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EL AMOR DE DIOS

Apartes de un articulo escrito por: José Belaunde N y puede encontrarlo en:


http://www.desarrollocristiano.com/articulo.php?id=691 (DRA)

El amor de Dios por nosotros no es de hoy ni de ayer. Nos ha amado desde antes que viniéramos
al mundo. Si Dios nos ama hoy, nos ha amado desde siempre, pues Él no cambia.

Todos los seres humanos tienen necesidad de ser amados. De sde el comienzo de su vida la pequeña
criatura recién nacida tiene sed de amor y necesita de amor para desarrollarse. Privado de amor, aunque
esté bien alimentado, el bebe aumenta lentamente de peso, está triste y se enferma con facilidad. Privado
de amor el niño crece triste, es como una planta marchita. Para el ser humano, sea niño o adulto, amar y
ser amado es casi tan necesario como respirar. Todo ser humano aspira a amar y a ser amado, trátese del
amor filial, o maternal, o conyugal, o de enamorados, o de la intimidad entre amigos, todos deseamos
amar porque sin amor no hay felicidad.

Esto es así porque el hombre está hecho a la imagen y semejanza de Dios, que es amor. La necesidad de
amar y ser amado le viene al hombre de la imagen de Dios que lleva dentro. De ahí que el ser humano
responda al amor con amor, porque el amor toca la fibra más íntima de su ser. Si alguien nos dice una
palabra amable le respondemos de igual manera. Y si nos dice que le caemos simpático, encontraremos en
esa persona cualidades que antes no habíamos visto en ella. 

El amor embellece al objeto amado. Amar y sentirse amado, apreciado, embellece a las personas. Ese es
uno de los efectos más curiosos y sorprendentes del amor. No hay producto cosmético que se le iguale. Así
está hecha la naturaleza humana porque Dios es amor y puso su capacidad de amar en nosotros. Nuestra
capacidad de amar y de responder al amor es un reflejo del amor de Dios que hay en el alma de todo ser
humano. Por eso es que hasta los criminales más endurecidos aman.

En términos generales podemos decir que, hasta cierta edad, pasadas las etapas de la infancia, de la
adolescencia y los primeros años de la juventud, los seres humanos adultos viven sobre todo del amor
conyugal o del amor de pareja. Pero suele llegar un momento en la vida en que se ven privados de ese
amor, sea por fallecimiento de uno de ambos, o porque se enfrió ese amor, o por otras causas. En esas
circunstancias el amor por los hijos y de los hijos puede reemplazar en parte al amor conyugal. Pero si los
hijos son ingratos, o indiferentes, o están ausentes, es decir, si también ese amor falla, los seres humanos
sufren, se repliegan en sí mismos y se vuelven amargados.

Pero también es cierto que ambos amores, el amor conyugal y el de los hijos, pueden ser reemplazados
por el amor sacrificial por el prójimo: el darse a otro por amor a Dios, sin recibir nada a cambio. Ahí el
amor de Dios suple con creces al amor humano. Es el caso, por ejemplo, de las hermanas de la caridad,
que sin sueldo cuidan de los enfermos, o de las hermanitas de la Madre Teresa, que abandonan todo para
dedicarse a atender a los más necesitados. Es el caso, también, de tantas personas que, sin retirarse del
mundo, dedican su vida a ayudar a sus semejantes por amor a Dios. A ellos Dios les devuelve con
abundancia el amor que derraman en otros. 

No obstante, hay muchas personas que caminan en la vida huérfanos de amor y convencidos de que no
hay nadie que los ame, aunque no vivan solos. Eso ocurre con más frecuencia de los estaríamos inclinados
a creer. Aunque vivan con parientes y no estén completamente solos, las relaciones que mantienen con
ellos son frías y distantes, cuando no conflictivas. La necesidad los obliga a vivir juntos. La vida de esas
personas es muy triste, porque les falta un elemento esencial. Su expresión suele ser taciturna, deprimida.
Pero si por azar descubren que alguien les ama, o alguien les dice una palabra cariñosa, su estado de
ánimo y su expresión cambian. Una sonrisa ilumina de pronto su rostro, como si de repente el sol brillara
a través de la bruma, o como cuando el sol asoma después de una tempestad.

