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Cuadernos
orquestados
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Cuadernos
orquestados
Abel Robino
César Cantoni
Osvaldo Ballina
Horacio Preler
Gustavo Caso Rosendi
Guillermo Lombardía
Osvaldo Picardo
Rafael Felipe Oteriño
Patricia Coto
Néstor Mux
Horacio Castillo
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Castillo, Horacio
Colectánea. - 1a ed. - La Plata : Al Margen, 2010.
226 p. ; 21x15 cm. - (El milagro secreto)
ISBN 978-987-618-086-3
© Ediciones Al Margen
Calle 16 nº 553
C.P. 1900 - La Plata, Buenos Aires,
Argentina
E-mail: info@edicionesalmargen.com
Página web: www.edicionesalmargen.com
Todos los derechos reservados. No puede reproducirse ninguna parte de este libro por
ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, xerografiado, o
cualquier almacenaje de información o sistema de recuperación sin permiso del editor.
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El material recopilado en esta publicación compone el
primer tomo de Cuadernos Orquestados, colección de poesía
que desde 2005 viene ofreciendo, mediante cuadernillos
impresos en papel, anticipos de poemarios inéditos, como
el de Gustavo Caso Rosendi; breves antologías de bolsillo,
como las de Horacio Preler, Rafael Felipe Oteriño y César
Cantoni; una parte de un libro que me pareció bisagra –por
momentos, brújula indicadora, una unidad en sí misma–
en el recorrido poético de Osvaldo Ballina, como es La
Aldea; y también selecciones de poemas correspondientes
a períodos notorios dentro de las obras de Osvaldo Picardo,
Patricia Coto, Guillermo Lombardía y Néstor Mux.
En mi afán de buscar nuevas formas de presentar a
un poeta, y basándome en ideas de mi obra teórica,1
la colección publicó también un número dedicado a
Horacio Castillo, que incluye siete poemas de su autoría
acompañados por otros tantos trabajos de diversos autores,
consistentes en colaboraciones abiertas, críticas de carácter
predominantemente lírico, coincidencias poéticas y relatos
imaginarios, que son, al mismo tiempo, una manera más
de seguir hablando de poesía.
Para explicar el origen de estos cuadernillos debo
remontarme al año 2005, en ocasión de un agasajo, una
invitación que me hicieron a leer poemas en la ciudad de
Pergamino. Se me ocurrió, entonces, que el agasajado
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debía a su turno agasajar a la concurrencia; fue así cómo
Ernesto Girard encontró la forma, tan delicada como justa,
de publicar un cuadernillo caligrafiado por él mismo,
compuesto por un conjunto de textos míos, precedidos de
una breve reseña. La idea de continuar con las publicaciones
surgió de inmediato: estaba el cantor, faltaba la orquesta.
A partir de ahí, el nombre de la colección se impuso
naturalmente.
Con posterioridad, Cuadernos Orquestados sumó un
nuevo formato al ser instalado en Internet por Fernando
Orellana, creador y diseñador del sitio.
A los nombres citados, resta agregar los de Guillermo Pilía,
Héctor Freire, Sandra Cornejo y Norma Etcheverry, que,
de distintos modos, colaboraron con sus textos.
Hasta aquí la génesis de este primer tomo. Por lo demás,
no es fácil prologar un libro que recoge poemas relevantes
de autores que nacieron, residen o residieron alguna vez
en La Plata, epicentro de la presente colección. Cabría
preguntarse qué destilan la ciudad y su vasta arboleda para
generar desde siempre tanta intencionalidad poética. ¿Será
un simple desorden del aire, una cuestión de atmósfera, de
clima detonador?
Tienen la palabra los poemas.
A. R.
París, marzo de 2010
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Abel Robino
Poemas
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La poesía de Abel Robino me es particularmente familiar.
La he visto nacer, crecer y desplegarse hasta alcanzar –como
lo confirma la presente selección– un depurado esplendor.
La he visto, también, mudar de piel, trasplantarse de un
continente frustrado a un continente agotado y, sin embargo,
mantener vivo el pathos de origen. Pathos nada común en
esta época posmodernista, alejandrina, en cuyo contexto es
preciso ubicar estos textos de Robino pertenecientes a su
libro Hiel por Hiel –Tierra Firme, Buenos Aires, 1997– que
producen un notable impacto: el de esa gota de agua que
da título a uno de los poemas y que atraviesa el bloque de
lo real.
Esa gota de agua es, podríamos aventurar, una metáfora
del canto, de la palabra poética, pero no de cualquier
palabra sino de aquella que –como lo dice el autor– nace
de la lengua desgarrada por el escorpión de la muerte.
Sólo así es posible horadar ese bloque, desinfectar el
misterio y asomar ileso por el otro lado donde esperan, en
el colmo de la desdicha, también tinieblas. Se trata de un
proceso dramático, que exige una serie de metamorfosis:
cuervo, lobo, escuerzo, cerdo, la liendre evocadora de John
Donne, el gato negro y finalmente, ese pájaro de la India
cuyo máximo canto es “un silencio que sacude las plumas”.
Tan someramente, el sentido último –o uno de los sentidos–
de esta poesía llena de imágenes deslumbrantes, recursos
melódicos, desolada grandeza y, sobre todo, dueña de una
patética belleza que cumple con el sabio precepto: “¡Lo
bello es terrible!.
Horacio Castillo
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Gota a gota
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Extraído del carnet
de las reencarnaciones
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Seco ramillete de lilas
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Arte poética
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Naufragio de un gato negro
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Últimas imágenes
de un jardín argentino
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Canción del exilio
A Sandra Rossi
Salve la prédica:
no hay lugar en la tierra libre
de nostalgias, pues viene con nosotros.
Salve la lava de nuestra ira
y que no te alcance.
Salve los enemigos perpetuos
pues la venganza
alarga los días de quien la trama.
Salve los que no han perdido el rumbo
el camino impalpable sin más huella
que el olor a punición y a suerte.
Salve quienes dormidos repiten
hiel por hiel.
Y salve también la que no nos olvidó
la que ya no huye a las fieras de la congoja
la que simula el tétano de la muerte para
que la asquerosa bestia de los recuerdos
no le descubra la herida en la que,
atada, viaja mi juventud.
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Pájaro de la India
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Drogas
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Graffittis en tierra de desaparecidos
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César Cantoni
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César Cantoni nació en La Plata en 1951. Publicó varios libros
de poemas como Confluencias (1978), Los días habitados
(1982), Linaje humano (1984), La experiencia concreta
(1990), Continuidad de la noche (1993), Cuaderno de fin
de siglo (1996), Triunfo de lo real (2001) y La salud de los
condenados (2004). Si bien es cierto que por vecindad se lo
ha identificado con La Plata y con el imaginario provinciano
de “la ciudad de los poetas”, no es menos cierto que su
poesía rebasa esos límites fáciles y concesivos. Así como la
de Castillo, Preler, Ballina o Robino.
