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NIELS BOHR Y LA REVOLUCIÓN CUÁNTICA

INDICE 
UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA 1 
LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO SEGÚN NIELS BOHR 3 
DE LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO A LA DEL NÚCLEO 5 
CUESTIONES SOBRE EL ELECTRÓN: PAUL DIRAC 7 
REPERCUSIONES EN LA FÍSICA 10 
TEORIA DE LOS CUANTOS Y ASTROFÍSICA 12 
EL SIGNIFICADO DE LA MECÁNICA CUÁNTICA 13 
LA REALIDAD DEL MUNDO ATÓMICO 14 
LA EXACTITUD DE LA FÍSICA CUÁNTICA 15 
LA ESCALA CUÁNTICA 16 
¿ PORQUÉ ES AZUL EL CIELO ? 18 
UN NUEVO OFICIO DE FÍSICO 20 
EL DESTINO SOCIAL DE LA FÍSICA CONTEMPORÁNEA 21 
EL ARMA NUCLEAR 22 
CIENCIA , TÉCNICA Y SOCIEDAD 24 
ELOGIO DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL 26 
FILOSOFÍA DE LA COMPLEMENTARIEDAD 27 

UNA ACELERACIÓN EN LA HISTORIA

Siempre es discutible tratar la historia de las ciencias en términos de discontinuidades. Incluso


cuando la ruptura parece evidente e incontestable, no se tarda en encontrar, en efecto, las líneas
subterráneas de pensamiento que relacionan las nuevas teorías y los conceptos novedosos con el
pasado.
Tomemos un ejemplo: el de la teoría de la relatividad, restringida y general, que aparece a los ojos
de muchos como una novedad absoluta en la historia de la física en el momento de su aparición, en
los primeros años de este siglo. Hija del pensamiento de una personalidad inigualable, es con
seguridad un nuevo armazón conceptual que, una vez construido, ha permitido realizar la
unificación de la mecánica, de la electrodinámica y de la gravitación; ha supuesto, además, una
percepción inédita del espacio y del tiempo.
Yo, en el fondo, pienso que en un sentido hubiera sido preferible denominarla «teoría de lo
absoluto». Se habrían evitado así todos los contrasentidos y los malentendidos filosóficos, más o
menos elaborados, que han querido ver un argumento en favor del relativismo, como si Einstein
hubiera querido buenamente decir «todo es relativo». Se habría subrayado, de paso, lo que
constituye la verdadera novedad de esta teoría: nos permite, por vez primera, formular las leyes de
la naturaleza con independencia de cualquier sistema de referencia; diremos, más exactamente,
que nos permite darles una significación absoluta.
Pero, además, y de paso, se habría marcado el hilo sutil que la une con la ciencia del siglo XIX. La
teoría de la relatividad no es, en cierta forma, más que el coronamiento y la síntesis de la física del
siglo pasado; mucho más que una ruptura con la tradición clásica, como se ha escrito con
frecuencia.
Por contraste, yo emplearía el término de revolución para hablar de la teoría cuántica, precisando
que, en sí misma, no elimina de ninguna manera las leyes de la física clásica en todo lo que
concierne a lo movimientos de los cuerpos cuando no están situados en el nivel atómico. No hay
que olvidar, en efecto, que es a partir de la mecánica newtoniana como se calculan las órbitas de
los satélites artificiales , del mismo modo que a partir de la electrodinámica de Michael Faraday y
John Clerk Maxwell se calculan las ondas de radio.
La teoría cuántica, sin embargo, representó de hecho un verdadero salto en lo desconocido; con
ella se penetra en un mundo de fenómenos que no se incardinan en el tejido de ideas de la física
del siglo XIX. Para edificaría y para desarrollarla luego ha sido necesario crear nuevos tipos de

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formalismos, ajustar nuevos modos de pensar. Gracias a ella se ha abierto a la inteligencia de los
seres humanos el mundo de los átomos y de las moléculas, con sus estados energéticos discretos y
sus esquemas característicos de espectros y de enlaces químicos. Sí, se puede decir:
se produjo al comienzo del siglo un cambio radical en el carácter de la física. Y ese cambio
procede de la teoría cuántica.
Antes de dibujar las etapas de esta extraordinaria aventura intelectual, en cuya prolongación me
fue dado contribuir a partir de 1929-30, quiero llamar por primera vez la atención sobre aquello
que distingue esta teoría de los que es necesario llamar, retrospectivamente, física clásica.
A comienzos de siglo, los siglos aparecían como constreñidos por la revelación de dos fuerzas de
la naturaleza: la gravedad y el electromagnetismo. El desarrollo de la mecánica clásica, de Galileo
y Newton a (y comprendidos) Joseph-Louis Lagrange y William R. Hamilton, había demostrado
que la misma ley de la naturaleza, la ley de la gravitación, reinaba en la tierra y en el universo. La
electrodinámica, hija del siglo XIX, creada por Faraday, Maxwell y Heinrich R. Hertz, había
iluminado el papel decisivo de los fenómenos eléctricos en la materia; el desarrollo de la teoría
cinética de los gases y de la termodinámica había conducido a pensar la materia en términos de
estructura atómica y molecular. Pero, por entonces, no se comprendían las propiedades de la
materia: no se podían deducir de conceptos más elementales; la física se contentaba con medirlas y
expresarlas en términos de constantes específicas de los materiales: elasticidad, compresibilidad,
calores específicos, viscosidad, etc.
Con toda seguridad, los físicos del siglo XIX suponían la importancia de las fuerzas interatómicas
para la determinación de esas propiedades. Maxwell, por ejemplo, había estudiado las fuerzas de
repulsión entre las moléculas gaseosas. Pero no había manera de saber cuál era el origen de esas
fuerzas interatómicas; no se sabía tampoco dar cuenta de su tamaño.
Además, el estudio de las propiedades de los distintos elementos no se consideraba relevante para
la física; se dejaba a los químicos el cuidado de analizar y sistematizar, como testimonia la
aventura emprendida por Mendeleiev y el éxito, por otra parte admirable, que obtuvo al establecer
la tabla periódica de los elementos. No es sólo que se ignorasen los rasgos específicos de las
distintas especies de átomos; es que incluso su estudio estaba excluido del campo de la física y
encomendado a los químicos.
Lo que es preciso resaltar es, primeramente, la extraordinaria rapidez con la que se invirtió la
situación. Incluso aunque la idea del cuanto fuera formulada por Planck en 1900, se puede afirmar
que el gran paso hacia adelante se lleva a cabo en el espacio de trece años: a partir del
descubrimiento de las órbitas cuánticas del átomo de hidrógeno por Bohr en 1913, hasta el
desarrollo final de la mecánica cuántica por Louis de Broglie, Niels Bohr, Wolfgang Pauli ,
Werner Heisenberg, Erwin Schródinger y Paul Dirac, ¡en 1926! Lo que se produjo fue una
prodigiosa aceleración en la historia de la física. Y el entusiasmo, casi la euforia, que se suscitó
en la generación de investigadores de esos tiempos heroicos es hoy difícilmente imaginable. Los
físicos tenían con frecuencia la impresión de tener en sus manos, por vez primera, las llaves del
universo!
Para comprender la audacia y el impacto del pensamiento de Bohr, según fue expuesto en su
artículo de 1913, hay que regresar al célebre modelo atómico propuesto dos años antes por el
físico neozolandes Ernest Rutherford, premio Nobel de química en 1908, que por entonces
enseñaba en la universidad de Manchester. Es sabido que Rutherford propuso considerar el átomo
como un sistema solar en el que los electrones giraban en torno al núcleo atómico, del mismo
modo que los planetas giran en torno al sol, sustituyéndose la fuerza de atracción gravitatoria del
modelo solar por la atracción eléctricamente los electrones, cargados negativamente, y el núcleo
positivo.
A partir de ese modelo se podría enunciar un cierto número de previsiones en lo tocante a la
conducta del electrón. Es de justicia señalar que esas predicciones se revelaron como acertadas en
muchos aspectos. Por ejemplo, el periodo de revolución de los electrones, que puede ser deducido
de la frecuencia de la luz emitida por los átomos, correspondía, con decente aproximación, al que
las dimensiones orbitales, deducibles de las dimensiones atómicas, permitían augurar.

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Sin embargo, cuando el joven físico danés Bohr (había nacido en 1885) llegó en 1912 desde
Copenhague como alumno de prácticas al laboratorio de Rutherford en Manchester, el modelo
planetario del átomo dejaba sin resolver una temible cuestión. Si los átomos son sistemas
planetarios, tal como los concibió Rutherford, tales sistemas, en buena y clásica mecánica,
deberían ser muy sensibles a colisiones y otras perturbaciones. Extremadamente. Ahora bien,
sucede lo contrario: calentados, o bombardeados con una energía no demasiado alta, Tos átomos
no sufren ninguna modificación. ¿Cómo explicar también, aunque sea exactamente la misma
cuestión, la «identidad» de los átomos de una materia dada? Sean dos trozos de oro, extraídos de
dos minas diferentes, una americana y la otra de Asia, tratados con procedimientos rigurosamente
distintos: todas las propiedades de cada átomo de oro están fijadas, y son completamente
independientes de su historia pasada. ¿Cómo explicar esa identidad si uno sostiene la idea de un
sistema planetario, regido por las leyes de la mecánica clásica de Newton'?
Si se comprobara que el modelo de Rutherford es correcto, si el átomo fuera verdaderamente un
sistema planetario semejante al sistema solar, se esperaría del mismo que la forma particular y las
dimensiones de las órbitas dependieran de la historia pasada del sistema. Y existiría una
probabilidad muy débil de encontrar dos átomos que tuvieran la misma dimensión y la misma
forma.
Tomemos un nuevo ejemplo para hacer sensible esta paradoja al lector: si consideramos un gas
como el aire, sabemos que sus átomos entran en colisión varios millones de veces por segundo. Si
esos átomos tuvieran una estructura planetaria regida por la mecánica clásica -hipótesis de
Rutherford- cada una de esas colisiones debería cambiar completamente las órbitas de los
electrones. Ahora bien, no sucede esto: tras cada colisión, los átomos aparecen de nuevo dotados
de su primitiva forma.
Tendremos ocasión de volver sobre este punto fundamental, y de utilizar nuevamente este
ejemplo, para subrayar la importancia de la teoría cuántica y su alcance filosófico. Por ahora nos
conformamos con enfatizar que fue la resolución de estos problemas difíciles y la eliminación de
estas paradojas la causa de que Bohr debiera reelaborar el modelo de Rutherford.

LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO SEGÚN NIELS BOHR


Bohr había comenzado su vida de científico en 1905; el mismo año en el que Einstein publicaba su
primer trabajo sobre la relatividad restringida. La estructura del átomo no era aún conocida. Ocho
años más tarde él la desvelará en lo esencial.
Su extraordinario artículo de 1913, uno de los textos más fecundos en investigaciones nuevas de la
historia de la física, se propuso explicar las propiedades desconcertantes del átomo de hidrógeno
introduciendo en la física un concepto completamente nuevo, el concepto de estado cuántico, que
vamos a analizar en detalle.
Para abandonar en este punto la historia, digamos que el golpe de genio de Bohr fue aplicar a la
estructura atómica la idea de cuanto, avanzada por Planck en 1900. Era un golpe genial, porque
Planck había adelantado esta idea solamente para resolver un problema particular que afectaba a
ciertos fenómenos de la radiación. No entremos en detalles; Planck, asustado de su propia audacia,
llegó a considerar que los intercambios de energía entre materia y radiación se producen de
manera esencialmente discontinua, por cantidades discretas (los cuantos), y no de modo continuo,
lo que hubiera sido conforme con los principios de la teoría electromagnética.
Es sabido que Einstein, en 1905, yendo más lejos que Max Planck, había atribuido a la radiación
en sí misma, no sólo a sus intercambios con la materia, una estructura corpuscular, admitiendo que
la radiación, esencialmente discontinua, estaba formada por un conjunto de corpúsculos,
transportando cada uno de ellos un cuanto de energía. En 1912 Einstein llegó a dar cuerpo
definitivamente a esta concepción.
Bohr, apoyándose en los trabajos de Planck y Einstein, estableció una relación entre las propieda-
des atómicas que acabamos de recordar y la teoría cuántica. Repensó el modelo de Rutherford
«cuantificando» las órbitas del sistema planetario. Demostró, en efecto, que a cada órbita
electrónica del modelo planetario del átomo está asociada una determinada energía, la energía de
los electrones que giran en esa órbita, y que esta energía no puede adquirir más que ciertos valores

