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Jesucristo a la

una de la tarde

Raúl Oscar Ifran


Punta Alta. Buenos Aires. Argentina
En los años sesenta yo orillaba los diez años y Arroyo Parejas, el paraje costero donde

vivíamos, era la pequeña reunión de una decena de casillas de madera. Estaba acos-

tumbrado al vuelo de las gaviotas y al constante ir y venir de las rumorosas mareas.

Los hombres salían todas las mañanas en sus lanchas de madera a recoger los frutos del

mar y las mujeres se dedicaban a los quehaceres domésticos y a la recolección de maris-

cos. Los niños íbamos a la escuela en la ciudad que distaba unos cinco kilómetros. Nos

llevaba don Felipe en una vieja camioneta que luego usaba para vender el pescado.

Resultaba muy divertido para todos nosotros ese viaje a través de los médanos desiertos

hoy desaparecidos bajo el cemento de la ciudad que creció.

Lo cierto es que había llegado el mes de diciembre y la abuela Gerónima estaba muy pre-

ocupada.

Es que para su corazón andaluz era el mes de las fiestas. Recuerdo que los primeros días

de diciembre su plañidera voz ya entonaba unos hermosos villancicos que no he vuelto a

escuchar en mi vida.

“en un portalillo oscuro

llanito de telarañas

tuvo la virgen María

al Niño de sus entrañas”

La yerba mate venía en unos tubos de madera a los que la abuela le quitaba las tapas

que reemplazaba por unos pellejos obteniendo unas zambombas que tocaba con verda-

dera pericia. También rascaba la tabla de lavar la ropa como si fuera una guitarra logrando

un ritmo flamenco alegre y contagioso.

Por los balcones del cielo

se asoma Santa Isabel

a las once de la noche

pa´ver al Niño nacer.


La abuela estaba preocupada porque la modesta cosecha de los huertos había venido

muy mala, con escasa agua, con temperaturas agresivas y algunas plagas indeseables.

La pesca no había sido mejor.

Vientos desfavorables soplaron durante esos últimos días de primavera negando una cap-

tura que permitiera obtener algún dinero para la mesa navideña. Yo la veía seria, tensa y

pensativa, lavando la ropa y planchando. Sin embargo nunca dejaba de cantar.

Ay tiritando de frío

tuvo la virgen María

al mejor de los nacíos.

Recuerdo que para las fiestas limpiábamos bien el galpón grande con piso de tierra don-

de se guardaban las lanchas durante la noche y los feriados, y disponíamos unas mesas

largas con tablones y caballetes. Armábamos el arbolito y el pesebre que la abuela llama-

ba “belén” y al que cada vez le agregábamos una pieza nueva. Después nos reuníamos

todo el vecindario a comer mariscos, pollo, pescados, turrón y polvorones con anís. Al fi-

nal se armaba un ameno baile con mucha música y un pródigo reparto de vino, ponche y

sidra. La abuela Gerónima hablaba entonces, mareada por los efluvios del alcohol, de los

corrales y patios de Jerez de la Frontera, de los villancicos con guitarra,

zambomba y cascabeles y los ojos se le llenaban de lágrimas. Enseguida superaba ese

trance y dando palmadas exigía mas vino y exultaciones.

Sin embargo, en aquel momento, la producción de la que vivíamos apenas si alcanzaba

para nuestras necesidades diarias, y los ahorros no llegaban a cubrir los requerimientos

para unas festividades decentes.

Tan malo fue aquel comienzo de diciembre que vino una semana de tempestad con grani-

zos que destruyeron los últimos vestigios de las quintas, nos mataron algunas aves de co-

rral e impidieron la salida de las lanchas a hurgar los abundantes cardúmenes del canal.

Un domingo, las piedras caídas del cielo alcanzaron el tamaño de las ciruelas. Los niños
que no entendíamos del todo la preocupación de los mayores nos divertíamos mucho con

el redoble de la precipitación sobre los techos de Chapa. La abuela quemó unos sahume-

rios de incienso frente a la imagen de la virgen del Rosario.

