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Cuadernos
orquestados

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Cuadernos
orquestados

Abel Robino
César Cantoni
Osvaldo Ballina
Horacio Preler
Gustavo Caso Rosendi
Guillermo Lombardía
Osvaldo Picardo
Rafael Felipe Oteriño
Patricia Coto
Néstor Mux
Horacio Castillo

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Castillo, Horacio
Colectánea. - 1a ed. - La Plata : Al Margen, 2010.
226 p. ; 21x15 cm. - (El milagro secreto)

ISBN 978-987-618-086-3

1. Narrativa Argentina. I. Título


CDD A863

© Ediciones Al Margen
Calle 16 nº 553
C.P. 1900 - La Plata, Buenos Aires,
Argentina
E-mail: info@edicionesalmargen.com
Página web: www.edicionesalmargen.com

Armado de tapa e interior: DCV Octavio Osores

Primera edición: junio de 2010


ISBN:

Printed in Argentina - Impreso en Argentina


Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723

Todos los derechos reservados. No puede reproducirse ninguna parte de este libro por
ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopiado, grabado, xerografiado, o
cualquier almacenaje de información o sistema de recuperación sin permiso del editor.

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El material recopilado en esta publicación compone el
primer tomo de Cuadernos Orquestados, colección de poesía
que desde 2005 viene ofreciendo, mediante cuadernillos
impresos en papel, anticipos de poemarios inéditos, como
el de Gustavo Caso Rosendi; breves antologías de bolsillo,
como las de Horacio Preler, Rafael Felipe Oteriño y César
Cantoni; una parte de un libro que me pareció bisagra –por
momentos, brújula indicadora, una unidad en sí misma–
en el recorrido poético de Osvaldo Ballina, como es La
Aldea; y también selecciones de poemas correspondientes
a períodos notorios dentro de las obras de Osvaldo Picardo,
Patricia Coto, Guillermo Lombardía y Néstor Mux.
En mi afán de buscar nuevas formas de presentar a
un poeta, y basándome en ideas de mi obra teórica,1
la colección publicó también un número dedicado a
Horacio Castillo, que incluye siete poemas de su autoría
acompañados por otros tantos trabajos de diversos autores,
consistentes en colaboraciones abiertas, críticas de carácter
predominantemente lírico, coincidencias poéticas y relatos
imaginarios, que son, al mismo tiempo, una manera más
de seguir hablando de poesía.
Para explicar el origen de estos cuadernillos debo
remontarme al año 2005, en ocasión de un agasajo, una
invitación que me hicieron a leer poemas en la ciudad de
Pergamino. Se me ocurrió, entonces, que el agasajado

1 Master: La obra de mestizaje hacia una obra abierta.

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debía a su turno agasajar a la concurrencia; fue así cómo
Ernesto Girard encontró la forma, tan delicada como justa,
de publicar un cuadernillo caligrafiado por él mismo,
compuesto por un conjunto de textos míos, precedidos de
una breve reseña. La idea de continuar con las publicaciones
surgió de inmediato: estaba el cantor, faltaba la orquesta.
A partir de ahí, el nombre de la colección se impuso
naturalmente.
Con posterioridad, Cuadernos Orquestados sumó un
nuevo formato al ser instalado en Internet por Fernando
Orellana, creador y diseñador del sitio.
A los nombres citados, resta agregar los de Guillermo Pilía,
Héctor Freire, Sandra Cornejo y Norma Etcheverry, que,
de distintos modos, colaboraron con sus textos.
Hasta aquí la génesis de este primer tomo. Por lo demás,
no es fácil prologar un libro que recoge poemas relevantes
de autores que nacieron, residen o residieron alguna vez
en La Plata, epicentro de la presente colección. Cabría
preguntarse qué destilan la ciudad y su vasta arboleda para
generar desde siempre tanta intencionalidad poética. ¿Será
un simple desorden del aire, una cuestión de atmósfera, de
clima detonador?
Tienen la palabra los poemas.

A. R.
París, marzo de 2010

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Abel Robino

Poemas

Abel Robino. Nació en Pergamino, Provincia de Buenos


Aires, en 1952. Libros publicados: Obsesión, 1978; Las
especies de la noche, 1981; El estado de la quietud, 1982;
Hiel por hiel, 1997.

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La poesía de Abel Robino me es particularmente familiar.
La he visto nacer, crecer y desplegarse hasta alcanzar –como
lo confirma la presente selección– un depurado esplendor.
La he visto, también, mudar de piel, trasplantarse de un
continente frustrado a un continente agotado y, sin embargo,
mantener vivo el pathos de origen. Pathos nada común en
esta época posmodernista, alejandrina, en cuyo contexto es
preciso ubicar estos textos de Robino pertenecientes a su
libro Hiel por Hiel –Tierra Firme, Buenos Aires, 1997– que
producen un notable impacto: el de esa gota de agua que
da título a uno de los poemas y que atraviesa el bloque de
lo real.
Esa gota de agua es, podríamos aventurar, una metáfora
del canto, de la palabra poética, pero no de cualquier
palabra sino de aquella que –como lo dice el autor– nace
de la lengua desgarrada por el escorpión de la muerte.
Sólo así es posible horadar ese bloque, desinfectar el
misterio y asomar ileso por el otro lado donde esperan, en
el colmo de la desdicha, también tinieblas. Se trata de un
proceso dramático, que exige una serie de metamorfosis:
cuervo, lobo, escuerzo, cerdo, la liendre evocadora de John
Donne, el gato negro y finalmente, ese pájaro de la India
cuyo máximo canto es “un silencio que sacude las plumas”.
Tan someramente, el sentido último –o uno de los sentidos–
de esta poesía llena de imágenes deslumbrantes, recursos
melódicos, desolada grandeza y, sobre todo, dueña de una
patética belleza que cumple con el sabio precepto: “¡Lo
bello es terrible!.

Horacio Castillo

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Gota a gota

Y ahora soy la gota de agua,


por siglos caigo sobre el mármol,
lo que digo ya ha sido por otros dicho,
lo repetido tantas veces repetido.
Atravesar el bloque un día es mi destino
y no ser la huella, la incisión, la marca,
palabras frecuentes entre todos,
sino lo que ha escapado de la piedra:
infinito, desperdigado, imposible.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Extraído del carnet
de las reencarnaciones

Como cuervo: atravesé algo sin límites


el cielo y los augurios, en un ridículo
mecanismo emplumado, menudo, cerrado;
dispuesto a seducir al mundo como víctima
de una belleza negra, de un pasajero temor.
Como lobo: creí poder nacer de mis dientes
y de mi baba, descansar en una garganta abierta,
correr con algunas vísceras, sorprendidas, humeantes
y nunca morder el corazón que ama,
repleto de llanto de opaca enfermedad.
Inserto en cada porción mortal desgrané
uno a uno los días del escuerzo, la liebre y el cerdo.
Pronto mi destino será un residuo de cosa viva
que desde las ávidas sombras del planeta espera
una certeza más del desamparo.
Ahora, como liendre, aspiro a recalentar mi sangre
en otra sangre, a poner fin a mi aventura en el más
dulce de todos los venenos.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Seco ramillete de lilas

Ninguna fresca voluntad reparó su dilatada plenitud


mientras desprendía en su perfume la perfecta convicción
de un sentimiento para todos;
el apacible desafío de un violeta enfermizo.
Hasta tropezar con su formato seco,
las filosas migajas de una sombra paralela.
los tallos gomosos, el sufrimiento ocre
y toda esa apariencia deshilachada
que tanto se parece a nuestra dignidad y a nuestra
fortuna.
Ahora, la pérdida excita la imaginación a destilar
un aéreo y sin culpa estuche de lilas,
un cambio estratégico de la ilusión,
servirse de los inevitables dientes podridos
de un justo porvenir
para merecer el derroche de cualquier esplendor.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Arte poética

Lo invisible es fácil de ver y yo diré la verdad:


en mi juventud, escudriñé el cielo con un ojo fanático
mitad cólera, mitad estupor
esperando que de lo alto se anunciase el día
y me descubriese así la boca abierta al infinito.
En la edad sin razón, siguiendo consejos llegué a probar
con un escorpión sobre la lengua,
qué otra cosa que unas pocas tinieblas a descubrir
se le puede pedir a la delicada virtud de un aguijón.
Con los años y las ruinas de la ilusión intenté
vislumbrar algo, arrancando de mi mente todo
convencimiento
de lo real y tan sólo agité la cabeza en un largo sí,
en un largo no.
Desahuciado visité la muerte en la fosa de los elefantes
donde oí decir de nada sirve venir a enumerar huesos
perdidos mientras lo singular y desconocido,
como una pulga, salta entre nosotros.
Lo invisible es fácil de ver y yo diré la verdad:
sólo es necesario desinfectar el misterio
y larga vida a las promesas,
y larga vida a sus inocentes.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Naufragio de un gato negro

Hacia aquel lugar


para que rebalse de dolor el costado izquierdo,
acarreamos a una fosa fresca un gato muerto
(o para mejor anunciarlo, caído en aguas desconocidas).
Hacia aquella abertura estrecha y en su honra
arrojamos cartas, dibujos, jardines
(todo el sin sentido del amor, costumbres y peripecias).
Hacia aquel lugar
donde aún se explican lo hechos
con palabras, se habla de un misterio ágil
que entra en un misterio que detiene.
se habla de las extrañas causas de la vida
cobrando ardor ante la ingravidez de este cuerpo menudo.
Hacia aquel lugar
por esta cercana pasión ahogada,
por un amanecer sin uñas, sin elasticidad;
cuando nadie previó en nuestro cariño
una oportunidad doméstica;
en esta emboscada de presa
sin suerte, a flor de piel.
Hacia aquel lugar,
siempre nosotros, los de la tristeza cultivada,
los de la pausa al hablar a solas,
los de esa manera de acariciar con los recuerdos.
Hacia aquel lugar.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Últimas imágenes
de un jardín argentino

Para que el sanguíneo circuito de los recuerdos no quede


en blanco añado últimas sensaciones de un jardín
perdido, un frágil instante ayudado por unos pétalos
que casi rozan el azul.
Aquello fue una ofrenda sobre finas hierbas en la brisa
mientras los restos de confianza que nos quedaba por
rendir
se inclinaron ante el fresco placer a la deriva.
Lejos de esta pausa terrenal, lo cotidiano se esmera
y ensombrece en cada sacrificio y mira hacia atrás
donde los geranios abandonados crecieron
más altos que aquel anhelo y me repito antes de dormir
si un último placer nos sería otorgado, que sea
el de un regreso a aquel error justo, floreciendo a ciegas,
mostrando que todo estilo propio estalla en soledad para
nadie,
dispuesto a la demagogia de quién sabe qué
temblorosa inquietud.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Canción del exilio
A Sandra Rossi

Salve la prédica:
no hay lugar en la tierra libre
de nostalgias, pues viene con nosotros.
Salve la lava de nuestra ira
y que no te alcance.
Salve los enemigos perpetuos
pues la venganza
alarga los días de quien la trama.
Salve los que no han perdido el rumbo
el camino impalpable sin más huella
que el olor a punición y a suerte.
Salve quienes dormidos repiten
hiel por hiel.
Y salve también la que no nos olvidó
la que ya no huye a las fieras de la congoja
la que simula el tétano de la muerte para
que la asquerosa bestia de los recuerdos
no le descubra la herida en la que,
atada, viaja mi juventud.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Pájaro de la India

Un pájaro que en la India nace invisible


al tacto torpe de nuestra mirada, al ancho
ademán de los escrúpulos occidentales,
un fulgor insospechado,
insertado en los clásicos y monótonos
latidos de la especie,
que vive de arroz seco, yema de huevo
y una cucharada de miel
y que amanece sin confusiones ni recelos.
Alojado en una jaula de color furia
se lo deja oír grabaciones
de los más grandes tenores,
esos que han hecho cimbrar el mundo
así, este ser transcurre sus días agrandando
un poco más las diferencias sobre la tierra
y cuando la muchedumbre implora
a gritos por oír su canto una cadencia nueva,
una pieza legítima del fondo de sí,
con la fatalidad clavada en el ruego,
quiebran la nuca
ante un silencio
que se sacude las plumas.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Drogas

El rojo aceite de atardecer.


El digno olor a papel sin marcas.
Y la tierra ausente,
siempre de regreso
en las tragedias que lavan:
el llanto o la lluvia.
Encontrada la poción,
deshojar miserias,
es la mejor manera de embriagarse.

(De Hiel por hiel, 1997)

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Graffittis en tierra de desaparecidos

Se nos podría presentar así:


Nos hundieron la cabeza
en vinagre, grasa o aserrín.
En otros casos podríamos decir:
Muerte por agua de letrina,
aceite o kerosene.
Y no faltaron restos de estopa
o loza molida obstruyendo
el agujero pulmonar.
De qué hilo de vanidad colgó
nuestra falange de creyente
mal cortada por ley.
Que se proclame:
sobre nuestras tumbas
no crecerán las violetas.
Alto, bien alto el pellejo
que inflamos de esperanza,
cuerpo de ocasión.
Se nos podría presentar así:
nos desangraron a cuatro venas.

(De Hiel por hiel, 1997)

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César Cantoni

Intemperie y otros poemas

César Cantoni. Nació en La Plata, Provincia de Buenos Aires,


en 1951. Libros publicados: Confluencias, 1978; Los días
habitados, 1982; Linaje Humano, 1984; La experiencia
concreta, 1990; Continuidad de la noche, 1993; Cuaderno
de fin de siglo, 1996; Triunfo de lo real, 2001; La salud de
los condenados, 2004; Diario de paso, 2008.

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César Cantoni nació en La Plata en 1951. Publicó varios libros
de poemas como Confluencias (1978), Los días habitados
(1982), Linaje humano (1984), La experiencia concreta
(1990), Continuidad de la noche (1993), Cuaderno de fin
de siglo (1996), Triunfo de lo real (2001) y La salud de los
condenados (2004). Si bien es cierto que por vecindad se lo
ha identificado con La Plata y con el imaginario provinciano
de “la ciudad de los poetas”, no es menos cierto que su
poesía rebasa esos límites fáciles y concesivos. Así como la
de Castillo, Preler, Ballina o Robino.
Hay una geografía de la escritura poética donde se determina
el mapa construido por la experiencia individual, pero
no necesariamente debe coincidir con ciudades y grupos
sociales. Es una zona imprecisa que, al contrario de lo que
se piensa comúnmente, nos confunde más que ilumina.
No deja, por ello, de ser una instancia de nuestro mundo
acontecido en su fugacidad y su despojo. Ahí regresamos
con los fantasmas de la memoria, tanto como con la lectura
y con la palabra, para engañarnos con una lucidez que
sólo existe en el objeto de nuestro afán: el texto. Esta zona
imprecisa de la existencia no la barre el viento o la historia
de un país. Por el contrario, la historia y esa dignidad que
reposa en “los huesos, con su destello mineral/ de piedra
pulida por la lluvia” (de La experiencia concreta), se vuelven
incertezas que motivan la persistencia en el poema.
La poesía de César Cantoni habita esa geografía de la escritura
que comparte con una tradición argentina afincada, desde
fines de los años 40, en la obra de Joaquín Giannuzzi y
proseguida, luego, en los poetas de la promoción de los 80.
Los registros de esta tradición, siempre desromantizados,
a veces irónicos y otras amargamente escépticos, son
sumamente vastos y cubren variantes enriquecedoras en
un panorama en que se dan cabida las voces de Ricardo
Aulicino, Héctor Freire, Alejandro Schmidt, Ricardo