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discretos. Existen así «estados cuánticos» determinados, imposibles de describir según las leyes de
la física clásica, que caracterizan propiamente a los sistemas atómicos e informan, en particular,
acerca de su estabilidad y de sus caracteres y propiedades específicas.
Para un átomo dado, los electrones no pueden agruparse alrededor del núcleo más que según cier-
tos modos perfectamente definidos -los estados cuánticos-, con exclusión de cualquier otro. En
condiciones normales, es el modo que presenta la energía más baja el que prevalece. Estamos
entonces ante una configuración estable (el átomo se encuentra en un estado conocido como
«estado fundamental»). No es posible ningún cambio si no se suministra una cantidad de energía
suficiente para poder pasar al estado cuántico siguiente, situado en un nivel claramente superior en
la escala energética (el átomo ha sido excitado).
En su comunicación, Bohr subrayó que la existencia de órbitas cuantificadas en el átomo no era
por entonces más que una hipótesis provisional. Sus contemporáneos, sin embargo, lo aceptaron al
pie de la letra, pese a que Bohr no cesó de ponerles en guardia en publicaciones y discursos,
teniendo cuidado constantemente de indicar que esa no podría ser la explicación final, y que
debería existir algo fundamental, aún por descubrir, que permitiría comprender verdaderamente lo
que ocurre en la cuantificación del átomo.
Eso no fue obstáculo para que se abriera entonces un periodo heroico, que merece todo mi respeto,
sin equivalente en la historia de las Ciencias: el periodo mas fructífero y más interesante de la
física moderna.
Para comprenderlo, hay que añadir que Bohr no se conformó, para ser exactos, con enunciar una
simple hipótesis: hizo más, y dio las reglas para calcular, precisamente, los niveles de energía de
los estados cuánticos en algunos casos sencillos. Pero la significación de ese concepto apareció
plenamente cuando se puso en evidencia su íntima asociación con la «doble naturaleza» de los
electrones, cuyos movimientos son observados a veces como los de una partícula, a veces como si
se tratara de una onda. El francés Louis de Broglie fue quien expresó por primera vez, en 1923,
esta doble naturaleza. Se encuentra así que el estado cuántico de los átomos no viene definido por
otra cosa que por las vibraciones especificas de las ondas electrónicas; ondas tales que se
encuentran limitadas por la atracción eléctrica en un espacio muy próximo al núcleo. Situación
inesperada y apasionante: los estados atómicos específicos serian las vibraciones armónicas de las
ondas electrónicas entretenidas, bajo la influencia determinada de la fuerza eléctrica nuclear. Las
propiedades específicas de los elementos provendrían, en consecuencia, de una propiedad natural
de esas vibraciones. Es conocido por todos que Bohr pudo así explicar la tabla periódica de los
elementos en 1922. Algunos años más tarde se comprendió que el enlace químico es un fenómeno
de origen cuántico: es lo que demostraron Walter Heitler y Fritz London en el año 1927.
Pero, por apasionante que fuera, esta situación seguía siendo también profundamente turbadora.
¿Cómo era posible que los electrones pudieran aparecer unas veces como partículas y otras como
ondas? La contradicción resultaba aparentemente insoluble.
El descubrimiento de la naturaleza ondulatoriocorpuscular del electrón por Louis de Broglie no
hizo sino reforzar la impresión de que en el átomo sucedían cosas muy raras. La idea de Bohr fue
que la situación exigía atacar el problema en lugar de esquivarlo, observar la estructura del átomo.
Al comenzar los años veinte, reunió en torno suyo a los más dotados y clarividentes de entre los
físicos de todo el mundo, en su célebre Instituto de Copenhague: Oscar Klein, Heindrick A.
Kramers, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg, Paul Ehrenfest, George Gamow, Felix Bloch,
Heindrick Casimir, Lev Davidovich Landau y algunos otros.
Inauguró así un tipo de investigación colectiva que se ha ido imponiendo a continuación.
Dotándose de argumentos cada vez más perfeccionados, esos físicos emprendieron la tarea de
descubrir en detalle la estructura del átomo, para dejar zanjada la cuestión de la naturaleza
ondulatorio-corpuscular del electrón.
Pero se hizo evidente que la naturaleza está hecha de suerte tal que una observación detallada está
condenada al fracaso, ya que ninguna observación de un objeto minúsculo puede ser llevada a
cabo sin ejercer una influencia sobre él. El estado cuántico tiene, por tanto, una curiosa forma de
escapar a las observaciones corrientes, porque el hecho mismo de observarlo hace desaparecer las
condiciones de su existencia. El estado cuántico es una forma de movimiento que no puede ser

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descompuesta y seguida punto por punto, tal como hacemos, por ejemplo, cuando describimos el
movimiento de un planeta alrededor del sol. Las propiedades cuánticas no pueden desarrollarse
más que cuando el átomo no está desordenado, cuando las perturbaciones a las que se halla
expuesto sean energéticamente inferiores al umbral de su nivel cuántico superior; entonces
encontramos al átomo con sus propiedades características, y se comporta en ese caso como una
entidad indivisible.
Cuando tratamos de examinar los detalles del estado cuántico con un poderoso instrumento de
observación, estamos comunicando forzosamente una gran cantidad de energía. Las propiedades
características del cuanto se han perdido en ese caso. La inevitable tosquedad de nuestros medios
de observación - la luz llega por cuantos, así como cualquier otra forma de energía- hace
imposibles las observaciones exactas, en el viejo sentido de la palabra. He aquí la base del famoso
principio de indeterminación, formulado por Heisenberg en 1927, cuando trabajaba con Bohr en
Copenhague.
Tendré ocasión de volver sobre él para explicar de qué modo su denominación tradicional de
«principio de incertidumbre» me parece un desastre. Pero para que todo sea más claro quiero
detenerme aún un instante sobre el resultado esencial de esta investigación acerca de la estructura
atómica.
La teoría cuántica nos dice que el átomo es una entidad indivisible «si» las energías que se le
aplican no desbordan un cierto umbral que está definido por la energía necesaria para elevar el
átomo de su estado fundamental al primero de sus niveles excitados-. De hecho, si la perturbación
a la que se somete al átomo es inferior a un cierto umbral, el átomo es indivisible en el sentido real
del término, el sentido griego, etimológico y filosófico: en el sentido tradicional. Eso significa que
si los átomos entran en colisión con energías inferiores a ese umbral, rebotan sin alterarse, y se les
reencuentra tras el choque idénticos. ¡He aquí la idea de cuanto, la idea nueva! Sin embargo,
cuando la energía de la colisión es superior a ese umbral, los átomos se fragmentan y se comportan
en ese caso como sistemas ordinarios clásicos que contienen partículas. A muy altas temperaturas,
por ejemplo, un átomo se encuentra totalmente descompuesto, y sus constituyentes, el núcleo y los
electrones, no se relacionan entre si de la misma manera.
Consideremos un átomo de sodio y un átomo de neón. El primero tiene once electrones y el
segundo diez. Por debajo del umbral, ambos se encuentran en el estado cuántico fundamental,
siendo muy diferentes el uno del otro, en consecuencia. El uno es un metal, el otro es un gas. Muy
por encima del umbral -a gran temperatura- ambos son un gas de núcleos y electrones. Es lo que
llamamos un plasma. Y no existe mucha diferencia entre un plasma de sodio y un plasma de neón.
Los estados cuánticos difieren radicalmente de los estados clásicos, y no pueden ser descritos por
tanto de manera clásica. Presentan características que no se encuentran en los objetos de nuestra
cotidiana experiencia. Esa es la razón por la que hablamos en términos abstractos para describir la
realidad atómica. Pero esta realidad, dígase lo que se diga de ella (volveremos sobre ello) es
claramente una realidad, con la misma seguridad, con la misma plenitud con la que afirmamos que
es una realidad lo que tocamos o vemos.

DE LA ESTRUCTURA DEL ÁTOMO A LA DEL NÚCLEO

No sabría dar en unas cuantas páginas un cuadro fiel del conjunto de investigaciones que, a partir
de finales de los años veinte, se desarrollaron tomando como base la teoría cuántica. Me
conformaré con indicar lo que me parece haber sido la marcha general, y con subrayar los datos
más destacados.
El camino general ha sido el de una profundización constante en el conocimiento de la estructura
fina de la materia. Se han abordado así dimensiones cada vez más pequeñas, utilizando energías
cada vez más altas. Se han aprehendido fenómenos y leyes profundamente escondidas. Pero en el
mismo tiempo, y correlativamente, se ha aplicado este conocimiento, progresivamente más
refinado, a la comprensión de fenómenos cada vez más numerosos, sin relación aparente, en su
origen, con el dominio de la física que estamos considerando.

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Por lo que respecta a esta «inmersión» en el átomo, yo recuerdo que, cuando en 1897 Marie y
Pierre Curie aislaron el radio en la célebre barraca de la Escuela de Física y Química de París,
aterrorizados por la inquietante luminosidad azul de esta sustancia en la oscuridad, fueron los
primeros en observar un fenómeno extraterrestre, un fenómeno que va más allá del mundo habitual
de nuestro entorno. Hoy sabemos que lo que vieron los Curie era un vestigio de la época lejana en
la que la materia terrestre se encontraba en un ámbito muy diferente, en una estrella que luego
estalló. Las sustancias radiactivas son los últimos testigos, las últimas brasas, aún enrojecidas, de
épocas inmemoriales durante las cuales se formaron nuestros elementos. Volveré sobre ello más
adelante, cuando indique cómo en la actualidad, sobre esta base, cooperan la física de partículas y
la astrofísica, investigaciones sobre lo infinitamente pequeño y sobre lo infinitamente grande.
Pero, en lo inmediato, hay que recordar que Rutherford se apropió rápidamente de la radiación así
descubierta, utilizándola como una técnica para penetrar en la estructura de los átomos y
establecer, en 1911, la existencia del núcleo atómico. Por increíble que pueda parecer, seis años
más tarde solamente, en 1917, utilizó la misma técnica para estudiar, esta vez, la composición del
núcleo, descubriendo la existencia de los protones.
Un nuevo mundo de fenómenos había sido descubierto. Fue, sin embargo, quince años más tarde,
en el transcurso del año más famoso de la física contemporánea, 1932, cuando se reveló la
composición del núcleo, velada hasta entonces. Ese año, James Chadwick descubrió el neutrón,
Enrico Fermi publicó su teoría de la radiactividad beta, y Herbert L. Anderson y Seth 11.
Neddermeyer descubrieron el positrón, el gemelo positivo del electrón. La física nuclear había
nacido, con su doble objetivo: el estudio de la estructura del núcleo atómico, tomado como un
sistema de protones y neutrones en estrecho contacto mutuo; y el estudio de las fuerzas nucleares
que gobiernan las partículas. Sabemos, desde el gran descubrimiento de Hideki Yukawa en 1934,
que las fuerzas nucleares son transportadas por mesones, esas partículas intermediarias de las
interacciones entre los elementos que forman el núcleo, llamados nucleones (protones y
neutrones).
Pero antes de adentramos más en este dominio, del que nacerá a su tiempo, para separarse de él, la
física de partículas, detengámonos un instante en los descubrimientos del año 1932, porque cada
uno de ellos tiene un significado de gran alcance.
El hallazgo del neutrón como constituyente del núcleo reveló la existencia de una nueva fuerza en
la Naturaleza. Indicaba un fuerte efecto no eléctrico que mantenía a neutrones y protones
constreñidos juntos en los límites del núcleo. Esta fuerza desconocida no tenía equivalente alguno
en física macroscópica. Lo que después fue conocido como interacción fuerte había sido
identificado.
La teoría de Fermi, conocida como de la desintegración beta, es decir, de la desintegración de un
núcleo atómico con emisión de un electrón (rayo beta), condujo a admitir otra interacción entre las
partículas elementales. Llamada interacción débil, explica el hecho de que un neutrón pueda
transformarse en un protón con la emisión de un electrón y un neutrino , partícula neutra cuya
existencia había sido postulada por Pauli en 1924, y que no pudo ser observada hasta 1956.
Fermi le adjudicó en 1932 un rol paralelo al del electrón en las interacciones débiles.
Esas interacciones son muy poco intensas. Al igual que las interacciones fuertes, sólo se hacen
notar a distancias muy cortas, mientras que las interacciones electrmagnéticas y gravitatorias se
dejan sentir a distancias muy grandes. Desde los años sesenta se ha establecido que la interacción
débil posee un agente de cambio, llamado bosón intermediario, que es una suerte de fotón para
este campo, aunque es mucho más pesado: alrededor de noventa veces la masa del protón.
La investigación de la estructura del núcleo y de sus constituyentes ha permitido, en particular,
determinar la naturaleza y la estructura, complicada por otra parte, de la fuerza que rige la
interacción entre protones y neutrones. No puedo entrar en detalle aquí. Se recordará solamente
que los sistemas nucleares son cien mil veces más pequeños que los sistemas atómicos, y las
energías pertinentes próximas al millón de electrónvoltios. El electronvoltio por átomo es la
energía característica de los sistemas atómicos. Para situar las ideas, cuando se enciende una
cerilla se liberan algunos electronvoltios. ¡Las energías de las que estamos hablando son enormes,
en consecuencia!

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Establecido esto, la mecánica cuántica pudo ser aplicada al núcleo considerado como un sistema
de protones y neutrones. Y lo que resulta muy notable es que descubrió entonces que existían
numerosas similitudes entre la estructura atómica, tal como era
conocida desde Bohr, y esta estructura del núcleo, a pesar de la gran diferencia de escala.
Una de las similitudes más chocantes es, desde luego, que se encuentren los mismos modelos de
vibración típicos y de estructuras en capas. Las propiedades atómicas eran explicadas por curiosas
vibraciones que las ondas electrónicas ejecutaban al ser aproximadas al núcleo atómico por efecto
de la atracción eléctrica entre núcleo y electrones. Ahora bien, el mismo fenómeno aparecía de
nuevo en el interior del núcleo, en una escala mucho más reducida y con unos niveles energéticos
considerablemente más altos. La estructura nuclear ofrece así una impresionante confirmación de
la fundamental corrección de la mecánica cuántica.
Los físicos se encontraban ante la repetición de los mismos fenómenos básicos a un nivel distinto
y nuevo. Pero hay que decir, sin poder precisar más aquí, que se trata más de una analogía que de
una estricta similitud ya que, como cabría esperar, también se manifestaron importantes
diferencias: en el átomo, el núcleo domina los movimientos y las vibraciones del electrón en razón
de su elevada carga y de su gran masa. En el núcleo se trata más bien de un «régimen republicano»
o de un «sistema democrático», como se prefiera: todos los constituyentes tienen el mismo peso.
Aún pueden ser presentadas las cosas de otra manera. En razón de la analogía que acabo de
subrayar, existe una química nuclear como existe una química atómica, pero con una diferencia
esencial que hay que poner de manifiesto enseguida. En los átomos y las moléculas algunos de sus
constituyentes, los núcleos atómicos, están bien localizados por el hecho de que su masa es muy
superior a la del electrón: permanecen separados unos de otros y forman el esqueleto de la
molécula. No es ése el caso de la estructura nuclear. Ahí, cada tipo de constituyente está
distribuido sobre el entero volumen nuclear, sin sitio propio, si bien cuando dos núcleos entran en
reacción, gracias a una colisión, se funden completamente el uno en el otro. ¡Dos núcleos de
oxígeno forman un núcleo de azufre, y no una molécula de O 2 ¡¡¡¡¡
En ciertos aspectos valdría más establecer, además, una analogía entre núcleos y moléculas, no
entre núcleos y átomos. Analogía en la que los nucleones jugarían el mismo papel en el átomo que
los átomos en la molécula. Esta analogía presentaría la ventaja de remarcar la complejidad de la
fuerza química que reina entre átomos y moléculas, con su carácter repulsivo a cortas distancias,
su mínimo de potencial entre los átomos y su dependencia con respecto a la simetría de la función
de onda.
Siguiendo esta analogía se nos viene la idea de que la fuerza nuclear puede ser, como la fuerza
química, derivada de una fuerza fundamental, más profunda e imputable a la misma naturaleza del
nucleón. Ahora bien, la física de partículas ha acumulado suficiente número de pruebas de la
estructura interna del nucleón. Hoy se sabe que los nucleones están formados por quarks, esos
nuevos entes físicos que aparecen como los más elementales. Queda para la física nuclear integrar
este nuevo dato. Es, desde luego, una de las perspectivas más estimulantes de las investigaciones
actuales.