Hay una geografía de la escritura poética donde se determina
el mapa construido por la experiencia individual, pero
no necesariamente debe coincidir con ciudades y grupos
sociales. Es una zona imprecisa que, al contrario de lo que
se piensa comúnmente, nos confunde más que ilumina.
No deja, por ello, de ser una instancia de nuestro mundo
acontecido en su fugacidad y su despojo. Ahí regresamos
con los fantasmas de la memoria, tanto como con la lectura
y con la palabra, para engañarnos con una lucidez que
sólo existe en el objeto de nuestro afán: el texto. Esta zona
imprecisa de la existencia no la barre el viento o la historia
de un país. Por el contrario, la historia y esa dignidad que
reposa en “los huesos, con su destello mineral/ de piedra
pulida por la lluvia” (de La experiencia concreta), se vuelven
incertezas que motivan la persistencia en el poema.
La poesía de César Cantoni habita esa geografía de la escritura
que comparte con una tradición argentina afincada, desde
fines de los años 40, en la obra de Joaquín Giannuzzi y
proseguida, luego, en los poetas de la promoción de los 80.
Los registros de esta tradición, siempre desromantizados,
a veces irónicos y otras amargamente escépticos, son
sumamente vastos y cubren variantes enriquecedoras en
un panorama en que se dan cabida las voces de Ricardo
Aulicino, Héctor Freire, Alejandro Schmidt, Ricardo
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Costa o Abel Robino. Esta tendencia de la poesía abreva
principalmente en la poesía norteamericana de Williams y
Stevens, pero no deja también de alimentarse de corrientes
europeas como la de Ponge y Benn, o en las exterioristas
hispanoamericanas que hallaron en Veiravé su intérprete
criollo. Mal llamada neo-objetivismo, redundó en nuestros
días en toda una amplia gama de epígonos hiperrealistas
que se aplanaron en una superficie tautológica tras la cual
difícilmente se encuentra la experiencia poética.
En el caso de Cantoni, por el contrario, el poema desata la
conciencia ante los fenómenos de la cotidianeidad que, en
su manifestación concreta, contradicen los grandes relatos
de la historia y la metafísica. El poema a partir de entonces
no es sólo un trabajo con la palabra, es la aproximación a esa
experiencia del vacío y la orfandad que se trasunta detrás de
la superficie árida de las palabras. Los materiales artísticos
están, así, destinados a la desidealización del lenguaje
literario. Este procedimiento característico está fundado
por un convencimiento raigal: la intemperie de la existencia.
Un ejemplo es el poema “Un surtidor en el camino”, donde
leemos casi como un arte poética la pregunta: “¿Por qué un
surtidor debería ser lo que no es,/ componer, acaso, una
metáfora,/ encarnar un símbolo arbitrario?”. El paisaje
vacío del desierto –con todo su potencial simbólico– sirve
de soporte a un largo viaje en que se da el acontecimiento
del mundo vivido o mundo circundante aún en su estado
anterior a la conceptualización. Es el mundo que los
alemanes llamaron “Lebenswelt” para definir el espacio
vital de los fenómenos anónimamente subjetivos. En ese
mundo anida esta poesía, para luego construir su exasperada
crítica de la vida cotidiana y social: “cada banco es un
lecho sombrío/ la plaza entera, un asilo de expatriados”
(“Intemperie”, de Cuaderno de fin de siglo, 1996). En “La
salud de los condenados” se hace explícita la sobrevivencia
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del testimonio de la derrota, una sobrevivencia en que cabe
la pregunta por las desapariciones y la afirmación de una
resistencia continua, casi eterna.
Quizás el poema “Diógenes…”, que cierra esta antología,
nos dé la estremecedora respuesta que la lectura total nos
propone desde el inicio. Volvemos a la noción de intemperie
desde una perspectiva positiva, cuyo sentido se alcanza a
partir de un uso primigenio. Tito Livio y los agrónomos
latinos usaban esta palabra como intemperies caeli, las
inclemencias del clima. Luego pasó a ser la negación de
un estado deseado, el de temperatus, con el que se quería
hablar de lo convenientemente distribuido y dispuesto. De
ahí que la intemperie esté en el orden de lo caótico y de lo
injusto. Pero en el poema, se revitaliza como condición de
lo humano, como desarraigo en el orden catastrófico de la
historia y sus injusticias, contra las vidas hechas a medida
de lo convenido y concedido social y políticamente. Una
imagen basta, entonces, para dejar aparecer la condición
vagabunda del hombre, en la cual la orfandad y el vacío son
asumidos con la libertad “incondicional del viento”.
Mundo e intemperie son las circunstancias de nuestras
vidas. Lo demás no deja de ser falso acontecimiento con el
cual se resigna la libertad. Cantoni lo sabe y lo hace saber.
Osvaldo Picardo
Mar del Plata, enero de 2005
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Lo más digno de nosotros
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Noche estival
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El tiempo irreparable
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Intemperie
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Un surtidor en el camino
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Momento en la carnicería
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Hotel
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Aquí no hay dios
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A la manera de
William Carlos Williams
y no seguí de largo,
y no crucé la calle,
y no doblé en la esquina,
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Álbum de familia
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La salud de los condenados
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Diógenes o el ideal del vagabundo
Yo sigo prefiriendo al hombre sin casa.
Abel Robino
Vivir a la intemperie.
Vivir al arbitrio de la intemperie.
No tener nada, no querer tener nada.
No aferrarse al pasado ni al presente,
menos al porvenir. (Incluso,
renunciar a la vana tentación de dejar huella.)
Ir simplemente de un lugar a otro,
como un acólito incondicional del viento.
Encarnar la metáfora del viento.
Salvarse por el desarraigo.
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Osvaldo Ballina
La aldea
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La aldea, el desarraigo
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hace que el universo sea cosmos o caos.
Y sin embargo, el poeta no manifiesta una fe ciega en las
palabras. En esta aldea de “pocos habitantes y muchas
soledades”, “no hay nacimientos ni buena palabra”; para
verlas por dentro es necesario partirse en tres y marcar con
cruces los lugares en los que sorprende cierta felicidad;
las palabras también tienen “su cuota de traición” y a ellas
inclusive les toca desaparecer; porque una cosa es la palabra
en abstracto y otra su materialización en la realidad, como
la palabra “corazón” que era ovoide en la mente y circular y
cuadrada en la sala de espejos.
Por eso, siguiendo la división que hiciera Dámaso Alonso
de los poetas españoles modernos entre “arraigados” y
“desarraigados” –división que bien puede extenderse a la
poesía de todos los países y todos los tiempos–, podemos
decir que Ballina –y los textos de “La aldea” lo demuestran–
se encontraría entre estos últimos: poetas que no obtienen
su fuerza de la fe en alguna divinidad o idea política, ni
siquiera de la tabla de salvación de las palabras, pero que
aún así luchan y escriben.
Guillermo Pilía
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-La aldea
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-Nacerse, deslimitarse, infinitarse,
recrearse. ¿Cómo tener
los fragmentos juntos?
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-¿Alguien habla y ríe con riesgo?