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Costa o Abel Robino. Esta tendencia de la poesía abreva
principalmente en la poesía norteamericana de Williams y
Stevens, pero no deja también de alimentarse de corrientes
europeas como la de Ponge y Benn, o en las exterioristas
hispanoamericanas que hallaron en Veiravé su intérprete
criollo. Mal llamada neo-objetivismo, redundó en nuestros
días en toda una amplia gama de epígonos hiperrealistas
que se aplanaron en una superficie tautológica tras la cual
difícilmente se encuentra la experiencia poética.
En el caso de Cantoni, por el contrario, el poema desata la
conciencia ante los fenómenos de la cotidianeidad que, en
su manifestación concreta, contradicen los grandes relatos
de la historia y la metafísica. El poema a partir de entonces
no es sólo un trabajo con la palabra, es la aproximación a esa
experiencia del vacío y la orfandad que se trasunta detrás de
la superficie árida de las palabras. Los materiales artísticos
están, así, destinados a la desidealización del lenguaje
literario. Este procedimiento característico está fundado
por un convencimiento raigal: la intemperie de la existencia.
Un ejemplo es el poema “Un surtidor en el camino”, donde
leemos casi como un arte poética la pregunta: “¿Por qué un
surtidor debería ser lo que no es,/ componer, acaso, una
metáfora,/ encarnar un símbolo arbitrario?”. El paisaje
vacío del desierto –con todo su potencial simbólico– sirve
de soporte a un largo viaje en que se da el acontecimiento
del mundo vivido o mundo circundante aún en su estado
anterior a la conceptualización. Es el mundo que los
alemanes llamaron “Lebenswelt” para definir el espacio
vital de los fenómenos anónimamente subjetivos. En ese
mundo anida esta poesía, para luego construir su exasperada
crítica de la vida cotidiana y social: “cada banco es un
lecho sombrío/ la plaza entera, un asilo de expatriados”
(“Intemperie”, de Cuaderno de fin de siglo, 1996). En “La
salud de los condenados” se hace explícita la sobrevivencia

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del testimonio de la derrota, una sobrevivencia en que cabe
la pregunta por las desapariciones y la afirmación de una
resistencia continua, casi eterna.
Quizás el poema “Diógenes…”, que cierra esta antología,
nos dé la estremecedora respuesta que la lectura total nos
propone desde el inicio. Volvemos a la noción de intemperie
desde una perspectiva positiva, cuyo sentido se alcanza a
partir de un uso primigenio. Tito Livio y los agrónomos
latinos usaban esta palabra como intemperies caeli, las
inclemencias del clima. Luego pasó a ser la negación de
un estado deseado, el de temperatus, con el que se quería
hablar de lo convenientemente distribuido y dispuesto. De
ahí que la intemperie esté en el orden de lo caótico y de lo
injusto. Pero en el poema, se revitaliza como condición de
lo humano, como desarraigo en el orden catastrófico de la
historia y sus injusticias, contra las vidas hechas a medida
de lo convenido y concedido social y políticamente. Una
imagen basta, entonces, para dejar aparecer la condición
vagabunda del hombre, en la cual la orfandad y el vacío son
asumidos con la libertad “incondicional del viento”.
Mundo e intemperie son las circunstancias de nuestras
vidas. Lo demás no deja de ser falso acontecimiento con el
cual se resigna la libertad. Cantoni lo sabe y lo hace saber.

Osvaldo Picardo
Mar del Plata, enero de 2005

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Lo más digno de nosotros

Siempre pensé que los huesos, con su destello mineral


de piedra pulida por la lluvia, son lo más digno de nosotros:
sobreviven largamente a la putrefacción indecorosa de la carne
y no tienen la astucia ni la maldad del alma.

(De La experiencia concreta, 1990)

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Noche estival

Por la ventana abierta de mi cuarto


entra el viento encendido que viene del oeste,
entra el perfume de las flores del patio,
entran la luna y las estrellas,
y en medio del bochorno de la noche
entra también una mágica luciérnaga,
un minúsculo universo que se basta a sí mismo
y deja en la penumbra sus improntas de luz
para desvelo de la mente absorta.

(De Continuidad de la noche, 1993)

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El tiempo irreparable

Quién iba, entonces, a pensarlo.


Lo cierto es que mi padre está muerto
como si nunca hubiese estado vivo.
Un día se le helaron las manos y los pies,
y la casa se llenó de parientes,
y mi madre lloró, de rodillas, junto al lecho.
Todavía lo recuerdo.

Mi padre está muerto o ya no está,


y no es suficiente ahora saber que fue feliz.
En este callado amanecer de otoño,
mientras el agua burbujea en la pava,
y la radio reporta las últimas catástrofes,
y yo cumplo con el rito habitual de afeitarme,
sólo una cosa es real: su ausencia, que no cesa.

(De Continuidad de la noche, 1993)

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Intemperie

La noche oficia de enfermera


entre los miserables que duermen en los bancos de la
plaza.
Cada banco es un lecho sombrío,
la plaza entera, un asilo de expatriados.

Mendigos: allí fueron dejados a través de milenios


y allí permanecen, estoicos, todavía,
esperando que la muerte venga a despertarlos
o algún patrullero se los lleve.

(De Cuaderno de fin de siglo, 1996)

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Un surtidor en el camino

Tras mucho viajar por el desierto,


vi un surtidor en el camino.
No era un sueño, no era un árbol talado,
no era una estrella que caía.
Era un surtidor en el camino.
No tenía alas, no tragaba monedas
ni proponía ninguna reflexión en especial.
¿Por qué un surtidor debería ser lo que no es,
componer, acaso, una metáfora,
encarnar un símbolo arbitrario?
Lo que yo vi, fuera de toda controversia,
era un surtidor en el camino,
sí, un surtidor en el camino,
nada más y nada menos que un viejo surtidor.

(De Cuaderno de fin de siglo, 1996)

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Momento en la carnicería

En hilera, contra blancos azulejos salpicados de sangre,


las reses colgaban de las gancheras hasta el piso,
y yo sentía que la poesía de todas mis horas
se confundía con esas carnes irredentas
de una manera vulgar e inocente,
y por un momento padecí la insalvable contrariedad
de ver enfrentados los sueños de los hombres
al filo mundano de la cuchilla del descuartizador.

(De Cuaderno de fin de siglo, 1996)

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Hotel

Ella está sola en un


cuarto de hotel, escuchando
viejas canciones por la radio,
mirando pasar autos
desde la ventana.

Ella está sola y nunca


espera a nadie.

Los hombres que recibe


pasan tan rápido como los autos
allá afuera. No guardan
la nostalgia de las
viejas canciones.

(De Triunfo de lo real, 2001)

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Aquí no hay dios

Aquí no hay dios, ni griego ni romano,


que presida ninguna ceremonia.
No hay oro ni laurel para los vencedores.

Aquí no hay más que un piquete de obreros,


con martillos neumáticos, rompiendo la calzada,
haciendo un pozo que no será nunca

el ombligo del mundo, la fuente de las revelaciones.


Un pozo más hondo que el sentimiento de los dioses,
más negro que el propio corazón humano.

(De Triunfo de lo real, 2001)

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A la manera de
William Carlos Williams

Sólo quiero que sepas


que si detuve mi marcha
ante tu puerta,

y no seguí de largo,
y no crucé la calle,
y no doblé en la esquina,

no fue porque olvidé


donde vive
el jardinero

(al que buscaba


para podar
la ligustrina),

sino porque tus ojos


me distrajeron
del camino.

(De Triunfo de lo real, 2001)

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Álbum de familia

Murió mi padre, murieron mis abuelos,


murieron mis tíos carnales y políticos.
Una familia entera de herreros,
ebanistas, curtidores, albañiles,
yace ahora sin fuerzas bajo tierra.

Y yo, el más inútil de todos,


el que no sabe hacer nada con las manos,
he logrado sobrevivir impunemente
para llorar delante de una foto
lo mejor de mi sangre.

(De La salud de los condenados, 2004)

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La salud de los condenados

Si es más ejemplar la cicuta que la hoguera,


atosigar las vísceras que hacer leña del cuerpo,
la muerte de Sócrates que la muerte de Giordano Bruno
(¿dónde encuadrar las desapariciones?),
son los temas menores del patíbulo.
Porque, a la postre, el condenado sobrevive siempre.
Su voz transmigra en las voces del viento,
fluye a través de los cauces subterráneos de la historia,
toma por asalto las villas, los pueblos, las ciudades,
y sin necesidad de lengua que la asista
les habla a los verdugos.

(De La salud de los condenados, 2004)

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Diógenes o el ideal del vagabundo
Yo sigo prefiriendo al hombre sin casa.
Abel Robino

Vivir a la intemperie.
Vivir al arbitrio de la intemperie.
No tener nada, no querer tener nada.
No aferrarse al pasado ni al presente,
menos al porvenir. (Incluso,
renunciar a la vana tentación de dejar huella.)
Ir simplemente de un lugar a otro,
como un acólito incondicional del viento.
Encarnar la metáfora del viento.
Salvarse por el desarraigo.

(De La salud de los condenados, 2004)

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Osvaldo Ballina

La aldea

Osvaldo Ballina. Nació en La Plata, Provincia de Buenos


Aires, en 1942. Libros publicados: El día mayor, 1971; Esta
única esperanza contra todo, 1973; Aún tengo la vida,
1975; En tierra de uno, 1977; Caminante en Italia, 1979;
Diario veneciano, 1982; Ceremonia diurna, 1984; La
poesía no es necesaria, 1986; La vida, la más bella, 1988;
Sol que ocupa el corazón, 1991; Sondas, 1992; Estamos
vivos y vamos a vivir (Poemas 1971-1992), 1993; Final
del estante, 1994; Verano del incurable, 1996; Confines,
1998; El viaje, 2000; Apuntes del natural, 2001; El caos
luminoso, 2002; Al dios que sea (Obra poética 1971-2003),
2004; Oráculo para dones fatuos, 2006; El pajar en la
aguja, 2007; Prodigios residuales, 2009.

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La aldea, el desarraigo

Dentro de la extensa obra de Osvaldo Ballina, cercana a


la veintena de títulos, Apuntes del natural –publicado en
2001 y al que pertenecen los poemas de “La aldea”– es,
quizás, como dijera Federico Peltzer, “un libro verdadero
pero desolador de nuestra naturaleza en crisis. Un libro
–agregamos nosotros– que continúa en la línea formal
que Ballina abrió con Confines (1998), con textos que
parecen verdaderas parábolas, apuntes de una cosmogonía
existencial y reflexiones en torno a la palabra poética.
“La aldea” que da unidad a este conjunto de textos es a la
vez real y simbólica. Nada más apartado, acaso, del tópico
elegíaco de la Generación del 40. La aldea es el mundo
(“Es casi imposible escapar de ella /.../ Quien sale y mira
fuera de sus límites, se extravía en el tiempo”), es también
el país (“Los árboles comenzaron a caerse con regularidad
en la aldea /.../ Algo parecido sucedió años atrás con las
personas. Desaparecían. Una manera de caerse del paisaje”),
y la cárcel, o la casa, o la baldosa en la que ponemos o nos
ponen límite a nuestra existencia.
En “La aldea” todo parece estar en orden: los árboles se
caen con regularidad, las estaciones sucedáneas de las
que trae el tiempo –lo irreal, lo infinito, lo invisible y lo
ilusorio– llegan puntuales a ese sitio. Pero su orden es el
de las hormigas que no tienen nombre ni historia, sólo
disciplina, un orden que “deviene pánico” cuando alguien
patea el hormiguero. Aldea de malos soñadores, de asesinos
y verdugos “prendidos, ellos también, a la leche de la vida”,
de objetos que buscan “un lugar en la memoria”, “un
lenguaje aún sepulto”. El orden del mundo –parece decir
Ballina– no está en el equilibrio social, en el control de los
armamentos o en las leyes del mercado: es la palabra la que

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hace que el universo sea cosmos o caos.
Y sin embargo, el poeta no manifiesta una fe ciega en las
palabras. En esta aldea de “pocos habitantes y muchas
soledades”, “no hay nacimientos ni buena palabra”; para
verlas por dentro es necesario partirse en tres y marcar con
cruces los lugares en los que sorprende cierta felicidad;
las palabras también tienen “su cuota de traición” y a ellas
inclusive les toca desaparecer; porque una cosa es la palabra
en abstracto y otra su materialización en la realidad, como
la palabra “corazón” que era ovoide en la mente y circular y
cuadrada en la sala de espejos.
Por eso, siguiendo la división que hiciera Dámaso Alonso
de los poetas españoles modernos entre “arraigados” y
“desarraigados” –división que bien puede extenderse a la
poesía de todos los países y todos los tiempos–, podemos
decir que Ballina –y los textos de “La aldea” lo demuestran–
se encontraría entre estos últimos: poetas que no obtienen
su fuerza de la fe en alguna divinidad o idea política, ni
siquiera de la tabla de salvación de las palabras, pero que
aún así luchan y escriben.

Guillermo Pilía

39
40
-La aldea

La aldea se jacta de su propia ausencia. Es casi imposible


escapar de ella. Sin espíritu cualquier espacio es cárcel.
Tiene pocos habitantes y muchas soledades. Dicen que
los divide el olvido. Pero los separa la misma lengua y los
une la misma moneda. La aldea va desplomándose. No
hay nacimientos ni buena palabra. Quien sale y mira fuera
de sus límites, se extravía en el tiempo. De tanto en tanto,
sobrevuela un halcón en el cielo.

41
-Nacerse, deslimitarse, infinitarse,
recrearse. ¿Cómo tener
los fragmentos juntos?

Partió su espíritu en dos para ajustar su idea del mundo.


El lado gozoso y el lado escéptico se alejaron en sentido
contrario. Él siguió andando. En círculos. Si alguna vez se
cruzaron entre sí, los tres vivientes nunca se reconocieron.
Cada uno dio noticias de sus visiones. Marcó con una cruz
los lugares en que fue sorprendido por cierta felicidad. Sólo
así, aislados, lograron ver las palabras desde adentro.

42
-¿Alguien habla y ríe con riesgo?

Es la estación de las hormigas. No hay referencia de su


nombre ni de su tiempo. En el sendero, disciplinadas, llegan
con su carga y regresan por más. Alrededor, el descampado.
De pronto, alguien patea el hormiguero y el orden deviene
pánico. Se mueven confundidas en todas las direcciones.
Con carga o sin ella. Da lo mismo. El castigo es la ausencia.
Serán devoradas.

43
-La realidad sin pathos:
pesadilla presa en el hielo

Los árboles comenzaron a caerse con regularidad en la


aldea. Se desplomaban, sin explicación, en las plazas o en
los parques. Nadie se dio por enterado. La vida era eso: la
orfandad natural, sin tierra ni cielo. Algo parecido ocurrió
años atrás con las personas. Desaparecían. Una manera
de caerse del paisaje. Para compensar, construyeron casas
que nunca fueron habitadas. Después, le tocó el turno a las
palabras, con su cuota de traición. Se desprendió la vida. La
claridad fue alucinación.

44
-Quedarse mudos
es una forma de morir

Pensó: las mismas palabras no identifican las mismas cosas.


Apresuró el paso hacia el parque de ilusiones y luego en
dirección de la sala de espejos reconstituyentes. Entró y se
miró. El espejo le devolvió sus formas. Luego, radiografió
el interior contenido en la carne. La palabra corazón era
ovoide en la mente. Sin embargo, el espejo le descubrió un
corazón circular y cuadrado. Desde ese instante, conoció la
armonía antes negada: vivió circular y cuadrado.

45
-La mirada, esa ambigüedad
concéntrica sobre el otro cómplice

Son los mal soñados. En el reverso de sus párpados, golpean


insomnio y angustia. En ellos, la vida no entró nunca.
Tampoco, ahora, la muerte. Para siempre despiertas, las
pupilas parten de una negrura y regresan a otra negrura.
Es la violencia de la sequedad que no tiene principio ni fin.
Según juran los mal soñados, sólo las piedras y los árboles
cantan o hablan. ¿Quién vive?

46
-El cielo atraviesa el mundo
y yo a mí mismo

El tic tac alejaba y retraía las paredes a los ojos del niño
en su cuna. Nada tenía nombre. Lo suyo eran los ojos,
que miraban y miraban. La tarde sin otro humano caía.
Tic tac, tic tac, del día a la noche, del agua a la sed, de la
saciedad al hambre. Y también al revés, como el tac tic, tac
tic de otro ritmo. Sólo sombras en los ojos que no podían
traducir imágenes y significados. Los objetos se movían
a su alrededor. Buscaban un lugar en la memoria, en un
lenguaje aún sepulto. Las paredes, de nuevo, se alejaban.
El universo se contraía, oscuro. El tic tac cesó. La casa se
volvió más sólida. No hubo más jadeo. El índice del niño
escribió el comienzo de esta historia: el sonido alucina el
espacio.