CUESTIONES SOBRE EL ELECTRÓN: PAUL DIRAC


Otra línea de investigación desarrollada desde los años treinta es la investigación de la estructura
interna del mismo electrón. Recuerdo que la teoría clásica del electrón había sido elaborada por
Thompson a fines del siglo pasado. Analizó el desplazamiento del electrón siguiendo la mecánica
clásica, y elaboró la hipótesis de que hay varios electrones por cada átomo. Ligados elásticamente
a su posición de equilibrio y, por tanto, susceptibles de efectuar vibraciones armónicas de
frecuencia dada. Supuso que en los conductores eléctricos existían electrones suplementarios que
podían desplazarse libremente. Con la ayuda de estas herramientas teóricas pudieron ser
explicados numerosos fenómenos: la absorción, la difusión y la refracción de la luz por parte de la
materia, por ejemplo, o las propiedades ópticas de los metales en el infrarrojo, o muchas otras. En
muchos casos la explicación no pasaba de cualitativa. Pero, fundamentalmente, la existencia de
una ligadura elástica de los electrones en el átomo permanecía inexplicada. Thompson tuvo sin
embargo el mérito de plantear. haciendo camino, otro problema de la mayor importancia: ¿puede

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ser considerado el electrón como una carga puntual? Y, para resolver la cuestión, se vio obligado a
hacer algunas hipótesis acerca de la estructura interna del electrón, con el fin de poder aplicarle las
ecuaciones de la electrodinámica. Esas hipótesis, como él mismo subrayó en su obra sobre «La
teoría del electrón», corresponden a «especulaciones audaces», pero necesarias.
Una vez establecida por Einstein (1905) la equivalencia de la masa y la energía, fue preciso aban-
donar la idea de que el electrón pudiera ser una carga puntual. Heindrik A. Lorentz, Max Abraham
y Henri Poincaré habían estudiado con detalle las consecuencias de este abandono. Es inútil
reproducir aquí sus argumentos y sus conclusiones, ya que los acontecimientos posteriores les han
convertido en algo completamente obsoleto. Pero desde el punto de vista de la historia de las
ciencias, es necesario remarcar que el problema de la estructura del electrón, que acababa de ser
planteado así y que había suscitado investigaciones considerables, fue durante un largo período de
tiempo relegado a un segundo plano de las preocupaciones de los físicos por el desarrollo,
coronado por éxitos notables, de la teoría cuántica del átomo. La atención de los físicos se enfocó
entonces sobre la teoría de las órbitas cuánticas de Bohr y sobre el enigma de la dualidad onda-
corpúsculo.
Y se perdió de vista con tanta mayor facilidad (la cuestión de la estructura interna de electrón)
cuanto que pronto se pudo, sin necesidad de hacerla intervenir, calcular la emisión, la absorción o
la difusión de la luz por los sistemas atómicos. Era muy satisfactorio salir del dominio de lo
cualitativo sin necesidad de resolver la cuestión que había obsesionado a Lorentz.
No obstante, sobre la base de la extensión y del perfeccionamiento de la teoría cuántica regresó el
problema y se instaló en el orden del día de modo insistente. El físico inglés Paul Dirac, que dio
los primeros pasos en esta dirección, subrayó que era preciso mejorar la teoría cuántica del
electrón en dos direcciones: generalizarla para las altas energías, conformándola a la teoría de la
relatividad, e integrarla de modo coherente en la teoría de la interacción entre la materia y la
radiación.
Aquí se sitúa uno de los episodios más notables y admirables de la historia de la física
contemporánea. En 1927, Dirac, buscando la ecuación que fuera capaz de dar cuenta del
comportamiento del electrón y satisficiera simultáneamente la teoría cuántica y la relatividad
einsteniana, encontró esa ecuación por vía puramente matemática. Pero pronto se dio cuenta de
que dicha ecuación poseía dos soluciones, y no una sola: una corresponde a estados de energía
cinética positiva, y al comportamiento efectivamente observado del electrón, y la otra a estados de
energía cinética negativa (lo que no tiene clásicamente sentido alguno ), y al comportamiento de
otra partícula desconocida dotada de carga positiva.
Tras haber especulado con la posibilidad de que dicha partícula fuera el protón (única partícula
positiva entonces conocida ) , llegó a la consideración de que se trataba de otra partícula, aún por
descubrir, con la misma masa que el electrón pero con carga positiva. Como ya he señalado antes,
en 1932 se comprobó experimentalmente la existencia de esta partícula, establecida teóricamente
por los cálculos de Dirac. Anderson observó su existencia en una fotografía tomada en una cámara
de Wilson (que permite visualizar las trayectorias de las partículas elementales). A esta nueva
partícula se le dio el nombre de positón o positrón.
A fines de los años treinta los físicos estaban en condiciones de generalizar este resultado. No se
trataba solamente del electrón: cada vez que se construye una teoría cuántica relativista para
describir una partícula, la teoría hace aparecer la necesidad de postular una «antipartícula»,
simétrica, de carga opuesta. Esas antipartículas forman lo que se ha dado en llamar «antimateria»,
desprovista de todo el misterio del que se rodea a veces este nombre: no es, de hecho, sino otra
forma de materia, compuesta de antipartículas que presentan cargas opuestas a las de las partículas
ordinarias. La antimateria puede ser creada al mismo tiempo que la materia; basta con disponer de
energía suficiente.
No quiero acabar este punto sin mencionar que Dirac, sacando conclusiones del descubrimiento de
positrón, pudo proponer una descripción completamente nueva del vacío. Hasta entonces se había
representado el vacío como realmente vacío: se imaginaba un espacio del que se hubiera extraído
cualquier forma de materia o de radiación, no conteniendo estrictamente nada ( de modo
particular, ninguna energía ) .

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A Dirac se le debe haber repoblado, en dos etapas, el vacío, haciendo de suerte que el vacío no
esté vacío ya (eso que la lengua inglesa permite enunciar de manera sonora: «the vacuum is not
empty»)
La primera etapa de este repoblamiento data del comienzo del año 1927. Dirac, en un artículo
célebre, proponía entonces cuantificar no solamente los átomos, sino también el campo de
radiación. Retomando una idea sugerida inicialmente por Paul Ehrenfest y Peter Debye, Dirac
demostró que debe considerarse la radiación como equivalente a un conjunto de osciladores
ficticios, cuantificados a su vez si hay que creer en la teoría cuántica. Es, en efecto, uno de los
resultados más elementales de la mencionada teoría la previsión de una cuantificación por valores
enteros de un mismo grano, o cuanto de energía, para la energía de un oscilador.
Ahora bien, cuando se aplican las desigualdades de Heisenberg a un oscilador, se constata que
jamás puede tener una energía rigurosamente nula; sería preciso para ello que pudiera tener
simultáneamente una posición y una cantidad de movimiento nulas, cosa que prohiben
precisamente las relaciones de Heisenberg. De ahí se extrae una conclusión: si, con Dirac, se
considera el campo electromagnético como un conjunto de osciladores, su energía no es nula
jamás; incluso aunque haya sido vaciado de todos sus granos de energía (los fotones), presenta
siempre una energía residual, conocida como energía del punto cero, que no es otra que la suma de
las energías de los osciladores que lo constituyen. Se ve cómo, al término de este primer acto, el
vacío recibía una energía residual , lo que impedía considerarlo como realmente «empty».
Pero no se detuvo aquí Dirac.
En el año siguiente, en 1928, prosiguió con su empresa repobladora del vacío, cuya segunda etapa
está ligada directamente al descubrimiento de su ecuación y de la antimateria. Apoyándose en lo
que se conoce como principio de exclusión de Pauli, según el cual un mismo estado cuántico no
puede ser ocupado por más de un electrón, Dirac emitió la hipótesis según la cual, en el vacío,
todos los estados de energía cinética negativa, revelados por su ecuación, están ocupados, y ocupa-
dos por un electrón.
Demostró entonces cómo, si al sistema se le suministra una energía suficiente, una partícula puede
ser extraída del «mar» de estados llenos y llevada a un estado de energía positiva, dando lugar a la
«creación» de un electrón ordinario y dejando tras ella un «agujero». Ese agujero presenta las
mismas propiedades que la partícula creada, salvo que tiene una carga opuesta. Se trata, en
consecuencia, de un antielectrón, de un positrón. Dicho de otra manera, es posible hacer «salir»
del vacío una partícula y su antipartícula. Desde este punto de vista, el vacío está así, de alguna
manera, «lleno como un huevo», y las partículas no acceden a la existencia en el mundo ordinario
más que gracias a un proceso de creación aniquilación en el seno de esa plenitud que es el vacío.
En cierta manera, el trastorno obrado por Dirac en el conjunto de ideas que autoriza el sentido
común es comparable, aunque de distinta naturaleza, al que había provocado Einstein en 1905,
cuando dio el toque de difuntos, con la teoría de la relatividad restringida, para el concepto de éter,
representante hasta entonces del vacío. Aunque 1905 había devuelto al vacío sus títulos de
nobleza, 1928 marcó el retorno del no-vacio a la física.
A despecho de sus numerosos éxitos, la teoría de los agujeros presentaba graves inconvenientes,
ligados al hecho de que la existencia de un mar de estados llenos de energía negativa debía estar
acompañada de una densidad de carga infinita para el vacío: eso que algunos físicos no están
dispuestos a admitir. Por ello la teoría de Dirac debió sufrir a continuación profundas
modificaciones, capaces de evitar la desagradable hipótesis según la cual el vacío estaría lleno de
electrones. En suma, el vacío no ha reinado en la física contemporánea más que durante un corto
instante, desde 1905 hasta 1928. De otro lado, el periodo que va desde 1927-28 hasta el final de la
segunda guerra mundial se caracterizó por una incesante lucha contra los infinitos que, cuando se
podía creer que habían sido expulsados de una zona de la teoría, reaparecían invariablemente en
otro sitio. De esta época data mi colaboración en Zurich con Pauli.
Tras dos años preparatorios en la universidad de Viena, emprendí la tarea de completar mi
formación con una estancia prolongada en la universidad de Göttingen, que fue decisiva en la
formación de mis ideas en torno a la física, gracias a las enseñanzas de Ehrehfest, del que siempre
he retenido la máxima: «La física es algo simple, pero sutil».

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Allí se encontraban reunidas, en aquella época, todas las cabezas pensantes de la nueva física. Aún
me acuerdo de la tremenda impresión que me produjo la ecuación de Dirac. Imagínese a un
jovencito que acaba justo de familiriarizarse, medianamente, con los conceptos de la mecánica
cuántica ordinaria, y que se encuentra proyectado de repente en un mundo de funciones de onda de
cuatro componentes y de energías cinéticas negativas. Todo ello tenía algo de profundamente
descorazonador, y creo que mis compañeros, y yo mismo, estaríamos todavía sumidos en la
perplejidad sin la ayuda del articulo, extraordinariamente claro, que a la sazón publicó Fermi.
Se trataba de la exposición más limpia que me ha sido permitido leer acerca de la radiación de
Dirac y su ecuación de onda relativista; en él se encuentran explicadas todas las bases de la futura
electrodinámica cuántica, en términos sencillos y precisos. En Göttingen, evidentemente, nosotros
no dejábamos de discutir la teoría de los agujeros de Dirac. Me acuerdo muy bien de que Gamow
tenía la costumbre de comparar a esos electrones que se desplazaban en sentido inverso con la
fuerza aplicada a los burros. A decir verdad, fue enormemente dificultoso para nosotros
familiarizarnos con esos nuevos desarrollos de la física, tanto más cuanto las complicaciones liga-
das a los infinitos de las que acabo de hablar nos parecían sencillamente monstruosas.
En esas condiciones y con esas inquietudes en la cabeza me encontré, en 1934, trabajando con
Pauli (a sus órdenes). en lo que el mismo Pauli llamaba una «teoría del anti-Dirac». Esta teoría no
afectaba a los electrones, sino a partículas que eran bosones;
estos últimos no eran conocidos por entonces, pero fueron descubiertos diez años más tarde. Pauli
me había pedido calcular la sección eficaz del proceso de creación de un par partícula -
antipartícula de bosones. Hans Bethe había realizado un cálculo parecido, algún tiempo antes,
referido a los electrones. Como yo le preguntara, después de que él me explicara cómo debía
proceder, cuánto tiempo necesitaría para llevar a buen puerto dichos cálculos, me contestó con la
mayor seriedad del mundo:
“ Ese cálculo me llevaría tres días; a usted le llevará, por consiguiente, tres semanas “.
Evidentemente, tenía razón, como siempre; más, incluso, de lo que él mismo pensaba: cuando los
cálculos (que Pauli no reviso) fueron publicados, se mostraron inexactos en un factor 4.
Con independencia de lo que haya sucedido más tarde con esas discusiones, creo haber
demostrado suficientemente lo que fue la revolución intelectual ligada al nacimiento de la
mecánica cuántica: no solamente se acumulaban conocimientos nuevos ante el fervor de los físicos
con una rapidez escalofriante, sino también cuestiones que requerían una audacia especulativa
cada vez mayor iban surgiendo ante nosotros.
¡ Era, ciertamente, una nueva ciencia la que estaba naciendo !

REPERCUSIONES EN LA FÍSICA
Voy a ser más breve sobre el otro aspecto de los desarrollos de la física a los cuales ha dado origen
o impulso la revolución cuántica: no afectan a la comprensión cada vez más fina de las estructuras
de la materia; pero, sobre la base de conceptos fundamentales así formados, afectan de cerca a
dominios de la física aparentemente lejanos.
Esos desarrollos son tan considerables que sería vana pretensión presentar un cuadro exhaustivo.
Me limitaré, por tanto, a mencionar algunos ejemplos significativos.
La física del estado sólido está, de aquí en adelante, en condiciones de dar cuenta, con gran
precisión, del comportamiento de los metales, los semiconductores y toda suerte de cristales. En
particular, el comportamiento de la materia sólida a muy bajas temperaturas ha puesto de
manifiesto fenómenos como la superconductividad, que durante mucho tiempo han desafiado todo
intento de explicación. Sólo a partir de hipótesis básicas de la mecánica cuántica se han podido
comprender fenómenos así (valdría también como ejemplo la superfluidez de ciertos líquidos a
bajas temperaturas).
Otro ejemplo: el desarrollo de nuevos métodos instrumentales en física experimental. Los grandes
avances en las técnicas de ondas cortas contribuyeron al progreso de numerosas investigaciones en
todos los dominios de la física, desde la física del estado sólido a la de partículas. El conocimiento
de materiales como los semiconductores ha dado origen a nuevos dispositivos, mejorando la
detección de partículas, y los haces de partículas elementales son los mejores instrumentos para el

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estudio de los campos atómicos en líquidos y sólidos. Los haces de luz fuertemente coherentes,
producidos en láseres y máseres, tienen una elevada importancia en cualquier dominio de la física.
Nuevas técnicas de vacío, dispositivos de microondas y poderosos campos magnéticos han hecho
posible el estudio de la materia bajo la forma de plasma (es decir, una forma de presentación de la
materia a elevadas temperaturas y baja presión, en la que la mayor parte de los electrones no se
encuentran en sus órbitas cuánticas atómicas). Este estado de la materia es altamente común en el
universo. Pero abordamos aquí el último elemento de esta ojeada sobre la revolución cuántica: el
que corresponde a un verdadero salto en el cosmos.

