bergner,
cumplen de «manera ejemplar» un rito redentor, de­fienden la moral con
inalterable fe, o, como testifica el narrador, con «talen­to literario». El ado-
lescente Jorge Malabia simula autosuficiencia y viril agresividad, modela
su aprendizaje de hombre en los ejemplos que pululan en Santa María.
El refugio en la locura de Julita es otra forma de restituir el espacio del
ensueño. Su encierro después de la muerte de Federico es una suspen-
sión en la intemporalidad: transforma su vacío en una serie de ritua­les y
de simulacros para sustraerse a la acción corrosiva del tiempo y revivir el
recuerdo desbaratado por la muerte, se inventa diariamente un mundo
ideal distinto que sólo se desvanece cuando la lucidez de la impostura
anula su convivencia con los sueños.
En Juntacadáveres, todos los personajes se imaginan posibles modos
de vivir: el poder redentor de la ficción es la única victoria posible frente
a las sucesivas derrotas de la vida. La fuerza de convicción que todos
padecen dis­torsiona las relaciones intersubjetivas y las despoja sistemá-
ticamente de las trágicas circunstancias que las configuran, convirtiendo
los apremios de lo inmediato en un juego estratégico sin finalidad ni
posibilidad de trascen­dencia. El reconocimiento de Barthé de compartir
inquietudes con Larsen –actuar lúdica y desinteresadamente, sin creer en
las ganancias del juego­– le confiere al lector la posibilidad de deslindar
un paradigma totalizador de la novela: «Entonces el boticario adivinó o
supuso en el otro una forma de la hermandad, una vocación o manía, la
necesidad de luchar por un propó­sito sin tener verdadera fe en él y sin
considerarlo un fin» (p. 821).
La progresiva decrepitud del mundo onettiano y el juego como último
refugio alcanzan su magistral culminación en El astillero (1961). Cinco
años después de su destierro Larsen regresa a una comunidad tocada por
una in­contenible corrosión, en la cual la estatua ecuestre del Fundador
–Brausen, naturalmente– que adorna la plaza central, chorrea verdín y
mira eterna­mente hacia el sur, «como arrepentido» por darle nombre y
futuro a la ciu­dad. Larsen regresa a justificar su turbio destino, a cumplir
un desquite in­definido e imponer su presencia en la «ciudad maldita».

Hugo Verani « 247 »


En busca de una nueva responsabilidad que dé sentido a su existencia
acep­ta ser Gerente Ge­neral del astillero de Jeremías Petrus, una empre­
sa corroída por la herrum­bre y en quiebra desde años atrás. Acepta el
si­mulacro de la representación, «la mentira acordada» que postergue
el des­­moronamiento en la nada, por­que «fuera de la farsa que había
acep­ta­­­do literalmente como un empleo, no había más que el invierno,
la ve­­jez, el no tener dónde ir, la misma posi­bilidad de la muerte» (p. 1105).
En el astillero Larsen descubre que la única garantía de supervivencia
se convierte en ominosa condena, en aventura hu­millante: «Sospechó,
de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano:
que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que
la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la
lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participa­ción dividida
entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y
convenía dar» (p. 1124). El deseo de venganza y de reivindicación social de
Larsen lo conduce a quedar atrapado una vez más en las redes del enga-
ño, condenado a representar sucesivos e intercambiables papeles hasta
que la muerte lo rescate del sinsentido de la vida. Su refugio final en la
farsa de rehabilitar un astillero en ruinas es una inquietante metáfora del
desam­paro de la condición humana en un mundo alucinante, construido
sobre ilusiones insensatas.
Morosamente Onetti va elaborando –distorsionando– una historia
en torno de las ambiciones de Larsen de aferrarse a la ilusión de sobrevi-
vir con dignidad y de formar parte de la sociedad privilegiada, mientras
se hunde en el fango y el óxido de los hierros enmohecidos y respira
«el aire oloroso a humedad, papeles, invierno, letrina, lejanía, ruina y
engaño» (p. 1063) del astillero. Asumir cualquier responsabilidad, aunque
sea un simulacro, es preferible a reconocer la inanidad de su existen-
cia. El consciente autoengaño le permite mantener una respetabilidad
donde ya no hay nada en qué creer, postergar la aceptación definitiva
de la miseria y el desamparo. Sus acciones se convierten en una parodia
de actividades productivas, en reme­dos de prosperidad, fraternidad y
amor que enmascaran su insignificancia: discute sueldos imaginarios
que se acredita en las liquidaciones mensuales, revisa biblioratos de

« 248 » Colección Prólogos


cinco o diez años atrás, elabora presupuestos para la reparación de bar-
cos inexistentes, ensaya gesticulaciones y ademanes de po­der, afecta un
aire de seguridad y desdén, corteja a Angélica Inés, la idiota o loca hija
de Petrus, para reconquistar el prestigio galante de su juventud. El simu-
lacro de trabajo empresario, las ceremonias de poder o de conquistas
amorosas, al borde ya de su previsible aniquilamiento, se convierten en
ab­surda mascarada hasta que el «espanto de la lucidez» lo hace cobrar
con­ciencia de su patético destino. De allí que la novela tenga un aire
de epílo­go: una sobrevivencia fantasmal en un mundo en proceso de
descomposición.
El astillero es una novela de «ambigüedades inquietantes», en la que
todo «es equívoco, sospechoso, polivalente» subraya José Donoso24. El
sutil arte de la ambivalencia que practica Onetti obtiene aquí su versión
más abierta y perturbadora. Las limitaciones del conocimiento de narra-
dores que conje­turan y ofrecen hipótesis alternativas, los informes im-
precisos de los testigos y la perspectiva dubitativa destruyen las certezas
del lector. Se pretende re­construir la historia de Larsen y de la comarca
como una crónica verosímil, pero es otro juego más: la incertidumbre y
las contradicciones de narradores que cuestionan la validez de sus enun-
ciados, distorsionando deliberadamente la historia, socavan las bases
objetivas de la novela. Como en toda gran obra de arte, la pluralidad de
niveles significativos permite diversas lecturas, pro­picia la búsqueda de
símbolos o alegorías, de conexiones con un contexto determinado. Las
resonancias religiosas, míticas y sociales (una religiosidad extinta y sin
dios, el mito de la tierra prometida, el derrumbe mercantil del Uruguay,
la decadencia del capitalismo industrial), son el resultado del ta­lento de
Onetti de concentrar y diseminar sentidos. La multiplicidad de alu­siones
se entrecruzan en un mundo de tensiones conflictivas sin resolver que
impiden todo análisis con pretensiones de univocidad. Con mano maes-
tra construye Onetti una novela en la que la fascinación por el proceso de
la escritura es la única redención posible, la única realidad cierta.
En La muerte y la niña, última novela publicada por Onetti antes
de su exilio, el subtexto comienza a cobrar importancia desmesurada, a
predo­minar sobre la historia que se narra. En el tercer párrafo reaparece

Hugo Verani « 249 »