47
-En la confusión de roles, las palabras
fueron tocadas por el odio

Lo irreal, lo infinito, lo invisible y lo ilusorio, llegan


puntuales a la aldea. Son las estaciones guía, sustitutas de
las naturales. Alguien murmura, ante cada una de ellas:
siempre, nada, todo, jamás. Un instante después, lanza
cada palabra contra el cielo para escuchar el rebote del
sonido. Ellas vuelven a él en fragmentos de esperanza. O de
una ilusión necesaria. Se desencaja del planeta. Para locura
o libertad.

48
-Paz en la indiferencia

Los asesinos se dan a la orgía en la casa que suda frío.


Ni demonio ni dios la iluminan. No beben por sed. No
comen por hambre. No eyaculan por deseo. Un orden los
excede. Un aire negro los desmadra. Bebidos, comidos y
fornicados hasta el hartazgo saldrán a cazar humanos. Un
nuevo hambre, una nueva sed, un nuevo deseo. Verdugos
prendidos, ellos también, a la leche de la vida.

49
50
Horacio Preler

El señor Gianni y otros poemas

Horacio Preler. Nació en La Plata, provincia de Buenos Aires,


en 1929. Libros publicados: Institución de la tristeza, 1966;
Lo abstracto y lo concreto, 1973; La razón migratoria,
1977; El ojo y la piedra, 1981; Lo real, nuestra casa, 1991;
Oscura memoria, 1992; Zona de entendimiento, 1999;
Silencio de hierba, 2001; Aquello que uno ama, 2006.

51
Horacio Preler (La Plata, 1929) lleva publicados, desde su
inicial Institución de la tristeza (1966) hasta Aquello que
uno ama (2006), nueve libros de poemas, producción que
le sirvió para plasmar un lenguaje de cuño personal, en el
que pueden hallarse resonancias de Eliot, de Stevens, de
Girri. Con estos ascendientes poéticos, Preler rompe, a
partir de Lo abstracto y lo concreto (1973), con los efluvios
sentimentales de la generación del 40 y trae a la poesía
de La Plata un aire nuevo, renovador, que la libera de su
tradicional y rancio tono elegíaco.
Básicamente, puede decirse que la búsqueda afanosa de
un sentido cósmico y la orfandad y el desarraigo humanos
–a los que habría que sumarle la reflexión acerca del
fenómeno poético– son los temas axiales de la creación
preleriana, caracterizada por su mirada inquisidora y su
avidez cognitiva. En efecto, para Preler la poesía no es
un refugio íntimo, confesional, un lugar donde purgar las
cuitas del alma, sino un modo de explorar la realidad, de
intentar descorrer, aunque sea mínimamente, el velo de las
cosas. Así, tomando prestada una metáfora de su inventiva,
podría describirse a la poesía como “un atajo” –en cuanto
elude los caminos convencionales del conocer– hacia “una
zona de entendimiento”. Pero el poeta es consciente de
sus limitaciones y sabe que su razón de ser se halla, antes
que en la comprobación de hipotéticas verdades, en su
capacidad de interrogar, de alumbrar el misterio con su
particular manera de indagarlo, por lo que siempre dejará
en suspenso cualquier afirmación.
Cabe recordar aquí que la raíz indoeuropea de la palabra
poesía –diktjan– alude al concepto de “poner en orden”.
El orden, justamente, es una de las obsesiones recurrentes
en la obra de Preler, que parece ver a la realidad como una
construcción caótica. Es la misma obsesión que revela
“El señor Gianni”, protagonista del poema homónimo,

52
cuando “va de aquí para allá/ atento a cada extraño brote,/
cuidando que todo crezca en orden,/ que nada perturbe su
labor,/ como un dios que no ha perdido la esperanza”. Por
ello, no resulta descabellado imaginar que en la piel de este
personaje cohabita, en cierto modo, el poeta, esperanzado
en encontrar, como diría Giannuzzi, “un orden para un
significado”, porque sólo a partir del ordenamiento de lo
real es posible acercarse a la idea de un sentido último.
“El señor Gianni” prueba, asimismo, que la poesía de Preler
no se debate entre abstracciones y cuestiones genéricas,
como podría suponerse. Por el contrario, su punto de
partida se halla en los datos concretos de la realidad; para
ser preciso, en la inmediatez del mundo circundante. Así,
cualquier objeto, por insignificante que parezca, o el más
baladí de los hechos cotidianos, pueden concitar la atención
y acicatear la conciencia creadora del poeta, por lo que los
poemas poseerán una fuerte impronta material, dejando en
claro que sólo después de hacer pie en la tierra intentarán
un salto metafísico. “La rejilla”, en su doméstica sencillez,
es uno de esos textos paradigmáticos al respecto.
Recorriendo la presente selección poética, puede
advertirse, además, que Preler apela permanentemente a
una simbología de clara inspiración, consecuente con su
visión del mundo e invariable a lo largo de todo lo que ha
escrito. Según ella, el hombre es siempre un extranjero,
alguien que transita, extraviado, “las calles/ de una ciudad
desconocida”, y la vida un efímero viaje “a la medida del
dolor”, un viaje por países “hechos sólo para morir”. Cabe
agregar que ese viaje está lleno de “extraños laberintos”, de
misterios para los cuales resulta difícil hallar explicación,
pues el viajero perdió las llaves de la sabiduría “en el
momento de partir”. En este marco referencial –y aquí
aparece el segundo de los tópicos prelerianos expuestos
al comienzo– la extranjería no es otra cosa que sinónimo

53
de desarraigo, el que a su vez se traduce en soledad e
incomunicación. Nada mejor para expresarlo que el final
de “Símbolos”: “Nos entendemos pobremente,/ apenas
delineamos los contornos del gesto/ articulando símbolos
heroicos/ para superar el desamparo”.
Sin embargo, hay una soledad más honda que la falta de
comunicación o intercambio afectivo y que Preler pone al
descubierto: es la que tiene relación con la intransferible
mismidad del ser, condición por la cual, al morir, “Uno se
lleva todo. Sus historias,/ la clave de sus miedos, la lóbrega
codicia,/ la indiferencia, el odio,/ los almanaques viejos”.
Y otra alusión semejante puede leerse en “La muerte de
un poeta”: “Un poeta muere como cualquier hombre…/
Abandona entonces a sus hijos,/ sus afectos y sus pequeños
lujos…/ Además,/ los poemas que nadie escribirá por él”.
Felizmente, Preler ya escribió muchos poemas que, por su
sólida unidad estructural, su objetivación del hecho poético
y su trazo austero y riguroso, perdurarán en la memoria
de los lectores. Sí, perdurarán porque se trata de poemas
nacidos de la inteligencia emocional, que preguntan y se
preguntan, invitando a la reflexión, pero que no dejan de
abrigar el alma con su compasivo humanismo.

César Cantoni
La Plata, marzo de 2007

54
Símbolos

Un extranjero recorre las calles


de una ciudad desconocida.
El misterio se encierra
en los extraños laberintos.
Los hombres pasan unos junto a otros,
sólo los viejos conocidos se saludan
con las ceremonias de costumbre.
Nos entendemos pobremente,
apenas delineamos los contornos del gesto
articulando símbolos heroicos
para superar el desamparo.

(De Lo abstracto y lo concreto, 1973)

55
Mediocridad

La natural mediocridad a todos nos concierne,


nos acompaña en las extrañas actitudes
con que desarrollamos una idea.
Es el atuendo insospechado del concepto,
la libertad del incipiente ser
que elude su propio fundamento.
Es más aún,
la posibilidad de morir sin estridencias.

(De Lo abstracto y lo concreto, 1973)

56
La muerte de un poeta

Un poeta muere como cualquier hombre.


Se desploma de pronto
o padece una larga enfermedad.
Abandona entonces a sus hijos,
sus afectos y sus pequeños lujos:
su infancia,
la carta de un amigo
y algunos libros que lo encallecieron.
Además,
los poemas que nadie escribirá por él.

(De La razón migratoria, 1977)

57
El señor Gianni

Todas las tardes junta las hojas


que el viento ha volteado
y las mete en un hoyo.
Enciende una fogata y espera.
Después riega las plantas,
va de aquí para allá
atento a cada extraño brote,
cuidando que todo crezca en orden,
que nada perturbe su labor,
como un dios que no ha perdido la esperanza.

(De La razón migratoria, 1977)

58
La rejilla

Limpiamos el agua que ha caído


la noche anterior
y con ella viene la basura
acumulada en el patio.
El agua sucia corre
y en la rejilla queda la resaca,
los focos de infección,
la hierba ya podrida
mientras otra agua
desciende sola hacia la tierra.

(De La razón migratoria, 1977)

59
Casa vacía

Alguien alguna vez hará el inventario de las cosas,


levantará papeles, abrirá los cajones de un escritorio
antiguo, revisará bibliotecas, estanterías,
muebles, aparatos usados, buscando explicación
a tanta fantasía.
Nada perdurará para dar testimonio.
Uno se lleva todo. Sus historias,
la clave de sus miedos, la lóbrega codicia,
la indiferencia, el odio,
los almanaques viejos.
Entonces encontrarán escobas en todos los rincones,
trapos de piso, humedad,
los restos de comida que han quedado en el plato.

(De Lo real, nuestra casa, 1991)

60
Países

El viaje es a la medida del dolor.


Entregar la mano, sentir los dedos,
las huellas digitales, la sangre que llega
desde triste frontera.
Sentir el peso del esqueleto madurando,
dibujando círculos para obtener un punto de partida,
un leño navegando en un extraño río. Respirar
con la boca entreabierta, mirar hacia delante
y hacia atrás, hurgar en los bolsillos,
secarse las lágrimas, quitarse los zapatos
para crear una frase común.
Hay esquinas que parecían países, murmullos, ecos,
países que no tenían ciudades, llanuras
ni mares interiores, vacíos por dentro,
países, en fin, hechos sólo para morir.

(De Lo real, nuestra casa, 1991)

61
Cuerpo y alma

El alma soporta la idea de la muerte


sola en su misión,
apenas apoyada en la fragilidad del cuerpo.
Un incipiente calendario
le arroja algo de esperanza,
le insinúa la penumbra del ojo
por la ventana entreabierta de la realidad.
Nada le ofrece protección
y la idea desciende como el rocío
sobre los techos de las casas.
Cuerpo y alma suspendidos sobre el vacío,
colgando de una soga,
materia descreída,
ojo lisiado enfrentando la oscuridad.

(De Zona de entendimiento, 1999)

62
Las llaves

La tarde resta a la vida


semanas de silencios.
La niebla confunde al viajero
en la vía muerta de una ciudad cercada.
Es poco para un desconocido que ve la aurora
desde la morada del llanto.
Las preguntas apuran al desprevenido,
casi sin equipaje,
casi al borde de la muerte,
empeñado en abrir puertas
y buscar las llaves sin retorno
de la sabiduría absoluta,
llaves que el viajero había perdido,
sin saberlo,
en el momento de partir.

(De Zona de entendimiento, 1999)

63
Zona de entendimiento

A veces pensamos que la soledad


es una cosa que podemos manejar
como si fuera una materia inerte.
Vemos la claridad desde la ventana
mientras la brisa mueve las cortinas.
El perro duerme debajo de la silla
y las horas pasan
como un ciego tanteando las baldosas.
En la mesa se amontonan libros y papeles.
Entonces nos acomodamos en un rincón
y buscamos imágenes de un paisaje ignorado.
Todo el silencio regresa de la calle
y se sitúa en la casa.
Nada se mueve, nadie habla.
La tarde es un atajo,
una zona de entendimiento
que nos mira desde la eternidad.

(De Zona de entendimiento, 1999)

64
Cerca de mí

Cerca de mí,
todo está cerca de mí.
Los libros de la vitrina,
las hojas en blanco
y las reminiscencias de la noche.
Cerca está la vida despojada,
los recuerdos que estructuran el alma
y la mirada que partió.
Cerca, muy cerca está la lluvia,
la solitaria lluvia.

(De Aquello que uno ama, 2006)

65
El invierno llega

El invierno llega
y se arrastra por la memoria.
El corazón de un viejo
llama a las puertas de las casas vacías
y no encuentra respuesta.
El frío penetra hasta los huesos
y el desamparo se dispersa en el viento
como el celo de una mariposa.

(De Aquello que uno ama, 2006)

66
Gustavo Caso Rosendi

Soldados

Gustavo Caso Rosendi. Nació en Esquel, Provincia de


Chubut, en 1962. Libros publicados: Elegía Común, 1987;
Bufón Fúnebre, 1995; Soldados, 2009.

67
He aquí una breve selección de poemas de “Soldados”, libro
inédito de Gustavo Caso Rosendi, cuyo asunto se centra en
la Guerra de Malvinas.
Partícipe doble, como soldado y como poeta, C. R. nos
entrega una historia ilustrada con la contundencia de
lo real, dándonos la sensación de que ciertas vidas serán
siempre cortas para poder olvidar.
Una cierta legitimidad autoriza estos textos: la legitimidad
de la fuerza y de la audacia. A través de ellos, C. R. deja
entreoír “no juzgues”, propuesta que condena el hablar con
pena capital incluida y es un golpe a una forma de jerarquía
–la de sólo juzgar–, a la vez que plantea aceptar lo que el
otro tiene de extraño, de desconocido. ¿Cómo criticarlo,
entonces? Más que respondiendo de las sensaciones que me
aportan sus textos para establecer la fluida correspondencia
entre credulidades, la del lector y la de la obra, un comercio
regular entre elementos vivos.
Una poesía que testimonia la guerra, atención no siempre
testimonial. Su manuscrito original ordenado en un tiempo
sucesivo que hemos respetado en esta selección, tiempo que
se ha configurado, a mi manera de ver, simulando un friso;
el autor nos instala rápidamente una butaca en el teatro de
operaciones, aparece el paisaje (manchado de aviones), el
enemigo invisible (con nombre, apellido y currículo), los
compañeros de infortunio (quizá los únicos), la repatriación
y el regreso a ese otro terreno minado: la vida civil. 
Todos sabemos que el tiempo es algo más caótico que
ciertas presunciones lineales; sobre todo, en situaciones
de emergencia. Recordemos el proceso de un condenado
como ejemplo: el día que le dictan su sentencia ya está
siendo ejecutado y, si por un giro del destino, llegara a
salvarse, quedaría en un “entretiempo”, en un pasadizo,
en lo inexistente, donde sólo se vive fugando. A ciencia
cierta, no conocemos la naturaleza  del tiempo,  pero sí

68
sabemos que es más caótico de lo que C. R. lo presenta;
de éste me sorprende su actitud casi infantil: ir, vivir los
acontecimientos y regresar. ¿Ingenuidad propiamente
dicha? ¿O recurso para aumentar la terrible desazón de los
acontecimientos? Ingenuidad corrosiva, en todo caso.
Esta selección de once textos bastan por un tirarse al
fondo de otra herida: la fundamental, la del momento del
nacimiento, que no quitará jamás el destino humano.
Pero si hay algo que me sorprende es que en situaciones
de guerra la geografía externa se equipara a la geografía
interna, simplemente por una cuestión de vida o muerte.
C. R. enfrenta esta idea con una estrategia de sobrevivir de
lo imaginario: ¿coraje? ¿locura? ¿iluminación…?
Probablemente, en ese orden.
Muchos pensarán (en forma de alivio) que este tipo de
poemas conlleva el tan justo “no se escribe con el dolor sino
con el recuerdo del dolor”, pero ese tic aquí no funciona; no
sé si se cumple en poesía. ¿Quién puede decir que cuando
C. R. escribe estos poemas no está en “el instante” en que
suceden los hechos, en un eterno, insalvable presente? He
aquí el infierno, entonces. Ni un movimiento a la derecha
ni un movimiento a la izquierda, rodeados de frío, mugre,
cigarrillos y otras endemias, aprenderemos a esperar con
el riesgo de disparar contra el otro, de comernos entre
nosotros o de escondernos de miedo. Si usted Caso Rosendi
pedía respuestas y ya me las ofrecía –matar, enterrarse, o
pasar desapercibido en una vida civiconormal–, no puedo
más que agradecerle la solidaridad de sus poemas. Y que
nadie mueva una coma de los hechos.