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TEORIA DE LOS CUANTOS Y ASTROFÍSICA
Una de las consecuencias teóricas mayores de la aparición de la mecánica cuántica, y de sus
prolongaciones en forma de física nuclear, ha sido, en efecto, la constitución de la astrofísica
moderna como tal: esta nueva ciencia que se alza en la frontera entre lo infinitamente grande y lo
infinitamente pequeño.
La astrofísica ha encontrado su consistencia sobre la base de un resultado y una tesis: el hecho
esencial de que las reacciones nucleares son la fuente de la energía estelar. y la tesis de la
expansión del universo.
El resultado, el descubrimiento, resulta decisivo. Dimana de que nos hemos dado cuenta de que las
reacciones nucleares son una fuente de energía infinitamente más poderosas y fundamentales que
las reacciones químicas ordinarias. Ahora bien, como se ha visto, los procesos nucleares no se
producen en la tierra, excepción hecha de los raros casos de algunos elementos radiactivos, que
son las últimas brasas de la explosión de la que proviene la materia terrestre. Si se quieren estudiar
los procesos nucleares es necesario, por tanto, provocados artificialmente en los laboratorios. Y ya
es conocida la extrema dificultad tecnológica que eso conlleva. Hoy, sin embargo, se ha
conseguido, consiguiéndose una hazaña de la que tal vez no se ha medido bien la magnitud. Pero,
entre otras cosas, ello ha supuesto una ojeada sin precedentes a los procesos que se producen, sin
género de dudas, en el centro de las estrellas. Se ha podido establecer así que en el corazón de cada
estrella, en el universo, se desarrollan sin discontinuidad alguna procesos nucleares; de modo que
la dinámica nuclear juega un papel esencial en la evolución de la naturaleza. Se sabe también
ahora, como corolario, que los fenómenos nucleares son la fuente de toda la energía de la que
disponemos en la tierra, porque el sol es, por sí mismo, una especie de reactor nuclear.
Escrutando lo infinitamente pequeño, han sido aprehendidos, por consiguiente, fenómenos que su-
ceden a distancias que se consideraban, incluso a Comienzos del presente siglo, fuera de nuestro
alcance.
En lo tocante a la tesis de la expansión del universo, aún no ha liberado, ciertamente, todos sus
secretos, y todavía conlleva algún misterio; pero conviene comprender la «lógica» que subyace en
ella, ya que esta lógica la relaciona directamente con el descubrimiento precedente. La
composición de la materia, tal como la conocemos en la actualidad, no puede ser otra cosa que el
resultado de reacciones nucleares que tuvieron lugar en las estrellas hace muchísimo tiempo, o en
explosiones estelares o reinando, con toda verosimilitud, condiciones que en la actualidad
simulamos a escala microscópica en nuestros aceleradores. A partir de ahí, la atención de los
investigadores se ha podido enfocar sobre la historia de nuestro universo; sobre el intervalo de
tiempo, de alrededor de diez mil millones de años, durante el cual el universo ha podido
evolucionar hasta su estado actual.
Estamos todavía muy lejos de saber a qué se parecía el universo al comienzo de este intervalo,
pero un hecho es cierto: la materia estaba en un estado muy diferente al de hoy. A eso hay que
añadir que el intervalo de tiempo define también la distancia recorrida por la luz en el mismo, y da
el radio de nuestro universo presente, más allá del cual no puede llegar hasta nosotros mensaje
alguno.
Vemos cómo se accede, con la astrofísica, a una nueva escala de tiempo y de espacio.
No es exagerado decir que, para el universo, el siglo XX habrá sido lo que fue el siglo XVI para la
Tierra, cuando los barcos de Magallanes y Elcano dieron la vuelta al mundo y demostraron que
éste tenía una superficie limitada. Nosotros hemos aprendido, en efecto, en este siglo que el
universo es finito, que podemos entrar en contacto con él y que, en adelante, estamos obligados a
sondear su profundidad.
La astrofísica ha introducido en física, así, una nueva dimensión: la dimensión histórica. Antes, la
física era la ciencia de las cosas tal como son; la astrofísica se ocupa del desarrollo de estrellas y
galaxias, de la formación de los elementos, de la historia del universo en una palabra. Hay,
evidentemente, numerosas cuestiones en esta historia que no se han resuelto; pero muchos sucesos,
aún ayer inimaginables por ser inconcebibles, han quedado establecidos. Se sabe que las estrellas,
formadas por una nube de hidrógeno y helio, se desarrollan pasando por varios estados, acabando

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unas su vida en forma de grandes trozos de materia sólida y helada, otras en formidables
explosiones, que nosotros observamos en las «supernovas», dejando detrás de si, muchas veces,
estrellas de neutrones en veloz rotación alrededor de sí mismas.
Las energías cinéticas producidas cuando las grandes estrellas se contraen, una vez que se ha
agotado el combustible nuclear, son de tal magnitud que los protones individuales alcanzan
energías del orden de varios centenares de millones de electronvoltios, bastante próximas a la
energía de sus masas en reposo. Y es aquí, ciertamente, donde la física de altas energías, con todos
los fenómenos que ha podido descubrir y analizar desde los años treinta, aporta instrumentos de
comprensión de inestimable interés.
No es imposible suponer que un día pueda establecerse una conexión entre esta física y los
fenómenos gravitatorios. Entonces se realizaría el sueño de muchos físicos: las cuatro
interacciones que conocemos en la naturaleza – fuerte , débil, electromagnética y gravitatoria-
estarían conectadas. Se habría llevado a cabo lo que llamamos la gran unificación.

EL SIGNIFICADO DE LA MECÁNICA CUÁNTICA

Si se quiere comprender el significado profundo, siempre actual, de la revolución cuántica - que ha


abierto, como acabamos de ver, una nueva era en la historia de la física , conviene volver sobre
alguna de las cuestiones establecidas por ella, y descartar algunas interpretaciones, gravemente
erróneas, de los resultados obtenidos a principios de siglo; interpretaciones que, desgraciadamente,
aún están muy extendidas.
Ya he dicho que la idea fundamental de la mecánica cuántica es la idea de «identidad». Dos
átomos de oro, de hierro o de hidrógeno son idénticos en cualquier sitio. Ya he subrayado hasta
qué punto esta idea rompe con los presupuestos mismos de toda la física clásica. Se me permitirá
detenerme un poco en la historia de nuestra disciplina, evocando lo que llamo la paradoja de
Boltzmann, para poner de relieve una vez más la novedad de este pensamiento.
Si permanecemos en el marco de la mecánica clásica resulta evidente que en un sistema de átomos
en equilibrio térmico, a una temperatura dada, la energía debería repartirse por igual entre todos
los modos de movimiento. Eso es, además, lo que Ludwig Boltzmann remarcó en 1890. Por tanto,
si calentamos un trozo de materia, los electrones deberían girar más rápidamente, los protones
vibrar con más intensidad en el interior del núcleo, las partes de las que están constituidas los
protones moverse a mayor velocidad, etc.
No es eso lo que sucede, sin embargo. Solamente los movimientos externos de los átomos resultan
modificados. La energía térmica no penetra en los átomos y no afecta a sus grados internos de
libertad, si la temperatura no rebasa la cifra de algunos millares de grados.
Para poder comprenderlo, hay que pensar la estructura del átomo con criterios diferentes a los de
la mecánica clásica. Comprender la «identidad» del átomo es comprender el concepto de estado
establecido por Bohr en el primer período de su actividad científica.
Las funciones de onda electrónicas forman esquemas especiales característicos de la situación que
el electrón tiene en el campo atractivo del núcleo. modificado por la presencia de los otros
electrones. Esos esquemas constituyen las formas fundamentales que dan cuenta de la constitución
de todas las cosas que conocemos. Esas formas están determinadas directamente por los campos
de fuerza que ligan a los electrones. Aparecen siempre, idénticas e inmutables, cada vez que el
átomo se encuentra en condiciones similares.
Y hay que añadir que los estados cuánticos están caracterizados por números. El número de
electrones y los números cuánticos de un estado dado determinan completamente todas las
propiedades del átomo en ese estado.
He aquí la grandeza, la riqueza y, si se me permite, la belleza de la teoría cuántica; su poder para
dar una explicación precisa de la realidad atómica. Un problema fundamental de la filosofía de la
naturaleza ha sido resuelto por el descubrimiento de leyes que explican las formas específicas de
entidades bien definidas. La naturaleza está construida con tales entidades. Esto queda claro
incluso sin necesidad de referirnos más que a la experiencia corriente. Los materiales tienen, como
es sabido, propiedades características: el hierro sigue siendo el mismo hierro tras su evaporación o

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condensación posterior. Esas propiedades especificas fueron, en el principio, el objeto de la
química; la mecánica cuántica ha venido a explicarlas. Las maneras infinitamente variadas pero
extraordinariamente bien definidas en las que se agregan entre sí los átomos para formar grandes
unidades son, gracias a ella, interpretables de modo racional. Se ha construido una teoría del
enlace molecular en la que «los orbitales» (ese es el nombre que reciben las formas aludidas)
mantienen a los núcleos atómicos unidos en correcta disposición.
Si se consideran los agregados atómicos, se sabe que son asociaciones de núcleos y electrones,
unidos entre si por atracciones mutuas. Los núcleos son pesados y los electrones ligeros. Las
distancias interatómicas vienen determinadas por la dimensión de la nube electrónica de cada
átomo. Esta dimensión puede ser considerada, a su vez, como la amplitud de oscilación de las
ondas electrónicas. Como su masa es mucho mayor, las oscilaciones de los núcleos en una
molécula son mucho más pequeñas; y esa es la razón por la que, en las moléculas y en los sólidos,
los núcleos forman un esqueleto bastante bien localizado, mientras que los electrones están
distribuidos de modo continuo, como la carne de un cuerpo esta distribuida alrededor del
esqueleto.
La disposición de los electrones en el seno de las moléculas introduce rasgos estructurales, cuyas
consecuencias arquitectónicas estudian la química y la ciencia de los materiales. Así, la
descripción de los agregados atómicos por la mecánica cuántica conduce a una comprensión de
todas las propiedades de la materia, y a una explicación de sus constantes, sobre las que la física
clásica sólo había podido acumular información empírica.
Tomemos un ejemplo: el de la dureza de los sólidos. La mecánica cuántica permite comprender
que la resistencia a la compresión que caracteriza a la materia sólida proviene del hecho de que
una disminución de volumen supone un acrecentamiento de la energía cinética cuántica de los
electrones, que se opone a la disminución de energía potencial que acompañaría a esa reducción de
volumen.
A este respecto quisiera subrayar que yo no comparto en absoluto la opinión de quienes pretenden
que el mundo atómico carece de realidad; se dice de él que es menos real que el mundo visible en
torno nuestro. Pero si el universo atómico difiere del universo al que estamos acostumbrados, y
difiere incluso más de lo que cabría esperarse, es preciso señalar también que los esquemas que
organizan ese submundo son mucho más ricos que los que organizan los fenómenos visibles y
aprehensibles a través de los conceptos de la física clásica.

LA REALIDAD DEL MUNDO ATÓMICO

Se ve también por qué me he sublevado siempre contra la expresión «principio de incertidumbre»


o relación de incertidumbre, que se atribuye a Heisenberg. De escuchar a algunos, la historia de la
física contemporánea se resumiría en una serie de catástrofes filosóficas: con Einstein habríamos
entrado en el mundo de lo relativo; con la mecánica cuántica, poco después, en el de la
incertidumbre.
Ya he expresado mi sentir sobre el primer punto. Pero, ¿cómo hay que interpretar las relaciones
establecidas por Heisenberg? Recuerdo los datos de un problema que es, a la vez, un problema
técnico y un problema teórico. ¿Cómo es posible, se preguntaban algunos, que un electrón sea a la
vez una partícula y una onda? Un trazado cuidadoso de la trayectoria de un electrón, se pensaba,
debía poder permitir dejar zanjada la cuestión, y hacer ingresar al electrón en una u otra de esas
dos aparentemente incompatibles categorías.
Pero sucede que si queremos «ver» la estructura detallada de la órbita del electrón, es necesario
utilizar ondas de luz, de longitud de onda francamente pequeña. Esta luz posee una elevada
frecuencia y, por ello, un gran cuanto de energía.
Cuando golpea al electrón, puede sacarle fuera de su órbita.
Se destruye así, por lo tanto, aquello que se quería observar, precisamente.
Tales son las consideraciones que están en la base de las relaciones llamadas «de incertidumbre».
Enunciado negativo que dice que, en física, ciertas medidas son imposibles, y precisamente

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aquellas que podrían decidir acerca de la naturaleza - onda o partícula- del electrón, hecho
extensible, evidentemente, al protón o a cualquiera otra partícula. Si se emprende la medida el
estado del objeto que se mide ha cambiado, gracias a la acción que sufre, completamente de estado
cuántico.
Y esta dificultad no se reduce a un problema técnico, que pudiéramos esperar resolver con el
tiempo a través de dispositivos más ingeniosos. Las restricciones de Heisenberg tienen raíces más
profundas:
son el corolario de la doble naturaleza de los objetos atómicos. La reacción del objeto a nuestra
experimentación presenta rasgos inéditos, sin equivalente alguno entre los procesos
experimentales a escala macroscópica. En consecuencia, nuestra descripción del objeto es
inseparable del proceso de observación, al contrario de como sucede en la descripción de los
objetos clásicos.
La naturaleza ondulatoria del electrón es un carácter ligado a la integridad del átomo y a su
identidad. Si tratamos de ver con más precisión dónde se encuentra el electrón en esa onda, le
encontraremos como una verdadera partícula, pero habremos destruido la sutil individualidad del
estado cuántico. A hora bien, las propiedades características del estado cuántico del átomo nacen
de la naturaleza ondulatoria del electrón: la forma simple, el regreso al estado inicial después de
una perturbación...
El gran descubrimiento de la física cuántica es la existencia de esos estados cuánticos
individualizados. Cada uno de ellos forma un todo indivisible durante tanto tiempo como
permanezca sin recibir el ataque de medios de observación que lo perturben. Toda tentativa de
observar subdivisiones atómicas utiliza medios de tan alta energía que, inexorablemente, destruyen
la estructura del estado cuántico.