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-La realidad sin pathos:
pesadilla presa en el hielo
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-Quedarse mudos
es una forma de morir
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-La mirada, esa ambigüedad
concéntrica sobre el otro cómplice
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-El cielo atraviesa el mundo
y yo a mí mismo
El tic tac alejaba y retraía las paredes a los ojos del niño
en su cuna. Nada tenía nombre. Lo suyo eran los ojos,
que miraban y miraban. La tarde sin otro humano caía.
Tic tac, tic tac, del día a la noche, del agua a la sed, de la
saciedad al hambre. Y también al revés, como el tac tic, tac
tic de otro ritmo. Sólo sombras en los ojos que no podían
traducir imágenes y significados. Los objetos se movían
a su alrededor. Buscaban un lugar en la memoria, en un
lenguaje aún sepulto. Las paredes, de nuevo, se alejaban.
El universo se contraía, oscuro. El tic tac cesó. La casa se
volvió más sólida. No hubo más jadeo. El índice del niño
escribió el comienzo de esta historia: el sonido alucina el
espacio.
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-En la confusión de roles, las palabras
fueron tocadas por el odio
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-Paz en la indiferencia
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Horacio Preler
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Horacio Preler (La Plata, 1929) lleva publicados, desde su
inicial Institución de la tristeza (1966) hasta Aquello que
uno ama (2006), nueve libros de poemas, producción que
le sirvió para plasmar un lenguaje de cuño personal, en el
que pueden hallarse resonancias de Eliot, de Stevens, de
Girri. Con estos ascendientes poéticos, Preler rompe, a
partir de Lo abstracto y lo concreto (1973), con los efluvios
sentimentales de la generación del 40 y trae a la poesía
de La Plata un aire nuevo, renovador, que la libera de su
tradicional y rancio tono elegíaco.
Básicamente, puede decirse que la búsqueda afanosa de
un sentido cósmico y la orfandad y el desarraigo humanos
–a los que habría que sumarle la reflexión acerca del
fenómeno poético– son los temas axiales de la creación
preleriana, caracterizada por su mirada inquisidora y su
avidez cognitiva. En efecto, para Preler la poesía no es
un refugio íntimo, confesional, un lugar donde purgar las
cuitas del alma, sino un modo de explorar la realidad, de
intentar descorrer, aunque sea mínimamente, el velo de las
cosas. Así, tomando prestada una metáfora de su inventiva,
podría describirse a la poesía como “un atajo” –en cuanto
elude los caminos convencionales del conocer– hacia “una
zona de entendimiento”. Pero el poeta es consciente de
sus limitaciones y sabe que su razón de ser se halla, antes
que en la comprobación de hipotéticas verdades, en su
capacidad de interrogar, de alumbrar el misterio con su
particular manera de indagarlo, por lo que siempre dejará
en suspenso cualquier afirmación.
Cabe recordar aquí que la raíz indoeuropea de la palabra
poesía –diktjan– alude al concepto de “poner en orden”.
El orden, justamente, es una de las obsesiones recurrentes
en la obra de Preler, que parece ver a la realidad como una
construcción caótica. Es la misma obsesión que revela
“El señor Gianni”, protagonista del poema homónimo,
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cuando “va de aquí para allá/ atento a cada extraño brote,/
cuidando que todo crezca en orden,/ que nada perturbe su
labor,/ como un dios que no ha perdido la esperanza”. Por
ello, no resulta descabellado imaginar que en la piel de este
personaje cohabita, en cierto modo, el poeta, esperanzado
en encontrar, como diría Giannuzzi, “un orden para un
significado”, porque sólo a partir del ordenamiento de lo
real es posible acercarse a la idea de un sentido último.
“El señor Gianni” prueba, asimismo, que la poesía de Preler
no se debate entre abstracciones y cuestiones genéricas,
como podría suponerse. Por el contrario, su punto de
partida se halla en los datos concretos de la realidad; para
ser preciso, en la inmediatez del mundo circundante. Así,
cualquier objeto, por insignificante que parezca, o el más
baladí de los hechos cotidianos, pueden concitar la atención
y acicatear la conciencia creadora del poeta, por lo que los
poemas poseerán una fuerte impronta material, dejando en
claro que sólo después de hacer pie en la tierra intentarán
un salto metafísico. “La rejilla”, en su doméstica sencillez,
es uno de esos textos paradigmáticos al respecto.
Recorriendo la presente selección poética, puede
advertirse, además, que Preler apela permanentemente a
una simbología de clara inspiración, consecuente con su
visión del mundo e invariable a lo largo de todo lo que ha
escrito. Según ella, el hombre es siempre un extranjero,
alguien que transita, extraviado, “las calles/ de una ciudad
desconocida”, y la vida un efímero viaje “a la medida del
dolor”, un viaje por países “hechos sólo para morir”. Cabe
agregar que ese viaje está lleno de “extraños laberintos”, de
misterios para los cuales resulta difícil hallar explicación,
pues el viajero perdió las llaves de la sabiduría “en el
momento de partir”. En este marco referencial –y aquí
aparece el segundo de los tópicos prelerianos expuestos
al comienzo– la extranjería no es otra cosa que sinónimo
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de desarraigo, el que a su vez se traduce en soledad e
incomunicación. Nada mejor para expresarlo que el final
de “Símbolos”: “Nos entendemos pobremente,/ apenas
delineamos los contornos del gesto/ articulando símbolos
heroicos/ para superar el desamparo”.
Sin embargo, hay una soledad más honda que la falta de
comunicación o intercambio afectivo y que Preler pone al
descubierto: es la que tiene relación con la intransferible
mismidad del ser, condición por la cual, al morir, “Uno se
lleva todo. Sus historias,/ la clave de sus miedos, la lóbrega
codicia,/ la indiferencia, el odio,/ los almanaques viejos”.
Y otra alusión semejante puede leerse en “La muerte de
un poeta”: “Un poeta muere como cualquier hombre…/
Abandona entonces a sus hijos,/ sus afectos y sus pequeños
lujos…/ Además,/ los poemas que nadie escribirá por él”.
Felizmente, Preler ya escribió muchos poemas que, por su
sólida unidad estructural, su objetivación del hecho poético
y su trazo austero y riguroso, perdurarán en la memoria
de los lectores. Sí, perdurarán porque se trata de poemas
nacidos de la inteligencia emocional, que preguntan y se
preguntan, invitando a la reflexión, pero que no dejan de
abrigar el alma con su compasivo humanismo.
César Cantoni
La Plata, marzo de 2007
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Símbolos
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Mediocridad
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La muerte de un poeta
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El señor Gianni
58
La rejilla
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Casa vacía
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Países
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Cuerpo y alma
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Las llaves
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Zona de entendimiento
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Cerca de mí
Cerca de mí,
todo está cerca de mí.
Los libros de la vitrina,
las hojas en blanco
y las reminiscencias de la noche.
Cerca está la vida despojada,
los recuerdos que estructuran el alma
y la mirada que partió.
Cerca, muy cerca está la lluvia,
la solitaria lluvia.