Brausen, convertido ya definitivamente en la divinidad procreadora de
los sanmaria­nos: «y es posible que noche a noche, llorando y de rodi-
llas, rece a Padre Brausen que estás en la Nada para hacerlo cómplice
obligado, para enredar­lo en su trama, sin necesidad verdadera, por un
oscuro deseo de remate ar­tístico» (p. 10). Onetti acumula alusiones a sus
propios mecanismos creati­vos y emprende un exasperante camino por
la memoria y por recuerdos en­­vejecidos. La constante más acusada de la
novela es la creciente abstracción simbólica, el discurso autorreferente
que amenaza –por sus excesivas reti­cencias, inconexión y arbitrarieda-
des en la hilación narrativa– convertir el relato en un texto inteligible –y
disfrutable– sólo por los iniciados en los códigos onettianos. La novela
enlaza situaciones en torno de la culpabilidad de Augusto Goerdel, que
conoce el diagnóstico médico que asegura la muerte de su esposa con
un nuevo embarazo, y la condena de la sociedad sanmaria­na al dar a luz
Helga a la niña que la mata. El asunto que trata, sin embar­go, no es más
que un pretexto para meditar sobre la identidad y la paterni­dad, para des-
mitificar creencias religiosas en un mundo que ha caído defi­nitivamente
en la hipocresía y en la ruina. El corrosivo humor de Onetti ­–más que los
síntomas del paso de los años– se trasluce en su implacable ensañamien-
to con los pobladores de su propio mundo novelesco, los «in­mortales»
que aceptan la mentira, «la estupidez y la mugre que ofrecía la ciudad»;
Jorge Malabia ya no es poeta e idealista sino un cínico y obeso terrate-
niente «aprendiendo a ser imbécil»; a Díaz Grey, decrépito y enrique­cido,
se le condena a estar casado con la babeante Angélica Inés; el intem­poral
Padre Bergner se ha convertido en cómplice en la devaluación de los
valores éticos de la comu­nidad y en protector de intereses pecuniarios;
la cara de bronce de Brausen, en la estatua ecuestre, «había comenzado
a insi­nuar rasgos vacunos»; en su nueva –y penúltima– metamorfosis
Brausen preside con indiferencia, con «una placidez de vaca solitaria y
rumiante» sobre los destinos de una raza próxima al silencio.

« 250 » Colección Prólogos


El exilio interior

La experiencia del exilio ha condicionado la orientación literaria de casi


todos los escritores uruguayos que padecieron una transculturación
violen­ta. «Tengo la impresión de que la mayoría de [los escritores uru-
guayos del exilio]», afirma Mario Benedetti, «tenemos como preocupa-
ción cardinal la conmoción política que ha tenido lugar en nuestro país
en los últimos diez años»25. Es evidente que el propio Benedetti, Carlos
Martínez Moreno, Eduardo Galeano y Cristina Peri Rossi, para mencionar
sólo a cuatro de los más reconocidos, convierten el naufragio colectivo
del Uruguay en temática esencial de su literatura; su obra en el exilio está
marcada por una toma de conciencia crítica frente a la realidad sociopo-
lítica que les ha tocado vivir.
Onetti representa, en cambio, una actitud opuesta. La acción política
y la reflexión social han sido siempre ajenas a él; nada ha de cambiar en
Madrid. Seguirá siendo un solitario que prefiere el encanto familiar de
los libros a la vida pública, anclado en su voluntario –y obstinado– exilio
in­terior, indiferente a todo lo ajeno a su propia creación. Lejos de ubicar-
se en­tre los escritores cuyas más altas preocupaciones se vinculan a la
problemáti­ca social, Onetti reclama para sí el aislamiento y la automar-
ginación. Cuan­do en 1977 se le pregunta en Madrid cuál es su compro-
miso político, res­ponde de modo tajante: «Ninguno»26. En otra entrevista
se cuestiona la ausencia de temas sociales en su narrativa, «teniendo en
cuenta la situación trágica por la que atraviesa Uruguay desde hace tanto»
y su respuesta es, de nuevo, terminante: «Se han escrito tantas malas no-
velas sobre el tema social que a uno ya no le quedan ganas de nada. [...]
Casi todo lo que al respecto he leído no pasa de la categoría de panfleto;
puedo decirle que ese tipo de literatura no me interesa, y además, no creo
en ella como arma polí­tica»27. Al recibir el Premio Cervantes, resume su
posición ante el acto creador: «Yo escribo por el puro placer de escribir.
Nunca me ha interesado lo que hace algunos años se llamaba el mensaje
en la obra literaria, así que tampoco me interesa la posible relación entre
la literatura y la vida»28. Una y otra vez habrá de insistir en su inhabilidad
para escribir sobre temas de actualidad, porque los temas se le imponen,

Hugo Verani « 251 »


no se los propone, y vive de recuerdos, creando con la memoria y la
imaginación. Otra frase lapidaria, que se repite en entrevistas publicadas
desde su exilio, sintetiza su escepti­cismo: «En realidad lo que soy es un
indiferente»29.
Su rechazo de la participación del escritor en la historia y de la fun-
ción social de la literatura la comparten sus personajes, quienes desvalo-
rizan in­sistentemente la sociedad humana y reiteran el descreimiento en
la posibili­dad de transformar el mundo mediante la acción política30. A lo
largo de su obra reaparecen actitudes equivalentes, casi intercambiables,
desde el des­precio de Eladio Linacero por la militancia política de Lázaro
en El pozo, la indiferencia de Díaz Grey por las convicciones sociales en
Juntacadáveres, «me parecen cómicas todas las convicciones, todas las
clases de fe de esta gente lamentable y condenada a muerte; tampoco
me interesan las cosas que, objetivamente, socialmente, deberían inte-
resarme» (p. 843), hasta la des­confianza de Medina en toda posibilidad de
renovación ideológica en Deje­mos hablar al viento:
Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la
misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patrio­tas.
Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cual-
quiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos apren­didos o he-
redados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.
La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asin-
tiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la in­tensidad de sus lepras y
darles siempre la razón (pp. 18-19).

Onetti subordina los conflictos concretos del devenir histórico a la


de­velación de una problemática íntima y a la presentación de situaciones
esen­cialmente ambiguas y multifacéticas que compendian las relaciones
degra­dantes de la existencia humana. Sin embargo –y contrariando, se­
gu­ramen­te, el juicio del autor– su narrativa evoluciona en forma paralela
al deterio­ro y creciente desmoronamiento de la sociedad uruguaya. No
sería difícil juzgar su obra como una profecía involuntaria de la descom-
posición social del Uruguay, como el mismo Onetti se ha visto obligado
a reconocer, a rega­ñadientes: «No quise hacer con El astillero una cosa

« 252 » Colección Prólogos


simbólica y desgracia­damente hice una cosa profética. Porque hoy el
Uruguay, mi país, es eso. Está viniéndose abajo»31. En efecto, sin esta-
blecer una correspondencia en­tre lo literario y lo social, la narrativa de
Onetti testimonia la circunstancia histórica en que fue compuesta y revela
su disconformidad visceral ante una existencia marginal, tocada por una
incontenible degradación física, espiri­tual, moral y social.
Desde su exilio, Onetti ha escrito muy poco. Salvo notas periodísti­
cas, sólo ha publicado un poema, nueve relatos (siete de ellos muy
breves, nin­guno memorable), la novela Dejemos hablar al viento, que
venía elaboran­do desde 1964 y anunció ya en 1967, y muy recientemente
Cuando enton­­ces, novela corta32. Él mismo atribuye su largo silencio ma-
drileño a la «si­tuación de desarraigo, de sequedad literaria, de total indi-
ferencia»33. No es menos cierto que desde Juntacadáveres su producción
empezó a disminuir vertiginosamente y a dar muestras de agotamiento.
Baste recordar que a partir de La muerte y la niña se intensifica esta ten-
dencia a encerrarse en un mun­do privado y autorreferente que Ángel
Rama señaló como «fantasmal en­claustramiento de Onetti en su propia
creación lite­raria»34. Más que conse­cuencia de las vicisitudes de su tiempo
o de las circunstancias personales, esta obra epigonal es el resultado in-
evitable del aislamiento y la marginali­dad sociocultural. Sólo en el cuento
«Presencia» (1978) asoma el tema polí­tico, no tratado desde Para esta
noche. En este relato reaparece Jorge Mala­bia, exiliado en Madrid, y se
introduce, como trasfondo, un grupo de san­marianos desarraigados que
editan un fascículo de denuncia contra el golpe militar en Santa María, la
tiranía, la censura y los desaparecidos.
Dejemos hablar al viento es, sin duda, la obra más importante publica­
da por Onetti en el exilio. La novela es la consecuencia lógica del mundo
onettiano, el libro destinado a cerrar la saga de Santa María, reelaboración
autoconsciente y paródica de las convenciones de su propia narrativa.
La vi­da breve es, como se sabe, el libro generador de nuevas ficciones.
Desde en­tonces, la autorreferencia textual es una constante muy acusada
de su narra­tiva; hacer literatura de la literatura, exponer deliberadamente
el artificio de la ficción es un procedimiento que se agudiza a partir de
Juntacadáveres y es llevado a sus últimos extremos en Dejemos hablar