LA EXACTITUD DE LA FÍSICA CUÁNTICA


Retomemos, antes de concluir este punto, el caso tan importante, desde el punto de vista histórico,
del haz de electrones. Si nos situamos en el campo de la física clásica, antes de la revolución
cuántica, debemos tratar el haz de electrones como un chorro de partículas, pequeñas unidades
materiales que se desplazan en línea recta hacia adelante. Un haz de este tipo es muy diferente de
un haz de luz, tal como lo concibe la física clásica: un paquete de ondas electromagnéticas que se
propagan en el espacio en una cierta dirección. Aquí no hay, por tanto, materia que se mueve; aquí
no existe más que el estado del campo electromagnético en el espacio que cambia. La diferencia
entre ambos haces clásicos es tan neta y radical como la que existe entre el movimiento de
¡À las olas en un lago y el de un banco de peces navegando en la misma dirección. El mismo
término de haz, empleado en ambos casos (luz y electrones ), designa dos realidades diferentes.
Es comprensible la sorpresa de los físicos cuando descubrieron que los haces de electrones
presentaban características ondulatorias y que, inversamente, los haces de luz presentaban un
comportamiento análogo al de los haces de partículas. He recordado ya cómo se había resuelto el
problema en teoría: la luz tiene una estructura granular; y la energía del haz es transferida a la
materia por cantidades definidas, es decir, por los cuantos de luz.
El valor de un cuanto de energía es proporcional a la frecuencia f; tiene el valor h e f, donde h es la
constante de Planck.
En cuanto a la naturaleza ondulatoria de los haces de partículas, se pone de manifiesto de
diferentes maneras. Una de ellas corresponde a la observación, bien conocida, según la cual los
haces de partículas suscitan fenómenos de interferencia análogos a los que engendran los haces de
ondas cuando pasan a través de una pantalla provista de dos rendijas. De ahí la necesidad de tratar
esos fenómenos en términos de probabilidad: y la predicción del punto exacto en el que va a
encontrarse el electrón no puede ser más que probabilista. Así, se podrá determinar una región de
la onda en la que se encuentra el electrón pero el punto exacto permanecerá indeterminado.
Pues bien, hay que añadir ahora que este fenómeno tiene también su individualidad. Cuando se
intenta efectuar, en efecto, una experiencia con el fin de descubrir a través de qué rendija ha
pasado el electrón, desaparece el fenómeno de interferencia. La experiencia ha destruido la
identidad del fenómeno cuántico.

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¿'Se hace necesario concluir, después de todo lo precedente, que entrando en el dominio atómico
se entra en un dominio en el que reina la incertidumbre? ¿Hay que decir, tal como se repite desde
hace cincuenta años, que la revolución cuántica ha hecho entrar a la física en una nueva época, en
la que las bases mismas del edificio anterior, firmemente establecido, se revelan inciertas? ¿Hay
que sacar de ello lecciones que pongan en duda el valor de la ciencia, su objetividad? No lo
pienso, en modo alguno.
Por el contrario, tal como ya he dicho, es una extraordinaria conquista en la precisión y en la
determinación fina de los fenómenos lo que verdaderamente ha significado esta revolución.
Piénsese en las causas de la identidad de dos átomos de la misma especie, que son también las
causas de sus propiedades características. Dependen de hecho de que las órbitas electrónicas,
teniendo en cuenta el potencial atractivo del núcleo, revisten formas bien determinadas; a la
manera en la que los modos de vibración de una cuerda de violín están prefijados por la posición
de sus puntos de fijación, por el punto de ataque, etc.
En el átomo de hidrógeno, por ejemplo, la onda estacionaria correspondiente a la energía más baja,
tiene simetría esférica; la onda correspondiente a una energía superior tiene la misma simetría que
una figura en forma de ocho; cada nivel de energía tiene así su forma, bien definida. Estamos
lejos, muy lejos, de la incertidumbre con la que se continúa asociando, con excesiva frecuencia, la
idea misma de mecánica cuántica.

LA ESCALA CUÁNTICA
Si se quiere adquirir conciencia completa de esta precisión nueva que a la física aportan los
conceptos y los métodos que acabamos de recordar, considérese lo que yo prefiero llamar la escala
cuántica; es decir, la jerarquía de los sistemas materiales, tal como ha podido ser establecida desde
los años treinta.
Hemos dicho y repetido que la identidad del átomo subsiste en tanto en cuanto no sea afectado por
efectos cuánticos. Pero hay que añadir aquí que el umbral de excitación depende del carácter del
sistema. Este umbral es tanto más elevado cuanto más pequeña es la dimensión del sistema. Basta,
por ejemplo, una pequeñísima cantidad de energía para cambiar el estado cuántico de una gran
molécula; hacen falta energías centenares de millares de veces mayores para producir un cambio
en el interior del núcleo atómico. Esas consideraciones permiten construir la noción de escala
cuántica.
A temperaturas muy bajas, las moléculas de cada sustancia constituyen un gran elemento, un
cristal herméticamente cerrado en el que cada parte es idéntica a cualquiera otra. Si calentamos ese
cristal se producirán una fusión o una evaporación, cuyo resultado será un líquido o un gas.
En un gas como el aire, a la temperatura normal cada molécula se mueve por sí misma según su
propia trayectoria; las moléculas rebotan unas con otras, a merced de múltiples colisiones,
siguiendo movimientos irregulares. Esos movimientos de las moléculas no son, en consecuencia,
idénticos; cambian constantemente. Pero si es cierto que los movimientos son disímiles, las
moléculas deben ser siempre idénticas las unas a las otras. Decimos, en nuestro vocabulario, que
las energías de colisión no son suficientemente fuertes para destruir el estado cuántico de las
moléculas.
Si todavía elevamos más la temperatura, las energías de colisión sobrepasarán a las energías de
excitación de las moléculas. El movimiento interno de átomos y electrones va a participar en el
intercambio de energía. Son las temperaturas a las cuales el gas comienza a radiar y a emitir luz. A
temperaturas superiores, las moléculas se dividen en átomos y después los electrones son
arrancados del seno de los mismos. Entonces los átomos pierden su identidad, su individualidad y
su especificidad, los electrones y los núcleos se desplazan libremente, al azar.
Una situación como esa se presenta en el interior de las estrellas, a temperaturas muy altas. Es
posible, sin embargo, crear en los laboratorios condiciones similares para un grupo reducido de
átomos. Ese es el objeto de lo que llamamos física de plasmas. En ese nivel de energía los núcleos
atómicos conservan todavía su identidad, mientras que los átomos han perdido sus cualidades
específicas. Hasta que no se introducen en el sistema energías de millones de electronvoltios,
como sucede en los grandes aceleradores de partículas, no se excitan los estados cuánticos más

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elevados de los núcleos; puede suceder incluso que el núcleo mismo se desagregue en sus
componentes, protones y neutrones. Entonces el núcleo mismo ha perdido su identidad y sus
propiedades específicas: se ha convertido en un gas de protones y de neutrones.
Los aceleradores de partículas más recientes, los aceleradores gigantes, permiten a protones y
neutrones a cantidades tales de energía que su estructura interna comienza a su vez a desvelarse; al
precio, una vez más, de perder su identidad. Es, sin género de dudas, la estructura del mundo la
que se revela así, paso a paso. Y, para aquellos lectores que no se hayan convencido aún, propongo
ahora un descenso en la escala cuántica de energías: realizar por consiguiente el camino de vuelta,
tras haber hecho el de ida.
Partamos de lo alto de la escala: un gas de protones, de neutrones y de electrones, a temperaturas
extremadamente altas, con energías cinéticas de varios millones de electronvoltios. En tales
condiciones las únicas «individualidades» que podemos encontrar son las tres partículas citadas.
Sus movimientos son absolutamente desordenados, por otra parte.
Descendamos un escalón, por ejemplo el que corresponde a energías cinéticas de un millón de
electronvoltios. Ahora los protones y los neutrones se reúnen y forman los núcleos atómicos.
Vemos formarse otras individualidades. Hay varios tipos de núcleos atómicos posibles: los núcleos
de los noventa y dos elementos de la tabla periódica de Mendeleiev y sus isótopos (es decir, los
elementos ubicados en la misma casilla de la tabla pero cuyos núcleos difieren, por tener distinto
número de neutrones), dotado cada uno de ellos de un estado individual bien definido. Sin
embargo, el movimiento de los electrones y de los núcleos atómicos sigue siendo guiado por el
azar; es irregular, desordenado.
Pasemos a temperaturas más bajas, a energías de algunos pocos electronvoltios solamente (la
temperatura que corresponde a la superficie del sol): los electrones vuelven a caer ahora en estados
cuánticos regulares alrededor de los núcleos atómicos. Es el punto en el que, sobre la escala
cuántica, aparecen los átomos con sus individualidades especificas y sus propiedades químicas.
Si aún descendemos más, hasta el nivel de un electronvoltio, vemos cómo los átomos forman
moléculas simples, y encontramos una variedad mucho mayor de realidades químicas, tan distintas
y especificas como lo son los átomos, pero un poco menos estables.
Un nuevo descenso de la temperatura - energía, hasta algunas centésimas de electronvoltios la
temperatura habitual en la superficie terrestre y la mayor parte de las moléculas se agregan en
forma de líquidos o de cristales, aumentando la diversidad de la materia. Pero es también el
umbral a partir del cual se forman las cadenas gigantes de moléculas: aparecen los organismos
vivos.
Eso comienza por la formación de una gran variedad de compuestos químicos de carbono y de
hidrógeno, de oxigeno y de nitrógeno: ácidos nucleicos, aminoácidos y proteínas. La dinámica
detallada de esas moléculas gigantes comienza a ser bien conocida por la biología molecular. La
más espectacular de sus propiedades es, como se sabe, la capacidad que poseen de producir dobles
de si mismas.
La posibilidad de la reproducción destapa un mecanismo nuevo: la estructura mejor adaptada a la
reproducción, la que esté mejor protegida contra los desgastes, se reproducirá más
abundantemente. De ahí un desarrollo encadenado o de estructuras, los seres vivos, que
evolucionan hacia una adaptación cada vez mayor, según el mecanismo de la selección natural. Se
sabe que la reproducción de las estructuras vivientes viene determinada y guiada por ciertas
macromoléculas, de las cuales la más importante es el ADN (ácido desoxiribonucleico).
La estructura interna del ADN determina las propiedades de los elementos constantemente
reproducidos en el ciclo vital.
Pero me gustaría resaltar una vez más que es la individualidad de los estados cuánticos la
responsable de la estructura específica de las bases nucleicas y de la estabilidad del orden en el que
se instalan en la molécula de ADN. Como las macromoléculas son muy largas, el número de
estados cuánticos posible es infinitamente mayor que en el caso de los átomos o de las moléculas
sencillas, y sus formas mucho más complejas y variadas; lo que se traduce en la gran diversidad de
especies vivientes.

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Un paso más: la vida, para perpetuarse, exige que la temperatura sea lo bastante baja para permitir
la formación de macromoléculas, pero exige también temperaturas suficientemente altas como
para que la energía necesaria para los procesos vitales esté disponible.
Si continuamos nuestra bajada en la escala cuántica hasta una temperatura igual al cero absoluto,
veremos descomponerse la vida, y veremos a toda la materia formar un gran cristal en el que
muchas de las variedades existentes son preservadas, pero congeladas en la inactividad. Es el
estado de la muerte.
Es muy probable que la transformación de la materia en la historia del universo haya descendido la
escala cuántica, como nosotros acabamos de hacer, desde las energías más altas a las más bajas.
La historia del mundo material, de nuestro mundo, comenzó sin duda con una acumulación de
protones, de neutrones y de electrones de muy alta energía, comprimidos por la fuerza gravitatoria
en el corazón de una estrella joven. Período de pocas diferenciaciones. Más tarde, las partículas
elementales formaron los núcleos atómicos, y después se formaron los átomos en las regiones más
frías de la estrella, primer paso hacia la organización. Comenzaron a aparecer las propiedades
individuales, y el movimiento y la radiación no fueron ya uniformes. Aparecieron categorías
distintas de objetos idénticos.
En la superficie de las estrellas y de los planetas más fríos continuó bajando la temperatura. y se
establecieron las condiciones apropiadas para la formación de una gran variedad de compuestos
químicos. En este período el mundo adquirió un aspecto que no nos resulta extraño: rocas,
minerales, desiertos. agua y productos químicos: pero desprovisto de forma viviente alguna.
Finalmente, en algunos lugares del universo en los que las condiciones fueron favorables tuvo
lugar la gran aventura de la naturaleza, de la que nosotros mismos formamos parte.
Las macromoléculas orgánicas comenzaron su ciclo de reproducción y se disparó la evolución
hacia formas de vida variadas.
La vida humana, el pensamiento de los hombres, sus sentimientos, no son más que una
manifestación de esta fase.
El contraste con el caos informe del comienzo ilustra luminosamente la tendencia íntima de la
materia hacia la diferenciación y la especificidad: una tendencia que es, en último análisis, algo
basado en la estabilidad y en la individualidad de los estados cuánticos.

¿ PORQUÉ ES AZUL EL CIELO ?