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El invierno llega
El invierno llega
y se arrastra por la memoria.
El corazón de un viejo
llama a las puertas de las casas vacías
y no encuentra respuesta.
El frío penetra hasta los huesos
y el desamparo se dispersa en el viento
como el celo de una mariposa.
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Gustavo Caso Rosendi
Soldados
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He aquí una breve selección de poemas de “Soldados”, libro
inédito de Gustavo Caso Rosendi, cuyo asunto se centra en
la Guerra de Malvinas.
Partícipe doble, como soldado y como poeta, C. R. nos
entrega una historia ilustrada con la contundencia de
lo real, dándonos la sensación de que ciertas vidas serán
siempre cortas para poder olvidar.
Una cierta legitimidad autoriza estos textos: la legitimidad
de la fuerza y de la audacia. A través de ellos, C. R. deja
entreoír “no juzgues”, propuesta que condena el hablar con
pena capital incluida y es un golpe a una forma de jerarquía
–la de sólo juzgar–, a la vez que plantea aceptar lo que el
otro tiene de extraño, de desconocido. ¿Cómo criticarlo,
entonces? Más que respondiendo de las sensaciones que me
aportan sus textos para establecer la fluida correspondencia
entre credulidades, la del lector y la de la obra, un comercio
regular entre elementos vivos.
Una poesía que testimonia la guerra, atención no siempre
testimonial. Su manuscrito original ordenado en un tiempo
sucesivo que hemos respetado en esta selección, tiempo que
se ha configurado, a mi manera de ver, simulando un friso;
el autor nos instala rápidamente una butaca en el teatro de
operaciones, aparece el paisaje (manchado de aviones), el
enemigo invisible (con nombre, apellido y currículo), los
compañeros de infortunio (quizá los únicos), la repatriación
y el regreso a ese otro terreno minado: la vida civil.
Todos sabemos que el tiempo es algo más caótico que
ciertas presunciones lineales; sobre todo, en situaciones
de emergencia. Recordemos el proceso de un condenado
como ejemplo: el día que le dictan su sentencia ya está
siendo ejecutado y, si por un giro del destino, llegara a
salvarse, quedaría en un “entretiempo”, en un pasadizo,
en lo inexistente, donde sólo se vive fugando. A ciencia
cierta, no conocemos la naturaleza del tiempo, pero sí
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sabemos que es más caótico de lo que C. R. lo presenta;
de éste me sorprende su actitud casi infantil: ir, vivir los
acontecimientos y regresar. ¿Ingenuidad propiamente
dicha? ¿O recurso para aumentar la terrible desazón de los
acontecimientos? Ingenuidad corrosiva, en todo caso.
Esta selección de once textos bastan por un tirarse al
fondo de otra herida: la fundamental, la del momento del
nacimiento, que no quitará jamás el destino humano.
Pero si hay algo que me sorprende es que en situaciones
de guerra la geografía externa se equipara a la geografía
interna, simplemente por una cuestión de vida o muerte.
C. R. enfrenta esta idea con una estrategia de sobrevivir de
lo imaginario: ¿coraje? ¿locura? ¿iluminación…?
Probablemente, en ese orden.
Muchos pensarán (en forma de alivio) que este tipo de
poemas conlleva el tan justo “no se escribe con el dolor sino
con el recuerdo del dolor”, pero ese tic aquí no funciona; no
sé si se cumple en poesía. ¿Quién puede decir que cuando
C. R. escribe estos poemas no está en “el instante” en que
suceden los hechos, en un eterno, insalvable presente? He
aquí el infierno, entonces. Ni un movimiento a la derecha
ni un movimiento a la izquierda, rodeados de frío, mugre,
cigarrillos y otras endemias, aprenderemos a esperar con
el riesgo de disparar contra el otro, de comernos entre
nosotros o de escondernos de miedo. Si usted Caso Rosendi
pedía respuestas y ya me las ofrecía –matar, enterrarse, o
pasar desapercibido en una vida civiconormal–, no puedo
más que agradecerle la solidaridad de sus poemas. Y que
nadie mueva una coma de los hechos.
Abel Robino
París, agosto de 2007
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Trinchera
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Cuando cayó el soldado Vojkovic
dejó de vivir el papá de Vojkovic
y la mamá de Vojkovic y la hermana
También la novia que tejía
y destejía desolaciones de lana
y los hijos que nunca
llegaron a tener
Los tíos los abuelos los primos
los primos segundos
y el cuñado y los sobrinos
a los que Vojkovic regalaba chocolates
y algunos vecinos y unos pocos
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia
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Gurkas
Cuchillos fantasmales
cortando los sueños
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Ese día el soldado Aguilera traía el sol
Como un ciprés harapiento
bajo la rama verde de su brazo
el soldado Aguilera traía el sol
No venía con la mirada caída de otros días no
Se recortaba triunfante en la colina
apretando al sol-rehén bajo su axila
contagiado por la luz
Se acercaba como el amanecer
agigantándose a cada paso
Ya entre nosotros lo sujetó contra el suelo
clavó su bayoneta en el ojo dorado
y rápidamente nos llenamos manos
y bocas con esa carne de cíclope
que sabía a dulce de batata
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Cantata
Pasa la esquirla
y al soldado Martínez
le salen puentes
amarillos de la media oreja
y abajo la sangre
corre turbulenta
y Spinetta rema
sobre su guitarra
y gira el paisaje
como un cuadro de Van Gogh
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Poema ornitológico
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Dormíamos abrazados
Marilyn –te decía–
Todas las madrugadas
aseaba tu cuerpo tus agujeros
Sin embargo me fallaste
cuando más te necesité
Pude haberte abandonado
en medio del camino en llamas
pero me aferré de vos como si
fueras un idiota al que tenía
que proteger
Y ese amanecer te saqué
las entrañas para arrojarlas
al mar
y ya en la fila acaricié
tu cuerpo hueco
y te dije adiós
antes de tirarte en la fosa
de los fusiles rendidos
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En el camarote del Canberra
Se fregó y se refregó
bajo una lluvia caliente
Consiguió sacarse la mugre
pero no la angustia
pero no la desolación
Se miró al espejo
y supo que ya no era
y supo que nunca
se marcharía del todo
de esas dos islas rojas
como mordida de vampiro
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Puerto Madryn
Partimos al atardecer
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El último enemigo
Jorge se despertaba
entre la tempestad del fuego
con esa tos de cañoneo
que no se le iba nunca
y antes del desayuno
se afeitaba en un pedazo
de espejo que latía
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Brindis
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Guillermo Lombardía
El tren equivocado
y cinco poemas más
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Las cosas tienen finales y principios, dijo Ezra Pound.
Comencemos entonces por el final.
Una noche de verano, en una ciudad europea –cuyo nombre
no es necesario precisar porque para un poeta, en tiempos
en que la madre de la imbecilidad vive siempre embarazada,
casi todas las ciudades son extranjeras por propia decisión–
intercambiábamos más dudas que aciertos, el poeta y
artista plástico Abel Robino y quien esto escribe.