Hugo Verani « 253 »


al viento, la novela de Onetti más consciente de sus propios mecanismos
narrativos, un texto que no deja de aludir a su condición de texto. De
hecho, la novela absorbe y reescribe historias ya contadas y presupone
un lector familiarizado con los relatos escritos por el autor desde la pu-
blicación de El pozo en 1939.
En Dejemos hablar al viento los modos de autorreferencialidad se
dan tanto a nivel léxico, sintáctico, semántico, como estructural; abarcan
la cita literal, la alusión, la reescritura de tramas anteriores, el uso de
proce­di­mien­tos imaginativos usuales o sintagmas familiares que desen-
cadenan una asi­milación metafórica entre distintas historias o persona-
jes, un parentesco que responde a una intención lúdica y paródica. La
intertextualidad principal consiste, como veremos, en la reformulación
del modelo ficcional privilegia­do de la narrativa de Onetti, el de La vida
breve.
La cita literal es el procedimiento más explícito en la producción del
relato como reminiscencia de otros textos. En Dejemos hablar al viento
rea­parecen párrafos de El pozo, de La vida breve, de Juntacadáveres y el
texto íntegro del cuento «Justo el treintaiuno» que en la novela recupera
un con­texto previamente escamoteado35. De El pozo, foco originario del
mundo novelístico de Onetti, se transcribe el primer párrafo, con una
modificación significativa: el cuarto de Eladio Linacero es ahora el taller
de Medina en el Mercado Viejo, lo que sugiere que las pautas del mundo
ficcional onettia­no –la marginalidad y sordidez de un ámbito en desmoro-
namiento, sólo corregible mediante proyecciones imaginarias– fueron ya
instauradas cua­renta años atrás. De La vida breve se incluye un fragmento,
el acta de funda­ción de Santa María, que en manos del resucitado Larsen
se convierte en un incentivo para que Medina invente su propia realidad,
si cuenta con «la gra­cia de Brausen» (p. 79). Y el párrafo procedente de
Juntacadáveres, la refle­xión sobre la creación de Santa María, recuerda,
precisamente, que Brausen ha inventado un territorio de su propiedad y
que escribir es un posible camino de salvación.
La intercalación de fragmentos de su obra anterior, extemporáneos
al relato, es, naturalmente, deliberada; es un paréntesis reflexivo que
privile­gia el artificio de un discurso diegéticamente autoconsciente y

« 254 » Colección Prólogos


converge en un solo fin: subvertir la idea de la obra como un todo au-
tosuficiente y abrir nuevas dimensiones ficcionales en el relato, en un
espacio donde todo es li­teratura, como si Onetti buscara la autorreferen-
cialidad total.
Las inserciones autorreflexivas contribuyen, asimismo, a revelar una
prác­tica narrativa donde se soslaya la lógica representativa y se ostenta
la condi­ción de invento de un mundo sujeto a la voluntad de Brausen.
La reiterada mención de Brausen nos alerta a la presencia del intertexto,
invocando un contrato con el lector. La estatua de Brausen, el «Fundador»
de Santa Ma­ría, rivaliza ahora con un gran letrero, mustio y pálido, a la en-
trada de la ciudad: «ESCRITO POR BRAUSEN» (p. 147). La aparición del cartel
cuan­do Medina «entra» en Santa María postula la naturaleza palimpseica
de la novela. El ubicuo Díaz Grey, consciente de su condición de perso-
naje, nos recuerda más adelante que su única realidad es la textual:
—Doctor –preguntó Medina, al despedirse–. ¿Usted conoce a un su­jeto al
que llaman el Colorado? Lo he visto merodear por aquí. Y algo me di­
jeron.
—Oh, historia vieja. Estuvimos un tiempo en una casa en la arena. Ti­po ra-
ro. Hace de esto muchas páginas. Cientos (p. 200).

Y agrega:
Varios libros atrás podría haberle dicho cosas interesantes sobre los alca-
loides –dijo el médico, alzando una mano–. Ya no ahora (p. 200).

Díaz Grey alude, respectivamente, a sucesos de «La casa en la arena»


(1949) y La vida breve.
Toda narración entreteje dos discursos, el de la historia narrada y el
de otra subyacente. El discurso argumental de Dejemos hablar al vien-
to es en­gañosamente denotativo, pero el subtexto importa más que el
desarrollo de la historia factual. Onetti practica un arte de reticencias,
de sobre­en­tendi­dos, de alusiones y de verdades no dichas, suspende la
denotación para libe­rar lo que no admite representación. Es que, como
advierte Díaz Grey en Para una tumba sin nombre, «la verdad que im-
porta no está en lo que llaman hechos» (p. 1012), palabras que hacen eco

Hugo Verani « 255 »


con las de Eladio Linacero en El pozo, «los hechos son siempre vacíos, son
recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene» (p. 64), y
con otras, mu­cho más recien­tes, de «Matías, el telegrafista» (1971): «Para
mí, ya lo saben, los hechos des­nudos no significan nada. Lo que importa
es lo que contienen o lo que car­gan; y después averiguar qué hay detrás
de esto y detrás hasta el fondo defi­nitivo que no tocaremos nunca» (p. 369).
La novela privilegia una lectura transversal, requiere que el lector entre
en el juego de reconocer los procesos ya elaborados, las referencias a
escenas y comportamientos que reaparecen parodiados hasta integrar la
historia de Medina, el último soñador, en el sis­tema literario del autor.
Al reescribir tramas anteriores, Onetti parece inventariar fragmentos
dis­persos de una historia total. Nos tiene acostumbrados a la repetición de
su­cesos y enunciados, a la reaparición de personajes y a que su discurso
narra­tivo continúe o modifique discursos anteriores, refractándose en
ellos. Uno de los motivos recurrentes de su narrativa, el enfrentamiento
de jóvenes y adultos, esencial en «Bienvenido, Bob» (1944) y «Jacob y
el otro», adquiere en Dejemos hablar al viento una nueva y degradada
variante, impregnada de cruel perversidad, pues ni los jóvenes mantie-
nen ya ilusiones o ideales. La protección de Medina de su supuesto hijo
Joaquín Seoane, unido y sepa­rado de él por Frieda, la prostituta amante
de ambos, es el móvil aparente del relato, conflicto matizado de odio y
violencia, que concluye en la falsa amistad y mutua degeneración. Onetti
prefigura, con una alusión críptica, un guiño irónico al lector, el previsible
fin de Julián cuando pone en boca de su madre estas palabras: «Por des-
gracia lo bauticé Julián y años después me dijeron que era nombre yeta»
(p. 30). Una lectura ingenua no permite entrever la ironía de Onetti; no se
asigna impor­tancia a un comentario en apariencia superfluo. El nombre
trae mala suerte, en efecto, porque Julián er­a el cajero prófugo, hermano
del narrador de La cara de la desgracia, la­drón y suicida, doble destino de
este nuevo Julián: ladrón, por haber roba­do la pistola de reglamento del
padre; y suicida, por ser el principal sospe­choso del asesinato de Frieda.
Onetti reescribe otro episodio muy conocido de su narrativa, el mo-
tivo central de «El infierno tan temido», la venganza de una mujer que
le envía a su marido, a quien había abandonado, fotos obscenas de sí