Si tú eres uno de esos que carecen de amor, piensa que hay un ser que te ama con un amor
inconmensurable, infinito; que te creó por amor, te cuida por amor y te alimenta y sigue tus pasos
amorosamente. Que si te portas mal, te corrige, porque te ama. Y que si lo dejas y le das la espalda, te
sigue amando y hará todo lo posible para que regreses a Él. Ese ser es Dios, que por boca del profeta
Jeremías te dice: "Con amor eterno te he amado..." (Jr 31:3).

El amor de Dios por nosotros no es de hoy ni de ayer. Nos ha amado desde antes que viniéramos al
mundo. Si Dios nos ama hoy, nos ha amado desde siempre, pues Él no cambia. Así como la madre ama al
hijo que está en su seno y espera amorosamente su nacimiento, de manera semejante Dios nos ha llevado
en su mente, como si estuviera en cinta, desde toda la eternidad. Cuando llegó el momento de nuestra
concepción, que Él presidió de una forma para nosotros misteriosa, dio forma a nuestro cuerpo y a
nuestra alma en el vientre de nuestra madre. Y luego nos recibió en sus brazos con más amor que el amor
con que nos acogió nuestra propia madre. Y está deseando acogernos un día en su reino para derramar
sobre nosotros -ya sin las trabas de la carne- todas las bendiciones que su amor nos ha preparado. 

No hay amor humano que pueda compararse con el amor de Dios. El hombre es un ser limitado, finito, y
todo lo que él siente o hace, lleva esa marca, mientras que Dios es infinito, inconmensurable, eterno. Y así
es su amor. Todo lo que Él siente lo es también.

El amor humano es condicional. Eso lo sabemos muy bien todos. Amamos a los que nos aman o se portan
bien con nosotros. El nuestro es un amor de toma y daca. Tanto me amas, tanto te amo. Cuando nos
defraudan, dejamos de amar, y si nos engañan nuestro amor se torna en odio.

En cambio, el amor de Dios es incondicional. Nos ama no porque seamos "amables", esto es, dignos de ser
amados, sino porque nos ha creado, porque somos hechura suya. Nos ama porque está en su naturaleza
amar. No puede dejar de amarnos porque "Dios es amor", según dice el apóstol Juan (1Jn 4:7,8). 

Hablando en términos figurados podríamos decir que la materia prima de la que Dios está hecho es amor.
Así como una olla está hecha de barro y una silla de madera, Dios está hecho de amor. Podemos decir
pues en cierta manera que Dios está condenado a amarnos, así como el agua está condenada a mojar todo
lo que toca y el fuego está condenado a quemar, porque ello está en su naturaleza. Por eso es que el
hombre no puede hacer nada para que Dios deje de amarlo. El profeta Isaías lo expresa muy bien cuando
dice: "He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpido." (49:16). Aunque quiera no puede
sacudirte de sus manos. Pablo lo expresa también en bellos términos: "Por lo cual estoy seguro que ni la
muerte ni la vida, ni ángeles, ni principados ni potestades, ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús." (Rm
8:38,39. Nota).
 

Nada nos puede separar del amor de Dios, ningún acto, ninguna persona, ninguna ofensa, ni aun nuestros
más grandes pecados. Ni nuestro olvido, ni nuestra ingratitud. Nada podemos hacer para que deje de
amarnos. Dios ama incluso a los que se condenan. De hecho, no es Dios el que los condena, sino ellos que
se condenan a sí mismos a despecho de todo lo que Dios hizo para salvarlos. Y aun en el infierno los sigue
amando, de tal modo que podríamos decir que ellos arden en las llamas del amor de Dios que rechazaron.
El amor de Dios que los atrae con todas las fuerzas de su ser, pero del que ahora están separados para
siempre porque en su ceguera no lo quisieron aceptar cuando pudieron, ese amor es el que ahora atiza las
llamas del fuego que los devora. Y en su desesperación ahora odian aquello que desearían amar y detestan
la dicha que pudo haber sido suya.

Tanto lo odian como quisieran amarlo, y aunque el odio los tortura, no quieren ni pueden dejar de odiar.
Cuanto más odian al que debieron amar, más sufren; y cuanto más sufren odiando, más odian. El odio se
ha convertido en la cadena que los ata al cepo.¡Oh, qué terrible destino de los que se condenan: no poder
amar cuando se ha nacido para eso! ¡Oh que terrible destino odiar y sólo odiar, cuando se quisiera amar y
ser amado.

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