Los temas eran previsibles y quizá triviales para un
observador despejado de mundo: el tiempo, el destino, la
palabra, las durezas y glorias de la cotidianeidad, el cirquito
del arte espurio.
Con el transcurrir de la charla, tuve la certeza de que Abel
Robino y yo, por vías separadas, habíamos tomado El tren
equivocado en algún momento de nuestras vidas.
Lo antedicho no es retórica y mucho menos síndrome de
culteranismo intelectual. Éramos dos seres plenos a nuestra
manera y ajenos a los triunfalismos terrestres. Lejos, por
gracia de algún dios que desconozco, de “los hombres
huecos”.
En homenaje al poeta Guillermo Lombardía, a quien voy
a celebrar más que prologar, tuve en un instante –un
relámpago de la memoria– la convicción de que Robino,
único exiliado sin excusas que conozco, “vivía” más en la
Argentina que un transculturalizado como yo, confieso sin
mucho pudor.
Y en el medio de esta encrucijada, se instaló Guillermo
Lombardía entre ambos con “El tren equivocado”.
Yo no fui amigo de Guillermo Lombardía por el simple
hecho de no haber compartido, por razones ajenas a los
dos, momentos de todos los días y tragedias recurrentes en
nuestro país, “Allí donde se inmolan los corazones limpios/
mientras suena la música de los torturadores”.
Cuando regresé al país me enteré de que Guillermo
84
Lombardía había partido en su propio tren, equivocado o
no, y nos había dejado sus poemas: responsabilidad de su
palabra en la tierra.
La precaria realidad dice que Guillermo Lombardía nació
en Avellaneda en febrero de 1952 y que publicó El juego
insensato en 1996 y Eterna marea en 1998. Agrega alguna
nota editorial que fue periodista. La palabra esencial, como
es la poesía, tiene sus propias biografías y sus propias
reglas.
Guillermo Lombardía alcanzó un destino feliz: fue el
poeta, a mi juicio, de un solo libro, prueba de su talento y
discreción, “en el azar fastuoso de la eterna marea” y “en
ese interminable bazar de la existencia” y en el que cada vez
menos interesa “brindar a la salud de cada nacimiento”.
El libro a que me refiero es Eterna marea, donde el poeta
condensa toda su filosofía existencial, su devenir entre
nosotros, y su sentido solidario y rebelde. Con lucidez dice
Francisco Madariaga, en el prólogo del citado libro: “Si
aprendemos el manejo de esta arma, podríamos trajinar
por las veredas más solares de este planeta”.
Recuerdo que cuando tuve el extraño honor de presentar
este libro –yo no era parte del círculo íntimo de poetas de
Guillermo Lombardía y tampoco un nombre de marquesina–
destaqué el hecho que el lenguaje de Lombardía ostentaba
una frescura existencial tan profunda como inusual, sin
estridencias, sin altisonancias, pero que nos rodeaba, nos
envolvía y nos llevaba al centro de todo lo que importa.
A mi modo, tuve la oportunidad de agradecer a Guillermo
que, sin retarme, sin gritarme, sin sentenciarme, me
permitiera como lector agradecido participar de “esta
mágica inconciencia/ donde se desvanece el absurdo de
vivir./ Que no me gane el sueño./ Que a mí también me
bañe el agua de la fiesta”.
La vida es “el gran ojo azul escudriñante”. Guillermo
85
Lombardía vivió en ese centro, aun en los momentos
más críticos de sus días cuando su poesía, de un lenguaje
conversacional, coloquial –o simplemente libre de
afectaciones en boga– intentó quizá por “un oscuro
mandato de expiación” o por “la fiebre que me lleva” una
poesía que me excluía como interlocutor válido.
Por correo electrónico me hizo llegar unos poemas
que reclamaban por sí de prescindir con justicia de
toda consideración literaria. El poeta dialogaba con la
trascendencia, quizá con un arrebato místico ajeno hasta
entonces en su obra. Y ante esa instancia, a menos que uno
sea un tonto irredento, todo se vuelve superfluo porque
“alguien quiere seguir soñando bajo la luz del mundo”. En
esa confluencia nos encontramos, sin vernos la cara nunca
más, pero fieles a la dicha, o la desgracia, de la palabra.
Comenzamos por el final, terminemos por el principio.
Guillermo Lombardía: “duele tanto saber/ que no has
visto la gloria de este roble”, que son tus palabras. En ellas
alumbraron y relumbran, “la bella idea de la rebelión/
o el sueño de morir su propia muerte”. Y así fue como
participaste, jocundo y burlón, en una charla que no
esclareció tal vez nada pero que hizo felices una noche
de verano a dos ignotos pasajeros de un envidiable “tren
equivocado”.
Osvaldo Ballina
La Plata, febrero de 2008
86
Mendiga
Y como siempre,
estás,
jamás idéntica,
amamantando a tus tiernos lobizones.
87
Preciado oficio
88
los lazos invisibles,
las secretas arterias que animan el milagro
de las afinidades.
89
Secreta voz
No hay cena o almuerzo o satisfacción en el mundo que
valga una caminata sin fin por las calles pobres…
Pier Paolo Pasolini
Querido hermano,
¿qué tal si nos sentamos
en esta criolla tardecita,
compartimos un vino de roja transparencia,
y dejamos correr los pensamientos
como animales sabios
que giran alrededor del sueño
de esa cosa
que nos quema en el alma?
90
Desnuda con tu verbo el pecado
original de esta insolente hora.
¿Te distraes?
Comprendo.
Es ciertamente hermoso ese muchacho que nos mira.
Invita, promete, escandaliza.
Yo prefiero, confieso, ese vaivén moreno
de curvas aceitadas por el licor dulzón de la hendidura.
Pero, al cabo, ¿cuál es la diferencia?
Una misma y secreta
voz es la que nos convoca a la fiesta del mundo
y sólo los hipócritas pueden abrir un juicio
sobre tus elecciones (y las mías).
Ya ha sido dicho, pero jamás redunda:
cae como castigo celestial el rayo del poder sobre los
libres.
La libertad, ésa es tu kryptonita.
La cruz que paraliza a los vampiros.
No te apures, hermano, por esta lluvia inesperada.
Son nubes de verano.
Nos están bautizando con sus lágrimas
los ángeles humildes
que viven en el exilio eterno.
91
Una suposición
… la comuna es un lugar donde desaparecen los funcionarios.
Vladimir Maiakovski
92
por cerrar los oídos y los ojos
a todas las noticias que llegan como pájaros
exhaustos desde el mundo.
Todo me importa un rábano.
Aceptemos la hipótesis.
¿Crees, de todos modos,
que dudaría en disparar el arma nuevamente
sobre mi sien derecha
si escuchara a este coro de idiotas
modulando la melodía del ocaso?
93
El tren equivocado
De todo esto yo soy el único que parte.
César Vallejo
94
donde las ranas cantan.
Aspira la fragancia del jazmín del cielo
y tráela hasta aquí
donde manda el crepúsculo.
No me olvides.