« 256 » Colección Prólogos


misma, con un hombre siempre distinto. En Dejemos hablar al viento la
venganza es más refinada: Medina pinta un desnudo al óleo de Olga para
enviárselo a la novia de su ex amante en el día de bodas. Otras secuen-
cias revelan la permanencia de motivos y la importancia que les adjudica
el autor en su obra. Juanina inventa y le «vende» a Medina el cuento del
embarazo de la tía mal­vada que la había abandonado, como Rita inventa
y «vende» su farsa diaria, el cuento de la viajera desamparada y sin dinero
para regresar a casa de su tía, en Para una tumba sin nombre. Medina
asume el compromiso de proteger a Juanina, como Jorge Malabia había
hecho con Rita; ambos aceptan, sin verdadera convicción, la fatalidad
de representar el papel que se habían impuesto, la deliberada mentira,
fundamento del hombre onettiano. En Juntacadáveres Marcos Bergner
va a «matar» a Larsen por regentar un prostíbu­lo, pero acaba quedándose
a vivir con él; en Dejemos hablar al viento Medi­na va a «arrestar» a un
poderoso contrabandista, el Pibe Manfredo, pero se fuga con él de Santa
María, actos desconcertantes y aparentemente arbitra­rios que responden,
sin embargo, a un mismo y recurrente impulso de los personajes de Onet-
ti: la admiración del fracasado (Marcos había fracasado con el falansterio
y Medina como comisario) por el mundo «perfecto» que Larsen y el Pibe
Manfredo habían creado.
La visión onettiana de la vida como una suma de brevedades y de
fraca­sos y el inevitable hundimiento en la nada se sugiere por analogía
con nove­las anteriores, entretejiendo sus títulos en el nuevo discurso:
«comprendí que alguna cosa había terminado. La primera de las vidas
breves que tuve en La­vanda» (p. 24) ; se evoca «el hierro del astillero» (p.
56) ; todos avanzan «ha­cia el pozo final, y la última palabra. Tan seguros,
ordinarios, quietos, reci­tadores, imbéciles. El pozo les esperaba sin una
verdadera esperanza o inte­rés» (p. 201). Reaparecen asiduos sanmarianos
(Díaz Grey, Barrientos, Quin­teros, Medina, Larsen) y se recuerda a nota-
bles ciudadanos (el Padre Berg­ner, el concejal y farmacéutico Barthé, el
pionero Jeremías Petrus, el Prínci­pe Orloff). No falta la boutade irónica:
convertir al Brausen fundador-escritor, demiurgo responsable de la saga
de Santa María, en el nombre de la moneda con que Medina paga al
Colorado por la «obra de beneficencia» (p. 240), como llama Díaz Grey al

Hugo Verani « 257 »


incendio que arrasa a la ciudad. Se persiste en un lenguaje relacionado
con la impostura (mentir, fingir, imaginar, inventar, juego, farsa), en con-
sonancia con la construcción de mundos ilusorios. Se reiteran sintagmas
significantes de otras novelas; la sonrisa torcida de Brau­sen en La vida
breve (pp. 476, 624) y de Larsen en Juntacadáveres (pp. 871, 868), ha sido here-
dada por Julián Seoane: «Seoane estaba en el centro de la habitación, de-
fendiéndose con una sonrisa torcida» (p. 179). Larsen, hu­millado siempre,
le agradece a Medina por no haberlo tuteado en el pasado sanmariano,
por tratarlo de igual a igual (p. 140), sin saber que repite pala­bras de Jorge
Malabia, adolescente inseguro y humillado en Para una tumba sin nom-
bre, cuando se dirige a Díaz Grey: «Además, tengo que darle las gracias
por no tutearme» (p. 997). Medina se acomoda de perfil (p. 196), postura típi-
ca de Brausen en La vida breve y de Larsen en textos anteriores, y aun en
la novela que leemos, cuando Medina y Larsen se encuentran por única
vez: «Fue a sentarse en la silla que yo había usado para escribir mi carta;
la hizo girar para darme el perfil» (p. 140), comenta Medina. La intro­duc­ción
de ambos, al sesgo, anteponiendo la apódosis a la prótasis, usual­mente
en grupos binarios de atributos, suele ser semejante36.
El trabajado juego de involuciones es, hacia el final de la novela, más
tendenciosamente paródico, al ponerse en contacto al lector con una
ima­gen leída del autor. Onetti se ficcionaliza y se describe a sí mismo en
la ver­sión que Brausen había dado en el instante preciso en que comien-
za a ima­ginarse el territorio sanmariano. En La vida breve Brausen había
retratado, de paso, al hombre con quien compartía la oficina en la agen-
cia de publici­dad donde trabajaba: «Se llamaba Onetti, no sonreía, usaba
anteojos, deja­ba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fanta-
siosas o amigos ínti­mos [...] el hombre de la cara aburrida [...] No hubo
preguntas, ningún sín­toma del deseo de intimar; Onetti me saludaba con
monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, de
burla impersonal» (p. 607). En Dejemos hablar al viento la alusión oblicua a
esa escena es otro modo de afirmar que todo es invento, simulacro, men-
tira. Onetti –en la versión de Brausen– es ahora el Juez de Santa María
llamado a investigar el crimen de Frieda y el suicidio de Julián: «Ahora
estaban frente a frente y Medina recordó la imagen huidiza de alguien

« 258 » Colección Prólogos


visto o leído, un hombre tal vez com­pañero de oficina que no sonreía;
un hombre de cara aburrida que saludaba con monosílabos, a los que
infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal» (p. 248).
La presencia del implacable Juez constituye la penúltima ironía de un
escritor que se desdobla y contempla su propia crea­ción. La última ocu-
rre en el mismo capítulo, titulado «Un hijo fiel»; el lector presupone que
la referencia es a Julián, que confiesa un crimen que su­puestamente no
ha cometido para eximir al padre. Pero «El hijo fiel» termi­na siendo Díaz
Grey, fiel alter ego del autor por las galerías de la imagina­ción: «El doctor
Díaz Grey no quiere saber más de estas cosas. Estuve toda la mañana con
él, con el teléfono descolgado para que nadie molestara. Ha­blamos de
tantas cosas; fue como una historia de la ciudad. No recuerdo qué edad
tiene. Pero lo sigo queriendo como si fuera mi hijo. Un hijo fiel» (p. 250).
La construcción en abismo transgrede las fronteras del mundo novelesco
para saltar al de la realidad, demostrando, una vez más, que todo ha sido
manipulado, que todo es, a fin de cuentas, ficción.
Como La vida breve, Dejemos hablar al viento consta de dos par-
tes. En la primera, Medina (personaje menor de la saga de Santa María,
figura anónima en La vida breve, jefe del destacamento policial en Jun-
tacadáveres y subcomisario en El astillero), se convierte en narrador y
protagonista de la novela. Es ahora ex comisario, ex profesor de dibujo,
ex dibujante en una agencia de publicidad, ex falso médico, enfermero
y pintor. Vive en el exilio en Lavanda (transparente alusión a la Banda
Oriental, antiguo nombre del Uruguay)37, mantenido por la prostituta
Frieda, consumido por la nostal­gia del exilio y un odio indefinido. En la
segunda parte, Medina vuelve a ser comisario de Santa María, recupera el
poder y preside sobre el destino de la estirpe sanmariana. Dos espacios
que corresponden a dos modos narra­tivos: en Lavanda, Medina cuenta
su propia historia en primera persona. En Santa María, un narrador no
representado, especie de conciencia colectiva de la ciudad, adopta un
estilo documental y distanciado, como si quisiera reconstruir fielmente
la crónica de los últimos días de Santa María.
En Dejemos hablar al viento se reitera el diseño dominante de la na­
rra­tiva de Onetti: la toma de conciencia del envilecimiento de la existen-