Por impresionante que resulte este cuadro, se dirá quizás que éstas son teorías abstractas, muy
alejadas de lo que constituye lo esencial de nuestro vivir. Creo haber dado todos los argumentos
para pensar lo contrario: la teoría cuántica no está alejada en absoluto de nuestras preocupaciones;
afecta al mundo mismo en el que vivimos y permite comprender las estructuras más finas de la
materia; ella es la que nos ha procurado, para lo mejor y para lo peor, el dominio de algunos de los
procesos energéticos más potentes del universo.
Con todo, yo quisiera aportar a mi argumentación un elemento suplementario que hable a todos y
cada uno y demuestre que la teoría cuántica de la interacción de la luz con la materia permite
responder a cuestiones muy familiares, del tipo de: ¿por qué el cielo es azul? ¿por qué es blanco el
papel? ¿por qué es transparente el agua? ¿cuál es la razón por la que aparece coloreado un objeto?,
o, incluso, ¿por qué son brillantes los metales?
Me permitirá el lector no abordar más que el problema del cielo azul , para evitar complicar en
demasía una presentación que, incluso tratando sólo ese caso, resultará esquemática.
¿Cómo explica la teoría cuántica la absorción de la luz por un cuerpo, o dicho de otra manera, por
un átomo o por una molécula? Imaginemos un átomo o una molécula sumergidos en el campo de
una onda de luz de color bien definido. En términos cuánticos, una onda como esa viene descrita
como una asamblea de fotones, cada uno de los cuales posee una energía h e f, ligada a la
frecuencia f correspondiente al color de la luz utilizada. En cuanto al átomo, la teoría cuántica le
describe como un sistema cuya energía está cuantificada; es decir, presenta una sucesión de
niveles separados entre si: la energía de un átomo no puede alcanzar más que ciertos valores. los

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de los niveles de energía, y esos valores son característicos del átomo en cuestión, o más exacta-
mente, de la especie a la que pertenece: carbono, nitrógeno, etc.
En el estado normal, llamado estado no excitado o fundamental, un átomo se sitúa en el estado de
mínima energía entre aquellos que le están permitidos. Cuando recibe energía luminosa
transportada por fotones de una frecuencia dada f, puede pasar a un estado de energía superior, a
condición de que la energía de los fotones sea exactamente igual a la diferencia entre uno de sus
niveles permitidos y su estado fundamental.
Esa energía, ya lo hemos dicho, es h . f.
Si ese es el caso, el átomo absorbe un fotón, que desaparece del haz incidente, mientras que el
átomo se encuentra en un estado de energía más alto. Se designan esas absorciones con el nombre
de absorciones resonantes o, incluso para decirlo con más brevedad, resonancias.
Voy ahora a introducir nuevamente un modelo cómodo para representar el átomo. Imaginemos a
sus electrones como pequeños osciladores, capaces de vibrar bajo la acción de una onda
electromagnética y cuyas frecuencias propias (es decir, las frecuencias a las cuales el electrón se
pone a vibrar con una gran amplitud) corresponden a transiciones del átomo desde su estado
fundamental a uno de sus niveles excitados. Dicho de otra manera, las frecuencias propias del
resonador que nos sirve de modelo atómico son iguales a sus frecuencias de resonancia cuántica.
Examinemos el efecto de la luz sobre los átomos por medio de este modelo de oscilador. Podemos,
de ahora en adelante, olvidar los fotones y los estados cuánticos del átomo: este modelo permite,
en efecto. considerar la luz como una onda electromagnética actuando sobre osciladores clásicos
caracterizados por sus frecuencias propias.
Bajo la acción de una onda luminosa el oscilador se pone a vibrar; la respuesta del oscilador es
muy débil, pero no nula. cuando la frecuencia de la onda incidente es diferente de una de sus
frecuencias propias, y se hace, por el contrario, muy importante cuando las frecuencias de onda y
oscilador son acordes, cuando existe resonancia.
¿Cuáles son, por tanto, las frecuencias de resonancia de los diversos átomos o moléculas?
Para la mayor parte de los átomos simples (oxígeno, hidrógeno, nitrógeno), dichas frecuencias se
sitúan muy por debajo de las que caracterizan a la luz visible; se sitúan en la región que llamamos
ultravioleta. Esa es la razón por la que un gas se nos aparece transparente.
Para las moléculas ( O 2 , H 2 , N 2), las resonancias se encuentran por debajo de las frecuencias
visibles en el infrarrojo, y en el ultravioleta, fuera, por tanto, una vez más del dominio visible.
Pero hay una diferencia importante: en el caso de los átomos, las masas que oscilan son electrones,
mientras que en el caso de las moléculas las masas que oscilan son átomos, mucho más pesados
que en el primer caso, por lo tanto. Esto trae como consecuencia que una misma onda sea capaz de
poner en movimiento con mucha mayor facilidad a los osciladores correspondientes a los átomos
que a los correspondientes a las moléculas.
A partir de aquí podemos empezar a comprender uno de los colores más hermosos de la
naturaleza, el azul del cielo.
La luz del sol está compuesta, como se sabe, por un conjunto de radiaciones que presentan todas
las frecuencias posibles del espectro, yendo del ultravioleta al infrarrojo pasando por el visible.
Examinemos el efecto de esas distintas radiaciones sobre los osciladores que constituyen los
átomos y moléculas de la atmósfera. Las radiaciones infrarrojas inducen la resonancia de las
moléculas, pero las amplitudes correspondientes son pequeñas, como acabamos de decir. En
revancha, las radiaciones ultravioletas provocan la resonancia de los átomos, y las amplitudes
correspondientes son importantes. En cuanto a las radiaciones de la luz visible, ponen en marcha
los osciladores con una amplitud media, incluso débil. pero igual para todos, porque los
osciladores implicados no presentan resonancia en el visible. En conjunto, la luz solar provoca
vibraciones de amplitud media en la zona visible, de amplitud despreciable en el infrarrojo y de
amplitud muy grande en el ultravioleta.
Ahora hay que tener en cuenta que una carga oscilante, tal como un electrón en un átomo puesto
en vibración, es a su vez un emisor de luz. Esa es una de las consecuencias fundamentales de la
teoría electromagnética de Maxwell. Un electrón oscilante emite, en todas las direcciones, una
onda electromagnética (una onda de luz) cuya frecuencia es igual a su propia frecuencia de

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oscilación: lo que se llama difusión Rayleigh. Se demuestra además que la intensidad de esta
emisión es proporcional a la cuarta potencia de la frecuencia.
Así se explica que las moléculas de aire iluminadas por el sol emitan luz; y, además, que esta emi-
sión sea más importante en el azul que en el rojo. porque la frecuencia de la luz azul es alrededor
del doble de la de la luz roja. Así, cuando miramos el cielo sin mirar al sol, lo vemos azul: es el
efecto de la potencia 4 (una intensidad 16 veces mayor).

UN NUEVO OFICIO DE FÍSICO


Hasta ahora he hablado bastante, me parece, de la revolución intelectual que supuso y supone la
emergencia de la mecánica cuántica. Quisiera subrayar otro aspecto de la transformación que ha
conocido la física desde esa fecha y gracias a ese impulso. Afecta al oficio de investigador; es de
gran alcance sociológico, pero también filosófico.
Como acabamos de ver, la investigación de los peldaños más altos de la escala cuántica requiere la
construcción de aceleradores de partículas cada vez más poderosos, que nos permitan
experimentar con energías verdaderamente altas, sin equivalencia en nuestro planeta. Así ha
nacido una física «pesada», de la que el Centro Europeo de Investigaciones (Recherches, en
francés) Nucleares de Ginebra (CERN), creado a comienzos de los años cincuenta por los
principales países de la Europa Occidental ha sido, y es, uno de los lugares privilegiados.
En 1960, tras la trágica muerte de J. Bakker, su director, se me pidió que fuera su sucesor. Era la
época en la que los aceleradores, construidos según un programa decidido en 1952, estaban listos
para la investigación; era la época, también, en la que se hacía preciso pensar en programar la
construcción de una nueva generación de máquinas. No entraré aquí
en detalle en las actividades que fueron no sólo del centro sino mías de 1961 a 1966, año en el que
regresé a Estados Unidos. Contaré en otra obra las apasionantes discusiones que se desarrollaron
durante este período para determinar cómo y qué deberían ser esas máquinas del futuro. Se
presentaban, evidentemente, varias opciones, y fue necesario resolver los problemas que
inevitablemente se plantearon entre las diferentes naciones, los físicos que tenían su lógica pero en
absoluto el mismo punto de vista, los ingenieros, los constructores, los mecánicos, los obreros y
los políticos.
Guardo personalmente un recuerdo exaltante de aquellos cinco años de mi vida, y el sentimiento
reconfortante de haber ayudado a cumplir y realizar una cosa grande. Pero quisiera insistir sobre
las dificultades de largo alcance que este nuevo estado de la ciencia física puede suscitar, si no nos
ponemos en guardia.
Organizada así, y comprometida en programas a largo plazo, en los que hay que prever con seis o
siete años de antelación qué interés científico pueda tener tal o cual línea de experimentación, la
física es ahora un oficio muy diferente del que era en los días en los que daba mis primeros pasos.
En muchos aspectos, la ciencia es una empresa cuyo destino es producir resultados nuevos tan
rápidamente cómo sea posible. La super especialización se convierte así en la regla, y es muy
peligrosa.
Responde esa super especialización a la aceleración de las líneas investigativas; los científicos no
tienen el tiempo necesario para interesarse en otros campos distintos del propio, acuciados por la
concurrencia, que se acentúa cada vez más. Resultado:
nuestro sistema educativo ya no produce físicos; produce físicos de altas energías, físicos del
estado sólido, físicos nucleares, etc. Y, una vez terminados sus estudios, cada uno de ellos busca
un empleo en una subespecialidad de su tesis doctoral.
He aquí una visión bien estrecha de la física. Un físico debería interesarse por todas las ramas de la
física, y alegrarse de cambiar de focos de interés, ya que es así como nacen las ideas nuevas y
fecundas. La mayoría de los avances de la ciencia se han producido a partir de un punto de vista
muy dilatado.
Permítaseme evocar a este respecto un recuerdo personal. Habiendo escrito, con mi colega John
Blatt, un grueso tomo sobre «La física nuclear teórica», yo era de alguna manera un reconocido
experto. Me acordé entonces de una advertencia que Pauli me había hecho un día: «No te

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conviertas en un experto, y eso por dos razones: en primer lugar, si te conviertes en un experto, te
haces un virtuoso del formalismo y olvidarás la verdadera naturaleza; en segundo lugar, te
arriesgarás a no poder trabajar en adelante en ninguna cosa interesante». Así fue cómo enfoqué mi
atención hacia la física de altas energías y los problemas de política internacional de la ciencia,
que finalmente me condujeron hasta el CERN.
Soy un convencido de que la enseñanza de la ciencia debe, urgentemente, volver a cargar el acento
sobre su unidad y su universalidad. Debe cesar de producir pequeños artesanos especializados en
una tarea particular. No niego que tengamos necesidad
de expertos competentes, pero debemos también constantemente preocuparnos de las relaciones
entre los diferentes dominios científicos, y mostrárselas a los estudiantes. Lo ha dicho Isidor Rabi
en pocas palabras: «La ciencia, en sí misma, tiene necesidad de integración. La tendencia nos
conduce en sentido opuesto... Sólo el estudiante de licenciatura, pobre bestia de carga, está en
condiciones de saber se supone un poco de cada cosa. Como el número de físicos crece, cada
especialidad se encierra cada vez más sobre sí misma. Una balcanización así aleja a la física, y a
decir verdad a todas las ciencias, de la filosofía de la naturaleza, que intelectualmente constituye
su meta y su significado».
Otra consecuencia deplorable de la superespecialización: la estructura y el lenguaje de una
publicación científica son, a partir de ahora, considerados como algo sin importancia. Parece
creerse que sólo el contenido es interesante. Lo que se denomina artículos generales no pueden, en
realidad, ser comprendidos más que por expertos. La redacción de libros o artículos para los no
científicos se tiene como una ocupación secundaria y, fuera de algunas notables excepciones,
encomendada a redactores sin formación científica seria. Hay en todo ello un auténtico defecto
conceptual. Porque si se está profundamente penetrado por las propias ideas y por su importancia,
es un deber tratar de transmitirlas a los demás, y con enunciados que sean tan claros como sea
posible.
En música, el artista que interpreta es enormemente apreciado. Una interpretación maravillosa de
una sonata de Beethoven es considerada como una proeza mayor que la composición de una pieza
de segundo orden. No dudaría yo en sostener que la presentación clara de un aspecto de la ciencia
moderna tiene más valor que un fragmento de una pretendida investigación original, del tipo de las
que se encuentran en ciertas tesis de doctorado, y requiere una mayor madurez y una superior
inventiva.
En fin; en el mismo orden de ideas, quisiera llamar la atención sobre el beneficio que puede
reportar unir enseñanza e investigación. No solamente porque la enseñanza queda vivificada por la
investigación, sino también por lo contrario, cosa que no se subraya con suficiente frecuencia: por
la investigación misma.
Mencionaba hace poco la redacción de mi libro La física nuclear teórica, junto a John Blatt. Al
escribirlo aprendimos ambos muchas cosas de física. Yo, personalmente, descubría que el esfuerzo
de explicar y de clarificar un dominio de la física conduce no solamente a una mejor comprensión
del trabajo pasado, sino algo más: produce numerosas ideas nuevas, explicaciones e incluso
descubrimientos. A decir verdad, jamás me ha parecido posible hacer investigación sin enseñanza.
Me temo que esta convicción, por las razones ya expuestas, no sea compartida por los especialistas
de hoy.

EL DESTINO SOCIAL DE LA FÍSICA CONTEMPORÁNEA


La física no es solamente la investigación de la verdad; es también, al mismo tiempo, la conquista
de un poder sobre la naturaleza. Y esos dos aspectos no pueden ser separados; pretender hacerlo es
pura hipocresía. Lo que es cierto para la física, es cierto, en suma, para todas las ciencias: nunca
son pura contemplación ya que, lo quieran o no, están profundamente comprometidas con la
realidad. Y juegan su papel, tanto en las mayores tragedias como en los progresos más gloriosos
de la humanidad. Juzgarlas en nombre de ese papel, en uno u otro sentido, se demuestra siempre
como un ejercicio peligroso, porque resulta cómodo olvidar las contradicciones y enmascarar la
complejidad de la vida.