Yo soy aquél que jugaba a despedirse
como un valiente Aníbal
pero después temblaba de frío en el destierro.
Esta carne maldita me condena.
Lávame las heridas con tus pequeñas manos.
Me perdí en la estación del mediodía
y me subí al tren equivocado.
Cuando quise bajarme, fue imposible,
y sólo pude ver
un baile de pañuelos que decían adiós.
Únicamente desde tu corazón
puede salir la orden
que cancele este viaje inexplicable.
95
Estrategia criolla
96
Osvaldo Picardo
O. P. Vida de poesía
97
“El secreto florecido hacia adentro”
98
infinita o su puro vacío, que sólo puede ser un deseo,
insensato desde que aparece. “Todo está dicho y llegamos
demasiado tarde. De ahí que hablemos por boca de otros y
sobre-escribamos un poema infinito que nadie alcanzará
a leer sino de a pedazos. ¿No es esa la primera limitación
que debemos asumir? Lo nuestro es escribir entre comillas,
citar, aún no sabiendo que citamos”, nos dice Picardo
sobre su propia poesía. Y en esta particularidad, en este
“correlativo objetivo”, encontramos más un sentimiento de
solidaridad, que una inclinación a la conquista y usurpación
de los elementos culturales del museo universal.
En este sentido, creo que uno de los ejes a partir del cual
se genera y estructura el discurrir poético del autor es el
problema de la memoria, el pasado que se impone a pesar
de toda voluntad, pero sobre todo la de un sujeto perforado
por varias voces. El peso de lo histórico y de la tradición
cultural. En sus poemas conviven y dialogan (o sea entran
en conflicto) Quintiliano, Catón, Séneca o Nicolás de
Cusa, con personajes, situaciones cotidianas y animales
emblemáticos como los picaflores, esos seres poéticos “de
corazones enormes y cuerpos diminutos que mueren de
quietud durante el sueño”.
El proceso de asimilación de elementos ajenos, que en
mayor o menor grado, advertimos en todo creador, en el
caso de Osvaldo Picardo presenta un interés muy particular:
es uno de los rasgos que lo distinguen. Sin embargo,
esta poesía no es hermética ni oscura, por el contrario,
es de una extrema claridad en los detalles. No hay nada
impreciso en sus imágenes, ninguna niebla alrededor de
los sentimientos que formula, sus medios de expresión son
directos y los planos de su puesta en escena están trazados
con precisión. Picardo en sus poemas, llega a hacer sentir
la consistencia de lo sólido aun en situaciones difíciles de
materializar: “mil partículas se concentraron en la historia
99
de una sonrisa”, “las geometrías impalpables de los cuatro
vientos”, “los huesos de un niño”, “pisadas de gaviotas sin
borrar”, “ovas vacías entre las uñas de las olas”, son algunos
versos, tomados casi al azar, como ejemplo de este onirismo
en pleno día. Objetos e imágenes que determinan ensueños
“fáciles y efímeros”; una ensoñación poética que trabaja con
la mirada. Ante este mundo de formas cambiantes, en la
cual la voluntad de ver (la voluntad del amor) sobrepasa la
pasividad de la visión, y se proyecta incluso a los seres más
simples. En los poemas “Una casa”, “La abeja” y “Siesta”,
además podemos constatar, que el fondo de ese amor, es
pensar en alguien fuera de su presencia, luego fuera de
lugar, y por último a pesar de su presencia. Desde esta
perspectiva, podríamos afirmar que la poesía de Picardo,
es el lugar de la mirada, “ahí donde leemos oscuros las
cosas que merecen conocerse. El secreto florecido hacia
dentro”. Picardo mira, o sea hace algo con lo visto. ¿Y qué
otra cosa puede ofrecer un poeta, si no es una mirada? “El
mundo como realidad y ficción: ésta es la visión que depara,
como discurso disparador, la poética de Osvaldo Picardo.
Su lectura nos entrega el ejercicio y el resultado de una
mirada de vasto espectro sobre las cosas que nos rodean
y nos habitan, las visibles y las escondidas, las evidentes y
las secretas... ”, comentó Joaquín Giannuzzi, a partir de la
lectura de los textos de Picardo. Diremos por último, que
estos poemas, son un acto de humildad, y al mismo tiempo
la constatación que la movilidad de la vida crea en el poeta
la conciencia de la totalidad del mundo, y el drama de la
existencia pasajera. Y diremos también, junto al poeta que
su (la) poesía es una complicidad que sobrevive.
Héctor J. Freire
100
F. Q.
I: El pasado
101
Picaflores
Y también
que mueren de quietud durante el sueño.
102
En un viejo laboratorio de fotografía
103
Una casa
Once it beld laughter
Once ir beld dreams
Did they throw it away
Did they know what it means...
T Waits
104
apretando tus piernas con sus piernas.
Hubieran reído juntos y llorado
alguna vez junto al fuego de la cocina
o ante la puerta cerrada
y sabrían lo que significa esa urna
debajo de la cama.
105
La abeja
106
Siesta
vi de nuevo el rostro de mi madre
José Lezama Lima
107
El higo
Every fruit its secret…
D. H. Lawrence
108
Vida de poesía
109
El ignorante
110
Rafael Felipe Oteriño
111
El que arroja la piedra: una interpretación
112
“más íntima, menos dolorosa, sin el peso / de guardar el
abismo”. El poeta intenta darles un orden, crear reglas que
cada poema al final destruye. Pero cuando la voz duerme
y la ciudad se apaga, y se desbocan las yeguas de la noche,
entonces las palabras, libres de riendas, se mezclan en un
renovado caos primordial y “un viento suave (...) borra (...)
la letra clara de las cosas”. El poeta da un orden provisorio
al mundo, un equilibrio dentro de infinitos órdenes
posibles. Los dioses –parece sugerir Oteriño– crearon el
universo y después se durmieron; los poetas, de a ratos
e imperfectamente, intentan compensar esa fatiga de los
dioses.
Junto a la palabra está la flor; aún en este mundo de llagas,
indiferente a los dioses, está la flor: no la rosa decorativa
de los viejos artistas de la que se burlaba Rimbaud, sino
la humilde nomeolvides que apenas dura un instante en
la solapa del saco, “junto a unos nombres / que sólo yo /
deletreo hasta el final”. Flor humildísima junto a un nombre
deletreado, con candidez de infancia, pincelada pudorosa
en el lienzo de la vida. En la poesía de Oteriño suele surgir
con tesón, como en este caso, cierto sentido de la mesura:
“la poesía / no es / croar de ranas / en un estanque vacío” ni
“laboriosa / carta de amor / escrita / en nuestra memoria”,
sino apenas la promesa de la flor –del poema– “de llenar
los vasos / y no derramar el agua”.
Desde sus primeros libros, Oteriño ha manifestado una
constante vocación hacia la interrogación metafísica.
Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del
mundo y los que apuntalan nuestra existencia es la misma
cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí
que su poesía esté pudorosamente llena de humanidad.
Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más
abisales no lo ha apartado –como a otros poetas de su
generación– de la transparencia. Al igual que Eneas, que al
113
fin de su viaje al inframundo no encuentra las tinieblas, sino
la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente
poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad:
de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en
este viaje: la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y “el
arte de no ver nada / aún viéndolo todo”.
Guillermo Pilía
114
La gaviota
115
La piedra
116
La poesía
La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.
Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.
Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e ideas.
El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.
O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.
Pues,
117
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?
Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.
Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio
118
Una palabra
119
su confundido aroma,
tuve que vivir.
Más allá de todas las tentaciones,
por encima de todas las preguntas,
tuve que vivir.
120
Lo mínimo
121
Esa ciudad
122
Nomeolvides
Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.
123
Artes
124
Patricia Coto
Fanales
125
El lenguaje de la poesía es un lento proceso que surge de
la indagación interior. Requiere un tiempo de maduración
que finalmente se concreta en el poema. Frente a la
estructura caótica de la realidad y en la dimensión de su
soledad, el poeta se refugia en las palabras y crea imágenes
que intentan reflejar esa realidad y, en última instancia,
ordenar el caos.
Existe una vasta libertad del lenguaje, de la tensión que
aparece en el silencio de la página en blanco y constituye,
en parte, una interpretación de esa realidad. Pero más
profundamente el poema es una revelación. La revelación
del contenido de unas palabras que están sólo en el poeta y
que sólo a él se le revelan.
Para Octavio Paz “el poema traza una raya que separa al
instante privilegiado de la corriente temporal y en ese aquí
y en ese ahora, principia algo: un amor, un acto heroico,
un momentáneo asombro ante un árbol. Ese instante está
ungido con una luz especial: ha sido consagrado por la
poesía, en el mejor sentido de la palabra consagración”.
Por este camino de la indagación interior transita Patricia
Coto desde sus primeros libros y ahora los vemos reflejados
en los poemas elegidos para esta colección.
El fanal es, como sabemos, la linterna o luz empleada a bordo
de los barcos. Patricia busca en la poesía la claridad que la
lleve a buen puerto, la lumbre que ilumine su derrotero en
la existencia. Para ella los fanales son los instrumentos que
utiliza para encontrar la orilla en este viaje desconocido
que nos plantea la vida.
Y en ese deseo de interpretar y comprender las brumas del
mundo, intenta penetrar la oscuridad con todo su cuerpo,
como cuando dice “habrá que aprender a mirar con las
manos,/ con los pies, con el revés de la memoria”.
En Libro de navegación destaca la autora en un poema la
individualidad de cada hombre y sabe que “cada hombre
126
tiene su olor”, y es ese olor lo que lo distingue de la maraña
humana. Considera que cada ser es una región inexpugnable
que perdura en el tiempo para ser protagonista exclusivo
de la vida.
Advierte, en otro poema, que estamos rodeados por el fuego
y el humo, el fuego como resplandor de cada vida y el humo
que brota de ese fuego avanza sobre la memoria, se esparce
como la penumbra sobre el tiempo. Ese fuego que un día
arderá por nosotros será el momento que condiciona la
vida, quizá el discernimiento de la vida.
Patricia Coto intenta rescatar el sentido esencial de la
existencia, de valorar los días que vivimos y exaltar la
libertad del ser. Por eso le duele el país que tenemos y ve
un lugar “donde los antifaces se desgarran/ sobre otros
antifaces”. Sólo encuentra “el humo feroz/ de los que
incendiaron el pasado”, un país que crece en desamparo,
que se debate entre sueños y promesas, un “país paisaje”
que es como “una gran orquesta que avanza en el desierto”.
Y entre el silencio y el rumor de las palabras busca un signo
decisivo, “una señal detrás de una corteza/ que se pudre
bajo la lluvia”.
Los poemas publicados en esta colección ponen de relieve
una obra en constante desarrollo, que parte de un sentido
visceral de la realidad y de su manera de sentir el mundo
desde su corazón en soledad. Su lenguaje se ha enriquecido
y encuentra una madura solidez en imágenes que se
instalan en un profundo contenido donde la expresión va
acompañada de una aguda reflexión, como señala en el final
de un poema de hondo contenido metafísico: “El mundo se
esparce y nos seduce/ los cabellos, la mirada/ la sombra de
las manos…/ y seremos cenizas de cenizas,/ restos de una
fiesta en la noche de la nada”.
Horacio Preler
127
128
I
129
País
II
130
País pasajero, país de la tormenta
y del pan en la ventana.
País como un sorbo de agua
que se escurre entre los sueños.
III
131
Piloto argentino hallado en Malvinas
132
Silencios
133
Escrituras
IX
134
Fanales
III
135
Poemas anteriores a 2004
(Inédito)
II
Pocas cosas,
ni siquiera cosas, flecos,
hilachas, envolturas
que hacen pensar en cebollas.
Tanto pensamos que el pensamiento
parece una fragua de lo frágil,
un sol en una charca.
(Inédito)
136
Poemas 2004
(Inédito)
IV
El mundo,
esta piel que nos rodea,
que nos sostiene,
que no tiene otra definición
que la bravura, la fragilidad
y el temblor,
el mundo se ha detenido
y nos contempla.
Ha sujetado sus ropajes,
sus cabellos, sus mil lenguas,
ha guardado su corazón
137
y en la oquedad sedienta
de su memoria canturrea,
habla en sueños.
El mundo, el claro mundo
nos está acunando
al borde de la tormenta.
Cuando el error amanezca,
el mundo, como un lápiz infante,
escribirá un canto de clausura
sobre lo que queda de la frente.
(Inédito)
138
Poemas 2005-2006
(Inédito)
139
Fumata
(Inédito)
II
140
Esta capilla es muy antigua.
A su sombra, quedaron los ladrillos
de las primeras casas, de las primeras lluvias,
de los primeros vientos como pueblos.
Dentro, apenas un sacerdote,
extraviado en un bosque de soledades,
y libros, muchos libros,
libros donde el tiempo
es un lunes perpetuo.
Y sobre todo,
–altares, bancos, imágenes dormidas–,
una luz de rodillas,
que nunca duerme.
(Inédito)
141
142
Néstor Mux
Delicada insensatez
143
Néstor Mux o la poesía del nosotros
144
Por eso el pasado se vuelve presente y el presente se vuelve
pasado permanentemente: “Me aseguran que el cascajo
todavía recorre/ los itinerarios modestos que le imponen./
Mi padre, cada tanto, me recorre/ la memoria con su
ausencia/ y la cuerda apagada de otros días/ con la que
dejó de remolcarme”.
La poesía de Néstor Mux se construye entre el anhelante
nosotros que abre los poemas y la fuerza trágica del verso
final, que resuena impactante en el lector. Si repasamos
todos los versos finales, percibimos una dimensión trágica
de la existencia humana que, concebida como lucha
permanente, culmina con el agobio del esfuerzo pero
la reafirmación del batallar por la vida diaria, “con furia
hermosamente inútil”.