Abel Robino
París, agosto de 2007

69
70
Trinchera

Comenzamos cavando como si


fuera nuestra propia tumba
Pero cuando el cielo escupía fuego
nos dábamos cuenta
que era un buen hogar
después de todo

71
Cuando cayó el soldado Vojkovic
dejó de vivir el papá de Vojkovic
y la mamá de Vojkovic y la hermana
También la novia que tejía
y destejía desolaciones de lana
y los hijos que nunca
llegaron a tener
Los tíos los abuelos los primos
los primos segundos
y el cuñado y los sobrinos
a los que Vojkovic regalaba chocolates
y algunos vecinos y unos pocos
amigos de Vojkovic y Colita el perro
y un compañero de la primaria
que Vojkovic tenía medio olvidado
y hasta el almacenero
a quien Vojkovic
le compraba la yerba
cuando estaba de guardia

Cuando cayó el soldado Vojkovic


cayeron todas las hojas de la cuadra
todos los gorriones todas las persianas

72
Gurkas

Mercenarios de perfil bajo


(los únicos que los vieron
ya no están)

Cuchillos fantasmales
cortando los sueños

¿Pero acaso nosotros


no veníamos del país de
las picanas sobre panzas
embarazadas?

¿Quién le tenía que tener


miedo a quién?

73
Ese día el soldado Aguilera traía el sol
Como un ciprés harapiento
bajo la rama verde de su brazo
el soldado Aguilera traía el sol
No venía con la mirada caída de otros días no
Se recortaba triunfante en la colina
apretando al sol-rehén bajo su axila
contagiado por la luz
Se acercaba como el amanecer
agigantándose a cada paso
Ya entre nosotros lo sujetó contra el suelo
clavó su bayoneta en el ojo dorado
y rápidamente nos llenamos manos
y bocas con esa carne de cíclope
que sabía a dulce de batata

74
Cantata

Pasa la esquirla
y al soldado Martínez
le salen puentes
amarillos de la media oreja
y abajo la sangre
corre turbulenta
y Spinetta rema
sobre su guitarra
y gira el paisaje
como un cuadro de Van Gogh

Es por eso que hoy


cuando alguien le habla
adopta una postura
de figura egipcia
como si el silencio
de aquel hospital
le perdurara

(Pero yo sé bien que


cuando Martínez está solo
ese oído se le abre
como una ventana
y es cuando vuelve
a escuchar el silbido
y luego el trueno y luego
como un viento las voces
de los muertos que le cantan)

75
Poema ornitológico

Casi todas las aves se habían ido


(Eran sabias las aves o casi todas)
No como esas gaviotas que flotaban
enrojeciendo la bahía
No como aquel Pucará que caía en picada
ennegreciendo la mañana

76
Dormíamos abrazados
Marilyn –te decía–
Todas las madrugadas
aseaba tu cuerpo tus agujeros
Sin embargo me fallaste
cuando más te necesité
Pude haberte abandonado
en medio del camino en llamas
pero me aferré de vos como si
fueras un idiota al que tenía
que proteger
Y ese amanecer te saqué
las entrañas para arrojarlas
al mar
y ya en la fila acaricié
tu cuerpo hueco
y te dije adiós
antes de tirarte en la fosa
de los fusiles rendidos

77
En el camarote del Canberra

Se fregó y se refregó
bajo una lluvia caliente
Consiguió sacarse la mugre
pero no la angustia
pero no la desolación

Se miró al espejo
y supo que ya no era
y supo que nunca
se marcharía del todo
de esas dos islas rojas
como mordida de vampiro

78
Puerto Madryn

Como una Moby Dick de acero


el Canberra nos derramó en la explanada

Luego el abrazo de la gente el griterío


un hogar un plato de guiso un poco de vino
el ruido del chorro del sifón y los ojos
encendidos de una chica

Partimos al atardecer

Lentas algas se amontonaban en la orilla

79
El último enemigo

Jorge se despertaba
entre la tempestad del fuego
con esa tos de cañoneo
que no se le iba nunca
y antes del desayuno
se afeitaba en un pedazo
de espejo que latía

Esa mañana besó


a sus hijos a su mujer
besó como el sueño
profundo y suave
besó de una manera
imperdonable y dulce

Más tarde en el baño de un bar


sacó un revólver y disparó
justo en el lugar donde
se apostaba la tristeza

80
Brindis

Subía y bajaba colinas


hasta llegar al soldado Sañisky
Le daba un abrazo
le ponía entre las manos
mi paquete de Marlboro
esto es tuyo –le decía–
es todo lo que tengo
y nos dedicábamos a echar humo
igual que aquellos agujeros
que de pronto aparecían
en la turba como un
acné irremediable

Hoy cuando nos juntamos


en algún cumpleaños
y enciendo un cigarrillo
sentimos que estamos allá de nuevo
Entonces mi amigo
–que ya no fuma–
me pone en la mano
una copa de vino
y miramos cómo corren
nuestros hijos
cómo hablan nuestras mujeres

Y porque aún nos perdura


la tristeza es que estamos felices
y porque sabemos que de alguna
manera no nos han vencido
es que brindamos.

81
82
Guillermo Lombardía

El tren equivocado
y cinco poemas más

Guillermo Lombardía. Nació en Avellaneda, Provincia


de Buenos Aires, en 1952. Libros publicados: El Juego
Insensato, 1996; Eterna marea, 1998; Mi Marilyn, 2005.

83
Las cosas tienen finales y principios, dijo Ezra Pound.
Comencemos entonces por el final.
Una noche de verano, en una ciudad europea –cuyo nombre
no es necesario precisar porque para un poeta, en tiempos
en que la madre de la imbecilidad vive siempre embarazada,
casi todas las ciudades son extranjeras por propia decisión–
intercambiábamos más dudas que aciertos, el poeta y
artista plástico Abel Robino y quien esto escribe.
Los temas eran previsibles y quizá triviales para un
observador despejado de mundo: el tiempo, el destino, la
palabra, las durezas y glorias de la cotidianeidad, el cirquito
del arte espurio.
Con el transcurrir de la charla, tuve la certeza de que Abel
Robino y yo, por vías separadas, habíamos tomado El tren
equivocado en algún momento de nuestras vidas.
Lo antedicho no es retórica y mucho menos síndrome de
culteranismo intelectual. Éramos dos seres plenos a nuestra
manera y ajenos a los triunfalismos terrestres. Lejos, por
gracia de algún dios que desconozco, de “los hombres
huecos”.
En homenaje al poeta Guillermo Lombardía, a quien voy
a celebrar más que prologar, tuve en un instante –un
relámpago de la memoria– la convicción de que Robino,
único exiliado sin excusas que conozco, “vivía” más en la
Argentina que un transculturalizado como yo, confieso sin
mucho pudor.
Y en el medio de esta encrucijada, se instaló Guillermo
Lombardía entre ambos con “El tren equivocado”.
Yo no fui amigo de Guillermo Lombardía por el simple
hecho de no haber compartido, por razones ajenas a los
dos, momentos de todos los días y tragedias recurrentes en
nuestro país, “Allí donde se inmolan los corazones limpios/
mientras suena la música de los torturadores”.
Cuando regresé al país me enteré de que Guillermo

84
Lombardía había partido en su propio tren, equivocado o
no, y nos había dejado sus poemas: responsabilidad de su
palabra en la tierra.
La precaria realidad dice que Guillermo Lombardía nació
en Avellaneda en febrero de 1952 y que publicó El juego
insensato en 1996 y Eterna marea en 1998. Agrega alguna
nota editorial que fue periodista. La palabra esencial, como
es la poesía, tiene sus propias biografías y sus propias
reglas.
Guillermo Lombardía alcanzó un destino feliz: fue el
poeta, a mi juicio, de un solo libro, prueba de su talento y
discreción, “en el azar fastuoso de la eterna marea” y “en
ese interminable bazar de la existencia” y en el que cada vez
menos interesa “brindar a la salud de cada nacimiento”.
El libro a que me refiero es Eterna marea, donde el poeta
condensa toda su filosofía existencial, su devenir entre
nosotros, y su sentido solidario y rebelde. Con lucidez dice
Francisco Madariaga, en el prólogo del citado libro: “Si
aprendemos el manejo de esta arma, podríamos trajinar
por las veredas más solares de este planeta”.
Recuerdo que cuando tuve el extraño honor de presentar
este libro –yo no era parte del círculo íntimo de poetas de
Guillermo Lombardía y tampoco un nombre de marquesina–
destaqué el hecho que el lenguaje de Lombardía ostentaba
una frescura existencial tan profunda como inusual, sin
estridencias, sin altisonancias, pero que nos rodeaba, nos
envolvía y nos llevaba al centro de todo lo que importa.
A mi modo, tuve la oportunidad de agradecer a Guillermo
que, sin retarme, sin gritarme, sin sentenciarme, me
permitiera como lector agradecido participar de “esta
mágica inconciencia/ donde se desvanece el absurdo de
vivir./ Que no me gane el sueño./ Que a mí también me
bañe el agua de la fiesta”.
La vida es “el gran ojo azul escudriñante”. Guillermo

85
Lombardía vivió en ese centro, aun en los momentos
más críticos de sus días cuando su poesía, de un lenguaje
conversacional, coloquial –o simplemente libre de
afectaciones en boga– intentó quizá por “un oscuro
mandato de expiación” o por “la fiebre que me lleva” una
poesía que me excluía como interlocutor válido.
Por correo electrónico me hizo llegar unos poemas
que reclamaban por sí de prescindir con justicia de
toda consideración literaria. El poeta dialogaba con la
trascendencia, quizá con un arrebato místico ajeno hasta
entonces en su obra. Y ante esa instancia, a menos que uno
sea un tonto irredento, todo se vuelve superfluo porque
“alguien quiere seguir soñando bajo la luz del mundo”. En
esa confluencia nos encontramos, sin vernos la cara nunca
más, pero fieles a la dicha, o la desgracia, de la palabra.
Comenzamos por el final, terminemos por el principio.
Guillermo Lombardía: “duele tanto saber/ que no has
visto la gloria de este roble”, que son tus palabras. En ellas
alumbraron y relumbran, “la bella idea de la rebelión/
o el sueño de morir su propia muerte”. Y así fue como
participaste, jocundo y burlón, en una charla que no
esclareció tal vez nada pero que hizo felices una noche
de verano a dos ignotos pasajeros de un envidiable “tren
equivocado”.

Osvaldo Ballina
La Plata, febrero de 2008

86
Mendiga

Ahora que el almíbar destilado por la noche


se escurre entre ademanes de animal perseguido
y un dejo de tristeza por los canales agrios,
vuelvo sobre tu corazón
mendiga cenicienta de los arrabales.

Bailas entre los desperdicios,


te ocultas como un sol
a la mirada de los asperjadores,
y conservas el orgullo de la especie
tatuado en tus pezones.

Ahora que los libres


se hacinan en los sótanos y beben, solidarios,
su licor más amargo,
vuelvo sobre tu aliento
pantera de la sangre.

Y como siempre,
estás,
jamás idéntica,
amamantando a tus tiernos lobizones.

Allí donde se inmolan los corazones limpios


mientras suena la música de los torturadores,
tu piedad resplandece.

(De El juego insensato, 1996)

87
Preciado oficio

Un emporio de agotadas reliquias,


de criaturas exánimes y de piedras preciosas,
de pequeñas señales que las vidas ignotas
dejan como al olvido
para seguir soñando bajo la luz del mundo,
se despierta entre la espuma frágil,
en la arena caliente de la bahía infinita,
cuando el mar se retira a la casa de fuego.

Entre esqueletos de animales y juncos


cuya sombra desvela la razón cartesiana
brillan los abalorios
arrojados por las naves nictálopes
que siguen las corrientes templadas
tras el rastro invisible de la utópica
ballena del capitán oscuro.

Entre maderos que pueden haber sido


ataúdes o sillas o pianos
hay millones de historias que no fueron contadas,
únicas siempre y ejemplares todas,
esperando la voz que las rescate
y las inflame de sangre y de misterio
en el azar fastuoso de la eterna marea.

El más grande poder,


la mayor majestad sobre la tierra,
el más preciado oficio,
consiste en percibir
en ese interminable bazar de la existencia

88
los lazos invisibles,
las secretas arterias que animan el milagro
de las afinidades.

Unir lo que se atrae sin remedio


y brindar en el jolgorio de los vivos
a la salud de cada nacimiento.

(De Eterna marea, 1998)

89
Secreta voz
No hay cena o almuerzo o satisfacción en el mundo que
valga una caminata sin fin por las calles pobres…
Pier Paolo Pasolini

Te veo caminar sin ansiedad,


parsimoniosamente,
por una calle de suburbio americano.
Alegre por el anonimato
apenas uno más en el mar de los sencillos.
Ese rostro tuyo
tallado en roca por un cincel del medioevo.
La frente como plaza en día feriado.
Tanto asombro en los ojos adiestrados
para reconstruir
las historias secretas que insinúan
los gestos de todas las criaturas.

Querido hermano,
¿qué tal si nos sentamos
en esta criolla tardecita,
compartimos un vino de roja transparencia,
y dejamos correr los pensamientos
como animales sabios
que giran alrededor del sueño
de esa cosa
que nos quema en el alma?

Quiero oírte narrar alguna de esas


despojadas parábolas
con las que iluminaste la noche decadente.

90
Desnuda con tu verbo el pecado
original de esta insolente hora.

¿Te distraes?
Comprendo.
Es ciertamente hermoso ese muchacho que nos mira.
Invita, promete, escandaliza.
Yo prefiero, confieso, ese vaivén moreno
de curvas aceitadas por el licor dulzón de la hendidura.
Pero, al cabo, ¿cuál es la diferencia?
Una misma y secreta
voz es la que nos convoca a la fiesta del mundo
y sólo los hipócritas pueden abrir un juicio
sobre tus elecciones (y las mías).
Ya ha sido dicho, pero jamás redunda:
cae como castigo celestial el rayo del poder sobre los
libres.
La libertad, ésa es tu kryptonita.
La cruz que paraliza a los vampiros.
No te apures, hermano, por esta lluvia inesperada.
Son nubes de verano.
Nos están bautizando con sus lágrimas
los ángeles humildes
que viven en el exilio eterno.

(De Eterna marea, 1998)

91
Una suposición
… la comuna es un lugar donde desaparecen los funcionarios.
Vladimir Maiakovski

Digamos que he fraguado la escena


y que este agujero negro en mi cabeza
es apenas un truco, un maquillaje.
Todo no ha sido más que un simulacro
para engañar a los verdugos,
supongamos, un bien urdido fraude.
Con otro nombre y otra fisonomía
–ah sueño recurrente
de todo blanco móvil,
del que expone el pellejo
en cada movimiento de sus músculos …–
me escabullo en un pueblo perdido en la montaña
y no soy otra cosa que uno más
de esos rudos paisanos
que sobreviven con mínimas preguntas.
Por supuesto, nada de escribir.
Ni siquiera una línea.
No hay más literatura que los negros relatos
que esos hombres de tierra desgranan en las noches
lluviosas alrededor del fuego.
Que otro perro lidie con el hueso
de encontrar la palabra apropiada para el verso perfecto.
Sólo comer, beber,
trabajar como bestia hasta agotar la fuerza de los brazos,
y después retozar
como un niño en el heno.
Supongamos, incluso, que me esfuerzo

92
por cerrar los oídos y los ojos
a todas las noticias que llegan como pájaros
exhaustos desde el mundo.
Todo me importa un rábano.
Aceptemos la hipótesis.
¿Crees, de todos modos,
que dudaría en disparar el arma nuevamente
sobre mi sien derecha
si escuchara a este coro de idiotas
modulando la melodía del ocaso?