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EL ARMA NUCLEAR
Tal es, al menos, la lección general que yo he extraído de ese acontecimiento mayor de nuestra
historia, que ha sido la puesta a punto de la primera bomba atómica; acontecimiento en el que yo
me encontré participando directamente. Retrospectivamente, diría que hoy estaría sumamente
orgulloso de haber rehusado participar en ello, si en aquel momento se me hubiera ocurrido tan
siquiera. Pero ni siquiera lo pensé, porque las cuestiones no se planteaban entonces en esos
términos. Por el contrario, nosotros habíamos encarado sobre todo los investigadores que venían
de la Europa ocupada por los nazis el problema de que Hitler desarrollara la bomba. Ante todo, el
fenómeno de la fisión nuclear había sido descubierto en Alemania. La bomba, en manos de Hitler
exclusivamente, habría supuesto una catástrofe espantosa, que había que evitar a toda costa. Los
aliados estaban obligados a desarrollar la bomba. Y yo, físico nuclear, debía participar en esa
empresa.
Había yo abandonado Europa en 1937 por un puesto de instructor en la pequeña universidad de
Rochester , en Estados Unidos, donde me había sido posible no solamente proseguir mis
investigaciones en física nuclear, sino reencontrar, gracias a los desplazamientos veraniegos hacia
la costa oeste, a Oppenheimer y a Bloch , que habían reunido en torno suyo a un muy activo
equipo de físicos.
Desde el comienzo de la guerra, en 1939, la mayoría de los físicos se pusieron a trabajar en radar o
en la bomba atómica. Personalmente, como todo investigador europeo proveniente de Alemania o
de Austria, fui descartado de esas investigaciones y constreñido, en principio, a realizar tareas
educativas.
Por una coincidencia dramática en la historia del género humano, la fisión nuclear había sido
descubierta apenas unos meses antes del comienzo de la conflagración. No existía duda alguna
sobre la posibilidad de crear un superexplosivo. Las necesidades de la guerra intensificaron las
investigaciones; y en 1942 Fermi tuvo éxito al provocar una reacción nuclear en cadena. Las
aplicaciones técnicas del proceso de fisión estaban en adelante al alcance de la mano.
Se solicitó entonces a todos los físicos, fuera cual fuera su país de origen, que se unieran al
esfuerzo de desarrollar la bomba. Así fue como, a principios de 1943, Oppenheimer me pidió que
me reuniera con él en Los Alamos, para trabajar en la puesta a punto de un arma ofensiva nueva.
A riesgo de ofender, sostengo que la experiencia del trabajo en común en Los Alamos fue una
experiencia científica y humana, cautivadora y fructífera. Recuérdese que estaban reunidos allí, en
un mismo esfuerzo, alguno de los grandes espíritus que acababan, en el curso de los decenios
precedentes, de revolucionar el edificio de la física: Niels Bohr, Enrico Fermi, James Chadwick,
Rudolph E. Peierls, Emilio Segré y muchos otros.
Por añadidura, estábamos concentrados en un trabajo completamente inédito: debíamos predecir el
comportamiento de la materia en condiciones que no habían sido experimentadas jamás. Después
del gran test, la primera explosión realizada en Nuevo México, comenzamos a darnos cuenta
además de que algunas de nuestras previsiones eran gravemente erróneas. La intensidad de los
rayos gamma era mucho más fuerte de la que habíamos pensado, y estábamos equivocados acerca
de la absorción de dichos rayos.
Se sabe que, durante el verano de 1945, solamente trece años después del primer descubrimiento
del neutrón, dos bombas atómicas estallaron sobre ciudades japonesas, matando y mutilando a más
de un millón de personas. La primera bomba habría podido terminar con la guerra. Eso es lo que
pensábamos; y estábamos convencidos de poder ahorrar algunos millones de vidas humanas. Yo
estaba consternado por la explosión de la segunda.
Al finalizar la guerra pensamos que otro conflicto mundial sería impensable. Esperábamos que
hubiera una administración internacional de la energía nuclear, incluyendo las bombas. Cuarenta
años después puede parecer que éramos francamente ingenuos. No ha existido la colaboración
internacional. Al contrario, las grandes potencias se han lanzado a una carrera de armamentos
nucleares escalofriante. Hay en la actualidad cerca de cincuenta mil bombas, suficientes para
aniquilar cien veces la Unión Soviética, América del Norte y Europa.

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Lo que no imaginábamos es que así comenzaba una nueva era en la historia política de la humani-
dad; una era que las generaciones futuras, si es que la catástrofe de una guerra nuclear no barre del
planeta a la especie humana, juzgará como un caso gravisimo de locura colectiva.
Piénsese en la situación presente: incluso las organizaciones que militan en favor de la paz están
convencidas de que el equilibrio del terror, sobre el que reposan las pacificas relaciones entre
Estados Unidos y la Unión Soviética, es inevitable. Lo esencial de su combate se dirige así a
impedir una nueva escalada en la carrera de armamentos. Se consagran, en consecuencia, estudios
destinados a determinar el número mínimo de misiles estratégicos necesarios para disuadir al
adversario de dar el primer golpe. Pero todo desarrollo tecnológico nuevo, ofensivo o defensivo, es
susceptible de hacer crecer ese número: ¡es la lógica de la escalada!
No niego el interés de esos estudios ni el valor de esos esfuerzos para «estabilizar» el equilibrio
del terror; al contrario, los tratados ARM y SALT-1, a los que el movimiento Pugwash ha
aportado una decisiva contribución, me parecen un suceso importante. Pero el fondo del problema
está más allá: es preciso «invertir» la tendencia. Romper la lógica infernal, y encontrar los medios
para transformar la agresividad, el miedo y la desconfianza en espíritu de cooperación. Es
necesario que las dos superpotencias se fijen objetivos de interés común, en beneficio de la
humanidad en general.
Sigo convencido, por mi parte, de que ese deseo podrá verse cumplido si ambas partes, Este y
Oeste, se interrogan lealmente sobre los objetivos y temores de los otros, ahora que se ha cumplido
el tiempo en que cada uno podía suponer que el otro quisiera propagar por la fuerza su modelo de
sociedad.
Evitar la guerra nuclear, tal es hoy el primer deber de la humanidad. Evitar que los admirables
éxitos de la física de este siglo, que nos han permitido penetrar las estructuras más intimas de la
materia, no conduzcan a la catástrofe final: tal es la tarea, tal es la urgencia; pero eso supone una
verdadera conversión de los espíritus, tanto por parte de los ciudadanos como por parte de los que
toman las decisiones. Hay que dejar de razonar en términos militares para hacerlo en términos de
responsabilidad política mutua. Porque, hay que decirlo sin temor, la carrera de las armas
nucleares, que ha conducido a las cincuenta mil armas hoy desplegadas, representa la más terrible,
la más siniestra, la más insidiosa corrupción de los espíritus. Revela una atrofia ilimitada de la
facultad moral de resistencia a la violencia. Y de esta atrofia, que comenzó con los bombardeos
masivos de ciudades ante la indiferencia general, son igualmente culpables el Este y el Oeste,
porque ambos han hecho aceptar a los pueblos de la tierra la idea y la realidad de una carrera
perpetua de armamentos, y los han habituado a vivir en ella.
Si la cuestión es, en definitiva, una cuestión política y, como acabo de decir, espiritual o moral
asunto de todos, en consecuencia , eso no significa que se acabe con la especialísima
responsabilidad de los sabios. Los científicos deben encarar los desacuerdos suscitados por el
impacto de la ciencia en la sociedad; deben preguntarse por los mecanismos sociales que llevan a
los buenos y a los malos usos de los resultados que obtienen; deben intentar impedir el desvio de
sus descubrimientos con fines mortíferos: deben, a la inversa, estar atentos a todas las
posibilidades de explotar su trabajo para mejorar la situación de las mayorías. Si es preciso, deben
ser también capaces de resistir a las presiones financieras y políticas que se ejerzan sobre ellos, y
negarse a participar en aquellas empresas que juzguen condenables . Quiéranlo o no, los
científicos están situados en el corazón de la vida social y política, de sus tensiones y de sus
enfrentamientos. Lejos de cerrar los ojos ante este hecho, deben reconocerlo y obrar en conse-
cuencia.
Se me permitirá tomar de nuevo el ejemplo de Bohr para ilustrar este aspecto. Como ya se ha
visto, Bohr era un gran físico: uno de los más grandes; su nombre puede estar colocado al lado del
de Galileo, del de Newton, del de Maxwell, del de Einstein. El trabajo que realizó sobre la fisión
del uranio le condujo hacia regiones en las que la física y los asuntos humanos están imbricados
irremediablemente. Pero, mucho antes de esos descubrimientos, era ya extremadamente sensible al
mundo en que vivía.
Fue uno de los primeros en adquirir conciencia de que la física atómica iba a jugar un papel
decisivo en la civilización; estaba convencido desde hacia mucho tiempo de que decidiría, en

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manera esencial, el destino del género humano. Fueron esta sensibilidad y esta convicción las que
le dictaron su conducta cuando un conjunto de científicos debió abandonar la Alemania nazi.
Organizó en el Instituto de Copenhague la ayuda y el soporte para todos esos refugiados. Permitió
que cierto número de ellos prosiguiera su trabajo al lado suyo: James Franck, Georg Charles von
llevesy, Georg Placzck, Otto Robert Frisch y yo mismo.
Cuando Dinamarca fue ocupada por los nazis, en abril de 1940, Bohr rehusó colaborar y se puso
en estrecho contacto con la resistencia danesa. Llegado a Estados Unidos, vía Suecia y Gran
Bretaña, se añadió al grupo de Los Álamos. Trabajó, ya lo he dicho, en la puesta a punto de la
bomba; no por espíritu bélico, sino porque pensaba, como todos, que era una necesidad. Pero al
mismo tiempo emprendió la tarea, solo, de advertir a los hombres de estado del Oeste de los
peligros que esta bomba iba a hacer correr a la humanidad, más allá de las esperanzas inmediatas
que pudiera alimentar en lo tocante a un final rápido de la guerra. Se reunió con Roosevelt y
Churchill, e intentó persuadirles de que Este y Oeste, teniendo en cuenta las fabulosas
posibilidades nuevas que se abrían para la humanidad, deberían unirse para crear un mundo más
abierto. Ya se sabe lo que sucedió: Churchill le encontró sospechoso de ser un poco demasiado
complaciente con los soviéticos.
Después de la guerra, intentó sin descanso alertar a los políticos acerca del peligro de la carrera
armamentística; puso todo su ardor en unir concretamente a los científicos de todos los países.
Ayudó particularmente a la creación y construcción del Centro europeo de investigación nuclear,
el CERN, en Ginebra.

CIENCIA , TÉCNICA Y SOCIEDAD


Si he insistido tanto sobre la cuestión de las aplicaciones militares de la investigación fundamental
en física nuclear, es porque yo me he encontrado mezclado con ella. Pero también es, acaso funda-
mentalmente, porque ese caso extremo y trágico continúa inspirando todo un movimiento de
crítica a la ciencia, que se basa en una apreciación de sus aplicaciones tecnológicas.
Ese movimiento fue particularmente virulento a finales de los años sesenta y comienzos de los
setenta. Ciertos científicos, atacados de vértigo, llegaron incluso a proponer una «moratoria» de la
investigación fundamental. ¡Era necesario, decían, detener los trabajos para reflexionar!
Esas críticas y esas posiciones me parece que descansan sobre una grave confusión, que oscurece
incluso hoy a un buen número de espíritus nobles y que concierne a la relación entre investigación
fundamental e investigación aplicada; o, si se prefiere, que testimonia la dificultad de plantear
correctamente la cuestión de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad.
Se dice que la mayor parte de la investigación científica en la actualidad es nociva para la
sociedad, porque es la fuente de innovaciones industriales a las que puede imputarse el deterioro
de nuestro entorno, el estrés de la vida moderna, así como la amenaza de una aniquilación total de
la especie por medio de una guerra.
Es cierto que el cambio tecnológico se ha acelerado brutalmente. Parece, en efecto, que haya
alcanzado una suerte de valor critico en el tiempo y en el espacio. Las alteraciones inducidas en
nuestros hábitos vitales por la aparición de tecnologías nuevas son hoy tan rápidas y tan destacadas
que pueden ser observadas por una generación en el curso de su vida. Y, por añadidura, no existe
porción del globo terrestre, isla, océano, desierto o selva, que permanezca intocado por los efectos
de esa alteración. Dado que la tecnología, y en particular su tasa creciente de cambio, está basada
en la ciencia, se supone que hay que hacer cargar a la ciencia con la responsabilidad de todas las
catástrofes.
Para apreciar adecuadamente los términos del problema no resulta inútil, me parece a mi, volver
los ojos hacia la historia. Conviene, sin duda, recordar que la unión profunda que observamos en la
actualidad entre ciencia y tecnología es una realidad muy reciente. La tecnología ha precedido, de
lejos, a la ciencia. Piénsese en Galileo: sin la existencia previa del telescopio, no hubiera podido
ser Galileo. Pero hace un siglo y medio solamente, cuando se inventó la máquina de vapor, no fue,
como se sabe, por aplicación de las leyes de la termodinámica. Al contrario, fue por la existencia
de la máquina de vapor por la que la atención recayó sobre la cuestión de la naturaleza de los gases

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calientes. Lo mismo podría predicarse del conjunto de la mecánica, que suponía, para
desarrollarse, de la existencia previa de máquinas o, como se decía en el siglo XVII, de
«mecánicas».
Uno de los primeros casos en los que se vio a la ciencia preceder a la tecnología fue el del motor
eléctrico. En 1834-35, Michael Faraday, Franz E. Neumann y Wilhelm E. Weber habían
descubierto las leyes de la electricidad y del magnetismo, y veinte años más tarde solamente,
Werner von Siemens construía el primer motor eléctrico.
En nuestros días existe una relación simbiótica muy fuerte y estrecha entre la tecnología y la
ciencia. La tecnología tiene necesidad de la ciencia para desarrollar sus métodos, y la ciencia tiene
necesidad de la ciencia para construir sus instrumentos. La física moderna sería imposible sin los
láseres, sin los aceleradores de partículas, los telescopios y otros equipamientos sofisticados que
presuponen una avanzada tecnología. A la inversa, la tecnología necesita de la ciencia, como
testimonian los grandes laboratorios de investigación de los grupos industriales importantes.
Piénsese, entre tantos otros, en los laboratorios de Philips, en Holanda, o en los de la Bell
Telephone en Estados Unidos.
Pero antes de preguntarnos si hay que llegar a la conclusión de una identidad entre el pensamiento
científico y el tecnológico, yo quisiera señalar que esta simbiosis no ha tenido sólo efectos
nocivos. Suelen subrayarse los aspectos negativos del progreso técnico, y se olvidan los positivos,
como si fueran naturales. Deberíamos, no obstante, recordar que la ciencia médica ha doblado la
media de la esperanza de vida humana, ha eliminado numerosas enfermedades y permite en la
actualidad , en muchos casos, suprimir el dolor.
¿Cómo, tras haber hablado de la bomba, no recordar los resultados prácticos inmediatos de las
investigaciones de Marie Curie en física nuclear para el tratamiento del cáncer? Es cierto, y lo
admito, que en muchos casos la tecnología, al desarrollarse, ha producido efectos que se vuelven
contra su objetivo. Incluso en el caso de la medicina es fácil ver que el alargamiento de la vida ha
tenido consecuencias demográficas que no son favorables en su totalidad.
No hablemos de la contaminación de las aguas a consecuencia del uso indiscriminado de
detergentes, ni de la de la atmósfera a causa de los medios de transporte.
Pero hay que distinguir con mucho cuidado entre dos tipos de problemas: aquellos que son
exclusivamente de naturaleza social y política, y aquellos que tienen una componente tecnológica
importante. Si se trata, por ejemplo, del uso de la energía nuclear con fines destructivos, eso se
alza inmediatamente como un problema social y político. Para su regulación, repito, hay que
encontrar los medios para reducir e impedir los conflictos armados, lo que, en sí, no es un
problema científico o técnico. Lo mismo podemos decir, claramente, con ciertos problemas
ligados a la urbanización o a la contaminación.
En revancha, cuando se trata de los efectos nocivos de la industrialización sobre el entorno y, por
ejemplo, de la influencia de la producción de dióxido de carbono sobre las corrientes atmosféricas
y las condiciones climáticas, hay un conjunto complejo de fenómenos que quedan aún por explorar
y por explicar. Y sabemos que las ciencias de la naturaleza pueden contribuir, produciendo
conocimientos nuevos, a la solución de esos problemas. Sin progreso científico no habrá solución
para esos problemas.
Dicho esto, lo esencial, para responder eficazmente a este último imperativo y corregir los daños
tecnológicos, aún queda no confundir la marcha de la ciencia aplicada, del pensamiento técnico
por tanto. y la de la investigación fundamental. Son dos realidades diferentes; y que permanecen
como diferentes a pesar de su actual imbricación.