Al día siguiente un sol radiante y pegajoso confirmó la completa locura del clima.

La abuela recorrió la casa para evaluar los daños provocados por el meteoro. De pronto

comenzó a gritar y salió del dormitorio como poseída por un diablo.

¡Jesucristo!¡Jesucristo!- exclamaba con gran agitación.

Todos corrimos al cuarto y vimos con gran impresión una nítida imagen de Jesucristo re-

flejada en la pared, encima de la cabecera de la cama matrimonial. Era una imagen de la

cabeza del Cristo dibujada con gran precisión por un fino haz de luz brillante, en tanto los

volúmenes y matices estaban trabajados por una delicada sucesión de sombras. Todos

nosotros nos persignamos con gran reverencia mientras los vecinos comenzaban a llegar

atraídos por el alboroto.

José, un joven carpintero, llegó a la conclusión de que la figura no tenía nada que ver con

una aparición milagrosa ni nada por el estilo. Simplemente, el granizo había causado un

gran destrozo en las persianas de la ventana y el diseño ordenado por la casualidad, al

filtrar el sol armaba el divino espejismo.

-fíjense ustedes- agregó con absoluta autoridad- es la una de la tarde. Cuando el sol se

mueva un poquito mas, la imagen desaparecerá

dicho y hecho. En quince minutos nuestro Jesucristo se veía alargado como una pintura

del Greco, y un rato después se había desfigurado por completo.

La noticia cundió y al otro día a la una de la tarde el párroco del centro nos visitó para

contemplar el prodigio. José le explicó que el granizo había roto los listones de la persiana

y que la casual disposición de los agujeros, al filtrar el sol armaba la bella imagen. El cura

nos dijo que tanta casualidad no dejaba de tener un viso de milagro y bendijo la pared.

Cuando nos quisimos dar cuenta, había una cola de una decena de personas que venían
de la ciudad enteradas del artificio.

Al día siguiente los visitantes eran cincuenta y no procedían solo de la ciudad, sino de la

región.

Alguien comentó que una viejecita que había tocado la pared recibió una gracia, otros

hablaron de milagros. La abuela Gerónima colocó un tarro pintado de colores y pidió una

colaboración a voluntad para mantenimiento del improvisado santuario. Esa noche, ab-

sortos, contamos cien pesos.

En las ciudades vecinas se organizaron viajes para visitar el milagroso Jesucristo de la

una de la tarde de Arroyo Parejas. La abuela comenzó a recibir testimonios de enfermos

curados y de conflictos destrabados. Un día nos visitó el obispo y se alegró mucho de que

todos, en el modesto caserío, fuéramos autenticamente cristianos. Para el veinte de di-

ciembre teníamos juntado el mismo dinero que normalmente juntábamos en todo un año

de trabajo.

Unos días antes de Navidad se desató una nueva tormenta con mucho aparato eléctrico,

vientos y granizo. Los granos de hielo parecían huevos. Al otro día comenzó el arduo tra-

bajo de reparar los destrozos. La ventana del dormitorio de la abuela estaba completa-

mente afectada. A la una de la tarde el sol a través de las persianas nos ofreció un labe-

rinto de líneas brillantes sin sentido. El milagro había terminado. En poco tiempo la noticia

corrió de vecino en vecino y la gente dejó de venir a nuestro apartado rincón de piedras y

mar.

Sin embargo, la sensación de haber sido bendecidos por Jesús quedó latente en nosotros

por el resto de nuestras vidas. Pasamos la mejor Navidad , Noche Vieja y Reyes de mi in-

fancia. Y aún hoy, a más de cuarenta años, los viejos habitantes de la ciudad cuando es-

peran algo de la providencia, suelen decir “...¿Y tú que quieres? ¿Que venga Jesucristo a

la una de la tarde?”

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