(De Eterna marea, 1998)

93
El tren equivocado
De todo esto yo soy el único que parte.
César Vallejo

A través de este cristal que huye


a tantos kilómetros por hora,
con la frente apoyada sobre el fresco rocío matinal
para calmar la fiebre que me abruma,
desfilan los paisajes más extraños.
Una loca sombrilla boca arriba
que gira como un trompo sobre el verde.
Un insólito desfile de modelos
que lucen sus vestidos de campiña
con florcitas celestes y volados azules.
En una pasarela ornamentada por blancas siemprevivas
las muchachas caminan con el sexo apretado
y sus piernas dibujan una coreografía
definitivamente inalcanzable.
Un señor que parece despachante de aduana
con sombrero de copa y moño negro al cuello
increpa a un heladero en su triciclo.
En un cielo tan frágil
se asoma una bandada de helicópteros negros.
Cómo extraño la niebla que cubría a Helsinki
ocultando los coches de alquiler
yermos de pasajeros.
Una cabalgadura necesito
para poder atravesar el parque helado.

Si al menos estuvieran tus ojos esta tarde.


Recuérdame la lluvia sobre los dulces charcos

94
donde las ranas cantan.
Aspira la fragancia del jazmín del cielo
y tráela hasta aquí
donde manda el crepúsculo.

No me olvides.
Yo soy aquél que jugaba a despedirse
como un valiente Aníbal
pero después temblaba de frío en el destierro.
Esta carne maldita me condena.
Lávame las heridas con tus pequeñas manos.
Me perdí en la estación del mediodía
y me subí al tren equivocado.
Cuando quise bajarme, fue imposible,
y sólo pude ver
un baile de pañuelos que decían adiós.
Únicamente desde tu corazón
puede salir la orden
que cancele este viaje inexplicable.

(De Eterna marea, 1998)

95
Estrategia criolla

¿Cómo puedes vivir tan descentrado?


Mira a tu alrededor.
Deja que esa corriente
que surge de la base de tu nuca
viaje por tus arterias y tus nervios.
Ése es tu pie.
Apóyate.
Mantente erguido.
Juega.
Ensaya los distintos equilibrios
distribuyendo el peso entre los miembros,
el plexo, la cabeza.
Concentra la energía en la raíz.
Expulsa esos parásitos
que se alimentan de la savia de tus tripas.
Respira hondo.
En la reserva profunda de tus bronquios
están guardados los sabores,
sonidos y fragancias,
que serían materia prima de tu canto.
Abreva de esa fuente, caballo,
come de esa alfalfa.
Y relincha.
Relincha en el silencio de la pradera verde.
Sigue el curso ascendente de esos ramos tupidos
de florecillas blancas.
No importa si en París o en Barcelona
se congela tu sangre mientras tu lengua lame
el corazón de las palabras.
Ese rayo argentino
te cerrará los ojos definitivamente.

(De Eterna marea, 1998)

96
Osvaldo Picardo

O. P. Vida de poesía

Osvaldo Picardo. Nació en Mar del Plata, Provincia de


Buenos Aires en 1955. Libros publicados: Apenas en el
mundo, 1988; Letras en una esfera armilar, 1991; Dejar
sin ventanas la verdad, 1993; Quis, quid, ubi. Poemas de
Quintiliano, 1997; Una complicidad que sobrevive, 2001;
Pasiones de la línea. Poemas de Nicolás de Cusa, 1008.

97
“El secreto florecido hacia adentro”

En el espacio de esta breve, pero intensa antología, hay una


superficie poética más que significativa, donde convergen
textos de los tres últimos –que a su vez son los más
logrados– libros de Osvaldo Picardo. Para quien, como
podemos constatar, a partir de la lectura de los poemas
seleccionados para esta muestra, “la época y la poesía,
el lenguaje y la historia, la naturaleza y el hombre son
problemas, no temas”. En este sentido, Picardo estaría de
acuerdo con la idea de ciertos poetas, como Yves Bonnefoy,
que opinan que uno no debería llamarse a sí mismo poeta.
Esto significaría que uno ha resuelto los problemas que
ha planteado la poesía. Conciente de esta limitación,
Picardo, sin embargo, no deja de agotar en sus poemas el
campo de lo posible. Con mirada asombrada y no con el
aburrimiento retórico ante lo cotidiano. A veces con ironía
como resistencia contra la resignación, con sutiles y líricas
e intelectuales pinceladas, para neutralizar la rutina y lo
siniestro, entendido éste por Freud: “como aquello familiar
que se tornado desconocido”. A propósito, leemos en el
poema « En un viejo laboratorio de fotografía»: «Hay una
suma de cosas en la sombra que las ventanas clausuradas/
dejan crecer desde hace años……No es algo nuevo sino
todo lo contrario, apenas si es algo».
Escribir para Picardo, aunque no sea nada más que una
simple palabra, es constatar en ese mismo instante, que
una lengua está ahí, y se agita afanosa, y con ella todas
las ambigüedades, los espejismos y todo el pasado del
lenguaje. Es que para poetas como Picardo, nunca existe
lo inmediato. Incluso sus textos parecen advertirnos,
en cuanto a pretender crear en las palabras su densidad

98
infinita o su puro vacío, que sólo puede ser un deseo,
insensato desde que aparece. “Todo está dicho y llegamos
demasiado tarde. De ahí que hablemos por boca de otros y
sobre-escribamos un poema infinito que nadie alcanzará
a leer sino de a pedazos. ¿No es esa la primera limitación
que debemos asumir? Lo nuestro es escribir entre comillas,
citar, aún no sabiendo que citamos”, nos dice Picardo
sobre su propia poesía. Y en esta particularidad, en este
“correlativo objetivo”, encontramos más un sentimiento de
solidaridad, que una inclinación a la conquista y usurpación
de los elementos culturales del museo universal.
En este sentido, creo que uno de los ejes a partir del cual
se genera y estructura el discurrir poético del autor es el
problema de la memoria, el pasado que se impone a pesar
de toda voluntad, pero sobre todo la de un sujeto perforado
por varias voces. El peso de lo histórico y de la tradición
cultural. En sus poemas conviven y dialogan (o sea entran
en conflicto) Quintiliano, Catón, Séneca o Nicolás de
Cusa, con personajes, situaciones cotidianas y animales
emblemáticos como los picaflores, esos seres poéticos “de
corazones enormes y cuerpos diminutos que mueren de
quietud durante el sueño”.
El proceso de asimilación de elementos ajenos, que en
mayor o menor grado, advertimos en todo creador, en el
caso de Osvaldo Picardo presenta un interés muy particular:
es uno de los rasgos que lo distinguen. Sin embargo,
esta poesía no es hermética ni oscura, por el contrario,
es de una extrema claridad en los detalles. No hay nada
impreciso en sus imágenes, ninguna niebla alrededor de
los sentimientos que formula, sus medios de expresión son
directos y los planos de su puesta en escena están trazados
con precisión. Picardo en sus poemas, llega a hacer sentir
la consistencia de lo sólido aun en situaciones difíciles de
materializar: “mil partículas se concentraron en la historia

99
de una sonrisa”, “las geometrías impalpables de los cuatro
vientos”, “los huesos de un niño”, “pisadas de gaviotas sin
borrar”, “ovas vacías entre las uñas de las olas”, son algunos
versos, tomados casi al azar, como ejemplo de este onirismo
en pleno día. Objetos e imágenes que determinan ensueños
“fáciles y efímeros”; una ensoñación poética que trabaja con
la mirada. Ante este mundo de formas cambiantes, en la
cual la voluntad de ver (la voluntad del amor) sobrepasa la
pasividad de la visión, y se proyecta incluso a los seres más
simples. En los poemas “Una casa”, “La abeja” y “Siesta”,
además podemos constatar, que el fondo de ese amor, es
pensar en alguien fuera de su presencia, luego fuera de
lugar, y por último a pesar de su presencia. Desde esta
perspectiva, podríamos afirmar que la poesía de Picardo,
es el lugar de la mirada, “ahí donde leemos oscuros las
cosas que merecen conocerse. El secreto florecido hacia
dentro”. Picardo mira, o sea hace algo con lo visto. ¿Y qué
otra cosa puede ofrecer un poeta, si no es una mirada? “El
mundo como realidad y ficción: ésta es la visión que depara,
como discurso disparador, la poética de Osvaldo Picardo.
Su lectura nos entrega el ejercicio y el resultado de una
mirada de vasto espectro sobre las cosas que nos rodean
y nos habitan, las visibles y las escondidas, las evidentes y
las secretas... ”, comentó Joaquín Giannuzzi, a partir de la
lectura de los textos de Picardo. Diremos por último, que
estos poemas, son un acto de humildad, y al mismo tiempo
la constatación que la movilidad de la vida crea en el poeta
la conciencia de la totalidad del mundo, y el drama de la
existencia pasajera. Y diremos también, junto al poeta que
su (la) poesía es una complicidad que sobrevive.

Héctor J. Freire

100
F. Q.
I: El pasado

Para que alguien todavía diga Fabio Quintiliano,


para que esos sonidos por un instante amable emerjan
y se hundan en los largos siglos de tapas y páginas
empolvadas
hubo muerte más que nacimientos. Una Roma en llamas.
El recuerdo de los higos que Catón trajo de Cartago,
y el horror de Herculano y Pompeya.
Un Séneca con un alumno siniestro
y un Pedro y un Pablo que profesaron en una secta y
repetían:
“una sola palabra tuya bastará para sanarme”.

Todo esto está en mi nombre y en tu oído


trepa lento como el caracol sobre el vidrio
(detrás dicen haber visto una historia de salvación,
otra de progreso y ésta sin novedad).

(De Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano, 1997)

101
Picaflores

Antes de correr la cortina frente a las calas


la velocidad se congeló en el aire.
Primero fue uno borroneando las alas
en el hilo desatado ante un gladiolo.
El otro cayó al lado en rebote pausado
y giraron trenzando el tallo de la tarde.

No los habías visto hasta entonces. Luego


leíste que tienen corazones enormes
para el tamaño diminuto de sus cuerpos.

Y también
que mueren de quietud durante el sueño.

(De Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano, 1997)

102
En un viejo laboratorio de fotografía

Hay una suma de cosas en la sombra que las ventanas


clausuradas
dejan crecer desde hace años. Además del piletón, la
ampliadora,
el abrillantador, los frascos de ácido y la luz inactiva. Hay
además
ese presentimiento, el mismo de la primera revelación
cuando la inexistencia tuvo un colapso y mil partículas
se concentraron en la historia de una sonrisa.
No es algo nuevo sino todo lo contrario, apenas si es algo.
Se parece a los bares oscuros del puerto entre putas
y algún extranjero. No se trata de palabras ni de
costumbres,
hay una suma de cosas flotando como cadáveres
que nadie podrá identificar.

(De Quis quid ubi: Poemas de Quintiliano, 1997)

103
Una casa
Once it beld laughter
Once ir beld dreams
Did they throw it away
Did they know what it means...
T Waits

La sala había sido construida


con las geometrías impalpables
de los cuatro vientos. Con un vestíbulo
chiquito, una escalera
de un par de peldaños y a cada lado
una pieza.
La casa fue desenterrada en Tell Madhur.
Había restos de madera carbonizada
una noche de invierno
de hace casi seis mil quinientos años.
Dos ollas pintadas, un mortero tallado,
una cuchara abandonada sobre una mesa,
una azada que hablaba del campo
amarillo de trigo.
Y esa urna debajo de la cama
con los huesos de un niño.

Habrías visto aquí una razón para vivir,


con una ventana igual a ésa
a través de la cual llega el olor áspero
del agua salada con su grabado de olas.
Y enterrada como la casa, ella
–como lo sabe hacer– se habría llevado
lo escrito y lo aún sin escritura,

104
apretando tus piernas con sus piernas.
Hubieran reído juntos y llorado
alguna vez junto al fuego de la cocina
o ante la puerta cerrada
y sabrían lo que significa esa urna
debajo de la cama.

(De Una complicidad que sobrevive, 2001)

105
La abeja

La abeja sobrevuela la caléndula amarilla


con un acento agudo de presente.
Y en realidad, su vuelo enroscado a un poder invisible
no cesa de inventar la vieja y terrible mentira
en que nos ponemos de acuerdo. Es hermosa.

¿Habrá pensado en tu mirada?


¿Tendrá tus ojos su viaje por el jardín de la tarde?
No hay límite. Todo es interrupción entre las flores
y también diálogo
que se quiebra, donde aparece.

(De Una complicidad que sobrevive, 2001)

106
Siesta
vi de nuevo el rostro de mi madre
José Lezama Lima

Recuerdo de golpe, la oración sibilante de mamá


mezclada al zumbido de un moscardón.
La penumbra de la cocina ya limpia
y su sombra
a través de la fiambrera de la ventana.
La que daba al lavadero y un patio
con macetones de flores sustentadas a pura agua.

De mañana fuimos con mi primo a nadar.


Todavía el mar estaba brumoso
como si sacudieran una alfombra en el viento.
Aturdidos entrábamos de lleno a la combustión
del silencio
con pisadas de gaviotas sin borrar
y ovas vacías entre las uñas de las olas.

Estoy con una maya mojada y el pelo rubio.


Sumido en el cansancio pleno del mar,
poco antes de ser obligado
a la inocencia segunda del sueño.

Mamá –nunca te lo dije– yo te espiaba de lejos,


fabricabas algo seguramente bueno.
El zumbido sin palabras
en el abismo del nacimiento
y la calma ilegible de antes de todo sueño
te han comprendido.

(De Una complicidad que sobrevive, 2001)

107
El higo
Every fruit its secret…
D. H. Lawrence

Hay brevas bajo las hojas ásperas.


No importa que mi mano de ahora
no pueda robarlas de la sombra moteada
que le cae sobre aquellos techos viejos.

Continúa hinchando sus frutos prohibidos,


con el sabor que el tiempo tenía:
Ahí donde leemos oscuros las cosas
que merecen conocerse.
“El secreto florecido hacia adentro”
con la savia lechosa que eyacula la rama,
y el rumor orgiástico de las abejas
ensañadas en la minúscula gota.

Abrir la breva en cuatro pétalos:


su sexo enrojecido de miel
reclamando una nueva lengua.

(De Una complicidad que sobrevive, 2001)

108
Vida de poesía

No es sino una exageración


por la que mentimos una biografía,
“un terremoto continuo o una fiebre eterna”.

¿Quién podría en tal estado, por ejemplo,


atarse los cordones de los zapatos, lavarse
el culo tanto como la cara y
escupir la mala conciencia
con que se escribe de la injusticia?

Los personajes de la poesía


no están en los poemas que hemos hecho.
Son el poeta de sesenta años
que según Giannuzzi
“la época incorporó a su injuria”,
pero también, las loquitas angustiadas
que te despiertan a la madrugada;
y el delicado Sufeno al que Catulo
criticaba con una rara compasión.

Ni hablar de los borrachos de Alexander Blok


que “creen que algún dios los trajo acá
para que besaran el viento y la nieve…”

No basta con abrir el Libro de la Poesía


y leer en público. La luz no es suficiente.
Está en otra parte, y nos abandona
en la mesa, ante una verdad ilegible.

(De Pasiones de la línea, 2008)

109
El ignorante

Nunca sabremos realmente por qué


hemos vivido. No alcanzan las palabras.

Sobre el mismo mar se levanta el sol.


Ante el mismo mar
un mediodía, alguien se para en la costa
y mira. Sólo eso y nada dice. ¿Qué espera ver?

Mirar no es ver sólo esto que se muestra,


ni siquiera lo que existe. Las olas hablan
de regresos largamente olvidados,
a veces sin que nadie haya partido.

Una gaviota y un poste de luz parecen


ser el centro del universo. A su alrededor
la circunferencia de tu ignorancia
es como ese pescador y su caña,
una eternidad demasiado larga.

Hubo muchas veces en que creíste


haber nacido para algo. Fue esa fe
la que te empujó a decisiones definitivas.
Pero el resto lo decidió

un puro instinto de felicidad


acontecido para ser superado.

