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Instrucciones para subir una escalera

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal
que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente
se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta
que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.
Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la
derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un
peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos
elementos, se sitúa un tanto más arriba y más adelante que el anterior, principio que
da sentido a la escalera, ya que cualquier otra combinación produciría formas quizá
más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer
piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan
particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los
brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen
de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y
regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo
situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo
excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha
parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda
(también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y
llevándola a la altura del pie, se la hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño,
con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros
peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La
coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese
especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie). Llegado en esta forma
al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse
con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que
la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

Cortázar, Julio; Historias de cronopios y de famas (Fragmento), Buenos Aires,


Sudamericana, 1994.
El rastro de tu sangre en la nieve

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de
bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol
examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo
derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en
regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte
era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del
Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de
visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de
Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una
chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y
tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos
era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por
aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y
muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión
dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno
pandillero de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar
una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que
preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en
mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita
de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por
señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no
entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
Merde! Allez-vous-en!

Gabriel García Márquez [Fragmento]


A la deriva

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse
con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y
sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su
espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un
dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó
el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o
tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la
pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante,
le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La
sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Horacio Quiroga (Fragmento)


La metamorfosis

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo,


se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado
sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía
un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre
cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al
suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su
tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo
pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima
de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados —Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro
que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco
dorado. Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que
estaba allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito
de piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso —se
oían caer gotas de lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy
melancólico.
«¿Qué pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir
del lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se
lanzase con mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear
sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las
patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el
costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.

Franz Kafka (Fragmento)


La lluvia de fuego

Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.


Levítico, XXVI - 19.

Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles
atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.
Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un
trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...
A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de
cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que
daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor
urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de
abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que
esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante;
pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula
de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una
ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel
cobre? ¿Era cobre?...
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no
caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se
levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las
chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya
cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.

Leopoldo Lugones (Fragmento)


El ruido de un trueno

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que
parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se
movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
—¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
—No garantizamos nada —dijo el official—, excepto los dinosaurios. —Se volvió—. Este es el señor
Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece
sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a
la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero,
y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía
el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce
de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó
las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas
salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán
negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte,
retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes
gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como
cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la
semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de
una mano.

Ray Bradbury [Fragmento]

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