Hugo Verani « 259 »


cia hu­mana y la futilidad de toda tentativa de comunicación conducen
al indivi­duo a proyectarse en ámbitos anhelados, a compensar su margi-
nalidad con el desplazamiento de la «realidad» a la «ficción». Medina es el
último de una larga serie de soñadores desamparados, digno epígono de
la estirpe de Eladio Linacero, de Brausen, de Petrus, de Larsen y de tantos
otros condena­dos a reconstruir el pasado mediante el acto de escritura,
a fundar un espa­cio mental que sustituya y corrija el mundo.
En la primera parte, en Lavanda, Medina vive acosado por el fracaso
y comparte con los demás exiliados de Santa María la nostalgia y la ob-
sesión del retorno a un pasado irrecuperable. La pérdida de vínculos y la
evocación del pasado son visiones arraigadas en Onetti. Hostigado por la
pobreza, el alcohol, la decrepitud y la sordidez, Medina se entrega al juego
de simularse preocupaciones, de fingir amor, amistad y fe en la vida; se
empeña, en fin, en creer en la importancia de lo que está haciendo. Pero
sus actividades son una serie de actos o peregrinaciones carentes de sen-
tido que sólo sirven para matar el tiempo. La vocación de Medina, como
Larsen, su hermano mayor, es creer en «la necesidad de luchar por un pro-
pósito sin tener verdadera fe en él y sin considerarlo un fin» ( Juntacadáveres,
p. 821). Sin convicción al­guna, como simple rito o costumbre, y mezclando
su confuso rencor con indiferencia por las vicisitudes de la vida, Medina
se fragua una misión: sal­var a su posible hijo Julián del alcoholismo, de
las drogas y de su abyecta entrega a Frieda.
Todo protagonista de Onetti acaba humillado, cae en una progresiva
corrupción moral. Como en tantos otros relatos anteriores, Dejemos ha-
blar al viento es una crónica de humillaciones, de desamor, de fracasos
y de inco­municación. Medina es humillado por tres mujeres, tres figuras
que unen pasado, presente y futuro; María Seoane, su amante de 20 años
atrás, pone en duda si él es el padre de Julián; Frieda, quien lo mantiene,
es amante suya y a la vez de Julián; y la adolescente Juanina, su última
oportunidad de amar, basa su relación en el embarazo inexistente y ter-
mina también ella convirtiéndose en amante de Frieda, la «puta ambidex-
tra» (p. 180); Medina es, además, despreciado por su supuesto hijo, quien
destruye sus ilusiones paternales, y fracasa en los diferentes oficios que
contrae: comisario, dibu­jante, médico, enfermero, pintor. Vive destinos

« 260 » Colección Prólogos


intercambiables; su identidad es incierta y ambigua, encubierta por fluc-
tuantes y elusivas máscaras: «Con las insinuaciones de desnudos volví a
sentir una reiterada mentira: que era otro, que pintaba de manera distinta
y mejor» (p. 97). Reducido a pin­tar cuadros por encargo, Medina aspira a
captar lo imposible, «la ola perfec­ta e irrepetible. Una visión así puede
compensar el resto de una vida» (p. 70). Toda empresa humana debe ser
presidida por el afán de perfección. Larsen, obstinado en fundar el prostí-
bulo modelo y sus «precursores», Ambrosio, inventor del chivo, la mentira
que «perfecciona» el cuento de la prostituta Rita en Para una tumba sin
nombre, y Marcos Bergner, obsesionado por ins­talar el falansterio ideal
en Juntacadáveres, son, en la terminología de Onet­ti, artistas fracasados.
Medina pertenece a esta genealogía.
El empeño de ser otro, de asumir otra personalidad, es clave en Onet-
ti. Incapaz de establecer un vínculo afectivo duradero, Medina se desdo-
bla en una serie de identidades en las que predomina el simulacro. Su
caracteriza­ción, tal como la practica Onetti en Dejemos hablar al viento,
no difiere en lo esencial –aunque sí en logro estético– de la presentación
fragmenta­da y escindida de Larsen en El astillero. Cada máscara que
Larsen y Medina asumen representa una posibilidad vital, proyecta una
imagen renovada, un comportamiento modelado en torno de relaciones
de participación, de de­seo y de comunicación38. En cada secuencia de
Dejemos hablar al viento Me­dina se disgrega en una figura siempre dis-
tinta y transitoria, en una multi­plicidad de máscaras. Como si se tratara de
vidas ajenas e intercambiables, la imagen escindida y la continua proyec-
ción de ilusorias formas de vida, con diversas cuotas de miseria, invade
el presente vacío y propaga la derrota. «Su desolación no viene de que el
ser humano (aun un ser humano tan am­biguo como Medina) se dé por
vencido», dice Mario Benedetti, «sino preci­samente de que nunca admita
su derrota total, y por eso mismo sea destrui­do una y otra vez»39.
El proceso destructor de todo vínculo y el retorno imposible al «pa-
raíso perdido», constantes obsesivas de Onetti, llegan en Dejemos hablar
al vien­to a su fin natural: a una múltiple y angustiada experiencia de
nostalgia y desolación total. Toda posibilidad de amor o de éxito queda
vedada y la vi­da no es más que rutina inútil en un mundo envilecido: «No

Hugo Verani « 261 »


muy encima de la pudrición, fermento agrio y el olor inquieto de las ratas,
entre escaleras y pasillos, vejez, conatos de derrumbe, las voces agu­das»
(p. 43). Medina había escapado de Santa María «sin permiso de Brau­sen»
(p. 58): creía tener el privilegio de elegir, pero el reconocimiento de estar
atrapado y condena­do a la sordidez, le hace desear el retorno a la ciudad
maldita y desistir de su sueño de libertad.
En el último capítulo de la primera parte, en Lavanda, Medina se
re­­fu­gia con Olga («Gurisa»), su amante circunstancial, en una casa de
ci­tas, cu­yo dueño es nada menos que Larsen, llamado ahora Carreño
(¿ca­rroña?), re­sucitado y agusanado: «lo vi manotear los gusanos que le
resbalaban de na­riz a boca, distraído y resignado» (p. 148). La presencia de
Larsen destruye la verosimilitud representativa, socava certidumbres y
toda noción de lími­tes. Con este encuentro la realidad se vuelve inestable
y se entra en el terre­no de los sueños irrealizados. Es otra constante de
Onetti: el sueño que se sabe mentira se impone como realidad textual.
Observado más de cerca, sin embargo, este encuentro está matizado por
la ambigüedad. Con sutil ambi­valencia, Onetti pone en duda el recono-
cimiento de Larsen; físicamente pa­rece otro, «un desconocido [...] flaco,
bajo, confundible y domado en apa­riencia» (p. 139), pero mantiene rasgos
peculiares, el balanceo al andar y el sentarse de perfil. Medina, cuando
se encuentra con Larsen, «estaba un poco borracho» (p. 140) y Olga «entró
recta y pasó junto al dueño sin mirar­lo [...] como si ella no viera ni escu-
chara a Larsen, como si él se sintiera a solas conmigo» (p. 142). El texto nos
insta a considerar que todo es una fa­bricación literaria, una llamada de
atención sobre el ejercicio creativo.
Larsen le da a Medina un papel maltrecho, un fragmento de «uno de
esos que los muertos de frío de por allá llaman los libros sagrados» (p. 141),
un párrafo de La vida breve, y le incita a imitar a Brausen, a inventar su
pro­pia versión de Santa María, única posibilidad de controlar el mundo,
de ser otro, de que todo se cumpla:
—Brausen. Se estiró como para dormir la siesta y estuvo inventando San-
ta María y todas las historias. Está claro.
—Pero yo estuve allí. También usted.
—Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que lo repito: haga lo mis-

« 262 » Colección Prólogos


mo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María
que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidas (p. 142).