(De Pasiones de la línea, 2008)

110
Rafael Felipe Oteriño

El que arroja la piedra

Rafael Felipe Oteriño. Nació en La Plata, Provincia de


Buenos Aires, en 1945. Libros publicados: Altas lluvias,
1966; Campo visual, 1976; Rara materia, 1980; El príncipe
de la fiesta, 1983; El invierno lúcido, 1987; La colina, 1992;
Lengua madre, 1995; Antología poética, 1997; El orden de
las olas, 2000; Cármenes, 2003; Ágora, 2005; En la mesa
desnuda (Poemas escogidos 1966-2008), 2009.

111
El que arroja la piedra: una interpretación

“Arrojar la piedra” tiene siempre una gran carga de


transgresión. Los fariseos que no aceptaron arrojarla
lo hicieron más por incapacidad de transgredir que por
misericordia. Porque para romper las reglas hay que poseer
cierta pureza –y no meramente la del cuerpo– que invierta
los papeles y haga que el niño mate al gigante y que el
mundo progrese en humanidad. Por eso el artista, el poeta,
es de algún modo el hondero, “el que arroja la piedra, / el
que le da su ímpetu y dirección, / el que aporta el músculo
y la libertad”. Pero a diferencia de la del David, la piedra del
poeta no tiene un destino cierto: “se clava lejos, donde no se
oye / mi voz ni el eco de su partida”; sólo sabe que en algún
sitio será el sostén de una nueva edificación. Así también
lo dice el salmo que se canta en la liturgia de Pascua: la
piedra que los arquitectos arrojaron por inservible es ahora
la piedra angular.
Estos ocho poemas de Oteriño, estos ocho guijarros son,
en cercanía o en lejanía, un vuelo circular sobre la esencia
del acto creador. Semejante a la gaviota que “vuela siete
jornadas / detrás de la estela que el mar borra”, así el poeta
viaja hacia espejismos, con un rumbo falso “para que el
deseo de volar no acabe”. Porque la poesía no es tanto un
destino, sino más bien un derrotero, el de la propia vida:
“Para decir una palabra, / para decir una sola / palabra,
/ la primera palabra / y la última, / para que naciera esa
palabra, / tuve que vivir”.
También la palabra –las palabras– del que escribe poesía
es piedra de hondero, “piedra pequeña”, quizás, como la del
poema de León Felipe, abnegada servidora en el reino de lo
mínimo, pero sobre la cual está presente la mano de Dios,

112
“más íntima, menos dolorosa, sin el peso / de guardar el
abismo”. El poeta intenta darles un orden, crear reglas que
cada poema al final destruye. Pero cuando la voz duerme
y la ciudad se apaga, y se desbocan las yeguas de la noche,
entonces las palabras, libres de riendas, se mezclan en un
renovado caos primordial y “un viento suave (...) borra (...)
la letra clara de las cosas”. El poeta da un orden provisorio
al mundo, un equilibrio dentro de infinitos órdenes
posibles. Los dioses –parece sugerir Oteriño– crearon el
universo y después se durmieron; los poetas, de a ratos
e imperfectamente, intentan compensar esa fatiga de los
dioses.
Junto a la palabra está la flor; aún en este mundo de llagas,
indiferente a los dioses, está la flor: no la rosa decorativa
de los viejos artistas de la que se burlaba Rimbaud, sino
la humilde nomeolvides que apenas dura un instante en
la solapa del saco, “junto a unos nombres / que sólo yo /
deletreo hasta el final”. Flor humildísima junto a un nombre
deletreado, con candidez de infancia, pincelada pudorosa
en el lienzo de la vida. En la poesía de Oteriño suele surgir
con tesón, como en este caso, cierto sentido de la mesura:
“la poesía / no es / croar de ranas / en un estanque vacío” ni
“laboriosa / carta de amor / escrita / en nuestra memoria”,
sino apenas la promesa de la flor –del poema– “de llenar
los vasos / y no derramar el agua”.
Desde sus primeros libros, Oteriño ha manifestado una
constante vocación hacia la interrogación metafísica.
Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del
mundo y los que apuntalan nuestra existencia es la misma
cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí
que su poesía esté pudorosamente llena de humanidad.
Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más
abisales no lo ha apartado –como a otros poetas de su
generación– de la transparencia. Al igual que Eneas, que al

113
fin de su viaje al inframundo no encuentra las tinieblas, sino
la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente
poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad:
de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en
este viaje: la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y “el
arte de no ver nada / aún viéndolo todo”.
Guillermo Pilía

114
La gaviota

La gaviota vuela siete jornadas


detrás de la estela que el mar borra.
Vuela desde antes de la tentación
como si no hubiera regreso.
Hacia espejismos donde toda ilusión
se descompone y comienza a caer.
Sobre ciudades que de pronto se cierran
o melancólicas se abren a la extenuada fe.

Y arriba a momentáneas delicias:


ser puro espíritu lejos de la tierra,
ojo ingrávido que deja su sitio aquí
y sueña en la luz del día
y sueña
mientras el corazón fija un rumbo falso
para que el deseo de volar no acabe.

(De El príncipe de la fiesta, 1983)

115
La piedra

Yo soy el que arroja la piedra,


el que le da su ímpetu y dirección,
el que aporta el músculo y la libertad.

Ella es la que cruza el aire


y se clava lejos, donde no se oye
mi voz ni el eco de su partida.

De este lado sólo queda el peso


de una llama que abriga con leves
parpadeos. Del otro lado

está el misterio de la tierra nueva,


los círculos cada vez más anchos
de la nueva edificación.

Pero de eso nada sé: allá no pueden


mis ojos ni mi oído alcanza
a entender su voz. Sólo he visto

que la piedra partió; clavada está


en alguna parte, adonde no llega
mi voluntad, ni la imaginación.

(De El invierno lúcido, 1987)

116
La poesía

La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.

Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.

Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e ideas.

El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.

O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.
Pues,

117
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?

Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.

Y cada poema
destruye
esas reglas.

Cada poema
es un sacrificio

(De Lengua madre, 1995)

118
Una palabra

Para decir: piedra,


pez, viento, paloma,
tuve que vivir.
Para nombrar a un barco,
para decir: estela,
horizonte de mar, bahía,
tuve que vivir.
Para virar,
para guiarme por las estrellas,
para seguir un rumbo fijo,
tuve que vivir.
Para señalar el Norte,
para enviar un mensaje
–hermosos días, hermosas noches–,
para esperar respuesta,
para saber esperarla,
tuve que vivir.
Para decir caballo: mi caballo.

Todo debió pasar


por mis pies, por mis manos,
tocarme, golpearme,
penetrar mi piel
como el lento acoso de una fiera.
Para afirmar: “–éste es el aire
y el fuego”,
“–esto lo líquido y lo sólido”,
y que aire, fuego,
líquido, sólido,
desnudaran su corazón de medusa,

119
su confundido aroma,
tuve que vivir.
Más allá de todas las tentaciones,
por encima de todas las preguntas,
tuve que vivir.

Para decir una palabra,


para decir una sola
palabra,
la primera palabra
y la última,
para que naciera esa palabra,
tuve que vivir.

(De Lengua madre, 1995)

120
Lo mínimo

Tardamos años en comprender lo mínimo:


el golpe de la piedra en el agua,
la espuma desvaneciéndose en la orilla,
la hoja que se revela al trasluz
y así danza. Su abstracto jardín.
También en ellos está la mano de Dios:
más íntima, menos dolorosa, sin el peso
de guardar el abismo, libre
de su lección moral. Dios sabe por qué.

(De Lengua madre, 1995)

121
Esa ciudad

Esa ciudad se apaga cuando me duermo:


los ventanales no reflejan el sol,
los semáforos dejan libre el paso de los autos,
las sombras vacilan unos segundos,
atraviesan una puerta y desaparecen;
sobre el mantel, el crucigrama está resuelto,
una mano dobla las páginas del diario.

Nada de lo insólito permanece en pie:


en las esquinas, las bicicletas giran veloces,
se eclipsa el verde de los jardines,
una película de ceniza se extiende sobre las plazas,
abrazando el lago, los botes y los remos;
petrificada, la ronda del bosque finge no oírme.

Arrebatados por una nube,


quedan más solos los animales del zoológico;
se ausentan, de pie, las estatuas,
mientras un viento suave dispersa los colores
y borra, ya sin luz, el cable de los teléfonos
y la letra clara de las cosas.

Pero, ay, todavía queda algo que no he dicho:


esa ciudad continúa dentro del sueño.

(De En la mesa desnuda, 2009)

122
Nomeolvides

Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.

Tal vez sea mejor así:


que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea sólo eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.

(De En la mesa desnuda, 2009)

123
Artes

Primero, el arte de ser derrotado;


luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aún viéndolo todo.

Cuánto tuvo que aprender esta cabeza


para ser calva, enteramente calva
–por dentro y por fuera–,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.

(De En la mesa desnuda, 2009)

124
Patricia Coto

Fanales

Patricia Coto. Nació en La Plata, Provincia de Buenos


Aires. Libros publicados: Libro del vigía, 1978; Libro de la
memoria, 1981; Libro del espejo ardiente, 1985; Libro de
la frontera, 1992; Libro de navegación, 2003.

125
El lenguaje de la poesía es un lento proceso que surge de
la indagación interior. Requiere un tiempo de maduración
que finalmente se concreta en el poema. Frente a la
estructura caótica de la realidad y en la dimensión de su
soledad, el poeta se refugia en las palabras y crea imágenes
que intentan reflejar esa realidad y, en última instancia,
ordenar el caos.
Existe una vasta libertad del lenguaje, de la tensión que
aparece en el silencio de la página en blanco y constituye,
en parte, una interpretación de esa realidad. Pero más
profundamente el poema es una revelación. La revelación
del contenido de unas palabras que están sólo en el poeta y
que sólo a él se le revelan.
Para Octavio Paz “el poema traza una raya que separa al
instante privilegiado de la corriente temporal y en ese aquí
y en ese ahora, principia algo: un amor, un acto heroico,
un momentáneo asombro ante un árbol. Ese instante está
ungido con una luz especial: ha sido consagrado por la
poesía, en el mejor sentido de la palabra consagración”.
Por este camino de la indagación interior transita Patricia
Coto desde sus primeros libros y ahora los vemos reflejados
en los poemas elegidos para esta colección.
El fanal es, como sabemos, la linterna o luz empleada a bordo
de los barcos. Patricia busca en la poesía la claridad que la
lleve a buen puerto, la lumbre que ilumine su derrotero en
la existencia. Para ella los fanales son los instrumentos que
utiliza para encontrar la orilla en este viaje desconocido
que nos plantea la vida.
Y en ese deseo de interpretar y comprender las brumas del
mundo, intenta penetrar la oscuridad con todo su cuerpo,
como cuando dice “habrá que aprender a mirar con las
manos,/ con los pies, con el revés de la memoria”.
En Libro de navegación destaca la autora en un poema la
individualidad de cada hombre y sabe que “cada hombre

126
tiene su olor”, y es ese olor lo que lo distingue de la maraña
humana. Considera que cada ser es una región inexpugnable
que perdura en el tiempo para ser protagonista exclusivo
de la vida.
Advierte, en otro poema, que estamos rodeados por el fuego
y el humo, el fuego como resplandor de cada vida y el humo
que brota de ese fuego avanza sobre la memoria, se esparce
como la penumbra sobre el tiempo. Ese fuego que un día
arderá por nosotros será el momento que condiciona la
vida, quizá el discernimiento de la vida.
Patricia Coto intenta rescatar el sentido esencial de la
existencia, de valorar los días que vivimos y exaltar la
libertad del ser. Por eso le duele el país que tenemos y ve
un lugar “donde los antifaces se desgarran/ sobre otros
antifaces”. Sólo encuentra “el humo feroz/ de los que
incendiaron el pasado”, un país que crece en desamparo,
que se debate entre sueños y promesas, un “país paisaje”
que es como “una gran orquesta que avanza en el desierto”.
Y entre el silencio y el rumor de las palabras busca un signo
decisivo, “una señal detrás de una corteza/ que se pudre
bajo la lluvia”.
Los poemas publicados en esta colección ponen de relieve
una obra en constante desarrollo, que parte de un sentido
visceral de la realidad y de su manera de sentir el mundo
desde su corazón en soledad. Su lenguaje se ha enriquecido
y encuentra una madura solidez en imágenes que se
instalan en un profundo contenido donde la expresión va
acompañada de una aguda reflexión, como señala en el final
de un poema de hondo contenido metafísico: “El mundo se
esparce y nos seduce/ los cabellos, la mirada/ la sombra de
las manos…/ y seremos cenizas de cenizas,/ restos de una
fiesta en la noche de la nada”.

Horacio Preler

127
128
I

Cada hombre tiene su olor,


no sólo el que viene del carro poblado de herramientas,
no sólo el del café aguado del amanecer
o el de su saliva amarga
frente al portón del taller.
Cada hombre tiene su olor, no sólo el de la novia
emblemática
que lo esperó en los días incompletos,
no sólo el de la esposa
extinguida entre ropas viejas y tacones desmoronados.
Cada hombre tiene su olor,
aquél que respira el día por venir,
el día no escrito en calendarios,
el día ausente que aguarda
para dar un zarpazo a la esperanza.

(De Libro de navegación, 2003)

129
País

Entonces, las figuritas del Billiken.


Belgrano, que no terminaba nunca de morirse,
dando su reloj a su médico de cabecera.
No le quedaba ni el hambre de ese día
y en Buenos Aires, descuartizaban el poder,
como si fuera el último caballo del fin del mundo.
Pienso en voces enmascaradas,
en archivos cuidadosamente guardados,
en gobernantes con maquilladores,
publicistas, asesores de imagen.
Pienso en un país donde los antifaces se desgarran
sobre otros antifaces
y nos da pánico llegar hasta la piel y rasgarla
y abrir los músculos, los cartílagos,
las enramadas de nervios
y encontrar el humo feroz
de los que incendiaron el pasado,
de los que sembraron sal sobre la memoria,
de los otros nuestros
que irguieron un país de vidrio.

II

País donde degollaron los por qué.


País donde peinamos el amanecer
para que la realidad se mire en el espejo.

130
País pasajero, país de la tormenta
y del pan en la ventana.
País como un sorbo de agua
que se escurre entre los sueños.

III

Un país. País paisaje. País de otros que


miran desde un avión, desde una
escalera de cristal.
País de abajo, de las raíces,
de la dormición de las voces.
País de los acordes futuros,
de una gran orquesta que avanza en el desierto,
que enciende una fiesta en la madrugada.

(De Libro de navegación, 2003)

131
Piloto argentino hallado en Malvinas

Lo peor no fue el estallido


ni la pulverización de los huesos.
Lo peor fue ese segundo,
como cuando me caí de la hamaca,
cuando clavé los talones en la piedra
y luego, el pedregullo me segó las rodillas.
Siempre siento un ardor cuando hay humedad
como ahora entre la turba.
Lo peor fue tocarse el mentón
y sentirlo dormido,
como ahora que no escucho mi cuerpo.
Lo peor, el altímetro a pico
y ese ruido acompasado de la cadena de la hamaca,
que se mete entre las escotillas,
que es viento, un misil tenaz,
acaso mi pensamiento.

(De Libro de navegación, 2003)

132
Silencios

Si yo mirara desde otro corazón


todo sería más fácil;
pero no tengo más posibilidades
que buscar el sol caído entre
los bordes de un pantano,
buscar la señal detrás de una corteza
que se pudre bajo la lluvia
o en nidos de hormigas obstinadas.
Sólo puedo mirar desde este corazón,
que no se acostumbra a la soledad del pecho.

(De Libro de navegación, 2003)

133
Escrituras

IX

En la infancia, figuras en los cristales


empañados entre el adentro y el afuera.
Tenues figuras que revelaban un alguien
en el poderío del gesto, en el imperio de la inocencia.
Monigotes donde el yo se multiplicaba.
Monigotes antes del deber, de la actuada razón.

Ahora, figuras de lo humano vestidas de papel


y siempre la misma sensación
de haber tirado una piedra a la luna,
un puñado de tierra al sol.