También, como gran parte de la poesía platense, es poesía
sobre la poesía. Algunos versos aluden directamente al
quehacer poético. En Poetas de orilla a orilla se nombra
el oficio de quienes escriben y fundan el mundo. “Porque
consagraron su voz a la melancolía/ desde aquella orilla
viene un discreto olor/ a muertos respetables. Desde esta
otra,/ en comunión con la tierra de los hombres/ sólo
intentamos la celebración/ de la alegría o la tragedia/
porque estamos vivos”. Pero, en un interesante juego de
transposiciones, también se refieren a la poesía y a los
poetas, los versos de “Perros atados”: “Es posible que ese
perro atado ladre/ a estrellas que lo aturden con señales/ o
aúlle a quienes lo dejaron vigilando,/ para nadie, una casa
abandonada. (...) Porque su sonido tiene algo de delicada
insensatez/ o de agonía, y ese sonido me acompaña y me
persigue./ Porque su ladrido se impone por sobre las voces
desafinadas y rancias de la gente/ mezcladas como al fondo
de una olla”.
Seguramente la poesía de Néstor Mux se puede sintetizar
entre el título de su primer libro Nosotros en la tierra y
145
el de uno de sus poemas “Perros atados”. La poesía es un
perro atado que ladra al universo para que cese el espanto
del mundo.
Patricia Coto
146
7
a José Antonio Abdelnur
Y hablábamos de la pureza,
nos alejábamos de lo efímero,
de los ríos que arrastran la suciedad del hombre
y cuando ya nos habíamos convencido
que los únicos huéspedes de la tierra
eran las rosas y los dioses:
el ocio del domingo terminaba.
147
11
Y al llegar la noche
nos encontramos con el otro cuerpo,
extendido, húmedo y abierto hacia nosotros
como un pequeño valle de hierba feliz.
Con el rostro asomado a la sed
que nos encuentra con esa frágil eternidad,
tenemos palabras y gestos que quieren perdurar
más allá del tiempo que nos reúne.
Pero el deseo y la sangre
son breves como los instantes más hondos del hombre,
y a pesar del hermoso cansancio
y de lascivos perfumes que se harán familiares,
la soledad vuelve,
regresa inexorablemente con el día,
cuando ya nos creíamos salvados.
148
13
149
De buena fe
150
Obligaciones
a Osvaldo Ballina
151
El espacio de cada uno
152
Buenas intenciones
153
Poetas de orilla a orilla
154
A favor de la vida
a Ricardo Gil Soria
si el aspirar a claridades
fue nuestra única ceremonia
155
Perros atados
156
Ante la radiografía del pie de nuestro hijo
157
Fotografía en el hospital
a Julieta, Juanpedro y Griselda Mux
158
Remolques y memorias
159
160
Horacio Castillo
Mitografías
161
162
Arriba y abajo
a Hölderlin
Horacio Castillo
(De Materia acre, 1974)
163
Humildemente
164
aprendido en sus años de exilio.
–¿Eso no es de Hölderlin? –rumbeó César, mientras
veíamos al cartonero alejarse en medio de una humareda.
–... y en versión del negro Silvetti Paz –rezongó Héctor.
–...y después dicen que en nuestra época no le dan bola a la
poesía –retrucó alguno de nosotros, quizás yo mismo.
Eso no fue todo, sino el inicio de varias nochecitas de
bar, dedicadas al tema y a la espera de que se repitiera el
encuentro con aquel tipo. Pero, no sucedió. La noche se lo
tragó.
La inverosimilitud parece acomodarse a nuestro tiempo
más que la imposibilidad. Las astillas de lo vivido pueden
encontrar un lugar en algún cajón entre buenos y malos
recuerdos; dejarnos habitar, por un rato, aún en medio de
la mayor miseria, el entusiasmo de una imagen, de una
ventana iluminada en la noche sobre el río Neckar. El paso
del tiempo, como quería el viejo Parménides, no derriba
esa torre donde hay más alma que lenguaje.
Cierro mis ojos. Recito, en voz baja, el poema de Castillo.
No sé por qué ha venido a mi mente. Escribir, escucho,
es correr el riesgo de caer en lo oscuro. Escucho: Muchos
poetas han caído en la locura. Escucho: Hölderlin vivió casi
los mismos años cuerdo que loco. Escucho...
Con mis amigos, aquí y ahora, es más fácil creer que un
dios se asoma a la ventana.
Osvaldo Picardo
165
Hice un hoyo
Horacio Castillo
(De Tuerto Rey, 1982)
166
Crónica
Abel Robino
167
Dice Eurídice
168
suéltame por el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano
perdura.”
Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)
169
Canta Orfeo
170
otra vez se llenaba con la turbulencia de una inundación.
Y sentí la necesidad de cantar, pero callé.
Mi oído en el barro escuchó atentamente tu suspiro.
171
Visita al maestro
Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)
172
La voz de lo absoluto
Sandra Cornejo
173
El foso
174
¿Dónde estamos? –preguntó el muchacho con el cordero
sobre los
hombros.
En ninguna parte –contestó la muchacha con el ramo de
nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro
foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño con el rayo de sol
entre los
dientes.
En ninguna parte –contestó el anciano revolviendo el
caldo negro
de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? –preguntó la niña que dormía con el ave
fénix
en sus brazos.
En ninguna parte –contestó la madre con el balde de
olvido sobre
la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.
Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)
175
Aquí termina el mundo
176
para que los gusanos
hagan filosofía
a su manera.
3. La última palabra
César Cantoni
177
El pecho blanco, el pecho negro
Horacio Castillo
(De Los gatos de la Acrópolis, 1998)
178
La sed verdadera
179
la máxima hegeliana– y, sediento siempre, el hombre en
su finitud busca en ambas fuentes con la ilusión de vivir
una existencia completa. Y es en la “Coda o romance” de
“Contrapunto”, donde Castillo nos devuelve lo blanco y lo
negro ya no como antagonistas sino en la identificación
al estilo romántico de la muerte con la culminación de la
vida tan presente en Keats, en el expresionismo de Rilke,
y, sobre todo, en Trackl: Un caballo blanco y un caballo
negro que se intercambian las monturas al final del día,
luego de haber compartido el pan y el vino.
Así, lo negro y lo blanco están entre el principio y el fin
de nuestra existencia, y el reflejo de ambas orillas alimenta
nuestro espíritu inquieto. Es la vida que susurra y nos
ilumina con una sonrisa y es la muerte siempre latente,
dándole densidad y sentido a lo que nos rodea. En esa
dualidad suceden los actos humanos, y es en la conciencia
de ese espesor donde los poetas beben, escupen, tragan,
transforman lo líquido en palabra hasta que, final y
felizmente como es el caso de Horacio Castillo, cantan.
Norma Etcheverry
180
En el muslo del dios
181
vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.
Horacio Castillo
(De Cendra, 2000)
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Señor del árbol
¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir -lo patente- y se
exponen al rayo?
Horacio Castillo
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que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es
traicionado:
Héctor J. Freire
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AM Digital
Impreso en AM Digital
La Plata, Argentina
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