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ELOGIO DE LA INVESTIGACIÓN FUNDAMENTAL
La ciencia responde en principio a una aspiración que caracteriza al ser humano como tal: la
aspiración de conocer. Se esfuerza en descubrir las leyes fundamentales de la naturaleza, las que
gobiernan el mundo en que vivimos. Observar, clasificar los fenómenos observados para poner
orden en ellos; desvelar lo absoluto y lo invariante estudiando los fenómenos en condiciones
especiales e inhabituales, establecidas por el ingenio del hombre, tal es el alma de la investigación
fundamental. Esta investigación se desarrolla, debe desarrollarse sin otra finalidad que la de
acrecentar y precisar los conocimientos.
Ahora bien, aunque esto pueda parecer paradójico, de esta búsqueda libre de cualquier idea de
aplicación y de utilidad inmediata nacen las nuevas ideas, las que permiten precisamente las
aplicaciones más eficaces.
El objetivo primero de la ciencia no es la aplicación; es, repito, comprender mejor las causas y las
leyes que gobiernan los procesos naturales. Pero una mejor comprensión de los fenómenos
naturales conduce casi siempre a la posibilidad de dominarlos o, por lo menos, de dominar otros
procesos relacionados con el que es objeto de la investigación. Cuanto más se desarrolla la ciencia,
es sabido, más estrechas y numerosas son las relaciones que se establecen entre procesos que,
aparentemente, no tienen ninguna relación de parentesco . El estudio de la corona solar, por
ejemplo, puede llevarnos a una mejor comprensión del comportamiento de los gases altamente
ionizados en el seno de campos magnéticos. Y esta cuestión se revela como de gran importancia
tecnológica. Pero los astrofísicos que han producido esos conocimientos tan importantes desde el
punto de vista tecnológico no tenían en absoluto como perspectiva esta aplicación. Es la
investigación aplicada la que ha podido maravillarse de sus resultados y después sacar partido de
ellos con una finalidad industrial. Casimir ha demostrado magníficamente, no hace mucho
tiempo, que los progresos técnicos decisivos de este siglo han sido conseguidos por científicos que
no trabajaban en absoluto con un objetivo práctico definido.
«Podríamos preguntarnos», escribía, por ejemplo, «si los ordenadores habrían podido ser
inventados por gentes que quisieran construir ordenadores. Se encuentra, en cambio, que fueron
descubiertos hacia 1930 por físicos dedicados al estudio de las partículas elementales, porque
estaban interesados en la física nuclear. Podríamos preguntarnos si alguien, animado del deseo de
mejorar las comunicaciones, ha podido descubrir las ondas electromagnéticas. Las descubrió
Hertz, animado del deseo de poner en evidencia la belleza de la física, y apoyándose en las
consideraciones teóricas de Maxwell ».
Casimir multiplica los ejemplos y concluye que «en el siglo XX no hay casi ningún ejemplo de
innovación que no sea deudor del pensamiento científico fundamental». Comparto su punto de
vista. Y añado que la explicación es muy sencilla: la experimentación y la observación en la
frontera de la ciencia exigen medios técnicos que sobrepasan las posibilidades de la tecnología
existente. Así es como un importante número de inventos técnicos tienen su origen en las
tentativas para hacer retroceder los limites de lo conocido, no en el deseo de alcanzar un fin
práctico determinado.
Las conclusiones que se pueden extraer de estas consideraciones generales son muy concretas y
muy brillantes, en lo que concierne a la investigación física, especialmente en física de partículas y
en astrofísica. Se sabe, en efecto, que los equipamientos necesarios para observar el
comportamiento de las partículas elementales o para estudiar los limites del universo son
extraordinariamente costosos. Los enormes presupuestos necesarios exceden a menudo las
posibilidades de un solo Estado. Si, como algunos, se tiene una visión tecnologista de la ciencia se
dirá: «¿A santo de qué?» Mesones y quarks no aparecen más que si la materia es sometida a una
energía extremadamente alta, que no es ordinariamente accesible en la tierra: más valdría invertir
esas colosales sumas en investigaciones más cercanas a nuestras preocupaciones económicas y
sociales.
Por esas mismas razones, ese razonamiento es falso, e incluso peligroso. Porque las
investigaciones aportarán un día, sin duda, aplicaciones beneficiosas, si la prudencia de los seres

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humanos es capaz de imponerse a la sinrazón. La radiactividad artificial ha revolucionado muchas
ramas de la medicina; el proceso de fisión es una fuente de energía siempre creciente, ya sea para
bien o para mal. Todo conduce a creer que, mañana, astrofísica y física de partículas, por el hecho
de que habrán levantado una esquina del velo de lo desconocido, podrán aportar efectos
comparables, por más que sean imprevisibles. ¿Quién sabe si algunas de las dificultades nacidas
del desarrollo de la tecnología no podrán ser resueltas gracias a los «residuos» de estas
investigaciones?
Se me permitirá añadir, para finalizar, que el desarrollo de la investigación fundamental puede ser
contemplado como una suerte de deber que nos es asignado: la aventura humana correspondiente a
este momento de la aventura del universo en el que la naturaleza, bajo la forma del ser humano,
comienza a comprenderse a sí misma. De generación en generación, sin descanso, más allá de las
fronteras, debemos, por un esfuerzo colectivo, contribuir a ensanchar y profundizar en esta
comprensión. Es quizá uno de los méritos de la física «pesada» haber permitido una toma de
conciencia como la citada, porque exigía la reunión de cerebros y capitales venidos de todos los
países.

FILOSOFÍA DE LA COMPLEMENTARIEDAD
Se comprenderá que no comparta el punto de vista. hoy tan extendido, según el cual la ciencia
seria inhumana o deshumanizaría al mundo. Los que sostienen esta opinión consideran que la
ciencia trata de verlo todo en términos matemáticos, excluyendo o rechazando una parte
considerable de la experiencia humana: la de la emoción, la de lo irracional. Los juicios de valor,
la distinción entre el bien y el mal, los sentimientos personales... tantas realidades que supuesta-
mente no tienen cabida en la ciencia. Se concluye que el desarrollo unilateral del pensamiento
científico ha suprimido aspectos importantes y preciosos de la experiencia humana; que produce
un individuo alienado en un mundo dominado por la tecnología y la ciencia.
Para afrontar estos problemas creo necesario recurrir al concepto adelantado por Bohr de la
complementariedad. Introdujo Bohr este término, como se sabe, en 1927, en el congreso
internacional de física celebrado en Como con ocasión del centenario de la muerte de Alessandro
Volta. Su objetivo era dar una fórmula general que permitiera pensar adecuadamente la
discordancia profunda que existía entre la representación clásica de los fenómenos físicos y su
representación cuántica.
El ejemplo elegido por Bohr en Como fue el de la naturaleza de la luz. Se propuso acordar las
representaciones clásica y cuántica. ¿La continuidad, criterio esencial subyacente de la
representación clásica, debía entrar en contradicción permanente e irremediable con el carácter
esencialmente discreto, discontinuo de los procesos atómicos? Bohr sugirió que convenía
comprender el carácter complementario que presentan las descripciones de los sucesos en ambos
lenguajes, más que reabsorber las antítesis. Si se quiere, decía, comprender la naturaleza como un
todo, hay que expresarse por medio de modos de descripción complementarios.
Muy rápidamente Bohr dio al principio de complementariedad un significado que desbordaba am-
pliamente el objetivo inicial. Por ejemplo, en la célebre conferencia de 1933, aventuró la idea de
que el fenómeno de la vida, de una parte, y las realidades aprehendidas por la física y por la
química, de otra, mantienen relaciones de contradicción susceptibles de ser pensadas en términos
de complementariedad. Toda tentativa, explicaba, de verificar la validez de la física y la química
en todos sus detalles y en una célula viva la mataría inevitablemente y destruiría el objeto mismo
de la investigación. Existiría así un nuevo estado diferente de la materia, totalmente acorde y con
las leyes de la física, pero que estaría fuera de su aplicación regular.
Sea cual sea el destino de esta idea, que los progresos de la biología molecular parecen confirmar,
Bohr, al ensanchar como lo hizo el concepto de complementariedad, me parece haber propuesto
una manera de pensar singularmente profunda y útil. Hay un modo científico de comprender las
cosas, de comprender cada fenómeno, pero eso no excluye la existencia de una experiencia
humana que subsiste, y subsistirá siempre, fuera de la ciencia. Ilustremos este punto con un solo
ejemplo: ¿cómo puede ser descrita desde el punto de vista científico una sonata de Beethoven'?
Desde el punto de vista físico es una oscilación casi periódica compleja transmitida por la presión
del aire; fisiológicamente, es una sucesión compleja de impulsos nerviosos.

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Y esto es todo lo que la ciencia puede decir de una sonata maravillosa, y en el orden científico,
cuando se han efectuado ambas descripciones, se ha obtenido una explicación «completa».
Cualquiera de nosotros reconoce que esta última explicación no contiene los elementos del
fenómeno que consideramos más pertinentes a propósito de una sonata. Incluso un estudio
psicológico en profundidad acerca de lo que provoca en quien escucha una sucesión tan apa-
sionante de sonidos resulta decepcionante, y no hace justicia a la experiencia inmediata y directa
de la música.
Tales aspectos complementarios se encuentran en cada situación humana. Existen experiencias
humanas en los dominios de la emoción, del arte, de la moral, y en las relaciones personales que
son tan reales como cualquier experiencia mensurable a través de los cinco sentidos; es seguro que
el impacto de esas experiencias puede ser objeto de un análisis científico, pero su significación y
su relación inmediata con nuestra sensibilidad pueden perderse en un análisis así, de modo análogo
a cómo se pierde la naturaleza cuántica del átomo cuando se le somete a observación.
Nuestra tesis es, consecuentemente, que existen dominios importantes de la experiencia humana
que no pueden ser aprehendidos por la ciencia. No puede haber, por ejemplo, definición científica
completa del bien o del mal, de la piedad, del odio, del amor o de la fe, del sentimiento de la
dignidad, de la humillación, de la felicidad... Es posible, ciertamente. y deseable, llevar a cabo un
análisis de los procesos nerviosos y psicológicos que se desarrollan al experimentar tales
sentimientos o cuando se tienen tales
ideas. Los recientes progresos de la neurofisiologia y de la bioquímica nos traen la promesa de una
comprensión científica mucho más profunda de este aspecto de la vida humana. Podemos incluso
adquirir medios para modificar o suscitar tales procesos. Pero quedan aspectos importantes que la
aproximación científica no puede abordar. Y son precisamente, con la mayor frecuencia, aquellos
aspectos que nos afectan más hondamente.
Esos otros aspectos son abordados por el arte, la poesía, la literatura, la música, la ética, la
filosofía, la religión, la mitología, todos los dominios que implican formas de creatividad humanas
distintas de la creatividad que se expresa a través de la ciencia. El contraste entre la ciencia y las
otras aproximaciones a la verdad no se resume necesariamente al que opone el pensamiento
racional al pensamiento emocional. Puede muy bien hablarse racionalmente de sentimientos y de
emociones, de la música y del resto de las artes, de cuestiones éticas... Se puede, también, hablar
afectivamente de aspectos científicos, a propósito de las maravillas de la naturaleza, de la
inmensidad del espacio, de la pasmosa evolución del universo a partir de la primera explosión.
Pero hay que señalar que, en el marco de cada rama del conocimiento, existe un tipo definido de
discurso; un tipo de discurso que resulta penetrante y conciso cuando se le estima según su propia
escala de valores, pero que aparece frágil y brumoso si es juzgado a la luz de una rama del
conocimiento complementaria. Un punto de vista es el complemento de otro, y debemos hacer uso
de todos los puntos de vista si queremos llegar a conocer el significado total de nuestras
experiencias.
Desdichadamente, el espíritu humano no acepta, sin una cierta resistencia, la existencia de
aspectos complementarios. Tenemos una fuerte tendencia a buscar respuestas redondas,
universalmente válidas y que excluyen cualquier aproximación distinta. Una respuesta científica,
por ejemplo, es considerada a menudo como la única que resulta seria y razonable. Ningún campo
de la experiencia humana parece inaccesible en principio para el pensamiento científico, incluso
aunque el estudio de los procesos mentales esté aún en sus balbuceos.
En un sentido, como ya he dicho, la pretensión de la ciencia no es injustificada. Pero incluso si
llegamos a una comprensión científica de nuestras maneras de pensar y de nuestros sentimientos,
será necesario utilizar otros métodos, otros discursos, para tratar nuestras experiencias. Un sistema
de pensamiento como la ciencia puede ser «completo» en su propio marco de pensamiento, pero se
le escapan muchas cosas fuera de él. Algunos de los prejuicios que se expresan a menudo contra la
ciencia y la tecnología están fundados en un modo de resistencia, más o menos consciente, contra
esa pretensión implícita de la ciencia de ser el único modo de comprensión legitimo y razonable.
Subrayando, como acabo de hacerlo en el espíritu de Bohr, la complementariedad entre las
diferentes maneras de pensar, creo que el camino queda abierto para, a la vez, reconocer el valor

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de los modos no científicos de pensar y para reconocer el valor intrínseco de la ciencia, tan
desacreditada hoy.

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