(De Libro de navegación, 2003)

134
Fanales

III

Tenemos los ojos polvorientos


como la mirada de un tren de carga.
Cada día, alguien arroja
bultos a nuestros ojos.
Y, al atardecer, quedan en alguna estación muda.
Entonces los ojos, hechos para lo porvenir,
viven como si estuvieran cerrados.
cosidos entre dos riberas.

Habrá que aprender a mirar con las manos,


con los pies, con el revés de la memoria.

Habrá que lavar lo visto


y tenderlo al sol, aunque nos ciegue.

(De Libro de navegación, 2003)

135
Poemas anteriores a 2004

Nos invitaron a un palacio


erigido entre la inundación y el fuego.
Nos dieron un lugar en la mesa,
una almohada fiel, un ventanuco errante.
Nos dieron una tajada de esperanza,
tal vez apenas las migajas.
Todo nos lo dieron
y seguimos mirando de reojo.

(Inédito)

II

Pocas cosas,
ni siquiera cosas, flecos,
hilachas, envolturas
que hacen pensar en cebollas.
Tanto pensamos que el pensamiento
parece una fragua de lo frágil,
un sol en una charca.

(Inédito)

136
Poemas 2004

Escribir como un hombre dormita.


El sueño no aplasta,
sólo pone párpados a los párpados,
alfalfa y trébol a la cintura.
Escribir es un buey atado
a la vera de su sed,
que olfatea la tormenta
y se relame con la sombra de la lluvia.
Escribir
como si el horizonte no hubiera herido,
como si el sol no saliera más
y hubiera que crearlo.

(Inédito)

IV

El mundo,
esta piel que nos rodea,
que nos sostiene,
que no tiene otra definición
que la bravura, la fragilidad
y el temblor,
el mundo se ha detenido
y nos contempla.
Ha sujetado sus ropajes,
sus cabellos, sus mil lenguas,
ha guardado su corazón

137
y en la oquedad sedienta
de su memoria canturrea,
habla en sueños.
El mundo, el claro mundo
nos está acunando
al borde de la tormenta.
Cuando el error amanezca,
el mundo, como un lápiz infante,
escribirá un canto de clausura
sobre lo que queda de la frente.

(Inédito)

138
Poemas 2005-2006

La mesa del anochecer.


Una a una, las estrellas aparecen
sobre la arquería del fuego.
Ahora, cuando las brasas parecen más despiertas,
toda la carne crepitante,
como un patio de escuela,
un recreo en el convento.
Y envolviéndolo todo, el humo,
humo tan vivo y atento
que amasa cuerpo, alma, memoria.
El humo se esparce y nos seduce
los cabellos, la mirada,
la sombra de las manos.
El humo con su vocación de susurrarnos,
en el más atrás de los oídos,
que algún día una fogata arderá
por nosotros
y seremos cenizas de cenizas,
restos de una fiesta en la noche de la nada.

(Inédito)

139
Fumata

Los tendones jugosos en la fiesta de la carne,


los que fueron flechas y soles
donde la tarde corrobora que toda luz es
cáscara.
Entonces
una fumata,
aire gris,
aire como bandera de un cuerpo.
Entonces,
el humo se hunde,
naufraga entre nubes bajas,
se ahoga.
El humo es una voz,
un espejito que cae,
mientras el fragor de la autopista
corta
          el tiempo.

(Inédito)

II

140
Esta capilla es muy antigua.
A su sombra, quedaron los ladrillos
de las primeras casas, de las primeras lluvias,
de los primeros vientos como pueblos.
Dentro, apenas un sacerdote,
extraviado en un bosque de soledades,
y libros, muchos libros,
libros donde el tiempo
es un lunes perpetuo.

Y sobre todo,
–altares, bancos, imágenes dormidas–,
una luz de rodillas,
que nunca duerme.

(Inédito)

141
142
Néstor Mux

Delicada insensatez

Néstor Mux. Nació en La Plata, Provincia de Buenos


Aires, en 1945. Libros publicados: La patria y el invierno,
1965; Nosotros en la tierra, 1968; Cartas íntimas para
todos, 1974; Como quiera que sea, 1978; Perros atados,
1982; Poemas, 1985; Poesía reunida, 2000; Papeles a
consideración; 2004. Disculpas del irascible, 2009.

143
Néstor Mux o la poesía del nosotros

Cada poeta genera su propio lenguaje. Néstor Mux parece


confirmar esta suerte de metáfora del hacer metáforas. La
gran mayoría de sus poemas se construyen a partir de un
nosotros. No debe ser casual el título de su primer libro
Nosotros en la tierra. Estaríamos tentados a suponer que
es una estrategia, un guiño al lector, un gesto que trasciende
la hoja del poema y nos convierte en participantes de su
mensaje. Sin embargo, se podría trazar un viaje por los
puentes que generan los Nosotros de sus poemas.
Primeramente, surge un nosotros vinculado con verbos en
pretérito, con experiencias, con vivencias del pasado que
se fortalecen en el presente. “…hablábamos de la pureza”
o de un pasado sentido como tiempo que nunca volverá,
que ha marcado la esencia de la vida, como “Nuestro
olvido que no pudimos perdonarnos”. También surgen
verbos en presente con un sentido casi obsesivo; son las
acciones que identifican esencialmente al hombre en su
devenir, generalmente en una continua lucha “cuidamos
que no se seque/ el árbol viejo de la luz”. Por este juego
de verbos, de tiempos, de saltos pretéritos y presentes,
se puede sentir que la poesía de Néstor Mux es una larga
batalla, jamás concluida, una batalla para que el mundo
recupere un sentido original que la historia humana se
ha empeñado en deteriorar, “la campana mutilada de la
razón y la inocencia/ continúa volando en medio/ de la
infinita sordera de la tierra”. Poesía plural del pasado y
del presente que revela esta actitud no sólo del poeta sino
del género humano, como ser que construye lo frágil, que
sostiene el equilibrio cotidiano. Un equilibrio que siempre
se tiende entre el interior del mundo del autor y la realidad.

144
Por eso el pasado se vuelve presente y el presente se vuelve
pasado permanentemente: “Me aseguran que el cascajo
todavía recorre/ los itinerarios modestos que le imponen./
Mi padre, cada tanto, me recorre/ la memoria con su
ausencia/ y la cuerda apagada de otros días/ con la que
dejó de remolcarme”.
La poesía de Néstor Mux se construye entre el anhelante
nosotros que abre los poemas y la fuerza trágica del verso
final, que resuena impactante en el lector. Si repasamos
todos los versos finales, percibimos una dimensión trágica
de la existencia humana que, concebida como lucha
permanente, culmina con el agobio del esfuerzo pero
la reafirmación del batallar por la vida diaria, “con furia
hermosamente inútil”.
También, como gran parte de la poesía platense, es poesía
sobre la poesía. Algunos versos aluden directamente al
quehacer poético. En Poetas de orilla a orilla se nombra
el oficio de quienes escriben y fundan el mundo. “Porque
consagraron su voz a la melancolía/ desde aquella orilla
viene un discreto olor/ a muertos respetables. Desde esta
otra,/ en comunión con la tierra de los hombres/ sólo
intentamos la celebración/ de la alegría o la tragedia/
porque estamos vivos”. Pero, en un interesante juego de
transposiciones, también se refieren a la poesía y a los
poetas, los versos de “Perros atados”: “Es posible que ese
perro atado ladre/ a estrellas que lo aturden con señales/ o
aúlle a quienes lo dejaron vigilando,/ para nadie, una casa
abandonada. (...) Porque su sonido tiene algo de delicada
insensatez/ o de agonía, y ese sonido me acompaña y me
persigue./ Porque su ladrido se impone por sobre las voces
desafinadas y rancias de la gente/ mezcladas como al fondo
de una olla”.
Seguramente la poesía de Néstor Mux se puede sintetizar
entre el título de su primer libro Nosotros en la tierra y

145
el de uno de sus poemas “Perros atados”. La poesía es un
perro atado que ladra al universo para que cese el espanto
del mundo.

Patricia Coto

146
7
a José Antonio Abdelnur

Y hablábamos de la pureza,
nos alejábamos de lo efímero,
de los ríos que arrastran la suciedad del hombre
y cuando ya nos habíamos convencido
que los únicos huéspedes de la tierra
eran las rosas y los dioses:
el ocio del domingo terminaba.

(De Nosotros en la tierra, 1968)

147
11

Y al llegar la noche
nos encontramos con el otro cuerpo,
extendido, húmedo y abierto hacia nosotros
como un pequeño valle de hierba feliz.
Con el rostro asomado a la sed
que nos encuentra con esa frágil eternidad,
tenemos palabras y gestos que quieren perdurar
más allá del tiempo que nos reúne.
Pero el deseo y la sangre
son breves como los instantes más hondos del hombre,
y a pesar del hermoso cansancio
y de lascivos perfumes que se harán familiares,
la soledad vuelve,
regresa inexorablemente con el día,
cuando ya nos creíamos salvados.

(De Nosotros en la tierra, 1968)

148
13

Todos le dejamos en su dura soledad.


Nos fuimos de sus manos, de su corazón,
del amor y de la casa.

Ella quedó mirando su antiguo reloj


como tratando de hallarnos en un tiempo
perdidamente destruido, como si las agujas
fueran de sangre, de callado llanto,
de humillaciones, de gloria vana.
como nosotros.

El reloj siguió fiel a su doméstica eternidad


cuando nosotros volvimos,
cuando miramos en su polvo, en su cuadrante viejo,
en su sonido de oro, el rostro triste de la madre
y nuestro olvido, que no pudimos perdonarnos.

(De Nosotros en la tierra, 1968)

149
De buena fe

Inundados por la luz o el desacierto de la palabra,


reencontrados por el amor y la alegría,
vituperados por el prójimo más cercano,
acorralados por nuestras más furiosas torpezas,
alcanzados por el antojo de la eternidad
o por la justicia del olvido,
pero de buena fe, como única coartada.

(De Como quiera que sea, 1978)

150
Obligaciones
a Osvaldo Ballina

Para que la mediocridad


no gane la insignificancia
de nuestros espacios,
con furia hermosamente inútil
cuidamos que no se seque
el árbol viejo de la luz.

(De Como quiera que sea, 1978)

151
El espacio de cada uno

Porque cada hombre


debe continuar reclamándole
a la vida el propio espacio sagrado
que le corresponde desde el principio

probarnos a nosotros mismos


que la campana mutilada
de la razón y la inocencia

continúa volando en medio


de la infinita sordera de la tierra.

(De Como quiera que sea, 1978)

152
Buenas intenciones

Persuadimos a los pequeños animales


de nuestro rostro y de las manos
que no manden gestos ni señales a la superficie.

Pedimos a nuestra voz


que se abstenga de la arrogancia
de decir aquello que respiramos y sentimos.

Cerramos los ojos donde la infancia


crece y gana sitios.

Pero nada concluye definitivamente


para quienes preservan el infierno cotidiano,
porque nunca dejan de ponernos a prueba
y nunca llegan a ser suficientes
nuestras buenas intenciones.

(De Como quiera que sea, 1978)

153
Poetas de orilla a orilla

Porque consagraron su voz a la melancolía


desde aquella orilla viene un discreto olor
a muertos respetables. Desde esta otra,
en comunión con la tierra de los hombres
sólo intentamos la celebración
de la alegría o la tragedia
porque estamos vivos.

(De Perros atados, 1982)

154
A favor de la vida
a Ricardo Gil Soria

Si supusimos que un hombre


se diferencia de quienes no lo son
a través de un gesto. Y el saltar hacia la libertad
era el mayor de los gestos
aunque fuese hacia una libertad sin nada

si nos empecinamos en no creer en dioses


para estrecharnos en boda perpetua
con la tierra y los hombres

si el aspirar a claridades
fue nuestra única ceremonia

si con el más próximo


fuimos arbitrarios como el invierno
y la paz de corazón fue para nosotros
una casa que quedaba lejos

no hubo rencor. Sólo quisimos ser y estar


a favor de la vida.

(De Perros atados, 1982)

155
Perros atados

Es posible que ese perro atado ladre


a estrellas que lo aturden con señales
o aúlle a quienes lo dejaron vigilando,
para nadie, una casa abandonada.

Los vecinos se quejan porque no pueden dormir,


escuchar la radio o lustrar sus automóviles.

Mientras tanto yo le adivino colmillos azules


como el amor o la muerte y lo imagino altivo
como algunos hombres o como muchos perros.

Porque su sonido tiene algo de delicada insensatez


o de agonía, y ese sonido me acompaña y me persigue.
Porque su ladrido se impone por sobre las voces
desafinadas y rancias de la gente
mezcladas como al fondo de una olla.

Y porque es posible que yo esté atado también,


pero sin su convicción para ladrar y aullar
ahora que siento finalmente que me han dejado solo
vigilando una luz casi deshabitada.

(De Perros atados, 1982)

156
Ante la radiografía del pie de nuestro hijo

Ahora no recordamos si el pie entonces


pateó una piedra o cayó de un árbol mientras jugaba
para quedar ante nosotros aprisionado en esta radiografía.

A pesar de no ofrecer la consistencia de la carne adherida


uno imagina una hoja seca con sus nervaduras
pugnando por flotar en las sombras de la placa.

Porque en su vida real este pie deberá pisar


en medio del amor y la desdicha,
en medio de la plenitud de la tierra y del precipicio,
luego de haber llegado hasta la casa
del único amigo que le quede en el mundo.

Y habrá de caminar con los sueños y el aliento


que tenga para construir su propia historia
complicado en la historia de todos.

Este pie que continuará al mío


y empujará a ese otro pie que recomience
ya lejos de nosotros y del espacio breve
que ocupamos para comida del olvido.

Porque si bien la muerte y el tiempo


sólo respetarán nuestros huesos
uno no admite, mientras tanto, este recuerdo de mañana,
este simulacro pálido de la eternidad.

(De Poemas, 1985)

157
Fotografía en el hospital
a Julieta, Juanpedro y Griselda Mux

No era que el cuchillo


careciera de filo
o que la pera resbalara en su propio jugo.

Eran sus manos que entonces


sólo podían saludarnos.

En la insignificancia del anillo de plata


que me entregara la enfermera
parecía caber el jugo inútil de la fruta
y toda la belleza y toda la sombra
que nos quedaba.

(De Papeles a consideración, 2004)

158
Remolques y memorias

Con el cascajo llevábamos


a los chicos a la escuela;
hacíamos las compras y las mudanzas
o cargábamos las hortensias desde el río.

Un día echó un humo desinflado


y se agotó provisoriamente en las afueras.
Con su automóvil, mi padre
lo traía con una cuerda
que no dejaba de cortarse
y yo insultaba a dios y al aire.
Él manejaba con el silencio natural que lo rodeaba
ya que sentía cumplir un deber más
de todos los que cumplía.

Me aseguran que el cascajo todavía recorre


los itinerarios modestos que le imponen.
Mi padre, cada tanto, me recorre
la memoria con su ausencia
y la cuerda apagada de otros días
con la que dejó de remolcarme.

(De Papeles a consideración, 2004)

159
160
Horacio Castillo

Mitografías

Horacio Castillo. Nació en Ensenada, Provincia de Buenos


Aires, en 1935. Libros Publicados: Descripción, 1971;
Materia acre, 1974; Tuerto rey, 1982; Alaska, 1993;
Los gatos de la Acrópolis, 1998; La casa del ahorcado
(Antología 1974-1999), 1999; Cendra, 2000; Música de
la víctima y otros poemas, 2003; Mandala, 2005; Por un
poco más de luz (Antología 1974-2005), 2005.

161
162
Arriba y abajo
a Hölderlin

Arriba nada ha cambiado en todos estos años:


la luna sobre el álamo,
la cresta de los techos,
el altillo donde el señor Scardanelli
reverencia cada día a sus huéspedes.

Abajo crecieron y tuvieron hijos,


van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.