Se reitera aquí el mensaje de Brausen: sólo es posible liberarse del


presente degradado escribiendo, inventando libremente. «La única forma
de res­taurar precariamente el pasado», dice José Emilio Pacheco, «de
corregir lo que ya es inmodificable, consiste en el acto de la escritura»40.
Todos los pro­tagonistas de Onetti se rebelan contra el mundo hostil cons-
truyendo espa­cios ilusorios, refugios contra la humillación diaria. Eladio
Linacero, Aránzuru, Jorge Malabia y Díaz Grey (en Para una tumba sin
nombre), el alma­cenero de Los adioses, Larsen y ahora Medina inventan
aventuras compensa­torias, recogen los fragmentos de su vida y prosi-
guen por los territorios de la imaginación.
Tendidos en la cama, Eladio sueña la aventura de la cabaña de tron-
cos, Aránzuru fantasea con Faruru, la isla de la felicidad, y Brausen inven-
ta San­ta María, historias y vínculos escamoteados por la vida, transforma
el mun­do en imagen de su deseo. Medina también adopta la postura
usual de los hombres onettianos, echarse en la cama para abandonarse a
sus propios sue­ños, a «los miles de sueños simultáneos» (p. 56) que pululan
el mundo de Onetti, para proponer lo imaginario como compensación
a la incesante su­ciedad de la vida. Si Brausen admira a la Queca por «su
capacidad de ser dios para cada intrascendente, sucio momento de la
vida» (p. 556) y él mismo es el demiurgo fundador, si Díaz Grey siente «el
placer, la embriaguez de ser dios de lo que evocaba» (p. 1008), Medina será
«el comisario que qui­so ser Dios» (p. 177).
La segunda parte de la novela pone de manifiesto lo que relatos pre­
vios de Onetti formularon reiteradamente: que el acto de escribir enrique-
ce la posibilidad de redimirse, de ejercitar el poder de modificar, impugnar
y abolir la realidad degradante, proyectarse más allá de sí mismo. El sueño
de Medi­na se inserta en el relato como una historia «imaginaria» que modi-
fica la «real». Un detalle clave, la repetición casi literal, en la segunda parte,
de un breve capítulo de la primera («El camino» y «El camino II»), cuyas
únicas variantes son sinónimos, subraya que el movimiento progresivo es
sólo aparente e invita a reordenar la trama en dos historias superpuestas.

Hugo Verani « 263 »


En Santa María, Medina descubre que su búsqueda del «paraíso per-
dido» no ha hecho más que conducirlo a una sociedad tanto o más
envilecida que la Lavanda montevideana. La Santa María que imagina
es una ciudad hecha de recuerdos desvaídos, donde ya casi no quedan
vestigios de la ciu­dad de Brausen (el Hotel Plaza es ahora una casa de
pensión, el hospital un asilo para ancianos, etc.) y pocos habitantes co-
nocidos, como atestigua Díaz Grey, último sobreviviente de un mundo
deshabitado: «Ya no queda nadie de mi tiempo. Cada día nos sentimos
más solos, como en exilio» (p. 196). El desmoronamiento de un mundo que
progresivamente viene gestándose desde Juntacadáveres llega a la irre-
versible destrucción final: «No eran los restos de una ciudad arrasada por
la tropa de un invasor. Era la carcoma, la pobreza, la irónica herencia de
una generación perdida en noches sin recuerdo, en la nada» (p. 195). Santa
María es ahora un ámbito de por­dioseros, niños rotosos y malnutridos,
prostitutas, y drogadictos, de aire pu­trefacto y malezas que invaden las
quintas abandonadas, una ciudad de humillante marginalidad social en
la que todos aceptan «la desgracia como compañía, un clima habitual y
soportable» (p. 164).
Medina regresa a Santa María para invertir las leyes que regían su
vida en Lavanda –la relación de dependencia– y para reconciliarse con
su hijo, salvarlo de la influencia de Frieda y vengarse de ella. Pero el
empeño nada tiene que ver con el amor o la amistad, sino que se funda-
menta como es usual en Onetti– en la mentira acordada, en el juego de
imponerse una responsabilidad cualquiera: «Desde que me conociste, o
desde mucho an­tes, quisiste jugar a que yo era tu hijo. Nada de amor, en
realidad: el placer del dominio, la pobre satisfacción orgullosa de impo-
ner destinos y contac­tos» (p. 187).
En Santa María se cumple el deseo de Medina de dominio y el placer
de modificar los destinos de sus adversarios: es el todopoderoso comi-
sario de la ciudad. Pero en Onetti todo sueño de amor y de amistad está
congéni­tamente condenado al fracaso. Frieda se vuelve más poderosa
que Medina (se enriquece y tiene éxito como cantante de cabaret) y Ju-
lián sigue siendo amante de ella. El fracaso de Medina en Santa María es
previsible: «Todo transplante a Santa María se marchita y degenera» (p. 882),

« 264 » Colección Prólogos


vaticina Lanza en Juntacadáveres, y los que regresen «mascarán con pla-
cer el fracaso y las embellecidas memorias, falsificadas por necesidad»
(p. 1406) . Como Mon­cha en «La novia robada» y Rita en Para una tumba
sin nombre, Medina regresa a cumplir su destino sanmariano, con clara
conciencia de que una fatalidad implacable controla su vida: la ciudad
tiene la última palabra. No hay salida posible sin «la gracia de Brausen».
«El placer del desquite o revancha, el aire de violencia y agresividad,
en sus variadas formas de manifestación, son estados habituales y con­
natu­rales de la narrativa de Onetti»41. Si Casal en Tierra de nadie sentía
«un odio frío, sin causa precisa» (p. 247), si Brausen vive obsesionado con la
idea de matar y a Larsen «lo enfurecía y lo desconcertaba no encontrar [...]
un objetivo concreto de odio» (p. 839), Medina encuentra en Santa María la
oportunidad de resolver el envejecido rencor y la necesidad de vengarse
que arrastran los personajes onettianos. Como si cumpliera con desinte-
rés un ri­to preestablecido, golpea a Julián, mata a Frieda, es responsable
del suicidio de su hijo y, según se insinúa, del asesinato de Olga, pero
la novela termina antes. Santa María arde, devorada por el fuego purifi-
cador, irónica «opera­ción limpieza» fraguada por Medina. Reaparece el
Colorado, personaje de «La casa en la arena», un idiota pelirrojo, con ma-
nías incendiarias, y en com­plicidad con Medina, Díaz Grey y los vientos
del temporal de Santa Rosa (recuérdese que Santa María fue fundada por
Brausen en La vida breve du­rante la tormenta de Santa Rosa), incendia la
ciudad. «Esto lo quise durante años, para esto volví» (p. 254), dice Medina
cuando se vislumbra el fin. Viento, fuego y noche se confabulan para
suscitar por medio de la palabra la profe­cía apocalíptica.
Dejemos hablar al viento es, en suma, una novela en la cual la con­
fluencia de textos, y la reescritura de situaciones específicamente onet-
tianas (las oposiciones adolescencia-madurez y el amor-odio, la mentira
y el ma­lentendido, la pérdida de ideales y la evocación del pasado) y la
construc­ción del relato mediante procedimientos usuales (la perspectiva
doble, la am­bigüedad, el sueño, el libre ejercicio de la imaginación), im-
ponen una lec­tura que reconozca la deliberada estrategia intertextual, de
síntesis totaliza­dora, la ambición de Onetti de recapitular lo andado.

Hugo Verani « 265 »


Notas Corregidor, 1974; y Dejemos hablar al viento,
Barcelona, Bruguera, 1979.
1. «Discurso de JCO», Estafeta, Nº 30 (mayo
1981), p. 108. 13. Jaime Concha, «Sobre Tierra de nadie
de JCO», Atenea, Nº 417 (1967), p. 186.
2. Hans Roben Jauss, «El texto poético en el
cambio de horizontes de la comprensión», 14. Mario de Micheli, Las vanguardias artísti-
Maldoror (Montevideo), Nº 19 (1985), p. 36. cas del siglo XX, Madrid, Alianza, 1979, pp. 54 y
65.
3. «Discurso de JCO», p. 108.
15. Hugo J. Verani, El ritual de la impostura,
4. Wolfgang Iser, «La interacción texto-lector:
Caracas, Monte Ávila, 1981, p. 128.
algunos ejemplos hispánicos», Revista Cana-
diense de Estudios Hispánicos, v. 6 Nº 2 (1982), 16. La escena se encuentra en las páginas
p. 235. 689-692 de las Obras completas.