Horacio Castillo
(De Materia acre, 1974)

163
Humildemente

–La historia es así: El carpintero Ernst Zimmer y su mujer


se llevan de la clínica al poeta, un día de mayo de 1807 y
lo cuidan en el altillo de su casa, en Tübingen, junto al río
Neckar, hasta el 7 de junio de 1843, cuando muere. No
sólo la locura llama la atención, sino que negaba su propio
nombre y decía llamarse humildemente Scardanelli. Con
ese nombre firmó, durante casi 40 años, los poemas que
siguió escribiendo y que regalaba a los que lo visitaban...
Hoy, hay un museo ahí mismo. Sí, en ese altillo.
–¿Se puede visitar?
–Por 5 euros Euros hasta podés asomarte a la ventana que
da sobre la cresta de los techos y el río...
Cierro mis ojos. Y escucho el batifondo del café y a los
amigos que, como de costumbre, no paran de discutir. No
se necesitan muchos motivos, sino algún pretexto como
para que nos deje terminar una botella de vino y varias
horas de pasión verbal. Desde hace rato, no nos ponemos
de acuerdo sobre el cartonero que ha bajado, de repente,
de una montaña ambulante de papel, para pedirnos
un cigarrillo. ¿Cómo podemos sobrevivir a sus últimas
palabras de despedida? Cada uno, ahora, se ha convencido
de la razón que le ha encontrado.
El tipo apareció ahí, en la vereda del bar donde nos
habíamos sentado esa noche anticipada de veranito. Se
nos acercó y con el tono de un familiar que vive en nuestra
propia casa, nos pidió un cigarrillo y como agradecimiento
nos disparó, con alevosía y premeditación, estas aladas
palabras: “abril, mayo y julio ya están lejos/ ya nada soy ni
vivo más a gusto”.
–¡Merd! –soltó Abel, en un buen francés duramente

164
aprendido en sus años de exilio.
–¿Eso no es de Hölderlin? –rumbeó César, mientras
veíamos al cartonero alejarse en medio de una humareda.
–... y en versión del negro Silvetti Paz –rezongó Héctor.
–...y después dicen que en nuestra época no le dan bola a la
poesía –retrucó alguno de nosotros, quizás yo mismo.
Eso no fue todo, sino el inicio de varias nochecitas de
bar, dedicadas al tema y a la espera de que se repitiera el
encuentro con aquel tipo. Pero, no sucedió. La noche se lo
tragó.
La inverosimilitud parece acomodarse a nuestro tiempo
más que la imposibilidad. Las astillas de lo vivido pueden
encontrar un lugar en algún cajón entre buenos y malos
recuerdos; dejarnos habitar, por un rato, aún en medio de
la mayor miseria, el entusiasmo de una imagen, de una
ventana iluminada en la noche sobre el río Neckar. El paso
del tiempo, como quería el viejo Parménides, no derriba
esa torre donde hay más alma que lenguaje.
Cierro mis ojos. Recito, en voz baja, el poema de Castillo.
No sé por qué ha venido a mi mente. Escribir, escucho,
es correr el riesgo de caer en lo oscuro. Escucho: Muchos
poetas han caído en la locura. Escucho: Hölderlin vivió casi
los mismos años cuerdo que loco. Escucho...
Con mis amigos, aquí y ahora, es más fácil creer que un
dios se asoma a la ventana.

Osvaldo Picardo

165
Hice un hoyo

Hice un hoyo en la tierra


y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.

Horacio Castillo
(De Tuerto Rey, 1982)

166
Crónica

Los sueños de los hombres son inevitables, como lo suelen


ser sus falacias. Allí, donde después se extendería la Magna
Grecia, alboroto entre maestros y discípulos. La causa:
descubrir la manera de medir la tierra. Tal era el dilema,
cuando la emoción (que es ya una primera interpretación)
se hizo lucidez en el comentario de un viajero:
“He visto en los confines del mundo un pozo recto y estrecho,
cuya profundidad resulta inimaginable. Mis compañeros
de hallazgo y yo supimos que las lluvias lo habían anegado
porque, al dejar caer una piedra, se oyó la blanda nota
del agua. Allí, sólo allí, en el instante justo, cuando el sol
está más alto –pero no más lejos, porque su presencia es
abrasadora–, la luz rebota en las poquísimas aguas de su
hondura”.
(Puede ser que la sabiduría consista en encontrar el
sitio del cual partir.) La presunción de los maestros fue
inmediata: con dos puntos similares a aquél, más el tiempo
de recorrido del sol entre ambos, llegarían a ponerles, al fin,
cifras a las distancias. Los más jóvenes apuntaron, quizás
en la algarabía del hallazgo o de sus cortas edades –vaya
uno a saber–, que ya no necesitaban más ni de pozos ni de
anécdotas. Cuentan que antes de iniciar los cálculos y las
previsiones, aquellos hombres hicieron un hoyo en la tierra,
poniendo en evidencia que las grandes comprobaciones de
la realidad comienzan siempre en la inspiración de una
bella historia.

Abel Robino

167
Dice Eurídice

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando


supe que
venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo –el pelo, que el sol no se cansaba de
dorar.
Terror también de que no fueras el mismo –el que
permanecía en
mi memoria–
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser
vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando
a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
“No te vayas –supliqué– no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,

168
suéltame por el mundo como una potranca tracia.”
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: “Lo lejano, sólo lo más lejano
perdura.”

Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)

169
Canta Orfeo

La ansiedad comenzaba a oler, y la voluntad que no muere,


a medida que escarbaba buscando tu sombra. Tu sombra
de cabellera negra como ala de cuervo.
Mi conciencia sabía de la podredumbre que embarga los ojos
de los vivos ante los muertos –pero tu piel permanecía en mi
memoria–.
Allí dentro, despojada de coqueterías, estabas esperándome.
Hace tanto que nadie venía por mi corazón,
tanto que nadie me acariciaba el alma como a un perro,
que cuando escuché tu quietud comencé a cantar tu nombre.
Cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando
el barro que éramos.
Después tus huesos se hicieron sentir en mis mejillas
y mientras caminábamos, percibí que sin tus pasos
yo era un niño andando a tientas por la noche,
mi corazón cesaba de latir y se apoderaba de mis miembros
una rigidez marmórea... Mientras caminábamos,
imaginaba tus brazos estrechándome bajo aquel árbol
donde las frutas maduran por el sol. Y aquel zaguán
donde nos mordíamos como una perdición.
Hasta que de pronto tú dudaste de mí,
un tropel inaplacable creyó que en tu mano
no crecería la carne que había en mi mano.
No fue mi pensamiento, Eurídice, el que se espantó
como un caballo. Es la muerte la que se desboca ante la vida.
“No te quedes aquí –rogué– no dejes que me vaya,
déjame ver de nuevo tu esternón de angustia, tu mirada rancia,
tu pelo sin viento”.
Pero ya corrías de nuevo hacia el abismo, mientras mi
corazón

170
otra vez se llenaba con la turbulencia de una inundación.
Y sentí la necesidad de cantar, pero callé.
Mi oído en el barro escuchó atentamente tu suspiro.

Gustavo Caso Rosendi


(De “Lo más lejano”, libro inédito)

Nota: La cursiva pertenece al cuento “Ligeia”, de Edgar


Allan Poe (Obras Completas, Madrid, EDAF, 1982).

171
Visita al maestro

Llueve sobre colinas y jardines.


Allí, junto a la ventana, está el fuego.
Hablar o callar ¿qué es lo mejor?
Preguntar o responder ¿qué es lo peor?
Llueve sobre colinas y jardines,
el agua salmodia en la penumbra.
¿También el callar es un hablar?
¿También el hablar es un callar?
Llueve sobre colinas y jardines.
Un caballo negro viene como volando.
¿La respuesta es entonces la pregunta?
¿La pregunta es entonces la respuesta?
Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio del mundo.

Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)

172
La voz de lo absoluto

¿De cuántas maneras debería preguntarse aquello que sólo


se vislumbra en el silencio? ¿Cuál es la construcción posible
que nos hace menos ajenos a la incertidumbre que habita
en los otros y en nosotros mismos? Exiliado en esa especie
de “pregunta preñada de preguntas”,1 el corazón del poeta
se entenebrece, duda, y en el centro de una mudez que poco
entiende de resplandecientes soles, interroga al enigma
ensordecedor del Universo.
Como un peregrino, como un buscador “en medio del
camino de la vida”2 percibe indicios en lo perdurable de
la naturaleza; ahí, en esa primaria seguridad es donde
se sostiene cierta certeza, aun cuando esa certeza viene a
galope de negros caballos alados.
El misterio, privilegio de lo sobrehumano, abunda en el
silencio. El fuego, cálidamente instalado en un adentro,
no deviene ni palabra ni instante creativo: llueve sobre
colinas y jardines abandonados a la desnudez de un mundo
enmudecido. La palabra no es dada. En el cuarto, el silencio.
Silencio que retumba en la soledad del Ser. Ser que, en su
anhelo de comprensión, pareciera no recordar que “todas
las divinidades residen en el corazón humano”.3
Quizá debería inferirse también, elípticamente, que el
maestro, en este juego de imágenes espejadas, en este
correlato de realidades reflejándose unas en otras, “agotado
todo lo que la palabra puede expresar”4, haga del silencio el
lenguaje esencial y de cuanto calla, la voz más tersa de lo
absoluto.

Sandra Cornejo

1 Edmond Jabès / 2 Dante Alighieri / 3 William Blake /


4 Sung Chih Wen

173
El foso

Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos


y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el
mundo.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño que todavía no había
nacido.
En ninguna parte –contestó el hombre que ya había
muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? –preguntó el hombre escondiendo los
ojos en el
bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte –contestó la mujer plegando su
cabellera como
un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y
la jornada
siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? –preguntó el hijo templando las cuerdas
de las
alambradas.
En ninguna parte –contestó el padre pasando una esponja
sobre
los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a
cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.

174
¿Dónde estamos? –preguntó el muchacho con el cordero
sobre los
hombros.
En ninguna parte –contestó la muchacha con el ramo de
nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro
foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? –preguntó el niño con el rayo de sol
entre los
dientes.
En ninguna parte –contestó el anciano revolviendo el
caldo negro
de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? –preguntó la niña que dormía con el ave
fénix
en sus brazos.
En ninguna parte –contestó la madre con el balde de
olvido sobre
la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.

Horacio Castillo
(De Alaska, 1993)

175
Aquí termina el mundo

1. Llego aquí por la mañana

Llego aquí por la mañana, bien temprano,


y voy a buscar mis herramientas.
Mi tarea es cavar un pozo cuya hondura
no se mide en pulgadas ni centímetros,
bajar la negra caja hasta el fondo
y cubrir con la tierra removida.
Todos los días cavo uno, dos, tres,
cuatro… pozos idénticos,
fortalecido por el esfuerzo rutinario;
cavo sin emoción ni pensamiento algunos.
El sol, la lluvia, el frío, la ventisca,
saben que mi tarea no consiente excusas.
Finalizada la jornada, vuelvo a mi casa
y me emborracho despreocupadamente,
con la tranquilidad del que ha hecho un buen trabajo.

Palabra del sepulturero.

2. Como quien busca una reliquia

Todos los días cavo un pozo en la tierra


como quien busca una reliquia antigua,
cavo obstinadamente,
cavo sin parar,
cavo y cavo…

Y todos los días meto a uno desalmado dentro


y allí lo dejo a oscuras, solo,

176
para que los gusanos
hagan filosofía
a su manera.

Palabra del sepulturero.

3. La última palabra

Yo tengo la última palabra.


La última palada
y el último golpe de tierra
son mi obligada despedida.

Yo guardo la verdad que todos persiguen


y que nadie encuentra,
la que sólo heredará
mi sucesor.

Palabra del sepulturero.

César Cantoni

177
El pecho blanco, el pecho negro

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.


Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Ésta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

Horacio Castillo
(De Los gatos de la Acrópolis, 1998)

178
La sed verdadera

De los dioses se decía que no era posible conocer su color


porque éste indicaba el carácter insondable de su ser, así
como para los antiguos egipcios la palabra color equivalía
a esencia. “Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho
negro”, dice el poeta, y si bien lo blanco y lo negro tienen
infinitas simbolizaciones en todas las culturas y religiones,
antiguas y modernas, es fácil reconocer que, en su mayoría,
lo blanco refiere a la Vida, a lo positivo, a la luz que emana de
la sabiduría mientras que lo negro nos remite a la Muerte, a
lo negativo, a los enigmas de nuestra propia Sombra.
En este poema lo vital está, en principio, representado por
el pecho blanco de la madre empeñada en asegurar a su hijo
un camino tibio y leve, sin heridas, o, lo que sería mejor, sin
misterios, sin sed de preguntas que nos enfrentan al núcleo
de nuestro ser, es decir, a la inminente posibilidad de la
muerte, única certeza entre lo contingente. Blanca es la leche
de la Madre Tierra, dulcísima y musical, luz del mundo.
Negra es la amargura de la falta. Sin embargo, el hijo, por
su propia naturaleza, porque nació “con la boca abierta
a lo inefable” (como dirá Castillo en “Contrapunto”, otro
poema suyo que se corresponde con éste), incansablemente
buscará el otro pecho. “…pero mi boca buscaba otra vez el
pecho negro” –dice–, cuya leche no sacia nunca porque
lo que provoca es justamente la sed de conocimiento, de
verdades que jamás serán del todo reveladas al hombre,
aun cuando lo constituyen o precisamente por eso.
Es la leche oscura, infinitamente agria del “deseo de los
deseos”, esa condición que nos separa de los animales, que
nos determina y nos tienta a buscar, a buscar siempre, y
siempre algo más. Porque sólo el Todo es lo verdadero –tal

179
la máxima hegeliana– y, sediento siempre, el hombre en
su finitud busca en ambas fuentes con la ilusión de vivir
una existencia completa. Y es en la “Coda o romance” de
“Contrapunto”, donde Castillo nos devuelve lo blanco y lo
negro ya no como antagonistas sino en la identificación
al estilo romántico de la muerte con la culminación de la
vida tan presente en Keats, en el expresionismo de Rilke,
y, sobre todo, en Trackl: Un caballo blanco y un caballo
negro que se intercambian las monturas al final del día,
luego de haber compartido el pan y el vino.
Así, lo negro y lo blanco están entre el principio y el fin
de nuestra existencia, y el reflejo de ambas orillas alimenta
nuestro espíritu inquieto. Es la vida que susurra y nos
ilumina con una sonrisa y es la muerte siempre latente,
dándole densidad y sentido a lo que nos rodea. En esa
dualidad suceden los actos humanos, y es en la conciencia
de ese espesor donde los poetas beben, escupen, tragan,
transforman lo líquido en palabra hasta que, final y
felizmente como es el caso de Horacio Castillo, cantan.

Norma Etcheverry

180
En el muslo del dios

En el muslo del dios, de padre libidinoso


como todos los padres y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y
guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en

181
vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.

Horacio Castillo
(De Cendra, 2000)

182
Señor del árbol
¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir -lo patente- y se
exponen al rayo?

Horacio Castillo

Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas


que no se repetirá nunca,
una escritura cifrada detrás de la cual
plantas y animales se encuentran por primera y última
vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las
piedras,
mientras la hiedra y la vid son el primer reflejo
de la eternidad en la luz, el silencio como aura: color marfil
y oro,
fruto abundante entre los dientes de Artemisa.

Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje


y sólo un árbol parece estar vivo:

–Dioniso ha sido domesticado por la mirada de Apolo–

Ahora, la sombra disminuye y el mismo árbol


conforma un único punto ante el vacío ficticio
de las manchas de sol que se expanden.
Brilla negro y blancuzco,
y es a la vez frágil y rico en movimientos

183
que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es
traicionado:

–Grecia es un fósil saturado de sol–

Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la


lejanía.
Hay cambio e intercambio; y en este paisaje demorado
se anula toda cronología.

–Pero, ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo?–

Se disipó el día. Y se escucha un sonido desde la


oscuridad.
Es la hora en que la vida paga el óbolo de la hoja de
olivo.1
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros,
mujeres de negro parecen flotar inmóviles.

Héctor J. Freire

1 De un verso del poema Lacónico, de O. Elytis.

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AM Digital
Impreso en AM Digital
La Plata, Argentina

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