5. Réquiem por Faulkner y otros artículos, ed. 17. Mario Benedetti, «JCO y la aventura del
de Jorge Ruffinelli Montevideo, Arca/Calicanto, hombre», en Juan Carlos Onetti, ed. de H.J.
1975, p. 16. Las ocho citas siguientes se hacen Verani, Madrid, Taurus, 1987, p. 69.
de esta edición.
18. Las citas vienen, respectivamente de Emir
6. «Encuesta entre escritores nacionales», Rodríguez Monegal, «Conversación con JCO»,
El Popular (Montevideo), (26 enero 1962), Eco, Nº 119 (1970), p. 460; y «Por culpa de
Suplemento, p. 4. Fantomas», Cuadernos Hispanoamericanos, Nº
284 (1974), p. 228.
7. «Divagaciones para un secretario», Acción
(Montevideo), (24 octubre 1963), p. 19. 19. Véase H.J. Verani, El ritual de la impostura,
pp. 247-263.
8. Ángel Rama, La generación crítica 1939-
1969, Montevideo, Arca, 1972, p. 123. 20. Jorge Ruffinelli, «Onetti antes de Onetti»,
en Juan Carlos 0netti, p. 39.
9. Francisco Espínola, «El pozo, de JCO», El País,
(18 septiembre 1940). Recogida por Ana Inés 21. Josefina Ludmer, «Contar el cuento», Juan
Larre Borges. «Espínola escribe la primera Carlos Onetti, p. 305.
valoración de El Pozo», Brecha (Montevideo),
22. María Esther Gilio, «Un monstruo sagrado y
(23 octubre 1987), p. 31.
su cara de bondad», La Mañana (Montevideo),
10. Alberto Zum Felde, Índice crítico de la (20 agosto 1965).
literatura hispanoamericana: la narrativa
23. Jorge Ruffinelli, «JCO. Creación y muerte
(México, Gua­ranía, 1959), p. 463.
de Santa María», Palabras en orden, Buenos
11. Mario Vargas Llosa, «Novela primitiva Aires, Crisis, 1974, p. 77.
y novela de creación en América», Marcha
24. José Donoso, «Prólogo» a El astillero, Ma-
10 enero 1969, p. 31.
drid, Salvat/Alianza, 1970, pp. 12-13.
12. Obras completas, México, Aguilar, 1970, pp.
25. Mario Benedetti, «Desde un lugar en el
75-76. Todas las citas se hacen de esta edición,
mundo», Brecha (Montevideo), Nº 3 (25 oct.
con tres excepciones: La muerte y la niña,
1985), sección «La Lupa», p. 2.
Buenos Aires, Corregidor, 1973; «Matías el
telegra­fista», Cuentos completos, Buenos Aires, 26. José Manuel García Ramos, «Entrevista con

« 266 » Colección Prólogos


JCO», Camp de L’Arpa (Barcelona), No 45-46 te, en las pp. 58, 142 y 55 de Dejemos hablar al
(1977), p. 18. viento y proceden de las pp. 49, 444 y 911 de
las Obras completas. El párrafo de La vida
27. Javier García Sánchez, «El miedo del escri-
breve resume, en realidad, dos párrafos de la
tor ante la muerte. Entrevista con JCO», El Viejo
página citada. El cuento «Justo el 31» es ahora el
To­po (Barcelona), Nº 38 (1 nov. 1979), p. 63.
capítulo VIII de Dejemos hablar al viento.
28. Rosa María Pereda, «Premio Cervantes de
36. Por ejemplo, Larsen, en Juntacadáveres:
Literatura. Onetti: ‘Yo hubiera votado por
«Resoplando y lustroso, perniabierto sobre los
Octavio Paz’», El País (Madrid), (17 dic. 1980),
saltos del vagón en el ramal de Enduro, Junta
p. 36.
caminó...» (p. 777); «Humillado y protector voy
29. Magela Prego, «Con JCO. ‘Y bueno, eran anun­ciando mi llegada con los suaves estalli-
muy brutos’», Jaque (Montevideo), (8 feb. dos de los escalones...» (p. 914). Medina, en
1985), pp. 10-11. Dejemos hablar al viento: «Frenético y disimu-
lado, entreverado con el cuerpo decepcionan-
30. Véase Ángel Rama, «Origen de un novelista
temente pul­cro por deformación profesional...»
y de una generación literaria», en JCO, El pozo,
(p. 55); «Aflojándose la corbata, enérgico e
Montevideo, Arca, 1965, pp. 84-87.
irritado, Medi­na contempló...» (p. 206).
31. Isaías Peña Gutiérrez, «JCO en Cuba», Cam-
37. Lavanda está descrita para que se reconoz-
bio (México), Nº 4 (julio-sept. 1976), p. 63.
ca a Montevideo. Nombres de lugares (el Ce-
32. El primer fragmento publi­cado de Dejemos menterio Central, la Playa Ramírez, el Parque
hablar al viento fue «Justo el 31», Marcha, Nº Hotel) y de calles (Isla de Flores, Carlos Gar-
1220, (28 agosto 1964), 2ª sección, pp. 23-24; del) de los alrededores del Barrio Sur, donde
en otro fragmento, «Mercado viejo», Acción, (10 vivía Onetti, u otros lugares típicos de la ciudad
dic. 1967), p. 8, se indica en la nota de presen- (el Buceo, el restaurante Morini, la Plazoleta
tación que es un capítulo de la «novela que del Gaucho, la óptica Ferrando, la Avenida
Onetti piensa terminar para fin de año». En Agraciada, el Teatro Solís), están impregnados
líneas generales, Onetti describe la trama de de la nostalgia de la patria perdida. En los
Dejemos hablar al viento en Emir Rodríguez fragmentos de la novela anticipados (véase la
Monegal, «Conversación con Onetti», Eco, Nº nota 32), la ciudad se llamaba por su nombre,
119 (1970), pp. 238-266; y en Jorge Ruffinelli, Montevideo.
«JCO. Creación y muerte de Santa María», Pala-
38. Véase H. Verani, El ritual de la impostura,
bras en orden, Buenos Aires, Crisis, 1974, pp.
pp. 196-203.
69-88.
39. Mario Benedetti, «JCO: Dejemos hablar al
33. Eligio García Márquez, «JCO: ‘Mi nombre es
viento», Revista de Crítica Literaria Latinoame-
Larsen’», Son así: Reportaje a nueve escritores
ricana (Lima), Nº 14 (1981), p. 165.
hispanoamericanos, Bogotá, La Oveja Negra,
1982, p. 29. 40. José Emilio Pacheco, «Presentación» al disco
Juan Carlos Onetti, México, UNAM, 1967, p. 2.
34. Ángel Rama, «Onetti: el enclaustramiento
del maestro», Eco (Bogotá), Nº 162 (1974), p. 41. H. Verani, El ritual de la impostura, p. 237.
661.

35. Los párrafos de El pozo, La vida breve y


Juntacadáveres se encuentran, respectivamen-

Hugo Verani « 267 »


Índice

Presentación 7

Advertencia editorial 8

jorge ruffinelli
Obra completa de Juan Rulfo 9

domingo miliani
Las lanzas coloradas y cuentos selectos de Arturo Uslar Pietri 47

jaime alazraki
Rayuela de Julio Cortázar 133

Hugo verani
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti 223
E ste volumen de la Fundación Biblioteca Ayacucho
se realizo el mes de octubre de 2009,
En su diseño se utilizaron caracteres
ITC Adobe Garamond light, light italic, book, book italic,
bold, bold italic, ultra y ultra italic;
y en las capitulares Bickham Script MM
Swash Capitals de Richard Lipton, Adobe Systems.
www.bibliotecayacucho.gob.ve

revoluciónde laconciencia
R

NARRATIVA
Colección prólogos
Jorge Ruffinelli Domingo Miliani Jaime Alazraki Hugo Verani Biblioteca Ayacucho es una de las expe-
(Uruguay, 1943). (Venezuela, 1937- (Argentina, 1934). (Uruguay, 1941). ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos riencias editoriales más importantes de la
Crítico e investigador 2002). Ensayista, na- Ensayista y profesor Editor y crítico litera- cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de NARRATIVA cultura latinoamericana. Creada en 1974
de cine y de literatu- rrador y poeta. Profe- universitario. Se doc- rio, se doctoró en la como homenaje a la batalla que en 1824
la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes de-
ra. Profesor universi- sor universitario. Se toró en Columbia Universidad de Wis-
sean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez inten- significó la emancipación política de nues-

prólogos
tario, dirigió el Cen- doctoró en la Univer- University. Entre sus consin. Entre sus pu-
ta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de tra América, ha estado desde su nacimiento
tro de Investigacio­nes sidad Autónoma de publicaciones desta- blicaciones destacan:
otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el urugua- promoviendo la necesidad de establecer
Lingüístico-Literarias México. Director fun-­­ can: Poética y poesía El ritual de la impos­
yo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que una relación dinámica y constante entre lo
de la Universidad de dador del Centro de de Pablo Neruda tura (1981); De la
Veracruz. Ha sido ju- Estudios Latinoameri- (1965); La prosa na­ vanguardia a la pos­ se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive contemporáneo y el pasado americano, a
rado de los Premios canos Rómulo Galle- rrativa de Jorge Luis modernidad: narra­ Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endia- fin de revalorarlo críticamente con la pers-
Casa de las Américas gos. Entre sus publi- Borges (1968); En tiva uruguaya (1996); blada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor vene- pectiva de nuestros días.
y Juan Rulfo. Entre caciones figuran: busca del unicornio, y Las vanguardias li­ zolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su 1 En esta colección se agrupan temática-
sus publicaciones Prueba de fuego. Na­ los cuentos de Julio terarias hispanoame­ obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos mente algunos prólogos de nuestros libros.

RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI


destacan: La viuda de rrativa venezolana. Cortázar (1983); y ricanas (1990). aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del Pretendemos con esto estimular la lectura
Montiel (1979); El lu­ Ensayos (1973); Trípti­ Hacia Cortázar, cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y
gar de Rulfo (1980); y co venezolano (na­ aproximaciones a su tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el apoyar el trabajo de los especialistas y estu-
La escritura invisible rra­tiva, pensamiento obra (1994). cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estu- diosos de la cultura latinoamericana. Estos
(1986). y crítica) (1985); y
dio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el prólogos arrojan un rico legado vinculado
País de lotófagos. En­
siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del len- a la obra, y muestran  interpretaciones y
sayos (1992).
guaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma posturas que los autonomizan y permiten
para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el traba-
1 leerlos como entidades literarias que confi-
jo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas guran un todo de calidad estética, teórica y
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca JORGE RUFFINELLI crítica.
a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lec- Obra completa de Juan Rulfo
tura del importante narrador uruguayo.
DOMINGO MILIANI
Las lanzas coloradas y cuentos selectos
de Arturo Uslar Pietri

JAIME ALAZRAKI
Rayuela de Julio Cortázar

HUGO VERANI
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti
R

NARRATIVA
Colección prólogos
Jorge Ruffinelli Domingo Miliani Jaime Alazraki Hugo Verani Biblioteca Ayacucho es una de las expe-
(Uruguay, 1943). (Venezuela, 1937- (Argentina, 1934). (Uruguay, 1941). ecogemos en este primer volumen de la Colección Prólogos riencias editoriales más importantes de la
Crítico e investigador 2002). Ensayista, na- Ensayista y profesor Editor y crítico litera- cua­tro textos de críticos que han abordado la obra de significativos narradores de NARRATIVA cultura latinoamericana. Creada en 1974
de cine y de literatu- rrador y poeta. Profe- universitario. Se doc- rio, se doctoró en la como homenaje a la batalla que en 1824
la literatura latinoamericana. Biblioteca Ayacucho ofrece esta obra a quienes de-
ra. Profesor universi- sor universitario. Se toró en Columbia Universidad de Wis-
sean iniciarse en la lectura de los clásicos de nuestro continente, y a su vez inten- significó la emancipación política de nues-

prólogos
tario, dirigió el Cen- doctoró en la Univer- University. Entre sus consin. Entre sus pu-
ta abrir espacios a quienes se quedan en la sombra por develar el misterio de tra América, ha estado desde su nacimiento
tro de Investigacio­nes sidad Autónoma de publicaciones desta- blicaciones destacan:
otros escritores ya consagrados. Para la Obra completa de Juan Rulfo, el urugua- promoviendo la necesidad de establecer
Lingüístico-Literarias México. Director fun-­­ can: Poética y poesía El ritual de la impos­
yo Jorge Ruffinelli escribe un prólogo que nos envuelve en la atmósfera en que una relación dinámica y constante entre lo
de la Universidad de dador del Centro de de Pablo Neruda tura (1981); De la
Veracruz. Ha sido ju- Estudios Latinoameri- (1965); La prosa na­ vanguardia a la pos­ se desarrollan las historias, dentro de esa singular realidad-fantástica en que vive contemporáneo y el pasado americano, a
rado de los Premios canos Rómulo Galle- rrativa de Jorge Luis modernidad: narra­ Pedro Páramo, invitándonos a hacer una lectura que «hoy admira por su endia- fin de revalorarlo críticamente con la pers-
Casa de las Américas gos. Entre sus publi- Borges (1968); En tiva uruguaya (1996); blada sutileza, por la perfección de su diseño». Sobre el conocido escritor vene- pectiva de nuestros días.
y Juan Rulfo. Entre caciones figuran: busca del unicornio, y Las vanguardias li­ zolano Arturo Uslar Pietri, presentamos el trabajo que Domingo Miliani hace a su 1 En esta colección se agrupan temática-
sus publicaciones Prueba de fuego. Na­ los cuentos de Julio terarias hispanoame­ obra narrativa, Las lanzas coloradas y cuentos selectos; este sagaz crítico nos mente algunos prólogos de nuestros libros.

RUFFINELLI • MILIANI • ALAZRAKI • VERANI


destacan: La viuda de rrativa venezolana. Cortázar (1983); y ricanas (1990). aproxima a «quien ha llegado, a la perfección de nuestros grandes maestros del Pretendemos con esto estimular la lectura
Montiel (1979); El lu­ Ensayos (1973); Trípti­ Hacia Cortázar, cuento contemporáneo: más cerca de Borges o Cortázar, que de las consabidas del fondo editorial Biblioteca Ayacucho y
gar de Rulfo (1980); y co venezolano (na­ aproximaciones a su tragedias municipales con que se nutrió buena parte de nuestra producción en el apoyar el trabajo de los especialistas y estu-
La escritura invisible rra­tiva, pensamiento obra (1994). cuento». Jaime Alazraki, crítico argentino, nos ofrece en esta oportunidad el estu- diosos de la cultura latinoamericana. Estos
(1986). y crítica) (1985); y
dio de una de las grandes novelas en lengua española que se haya escrito en el prólogos arrojan un rico legado vinculado
País de lotófagos. En­
siglo XX, la excepcional Rayuela de Julio Cortázar, a quien con su uso del len- a la obra, y muestran  interpretaciones y
sayos (1992).
guaje, «le espera su prueba de fuego, y es allí donde intentará sacudir la norma posturas que los autonomizan y permiten
para establecer nuevas posibilidades y aperturas». Por último, ofrecemos el traba-
1 leerlos como entidades literarias que confi-
jo de Hugo Verani, quien valiéndose de un exhaustivo sondeo por las conocidas guran un todo de calidad estética, teórica y
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti, y gracias a su certero discurso, nos acerca JORGE RUFFINELLI crítica.
a sus personajes y nos encierra en su trama, logrando así seducirnos con esta lec- Obra completa de Juan Rulfo
tura del importante narrador uruguayo.
DOMINGO MILIANI
Las lanzas coloradas y cuentos selectos
de Arturo Uslar Pietri

JAIME ALAZRAKI
Rayuela de Julio Cortázar

HUGO VERANI
Novelas y relatos de Juan Carlos Onetti

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